Mostrando entradas con la etiqueta Eugenio Mandrini. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Eugenio Mandrini. Mostrar todas las entradas

viernes, 2 de abril de 2021

Eugenio Mandrini (1936 , Buenos Aires )





Teoría del aullido


La luna se ha hecho la difunta para los hombres, pero está
viva y radiante para los perros. Desde su alzada distancia
los conmueve, los hechiza, les promete que en cada uno de
sus cráteres, escarbando apenas, una yacimiento de huesos
tibios y robustos los aguarda. El día que la invadan, es
decir, que sea poseída por los perros, estos ya no serán
más los mejores amigos del hombre. Defenderán el paraíso
alcanzado contra toda intrusión terrestre, formando huestes
de jaurías, veloces y libres como el polvo en el viento e
invencibles como este. Perderán el don humano, indecoroso
y servil de la melancolía, y no habrá perdón, sino condena
para los reminiscentes que persistan en aullar a una luz
en la noche. Y en especial recordarán las pedradas en la
pelambre, los terrores de la escarcha en los baldíos, el
estruendo del mar en las playas desoladas, el amor medroso
que idearon a cambio de un hueso sin alma roído bajo las
mesas sobre las cuales el festín humeante no tenía término;
recordarán el instinto castrado, los puntapiés, los gritos,
la cadena. Y después de recordarlo todo, se reunirán, porque
los perros -como los dioses imaginados- no olvidan la
desdicha; a ciertas horas irreprimibles de cada día, se
reunirán, apretujados como en una conjura, e irán descargando
la lluvia de sus orines dorados sobre la tierra, que desde
entonces tendrá para ellos la apariencia de un árbol. Por
eso la luna se ha hecho la difunta para los hombres, y se
deja aullar por los perros, mientras fríamente los espera.

del libro "Conejos en la nieve"



Ese pájaro

Mi amigo y yo, que algo sabemos de bosques y distancias, nunca nos ponemos de acuerdo sobre ese pájaro. Ese, ese mismo que ahora salta de la rama de un árbol y en vez de volar permanece inmóvil en el aire, como si fuera la escultura de un pájaro, que es. Él, mi amigo, dice que ese pájaro es un artista, y que solo los pájaros artistas se posan en el aire. Yo no. Yo le digo que es un simulador, y que cualquiera, aun los cuervos que solo saben ver la carroña, se darán cuenta que ese pájaro no está parado en el aire, sino sobre el hombro de un fantasma.

Pero nunca nos ponemos de acuerdo. Así es que después de una breve discusión, mi amigo se va volando hacia el norte, y yo volando hacia el sur.

 

 

Libertad

Escribimos sobre ella
Para no ser demolidos por el día (monótono
elefante)
ni por la noche (jauría en la memoria).
Para que en esta ciudad tan fría
Su nombre abrigue más que una barricada
de lana.
Para que los amantes incendiarios no cesen
de brillar como meteoros cuando se apaga
la noche.
Para que la oscuridad no presida
la mesa, el sueño, lo imposible, el mundo.
Escribimos sobre ella, en fin,
Para no volvernos radiactivos.
Otros poetas, que la ignoran, son felices
o triunfan.

 

Los misterios de la poesía

 

El poeta Ezra Kiesinsky, famoso por sus visiones que la realidad prontamente imitaba, hacía meses que no escribía una sola línea, ni una palabra o sílaba o letra. Se estaba allí, de pie frente a la ventana que daba al patio de su vieja casa, esperando una sorpresa: la caída de algún fragmento de otra dimensión, de una hoja de otoño vestida de escarcha, o de una gota del sudor del sol, en fin, algo, alguna de esas súbitas apariciones que, como solía sucederle, le abrieran la puerta de entrada al tembladeral del poema. Entonces vio al elefante, que lo miraba desde el patio. Era de un color gris violáceo y tan enorme su edificio de carne que pareció cubrir de sombra la ventana y aun la casa entera. Debía pesar, se dijo, más de tres toneladas.

Antes de que la sobrenatural imagen desapareciera tan súbitamente como había llegado, el poeta Ezra Kiesinsky se sentó, puso una hoja bajo su mano y, sin agitar la respiración, escribió un admirable poema sobre una insignificante hormiga.