miércoles, 15 de julio de 2020

Isaac Bashevis Singer : Algo hay allá





Algo hay allá

1

Por norma general, el rabino Nechemía, de Bechev, conocía bien la astucia del Maligno y sabía como dominarlo, pero en los últimos meses el rabino vivía atormentado por un hecho nuevo y terrible, a saber, ira contra el Creador. Una parte de la mente del rabino atacaba al Señor del Universo y argüía rebelde: «Sí, eres grande, eres eterno, todopoderoso, sabio e incluso cabe decir que eres todo misericordia, pero ¿con quién juegas al escondite?, ¿con las moscas acaso?, ¿de qué le sirve tu grandeza a la mosca que cae en las redes de la araña que se dispone a quitarle la vida?, ¿de qué utilidad son todos tus atributos a la rata en el momento en que el gato clava sus garras en su cuerpo?». Y el rabino proseguía: «¿Premios en el Paraíso?, de nada sirven a los animales; Tú, Padre celestial, tienes tiempo sobrado para esperar el Fin de los Días, pero los animales no pueden esperar; cuando Tú incendias la cabaña de Feitl, el aguador, éste tiene que dormir con toda su familia en el asilo de indigentes durante las largas y frías noches de invierno, y esto es una injusticia irreparable; la intuición de tu sabiduría y tu luz, el libre albedrío y la redención, pueden ser útiles instrumentos para explicar tu Ser, pero Feitl, el aguador, necesita descansar después de su jornada de trabajo en vez de revolcarse en una yacija de paja podrida». El rabino sabía muy bien que era Satán quien hablaba, e intentaba por todos los medios obligarle a guardar silencio. El rabino se sumergía en el agua helada del baño ritual, ayunaba y estudiaba la Torá hasta que el cansancio le cerraba los párpados. Pero el Diablo seguía resistiendo y sus insolencias iban en aumento. El Diablo aullaba día y noche. Y en los últimos tiempos había comenzado a profanar los sueños del rabino. El rabino soñaba en judíos ardiendo vivos atados a la estaca, en estudiantes de yeshiva conducidos a presidio, en vírgenes violadas, en niños torturados. Entre sueños veía las crueldades cometidas por Chmielnitzki y Gonta y sus soldados, y las crueldades de los salvajes que devoran los miembros de los animales cuando aún no han expirado. Cosacos atravesaban cuerpos de niños con sus lanzas y los enterraban vivos todavía. Un hombre con largos mostachos y mirada de asesino abría el vientre de una mujer, metía un gato dentro y cosía el vientre. En sueños el rabino agitaba los puños hacia el cielo y gritaba: «¿Es todo a tu mayor gloria, Celestial Asesino?». La corte rabínica de Bechev estaba desmoronándose. El viejo rabino, Reb Eliezer Tzvi, padre del rabino Nechemía, había muerto tres años atrás, víctima de cáncer en el estómago. La madre del rabino Nechemía contrajo esta misma enfermedad en un seno. Además del rabino, los padres de éste tuvieron dos hijos, un varón y una hembra. El hermano menor del rabino, Simcha David, se pasó al «modernismo» y la «ilustración» mientras sus padres todavía vivían. Abandonó la corte rabínica y a su esposa, hija del rabino de Zhilkovka, y se fue a Varsovia para estudiar pintura. La hermana del rabino, Hinde Shevach, casó con el rabino de Neustater, llamado Chaim Mattos quien inmediatamente después de la boda entró en un estado de profunda melancolía y regresó a casa de sus padres, de manera que Hinde Shevach pasó al estado de esposa abandonada. Como sea que a Chaim Mattos se le calificó legalmente de enfermo mental o loco, no podía ser parte en un proceso de divorcio. La propia esposa del rabino Nechemía, descendiente del rabino de Kotzk, murió de parto y su hijo también pereció en el trance. Los casamenteros propusieron diversas posibles esposas al rabino Nechemía, pero éste siempre contestaba: —Lo pensaré. En realidad no le ofrecieron jamás una esposa aceptable. No, porque la gran mayoría de los hasidim de Bechev se habían apartado del rabino Nechemía. En cuanto hacía referencia a las cortes rabínicas imperaba la misma ley que rige entre los peces del mar: el gordo se come al chico. Los primeros que abandonaron al rabino Nechemía fueron los ricos. Sí, ya que ¿a santo de qué iban a quedarse en Bechev? La Casa de Estudio estaba que se caía. La techumbre del baño ritual se había desmoronado. En todas partes crecía la mala hierba. Por fin a Reb Nechemía sólo le quedó un sacristán llamado Reb Sander. La casa del rabino tenía gran número de estancias que rara vez se limpiaban, y en ella una gruesa capa de polvo lo cubría todo. El papel de las paredes colgaba desgarrado y desprendido. Los cristales de las ventanas se rompían y no se reponían. El edificio había experimentado un extraño movimiento y los suelos ahora estaban inclinados. Beila Elke, la criada, padecía reuma y las articulaciones se le habían trabado. La hermana de Reb Nechemía, es decir, Hinde Shevach, carecía de paciencia para llevar a cabo los trabajos caseros y se pasaba el día en el diván, leyendo libros. Cuando al rabino se le desprendía un botón del abrigo no había quien se lo cosiera. El rabino apenas contaba veintisiete años de edad, pero parecía mucho mayor. Su alta figura se había encorvado. Tenía barba amarillenta, amarillentas cejas y crenchas amarillentas. Estaba casi calvo. Tenía la frente alta, los ojos azules, la nariz estrecha y el cuello largo, con protuberante nuez. Palidez de tísico le cubría el rostro. Reb Nechemía, con una vieja bata casera, arrugado bonete y sucias zapatillas, paseaba inquieto por su estudio. Sobre la mesa reposaba una larga pipa y una bolsa de tabaco. El rabino encendía la pipa, le daba una calada y volvía a dejarla. Cogía un libro, lo abría y volvía a cerrarlo sin haber leído una palabra. Incluso comía sin sosiego. Se llevaba a la boca una porción de pan y la masticaba sin dejar de hablar. Tomaba un sorbo de café y seguía con sus paseos, arriba y abajo. Era verano, entre Pentecostés y los Días del Temor, tiempo en que no hay hasidim que emprenda peregrinaciones, y durante las largas jornadas al rabino le sobraba tiempo para cavilar. Todos los problemas se unían formando una sola interrogante: ¿Para qué tanto sufrimiento? En parte alguna se encontraba la respuesta a esta interrogante, nada decían del asunto los Libros de los Profetas, ni el Pentateuco, ni el Talmud, ni el Zohar, ni el Árbol de la Vida. Si el Señor es realmente omnipotente, puede darse a conocer sin ayuda del Maligno. Y si el Señor no es omnipotente, entonces, sin duda alguna el Señor no es Dios. La única solución del enigma era la que proponían los herejes: no hay juez ni hay juicio. Toda la creación no es más que un ciego accidente, un tintero se derramó sobre una hoja de papel y la tinta escribió por sí misma una carta en la que cada palabra era una mentira y cada frase un caos. En este caso, ¿por qué el rabino Nechemía sigue empeñado en comportarse como un idiota?, ¿qué clase de rabino es el rabino Nechemía?, ¿a quién reza el rabino Nechemía? ¿Ante quién se queja? Sí, ciertamente, pero, por otra parte, ¿cómo es posible que la tinta derramada escriba por sí misma siquiera una frase?, ¿y de dónde procede la tinta y de dónde procede el papel? Bueno, sí, ¿y de dónde procede Dios? El rabino Nechemía estaba en pie ante la ventana abierta. Fuera el cielo era de pálido azul; alrededor del sol dorado amarillento se retorcían unas nubecillas de lino. En la rama desnuda de un árbol muerto se había posado un pájaro, ¿una golondrina, quizá?, ¿un gorrión? La madre de aquel pájaro era o fue también un pájaro y también lo fue su abuela, y así generación tras generación durante millares de años. Si Aristóteles estaba en lo cierto al afirmar que el Universo había existido siempre, la cadena de las generaciones carecía de principio. ¿Era esto posible? El rabino retorció las facciones en una mueca como si hubiera sufrido un espasmo doloroso. Crispó las manos: —¿Es que quieres esconder tu rostro? Estas palabras iban dirigidas a Dios. Siguió: —Pues bien, así sea. Esconde Tú tu rostro y yo esconderé el mío. La paciencia tiene también su límite. Y decidió llevar a cabo lo que había estudiado y meditado durante largo tiempo.



2

 Aquella noche del viernes poco durmió el rabino. Dio cabezadas y despertó y volvió a dar cabezadas, y así pasó la noche. Siempre que caía dormido, en su mente aparecían horrorosas visiones. Como un río corría la sangre. Abandonados en el arroyo, yacían cadáveres en gran número. Por entre llamas corrían mujeres con la melena en llamas y los pechos chamuscados. Campanas doblaban. De los bosques en llamas salían manadas de bestias con cuernos de chivo, hocicos de cerdo, piel de puerco espín y ubres purulentas. De la tierra se alzaba un grito, un lamento de hombres, mujeres, serpientes y demonios. En la confusión de su sueño el rabino imaginaba que la fiesta de exaltación de la Torá y el Purim, conmemoración de la derrota de Hamán, caían en el mismo día, por lo que el rabino se preguntaba: «¿Se habrá alterado el calendario o acaso será que el Maligno ha triunfado?». Al alba, un viejo de retorcidas barbas, con una túnica hecha unos zorros, le injurió y le amenazó con los puños. El rabino intentó dar un buen trompetazo con el cuerno del carnero, con la finalidad de excomulgar al viejo, pero en lugar del rotundo sonido produjo un triste siseo parecido al que pueda emitir un pulmón al deshincharse. El rabino temblaba y la cama se estremecía. La almohada estaba húmeda y retorcida, como si la acabaran de sacar del balde de la colada. Los párpados del rabino se habían pegado unos con otros. Y en un murmullo el rabino dijo: —Abominaciones. Broza del cerebro. Por primera vez en su vida, hasta donde su recuerdo alcanzaba, el rabino no efectuó las abluciones prescritas: «¿El poder del Mal? ¡Veamos qué puede hacerme el Mal! A fin de cuentas, lo sagrado guarda siempre silencio…». Se acercó a la ventana. El sol naciente parecía moverse por entre las nubes como una cabeza separada del tronco. Junto a un montón de basura el chivo de la comunidad se esforzaba en comerse unas palmas del año anterior. El rabino se preguntó: «¿Estás aún vivo?». Y recordó al chivo cuyos cuernos quedaron enredados en el arbusto y que Abraham sacrificó en sustitución de Isaac. Pensando en Dios, el rabino se dijo que el Señor siempre exigía el sacrificio de la consumición por el fuego. Para Dios la sangre de sus criaturas tenía dulce sabor. En voz alta el rabino dijo: —Lo haré, lo haré. En Bechev se oraba a última hora. En los sábados de verano apenas se reunían los devotos suficientes para formar el quorum prescrito, incluso contando a los viejos que vivían a expensas de la corte rabínica. La noche anterior el rabino había decidido no ponerse la prenda interior con flecos, pero se la puso por la fuerza de la costumbre. Había proyectado ir con la cabeza descubierta, pero, con desgana, se puso el bonetillo. Decidió que bastaba con cometer un pecado todos los días y que no había razón alguna para acumularlos. Se sentó y comenzó a dar cabezadas. Poco después se despertaba sobresaltado. Hasta el día de ayer el Buen Espíritu había intentado reprender al rabino, amenazándole con la Gehena o con una humillante transmigración del alma. Pero ahora la voz del Monte Horeb guardaba silencio. Todos los temores del rabino se habían desvanecido. En su espíritu sólo quedaba ira. «Si el Señor no necesita a los judíos, tampoco los judíos le necesitan a Él». El rabino ya no hablaba directamente al Todopoderoso, sino a otra deidad, quizás a una de aquéllas que menciona el Salmo ochenta y dos: «Dios se encontraba en la congregación de los poderosos y juzgaba entre los dioses». Ahora el rabino estaba plenamente de acuerdo con todas las herejías, con aquellos que negaban íntegramente a Dios y con quienes creían en los dos dominios; con los idólatras que servían a las estrellas y las constelaciones y con quienes creían en la Trinidad; con los caraítas, que renegaban del Talmud; con los samaritanos, que prescindieron del monte Sinaí para favorecer al monte Gerizim. El rabino se dijo: «Sí, he conocido al Señor y ahora deseo despreciarle». Muchos oscuros asuntos se presentaban ahora claramente ante su vista: la primigenia serpiente, Caín, la generación del Diluvio, los sodomitas, Ismael, Esaú, Korach y también Jeroboam, el hijo de Nebat. Uno no debe dirigir la palabra a un verdugo silencioso, uno no debe orar a un perseguidor. El rabino tenía esperanzas de que en el último instante ocurriera un milagro: Dios se revelaría o un extraño poder refrenaría los impulsos del rabino. Pero nada ocurrió. Abrió el cajón y extrajo la pipa, objeto que el sábado no se podía tocar. Llenó de tabaco la cazoleta. Antes de raspar la cabeza de la cerilla el rabino dudó. Se amonestó: «Nechemía, hijo de Eliezer Tzvi, éste es uno de los treinta y nueve trabajos prohibidos en el sábado; por este pecado se lapidaba a la gente». Miró alrededor. No vio batir de alas, no oyó voz alguna. Encendió la cerilla y prendió fuego al tabaco. Su cerebro se movía y golpeaba su calavera como una avellana se mueve y golpea la cáscara. El rabino estaba descendiendo a los abismos. Por lo general al rabino le gustaba fumar, pero hoy el humo del tabaco tenía un sabor acre y le producía picores en la garganta. Echó unas gotas del agua para las abluciones en la cazoleta. Acababa de cometer una grave transgresión, la de apagar un fuego. Sentía el deseo de cometer más pecados, sí, pero ¿cuáles? Sintió deseos de escupir en la mezuzá, la porción de tela con palabras sagradas en ella bordadas, pero se contuvo. Durante unos instantes el rabino prestó atención a la tormenta que se desarrollaba en su interior. Luego salió al corredor y pasó ante la puerta cerrada del dormitorio de Hinde Shevach. Intentó abrirla. Hinde Shevach gritó: —¿Quién es? —Soy yo. El rabino oyó dentro sonido de roces y murmullos. Luego Hinde Shevach abrió la puerta. Seguramente la había despertado. Iba con una bata adornada con arabescos, calzaba zapatillas y llevaba la afeitada cabeza cubierta con un pañuelo. Nechemía era alto y Hinde Shevach era baja. Pese a que Hinde Shevach apenas contaba veinticinco años, parecía vieja. Tenía oscuras ojeras y la expresión propia de una esposa abandonada. El rabino rara vez iba al dormitorio de Hinde Shevach y jamás lo había hecho tan temprano y en sábado. Hinde Shevach preguntó: —¿Ha pasado algo? Apareció la risa en las pupilas del rabino que, pasmándose de sus propias palabras, dijo: —Sí, ha llegado el Mesías y la Luna se ha caído. —¿Cómo te atreves a hablar así? —Hinde Shevach, todo ha terminado. —¿Qué quieres decir con eso? —He dejado de ser rabino. Ya no hay corte rabínica, a no ser que tú quieras hacerte cargo de ella y convertirte en la segunda virgen de Ludmir. Las amarillentas pupilas de Hinde Shevach miraron con suspicacia al rabino: —¿Qué ha ocurrido? —Que me he cansado de todo. —¿Y qué será de la corte, qué será de mí? —Véndelo todo, divórciate de tu desdichado marido y vete a América. Hinde Shevach quedó paralizada. Dijo: —Entra y siéntate. Me das miedo. El rabino dijo: —Estoy cansado de tanta mentira, de tanto absurdo. Ni yo soy rabino, ni ellos son hasidim. Me voy a Varsovia. —¿Y qué harás en Varsovia? ¿Es que quieres seguir el mismo camino que Simcha David? —Sí, seguiré su misma senda. Un temblor estremeció los pálidos labios de Hinde Shevach. Entre sus ropas, puestas en una silla, buscó un pañuelo, se lo llevó a la boca y preguntó: —¿Y qué será de mí? Una vez más el rabino quedó sorprendido ante sus propias palabras: —Todavía eres joven. No estás impedida. Tienes ante d el mundo entero. —¿El mundo entero? Chaim Mattos no puede divorciarse de mí según la ley. —Sí puede, puede. El rabino sintió deseos de añadir: «De todos modos, para nada necesitas el divorcio». Pero temió que al oír estas palabras Hinde Shevach se desmayara. Sentía el rabino la necesidad de rebelarse y desafiarlo todo, sentía el valor y el alivio de quien se ha liberado de todas las ataduras. Por vez primera intuyó lo que significaba ser escéptico. Dijo: —La institución hasidim no es más que una organización de mendicidad. Nadie nos necesita. Todo es un engaño, una estafa.

3

 Ocurrió sin grandes dificultades. Hinde Shevach se encerró en su dormitorio para llorar al parecer. Sander, el sacristán, se emborrachó después de la Havdalah, la ceremonia de despedida del sábado, y se fue a dormir la borrachera. Los viejos seguían sentados en la Casa de Estudio, uno recitaba las Oraciones de los Ancianos, otro leía El principio de la sabiduría, un tercero limpiaba la pipa con un alambre, el de más allá reparaba los desperfectos de un viejo libro sagrado. Las llamas vacilantes de unas cuantas velas, pocas, iluminaban la estancia. El rabino dirigió una última mirada a la Casa de Estudio y murmuró: —Una ruina. Con sus propias manos hizo la maleta. Desde la muerte de su esposa el rabino se había acostumbrado a coger sus ropas del cajón en que la criada las dejaba. Cogió unas camisas, unas mudas de ropa interior y unos largos calcetines blancos. Ni siquiera puso en la maleta su chal de rezos y sus filacterias, ya que ¿para qué iba a necesitarlo? El rabino salió furtivamente del pueblo. Afortunadamente no había luna. El rabino no se dirigió hacia la carretera principal, sino que siguió escondidos caminos que llegó a conocer al dedillo en su infancia. No se cubría con el sombrero de terciopelo. Entre sus cosas había encontrado una gorra y una gabardina de los tiempos en que aún era soltero. En realidad el rabino se había convertido en otro hombre, en un hombre distinto. Tenía la impresión de estar poseído por un demonio que pensaba y parloteaba a su manera. Cruzó unos campos y un bosque. Pese a que corrían las horas de la noche del sábado al domingo, horas en que los espíritus malignos campan por sus respetos libremente, el rabino se sentía más fuerte y más audaz. Había dejado de temer a los perros y a los ladrones. Cuando llegó a la estación se enteró que debía esperar hasta el alba para tomar el próximo tren. Se sentó en un banco, cerca de un campesino que se había tumbado allí y dormía entre ronquidos. El rabino no había recitado las oraciones del atardecer, ni tampoco el Shema. Se dijo: «Y también me afeitaré la barba». Comprendía que su huida del pueblo pronto dejaría de ser un secreto y que sus fieles hasidim podían muy bien iniciar una búsqueda y por fin encontrarle. Entonces pensó en la posibilidad de salir de Polonia. Cayó dormido y le despertó el sonido de una campana. El tren había llegado. Antes había comprado billete de cuarta clase debido a que los vagones de esta clase nunca van iluminados. Los pasajeros viajan sentados o en pie, a oscuras. Temía encontrar vecinos de Bechev. Pero al entrar vio que el vagón iba atestado de gentiles. Uno de ellos encendió una cerilla y a la luz de la llama el rabino vio campesinos con sombreros de cuatro picos, caftanes castaños, pantalones de tela barata y descalzos o con los pies envueltos en harapos. El vagón carecía de ventanillas y sólo tenía un orificio circular. Cuando salió el sol sus rayos iluminaron con luz purpúrea a aquellos hombres desastrados que fumaban tabaco barato, comían pan de mala calidad con tocino y bebían vodka. Sus esposas, encorvadas sobre los fardos, dormitaban. El rabino había oído hablar de los pogroms que se llevaban a cabo en Rusia. Eran primitivos palurdos como aquellos hombres que con él viajaban quienes mataban, violaban mujeres, robaban y torturaban niños. El rabino rebulló en su rincón. Intentó cubrirse la nariz para no percibir el hedor. Para su capote dijo: «Dios, ¿es éste tu mundo? ¿A éstos quisiste dar la Torá en el monte Seir y en el monte Paran? ¿Entre esa gente has dispersado al pueblo por ti elegido?». Las ruedas traqueteaban sobre los raíles. Por el circular orificio penetraba el humo de la locomotora. El vagón apestaba a un hedor que era mezcla de olor a carbón, a aceite y a una indeterminada sustancia incandescente. El rabino se preguntó: «¿Podré convertirme en un ser como esos que viajan conmigo?; a fin de cuentas, si Dios no existe tampoco existe Jesucristo…». El rabino sentía la urgente necesidad de orinar, pero allí no había dónde. Los pasajeros parecían ser portadores de grandes cantidades de pulgas y de piojos. El rabino sintió picor bajo la camisa. Comenzó a lamentar haber huido de Bechev. Se preguntó: «¿Acaso allí había algo que me impidiera ser un infiel?; por lo menos tenía mi propia cama… Además, ¿qué haré en Varsovia?, me he comportado con excesiva impetuosidad, he olvidado que también el hereje necesita comer y una almohada en la que reposar la cabeza; los pocos rublos que llevo me durarán poco y Simcha David es tan pobre como yo». El rabino sabía que Simcha David se encontraba en la indigencia, que vestía ropas harapientas y que además era hombre carente de sentido práctico y en extremo obstinado. Se dijo: «En fin, ¿qué esperaba Simcha David? Los charlatanes sobran en Varsovia». El rabino estaba en pie. Ahora le dolían las piernas y por esto se sentó en el suelo. Bajó la visera de la gorra de manera que le cubriera los ojos. En diversas estaciones, subieron al tren varios judíos. Alguno de ellos podía reconocerle. De repente el rabino oyó unas palabras muy conocidas: «Oh, Dios mío, el alma que me diste es pura; Tú la creaste, Tú le diste forma, Tú la insuflaste en mi cuerpo y Tú me la quitarás, aunque será para devolvérmela en el más allá…». Una voz, en el fuero interno del rabino, dijo: «Mentira, es una descarada mentira, hombre y animal, todos tenemos el mismo espíritu, incluso el Eclesiastés lo dice, de ahí que los sabios quisieran censurarlo; ahora bien, ¿qué es el espíritu?, ¿quién formó el espíritu?, ¿y qué dicen acerca de este asunto los libros profanos?». El rabino se durmió y soñó que era Yom Kippur. Estaba en el patio de la sinagoga, con un grupo de judíos vestidos de blanco y con chales de oración. Alguien había cerrado la sinagoga, pero nadie sabía la razón. El rabino alzó los ojos al cielo y en vez de una luna vio dos, tres, cinco. ¿Qué ocurría? Y las lunas parecían perseguirse las unas a las otras. El tamaño de las lunas aumentó y se hicieron todas más radiantes. Cayeron rayos, sonó el trueno y el cielo comenzó a llamear. Los judíos se lamentaban a gemidos y decían: «¡Ay de nosotros! ¡El Maligno prevalece!». El rabino se despertó bruscamente con el ánimo alterado. El tren había llegado a Varsovia. El rabino no había estado en Varsovia desde los tiempos en que su padre cayó enfermo —bendita fuera su memoria—, y acudió a la consulta del doctor Frankel, pocos meses antes de morir. Padre e hijo habían viajado en un vagón reservado. Viajaron en compañía de sacristanes, auxiliares y miembros de la corte rabínica. Un nutrido grupo de hasidim les esperaba en la estación. Llevaron a su padre a la casa de un rico seguidor, en la calle Twarda. En el salón de aquella casa, el padre interpretó la Torá. Ahora, Nechemía recorría el andén, llevando él mismo su maleta. Algunos de los pasajeros recién llegados corrían, otros arrastraban su equipaje, los maleteros gritaban. Apareció un guardia con un sable a un lado del cinto y una pistola al otro, con el pecho cubierto de medallas, cuadrada, gorda y roja la cara. Sus ojos enramados examinaron con suspicacia al rabino, le miraron con odio y también con una expresión que trajo a la mente del rabino la imagen de un animal de presa. El rabino entró en la ciudad. Los tranvías hacían sonar la campana, los droskis rodaban veloces, los cocheros blandían el látigo, los caballos galopaban sobre los adoquines. El rabino se preguntó: «¿Es esto el mundo? ¿Es éste el lugar al que el Mesías ha de llegar?». Buscó en el bolsillo el papelito en que se había apuntado las señas de Simcha David, pero, al parecer, había desaparecido: «¿Será que los demonios juegan conmigo ya?». El rabino volvió a meter la mano en el bolsillo e inmediatamente sus dedos encontraron el papel. Sí, un demonio se había burlado de él. Ahora bien, si no hay Dios, ¿cómo es posible que el Maligno exista? Abordó a un transeúnte y le preguntó qué camino debía seguir para llegar a casa de Simcha David. El transeúnte le dio las instrucciones precisas y añadió: —Está muy lejos.
4
Siempre que el rabino preguntaba el camino que debía seguir para llegar a casa de Simcha David, le aconsejaban que tomase el tranvía o un droski. Pero el tranvía intimidaba al rabino y el droski le parecía demasiado caro. Además, podía darse el caso de que el cochero del droski fuera gentil y el rabino no sabía el polaco. De vez en cuando el rabino se detenía a descansar un poco. No había desayunado, pero no podía determinar con claridad si tenía hambre o no. Se le formaba saliva en la boca y sentía la garganta seca. De los patios surgía aroma a pan recién cocido, a leche hervida, a pasteles y a arenques ahumados. Pasó ante tiendas en las que se vendían objetos de cuero, artículos de ferretería, lencería, ropas de confección. Los vendedores acosaban a los transeúntes, les invitaban a entrar en sus tiendas, les tiraban de la manga y hablaban una mezcla de yiddish y polaco. Las mujeres anunciaban su mercancía en voz cadenciosa, como si cantaran: «Manzanas, peras, ciruelas, patatas, guisantes y alubias calientes…». Un carro cargado de leña intentó pasar por un estrecho portalón. Otro carro con sacos de harina pasó difícilmente por otro portalón. Unos golfos perseguían a un demente descalzo, con un caftán al que le faltaba una manga y una gorra desgarrada. Le insultaban y le arrojaban piedras. Un chico cantaba con voz aguda: «Mi madre asó a un gato…». El chico iba con gorra octogonal, de la que le salían largas y rubias crenchas. Cuando el rabino cruzó la calle, poco faltó para que un carro arrastrado por dos caballos belgas le arrollara. Unas mujeres se retorcieron angustiadas las manos y le reprendieron por imprudente. Un hombre de sucia barba gris, con un saco al hombro, le dijo: —Este sábado tendrá usted qué recitar la bendición de Acción de Gracias. El rabino se dijo: «Acción de gracias… Y, ¿qué lleva este individuo en el saco? ¿La parte de gloria eterna que le corresponde?». Por fin llegó a la calle Smotcha. Alguien le indicó la casa. Junto a la puerta una muchacha vendía bocadillos de pan con cebolla. El rabino penetró en un patio en el que una pandilla de muchachos jugaban al marro alrededor de un cubo de basura recién pintado. Cerca de los chicos, una mujer teñía una camisa roja, metiéndola en un balde con tinte negro. En una ventana abierta una muchacha aireaba un colchón al que propinaba golpes con una vara. Las primeras personas a quien preguntó nada sabían de Simcha David. Por fin una mujer le dijo: —Seguramente es el inquilino de la buhardilla. El rabino no estaba acostumbrado a subir tantos peldaños. Tuvo que detenerse varias veces para recobrar el resuello. La escalera estaba sucia, con restos y desechos en el suelo, y las puertas de los pisos permanecían entreabiertas. Un sastre cosía a máquina. En un piso había una hilera de telares en los que tejían unas muchachas con porciones de algodón prendidas en el cabello. En los pisos altos había boquetes en las paredes y el hedor resultaba insoportable. De repente el rabino vio a Simcha David. Salió de un oscuro corredor, descubierta la cabeza, y con una chaqueta corta manchada de pintura y arcilla. Simcha David tenía el cabello rubio amarillento, lo mismo que las cejas. Llevaba un bulto. El rabino se sorprendió de haber sido capaz de reconocer a su hermano, debido a que presentaba todos los rasgos propios de un gentil. Le llamó: —¡Simcha David! Simcha David le miró: —Sí, esta cara me es conocida, pero… —Fíjate bien. Simcha David encogió los hombros: —¿Quién es usted? —Tu hermano Nechemía. Simcha David ni siquiera pestañeó. Sus ojos azul pálido tenían expresión aburrida, triste, y parecían dispuestos a aceptar tranquilamente los más raros aconteceres. En las comisuras de los labios se le habían formado dos profundas arrugas. Simcha David había dejado de ser el prodigio de Bechev para convertirse en un obrero vulgar y corriente. Al cabo de un rato Simcha David dijo: —Efectivamente, eres tú. ¿Ha pasado algo malo? —He decidido seguir tu ejemplo. —Bueno, ahora ya es demasiado tarde para disuadirte. Tengo una cita, me están esperando y voy a llegar con retraso. Puedes descansar en mi cuarto, luego hablaremos. —De acuerdo. Citando las palabras del Génesis, Simcha David dijo: —No había pensado ver tu rostro. —Vaya… Creía que lo habías olvidado todo… El hecho de que su hermano hubiera citado una frase de la Biblia inhibió al rabino todavía más que la frialdad con que Simcha David le había recibido. Simcha David abrió la puerta de un cuarto tan angosto que trajo a la mente del rabino la imagen de una jaula. Tenía la techumbre inclinada, apoyados en las paredes había marcos, bastidores, cuadros y rollos de papel. Olía a pintura y a aguarrás. No había cama sino un viejo sofá. Simcha David le preguntó: —¿Qué piensas hacer en Varsovia? Estamos pasando unos tiempos muy difíciles. Y se fue sin esperar la respuesta. El rabino se preguntó: «¿Por qué tendrá tanta prisa?». Se sentó en el sofá y miró alrededor. Casi todos los cuadros representaban mujeres, algunas desnudas y otras medio desnudas. En una mesilla había una paleta y pinceles. El rabino se dijo que su hermano seguramente se ganaba la vida pintando. Ahora el rabino se daba cuenca de que se había dejado llevar por un impulso insensato. No hubiera debido ir allí. Para sufrir cualquier lugar es bueno. El rabino esperó durante una hora, durante dos horas, sin que Simcha David regresara. Sentía los retortijones del hambre. Se dijo: «Hoy es día de ayuno para mí, el ayuno del hereje». Y una voz burlona le dijo: «Mereces lo que te pasa». El rabino le contestó: «Pero no me arrepiento de lo hecho». Estaba tan dispuesto a luchar con el Ángel del Señor como antes lo había estado a luchar contra el Señor del Mal. El rabino cogió un libro que yacía en el suelo. Estaba escrito en yiddish. Leyó un relato acerca de un santo que en vez de acudir a las Oraciones del Atardecer fue en busca de leña para una viuda. ¿Qué era aquello, moralismo o burla? El rabino había esperado leer un texto en el que se negara a Dios y al Mesías. Cogió un folleto con las hojas desprendidas y leyó un relato referente a los trabajos de los colonos en Palestina. Allí los jóvenes judíos araban la tierra, sembraban, desecaban tierras pantanosas, plantaban eucaliptos, luchaban con los beduinos… Uno de estos adelantados había muerto y el autor del folleto lo calificaba de mártir. El rabino se quedó pasmado. Si no hay Creador, ¿por qué ir a Tierra Santa? ¿Y qué sentido tenía la palabra mártir? El rabino se sintió fatigado y se tumbó. Se dijo: «Esta clase de judaísmo no se ha hecho para mí, prefiero convertirme». Pero, ¿dónde se convertía uno? Además, para convertirse hacía falta fingir que uno creía en el Nazareno. Al parecer el mundo rebosaba fe. Si uno no creía en un Dios, tenía que creer en otro Dios, por lo visto. Los cosacos sacrificaban su vida por el zar. Los que pretendían destronar al zar se sacrificaban por la revolución. Pero, ¿dónde estaban los verdaderos herejes, los que en nada creían? No, él no había ido a Varsovia para cambiar una fe por otra.
5
 El rabino esperó tres horas sin que Simcha David compareciera. Se dijo, así son los modernistas. Sus promesas carecen de valor y no tienen sentido de la amistad. En realidad se adoran a sí mismos. Estos pensamientos le preocuparon, ¿acaso ahora no era él un modernista más? Se preguntó qué hay que hacer para evitar que el cerebro siga pensando. Miró a su alrededor. ¿Qué objetos de valor podían encontrar allí los ladrones? ¿Serían acaso las mujeres desnudas? Salió, cerró la puerta y bajó las escaleras. Se llevó la maleta. Se sentía mareado y caminaba inseguro. En la calle pasó ante un restaurante, pero le dio vergüenza entrar. Ni siquiera sabía cómo hay que pedir la comida en un restaurante. ¿Se sentaban todos los clientes a una misma mesa?, ¿se sentaban hombres y mujeres juntos? La gente quizá se riera de su apariencia, juzgándola ridícula. Volvió al portal de la casa de Simcha David y compró dos panecillos con cebolla. Pero, ¿dónde comerlos? Recordó el proverbio: «Quien come en la calle se porta como un perro». Se metió en el portal y pegó un mordisco a uno de los panecillos. Había ya cometido pecados que se castigaban con la muerte. Sin embargo, comer sin lavarse antes las manos, ni recitar la bendición, era algo que le afectaba profundamente. Tragó con dificultad el primer bocado. En fin, todo es cuestión de costumbre, incluso el ser un transgresor de la ley. Se comió un panecillo y se metió el otro en el bolsillo. Echó a andar sin rumbo. En una calle pasaron tres entierros. El primer coche funerario iba seguido por varios hombres. Tras el segundo iban unos cuantos droskis. Y el tercero iba solo. El rabino se dijo: «A ellos poco les importa, los muertos nada saben y tampoco reciben recompensa alguna». Estas últimas palabras eran del Eclesiastés. Dobló a la derecha y siguió caminando. Pasó ante tiendas de telas y ropas cuyo interior estaba iluminado con lámparas de gas, pese a ser el mediodía. De unos carros grandes como casas unos hombres descargaban piezas de algodón, lana, alpaca y estampados. Un mozo, con un cesto al hombro, encorvado bajo el peso de su carga, pasó junto al rabino. Pasaban estudiantes de secundaria, con uniformes adornados con dorados botones e insignias en las gorras, con la cartera de los libros a la espalda. El rabino se detuvo. Si no se cree en Dios, ¿a qué mantener a la esposa y dar educación a los hijos? Según los mandatos de la lógica el incrédulo sólo debe ocuparse de su propio cuerpo y nada más. Siguió adelante. En la manzana siguiente vio un escaparate con libros en hebreo y en yiddish. Allí estaban Las generaciones y sus intérpretes, Los misterios de París, El hombrecillo sin importancia, La masturbación, Cómo evitar la tisis. Uno de los libros allí exhibidos llevaba el siguiente título: El nacimiento del Universo. El rabino decidió comprar este libro. En la tienda había pocos clientes. El librero, hombre con gafas de montura de oro unidas a una cinta, hablaba con un hombre de larga cabellera, sombrero de anchas alas y capa. El rabino se detuvo ante las estanterías y examinó unos cuantos libros. Una dependienta se le acercó y le dijo: —¿Qué desea? ¿Un libro de oraciones quizá? El rabino se ruborizó y dijo: —En el escaparate he visto un libro que me ha interesado, pero ahora no recuerdo el título. —Pues salgamos a ver. Y al decir estas palabras la muchacha guiñó el ojo al hombre de las gafas de oro. Al sonreír se le formaron hoyuelos en las mejillas. El rabino sintió deseos de echar a correr. Indicó el libro. La muchacha le preguntó: —¿La masturbación? —No. —¿Vichna Dvosha va a América? —No, el de en medio. —¿El nacimiento del Universo? Bueno, entremos. La chica habló en un cuchicheo con el dueño de la librería, quien ahora se encontraba detrás del mostrador. El dueño de la librería se rascó la cabeza y dijo: —Es el último ejemplar que nos queda. La chica le preguntó: —¿Lo saco del escaparate? El librero preguntó al rabino: —¿Y por qué quiere comprar precisamente este libro? Lo que dice ha sido ya superado. El Universo no nació de la manera que dice el autor del libro ese. Cuando el Universo nació no había testigos. La muchacha se echó a reír. El hombre con la capa preguntó al rabino: —¿Viene usted de provincias quizá? —Sí. —¿Y por qué ha venido a Varsovia? ¿Para comprar géneros para su tienda? —Eso, géneros. —¿Qué clase de géneros? El rabino de buena gana hubiera contestado a su interlocutor que aquello era asunto suyo y que no se metiera en lo que no le importaba. Pero el rabino no era hombre de natural insolente. Repuso: —Quiero saber lo que dicen los herejes. La muchacha se echó a reír de nuevo. El librero se quitó las gafas. El hombre de la capa fijó en el rabino la mirada de sus grandes pupilas negras y le preguntó: —¿Y esto es cuanto quiere saber? —Efectivamente, me interesa. El hombre de la capa dijo: —En fin, ahora resulta que quiere saber… ¿Ya le permitirán leer estos libros? Si le pillan con un libro así en las manos le echarán de la Casa de Estudio. El rabino replicó: —Nadie lo sabrá. Entonces el rabino se dio cuenta de que estaba hablando como un niño y no como un adulto. El hombre de la capa se dirigió al librero: —Parece que el modernismo sigue tan vivo como cincuenta años atrás. Así, igual que este hombre, solían acudir a Vilna y preguntaban: ¿Cómo fue creado el mundo?, ¿por qué brilla el sol?, ¿qué fue primero, el huevo o la gallina? Se volvió hacia el rabino: —No lo sabemos, buen hombre, no lo sabemos. Estamos condenados a vivir sin fe y sin saber. El rabino le preguntó: —En este caso, ¿por qué son ustedes judíos? —Porque tenemos que serlo. Un pueblo entero no puede incorporarse, asimilarse a otro. Además los gentiles no nos quieren. En Varsovia hay varios centenares de conversos y la prensa polaca los ataca constantemente. Además, ¿qué lograríamos con la conversión? Debemos seguir siendo un pueblo. El rabino preguntó: —¿Y dónde puedo conseguir este libro? —No lo sé. Está agotado y no se ha reeditado. De todos modos el autor se limita a afirmar el hecho de la evolución del Universo. Ahora bien, en lo referente al modo en que el Universo evolucionó, a la manera en que la vida apareció y todo lo demás, nadie tiene la más leve idea. —En este caso, ¿por qué son ustedes incrédulos? El librero terció: —Oiga, buen hombre, lo siento infinito pero no tenemos tiempo para discutir con usted. Tengo un solo ejemplar de este libro y no quiero desordenar el escaparate. Vuelve dentro de unas semanas, cuando ya hayamos cambiado los libros del escaparate. No tema, que en este tiempo el Universo no se va a agriar. —Lo siento. Le ruego me disculpe. El hombre de la capa dijo: —Mi querido amigo, ahora ya no hay incrédulos. En mis tiempos había algunos, pero casi todos ellos han muerto ya y la nueva generación tiene sentido práctico. Las gentes de la nueva generación desean mejorar el mundo, aunque todavía no saben cómo hacerlo. ¿Le da para vivir, por lo menos, su tienda? El rabino murmuró: —Voy tirando. —¿Tiene mujer e hijos? El rabino no contestó. —¿De qué pueblo es usted? El rabino siguió en silencio. Se comportaba con la timidez propia de un estudiante de cheder. Dijo: —Gracias. Y se fue.
6

El rabino prosiguió su paseo a lo largo de las calles de Varsovia. Anochecía y recordó que éste era el momento de recitar las oraciones de la tarde, pero no estaba de humor para halagar al Todopoderoso, para calificarle de fuente de conocimiento, resurrección de los muertos, salvación de los enfermos, liberador de los presos, ni para implorarle que su Santa Presencia volviera a Sión y reedificara Jerusalén. El rabino pasó ante una cárcel. Se abrió la negra puerta y un hombre atado con cadenas fue conducido dentro. Un tullido, sin piernas, avanzaba sobre una plancha de madera con ruedas. Un ciego cantaba una canción referente al naufragio de un buque. En una calleja el rabino oyó unos alaridos. Acababan de apuñalar a un hombre, un hombre alto y joven de cuya garganta manaba la sangre a chorro. Una mujer decía entre gemidos: —Se resistió a que le robaran y entonces le atacaron con navajas, ¡que el fuego del infierno les consuma eternamente! Dios es paciente, pero su castigo es ejemplar… El rabino de buena gana le hubiera preguntado a aquella mujer: «¿Y por qué es Dios tan paciente?, ¿y a quién castiga? Castiga a la víctima, no a los victimarios». Llegó la policía y se oyó el quejido de la sirena de una ambulancia. De los portales salían hombres jóvenes, salían a todo correr, con las viseras de las gorras tapándoles los ojos y también salían muchachas despeinadas, con viejas zapatillas en los pies desnudos. El rabino temía a las multitudes y sus gritos le intimidaban. Se metió en un patio. Una muchacha con un chal sobre los hombros, con la cara enrojecida de pintura, dijo al rabino: —Anda, ven conmigo, sólo te costará veinte groschen. Desorientado, sin comprender el significado de aquellas palabras, el rabino dijo: —¿Y adónde iremos? —Ahí, al sótano. —Estoy buscando un lugar en el que alojarme. La muchacha le cogió del brazo: —Te recomendaré a una gente que conozco. El rabino tuvo un sobresalto. Por primera vez desde que dejó de ser niño, una mujer desconocida tocaba su cuerpo. La muchacha le llevó a una escalera que los dos comenzaron a bajar. Recorrieron un corredor tan estrecho que sólo permitía el paso de una persona. La muchacha iba delante, arrastrando al rabino, a quien había cogido por la manga. Al olfato del rabino llegó el olor de la humedad subterránea. ¿Qué era aquello? ¿Una tumba para seres vivos? ¿La entrada a la Gehena? Alguien tocaba una armónica. Una mujer chillaba. Un gato saltó por entre los pies del rabino. Se abrió una puerta y el rabino vio un cuarto sin ventanas, iluminado por una lámpara de petróleo, con la chimenea ennegrecida por el hollín. Junto a una cama en la que sólo había un colchón de paja, vio un palanganero con la jofaina rebosante de agua rosácea. Los pies‘del rabino quedaron clavados en el umbral de aquella estancia, como los de un buey a la entrada del matadero. El rabino dijo: —¿Qué es esto? ¿Adonde me has llevado? —No te hagas el loco. Anda, pasémoslo bien. —Busco una posada. —Vamos, dame los veinte groschen. ¿Sería acaso una casa de mala nota? El rabino se echó a temblar. Se metió la mano en el bolsillo, sacó un puñado de monedas y las ofreció a la muchacha: —Toma, coge tú misma ese dinero que me has pedido. La muchacha cogió una moneda de diez groschen, una de seis y otra de cuatro. Después de dudar un poco, la muchacha cogió un kopeck. Indicó la cama. El rabino dejó caer al suelo las restantes monedas y echó a correr a lo largo del corredor. El suelo era desigual y presentaba hoyos. Poco faltó para que el rabino cayera al suelo. Tropezó con la pared de ladrillos y exclamó: —¡Padre celestial, sálvame! Llevaba la camisa empapada en sudor. Cuando llegó al patio ya había anochecido. Aquel lugar apestaba a basura, a cloaca y a podredumbre. Ahora el rabino lamentaba haber invocado el nombre de Dios. Se le llenó de bilis la boca. Un constante temblor le recorría la espina dorsal. ¿Eran éstos los placeres del mundo? ¿Es ésta la mercancía que Satán vende? Se sacó el pañuelo y se enjugó la cara. Y, ahora, ¿adonde voy? «¿Dónde esconderás tu rostro?». Alzó la vista. Más allá de los muros de las casas brillaba el cielo con la luna y unas pocas estrellas. El rabino lo contemplaba perplejo, como si lo viera por primera vez. Todavía no habían transcurrido veinticuatro horas desde que salió de Bechev, pero al rabino le parecía que llevaba semanas, meses, años, vagabundeando. La muchacha del sótano salió y le dijo: —¿Se puede saber por qué has echado a correr, estúpido palurdo? El rabino repuso: —Por favor, perdóneme. Y echó a andar. La multitud había desaparecido. De las chimeneas salía humo. Los tenderos cerraban las tiendas con barras de hierro y candados. El rabino se preguntó qué había sido del muchacho apuñalado. ¿Lo había ya reclamado la tierra para sí? De repente se dio cuenta de que aún iba con la maleta en la mano. ¿Cómo era posible? Parecía que la mano agarrara la maleta con una fuerza exclusivamente suya, propia e independiente. Quizás esta fuerza era el mismo poder que había creado el mundo… Quizás esta fuerza fuera Dios… El rabino sintió deseos de echarse a reír y a llorar. Ni tan siquiera sé pecar, soy torpe en todo. Bueno, esto es el fin. Y ahora sólo un camino se me ofrece: hacer entrega de mis trescientos treinta órganos y nervios. Sí, pero ¿cómo?, ¿ahorcándome?, ¿ahogándome?, ¿estaría cerca del Vístula? El rabino abordó a un transeúnte: —Usted perdone, ¿podría decirme el camino para ir al Vístula? El transeúnte tenía el rostro negro como un deshollinador. Bajo sus cejas hirsutas brillaban unos ojos negros como el carbón. Miró al rabino y le preguntó: —¿Para qué quiere ir al Vístula? ¿Quiere pescar quizá? Su voz parecía el ladrido de un perro. —No, no quiero pescar. —¿Pues qué? ¿Ir nadando a Danzig? El rabino pensó que se había tropezado con un gracioso y le dijo: —Me han dicho que allí hay una posada. —¿Una posada junto al Vístula? ¿De dónde viene usted? ¿De provincias seguramente? ¿Y qué hace en Varsovia? ¿Es que busca empleo de maestro? —¿Maestro? Sí. No. —Oiga, para saberse bandear en Varsovia hace falta ser fuerte. ¿Tiene usted dinero? —Unos pocos rublos. —Por un gulden al día puede dormir en mi casa. Vivo ahí, al lado, en el número catorce. Vivo solo. Puedo ofrecerle la cama que fue de mi esposa. —Muy bien, de acuerdo. Y gracias. —¿Ha comido algo? —Sí, esta mañana. —¿Conque esta mañana? Vayamos a la taberna. Nos tomaremos una cerveza y comeremos algo. Tengo una carbonería ahí. Con su negro dedo el hombre indicó una tienda con las puertas cerradas. Dijo: —Y ande con cuidado, no le vayan a robar el dinero que lleva encima. Hace poco han apuñalado a un muchacho recién llegado de provincias, ahora la ambulancia acaba de llevárselo al hospital Le dieron de puñaladas en el cuello.

7

El carbonero recorrió la corta distancia que les separaba de la taberna y el rabino le siguió tambaleándose. El carbonero empujó una puerta de cristales y el rabino quedó sorprendido por el olor a cerveza, vodka, ajo, por el ruido de las conversaciones de hombres y mujeres, por la música de baile. Se le nubló la vista. El carbonero le miró y dijo: —¿Por qué se queda ahí parado? Entremos, hombre. Cogió al rabino del brazo y le arrastró adentro. A través de un vapor denso como el de la casa de baños rituales de Bechev, el rabino vio rostros deformes, filas de botellas alineadas en las paredes, un barril de cerveza con espita de latón y un mostrador con platos de pato asado y tapas. Los violines gemían y un tambor redoblaba. Allí todos parecían hablar a gritos. El rabino preguntó: —¿Ha ocurrido algo? El carbonero le arrastró a una mesa y le gritó al oído: —Esto no es su pueblo. Esto es Varsovia. Aquí hay que saber bandearse. —Es que no estoy acostumbrado a tanto ruido. —Ya se acostumbrará. Ya sé que quiere dedicarse a maestro, pero quisiera saber qué pretende enseñar. Aquí hay más maestros que alumnos. Todos los charlatanes se dedican a maestros. ¿De qué puede servir tanto estudiar? Luego todo se olvida. Yo fui al cheder. Todavía recuerdo algunas frases: «Y el Señor dijo a Moisés…». Y el rabino a pesar de que sabía que no tenía derecho a hablar después de haber cometido tantos pecados, dijo: —Por pocas que sean las palabras de la Torá que uno sepa, no por ello dejan de ser palabras de la Torá. —¿Qué dice? ¡Nada, hombre! Todas estas palabras no valen un pimiento ni sirven para nada. Sí, los chicos van a la Casa de Estudio y se pasan allí las horas muertas balanceando el cuerpo y poniendo caras raras. Cuando llega el momento del servicio militar se hernian voluntariamente. Luego se casan y no pueden mantener a sus esposas y engendran docenas de chiquillos que se arrastran desnudos por su casa. El rabino pensó que quizás aquel hombre fuera un auténtico incrédulo, por lo que le preguntó: —¿Cree usted en Dios? El carbonero puso el puño en la mesa y dijo: —¿Qué sé yo? Nunca he estado en el cielo. Pero, desde luego, algo hay. ¿Quién hizo el mundo? Los sábados voy a rezar con un grupo llamado «El amor de los amigos». Me cuesta unos cuantos rublos, pero, como dice el proverbio, imaginemos que es un mandato de Dios, una mitzvah. Rezamos con un rabino que apenas tiene barbas. De vez en cuando la esposa de este rabino compra un poco de carbón, muy poco, en mi tienda. A veces compra sólo diez libras, ¿y qué son diez libras de carbón en invierno? Entonces yo siempre añado un poco más. Ahora bien, si Dios existe, ¿cómo permite que los polacos apaleen a los judíos? —No lo sé, desde luego, me gustaría saberlo. —¿Y qué dice la Torá sobre esta clase de asuntos? Me parece que usted va bastante enterado de esas cosas. —Pues la Torá dice que los malos serán castigados y los buenos serán recompensados. —¿Cuándo? ¿Dónde? —En el otro mundo. —¿En la tumba? —En el Paraíso. —¿Dónde está el Paraíso? Se acercó un camarero a quien el carbonero dijo: —Para mí una cerveza rubia e higadillos de pollo. Se dirigió al rabino: —¿Y usted qué toma? El rabino no sabía qué decir. Preguntó: —¿Se puede uno lavar las manos aquí? El carbonero soltó un bufido y contestó: —Aquí uno come sin lavarse, pero la cocina es kosher, limpia según la Ley. El rabino murmuró: —Un pastelillo quizá. —¿Un pastelillo? ¿Y qué más? Y también hay que beber. ¿Qué clase de cerveza quiere? ¿Rubia, negra? —Rubia. El carbonero se dirigió al camarero: —Pues tráigale una jarra de cerveza rubia y un pastel de huevo. Cuando el camarero se hubo ido, el carbonero comenzó a tabalear sobre la mesa con sus uñas ennegrecidas. Dijo: —Si no ha comido desde esta mañana, lo que ha pedido no es suficiente. Aquí si no come se morirá como una mosca. En Varsovia hay que portarse como un comilón. Y, oiga, si quiere lavarse las manos para la bendición de la comida, vaya al retrete, en donde encontrará una pileta, pero tendrá que secarse las manos con la chaqueta. El rabino se preguntó: «¿Por qué soy tan desdichado?, estoy hundido en la iniquidad igual que esa gente y quizá más; si no quiero ser Jacob, no me queda más remedio que ser Esaú». Se dirigió al carbonero: —No, no quiero dedicarme a maestro. —Entonces, ¿a qué quiere dedicarse? ¿A conde? —Quisiera aprender un oficio. —¿Qué oficio? Para llegar a ser sastre, zapatero o peletero, hay que empezar joven. Uno entra de aprendiz en el taller y la esposa del maestro le pide a uno que vaya a vaciar el cubo de la basura o que meza al niño recién nacido en la cuna. Me consta. Hice el aprendizaje de carpintería y el maestro jamás me permitió tocar la sierra o el cepillo. Sufrí durante cuatro años y por fin me largué sin haber aprendido nada. Y sin que apenas me diera cuenta me llegó la edad de entrar en filas y servir al zar. Durante tres años comí el pan negro del soldado. En el cuartel uno se ve obligado a comer cerdo, ya que de lo contrario no tiene fuerzas para manejar las armas. No me quedaba otro remedio, tuve que hacerlo. Cuando me licenciaron me puse a trabajar en una carbonería y desde entonces he tenido el oficio de carbonero. Le traen a uno una carretada de carbón que debiera pesar cien arrobas, pero resulta que sólo pesa noventa arrobas. En el trayecto han desaparecido diez arrobas. Entonces si uno se queja o hace demasiadas preguntas le dan a uno de puñaladas. ¿Qué remedio le queda a uno? Pues echar agua al carbón para que se humedezca y pese más. Si no lo hiciera, ni comer podría. ¿Comprende lo que le quiero decir? —Sí, lo comprendo. —Entonces, ¿a qué pensar en tener un oficio? Usted probablemente se ha pasado la vida calentando los bancos de la Casa de Estudio, ¿no es eso? —Efectivamente, he estudiado. —Pues en este caso sólo sirve para maestro. Pero también para esto hay que tener condiciones. Aquí en esta manzana hay una escuela de Talmud y Torá en la que tenían un maestro que era muy flojo. Los chicos que allí estudian son una pandilla de golfos. Le jugaron tantas partidas serranas al maestro ese que al fin se largó. Y en cuanto hace referencia a la gente rica le diré que quieren maestros modernistas, con camisa y corbata, y que sepan el ruso. ¿Está usted casado? —No. —¿Divorciado? —Viudo. —¡Chóquela, hombre! Yo también. Mi esposa era una buena mujer. Algo sorda, cierto es, pero cumplía con sus deberes como una buena esposa. Me hacía la comida y me dio cinco hijos, pero tres de ellos murieron poco después de nacer. Tengo a un hijo en Yekaterinslav. Mi hija trabaja en una tienda de lencería. Vive en casa de sus patronos. Y no quiere guisar para su papá, no señor. Su patrono es rico. En fin, el caso es que me he quedado solo. ¿Cuánto tiempo hace que enviudó? —Unos años, pocos. —¿Y qué hace usted cuando necesita a una hembra? El rabino se ruborizó y luego palideció. Dijo: —¿Qué se puede hacer? —Con dinero, aquí, en Varsovia, todo se puede conseguir. Pero no en esta calle. Las de esta calle están todas enfermas. Si uno va con una de las chicas de esta calle, puede estar seguro de que la chica lleva la sangre envenenada y luego uno comienza a encontrarse mal y acaba podrido. Aquí, en la vecindad hay un hombre al que se le pudrió la nariz. Contrariamente, en las calles importantes las rameras que circulan por allí son examinadas por un médico todos los meses. A uno le cuestan un rublo o dos más que las de aquí, pero por lo menos uno tiene la seguridad de que están sanas. Los casamenteros me hacen propuestas constantemente, pero, con franqueza, no acabo de decidirme. Todas las mujeres no piensan más que en los rublos. Una vez, estaba sentado con una, aquí, en la taberna, y ella que va y me pregunta: «¿Cuánto dinero tienes?». Era vieja y fea como el mismísimo demonio. Le contesté que a ella no le importaba saber si yo había ahorrado algún dinero o no, y, caso de haber ahorrado, cuánto era el dinero ahorrado, ¿sabe? Si por unos rublos puedo disponer de una muchacha joven y bonita, ¿a qué voy a cargar yo con semejante bruja?, ¿comprende lo que le quiero decir? Ahí nos traen la cerveza. Oiga, ¿qué le pasa? Está usted pálido como un muerto.

8

 Habían pasado tres semanas y el rabino seguía vagabundeando sin rumbo por las calles de Varsovia. Dormía en casa del carbonero, quien le había llevado al teatro yiddish después de la comida sabatina, y también llevó al rabino a las carreras de Vilanov. Todos los días, excepto los sábados, el rabino visitaba la biblioteca de Bresler, en donde examinaba las estanterías y hojeaba algunos libros. Luego se sentaba a una mesa y leía. El rabino llegaba por la mañana y no se iba hasta la hora de cerrar la biblioteca. Al atardecer compraba en el mercado un par de panecillos, un pastel de carne o cualquier otra cosa, y comía sin la bendición prescrita por la ley. Leía libros en hebreo y en yiddish. E incluso intentó leer en alemán. En la biblioteca encontró el libro que le había llamado la atención en el escaparate de la librería, El nacimiento del Universo. El rabino se preguntó: «Sí, ¿cómo pudo el Universo ser creado sin un Creador?». Se cogió las barbas, parpadeó y se balanceó hacia delante y hacia atrás, como solía hacer en la Casa de Estudio. Musitó para sí: «Efectivamente, una niebla, pero ¿quién creó la niebla?, ¿y cómo surgió esta niebla?, ¿y cuándo comenzó la niebla?». La Tierra no era más que una porción desprendida del Sol, pero ¿quién formó el Sol? El hombre descendía del mono, pero ¿de dónde procedía el mono? Y como sea que el autor del libro no estuvo presente en los acontecimientos que relataba, ¿cómo podía estar tan seguro de sus afirmaciones? La ciencia lo explicaba todo al través de inmensas distancias en el tiempo y el espacio. La primera célula apareció millones de años atrás en el légamo formado en las orillas de los océanos. El Sol se extinguiría dentro de miles de millones de años. Millones de estrellas, planetas y cometas se mueven en un espacio sin principio ni fin, sin un plan ni un propósito. En el futuro todos los hombres serán iguales y se implantará el reinado de la Libertad, sin competencias, sin crisis, sin guerras, envidias ni odios. Pero, tal como dice el Talmud, cualquiera que esté dispuesto a mentir es capaz de adivinar lo que ocurre en los más remotos parajes. En un viejo ejemplar de la revista hebrea Haasif, el rabino leyó artículos acerca de Spinoza, Kant, Leibnitz y Schopenhauer. Esos hombres a Dios le llamaban sustancia, mónada, hipótesis, ciega voluntad, naturaleza. El rabino se cogió una crencha. ¿Quién es esa Naturaleza? ¿Cómo consiguió tanta habilidad y tanto poder? Tal Naturaleza se ocupaba de la más distante estrella, de una roca en el fondo del océano, de la más leve mota de polvo, del alimento en el estómago de una mosca. En él, en el rabino Nechemía de Bechev, la Naturaleza lo hacía todo a un tiempo. Le daba retortijones de estómago, le obturaba la nariz, le daba jaquecas y le pinchaba el cerebro igual que el mosquito que atormentó a Tito. El rabino blasfemaba contra Dios y al mismo tiempo le pedía perdón. En un instante el rabino ansiaba morir y en el instante siguiente temía a las enfermedades. A veces sentía la necesidad de orinar, iba al retrete y no podía orinar. Mientras leía el rabino veía manchas verdes y doradas bailando ante su vista y las líneas del texto se confundían, se separaban, se retorcían, se barajaban unas con otras. «¿Me estaré quedando ciego? ¿Significa esto que mi fin está próximo? ¿Estaré poseído por los demonios? No, Padre del Universo, no estoy dispuesto a confesar. Acepto todas las Gehenas. Si Tú eres capaz de guardar silencio durante toda la eternidad, yo sabré callarme hasta el momento de rendir el alma, por lo menos. No eres Tú el único luchador. Si soy hijo tuyo, es natural que también sepa luchar». Así hablaba el rabino al Todopoderoso. El rabino dejó de leer ordenadamente. Cogía un libro, lo abría por su parte media, su vista recorría unas cuantas líneas y devolvía el libro a la estantería. Cualquiera que fuera la página en que abría un libro, el rabino encontraba alguna mentira. Todos los libros tenían un rasgo en común. Rehuían lo esencial, se expresaban con vaguedad y daban nombres diferentes a una misma cosa. Los autores no sabían por qué la hierba crecía ni qué era la luz, ignoraban los mecanismos de la herencia biológica, el funcionamiento del estómago y del cerebro, la manera en que las naciones débiles se tornaban poderosas y la manera en que las poderosas quedaban aniquiladas. Y pese a que aquellos sabios escribían gruesos volúmenes referentes a las distantes galaxias, no habían descubierto todavía lo que pasaba a una milla de profundidad, bajo la superficie del globo. El rabino volvía páginas y páginas, y bostezaba. A veces apoyaba la cabeza en la mesa y dormitaba. «Desdichado de mí, hasta las fuerzas me faltan». Todas las noches el carbonero se esforzaba en convencer al rabino de que debía regresar a su pueblo. Le decía: —Caerá fulminado cualquier día y ni siquiera habrá quien sepa lo que hay que escribir en su lápida.
9

 A altas horas de la noche unos pasos que sonaban en el corredor despertaron a Hinde Shevach, quien se preguntó: «¿Quién andará por ahí tan tarde?». Desde que su hermano se había ido en la casa reinaba silencio de ruina. Hinde Shevach se levantó y se puso la bata y las zapatillas. Entreabrió la puerta de su dormitorio y vio luz en el cuarto de su hermano. Se acercó y vio al rabino. Llevaba la gabardina rasgada, la camisa desabrochada y el bonete arrugado. Tenía la expresión del rostro alterada y la espalda encorvada como la de un viejo. En el centro de la habitación Hinde Shevach vio una maleta. Hinde Shevach se retorció las manos: —¿Me engaña la vista o es verdad lo que veo? —No te engaña. —Dios santo, si supieras cuánto te hemos buscado en todas partes… Así los pensamientos que he tenido sean sembrados en eriales… Hasta los periódicos han hablado de ti. —Bueno, ¿y qué? —¿Dónde has estado? ¿Por qué te fuiste? ¿Por qué te ocultaste? El rabino no contestó. Quejosa, Hinde Shevach le preguntó: —¿Y por qué no me dijiste que te ibas? El rabino bajó la cabeza y tampoco contestó. —Pensamos que habías muerto, y que el Señor no lo permita. Mandé un telegrama a Simcha David, pero no contestó. Pensaba ya en pasar los siete días de luto por ti. ¡Válgame el cielo! Y la ciudad entera hervía en rumores. Se inventaron las más horribles historias. Incluso dieron cuenta de tu desaparición a la policía. Y vino un guardia a preguntarme tu filiación y señas. —Lo siento. Después de dudar un instante, Hinde Shevach preguntó: —¿Viste a Simcha David? —Sí. No. —¿Cómo le va? —Pse. Hinde Shevach tragó saliva: —Estás blanco como el yeso y vas vestido como un mendigo. Aquí se inventaron tales historias que me daba vergüenza salir de casa. Recibí qué sé yo cuántas cartas y telegramas. —En fin… Hinde Shevach alteró el tono de sus palabras: —No puedes contestarme así, sin decir nada, no puedes tratarme así. Habla de una vez. ¿Por qué lo hiciste? No eres un golfo cualquiera. Eres el rabino de Bechev. —Ya no soy rabino. —¡Señor, apiádate de nosotros! ¡Señor, sálvanos del reino de los infiernos! Espera un momento, no te acuestes que voy a traerte un vaso de leche. Hinde Shevach se fue. El rabino oyó sus pasos al bajar los peldaños. El rabino se cogió la barba y se balanceó hacia delante y hacia atrás. Una gran sombra se balanceaba también en techo y paredes. Poco después Hinde Shevach regresaba: —No hay leche. —Bueno. —No te dejaré hasta que me digas por qué te fuiste. —Quise saber lo que decían los herejes. —¿Y qué dicen? —No hay herejes. —¿Será posible? En un murmullo el rabino dijo: —La Humanidad entera adora ídolos. Se inventan dioses y les rinden culto. —¿También los judíos? —Todos. —Has perdido el juicio. Hinde Shevach se quedó allí, inmóvil y en silencio, durante unos instantes, fija la vista en el rabino, y luego se fue a su dormitorio. El rabino se tumbó vestido en la cama. Tuvo la sensación de que sus fuerzas le abandonaban, pero no progresivamente, sino muy de prisa, todas a la vez. Una luz desconocida relumbraba en su cerebro. Las manos y los pies se le habían entumecido. Su cabeza reposaba pesadamente en la almohada. Al cabo de un tiempo el rabino abrió un ojo. La vela se había ya consumido. Una luna anunciadora del alba, de contornos irregulares y con la luz amortiguada por la niebla, brillaba tras el vidrio de la ventana. Por oriente el cielo iba enrojeciendo. El rabino murmuró: —Algo hay allí. La guerra entre el rabino de Bechev y Dios había terminado. 

(Traducido del yiddish al inglés por el autor y Rosanna Gerber)

sábado, 4 de julio de 2020

La ventana, Olga Tocarczuk,





Desde la ventana veo un morus blanco, un árbol que me fascina y que fue una de las razones por las que vivo aquí. El morus es una planta generosa -alimenta a docenas de aves durante toda la primavera y el verano con sus frutos dulces y saludables-. Ahora, sin embargo, el morus no tiene hojas, así que veo un trozo de calle silenciosa por la que raramente pasa alguien caminando hacia el parque.
El tiempo en Wroclaw es casi de verano, el sol es deslumbrante, el cielo es azul y el aire es claro. Hoy, durante el paseo con mi perro, vi a dos urracas ahuyentando a un búho de su nido. El búho y yo nos miramos a los ojos desde una distancia de solo un metro.
Tengo la impresión de que los animales también están esperando a lo que va a pasar.
Para mi, ya desde hace largo tiempo, fue demasiado del mundo. Demasiado, demasiado rápido, demasiado ruidoso.
  
Así que no tengo “trauma de aislamiento” y no sufro por el hecho de no poder quedar y verme con la gente. No lamento que hayan cerrado los cines, no me importa si los centros comerciales no funcionan. Sólo me preocupo cuando pienso en todos los que perdieron sus trabajos.
Cuando me enteré de la cuarentena preventiva, sentí cierto alivio y sé que mucha gente se siente de la misma manera, aunque se avergüencen de ello. Mi introversión, largamente estrangulada y maltratada por los dictados de los extrovertidos hiperactivos, se agitó y salió del armario.
Miro por la ventana a mi vecino, un abogado muy ocupado, al cual hace poco tiempo solía ver salir por la mañana hacia los juzgados con su toga colgada al hombro. Ahora, con un chándal holgado lucha con una rama en el jardín, creo que se ocupó de poner el orden. Veo a una pareja de jóvenes paseando un perro viejo, que apenas camina desde el invierno pasado. El perro se tambalea sobre sus patas, y ellos pacientemente lo acompañan, caminando con él a un paso más lento. El camión está recogiendo la basura con mucho ruido.
La vida continúa, cómo no, pero a un ritmo completamente diferente. Limpié el armario y llevé los periódicos que había leído al contenedor de papel. Replanté las flores. Recogí la bicicleta del taller. Me encanta cocinar.
Vuelven obstinadamente las imágenes de mi infancia, cuando había mucho más tiempo y se podía “malgastar”, mirando por la ventana durante horas, observando las hormigas, tumbada bajo la mesa e imaginando que es un arca. O leyendo una enciclopedia.
¿No será que hemos vuelto a un ritmo de vida normal? ¿Que no es el virus lo que es anormal, sino lo contrario, que el mundo agitado antes del virus era anormal?
El virus nos recordó lo que estábamos reprimiendo con tanta pasión: que somos seres frágiles, construidos con la materia más fina. Que morimos, que somos mortales.
Que no estamos separados del mundo por nuestra «humanidad» y singularidad, sino que el mundo es una especie de gran red en la que estamos atrapados, conectados a otros seres con hilos invisibles de dependencias e influencias. Que dependemos unos de otros y que no importa de qué lejano país vengamos, el idioma que hablemos o el color de nuestra piel, nos enfermamos por igual, igual tenemos miedo e igual morimos.
Nos hizo darnos cuenta, de que no importa cuán débiles y vulnerables nos sintamos ante el peligro, a nuestro alrededor hay gente aún más débil y que necesita ayuda. Nos recordó lo delicados que son nuestros viejos padres y abuelos y lo mucho que merecen nuestro cuidado.
Nos mostró, que nuestra agitada movilidad amenaza al mundo. Y evocó la misma pregunta, que rara vez tuvimos el coraje de hacernos a nosotros mismos: ¿Qué buscamos realmente?
El miedo a la enfermedad nos hizo retroceder del camino trillado y nos recordó la existencia de los nidos de los que venimos y donde nos sentimos seguros. Y aunque hayamos sido no sé cuán grandes viajeros, en una situación como ésta, siempre seremos empujados a algún hogar.
Así, se nos revelaron las tristes verdades, que en el momento de peligro, vuelve el pensamiento en encerronas y excluyentes categorías de naciones y fronteras. En este difícil momento se reveló lo débil que es en la práctica la idea de la comunidad europea.
La Unión, prácticamente ha entregado el combate al luchador, pasando en tiempos de crisis, las decisiones a los estados nacionales. Considero que el cierre de las fronteras estatales es el mayor fracaso de esta época miserable – volvieron los viejos egoísmos y las categorías «míos» y «otros», es decir, algo con que hemos luchado durante los últimos años con la esperanza de que no volverá a formatear nuestras mentes.
El temor al virus evocó automáticamente las más simples creencias atávicas, de que algunos extraños son los culpables y siempre traen el peligro de algún lugar. En Europa el virus es «de alguna parte», no es nuestro, es alienígena. En Polonia, todos los que regresan del extranjero se han convertido en sospechosos.
La ola de cierre de fronteras, monstruosas colas en los puntos de control, para muchos jóvenes fue probablemente una sorpresa. El virus es un recordatorio: las fronteras existen y siguen ahí.
También temo, que el virus nos recordará rápidamente otra vieja verdad, lo desiguales que somos. Algunos de nosotros volarán en aviones privados a casa en una isla o en un retiro del bosque, mientras que otros se quedarán en las ciudades para operar las plantas de energía y los suministros de agua. Otros arriesgarán su salud trabajando en tiendas y hospitales. Algunos se forrarán con la epidemia, otros perderán los ahorros de vida.
La crisis que se avecina probablemente socavará los principios que nos parecían estables; muchos países no podrán superarla y ante la descomposición de ellos despertarán nuevos órdenes, como suele ocurrir después de las crisis.
Nos quedamos en casa, leemos libros y vemos series de televisión, pero en realidad nos preparamos para la gran batalla por una nueva realidad que ni siquiera podemos imaginar, entendiendo poco a poco que nada será igual que antes.
La situación de cuarentena forzosa y el encuartelamiento de la familia en el hogar puede hacer que nos demos cuenta de lo que no queríamos admitir en absoluto: que la familia nos cansa, que los lazos matrimoniales se están deshaciendo desde hace tiempo. Nuestros hijos saldrán de la cuarentena adictos a internet, y muchos de nosotros nos daremos cuenta del sinsentido y la asepsia de una situación en la que mecánicamente y con el poder de la inercia nos encontramos. ¿Y si aumenta el número de asesinatos, suicidios y enfermedades mentales?
Ante nuestros ojos, se está desintegrando como el humo el paradigma de la civilización que nos ha conformado en los últimos doscientos años: que somos dueños de la creación, que podemos hacerlo todo y que el mundo nos pertenece.
Se acercan nuevos tiempos.
 traducido al español por Michal Góral