domingo, 28 de octubre de 2018

Adolfo Bioy Casares (1914, 1999 Buenos Aires )


El humor en la literatura y en la vida 

 


La inteligencia, con la ayuda del tiempo, suele transformar la ira, el rencor o la congoja, en humorismo. Aunque hoy nadie se declare desprovisto del sentido del humor, los que miran con desagrado el humorismo no son pocos. En su fuero interno, buena parte de la sociedad tiene la convicción de que sobre ciertas cosas no se toleran bromas. A muchos, el humorista, sobre todo el satírico, les altera el estado de ánimo. “El mundo no es perfecto, pero prefiero que no me lo recuerden”, asegura esa gente, y envidia a los necios “porque a ellos les está permitida la felicidad”.
Desde luego hay humoristas que fomentan la irritación contra el humorismo. Son los de fuego graneado, de broma sobre broma. Las mujeres tienen poca paciencia con ellos; yo también.
En mi aprendizaje –qué digo, toda la vida es aprendizaje–, en mi juventud, arruiné algunos textos por la superposición de las bromas. Una amiga, docta en psicoanálisis, me previno: “El humorismo enfría. Interpone primero una distancia entre el autor y la situación y después entre la situación y el lector”. Tal vez alguna verdad haya en esto. Para peor, la intensidad es una de las más raras virtudes en literatura. No muy importante, pero rara.
Italo Svevo, minutos antes de morir, pidió un cigarrillo al yerno, que se lo negó. Svevo murmuró: “Sería el último”. No dijo esto patéticamente, sino como la continuación de una vieja broma; una invitación a reír como siempre de sus reiteradas resoluciones de abandonar el tabaco. Al referir al hecho, el poeta Umberto Saba observó que el humorismo es la más alta forma de la cortesía.
Yo acepté en el acto la explicación de Saba, pero cuando trataba de explicarla no me mostraba muy seguro. Después de un tiempo entendí. Un periodista amigo me había preguntado cuál era el sentido de mi obra. Acusé el golpe, como dicen los cronistas de boxeo, y alegué que tales aclaraciones no incumbían a un narrador; que si mis libros justificaban una respuesta, ya la darían los críticos, bien o mal. No habré quedado del todo satisfecho, porque esa noche, antes de dormirme, de nuevo pensé en la pregunta del periodista y me dije que un posible sentido para mis escritos sería el de comunicar al lector el encanto de las cosas que me inducen a querer la vida, a sentir mucha pereza y hasta pena de que pueda llegar la hora de abandonarla para siempre. Entonces recapacité que yo quizá no lograra comunicar ese encanto, porque el afán de lucidez con frecuencia me lleva a descubrir el lado absurdo de las cosas, y el afán de veracidad me impide callarlo. Mientras analizaba todo esto comprendí que el humorismo es cortés porque el señalar verdades recurre a la comicidad. Si muestra lo malo, mueve a risa, y cuando alguien recuerda la amarga verdad que dijimos, sonríe porque también recuerda cómo la echamos a la broma.
Un escritor, al que en cierta época traté asiduamente, era muy compañero de su madre. Cuando ésta murió quedó tristísimo y años después solía comentar cuánto extrañaba las conversaciones con ella. Sin embargo, en el momento en que la madre murió, ese hombre tuvo una visión cómica. Me refirió, en efecto, que a un lado y otro de la cama de su madre aparecieron, con trajes de etiqueta, su padre y el médico de la familia, que era un viejo amigo. Verlos ahí le conmovía, pero también le hacía gracia pensar en cómo se habrían ingeniado para echar mano de tan solemnes sacos negros y pantalones a rayas, y en la rapidez que tuvieron para vestirse. En ese instante, en que se abría para él un abismo de tristeza, no pudo menos que sonreír, porque esas dos personas tan queridas le recordaban a un tal Fregoli, un artista de variedades de los años veinte, famoso únicamente por su velocidad para cambiar de ropa. El escritor estaba preocupado por haber tenido esos pensamientos en aquella hora y me preguntó si el hecho no sugería que algo muy perverso había en él. Le contesté lo que pensaba: si uno se acostumbra a ver el lado cómico de las cosas, lo descubre en cualquier ocasión, aun en las más trágicas.
En tal sentido, si mis fuentes son veraces, Buster Keaton, el actor cómico, tuvo una muerte ejemplar. Alguien, junto a su cama de enfermo, observó: “Ya no vive”. “Para saberlo –respondió otro– hay que tocarle los pies. La gente muere con los pies fríos.” “Juana de Arco, no”, dijo Buster Keaton, y quedó muerto.

Desde las Cruzadas

Existe una rama del humorismo, proficuamente renovada año tras año, sobre la que no estoy informado como quisiera: la de los cuentos cómicos, las más veces políticos o pornográficos, de transmisión oral. Los hubo de Franz y Fritz, los hay de gallegos, de judíos, de argentinos... ¿El fenómeno ocurre en todos los países? ¿Desde cuándo? Si empezó en tiempos lejanos, ¿cómo eran, digamos, los cuentos de la época de las cruzadas? ¿Quiénes son los autores? (Algo sabemos: los autores no son vanidosos, no firman sus trabajos.) Como ejemplo del género recordaré el conocido cuento de la receta. Me dijeron que la versión uruguaya es así: “Mezcle bien, en porciones iguales, barro y bosta, y obtendrá un uruguayo; pero, atención: por poco que se exceda en la bosta, le sale un argentino”. En la Argentina circula el mismo cuento, pero referido a radicales y peronistas.
En una prestigiosa revista literaria leí la reflexión, apócrifa o auténtica, de una vieja señora que se había enterado de la teoría de Darwin. “¿Entonces descendemos del mono? Mi querida amiga, espero que no sea verdad, pero si es verdad espero que no se sepa.” Todavía más grata me parece la respuesta que, según refiere Baroja en sus Memorias, dio un andaluz cuando alguien le preguntó si era Gómez o Martínez: “Es igual. La cuestión es pasar el rato.”
Para concluir citaré palabras de un personaje de Jane Austen: “La gente comete locuras y estupideces para divertirnos y nosotros cometemos locuras y estupideces para divertir a la gente”. Un buen ejemplo de humorismo y una muy buena compasiva interpretación de la historia.

del libro " De las cosas maravillosas" de la editorial Temas al Margen