jueves, 28 de julio de 2022

Abraham Sútzkever(Smarhon, Bielorrusia, 1913-Tel Aviv, 2010)



Un instante
Un instante cayó como una estrella.
Lo atrapé entre los dientes
y cuando se partió su pepita
me salpicó con un llanto majestuoso.
Cada gota refleja en sí
una intención distinta, un sueño diferente:
he aquí un sendero alado, de mil manos;
he aquí un puente para descifrar el sueño.
Y he aquí a mi abuelo, con una serpiente en su cabecera,
y he aquí a mi pequeño, destrozado contra una piedra.
También encontré una gota libre
y yo mismo me encerré en ella.

Cada hora , cada dia
Cada hora, cada día,
ya no es más una hora,
ya no es más un día;
es un altar alzado en tu interior
donde todo es devorado,
lo que sientes, lo que ves;
y todavía cantas
mientras te devoras a ti mismo.
_________________
Escritos en Ghetto de Vilna 1943 publicadi en “Poesía”, Pardés, Buenos Aires, 1983. Trad. del yíddish, Eliahu Toker.

miércoles, 20 de julio de 2022

Clarice Lispector (1920, Chechel'nyk, Ukraine , 1977, Rio de Janeiro)

 




Cien años de perdón

Quien nunca haya robado no me va a entender. Y si alguien no ha robado nunca rosas, ése jamás va a poder entenderme. Yo, de pequeña, robaba rosas.
En Recife había innumerables calles, las calles de los ricos, flanqueadas de palacetes que se alzaban en medio de grandes jardines. Una amiguita y yo jugábamos mucho a decidir a quién pertenecían los palacetes. «Aquel blanco es mío». «No, ya te dije que los blancos son míos». «Pero ése no es totalmente blanco, tiene ventanas verdes». A veces pasábamos largo rato,la cara apretada contra las rejas, mirando.
Empezó así. En uno de los juegos de «aquella casa es mía» nos paramos delante de una que parecía un pequeño castillo. Al fondo se veía el inmenso huerto de árboles. Y al frente, en macizos bien ajardinados, estaban plantadas las flores.
Bien, pero aislada en su macizo había una rosa apenas entreabierta de color rosa vivo. Me quedé embobada, contemplando con admiración aquella rosa altanera que ni mujer hecha era todavía. Y entonces sucedió: desde lo más hondo del corazón yo quise esa rosa para mí. Yo la quería, ah, cómo la quería. Y no había modo de obtenerla. Si el jardinero hubiese estado por ahí, le habría pedido la rosa, incluso sabiendo que iba a expulsarnos como se expulsa a los niños traviesos. No había jardinero a la vista, nadie. Y las ventanas, a causa del sol, estaban con los postigos cerrados. Era una calle por donde no pasaban tranvías y raramente aparecía un coche. Entre mi silencio y el silencio de la rosa se hallaba mi deseo de poseerla como cosa solamente mía. Quería poder agarrarla. Quería olerla hasta sentir la vista oscura de tanto aturdimiento de perfume.
Entonces no pude más. El plan se formó en mí en un instante, lleno de pasión. Pero, como buena realizadora que era, razoné fríamente con mi amiguita, explicándole qué papel le correspondería: vigilar las ventanas de la casa o la aproximación siempre posible del jardinero, vigilar a los escasos transeúntes de la calle. Mientras tanto, entreabrí lentamente el portón de rejas un poco oxidadas, calculando de antemano el leve rechinido. Sólo lo entreabrí lo bastante para que pudiese pasar mi cuerpo esbelto de niña. Y, de puntillas pero veloz, avancé por los guijarros que rodeaban los macizos. Cuando llegué a la rosa había pasado un siglo de corazón palpitante.
Heme por fin delante de ella. Me detengo un instante, con peligro, porque de cerca es todavía más bella. Finalmente empiezo a partir el tallo, arañándome los dedos con las espinas y chupándome la sangre de los dedos.
Y de repente… Hela aquí toda en mi mano. La carrera de vuelta también tenía que ser silenciosa. Por el portón que había dejado entreabierto pasé sosteniendo la rosa. Y entonces, pálidas las dos, yo y la rosa, corrimos literalmente lejos de la casa.
¿Y qué hacía yo con la rosa? Hacía esto: la rosa era mía.
La llevé a casa, la puse en un vaso de agua donde reinó soberana, con sus pétalos gruesos y aterciopelados de varios matices de rosa-té. En el centro, el color se concentraba más y el corazón parecía casi rojo.

 

jueves, 14 de julio de 2022

Jaime Sabines (1926, Tuxtla Gutiérrez, Mexico 1999, Mexico City )



La luna

La luna se puede tomar a cucharadas

o como una cápsula cada dos horas.

Es buena como hipnótico y sedante

y también alivia

a los que se han intoxicado de filosofía.

Un pedazo de luna en el bolsillo

es mejor amuleto que la pata de conejo:

sirve para encontrar a quien se ama,

para ser rico sin que lo sepa nadie

y para alejar a los médicos y las clínicas.

Se puede dar de postre a los niños

cuando no se han dormido,

y unas gotas de luna en los ojos de los ancianos

ayudan a bien morir.



Pon una hoja tierna de la luna

debajo de tu almohada

y mirarás lo que quieras ver.

Lleva siempre un frasquito del aire de la luna

para cuando te ahogues,

y dale la llave de la luna

a los presos y a los desencantados.

Para los condenados a muerte

y para los condenados a vida

no hay mejor estimulante que la luna

en dosis precisas y controladas.

 


 


jueves, 7 de julio de 2022

" Cuando hemos perdido todo "De Leopoldo Brizuela. -publicado en la edición del diario Clarín del jueves 6 de junio del 2002.-

 



En su última novela, Pablo de Santis escribe a propósito de un personaje que se ve obligado a decir cierta verdad a la persona que ama: "dudó, porque toda verdad es una forma de despedida". Como ese personaje, siento que la terrible crisis argentina es la hora de decirnos la verdad; que es la

despedida de todo aquello que creímos ser, engañados por una ficción política que muchas veces no tuvimos el valor o la lucidez de desbaratar. Y que asumir el casi insoportable dolor de esta despedida, utilizarlo como acicate para nuestra creatividad y nuestra solidaridad, es nuestra única posibilidad de sobrevivir.

Quizá porque todo lo que construimos en la adultez parece a punto de destruirse definitivamente, a menudo creo revivir situaciones de infancia que me cuesta mucho recordar con precisión. Los primeros días, por ejemplo, creía reconocer aquel momento de la misa en que uno se sentía mirado por un

Dios al que era imposible mentir y sobornar; pero de inmediato me corregía, porque el temor de Dios entrañaba una fe en su bondad de padre. Hasta que hace unos meses, en un bar al que llego todos los fines de semana por las calles de Buenos Aires entre asaltos y mendigos, mi amigo Pablo Pérez el

equilibrista me dio una clave: "¿Sabés? Una noche, en Mendoza, a los once o doce años, soñé que despertaba y saltaba de la cama y al abrir la puerta de mi casa sólo encontraba una inmensa llanura, y allá, a lo lejos, una casilla cerrada que corrí a abrir y en donde estaba Dios. Estaba encogido y

tembloroso, Dios, con unos ojos enormes que parecían pedir piedad. Cuando le pregunté por qué estaba asustado, Dios me dijo que ya no podía volar. Y desde que me desperté", termina Pablo, "yo mismo empecé a treparme a los árboles y a aprender este oficio que todavía no sabía que existiera". De

alguna manera todos nosotros, aun los que no creemos, sentimos que "Dios está asustado" porque nuestra imagen del mundo y de la historia, la que justificaba hasta ahora todas nuestras acciones, nos ha mostrado para siempre sus propios límites, sus incapacidades de entender y actuar. Sí: hemos asumido que Dios está demasiado asustado para ayudarnos. Y en el dolor del abandono, sentimos que sólo nos quedan dos posibilidades: o morir o vivir. Y sobrevivir es mirar valientemente aquello con que todavía contamos, y sobre todo, como aquel chico en los árboles de Mendoza, disponerse a aprender. Porque, ¿qué nos queda cuando parecen habernos robado todo? En principio, aunque suene a lugar común, nos queda la memoria, pero no ya como mero sitio de homenaje, ni siquiera como utopía realizada y perdida, ese paraíso de los padres fundadores que nos inmoviliza en veneración y nostalgia. La lección de los tiempos es, incluso, contraria: no somos una identidad inmutable, sino los sujetos de una historia de inevitables mutaciones que debemos tener siempre presente para que el cambio no derive en traición.

Tenemos la memoria, digo, como sitio del presente repleto de herramientas todavía utilizables. Impedidos de comprar CDs, resucitamos las bandejas y los wincos y vamos por la ciudad rebuscando discos de vinilo que familias en bancarrota salen a vender o a trocar a las plazas: así resucita, casi

intacta, la música de una argentina empeñada en escucharse a sí misma y a hacer escuchar sus voces, desde los alumnos del Mozarteum a los bagualeros de Yala, desde los baladistas del Di Tella a la gota de agua o el silbido de un barco que Leda Valladares perseguía por la ciudad con un diminuto grabador Geloso: Una Argentina que de pronto sabemos que sonaba para hoy y para nosotros. En las reuniones, ya cantamos distinto.

Muchos de mis amigos, escritores y foniatras, cantores y hasta reparadores de electrodomésticos, se han puesto a escribir manuales: no ya para aprovechar tal o cual demanda de las editoriales, todas al borde de la quiebra. Todos tenemos la misma urgencia de compartir esos saberes que creíamos haber olvidado simplemente porque nadie nos lo requería, porque nos habíamos acostumbrado a hacer nuestros trabajos según órdenes ajenas o extranjeras o porque, en fin, nos habíamos resignado a que nos hubieran

arrebatado nuestro puesto de trabajo. Una de esas amigas me dice que en los talleres de escritura, por ejemplo, han sido muy pocas las deserciones: lo que era, hasta diciembre una actividad secundaria se ha revelado como el último lugar en que un pueblo defiende la posibilidad de decirse, de imaginarse, de elaborar, contra la alienación, un lenguaje nuevo y propio.

Por supuesto, no confundo estas formas de resistencia con ninguna victoria final, ni siquiera la auguro; pero las señalo como lo que son, luces imprevistas que nos permiten seguir dando pasos en medio de esta oscuridad, apostando a que nos suceda lo mismo que al protagonista de aquel cuento danés que, después de toda una vida de aventuras durísimas, subió a la cima de una colina y vio que su itinerario por la comarca había dibujado una figura precisa: la figura de una cigüeña. Y que esa figura le daba, porque

había sido fiel a su deseo, un premio más cierto y profundo que la felicidad: el premio de la comprensión.

En verdad, escribo estas vivencias y me doy cuenta de que en medio de la tragedia aprendimos a aprender de todo y de todos: y que el cuidado de una planta o un animal, de pronto tanto menos frágiles que nosotros, o la escritura de una novela, tanto más espaciosa y acogedora que nuestra propia vida, me han enseñado mucho sobre el tiempo, en estos meses que he vivido con la intensidad de los muy viejos, incapaz de concebir la idea del futuro.

Por eso, contra esa obligación "políticamente correcta" de estar tristes, me parece urgente contraponer esta evidencia, obvia desde siempre en todas las militancias, aun -y acaso especialmente- en las que surgen como respuesta a una de las tragedias más horrendas; esa evidencia obvia, digo, en el increíble fenómeno de las asambleas populares o del movimiento piquetero: el dolor, en lo que tiene de verdad, abre camino siempre a la belleza, "porque la belleza es verdad, la verdad es belleza y nada más importa saber sobre la tierra". Más aún: el dolor exige convivir con la alegría, nunca con la tristeza, que es negación y muerte. La alegría de crear, la alegría de servir, la alegría de saberse útiles.

Y si no, fíjense en esta última historia verdadera. Mi amigo Ivo Machado, que es poeta y controlador aéreo en Portugal, recibió una noche la llamada de un piloto que volaba solo en medio del océano Atlántico. cuando el piloto le describió su situación, Ivo le dijo lo que el otro quizá no se atrevía a

admitir: que carecía de combustible suficiente como para llegar a cualquier costa, y que debería prepararse para acuatizar. Durante unos minutos, el piloto siguió haciendo preguntas vacilantes, preguntas que eran excusas para no quedarse en el silencio del mar y que Ivo respondía con precisión y

solidaridad: no, en esas latitudes no había tiburones; sí, claro, la temperatura de esas aguas, aun en invierno, no representaban peligro alguno.

Creo que el piloto mandó entonces algún mensaje, y que Ivo prometió retransmitirlo. pero cuando ya no hubo más que decir, el piloto intentó despedirse. Ivo, sin saber por qué, le preguntó si, en lugar de quedarse en silencio, no quería oír poesía. El piloto dijo sí, y durante casi una hora, hasta que finalmente el piloto se perdió en el silencio final, la voz de Ivo cruzó la inmensidad llevando los versos que había amado durante toda su vida. Ivo nunca me contó si el piloto era portugués: en tal caso, el piloto habrá sentido que toda la cultura de su pueblo acudía en su ayuda; si no era portugués, y aunque el sentido se le escapara, igualmente habrá podido percibir que el ritmo de los versos se plegaban dócilmente al del mar y al de la luna, y que ésa es la conquista de la aventura humana.

Pienso en Pablo, el equilibrista, planeando sobre las mesas del bar y en Ivo diciendo sus poemas. Pienso en el chico que fui y en el que, de algún modo, somos todos en medio de esta tragedia y me parece oír, en todos los casos, el mismo silencio, y es el silencio de una ceremonia, y es un silencio sagrado. El comienzo de un rito, sí, que repetiremos siempre para saber que una vez nos salvó esta verdad: "Dios nos abandonó, y cae la noche. Pero estás vos y estoy yo. Vamos volando".

 

 

 


"El tío en su nube" de Eduardo Francisco Coiro ( 1958 en Lomas de Zamora)

 

 


Una nube de polvillo expandiéndose por el aire de la habitación. Esa era la imagen más antigua que el hombre -en aquel entonces un niño- retenía de su tío Nicolás. 

El tío había salido de darse una ducha. Había colocado una toalla sobre la cama y se había sentado a llenar de talco sus genitales. Sacudía aquel envase cilíndrico con una energía demencial dejando al aire una nube de polvo que no deja de expandirse en el recuerdo. 

La pensión donde se hospedaba se llamaba «La Esperanza». El tío estrenaba a los 40 años una nueva soltería. Era un hombre joven. Faltaba mucho para que en su humilde casa con la única compañía de un canario amarillo que se prodigaba en trinos, repitiera una y otra vez como una gracia que niega la pena:  

“tengo dos pajaritos. Uno canta y el otro está triste” 

Pero aquella noche iba al club Sportivo Alsina, donde actuaban Sandro y Los de Fuego. No le interesaba la música ni quien estuviera en el escenario, iba porque las mujeres de Lanús “son mucho más que un fuego”. Y luego esa imagen que se niega al olvido: el tío que no paró de reír con ese estruendo tan suyo para festejarse sus chistes sin esperar una risa ajena, sino más bien contagiándola. 

Años después su tío repetirá una y otra vez la historia de cómo llegó a esa pensión sólo con lo puesto: Al volver de su trabajo en la fábrica encontró a su primera mujer en la cama con un tipo “entrando y saliendo… entrando y saliendo”. No lo vieron, volvió sigiloso sobre sus pasos llevándose el juego de llaves que ella había dejado sobre el bargueño. Entonces dio dos vueltas de llave a la puerta de calle para que se queden allí encerrados para siempre o tengan que saltar el tapial del fondo y salir de manera indecorosa por la casa del vecino. 

El tío tenía esa especie de desapego, no le importo nada de lo que había en su casa, si su mujer no sería más su mujer no quiso llevarse ni un par de medias. 

A lo largo de los años esa imagen iba a permanecer como un interrogante a descifrar. Un tío despreocupado y alegre, llenando de talco sus testículos para salir a buscar una nueva mujer a pocos días de haber perdido hasta sus ropas. 

Como lo demostró obstinadamente una y otra vez en su larga vida, no quería estar solo. Su tío necesitaba una mujer o la ilusión de una mujer para vivir.