Temo reencontrarme
domingo, 9 de julio de 2023
Marino González Montero "Lo que piensan los hombres bajo el agua " (de la luna libros, Mérida, 2022).
Capítulo XV de “En la piscina”
Coincidimos de vez en cuando,
como una o dos veces al mes. Y no sé por qué siempre compartimos la misma
calle. Yo nado muy lento y ella a espalda. Yo tengo un albornoz rojo frambuesa
y ella uno verde manzana. Sin hablar nos entendemos para ir cada uno por la
parte derecha de la calle y no estorbarnos. Sin embargo, esta mañana, imagino
que accidentalmente, al cruzarnos, nos hemos tocado con la punta de los dedos
en dos ocasiones. Ella pareció terminar sus ejercicios y se ha salido. Yo he
terminado mi sexto largo y la he seguido hasta las duchas comunales. Se ha
sorprendido al verme en la puerta, parado, mirándola.
–Asqueroso –me ha dicho al
pasar a mi lado cuando se marchaba.
No sé qué me ha dolido más,
si la palabra en sí, el lugar, la forma… o el hecho de que quien la pronunciara
fuera mi mujer.
domingo, 25 de junio de 2023
Wakefield de Nathaniel Hawthorne
En un periódico
antiguo o en una vieja revista leí hace algún tiempo cierta historia, que se
relataba como verdadera, según la cual un hombre —llamémosle Wakefield— se
había ausentado de la casa que compartía con su esposa. El caso así expuesto no
es, puede decirse, poco común, ni puede considerarse como absurdo o reprobable
sin conocer los detalles y circunstancias de la situación de los protagonistas.
Sin embargo, la historia que leí constituye, sin duda, si no el más grave, sí
el más extraño caso de conducta marital de todos los que han llegado a mi
conocimiento, y a la vez la extravagancia más increíble y notable de todas las
que jamás haya cometido un hombre. El matrimonio al que me refiero vivía en
Londres. El marido notificó que debía emprender un viaje, tomó en alquiler un
cuarto de la calle inmediata a la suya y aquí, inadvertido por su esposa y por
sus amigos, y sin que hubiera razón para tal comportamiento, permaneció durante
veinte años. En el curso de su ausencia caminó día tras día enfrente de su casa
y observó a menudo a Mrs. Wakefield a través de sus ventanas. Después de esta
laguna en su dicha matrimonial, cuando su muerte era tenida por cierta, después
de que se había designado su herencia, de que había desaparecido su nombre de
la memoria de los vivos y de que su esposa se había resignado a una prematura
viudez, un buen día el desaparecido atravesó el umbral de su casa, como si
volviera de una ausencia de uno o dos días y fue hasta su muerte un esposo
amante y ejemplar. Estos hechos son todo lo que recuerdo de la historia. El
caso, por extraño que sea, creo que merece la simpatía generosa de todo el
mundo. Todos nosotros sabemos que ninguno en particular cometeríamos semejante
locura, pero todos nos percatamos a la vez de que es posible que otro la
cometiera. A mí, al menos, los hechos se me presentan una y otra vez en la
mente, provocando en mis sentimientos una suerte de asombro, pero siempre
acompañados por la certeza de que la historia tiene que haber sido verdadera,
delineándose a su lado una cierta concepción del carácter y naturaleza del
protagonista. Siempre que un asunto se aferra de esta manera al pensamiento,
puede decirse que está bien empleado el tiempo en que se reflexiona sobre él. Si
el lector quiere pensar por su cuenta en este punto, dejémosle entregado a sus
propias meditaciones; si, por el contrario, prefiere acompañarme a través de
los veinte años que duró la ausencia de Wakefield, sea bienvenido. Pensemos que
el extraño sucedido debe tener una moraleja —aunque nosotros no logremos
encontrarla— y que será posible trazar límpidamente sus contornos y condensarla
al final de nuestro relato. ¿No tiene todo pensamiento su eficacia y todo hecho
asombroso su moraleja? ¿Qué clase de hombre era Wakefield? Estamos en libertad
para llevar adelante, nuestra propia idea al darle ese nombre. Cuando comienza
nuestra historia, Wakefield se encuentra en el meridiano de su vida; sus
afectos matrimoniales, nunca violentos, se habían serenado convirtiéndose en un
sentimiento habitual y tranquilo; de todos los maridos, puede decirse que era
el más constante, porque una cierta lentitud hacía que su corazón permaneciera
allí, donde se había detenido una vez. Era intelectual, pero no en el sentido
profesional, de la palabra; sus pensamientos raras veces eran tan intensos como
para plasmarse en palabras. La imaginación —entendida en su verdadero sentido—
no figuraba entre los atributos de Wakefield. Con un corazón frío, pero no
depravado ni inconstante, con una mente nunca enfebrecida por pensamientos
turbulentos ni paralizada por afanes de originalidad, ¿quién hubiera podido
profetizar que nuestro héroe iba a conquistar por sí mismo un lugar de primer
orden entre todos los excéntricos del mundo entero? Si se hubiera preguntado a
sus amistades quién era el hombre en Londres del que podía decirse con certeza
que cada día hacía cosas que se olvidaban al día siguiente, todos hubieran
pensado inmediatamente en Wakefield. Sólo su esposa tal vez hubiera dudado. Aun
sin haber analizado su carácter, Mrs. Wakefield se había percatado de un cierto
amor propio que se había introducido en la mente inactiva de su esposo, de una
especie singular de vanidad, la peor de las cualidades, de una tendencia leve a
la superchería, que raras veces se había manifestado de otra forma que en el
malentendimiento de algunos secretos nimios y sin ninguna importancia; y,
finalmente, de lo que ella misma llamaba “un algo extraño” en su marido. Esta
última cualidad es indefinible y es probable incluso que no existiera.
Imaginemos a Wakefield despidiéndose de su esposa. Estamos en el atardecer de
un día de octubre. Su equipaje consiste en una bufanda de un gris amarillento,
un sombrero cubierto por una tela impermeable, botas altas, un paraguas en la
mano y una ligera maleta en la otra. Dijo a su esposa que piensa tomar la
diligencia de la noche y dirigirse al campo. Mrs. Wakefield hubiera querido
preguntarle cuánto duraría su ausencia, su objeto y cuándo regresaría, pero
indulgente con la inocente afición al misterio que caracteriza a su marido, se
contenta con interrogarlo con la mirada Wakefield a su vez le advierte que no
lo espere desde luego en la diligencia de regreso y que piensa estar ausente
tres o cuatro días; en todo caso, podría contar con él para la cena del viernes
próximo. Wakefield mismo —esto debemos tenerlo presente— no sabe lo que hará.
Tiende sus manos a Mrs. Wakefield y ésta le entrega las suyas, cambian un beso
de despedida a la manera rutinaria que corresponde a un matrimonio de diez
años, y así tenemos a Wakefield dispuesto a intrigar a su esposa con la
ausencia de una semana. Después de que la puerta se ha cerrado tras de él, su
esposa vuelve a abrirla un poco y ve a través de la apertura el rostro de su
esposo sonriendo y desapareciendo inmediatamente. En aquel momento, este hecho
insignificante se desvanece sin dejar rastro. Mucho más tarde, sin embargo,
cuando había sido más años viuda que esposa, aquella sonrisa vuelve y se mezcla
con todos los recuerdos de su marido. En sus largos ratos de ocio, la esposa
abandonada decora aquella sonrisa con toda una especie de fantasías que la
hacen extraña y repulsiva. Si imagina, por ejemplo, a su esposo en un ataúd,
aquella mirada de despedida se encuentra helada en sus rasgos lívidos; si en
cambio lo imagina en el cielo, su espíritu sagrado muestra todavía una sonrisa
tranquila y enigmática. Es el recuerdo de esta sonrisa, también, lo que hace
que, mientras todos los demás lo han dado ya por muerto hace mucho tiempo, Mrs.
Wakefield dude a veces de esto y se resista a creerse verdaderamente una viuda.
Pero quien nos importa es Mr. Wakefield. Debemos correr detrás de él, a lo
largo de la calle, antes de que pierda su individualidad y se mezcle y
desaparezca en la gran masa de la vida de Londres. Una vez aquí, será en vano
que lo busquemos. Sigámosle pues sin perderlo de vista hasta que después de
varios rodeos y caminatas inútiles lo encontramos confortablemente sentado al
calor de la chimenea en un cuarto que reservó previamente. Este lugar se
encuentra en la calle inmediata a la casa de Wakefield, y lo encontramos en su
primer día de ausencia; no puede concebir la buena suerte que lo ha acompañado
hasta ahora y gracias a la cual ha podido pasar inadvertido; piensa en un
momento en que la multitud lo empujó justamente debajo del resplandor de un
farol iluminado; piensa en que en un momento le pareció escuchar algunos pasos
que seguían a los suyos y que se distinguían perfectamente del paso monótono
del resto de la gente y piensa, finalmente, en el momento en que oyó una voz
llamando a alguien a gritos y que le pareció que pronunciaba su propio nombre.
No hay duda de que detrás de él había una docena de agentes que lo delatarán
ante su esposa. ¡Pobre Wakefield! ¡Cuánto desconoces tu propia insignificancia
en el seno de este mundo! Ninguna mirada ni ningún rostro humano han seguido tu
ruta. Duerme tranquilamente y mañana por la mañana, si quieres proceder
sensatamente, reintégrate al lado de Mrs. Wakefield y confiesa toda la verdad.
No te apartes, ni siquiera por una semana, del lugar que tienes por derecho
propio en su corazón casto y sereno. Si ella llegara a suponer por un solo
momento que moriste separado de ella, pronto te darías cuenta para tu desdicha
de que un cambio se había operado en tu esposa, un cambio quizás para siempre,
y es muy peligroso producir una fisura en los afectos humanos, no porque la
herida se mantenga durante mucho tiempo abierta, sino porque se cierra tan
rápidamente... Casi arrepentido de su travesura —o como quiera llamarse a su
actitud—, Wakefield se acostó temprano. Al despertar de su primer sueño,
extendió los brazos en el amplio y solitario lecho: —No —pensó cobijándose de
nuevo—. Esta es la última noche que duermo solo. A la mañana siguiente se
levantó más temprano que de costumbre y se detuvo un momento para considerar
qué era lo que realmente se proponía hacer. Tan desintegrados y vagos son los
caminos de su pensamiento, que ha tomado este singular propósito en que se
halla envuelto, con la conciencia de hacer algo, pero incapaz de definirlo
incluso para su propia consideración. El proyecto impreciso y el esfuerzo
convulso con que trata de ejecutarlo, son característicos de un hombre débil.
Wakefield analiza y examina, no obstante, sus ideas, con toda la minuciosidad
posible, se interesa por conocer los efectos que su decisión ha causado: cómo
soportará su esposa los efectos de la viudez de una semana, cómo afectará su
ausencia al pequeño círculo de amigos del que él es el centro. Una vanidad
morbosa se halla, pues, en el fondo de todo el asunto. Ahora bien ¿cómo saber
qué desea? Desde luego, no quedarse para siempre en su cómodo alojamiento, en
el que aun cuando duerma y despierte en la calle inmediata a la suya, se
encuentra en realidad tan ausente como si la diligencia en la que supuestamente
iría hubiera rodado durante toda la noche. Si reaparece en su casa, todo su
proyecto se viene abajo. Atormentado su pobre cerebro con este dilema, se
aventura a cruzar el extremo de la calle y mirar su abandonado domicilio. La
costumbre —pues Wakefield es un hombre de costumbres— lo conduce sin que lo
perciba hasta la misma puerta de su casa, donde en aquel mismo momento el ruido
que producen sus pasos sobre el primer escalón le hace volver en sí:
¡Wakefield! ¿A dónde ibas? En aquel momento su destino acababa de realizar un
cambio decisivo. Sin soñar siquiera en el abismo al que lo arroja este paso que
dio atrás, Wakefield se aleja velozmente de su domicilio, sin aliento, con una
agitación hasta entonces no sentida, y apenas se atreve a volver la cabeza
desde la primera esquina. ¿Es posible que nadie lo haya visto? ¿No tocarán a
rebato por las calles de Londres los habitantes de su casa, la dulce Mrs.
Wakefield, todos, la elegante doncella y el descuidado lacayo, pidiendo la
búsqueda y captura de su dueño y señor? Su fuga ha sido un milagro. Reúne todo
su valor para detenerse un momento y mirar hacia atrás, pero su corazón se
siente oprimido al ver que su casa ha experimentado un cambio, tal como suele
parecernos cuando, después de meses o años de ausencia, vemos nuevamente una
colina o un lago o una obra de arte que nos son conocidos desde antes.
Ordinariamente este sentimiento indescriptible está causado por la comparación
y el contraste entre las reminiscencias imperfectas y la realidad. En
Wakefield, el prodigio de una sola noche había producido esa transformación,
porque en aquel breve período un gran cambio moral había tenido lugar en él.
Este es un secreto que sólo a él le pertenece. Antes de abandonar el lugar en
que se encuentra, Wakefield puede todavía captar la imagen lejana y momentánea
de su esposa que pasa a través de las ventanas con el rostro vuelto hacia el
extremo de la calle. El pobre necio huye sin esperar más, despavorido ante la
idea de que entre miles de seres mortales, la mirada de su esposa haya podido
descubrirlo. Aun cuando su cerebro se sienta confuso, se encuentra alegre, sin
embargo, pocos minutos después, cuando se sienta al fin ante la chimenea de su
nuevo domicilio. Con lo anteriormente escrito, hemos trazado el comienzo de
este largo desvarío. Una vez sentada la primera idea y la extravagante
terquedad del hombre de ponerla en práctica, el asunto sigue su camino casi
automáticamente. Podemos imaginar a Wakefield comprando, después de largas reflexiones,
una nueva peluca de pelo rojizo, escogiendo de un ropavejero judío unas prendas
de color café, de corte distinto al de las que había acostumbrado usar hasta
entonces. Todo está consumado, Wakefield es otra persona. Una vez establecido
el nuevo sistema, todo movimiento que intente volver al anterior tendrá que ser
tan difícil al menos como el que lo condujo a la extraña situación en que se
encuentra. Además, su obstinación se hace mayor por el enojo que le produce
pensar que su ausencia ha producido con seguridad una reacción inadecuada en el
ánimo de su esposa. Ahora está decidido a no volver a su casa hasta que su
esposa sienta un sobresalto de muerte. Dos o tres veces ha caminado Mrs.
Wakefield ante los ojos de su esposo oculto, cada vez con pasos más lentos y
difíciles, cada vez con las mejillas más pálidas y la frente más surcada de
arrugas. En la tercera semana de su ausencia, Wakefield vio un heraldo de
desgracias entrando en su casa bajo la forma de un farmacéutico. Al día
siguiente, la campana de la puerta es envuelta con un lienzo para mitigar los
sonidos. Al anochecer, aparece la carroza de un médico que deposita a su dueño
solemne y empelucado en la casa de Wakefield, de donde sale, al cabo de media
hora, como el anuncio posible de un funeral. ¿Morirá quizás? —piensa Wakefield,
y su corazón se hiela sólo de suponerlo. En aquellos días siente una excitación
semejante a la energía, pero se mantiene lejos de la cabecera de su esposa,
pues sería contraproducente perturbarla en aquellos momentos. Si algo distinto
de esto lo detiene, él lo ignora. En el curso de unas pocas semanas, Mrs.
Wakefield se recobra; la crisis ha pasado; su corazón está triste, quizás, pero
sereno; ahora podría regresar Wakefield, o más tarde: su esposa no volverá a
sentir angustia por él. Estas ideas lucen a veces a través del extravío que se
ha apoderado del cerebro de Wakefield y le dan una conciencia oscura de que
algo así como un abismo infranqueable separa su nuevo alojamiento de su antiguo
hogar. —¡Pero si está en la calle próxima! —se dice, a veces, a sí mismo. En
realidad, su casa está en otro mundo; hasta ahora Wakefield había retardado su
regreso de un día a otro; desde este momento es indeterminado el momento del
regreso; no mañana, sino, probablemente, la semana próxima; de cualquier
manera, muy pronto. ¡Pobre Wakefield! Desterrado por propia voluntad, tiene
tantas probabilidades de regresar a su casa como los muertos de volver a su
antigua condición en la tierra. Ojalá tuviera que escribir un libro en lugar de
un cuento de doce páginas, entonces, podría manifestar cómo una fuerza fuera de
nuestro control puede influir sobre nuestras acciones y tejer con sus
consecuencias un manto de hierro que nos aprisiona. Wakefield ha sido descrito.
Ahora debemos abandonarlo por unos diez años, imaginarlo rondar alrededor de su
casa sin cruzar una sola vez el umbral, siempre fiel a su esposa, con todo el
amor de que es capaz su corazón, mientras que por otra parte su recuerdo
desaparece poco a poco de Mrs. Wakefield. Desde hace mucho tiempo —hay que
enfatizarlo—, el desterrado voluntario perdió la conciencia de lo extraño de su
situación. Relatemos ahora una escena. Entre la multitud que ocupa una calle de
Londres, podemos ver a un hombre, ahora de mayor edad, con pocos rasgos característicos
para atraer la atención de los distraídos transeúntes, pero lleva en su rostro
el testimonio de un destino poco común. Es un hombre delgado, su frente
estrecha y pronunciada se encuentra cubierta de arrugas profundas; sus ojos
pequeños y sin brillo giran algunas veces temerosamente a su alrededor, pero
más a menudo parecen mirar hacia su interior. Lleva la cabeza encorvada y se
mueve con un paso curiosamente oblicuo, como si quisiera robarle al mundo su
presencia real y directa. Al mirarlo con atención puede percibirse cuanto se ha
descrito de él aquí, puesto que las circunstancias —que a veces hacen grandes
personalidades de una materia tosca— han producido a este individuo. Si lo
abandonamos para atravesar la calle y dirigimos nuestra mirada en dirección
opuesta, veremos a una mujer de porte distinguido, ya en el ocaso de su vida,
que se dirige a la iglesia con un devocionario en la mano. El dolor ha
desaparecido de su ánimo o se ha hecho tan consustancial a él, que no lo
cambiaría ya por la alegría. En el momento exacto en que el hombre delgado y la
viuda se cruzan, hay un pequeño embotellamiento en la circulación y las dos
figuras entran en contacto. Sus manos se tocan, la presión de la multitud hace
que el pecho de ella alcance los hombros de él; se detienen y se miran a los
ojos. Después de diez años de separación, así es cómo Wakefield se encuentra
por primera vez con su propia esposa. Después la multitud los separa. La viuda
recupera su paso anterior y se dirige a la iglesia; en el atrio se detiene un
instante y su mirada recorre con expresión de perplejidad la masa de gente que
discurre por la calle. Sin embargo es sólo un instante; después entra en el
templo mientras abre su libro. ¿Y Wakefield? Con una expresión irritada vuelve
su rostro a la ciudad ocupada y egoísta y se precipita a su alojamiento, corre
el cerrojo de la puerta y se arroja sobre la cama. Los sentimientos latentes
durante tantos años surgen a la superficie; todo el terrible desatino de su
vida se le revela de un golpe en su mente débil y entonces grita con un acento
increíble: —¡Wakefield! ¡Wakefield! ¡Estás loco! Quizás era verdad. La
singularidad de su situación tiene que haber moldeado a este hombre de tal
suerte que comparado con los demás hombres y con los problemas de la vida, no
puede aceptarse que estaba en su sano juicio. Se las había ingeniado para
separarse por sí mismo del mundo, para desvanecerse, para abandonar el lugar y
los privilegios que le correspondían entre los vivos, sin conquistar tampoco un
lugar entre los muertos. La vida de un ermitaño no podía compararse con la suya
en absoluto. Se hallaba sumido en el bullicio de la ciudad, como antes también
lo había estado, pero la multitud caminaba a su lado y no lo veía; podemos
decir que figuradamente está al lado de su esposa y en su hogar, pero condenado
a no sentir jamás ni el calor de uno ni el amor de otra; el destino singular de
Wakefield consistía en que su ánimo conservaba los afectos pasados y
participaba en la red de los intereses humanos, pero desprovisto de toda
posibilidad de influir en ninguno. Sería algo sugerente escribir en detalle los
efectos de esta situación en su cerebro y en su corazón, separadamente y en una
combinación recíproca. Sin embargo, después de sufrir el cambio que había
sufrido, es seguro que él mismo no se percatara de esto y le pareciera, al
contrario, como si continuara siendo el hombre de siempre: algunos relámpagos
de verdad le iluminarían, es cierto, algunas veces, pero sólo durante un
instante. En esos momentos su respuesta era: “Dentro de poco volveré”, sin
percibir que lo mismo se decía desde hacía veinte años. Asimismo pienso que
estos veinte años se aparecían ante Wakefield, cuando dirigía su mirada hacia
el pasado no más largos que la semana que se había fijado como límite de su
ausencia, cuando abandonó a su esposa. Para él seguramente este espacio de
tiempo no era más que un intermedio o entreacto en el curso general de su
existencia. Cuando después de algún tiempo creyera que había llegado el momento
de volver a casa, Mrs. Wakefield juntaría sus manos loca de alegría y
examinaría a su marido, un hombre todavía maduro. ¡Qué terrible error! Si el
tiempo se detuviera y esperara el final de nuestras locuras, todos nosotros
seríamos jóvenes y continuaríamos siéndolo hasta el día del juicio final. Una
tarde, ahora que ya hacía veinte años que había desaparecido, Wakefield realiza
su acostumbrado paseo hacia la casa que sigue considerando suya. Es una noche
tormentosa de otoño, con frecuentes lluvias que se descargan contra el suelo y
desaparecen antes de que una persona alcance a abrir su paraguas. Detenido
frente a su casa, Wakefield puede ver a través de las ventanas del segundo piso
el resplandor rojo y los reflejos de un fuego confortable encendido en la
habitación. En el techo puede verse la figura monstruosa u oscilante de Mrs.
Wakefield. La capa, la nariz, el mentón y el robusto talle forman una admirable
caricatura, que baila según ascienden o descienden las llamas del fuego,
trazando curvas y figuras demasiado alegres para una viuda entrada en años. En
aquel mismo momento la lluvia cae de nuevo repentinamente, y arrojada por un
viento otoñal, azota el rostro y el pecho de Wakefield, que se siente penetrado
por un escalofrío. ¿Debe permanecer mojado y temblando mientras en su casa arde
un amable fuego dispuesto a calentarlo, mientras que su esposa podría correr a
buscar su bata y su ropa de abrigo, que sin duda ha mantenido cuidadosamente
guardadas en el armario de la alcoba matrimonial? ¡Wakefield no es tan loco
como para hacerlo! Asciende los peldaños lentamente y sin casi percatarse
ejecuta una acción a la que sus piernas se han resistido durante veinte años.
¡Wakefield! ¿Vas a entrar a la casa que tú mismo te has vedado? La puerta se
abre. Cuando penetra en el vestíbulo, aún podemos ver su rostro y vemos en él
la misma sonrisa taimada que fue precursora de la pequeña broma que ha estado
representado desde entonces a costa de su esposa. ¡Qué despiadadamente estuvo
probando a su mujer! Finalmente, todo ha terminado y una velada amable espera a
Wakefield. Esta feliz ocurrencia —si es que efectivamente lo fue — sólo pudo
ocurrir en un momento impremeditado. No seguiremos a nuestro personaje a través
del umbral de su casa; ya nos ha dejado material suficiente para la reflexión,
una parte del cual debe suministrarnos una moraleja que trataremos de condensar
en unas cuantas palabras. Entre la aparente confusión de nuestro misterioso
mundo, los individuos se hallan tan definitivamente insertos en un sistema y
cada sistema se encuentra tan estrechamente vinculado a otro o a otros y
finalmente a un total de sistemas, que el hecho de salir por un instante del
propio sistema, expone al hombre al riesgo espantoso de perder para siempre su
propio lugar en el mundo. De manera semejante a Wakefield, uno puede
convertirse fácilmente, como éste se convirtió, en el Apátrida del Universo.
Traducción de Felipe González Vicens
lunes, 19 de junio de 2023
"PATRÓN". Cuento de Abelardo Castillo
I
La vieja
Tomasina, la partera se lo dijo, tas preñada, le dijo, y ella sintió un miedo
oscuro y pegajoso: llevar una criatura adentro como un bicho enrollado, un
hijo, que a lo mejor un día iba a tener los mismos ojos duros, la misma piel
áspera del viejo. Estás segura, Tomasina, preguntó, pero no preguntó: asintió.
Porque ya lo sabía; siempre supo que el viejo iba a salirse con la suya. Pero
m’hija, había dicho la mujer, llevo anunciando más partos que potros tiene tu
marido. La miraba. Va a estar contento Anteno, agregó. Y Paula dijo sí, claro.
Y aunque ya no se acordaba, una tarde, hacía cuatro años, también había dicho:
–Sí, claro.
Esa tarde
quería decir que aceptaba ser la mujer de don Antenor Domínguez, el dueño de La
Cabriada: el amo.
–Mire que no es
obligación. –La abuela de Paula tenía los ojos bajos y se veía de lejos que sí,
que era obligación. –Ahora que usté sabe cómo ha sido siempre don Anteno con
una, lo bien que se portó de que nos falta su padre. Eso no quita que haga su
voluntad.
Sin querer, las
palabras fueron ambiguas; pero nadie dudaba de que, en toda La Cabriada, su
voluntad quería decir siempre lo mismo. Y ahora quería decir que Paula, la hija
de un puestero de la estancia vieja –muerto, achicharrado en los corrales por
salvar la novillada cuando el incendio aquel del 30– podía ser la mujer del
hombre más rico del partido, porque, un rato antes, él había entrado al rancho
y había dicho:
–Quiero casarme
con su nieta –Paula estaba afuera, dándoles de comer a las gallinas; el viejo
había pasado sin mirarla. –Se me ha dado por tener un hijo, sabes. –Señaló
afuera, el campo, y su ademán pasó por encima de Paula que estaba en el patio,
como si el ademán la incluyera, de hecho, en las palabras que iba a pronunciar
después. –Mucho para que se lo quede el gobierno, y muy mío. ¿Cuántos años
tiene la muchacha?
–Diecisiete, o
dieciséis –la abuela no sabía muy bien; tampoco sabía muy bien cómo hacer para
disimular el asombro, la alegría, las ganas de regalar, de vender a la nieta.
Se secó las manos en el delantal.
El dijo:
–Qué me miras.
¿Te parece chica? En los bailes se arquea para adelante, bien pegada a los
peones. No es chica. Y en la casa grande va a estar mejor que acá. Qué me
contestas.
–Y yo no sé,
don Anteno. Por mí no hay… –y no alcanzó a decir que no había inconveniente
porque no le salió la palabra. Y entonces todo estaba decidido. Cinco minutos
después él salió del rancho, pasó junto a Paula y dijo “vaya, que la vieja
quiere hablarla”. Ella entró y dijo:
–Sí, claro.
Y unos meses
después el cura los casó. Hubo malicia en los ojos esa noche, en el patio de la
estancia vieja. Vino y asado y malicia. Paula no quería escuchar las palabras
que anticipaban el miedo y el dolor.
–Un alambre
parece el viejo.
Duro, retorcido
como un alambre, bailando esa noche, demostrando que de viejo sólo tenía la
edad, zapateando un malambo hasta que el peón dijo está bueno, patrón, y él se
rió, sudado, brillándole la piel curtida. Oliendo a padrillo.
Solos los dos,
en sulky la llevó a la casa. Casi tres leguas, solos, con todo el cielo arriba
y sus estrellas y el silencio. De golpe, al subir una loma, como un aparecido
se les vino encima, torva, la silueta del Cerro Negro. Dijo Antenor:
–Cerro Patrón.
Y fue todo lo
que dijo.
Después, al
pasar el último puesto, Tomás, el cuidador, lo saludó con el farol desde lejos.
Cuando llegaron a la casa, Paula no vio más que a una mujer y los perros. Los
perros que se abalanzaban y se frenaron en seco sobre los cuartos, porque
Antenor los enmudeció, los paró de un grito. Paula adivinó que esa mujer, nadie
más, vivía ahí dentro. Por una oscura asociación supo también que era ella
quien cocinaba para el viejo: el viejo le había preguntado “comieron”, y señaló
los perros.
Ahora, desde la
ventana alta del caserón se ven los pinos, y los perros duermen. Largos los
pinos, lejos.
–Todo lo que
quiero es mujer en la casa, y un hijo, un macho en el campo –Antenor señaló
afuera, a lo hondo de la noche agujereada de grillos; en algún sitio se oyó un
relincho–. Vení, arrímate.
Ella se acercó.
–Mande –le
dijo.
–Todo va a ser
para él, entendés. Y también para vos. Pero anda sabiendo que acá se hace lo
que yo digo, que por algo me he ganao el derecho a disponer. –Y señalaba el
campo, afuera, hasta mucho más allá del monte de eucaliptos, detrás de los
pinos, hasta pasar el cerro, abarcando aguadas y caballos y vacas. Le tocó la
cintura, y ella se puso rígida debajo del vestido. –Veintiocho años tenía
cuando me lo gané –la miró, como quien se mete dentro de los ojos–, ya hace
arriba de treinta.
Paula aguantó
la mirada. Lejos, volvió a escucharse el relincho. El dijo:
–Vení a la
cama.
II
No la consultó.
La tomó, del mismo modo que se corta una fruta del árbol crecido en el patio.
Estaba ahí, dentro de los límites de sus tierras, a este lado de los postes y
el alambrado de púas. Una noche –se decía–. muchos años antes, Antenor
Domínguez subió a caballo y galopó hasta el amanecer. Ni un minuto más. Porque
el trato era “hasta que amanezca”, y él estaba acostumbrado a estas cláusulas
viriles, arbitrarias, que se rubricaban con un apretón de manos o a veces ni
siquiera con eso.
–De acá hasta
donde llegues –y el caudillo, mirando al hombre joven estiró la mano, y la
mano, que era grande y dadivosa, quedó como perdida entre los dedos del otro–.
Clavas la estaca y te volvés. Lo alambras y es tuyo.
Nadie sabía muy
bien qué clase de favor se estaba cobrando Antenor Domínguez aquella noche;
algunos, los más suspicaces, aseguraban que el hombre caído junto al mostrador
del Rozas tenía algo que ver con ese trato: toda la tierra que se abarca en una
noche de a caballo. Y él salió, sin apuro, sin ser tan zonzo como para reventar
el animal a las diez cuadras. Y cuando clavó la estaca empezó a ser don
Antenor. Y a los quince años era él quien podía, si cuadraba, regalarle a un
hombre todo el campo que se animara a cabalgar en una noche. Claro que nunca lo
hizo. Y ahora habían pasado treinta años y estaba acostumbrado a entender suyo
todo lo que había de este lado de los postes y el alambre. Por eso no la
consultó. La cortó.
Ella lo estaba
mirando. Pareció que iba a decir algo, pero no habló. Nadie, viéndola, hubiera
comprendido bien este silencio: la muchacha era una mujer grande, ancha y
poderosa como un animal, una bestia bella y chucara a la que se le adivinaba
la violencia debajo de la piel. El viejo, en cambio, flaco, áspero como una
rama.
–Contesta, che.
¡Contesta, te digo! –se le acercó. Paula sentía ahora su aliento junto a la
cara, su olor a venir del campo. Ella dijo:
–No, don
Anteno.
–¿Y entonces?
¿Me querés decir, entonces…?
Obedecer es
fácil, pero un hijo no viene por más obediente que sea una, por más que aguante
el olor del hombre corriéndole por el cuerpo, su aliento, como si entrase
también, por más que se quede quieta boca arriba. Un año y medio boca arriba,
viejo macho de sementera. Un año y medio sintiéndose la sangre tumultuosa
galopándole el cuerpo, queriendo salírsele del cuerpo, saliendo y encontrando
sólo la dureza despiadada del viejo. Sólo una vez lo vio distinto; le pareció
distinto. Ella cruzaba los potreros, buscándolo, y un peón asomó detrás de una
parva; Paula había sentido la mirada caliente recorriéndole la curva de la
espalda, como en los bailes, antes. Entonces oyó un crujido, un golpe seco, y
se dio vuelta. Antenor estaba ahí, con el talero en la mano, y el peón abría la
boca como en una arcada, abajo, junto a los pies del viejo. Fue esa sola vez.
Se sintió mujer disputada, mujer nomás. Y no le importó que el viejo dijera yo
te voy a dar mirarme la mujer, pión rotoso, ni que dijera:
–Y vos, qué
buscas. Ya te dije dónde quiero que estés.
En la casa,
claro. Y lo decía mientras un hombre, todavía en el suelo, abría y cerraba la
boca en silencio, mientras otros hombres empezaron a rodear al viejo
ambiguamente, lo empezaron a rodear con una expresión menos parecida al respeto
que a la amenaza. El viejo no los miraba:
–Qué buscas.
–La abuela
–dijo ella–. Me avisan que está mala –y repentinamente se sintió sola,
únicamente protegida por el hombre del talero; el hombre rodeado de peones
agresivos, ambiguos, que ahora, al escuchar a la muchacha, se quedaron quietos.
Y ella comprendió que, sin proponérselo, estaba defendiendo al viejo.
–Qué miran
ustedes –la voz de Antenor, súbita. El viejo sabía siempre cuál era el momento
de clavar una estaca. Los miró y ellos agacharon la cabeza. El capataz venía
del lado de las cabañas, gritando alguna cosa. El viejo miró a Paula, y de
nuevo al peón que ahora se levantaba, encogido como un perro apaleado–. Si
andas alzado, en cuanto me dé un hijo te la regalo.
III
A los dos años
empezó a mirarla con rencor. Mirada de estafado, eso era. Antes había sido
impaciencia, apuro de viejo por tener un hijo y asombro de no tenerlo: los ojos
inquisidores del viejo y ella que bajaba la cabeza con un poco de vergüenza.
Después fue la ironía. O algo más bárbaro, pero que se emparentaba de algún
modo con la ironía y hacía que la muchacha se quedara con la vista fija en el
plato, durante la cena o el almuerzo. Después, aquel insulto en los potreros,
como un golpe a mano abierta, prefigurando la mano pesada y ancha y real que
alguna vez va a estallarle en la cara, porque Paula siempre supo que el viejo
iba a terminar golpeando. Lo supo la misma noche que murió la abuela.
–O cuarenta y
tantos, es lo mismo.
Alguien lo
había dicho en el velorio: cuarenta y tantos. Los años de diferencia, querían
decir. Paula miró de reojo a Antenor, y él, más allá, hablando de unos cueros,
adivinó la mirada y entendió lo que todos pensaban: que la diferencia era
grande. Y quién sabe entonces si la culpa no era de él, del viejo.
–Volvemos a la
casa –dijo de golpe.
Ésa fue la
primera noche que Paula le sintió olor a caña. Después –hasta la tarde aquella,
cuando un toro se vino resoplando por el andarivel y hubo gritos y sangre por
el aire y el viejo se quedó quieto como un trapo– pasó un año, y Antenor tenía
siempre olor a caña. Un olor penetrante, que parecía querer meterse en las
venas de Paula, entrar junto con el viejo. Al final del tercer año, quedó
encinta. Debió de haber sido durante una de esas noches furibundas en que el
viejo, brutalmente, la tumbaba sobre la cama, como a un animal maneado,
poseyéndola con rencor, con desesperación. Ella supo que estaba encinta y tuvo
miedo. De pronto sintió ganas de llorar; no sabía por qué, si porque el viejo
se había salido con la suya o por la mano brutal, pesada, que se abría ahora:
ancha mano de castrar y marcar, estallándole, por fin, en la cara.
–¡Contesta!
Contéstame, yegua.
El bofetón la
sentó en la cama; pero no lloró. Se quedó ahí, odiando al hombre con los ojos
muy abiertos. La cara le ardía.
–No –dijo
mirándolo–. Ha de ser un retraso, nomás. Como siempre.
–Yo te voy a
dar retraso –Antenor repetía las palabras, las mordía–. Yo te voy a dar
retraso. Mañana mismo le digo al Fabio que te lleve al pueblo, a casa de la
Tomasina. Te voy a dar retraso.
La había
espiado seguramente. Había llevado cuenta de los días; quizá desde la primera
noche, mes a mes, durante los tres años que llevó cuenta de los días.
–Mañana te
levantas cuando aclare. Acostate ahora.
Una ternera boca arriba, al día siguiente, en el
campo. Paula la vio desde el sulky, cuando pasaba hacia el pueblo con el viejo
Fabio. Olor a carne quemada y una gran “A”, incandescente, chamuscándole el
flanco: Paula se reconoció en los ojos de la ternera.
Al volver del pueblo, Antenor todavía estaba ahí,
entre los peones. Un torito mugía, tumbado a los pies del hombre; nadie como el
viejo para voltear un animal y descornarlo o caparlo de un tajo. Antenor la
llamó, y ella hubiera querido que no la llamase: hubiera querido seguir hasta
la casa, encerrarse allá. Pero el viejo la llamó y ella ahora estaba parada
junto a él.
–Ceba mate. –Algo como una tijera enorme, o como
una tenaza, se ajustó en el nacimiento de los cuernos del torito. Paula frunció
la cara. Se oyeron un crujido y un mugido largo, y del hueso brotó, repentino,
un chorro colorado y caliente. –Qué fruncís la jeta, vos.
Ella le alcanzó el mate. Preñada, había dicho la
Tomasina. Él pareció adivinarlo. Paula estaba agarrando el mate que él le devolvía,
quiso evitar sus ojos, darse vuelta.
–Che –dijo el viejo.
–Mande –dijo Paula.
Estaba mirándolo otra vez, mirándole las manos
anchas, llenas de sangre pegajosa: recordó el bofetón de la noche anterior. Por
el andarivel traían un toro grande, un pinto, que bufaba y hacía retemblar las
maderas. La voz de Antenor, mientras sus manos desanudaban unas correas, hizo
la pregunta que Paula estaba temiendo. La hizo en el mismo momento que Paula
gritó, que todos gritaron.
–¿Qué te dijo la Tomasina? –preguntó.
Y todos, repentinamente, gritaron. Los ojos de
Antenor se habían achicado al mirarla, pero de inmediato volvieron a abrirse,
enormes, y mientras todos gritaban, el cuerpo del viejo dio una vuelta en el
aire, atropellado de atrás por el toro. Hubo un revuelo de hombres y animales y
el resbalón de las pezuñas sobre la tierra. En mitad de los gritos, Paula
seguía parada con el mate en la mano, mirando absurdamente el cuerpo como un
trapo del viejo. Había quedado sobre el alambrado de púas, como un trapo puesto
a secar.
Y todo fue tan rápido que, por encima del tumulto,
los sobresaltó la voz autoritaria de don Antenor Domínguez.
–¡Ayúdenme, carajo!
IV
Esta orden y aquella pregunta fueron las dos
últimas cosas que articuló. Después estaba ahí, de espaldas sobre la cama,
sudando, abriendo y cerrando la boca sin pronunciar palabra. Quebrado, partido
como si le hubiesen descargado un hachazo en la columna, no perdió el sentido
hasta mucho más tarde. Sólo entonces el médico aconsejó llevarlo al pueblo, a
la clínica. Dijo que el viejo no volvería a moverse; tampoco, a hablar. Cuando
Antenor estuvo en condiciones de comprender alguna cosa, Paula le anunció lo
del chico.
–Va a tener el chico –le anunció–. La Tomasina me
lo ha dicho.
Un brillo como de triunfo alumbró ferozmente la
mirada del viejo; se le achisparon los ojos y, de haber podido hablar, acaso
hubiera dicho gracias por primera vez en su vida. Un tiempo después garabateó
en un papel que quería volver a la casa grande. Esa misma tarde lo llevaron.
Nadie vino a verlo. El médico y el capataz de La
Cabriada, el viejo Fabio, eran las dos únicas personas que Antenor veía. Salvo
la mujer que ayudaba a Paula en la cocina –pero que jamás entró en el cuarto de
Antenor, por orden de Paula–, nadie más andaba por la casa. El viejo Fabio
llegaba al caer el sol. Llegaba y se quedaba quieto, sentado lejos de la cama
sin saber qué hacer o qué decir. Paula, en silencio, cebaba mate entonces.
Y súbitamente, ella, Paula, se transfiguró. Se
transfiguró cuando Antenor pidió que lo llevaran al cuarto alto; pero ya desde
antes, su cara, hermosa y brutal, se había ido transformando. Hablaba poco,
cada día menos. Su expresión se fue haciendo cada vez más dura –más sombría–,
como la de quienes, en secreto, se han propuesto obstinadamente algo. Una
noche, Antenor pareció ahogarse; Paula sospechó que el viejo podía morirse
así, de golpe, y tuvo miedo. Sin embargo, ahí, entre las sábanas y a la luz de
la lámpara, el rostro de Antenor Domínguez tenía algo desesperado,
emperradamente vivo. No iba a morirse hasta que naciera el chico; los dos
querían esto. Ella le vació una cucharada de remedio en los labios
temblorosos. Antenor echó la cabeza hacia atrás. Los ojos, por un momento, se
le habían quedado en blanco. La voz de Paula fue un grito:
–¡Va a tener el chico, me oye! –Antenor levantó la
cara; el remedio se volcaba sobre las mantas, desde las comisuras de una
sonrisa. Dijo que sí con la cabeza.
Esa misma noche empezó todo. Entre ella y Fabio lo
subieron al cuarto alto. Allí, don Antenor Domínguez, semicolgado de las
correas atadas a un travesaño de fierro, que el doctor había hecho colocar
sobre la cama, erguido a medias podía contemplar el campo. Su campo. Alguna vez
volvió a garrapatear con lentitud unas letras torcidas, grandes, y Paula mandó
llamar a unos hombres que, abriendo un boquete en la pared, extendieron la
ventana hacia abajo y a lo ancho. El viejo volvió a sonreír entonces. Se pasaba
horas con la mirada perdida, solo, en silencio, abriendo y cerrando la boca
como si rezara –o como si repitiera empecinadamente un nombre, el suyo,
gestándose otra vez en el vientre de Paula–, mirando su tierra, lejos hasta los
altos pinos, más allá del Cerro Negro. Contra el cielo.
Una noche volvió a sacudirse en un ahogo. Paula
dijo:
–Va a tener el chico. El asintió otra vez con la
cabeza.
Con el tiempo, este diálogo se hizo costumbre.
Cada noche lo repetían.
V
El campo y el vientre hinchado de la mujer: las
dos únicas cosas que veía. El médico, ahora, sólo lo visitaba si Paula –de
tanto en tanto, y finalmente nunca– lo mandaba llamar, y el mismo Fabio, que
una vez por semana ataba el sulky e iba a comprar al pueblo los encargos de la
muchacha, acabó por olvidarse de subir al piso alto al caer la tarde. Salvo
ella, nadie subía.
Cuando el vientre de Paula era una comba enorme,
tirante bajo sus ropas, la mujer que ayudaba en la cocina no volvió más. Los
ojos de Antenor, interrogantes, estaban mirando a Paula.
–La eché –dijo Paula.
Después, al salir, cerró la puerta con llave (una
llave grande, que Paula llevará siempre consigo, colgada a la cintura), y el
viejo tuvo que acostumbrarse también a esto. El sonido de la llave girando en
la antigua cerradura anunciaba la entrada de Paula –sus pasos, cada día más
lerdos, más livianos, a medida que la fecha del parto se acercaba–, y por fin
la mano que dejaba el plato, mano que Antenor no se atrevía a tocar. Hasta que
la mirada del viejo también cambió. Tal vez, alguna noche, sus ojos se cruzaron
con los de Paula, o tal vez, simplemente, miró su rostro. El silencio se le
pobló entonces con una presencia extraña y amenazadora, que acaso se parecía un
poco a la locura, sí, alguna noche, cuando ella venía con la lámpara, el viejo
miró bien su cara: eso como un gesto estático, interminable, que parecía
haberse ido fraguando en su cara o quizá sólo en su boca, como si la costumbre
de andar callada, apretando los dientes, mordiendo algún quejido que le subía
en puntadas desde la cintura, le hubiera petrificado la piel. O ni necesitó
mirarla. Cuando oyó girar la llave y vio proyectarse larga la sombra de Paula
sobre el piso, antes de que ella dijera lo que siempre decía, el viejo intuyó
algo tremendo. Súbitamente, una sensación que nunca había experimentado antes.
De pronto le perforó el cerebro, como una gota de ácido: el miedo. Un miedo
solitario y poderoso, incomunicable. Quiso no escuchar, no ver la cara de ella,
pero adivinó el gesto, la mirada, el rictus aquel de apretar los dientes. Ella
dijo:
–Va a tener el chico.
Antenor volvió la cara hacia la pared. Después,
cada noche la volvía.
VI
Nació en invierno; era varón. Paula lo tuvo ahí
mismo. No mandó llamar a la Tomasina: el día anterior le había dicho a Fabio
que no iba a necesitar nada, ningún encargo del pueblo.
–Ni hace falta
que venga en la semana –y como Fabio se había quedado mirándole el vientre,
dijo: –Mañana a más tardar ha de venir la Tomasina.
Después pareció
reflexionar en algo que acababa de decir Fabio; él había preguntado por la
mujer que ayudaba en la casa. No la he visto hoy, había dicho Fabio.
–Ha de estar en
el pueblo –dijo Paula. Y cuando Fabio ya montaba, agregó: –Si lo ve al Tomás,
mándemelo. Luego vino Tomás y Paula dijo:
–Podes irte
nomás a ver tu chica. Fabio va a cuidar la casa esta semana.
Desde la
ventana, arriba, Antenor pudo ver cómo Paula se quedaba sola junto al aljibe.
Después ella se metió en la casa y el viejo no volvió a verla hasta el día
siguiente, cuando le trajo el chico.
Antes, de cara
contra la pared, quizá pudo escuchar algún quejido ahogado y, al acercarse la
noche, un grito largo retumbando entre los cuartos vacíos; por fin, nítido, el
llanto triunfante de una criatura. Entonces el viejo comenzó a reírse como un
loco. De un súbito manotón se aferró a las correas de la cama y quedó sentado,
riéndose. No se movió hasta mucho más tarde.
Cuando Paula
entró en el cuarto, el viejo permanecía en la misma actitud, rígido y sentado.
Ella lo traía vivo: Antenor pudo escuchar la respiración de su hijo. Paula se
acercó. Desde lejos, con los brazos muy extendidos y el cuerpo echado hacia
atrás, apartando la cara, ella, dejó al chico sobre las sábanas, junto al
viejo, que ahora ya no se reía. Los ojos del hombre y de la mujer se encontraron
luego. Fue un segundo: Paula se quedó allí, inmóvil, detenida ante los ojos
imperativos de Antenor. Como si hubiera estado esperando aquello, el viejo
soltó las correas y tendió el brazo libre hacia la mujer; con el otro se apoyó
en la cama, por no aplastar al chico. Sus dedos alcanzaron a rozar la pollera
de Paula, pero ella, como si también hubiese estado esperando el ademán, se
echó hacia atrás con violencia. Retrocedió unos pasos; arrinconada en un ángulo
del cuarto, al principio lo miró con miedo. Después, no. Antenor había quedado
grotescamente caído hacia un costado: por no aplastar al chico estuvo a punto
de rodar fuera de la cama. El chico comenzó a llorar. El viejo abrió la boca,
buscó sentarse y no dio con la correa. Durante un segundo se quedó así, con la
boca abierta en un grito inarticulado y feroz, una especie de estertor mudo e
impotente, tan salvaje, sin embargo, que de haber podido gritarse habría
conmovido la casa hasta los cimientos. Cuando salía del cuarto, Paula volvió la
cabeza. Antenor estaba sentado nuevamente: con una mano se aferraba a la
correa; con la otra, sostenía a la criatura. Delante de ellos se veía el campo,
lejos, hasta el Cerro Patrón.
Al salir, Paula
cerró la puerta con llave; después, antes de atar el sulky, la tiró al aljibe.
"Rubi y el lago danzante" un cuento de Marcelo Cohen
Esto sucede en la época de la piedad absoluta por
todas las criaturas. La conciencia de la igualdad de las especies culminó en
nuevas leyes y varios gobiernos isleños han redimido a los animales de
cualquier tipo de sujeción a los humanos, e incluso han exonerado a los
animales electrónicos de ayudar a los ciborgues. Dicho esto, veamos. Una tarde,
al volver a casa desde el educatorio, Munruf ve, acurrucada contra la pared de
un edifico, una perrita manchada de hocico largo, orejas cortas y ojos de uva
moscata, como las perras de las películas antiguas. Le tiembla el cuello, a la
perrita; y es que está a punto de atacarla un lince de los que a veces se
cuelan en la ciudad desde los campos vallados que el gobierno creó para que las
bestias vivan y se devoren entre ellas a sus anchas. Ningún nene de nueve años
ha visto nunca un perro fuera de los muestrarios de cuadernaclo, pero pocos
soportarían que muriese esa cachorra tibia e indefensa, y Munruf no es de esos
pocos. Instintivamente echa mano de su desintegrátor de juguete y ahuyenta al
lince con una ráfaga de chispas. Recoge a la perrita y se la lleva bajo el
gabán. Le pone Rubí, un nombre que ve en una de las casillas que en este barrio
de módulos familiares subsisten como recuerdo o santuario de los animales que
albergaron tiempo atrás. Rubí y Munruf se tienen un cariño tan inmediato y
enternecedor que el padre del brachito, un obrero contestatario, acepta que el
chico transgreda la prohibición específica de poseer mascotas. Con los días, la
madre y hasta la hermana de Munruf, una quinceañera coquetona, vencen la
repugnancia y se tiran con él en la alfombra a jugar con Rubí, rodar, enredarse
con ella y recibir sus husmeos, moqueos y lengüetazos. Pero están los
peliagudos trabajos de eliminar la caca, impedir que rezumen otros olores
inhabituales, mantener a la perra alejada del minúsculo jardín del módulo y
acallar el menor ladrido, y hay vecinos rastreros que hacen preguntas oblicuas,
y a poco empieza a haber insólitos inspectores de la Bedelía de Diversidad
rondando el barrio. Como encima es imposible disimular la cara de asfixia que
da tener ese cuerpo extraño siempre adentro, el padre de Munruf empieza a temer
por la familia, y por su trabajo de laminador en una planta metalúrgica de
bambuminio. Y sin duda porque alrededor se palpa que en la casa hay una
situación rara, una noche llama a la puerta un hombre gordo y pelilargo, de
túnicat aceitunada, que viene a proponerles un trato. Entre los animales con
que adornan sus casas los ricachones petulantes y los funcionarios traficantes
de fauna, el ejemplar canino se cotiza muy bien porque ya no quedan muchos;
pero la hermandad que representa el gordo está empeñada en dar a los animales
una ocupación, restaurar el vínculo con los humanos y promover la diversión
conjunta. Los hermanos son nativos del poniente de la isla, donde han heredado
la reprimida creencia de que en el desenfado de las bestias hay una enseñanza
para la gente. Están lo bastante bien ocultos y armados para proteger su causa
y propagarla, y pagan mejor que los traficantes. Para desconsuelo de Munruf, no
sólo por el dinero sino por el bien de todos, el padre acuerda. Dos días
después se presenta un par de supuestos técnicos de ventilación que ahogan los
gemidos de Rubí con caricias expertas, la meten en una caja de respuestos y la
retiran en un furgonet. El gordo envía al cabeza de familia un mensaje neural
con una hoja de ruta y un horario, y una reflexión difícil de calibrar:
“Poquísimos animales domésticos sobrevivieron a la convivencia con los
salvajes, y si hay perros que siguen coleando es porque son aguerridos”. El
chico Munruf está decaído; lo aburren los librátors del cole. El padre lo lleva
a visitar la nueva vida de Rubí. El último tramo del viaje es a pie. Dos
millatros fuera de un caserío de la tundra hay una mina de orgeladio agotada.
Hombres y mujeres con vibradoras bajo las túnicats vigilan la entrada del túnel
hacia una bóveda presidida por un carteluz, El Gran Ruedo de
Diversiones, bajo el cual se paga la entrada. Es día de torneo y hay buena
concurrencia, bulliciosa y masticadora de golosinas, e intercambio y
compraventa de patas de conejo, collares con púas, bozales, plumas de corneja,
gorros de cuero de minorco. La competencia empieza con una riña de cherpias
semiorgánicas; se picotean, se espolean, mientras la gente grita y tira tarbits
a la arena, hasta que una destroza a la otra, aunque en seguida se rasga
también dejando un reguero de cuajarones y tripálitos. Tras la limpieza
desfilan los animalitos de veras, enmascarados y ataviados con túnicats
aceitunadas. A uno le tiembla la careta como si hocicara. Munruf estruja la
mano del padre. Retiran a todos menos dos y los desnudan; son dos perritas, una
aleonada, la otra Rubí. Suena un triángulo. Acicateadas por el griterío, las
contrincantes arrufan, gruñen, se abalanzan y se esquivan. Munruf murmura como
si orase o diese instrucciones; se niega a irse; ni siquiera deja que el padre
le tape los ojos. Pero si las perritas se mordisquean es precavidamente, casi
con remilgos, y en seguida se cansan y caen en una serie de amagos inofensivos,
tan lentos que la gente deja de apostar. Después estalla un abucheo enardecido
por el fiasco. Las perritas se sientan. Rubí se mea. Cuando Munruf salta al
ruedo y la levanta y se refriegan, antes que parar ese número empalagoso la
mujerona despacha a niño y perra fuera de la arena. El padre de Munruf departe
con el gordo, que pide dinero por devolverla, y mira de reojo el idilio de su
hijo, sin duda debatiéndose entre dejar a la perra ahí, donde mal que mal
terminará aprendiendo una profesión y está resguardada por expertos, dejarla en
una libertad donde no va a durar mucho o llevársela de nuevo a casa con riesgo
para la familia. Pero resulta que los hermanos animalistas no son tan expertos
ni seguros. De hecho se han dejado reducir. La prueba es que un pelotón de
frigatas y brachos vestidos con levitas multicolores irrumpe ágilmente en la
bóveda, encañona al gordo con lanzagujas y sofrena a los espectadores. Disimulado
hasta ahora en la platea, un veterano de sonrisa arrugada se levanta de la
butaca para encarar al padre de Munruf haciendo caso omiso del gordo. Se
presenta como Dun Aires. El grupo no pertenece a una secta; no alardean de
creencias reverenciales; vienen de las serranías del sudeste, donde sus
ancestros se preocupaban por dar a los animales otra suerte que la vagancia
absurda o la servidumbre, y el sonriente Dun Aires es administrador de un circo
furtivo. Munruf desconfía; se pone a Rubí bajo el capotín. El padre entorna los
ojos como si otease memorias de circo que a lo mejor ni son suyas, pero la
afabilidad de ese hombre todo menos seguro, incluso cauto, lo anima a dejar que
pruebe convencerlo. El público encañonado se remueve en las gradas. Dun Aires habla
no solo para el padre; se echa a gesticular para todos con una afabilidad
propagantística. Él fue en su tiempo de aquellos cuyos bisabuelos contaban cómo
sus vidas esplendían una vez por año con la llegada de los furgonetes del
circo. Bajo la carpa del circo, entre fanfarrías y redobles, humanos y animales
duchos en diversas artes se repartían papeles en insólitos números de
habilidad, gracia desopilante, elegancia, valentía, poder y carácter para
incomparable fascinación de gentes de siete a setenta años. Pero a la par que
entendía mal las necesidades de las especies, la ley propició el descrédito de
los espectáculos de habilidad y riesgo, y así cayó la infamia no sólo sobre la
doma de fieras sino sobre la amazona, los trapecistas, los funámbulos, los simios
bufones, los ballets ratoniles y las fieras mismas que sabían perfectamente
cuándo aceptar una orden y cuándo transgredirla. ¿Quién se atreve hoy a
devolver al público el goce de esas atracciones? ¿Qué público será tan cagón
como para negárselas? La gradas enmudecen. Dun Aires se aparta con el padre de
Munruf; lo instruye en que, a diferencia de mutantes como los huargos o
tegraptores, los perros tienen una inteligencia reforzada por ciclos de
resistencia evolutiva y son muy simpáticos. El padre acepta donarle a Rubí.
Munruf se niega. Con el forcejeo, Rubí empieza a soltar ladriditos y el niño se
desboca en unos alaridos tales que al padre le da una cachetada. Cae la mano,
estupefacta de haber estropeado una historia de comprensión. Acariciando a los dos,
Dun Aires disipa las vergüenzas acomodando a Rubí en un capacho. La perrita se
calma, y padre e hijo se van. Durante el contrito millatro de caminata por la
tundra, un rumor de rotores les revela que tal vez no hayan dado tan mal paso:
al mirar hacia atrás ven que de un gavilónaro con una dudosa divisa oficial se
está desprendiendo sobre la mina del Ruedo de Diversiones una tropa de asalto;
pero al mismo tiempo, una bandada de alegres levitas multicolores se pierde ya
veloz, levemente en el ocaso volando en alademoscas. En la casa de Munruf
transcurren los días sin perra; la ausencia escuece la rutina cálida de la vida
de la familia tanto como un extraño agujero que ha aparecido en el suelo de
diminuto jardín: es un boquete sin fondo visible, con la boca rodeada de un
anillo de materiales subterráneos, no sólo tierra sino escamas de adoblástice y
ladrillina de cimientos, que se hace cada vez un poco más sin que el padre
logre detectar cómo se origina. La cavidad parece un síntoma de que la casa
está incompleta. En ese período de entendimiento, la madre de Munruf pone el
colofón. Dice que es al ñudo debatirse, la vida nada más que de personas es
así. Pero desde el ángulo de Munruf la cavidad del jredincito está además
velada en brumas; y desde el ángulo del espectador, Munruf se ha vuelto un
chico triste como no era al comienzo. Pero ya cuando se presagia que una apatía
melancólica va a adueñarse de todos, una mañana se encuentran, no con un
anuncio neural de publicidad, sino un panfletito impreso que durante la noche
alguien deslizó por debajo de la puerta. En negro sobre amarillo, primorosas
letras informa:
¡EL CIRCO REGRESA! BAJO SUS CANDILES DE FIESTA ESTARÁN
UNA VEZ MÁS OVISTIA LA GALOPERA, DURUBÓ EL HOMBRE LÁSER, LAS GOLONDRINAS DEL
TRAPECIO, BUFONES, ILUSIONISTAS, HUARGOS FEROCES Y LA LEYENDA DEL LOS CUZCOS
DEL LAGO DANZANTE.
Se avisa que la ocasión no es muy frecuente y hay una
fecha y detalladas instrucciones para llegar. Una nota al pie indica: Memorice
los datos incluidos; este escrito se autoeliminará dos horas después de haber
sido tocado. Munruf ha visto poco papel; pero cuando este se prende fuego no lo
lamenta; más bien se ilusiona, como si la magia del circo se hubiera infiltrado
en la casa y la llamita hubiera consumido algo de tristeza. Por eso, cuando la
víspera de la excursión el padre le pregunta si encontrarse con Rubí no le
abrirá de nuevo la herida, Munruf dice que no ve la hora de estar ahí. Al día
siguiente los cuatro toman un autobús hasta una estación fluvial secundaria.
Una hora después se bajan de la lancha en el muelle de una aldea ribereña. Las
lomas donde se escalonan los últimos módulos están surcadas de sendas; por una
casi borrada por matas de eubermia suben una cuesta, bajan por el otro lado,
vadean un arroyo y entran en un bosque, y en la otra linde salen a una suerte
de olla arcillosa al fondo de la cual, pespunteada de lucecitas, rodeada de
ligeros flayfurgones camuflados, la carpa deja escapar una música. Desde otros
puntos llegan niños, padres y abuelos. Delante de una cortina, un sosia de Dun
Aires con la cara entalcada parlotea sin cesar mientras cobra las entradas. A
lo largo de los tablones que rodean una pista circular las caras se expanden en
la espera ferviente de lo nunca visto. De la musicaja brota un redoble y una
fanfarria: Dun Aires anuncia a ¡Ovistia la galopante! La señorita que va cabeza
abajo sobre la montura, desnudas las piernas y cubierto el torso por la levita
caída, puede ser admirable, pero no supera el trote del palafreno negro, tan
esbelto, tan brioso en sus vueltas por el anillo, tan fabulosamente animal, que
el público no sabe si aplaudir o frotarse los ojos. Algunos fuman como
chimeneas, otros se devoran las golosinas que han comprado casi sin
masticarlas, otros simplemente aspiran el tufo del olor del caballo, y eso es
apenas el comienzo, porque después el domador, a fuerza de vibrazots, negocia
con el huargo amarillo hasta que la fiera, no por eso sin rugir, acepta pararse
en dos patas para fundirse con el otro en un abrazo. Luego Merasju la hechicera
parte en dos al bufón Froto, que corre por la arena como loco buscando el torso
que le falta, y el mico Troyo hace cadena con las Golondrinas del Trapecio.
Contando las que siguen, quizá las atracciones sean demasiadas; algunas dan
cierta angustia, en otras los humanos no dominan bien el afán de protagonismo y
mientras tanto la musicaja, a falta de orquesta, se va poniendo machacona. Las
caras cuajan en sonrisas inmóviles. Los viejos se han empachado de caramelis.
Entonces Dun Aires, todo ademanes, pide un aplauso para recibir a los Cuzcos
del Lago Danzante. No es el lago, claro, el que danza, sino un mixto
humano-canino que, al compás de un plácido merigüel, entra en fila india, forma
una rueda, la desdobla, inicia desplazamientos enfrentados y poco a poco se
desintegra en hileras más cortas que confluyen, pero sólo para divergir como
fragmentos de frases enredadas, como varillas a la deriva en propiamente un
lago. Si hay una leyenda implícita, no se entiende. Pero a Munruf no puede
importarle. En medio de esa pequeña muchedumbre caligráfica está Rubí. Llevan
un chal estampado, bonete, gafas oscuras de marco turquesa y, aunque las
patitas traseras casi no se reconocen por el esfuerzo de mantenerse erguida
sobre los zapatos de tacón, el hocico en punta es inconfundible, y se diría que
la naricita húmeda ya tiembla por el influjo del olor de su amigo. Pero no
mueve la cabeza. Concentrada en la música, avanza tres pasitos, se para, repite
y a los seis da marcha atrás, sólo tres cada vez, como para recuperar algo que
olvidó o recoger un herido en combate; como, si realmente en el agua, surfeara
sobre una ola que se repliega para ir después un poco más lejos. Es prodigioso.
La familia toda se babea, pero Munruf ha apoyado la cabeza en las manos. Los
ojos le resplandecen, de lágrimas o de estupor, y del foco en el taconeo
ondulante de la perrita la mirada que no pestañea se eleva al techo de la
carpa, sale al cielo, da la curva a la bóveda del cielo y se desliza hacia
atrás, hasta caer en la tierra y hundirse, mientras la imagen de Rubí se le
desvanece en la oscuridad de un túnel que alguien cava en el subsuelo. De esa
vuelta completa hacia atrás el bracho surge con una expresión inquisitiva. Se
rasca la cabeza. Tanto le acaba de pasar que se ha perdido una parte del
espectáculo, sin gran perjuicio porque, a juzgar por los demás, parece que
empezó a reiterarse. Gentes y bestezuelas flaquean un purlín. El merigüel
languidece. A tiempo se apaga para que todavía Dun Aires pueda repetir Damas y
Caballeros: ¡Los Cuzcos del Lago Danzantes! y el público ovacione, larga,
vivazmente, y la familia de Munruf de la impresión de convencerse de que, entre
la inocultable humillación de los animales y la brillantez que les da la
displina, el saldo para ellos es que han disfrutado. Estarían contentísimos si
ahora que los bailarines saludan y se retiran no les quedase con la diversión
un nudo en el estómago. Seguramente sienten un vacío, si no no se apurarían,
padre y hermana de Munruf, a interceptar a Dun Aires para preguntar cuándo es
la próxima función. Por desgracia, Dun Aires no lo sabe todavía. Sale de la
carpa con ellos, señala los furgonetos, la actividad de los artistas, el trajín
de los guardias y les pide que vean si no están ya están desmontando. Partirán
a medianoche. No pueden jugar con el albur de que los ubique una brigada de la
Bedelía, una horda de traficantes de fauna o una banda de las dos cosas juntas.
La desanimada familia pregunta entonces cuándo. Dun Aires abre los brazos como
un político triunfador. Que esperen el panfletito, les dice. Que esperen
confiados. Lo que más hacen los circos es volver. Ellos también vuelven, más
bien cabizbajos, desposeídos, inermes frente a un desquicio de sensaciones,
aunque Munruf no del todo. ¿Qué te pareció, le pregunta el padre? No sé, papi;
está muy profesional, ¿no? La madre opina que Rubí les ha enseñado que la vida
es así: verdor, desierto y al final del desierto otra vez los árboles. Munruf
asiente, alejado como si todavía estuviese rumiando el paseo por el cielo y el
subuelo. Y cuando después de un viaje encima pesadísimo llegan a la casa, antes
que nada sale al jardinet, se agacha ante del agujero, tantea un rato por
dentro y, sin limpiarse mucho la mano, va a en busca de un librator de dibujos
y le muestra uno al padre. Señala algo. Le pregunta si sabe qué es eso. Sí,
hijo; es un topo, hijo, un animalito industrioso que cava túneles bajo la
tierra. Munruf golpetea el dibujo con un dedo. Ya terminó de pensar. Está tan
agitado que por poco se le cae el librátor. Claro, papá, dice; ¿te das cuenta?;
es un topo; mejor lo dejo que siga escondido.
Este
cuento es de Marcelo Cohen, el gran autor y gran traductor argentino. Esta
historia ocurre en un archipiélago más o menos futurista y dice así:
En
un futuro próximo, el Gobierno llegó a la conclusión de que los animales
debían vivir aislados, en una zona con vallas, donde pudieran interactuar de
forma salvaje. Por eso las personas tenían prohibido, entre otras cosas,
alimentarse con animales o tener mascotas.
Por
eso cuando Benjamín, un nene de nueve años, vio un perrito abandonado en la
calle, se quedó duro: nunca había visto un perro de verdad, todo lo que sabía
de los perros lo había leído en la enciclopedia.
El
perrito estaba muerto de miedo, porque seguro se había escapado de la zona de
vallas, y Benjamín lo metió en su mochila. En su casa le puso nombre, Rubí. No
fue fácil convencer a sus padres, porque tener un animal estaba penado con
cárcel. Pero los padres de Benjamín también estaban maravillados. Dejaban
dormir al perro en la cama, lo adoraban y ti raban la caca a escondidas. Una
noche Rubí se escapó al patio y empezó a ladrarle a un agujero en la tierra.
Salió toda la familia corriendo a guardar al perro, y al otro día tuvieron que
mentirles a los vecinos.
Hasta
que un día pasó lo que temían: golpearon la puerta. Por suerte no era la
Brigada, sino un tipo flaco, con túnica, que fue al grano: ya todo el barrio
sabía que en la casa había un animal, y el perro tenía los días contados. O
llegaba un agente del Gobierno a llevarse al perro y encarcelar al padre, o venía
un traficante a robarles el perro y quizás hacer daño a alguien más. O…
(tercera opción) podían venderle el perro a él, que trabajaba en un circo
clandestino.
¡¿Un
circo?! Los padres de Benjamín trataron de recordar. Les sonaba el nombre, a
veces sus abuelos hablaban de eso. El flaquito de túnica les explicó qué era
un circo, y les compró el animal por muy buena plata.
Los
padres de Benjamín aceptaron, porque tener una mascota era, cada día, un
peligro mayor. A pesar de la tristeza, la familia sintió alivio. Pero con el
paso de las semanas empezaron a extrañar a Rubí. Y descubrieron algo: la vida,
si era solo entre personas, estaba incompleta.
Un
día, cuando no daban más de tristeza, por debajo de la puerta alguien deslizó
un panfleto clandestino que decía: «¡Volvió el circo!».
El
papel daba precisiones para llegar al espectáculo y advertía que, tras
memorizar la dirección exacta de la carpa, había que destruir el
panfleto.
Benjamín
no podía creer que volvería a ver a Rubí.
Al
día siguiente los tres tomaron un barco, bajaron en una isla y caminaron por
una zona salvaje hasta llegar a la carpa. Una vez adentro, se encontraron con
todo eso que nosotros todavía recordamos, pero que nadie en el futuro ha visto
nunca: monos acróbatas, domadores de leones, osos bailarines, tigres de
bengala saltando en aros de fuego. La gente aplaudía, gritaba y lloraba de
emoción.
Hasta
que, en un momento, el flaquito de túnica (al que ellos conocían muy bien) se
paró en el centro de la pista y pidió un aplauso para recibir a «Rubí y el lago
danzante», un nombre pomposo para bautizar a un perro que bailaba en una fuente
de agua. Y ahí estaba Rubí, envuelto en un chal, con sombrero y anteojos
oscuros de marco turquesa, haciendo el esfuerzo por mantenerse erguido sobre
sus patas traseras.
Benjamín
lloraba mirando a su perro. Pero no de emoción. Imaginaba lo que su mascota
había sufrido para aprender a hacer esa idiotez. Pero nadie más que él lloraba.
Cuando terminó el acto todos aplaudieron de pie esa humillación que los hombres
hacían sobre los animales.
Después,
tan pronto como el de túnica se fue con el perro, la familia sintió un vacío.
Se apuraron a preguntar cuándo sería la próxima función, pero les dijeron que
el circo se iba, a medianoche, antes de que la Brigada o los traficantes les
cayeran encima.
La
familia volvió, cabizbaja, sin saber si habían visto algo extraordinario o
algo terrible. Cuando llegaron a casa, Benjamín se fue a llorar al patio,
frente al pozo al que le ladraba Rubí en sus tiempos de mascota. Lloró y
lloró, hasta que dentro del pozo Benjamín escuchó un ruido. Se secó las
lágrimas, se agachó, y con la linterna del teléfono miró dentro del pozo.
Después
entró a su casa, buscó una enciclopedia, le señaló al padre un dibujo y le
preguntó qué era eso. El papá le dijo: «¿Eso? Era un topo. ¿Por qué preguntás?».
Benjamín respondió: «No. Por nada».
Y
después hizo un gran esfuerzo para que nadie, nunca, descubriera su felicidad.
domingo, 21 de mayo de 2023
Julio Cortazar , "El terrón de azúcar " microrelato escondido en Rayuela
Desde la infancia apenas se me cae
algo al suelo tengo que levantarlo, sea lo que sea, porque si no lo hago va a
ocurrir una desgracia, no a mí sino a alguien a quien amo y cuyo nombre empieza
con la inicial del objeto caído. Lo peor es que nada puede contenerme cuando
algo se me cae al suelo, ni tampoco vale que lo levante otro porque el
maleficio obraría igual. He pasado muchas veces por loco a causa de esto y la
verdad es que estoy loco cuando lo hago, cuando me precipito a juntar un lápiz
o un trocito de papel que se me han ido de la mano, como la noche del terror de
azúcar en el restaurante de la rue Scribe, un restaurante bacán con montones de
gerentes, putas de zorros plateados y matrimonios bien organizados. Estábamos
con Ronald y Etienne, y a mí se me cayó un terrón de azúcar que fue a parar
abajo de una mesa bastante lejos de la nuestra. Lo primero que me llamó la
atención fue la forma en que el terrón se había alejado, porque en general los
terrones de azúcar se plantan apenas tocan el suelo por razones paralelepípedas
evidentes. Pero éste se conducía como si fuera una bola de naftalina, lo cual
aumentó mi aprensión, y llegué a creer que realmente me lo habían arrancado de
la mano. Ronald, que me conoce, miró hacia donde había ido a parar el terrón y
se empezó a reír. Eso me dio todavía más miedo, mezclado con rabia. Un mozo se
acercó pensando que se me había caído algo precioso, una Párker, o una
dentadura postiza, y en realidad lo único que hacía era molestarme, entonces
sin pedir permiso me tiré al suelo y empecé a buscar el terrón entre los
zapatos de la gente que estaba llena de curiosidad creyendo (y con razón) que
se trataba de algo importante. En la mesa había una gorda pero igualmente
putona, y dos gerentes o algo así. Lo primero que hice fue darme cuenta de que
el terrón no estaba a la vista y eso que lo había visto saltar hasta los
zapatos (que se movían inquietos como gallinas). Para peor el piso tenía
alfombra, y aunque estaba asquerosa de usada el terrón se había escondido entre
los pelos y no podía encontrarlo. El mozo se tiró del otro lado de la mesa, y
ya éramos dos cuadrúpedos moviéndonos entre los zapatos-gallina que allá arriba
empezaban a cacarear como locas. El mozo seguía convencido de la Párker o el
luis de oro, y cuando estábamos metidos debajo de la mesa, en una especie de
gran intimidad y penumbra y él me preguntó y yo le dije, puso una cara que era
como para pulverizarla con un fijador, pero yo no tenía ganas de reír, el miedo
me hacía una doble llave en la boca del estómago y al final me dio una
verdadera desesperación (el mozo se había levantado furioso) y empecé a agarrar
los zapatos de las mujeres y a mirar si debajo del arco de la suela no estaría
agazapado el azúcar, y las gallinas cacareaban, lo gallos gerentes me
picoteaban el lomo, oía las carcajadas de Ronald y de Etienne mientras me movía
de una mesa a otra hasta encontrar el azúcar escondido detrás de una pata
Segundo Imperio. Y todo el mundo enfurecido, hasta yo con el azúcar apretado en
la palma de la mano y sintiendo cómo se mezclaba con el sudor de la piel, cómo
asquerosamente se deshacía en una especie de venganza pegajosa, esa clase de
episodios todos los días.