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domingo, 29 de octubre de 2017

Richard Garnett ( 1835 Lichfield Reino Unido - 1906, Londres ) El demonio Papa






El demonio Papa


 —¿De modo que no estás dispuesto a venderme el alma? —preguntó el Diablo.
 —Se lo agradezco mucho — respondió el estudiante—, pero prefiero conservarla para mí, si por su parte no tiene inconvenientes. 
—Pues tengo inconvenientes por mi parte. La deseo muy especialmente. Veamos, estoy dispuesto a mostrarme generoso. Te ofrezco veinte años. Puedes obtener inclusive treinta. 
El estudiante meneó la cabeza.
 —¡Cuarenta!
 Nueva negativa.
 —¡Cincuenta! Otra vez lo mismo.
 —Bueno —declaró el Diablo—, sé que estoy a punto de cometer una tontería, pero me resulta insoportable contemplar a un joven inteligente y fogoso, desperdiciado por su propia voluntad. Te haré otro tipo de oferta. No haremos ningún trato por ahora, pero te promoveré en el mundo durante los próximos cuarenta años. En la misma fecha de hoy, dentro de cuarenta años, volveré para pedirte una merced; no se tratará de tu alma, tenlo presente, ni de nada que no se halle plenamente a tu alcance otorgar. Si me lo das, estaremos en paz; en caso contrario, te llevaré a ti. ¿Qué te parece?
 El estudiante reflexionó unos instantes y finalmente dijo: 
—De acuerdo.
         Apenas había desaparecido el Diablo, lo que hizo instantáneamente, un mensajero refrenó su humeante corcel ante la entrada de la Universidad de Córdoba (pues el juicioso lector ya habrá advertido que Lucifer jamás pudo haber sido admitido en una sede académica cristiana) y, tras hacer averiguaciones sobre el estudiante Gerbert, le hizo entrega del nombramiento que enviaba el emperador Otón, quien le designaba abad de Bobbio en consideración —agregaba el documento—, a su virtud y erudición, poco menos que milagrosas en alguien tan joven. Tales mensajeros fueron asiduos visitantes de Gerbert a lo largo de su próspera carrera. Abad, obispo, arzobispo, cardenal, por último fue entronizado papa el 2 de abril de 999 y adoptó el nombre de Silvestre II. Era creencia generalizada que el mundo acabaría al año siguiente, catástrofe que a muchos parecía más inminente por la elección de un jefe religioso cuya celebridad como teólogo, aunque nada desdeñable, no tenía parangón con su fama como nigromante. 
           No obstante, el mundo siguió girando indemne a través del temible período y a comienzos del primer año que correspondía al siglo XI Gerbert se hallaba apaciblemente instalado en su estudio examinando un libro de magia. Volúmenes de álgebra, astrología, alquimia, filosofía aristotélica y otros temas ligeros ocupaban los anaqueles; sobre una mesa, un reloj perfeccionado según sus propias invenciones reposaba junto a su introducción de los números arábigos, principal legado que hizo a la posteridad. De improviso se oyó un batir de alas y Lucifer se instaló a su lado. 
—Ha transcurrido mucho tiempo desde que tuve el placer de conversar contigo —dijo el Maligno—. Ahora he venido a verte para recordarte ese asuntito que pactamos hoy hace cuarenta años. —Recuerda —respondió Silvestre —, que no has de pedirme nada que exceda mi capacidad de otorgártelo. 
—Lejos de mí semejante propósito —observó Lucifer—. Por el contrario, es mi intención solicitar un favor que sólo tú puedes concederme. Puesto que eres papa, deseo que me nombres cardenal. —Presumo que con la ilusión de que te elijan papa al producirse la próxima vacante —replicó Gerbert. 
—Ilusión que puedo acariciar con las mejores razones —acotó Lucifer—, si se tiene en cuenta mi enorme fortuna, mi habilidad como intrigante y la actual composición del Sacro Colegio. 
—Sin duda, pretendes subvertir los fundamentos de la fe —señaló Gerbert —, y a través de la licencia y de una conducta disoluta te propones que la Santa Sede resulte odiosa y despreciable. —Todo lo contrario —aseguró el demonio—: extirparé la herejía y toda la erudición y conocimiento que inevitablemente conducen a ella. No admitiré que ningún hombre sepa leer, salvo los sacerdotes, y limitaré las lecturas de éstos al breviario. Quemaré tus libros junto con tus huesos en la primera oportunidad que se presente. Mantendré un austero rigor en la conducta y me cuidaré muy bien de no aflojar un solo remache en el yugo tremendo que estuve forjando para someter las mentes y conciencias de la humanidad. 
—En tal caso —dijo Gerbert—, ¡pongámonos en marcha hacia tu reino!
 —¿Cómo? —exclamó Lucifer—. ¿Prefieres acompañarme a las regiones infernales? 
—Con toda certeza; antes he de condenarme que convertirme en causa accesoria de que se queme a Platón y Aristóteles y de que se promueva el oscurantismo contra el que luché toda mi vida. —Gerbert —declaró el demonio—, esto es una manifiesta trivialidad. ¿Acaso ignoras que ningún hombre bueno puede ingresar en mis dominios? Si fuese posible una cosa semejante, mi infierno se volvería intolerable para mí y me vería obligado a abdicar.
 —Lo sé —manifestó Gerbert—; por ello he podido recibir tu visita con aplomo. 
—Gerbert —le reconvino el Diablo, con lágrimas en los ojos—, te pregunto: ¿es esto justo, es juego limpio? Me comprometí a promover tus intereses en el mundo; cumplí lo pactado hasta el exceso. Gracias a mi intervención alcanzaste un prestigio al que jamás hubieras podido aspirar de otro modo. A menudo he participado en la elección de papa, pero nunca antes contribuí a que se otorgara la tiara a alguien que se ha destacado por la virtud y la erudición. Te has beneficiado plenamente con mi ayuda, y ahora te aprovechas de una circunstancia fortuita para privarme de la recompensa que merezco con justicia. Mi constante experiencia me demuestra que la gente buena es mucho más escurridiza que los pecadores y complica enormemente los pactos.
 —Lucifer —replicó Gerbert—, siempre procuré tratarte como a un caballero, confiado en que recíprocamente demostrarías comportarte de ese modo. No pretendo averiguar si respondía plenamente a esta suposición el hecho de que pretendieras intimidarme para que consintiese a tus exigencias, con la amenaza de imponerme un castigo que según bien sabías no estaba en tu potestad aplicar. No prestaré atención a esta pequeña irregularidad y te concederé aún más de lo que solicitaste. Pediste ser cardenal; pues te haré papa... 



—¡Ah! —exclamó Lucifer, y el ardor íntimo tiñó su fuliginoso pellejo, a semejanza del resplandor que un rescoldo a punto de apagarse vuelve a adquirir cuando se lo sopla.
 —... por doce horas —prosiguió Gerbert—. Al expirar el plazo, consideraremos nuevamente el asunto, y si tal como preveo te revelas más deseoso de abandonar la dignidad papal de lo que estuviste por llegar a asumirla, te prometo que, dentro de mis posibilidades de otorgártela, te daré la recompensa que pidas, siempre que no se oponga manifiestamente a la religión y a la moral. 
—¡Convenido! —gritó el demonio.
 Gerbert pronunció algunas palabras cabalísticas y al instante, en el recinto, la presencia del papa Silvestre se duplicó; eran enteramente iguales, con excepción de sus atavíos y de que uno de ellos cojeaba ligeramente de su pierna izquierda.
 —Hallarás los ropajes pontificios en este armario —indicó Gerbert y, al tiempo que se llevaba el libro de magia, se deslizó por una puerta disimulada que lo condujo a un aposento secreto. Al cerrar la puerta detrás de sí, estalló en una risita ahogada y murmuró para su coleto—: ¡Pobre viejo Lucifer! ¡Otra vez engañado! 
        Si Lucifer había sido engañado, no parecía saberlo. Se aproximó a una gran hoja de plata que servía como espejo y contempló su aspecto personal con algún desagrado.
 —Para decir la verdad, sin los cuernos no quedo ni la mitad de bien — monologó—, y estoy seguro de que lamentaré con gran pesar la falta de mi cola.
       Una tiara y la cola del ropaje sirvieron, empero, como sustitutos de los apéndices ausentes y Lucifer adquirió en cada pulgada de su persona el aspecto del papa. Estaba a punto de llamar al maestro de ceremonias y de convocar un consistorio cuando la puerta se abrió violentamente y siete cardenales que esgrimían puñales irrumpieron en la habitación.
 —¡Abajo el hechicero! —gritaban a la vez que se apoderaban de él y le amordazaban.
 —¡Muerte al sarraceno! 
—¡Practica álgebra y otras artes diabólicas!
 —¡Sabe griego!
 —¡Lee hebreo! 
—¡A quemarlo! 
—¡Ahorquémosle!
 —Que le deponga un concilio general —añadió un cardenal joven e inexperto. 
—¡Dios no lo permita! —dijo sotto voce otro purpurado que era viejo y cauteloso.
 Lucifer batalló frenéticamente, pero el débil cuerpo que se hallaba condenado a habitar durante las próximas once horas muy pronto quedó exhausto. Atado e indefenso, se desmayó. 
        —Hermanos —dijo uno de los cardenales de mayor edad—, los exorcistas declaran que un hechicero o cualquier otro individuo que haya pactado con el demonio habitualmente tiene en su cuerpo algún signo visible de sus tratos infernales. Propongo que, en consecuencia, procedamos a la búsqueda de estigmas, cuyo descubrimiento pueda contribuir a justificar nuestra acción ante los ojos del mundo.
       —Apruebo sin reservas la proposición de nuestro hermano Anno – anunció otro de los presentes—, tanto más porque resultaría prácticamente imposible que no halláramos alguna marca de tal especie, si en realidad estamos decididos a encontrarla. 
       Se dispuso, por consiguiente, la búsqueda y antes de que transcurriese mucho tiempo un alarido simultáneo de los siete cardenales indicó que su investigación había puesto al descubierto más de lo que se habían atrevido a sospechar. 
             ¡El Padre Santo tenía un pie hendido!
              Durante los cinco minutos siguientes los cardenales permanecieron absolutamente aturdidos, mudos e inmóviles de asombro. A medida que recuperaban sus facultades, a un observador atento le hubiera resultado manifiesto que el papa había prosperado considerablemente en la opinión de sus captores.
          —Éste es un asunto que requiere una deliberación muy madura —dijo uno de ellos.
           —Siempre temí que estuviésemos obrando con demasiado apresuramiento —dijo otro.
           —Está escrito: «Los diablos creen» —dijo un tercero—. Por lo tanto, el Padre Santo no es en absoluto herético.
           —Hermanos —agregó Anno—, este asunto, tal como señaló nuestro hermano Benno, requiere indispensablemente una deliberación muy madura. En consecuencia, propongo que, en lugar de ahogar a Su Santidad con almohadones según lo previsto inicialmente, por el momento le encerremos en el calabozo contiguo a este sitio y, después de pasar la noche en meditación y plegaria, volvamos a considerar la cuestión mañana por la mañana.
             —A los funcionarios del palacio se les debe informar —aconsejó Benno—, de que Su Santidad se ha retirado para orar y que no desea ser perturbado por ningún motivo. 
            —Piadoso fraude —observó Anno —, que ninguno de los padres ni por un instante tendría escrúpulos en cometer. 
              De conformidad con ello, los cardenales levantaron al Diablo todavía desmayado y cuidadosamente —casi con cariño—, lo transportaron a los aposentos destinados a su detención. Todos se hubieran demorado de buena gana aguardando la recuperación del prisionero, pero cada uno sentía que los ojos de sus seis hermanos se fijaban en él, de modo que se retiraron simultáneamente, cada cual con una llave de la celda. 
               Casi inmediatamente después Lucifer recuperó la conciencia. Tenía una idea muy confusa de las circunstancias que lo habían precipitado a las dificultades presentes y sólo podía reflexionar que, si éstas eran las peripecias habitualmente concomitantes con la dignidad pontificia, no resultaban de su gusto y hubiera preferido haberse enterado con anticipación. El calabozo no sólo se hallaba en completa oscuridad, sino que resultaba horriblemente frío, y el pobre Diablo no disponía en su forma actual de la provisión latente de calor infernal que pudiera aliviarlo. Sus dientes castañeteaban, cada uno de sus miembros se estremecía, y se hallaba devorado por el hambre y la sed. A juicio de algunos de sus biógrafos, muy probablemente en esta ocasión inventó los licores espirituosos, pero si así sucedió, el mero deseo de un vaso de aguardiente apenas pudo haber acrecentado sus padecimientos. De tal modo iba transcurriendo la interminable noche invernal y Lucifer parecía a punto de morir de inanición, cuando una llave giró en la cerradura y el cardenal Anno se deslizó al interior cautelosamente, provisto de una lámpara, una hogaza de pan, medio chivito asado frío y una botella de vino. 
          —Confío —dijo con una cortés reverencia—, en que se me pueda excusar cualquier ligera transgresión de la etiqueta en que llegue a incurrir, a causa de las dificultades en que me hallo para determinar si el trato más adecuado que debo emplear es «Su Santidad» o «Su Majestad Infernal».            
            —Bu... buuu... buu —fue cuanto pudo responder Lucifer, que todavía tenía puesta la mordaza.         
           —¡Cielos! —exclamó el cardenal—. Ruego a Su Santidad Infernal que me dispense. ¡Qué descuido imperdonable! Le quitó a Lucifer la mordaza y las ligaduras y le ofreció el refrigerio, sobre el cual el demonio se arrojó vorazmente.
           —Si me es lícito expresarme así — prosiguió Anno—, ¿por qué diablos Su Santidad no nos informó que era el Diablo? En tal caso, ni una mano se hubiera levantado contra usted. Durante toda mi vida estuve tratando de obtener la audiencia que ahora felizmente me es concedida. ¿A qué se debe esta desconfianza con el fiel Anno, que lo ha servido con lealtad y celo por espacio de tantos años? 
           Lucifer señaló significativamente la mordaza y las ligaduras. 
         —Nunca podré perdonarme — protestó el cardenal—, por la parte que me cupo en este desgraciado asunto. Aparte de proveer a las necesidades corporales de Su Majestad, nada me preocupa tanto como expresar mi contrición. Pero ruego a Su Majestad que tenga presente que mi comportamiento creía responder a los intereses de Su Majestad, en la deposición de un mago que tenía por costumbre imponer a Su Majestad tareas subalternas y que en cualquier momento podía encerrarlo en un recipiente y arrojarlo al mar. Resulta deplorable que los servidores más devotos de Su Majestad hayan sido despistados de tal modo.
               —Razones de estado —sugirió Lucifer.
               —Espero que no sigan vigentes — dijo el cardenal—. De todas maneras, el Sacro Colegio al presente tiene pleno conocimiento de todo el asunto; por lo tanto, es innecesario seguir prolongando este aspecto de la cuestión. Ahora rogaría humildemente autorización para conversar con Su Majestad o, más bien, con Su Santidad, pues deseo referirme a problemas espirituales, relacionados con la importante y delicada situación que se origina en torno del sucesor de Su Santidad. Ignoro por cuánto tiempo Su Santidad se propone ocupar la cátedra apostólica pero, por supuesto, usted comprende que la opinión pública no admitiría que una misma persona la retuviese por un período mayor que el pontificado de Pedro. De ello se desprende que, algún día, tendrá que producirse la vacante del trono; y modestamente deseo señalarle que ningún sucesor con excepción de mí podría obtenerse que resultase más afín al presente titular o en quien éste podría confiar en todo sentido la realización de sus propósitos y objetivos. 
              Y el cardenal procedió a referir varios episodios de su vida pasada que efectivamente parecían corroborar su afirmación. Sin embargo, no había avanzado mucho antes de que lo interrumpiera el chirrido de otra llave en la cerradura, y apenas tuvo tiempo de sumergirse bajo una mesa después de haber susurrado con acento inquietante:
              —¡Cuidado con Benno! 
              También Benno traía consigo una lámpara, vino y viandas frías. La otra lámpara y los restos del refrigerio servido a Lucifer le advirtieron de que uno de sus colegas había estado allí anteriormente; y puesto que desconocía cuántos más podrían hallarse en la competencia, sin demora abordó la cuestión relativa al papado y exaltó sus propias aspiraciones de manera muy similar a la de Anno. Mientras advertía con vehemencia a Lucifer contra este cardenal, cuyos manejos podían engañar al mismo Diablo, otra llave giró en la cerradura y Benno se refugió bajo la mesa, donde Anno inmediatamente le metió un dedo en el ojo derecho. El breve chillido que siguió a este episodio Lucifer lo disimuló convenientemente con un acceso de tos.
                 El cardenal número 3, un francés, traía un jamón de Bayona y exhibió el mismo disgusto que Benno al comprobar que otros se le habían anticipado. Hasta donde lograron manifestarse, sus peticiones eran moderadas; pero nadie sabe hasta dónde habría llegado si no lo hubiera amedrentado el ingreso del cardenal número 4. Hasta ese momento sólo había solicitado una bolsa inagotable, poder para evocar al Diablo ad libitum y un anillo que lo hiciera invisible para permitirle el acceso a su querida, que infortunadamente era una mujer casada.
                    Fundamentalmente, el cardenal número 4 deseaba que se le facilitara la manera de envenenar al cardenal número 5, en tanto que éste formuló la misma petición con respecto al cardenal número 4. 
                El cardenal número 6, que era inglés, solicitó el derecho de sucesión a los arzobispados de Canterbury y York, con la facultad de ocuparlos simultáneamente y de ser eximido sin límite de las obligaciones acerca de la residencia en tales sedes. En el curso de su arenga utilizó el giro non obstantibus, del que Lucifer inmediatamente tomó nota .
           Se ignora qué hubiera solicitado el cardenal número 7, pues apenas había abierto la boca cuando expiró la duodécima hora y Lucifer, que recuperó el vigor juntamente con su figura, lanzó al príncipe de la Iglesia girando como un trompo hasta el extremo opuesto del recinto y partió la mesa con un solo golpe de cola. Los seis cardenales, agazapados y apiñados, se contemplaron entre sí, agachados, y al mismo tiempo pudieron disfrutar del espectáculo de Su Santidad que atravesaba el techo de piedra, el cual cedió a su paso como si fuera una telilla y volvió a cerrarse como si nada hubiera sucedido. Después de la primera sensación de espanto, todos corrieron hacia la puerta, pero la hallaron cerrada desde fuera. No había otra salida y no existía ningún medio para pedir socorro. En esta emergencia la conducta de los cardenales italianos sirvió de luminoso ejemplo a sus colegas extranjeros; se encogieron de hombros y dijeron:
         —Bisogna pazienzia. 
         Nada pudo superar la recíproca cortesía de los cardenales Anno y Benno, salvo la que exhibieron entre sí quienes habían pretendido envenenarse mutuamente. Al francés se le consideró gravemente menoscabado en las buenas maneras por haber aludido a esta circunstancia, que llegó a sus oídos cuando se encontraba debajo de la mesa; y el inglés profirió blasfemias tan ofensivas al comprobar en qué aprieto se hallaba, que los italianos, sin dilación, convinieron en silencio un pacto por el que nadie de esa nacionalidad jamás sería elegido papa, precepto que, con una sola excepción, ha sido respetado hasta la fecha. 
           Mientras tanto, Lucifer buscó refugio donde se hallaba Silvestre, al que encontró ataviado con todas las insignias de su dignidad, de las cuales —éste puntualizó— suponía que su visitante con toda seguridad ya estaba harto.
           —Me siento dispuesto a compartir tal opinión —replicó Lucifer—. Pero al mismo tiempo me siento plenamente compensado de cuanto debí soportar, en virtud de las protestas de lealtad que mis amigos y admiradores formularon y de la convicción que he adquirido de que me resulta innecesario consagrar al ámbito eclesiástico un grado considerable de atención personal. Reclamo ahora la recompensa prometida, cuyo otorgamiento de ningún modo resultará incompatible con tus funciones, en vista de que es una obra de caridad. Te solicito que los cardenales sean liberados y que la conspiración que tramaron contra ti, de la que sólo yo fui víctima, quede relegada al olvido.
           —Confiaba en que te los llevarías contigo —dijo Gerbert con expresión de contrariedad.                
           —No, gracias —respondió el Diablo—. Conviene más a mis intereses que permanezcan donde están. 
            Por lo tanto, la puerta del calabozo fue abierta y los cardenales salieron, abatidos y temerosos. Si, pese a todo, causaron menores perjuicios que lo previsto por Lucifer, el motivo consistió en el absoluto desconcierto que les produjo lo acontecido y la absoluta incapacidad que mostraron para perturbar los planes de Gerbert, quien desde entonces se dedicó a las buenas obras inclusive con ostentación. Nunca pudieron estar enteramente seguros acerca de si habían hablado con el papa o con el Diablo, y cuando se hallaban dominados por esta última impresión por lo general formulaban propuestas que Gerbert justamente condenaba como inconsultas, temerarias y escandalosas. Le importunaron con alusiones a ciertos asuntos mencionados en las entrevistas con Lucifer, ya que de manera comprensible pero errónea suponían que el auténtico papa había sido el interlocutor de tales conversaciones y, mientras echaban miradas a sus extremidades inferiores, le acosaron con insistentes gestos y risitas de complicidad. Para acabar con estas molestias y, a la vez, para acallar ciertos rumores desagradables que de algún modo habían comenzado a circular en el extranjero, Gerbert concibió la ceremonia de besar los pies del pontífice, que subsiste hoy día en forma penosamente mutilada. El estupor de los cardenales al comprobar que el Padre Santo ya no tenía pezuñas sobrepasó cualquier descripción, y descendieron a sus tumbas sin haber alcanzado ni la más remota explicación del misterio.