Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió una vez que en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo.
Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió una vez que en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo.
Y digo con gran atención, la que mi difunto esposo me
había enseñado en cierta ocasión en la que, cansada de mirar, me quejé de que
me aburría viendo siempre las mismas caras: mujeres ancianas y marchitas que
permanecían sentadas allí durante horas en sus sillones, antes de que se
atrevieran a apostar una ficha; astutos profesionales y las cocottes de la mesa
de juego, toda esa sociedad cuestionable y avejentada que, ya sabe, es
significativamente menos pintoresca y romántica de lo que siempre se describe en
novelas miserables, como si fuera la fleur d’élégance y de la aristocracia de
Europa. Y que conste que hace veinte años el casino era infinitamente más
atractivo de lo que lo es hoy en día; en aquel entonces todavía rodaba el
dinero en efectivo, el dinero tangible y visible, en billetes crujientes, en
napoleones de oro, o en insolentes monedas de cinco francos, mientras hoy en el
pomposo sancta sanctorum del juego, recientemente construido según la última
moda, un público burgués de Viajes Cook pulveriza en vano aburridas fichas de
juego carentes de todo carácter. Pero ya entonces encontraba muy poca atracción
en esta monotonía de rostros indiferentes hasta que mi esposo, cuya pasión
privada era la quiromancia, la interpretación de las manos, me mostró una
forma muy especial de observar aquel entorno, de hecho mucho más interesante,
mucho más excitante y tenso que el desordenado y mero ir de mesa en mesa, a
saber: no mirar nunca a la cara, sino solo el cuadrado de la mesa y allí, a su
vez, solo observar las manos de la gente, ver su peculiar comportamiento. No sé
si usted ha tenido la oportunidad de observar con sus propios ojos esos tapetes
verdes, ese verde cuadrilátero en cuyo centro la bola va tropezando como un
borracho de número en número y, dentro de los campos delimitados por cuadrados,
caen girando, como si fuera una siembra, trozos de papel o redondas piezas de
plata y oro, que a continuación el rastrillo del croupier con un crujido
estridente como el de una guadaña o bien los recoge o bien los agavilla para el
ganador. Desde este posicionamiento de perspectiva, lo único que cambia son las
manos, las numerosas manos que, pálidas y siempre en movimiento, están
expectantes en torno a la mesa verde, asomando desde las cuevas cambiantes de una
manga, cada una de las cuales es un animal depredador al acecho, cada una
diferente en forma y color: algunas limpias y otras enjaezadas con anillos y
cadenas que tintinean; algunas peludas como de animales salvajes y otras
húmedas y torcidas como anguilas, pero todas vibrantes y presas de una inmensa
impaciencia. Siempre, de manera instintiva me venía a la mente la imagen de una
pista de carreras, en la que, al comienzo, los excitados caballos son dominados
a duras penas para que no salgan disparados antes de tiempo: de igual manera
tiemblan, se agitan y piafan esas manos. A través de esas manos, por la forma
cómo esperan, cómo agarran y flaquean se puede reconocer a cualquiera: al
codicioso por el agarrotamiento; al derrochador por la soltura; al calculador
por la calma; el desesperado por la muñeca temblorosa. Cientos de caracteres se
manifiestan de inmediato a través del gesto de cómo agarran el dinero, ya sea
que alguien se desmorone o se doble nerviosamente o que, agotado, con las
palmas cansadas, las pose mientras la ruleta está circulando. En el juego, el
hombre se manifiesta a sí mismo con una docena de palabras, lo sé, pero le digo
que sus propias manos le traicionan aún más claramente durante el juego. Debido
a que todos o casi todos los jugadores que están apostando pronto han aprendido
a domeñar sus rostros, por encima del cuello de su camisa usan la fría máscara
de la impasibilidad, fuerzan el gesto alrededor de la boca, y dominan su
excitación apretando los dientes, mientras con sus ojos niegan la evidente inquietud,
suavizan los músculos del rostro que se abren en una indiferencia artificial,
elegantemente estilizada. Pero, debido a que precisamente toda su atención se
concentra espasmódicamente en dominar su rostro como la parte más visible de su
ser, se olvidan de sus manos y no se dan cuenta de que hay personas que
adivinan a través de ellas todo lo que, arriba, sus labios, rizados por una
sonrisa, y sus miradas, aposta impasibles, quieren esconder. Pero sus manos
manifiestan de una manera descarada su más profunda intimidad. Porque
inevitablemente llega un momento en el que todos esos dedos, a duras penas
dominados, aparentemente dormidos, se arrancan de su noble indiferencia. En el
segundo ardiente en que la bola de la ruleta cae en la pequeña casilla y se
canta el número ganador, en ese preciso segundo cada una de esas cien o
quinientas manos hace de manera instintiva un movimiento personalísimo,
individual que responde a un instinto primigenio. Y si estás acostumbrado a
observar ese estadio en el que son las manos las que compiten, tal y como mi
esposo me enseñó esta especie de hobby, el estallido, siempre diferente e
inesperado, de temperamentos es más emocionante que el teatro o los conciertos.
No puedo enumerarle en absoluto cuántas variedades de manos hay: las hay de
bestias salvajes, con dedos peludos y torcidos que atrapan el dinero como una
araña; las hay nerviosas, temblorosas, con uñas pálidas que apenas se atreven a
tocarlo; las hay nobles y bajas, brutales y tímidas, astutas, y otras que
parecen vacilar, pero cada una actúa de manera diferente, pues cada uno de
estos pares de manos expresa una vida particular, a excepción de los cuatro o
cinco de los croupiers. Las de estos son máquinas perfectas que, en comparación
con las otras, vivas hasta el extremo, funcionan con una precisión objetiva y
profesional, y actúan con una total indiferencia como si se tratara de cajas
registradoras que se cierran con su sonido metálico. Pero incluso estas manos
sobrias impresionan tanto más profundamente gracias al contraste con sus
hermanas, que están apasionadamente avizor. Podría decirse que es como si
estuvieran con diferente uniforme, como agentes de policía en medio de una
enardecida revuelta popular que crece. A esto se añade el incentivo personal
que supone el que a los pocos días uno ha podido familiarizarse con las
múltiples costumbres y pasiones de las manos individuales. Después de unos días
ya había trabado conocimiento con algunas de ellas y, como si fueran personas,
las dividí en simpatizantes y hostiles; algunas me repugnaban tanto por su
picardía y codicia que siempre apartaba la mirada de ellas como si de una
indecencia se tratara. Pero cada nueva mano en la mesa era una experiencia y
una curiosidad para mí: a menudo me olvidaba de observar la cara, que, arriba,
sujeta al cuello, permanecía impasible como una fría máscara social puesta
encima de la camisa del smoking o una brillante pechera
—Todos los mártires cristianos fueron delincuentes para los paganos —señala Francisco.
—Eran paganos —replica el jesuita—: no podían conocer la verdad.
—Los protestantes son herejes y por lo tanto delincuentes para los católicos, de la misma forma que a la inversa. Todos los herejes que persigue la Inquisición creen en Cristo y juran por la cruz, sin embargo.
—La herejía nació para socavar a la Iglesia y la Iglesia fue creada por Nuestro Señor sobre la persona de Pedro. La inversa no tiene sentido.
—Así hablan los católicos. Pero las guerras de religión demuestran que este argumento no rige al otro lado de la frontera. ¿Por qué unos quieren imponerse a los otros? ¿No confían en la fuerza de la verdad? ¿Siempre deben recurrir a la fuerza del asesinato? ¿La luz necesita el apoyo de las tinieblas?
Hernández se pone de pie. No lo enoja la respuesta de Francisco, sino su propia incapacidad de mantener el diálogo en un carril que le permita meterse bajo su piel. Ocurre lo que pretendía evitar: un enfrentamiento. De esta forma reproduce las estériles controversias y estimula la obstinación del descarriado. Se sienta, bebe otro sorbo de agua, seca la boca con el dorso de la mano y dice que advierte en Francisco una naturaleza muy sensible.
Por lo tanto, desea que reflexionen juntos sobre el maravilloso sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo para salvar a la humanidad y la maravillosa eucaristía que lo renueva por todos los tiempos y espacios. Este sacrificio sin par ha eliminado definitivamente el sacrificio de seres humanos (que los indígenas de este continente venían practicando) y también el de animales (que se cumplía de acuerdo a la ley de Moisés). ¿Cómo un espíritu tan delicado no va a reconocer y apreciar este extraordinario avance?
Hernández le muestra con ansiedad creciente que así como una fruta está primero verde y después madura, o el día amanece con rayos tibios y después brinda la luz plena, así la revelación ha seguido dos etapas: el Antiguo Testamento anuncia y prepara al Nuevo como el alba al mediodía.
Francisco medita. También desea mantener la conversación en un clima cordial, pero es torpe como el jesuita. Responde que, en efecto, ha escuchado en otras oportunidades —también en sermones— marcar diferencias con los antiguos hebreos y con los salvajes. Cristo no admite más sacrificios humanos porque Él se sacrificó en el lugar de todos. Calla dos segundos y articula una parrafada brutalmente irónica.
—Pero si bien los cristianos no comen a un hombre como los caníbales —le clava la mirada—, lo desgarran con suplicios mientras está lleno de vida y en muchos casos lo asan lentamente en la hoguera; sus restos mortales son arrojados a los perros. Este horror se comete y repite en nombre de la piedad, la verdad y el amor divino, ¿no es cierto? Hay una gran diferencia con el salvaje —enfatiza—, porque éste mata primero a su víctima y recién después la come...
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Ambos hombres se miran en la tenue luz del pabilo: los ojos brillan. El sacerdote no ha sido explícito, pero insinúa evitar la ejecución. Le está ofreciendo la vida a cambio de modificar su creencia. En su fibra íntima, a este bondadoso calificador del Santo Oficio no le importa que él siga viviendo —piensa Francisco— sino que modifique su fe. Le ofrece la vida como un soborno. El silencio, la quietud y la tensa expectativa magnetizan el estrecho calabozo. Comienza a doler el frío húmedo. Hernández recoge una manta abollada a los pies del lecho y la extiende sobre la espalda de Francisco, luego se aprieta la capucha de su hábito en torno al cuello. Francisco se estremece con el gesto paternal; sólo puede retribuirle con su franqueza hiriente. Farfulla, en un tono de gratitud, un reproche:
—Es violencia moral exigir el cambio de fe. Un hombre es más alto que otro, más inteligente que otro, más sensible que otro, pero todos somos iguales en el derecho de pensar y creer. Si mis convicciones son un crimen contra Dios, sólo a Él corresponde juzgarlo. El Santo Oficio usurpa a Dios y comete atrocidades en su nombre. Para mantener su poder basado en el terror prefiere que yo finja un cambio de creencia —hace una larga pausa, después enarbola la flagrante contradicción—. El Evangelio dice «amarás a tu enemigo»... ¿Por qué no me aman? ¿Es más fácil amar a quienes se someten?
Andrés Hernández junta las manos.
—¡Por favor! —ruega—. ¡Apártese de su mal sueño! ¡Salga de la confusión! Cristo lo ama, retorne a sus brazos. Por favor...
—Cristo no es la Inquisición, sino lo opuesto. Yo estoy más cerca de Cristo que usted, padre.
A Hernández le saltan las lágrimas.
—¿Cómo va a estar cerca de Cristo si lo niega?
—Cristo humano conmueve: es la víctima, el cordero, el amor, la belleza. Cristo Dios en cambio, para mí, para quienes somos objeto de persecución e injusticia, es el emblema de un poder voraz que exige delatar hermanos, abandonar la familia, traicionar a los padres, quemar las propias ideas. Cristo humano pereció a manos de la misma máquina que pondrá fin a mis días. A esa máquina ustedes llaman Cristo Dios.
El jesuita se persigna, reza y pide que le sean perdonadas estas blasfemias. «No sabe lo que dice», parafrasea al Evangelio. Francisco también pide disculpas para formular otro pensamiento. Hernández endereza el torso y aleja el mentón, como si estuviese por recibir un puñetazo.
—¿No está relacionada mi condena a muerte —dice— con la poca confianza que ustedes depositan en su propia fe?
—Es absurdo... Por favor, por piedad, por el cielo... —implora el jesuita—. No se cierre a la luz, a la vida.
Francisco mantiene una calma sobrenatural y desmigaja sus ideas lentamente. Le repite que no combate a la Iglesia (ya dijo que ama al cristianismo porque ha desparramado la Sagrada Escritura y ha acercado millones de seres al Dios único). Combate por su libertad de conciencia. No tiene la culpa de que su libertad sea tomada como una impugnación.
Andrés Hernández se seca las mejillas y oprime el crucifijo con ambas manos.
—No quiero que lo lleven a la hoguera. Usted es mi hermano —exclama—. Le he escuchado decir de memoria las Bienaventuranzas con emoción cristiana. Su obstinación, aunque la atiza el diablo, implica coraje. Una persona como usted no debería morir.
Francisco levanta sus manos llagadas, calientes, y las apoya sobre las que oprimen el crucifijo.
—No soy yo —la ironía es triste— quien condena.
—Su testarudez lo condena.
—El Santo Oficio, padre, el Santo Oficio, y en nombre de la cruz, de la Iglesia y de Dios. En nombre de todos ellos. El Santo Oficio, ni siquiera para condenar a muerte, asume su responsabilidad. Pretende tener las manos limpias, hipócritamente, como Poncio Pilatos.
Hernández se arrodilla frente al reo, le oprime los hombros y lo sacude levemente.
—Se lo pido de rodillas. Me humillo para hacerlo despertar. ¿Qué más necesita para volver al redil?
Francisco cierra los párpados para frenar sus propias lágrimas. ¿Cómo hacerle entender que está más despierto que nunca? El sollozo se abre como un manantial avergonzado. Ambos han llegado al límite de sus fuerzas, pero sus pensamientos no logran confluir. Ambos sienten un desborde de cariño: admiran la respectiva perseverancia. Se despiden con un gesto que casi es un abrazo.
El resplandor del ventanuco se intensifica, testigo de un hecho inverosímil. Con los párpados enrojecidos, el jesuita Andrés Hernández informa al Tribunal sobre su fracaso y ruega misericordia por el reo. Mañozca insiste en que ese hombre ha perdido la razón, lo cual no modifica la sentencia: será quemado vivo en el próximo Auto de Fe.
Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día que llegó,
nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el
primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más
limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo,
o de planchar con mis propias manos el papel carbónico. El año pasado, sin ir
muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En cuanto a esa, me pareció
sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas ínfulas a la oficina.
Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si fuera una princesa.
Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios.
Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me
inmuté por eso, señor Juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de
un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a
poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un
tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con
ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. "González —me dijo el
Gerente— lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus
servicios". Veinte años, señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe
que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la
insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis
fuerzas. Fui yo quien le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella
tuvo la culpa. Arruinó mi carrera, la vida de un hombre honrado, señor. Me
perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata,
como quien dice.
Con un estruendo de campanas que hizo alzar el vuelo a las golondrinas, la Fiesta del Verano penetró en la deslumbrante ciudad de Omelas, cuyas torres dominan el mar. En el puerto, los gallardetes ponían notas multicolores en los aparejos de los buques. En las calles, entre las casas de tejados rojos y paredes encaladas, entre los tupidos jardines y en las avenidas flanqueadas de árboles, ante los enormes parques y los edificios públicos, avanzaban las procesiones. Algunas eran solemnes: ancianos vestidos con ropas grises y malvas, maestros artesanos de rostros graves, mujeres sonrientes pero dignas, llevando en brazos a sus chiquillos y charlando mientras avanzaban. En otras calles, el ritmo de la música era más rápido, un estruendo de tambores y de platillos; y la gente bailaba, toda la procesión no era más que un enorme baile. Los chiquillos saltaban por todos lados, y sus agudos gritos se elevaban como el vuelo de las golondrinas por encima de la música y de los cantos. Todas las procesiones avanzaban ascendiendo hacia la parte norte de la ciudad, hacia la gran pradera llamada Verdecampo, donde chicos y chicas, desnudos bajo el sol, con los pies, las piernas y los ágiles brazos cubiertos de barro, ejercitaban a sus caballos antes de la carrera. Los caballos no llevaban ningún arreo, excepto un cabestro sin freno. Sus crines estaban adornadas con lazos de color plateado, verde y oro. Dilataban sus ollares, piafaban y se pavoneaban; se mostraban muy excitados, ya que el caballo es el único animal que ha hecho suyas nuestras ceremonias. En la lejanía, al norte y al oeste, se elevaban las montañas, rodeando a medias Omelas con su inmenso abrazo. El aire matutino era tan puro que la nieve que coronaba aún las Dieciocho Montañas brillaba con un fuego blanco y oro bajo la luz del sol, ornada por el profundo azul del cielo. Había exactamente el viento preciso para hacer ondear y chasquear de tanto en tanto los gallardetes que limitaban el terreno donde iba a desarrollarse la carrera. En el silencio de los amplios prados verdes podía oírse cómo la música serpenteaba por las calles de la ciudad, primero lejana, luego más y más próxima, avanzando siempre, un agradable presente difundiéndose en el aire, que a veces reverberaba y se condensaba para estallar en un inmenso y alegre repicar de campanas.
¡Alegre! ¿Cómo es posible hablar de alegría? ¿Cómo describir a los ciudadanos de Omelas?
Entiendan, no eran gentes simples, aunque fueran felices. Pero las palabras que expresan la alegría ya no suenan muy a menudo. Todas las sonrisas se han vuelto algo arcaico. Una descripción tal tiende a afirmar mis presunciones. Una descripción tal tiende a hacer pensar en la próxima aparición del Rey, montado en un espléndido garañón y rodeado de sus nobles caballeros, o quizá en una litera de oro transportada por musculosos esclavos. Pero en Omelas no había rey. No se utilizaban las espadas, y tampoco había esclavos. No eran bárbaros. No conozco las reglas y las leyes de su sociedad, pero estoy segura que éstas eran poco numerosas. Y como vivían sin monarquía y sin esclavitud, tampoco tenían Bolsa de Valores, ni publicidad, ni policía secreta, ni bombas atómicas. Y sin embargo, repito que no eran gentes simples, tranquilos campesinos, nobles salvajes, benévolos utopistas. No eran menos complicados que nosotros. Lo malo es que nosotros poseemos la mala costumbre, animada por los pedantes y los sofistas, de considerar la felicidad como algo más bien estúpido. Sólo el dolor es intelectual, sólo el mal es interesante. Ésta es la traición del artista: su negativa a admitir la banalidad del mal y el terrible aburrimiento del dolor. Si no pueden ganarles, únanse a ellos. Si eso duele, vuelvan a comenzar. Pero aceptar la desesperación es condenar la alegría; adoptar la violencia es perder todo lo demás. Y casi lo hemos perdido todo; ya no podemos describir a un hombre feliz, ni celebrar la menor alegría. ¿Podría hablarles yo, en algunas palabras, de los habitantes de Omelas? No eran en absoluto niños ingenuos y felices…, aunque, de hecho, sus niños eran felices. Eran adultos maduros, inteligentes y apasionados, cuya vida no era en ningún sentido miserable. ¡Oh, milagro! Pero me gustaría poder ofrecer una mejor descripción. Me gustaría poder convencerles. Omelas resuena en mi boca como una ciudad de cuento de hadas; érase una vez, hace tanto tiempo, en un lejano país… Quizá sería mejor forzarles a imaginarla por ustedes mismos, aunque no estoy segura del resultado, ya que seguramente no podré satisfacerles a todos. Por ejemplo: ¿cuál era su tecnología? No había coches en sus calles ni helicópteros volando sobre la ciudad; y esto provenía del hecho que los habitantes de Omelas son gentes felices. La felicidad se funda en un justo discernimiento entre lo que es necesario, lo que no es ni necesario ni nocivo, y lo que es nocivo. Si se considera la segunda categoría —la de lo que no es ni necesario ni nocivo; la del confort, el lujo, la exuberancia, etcétera—, podían tener perfectamente calefacción central, ferrocarril subterráneo, lavadoras, y toda esa clase de maravillosos aparatos que aquí aún no hemos inventado: lámparas flotantes, otra fuente de energía distinta al petróleo, un remedio contra el resfriado. Quizá no tuvieran nada de todo eso: es algo que no tiene la menor importancia. Ustedes mismos. Yo me inclino a creer que los habitantes de las ciudades vecinas llegaron a Omelas, durante los días que precedieron a la Fiesta, en pequeños trenes rápidos y en tranvías de dos pisos, y que la estación de Omelas es el edificio más hermoso de la ciudad, aunque su arquitectura sea más sencilla que la del magnífico Mercado del Campo. Pero pese a esos trenes, me temo que Omelas no les parezca una ciudad agradable. Sonrisas, campanas, paradas, caballos…, ¡bah! Entonces, añádanle una orgía. Si les parece útil añadirle una orgía, no vacilen. Sin embargo, no nos dejemos arrastrar hasta instalar en ella templos de donde surgen magníficos sacerdotes y sacerdotisas enteramente desnudos, ya casi en éxtasis y dispuestos a copular con cualquiera, hombre o mujer, amante o extranjero, deseando la unión con la divinidad de la sangre, aunque ésta fuera mi primera idea. Pero, realmente, será mejor no tener templos en Omelas…, al menos no templos materiales. Religión sí, clero no. Esas hermosas personas desnudas pueden sin duda contentarse con pasear por la ciudad, ofreciéndose como soplos divinos al apetito de los hambrientos y al placer de la carne. Dejémosles unirse a las procesiones. Dejemos que los tambores resuenen por encima de las parejas copulando, dejemos los platillos proclamar la gloria del deseo, y que (y éste no es un extremo que haya que olvidar) los hijos nacidos de tales deliciosos rituales sean amados y educados por toda la comunidad. Una cosa que sé que no existe en Omelas es el crimen. ¿Pero podría ser de otro modo? Al principio pensaba que no existían las drogas, pero ésta es una actitud puritana. Para aquellos que lo desean, el insistente y difuso dulzor del drooz puede perfumar las calles de la ciudad, el drooz que primero aporta al cuerpo y a la mente una gran claridad y una increíble ligereza, y luego, tras algunas horas, una ensoñadora languidez, y finalmente maravillosas visiones del verdadero arcano y de los más grandes secretos del Universo, al tiempo que excita los placeres del sexo más allá de toda imaginación…, y no crea hábito. Para aquellos que tienen gustos más modestos, imagino que debe existir la cerveza. ¿Qué otra cosa puede hallarse en la radiante ciudad? El sentido de la victoria, por supuesto, la celebración del valor. Pero, puesto que no tenemos clérigos, no tengamos tampoco soldados. La alegría que nace de una victoria carnicera no es una alegría sana; no le convendría aquí; está llena de horror y no posee ningún interés. Un placer generoso e ilimitado, un triunfo magnánimo experimentado no contra algún enemigo exterior, sino en comunión con lo más justo y más hermoso que hay en la mente de todos los hombres, y con el esplendor del verano dominando el mundo: eso es lo que hincha el corazón de los habitantes de Omelas, y la victoria que celebran es la victoria de la vida. Realmente, creo que no hay muchos que sientan la necesidad de tomar drooz.
La mayor parte de las procesiones han alcanzado ya Campoverde. Un maravilloso aroma a comida escapa de las tiendas rojas y azules tras los tenderetes. Los rostros de los niños están llenos de dulce. Unas migajas de un sabroso pastel permanecen prisioneras en la barba gris de un hombre de rostro placentero. Los chicos y las chicas han montado en sus caballos y van agrupándose cerca de la línea de salida de la carrera. Una vieja mujer, menuda, gorda y sonriente, distribuye flores de una gran capa, y la gente se las mete entre sus brillantes cabellos. Un niño de nueve o diez años permanece sentado al borde de la multitud, solo, tocando una flauta de madera. Las gentes se detienen a escucharle, le sonríen, pero no le dicen nada, ya que él no deja de tocar y ni siquiera les ve, sus ojos oscuros están perdidos en la suave y ondulante magia de la melodía.
De pronto, se detiene y baja las manos que sostienen la flauta de madera.
Como si ese pequeño silencio personal fuera la señal, una trompeta deja oír su vibrante sonido desde la tienda que se halla junto a la línea de partida: imperiosa, melancólica, penetrante. Los caballos patalean y se agitan. Tranquilizadoramente, los jóvenes jinetes acarician el cuello de su montura y murmuran palabras halagadoras: «Tranquilo, tranquilo, vas a ganar, estoy seguro…». Comienzan a formar una hilera a lo largo de la línea de partida. La multitud que bordea el campo de carreras da la impresión de una pradera de hierba y flores agitada por el viento. La Fiesta del Verano acaba de comenzar.
¿Creen ustedes todo esto? ¿Aceptan la realidad de esta celebración, de esta ciudad, de esta alegría? ¿No? Entonces déjenme describirles algo más.
En el subsuelo de uno de los magníficos edificios públicos de Omelas, o quizá en los sótanos de una de esas espaciosas mansiones privadas, hay un cuarto. Su puerta está cerrada con llave, y no tiene ninguna ventana. Un poco de polvorienta luz se filtra en su interior por los intersticios de las planchas de otra ventana recubierta de telarañas en algún lugar al otro lado de la puerta. En un rincón del pequeño cuarto hay dos escobas hechas con ramas duras, llenas de mugre, de olor repugnante, colocadas cerca de un oxidado cubo. El suelo está sucio, es húmedo al tacto, como suelen serlo generalmente los suelos de los sótanos. El cuarto tiene tres pasos de largo por dos de ancho: apenas una alacena o un cuarto trastero abandonado. Hay un niño sentado en este lugar. Puede que sea un niño o una niña. Parece tener unos seis años, pero de hecho tiene casi diez. Es un retrasado mental. Quizá naciera deficiente, o tal vez su imbecilidad sea debida al miedo, a la mala nutrición y a la falta de cuidados. Se rasca la nariz y a veces se manosea los dedos de los pies o el sexo, y permanece sentado, acurrucado en el rincón opuesto al cubo y a las dos escobas. Tiene miedo de las escobas. Las encuentra horribles. Cierra los ojos, pero sabe que las escobas siguen estando allá; y la puerta está cerrada con llave; y nadie vendrá. La puerta permanece siempre cerrada, y nadie viene nunca, excepto algunas veces —el niño no tiene la menor noción del paso del tiempo—, algunas veces en que la puerta chirría horriblemente y se abre, y una persona, o varias personas, aparecen. Una de ellas entra a veces y golpea al niño para que se levante. Las demás no se le acercan nunca, pero miran al interior del cuarto con ojos de horror y de disgusto. La escudilla y la jarra son llenados apresuradamente, la puerta vuelve a cerrarse con llave, los ojos desaparecen. Las gentes que permanecen en la puerta no dicen nunca nada, pero el niño, que no siempre ha vivido en aquel cuarto y puede recordar la luz del sol y la voz de su madre, habla algunas veces. «Seré bueno —dice—. Por favor, déjenme salir. ¡Seré bueno!». Ellos no contestan nunca. Antes, por la noche, el niño gritaba pidiendo ayuda y lloraba mucho, pero ahora no hace más que gemir suavemente, «mhmm-haa, mhmm-haa», y habla menos cada vez. Está tan delgado que sus piernas son puros huesos y su vientre una enorme protuberancia; vive de medio bol de harina y manteca al día. Está desnudo. Sus muslos y sus posaderas no son más que una masa de infectas úlceras, y permanece constantemente sentado sobre sus propios excrementos.
Todos saben que está allá, todos los habitantes de Omelas. Algunos comprenden por qué, otros no, pero todos comprenden que su felicidad, la belleza de su ciudad, el afecto de sus relaciones, la salud de sus hijos, la sabiduría de sus sabios, el talento de sus artistas, incluso la abundancia de sus cosechas y la clemencia de su clima dependen completamente de la horrible miseria de aquel niño.
Generalmente esto les es explicado a los niños cuando tienen entre ocho y doce años, cuando se hallan en edad de comprender; y la mayor parte de los que van a ver al niño son jóvenes, aunque hay también adultos que acuden a menudo a verle, algunas veces de nuevo. No importa el modo cómo les haya sido explicado, esos jóvenes espectadores se muestran siempre impresionados y disgustados por lo que ven. Sienten el desaliento, al que siempre se habían creído superiores. Sienten la cólera, el ultraje, la impotencia, pese a todas las explicaciones. Les gustaría hacer algo por el niño. Pero no hay nada que puedan hacer. Si el niño fuera conducido a la luz del sol, fuera de aquel abominable lugar, si fuera lavado y alimentado y reconfortado, sería sin la menor duda una gran cosa; pero si se hiciera esto, toda la prosperidad, la belleza y la alegría de Omelas serían destruidas a la siguiente hora. Ésas son las condiciones. Cambiar toda la bondad y alegría de Omelas por esa simple y mínima mejora: rechazar la felicidad de miles de personas por la posibilidad de la felicidad de uno solo: sería dejar ingresar el crimen en la ciudad.
Las condiciones son estrictas y absolutas; ni siquiera hay que decirle una palabra amable al niño.
A menudo los jóvenes entran llorando en sus casas, o inundados de una contenida rabia, cuando han visto al niño y afrontado aquella terrible paradoja. Pueden irla asimilando durante semanas o incluso años. Pero con el tiempo empiezan a darse cuenta que, incluso si el niño fuera liberado, no obtendría gran cosa de su libertad: un pequeño y vago placer de calor y alimento, por supuesto, pero no mucho más. Es demasiado deficiente y estúpido como para conocer la menor alegría real. Ha vivido durante demasiado tiempo en el miedo para verse alguna vez liberado de él. Sus costumbres son demasiado salvajes para que pueda reaccionar ante un trato humano. De hecho, tras tanto tiempo, se sentiría indudablemente desgraciado sin paredes que le protegieran, sin tinieblas para sus ojos, sin excrementos sobre los que sentarse. Sus lágrimas ante tan cruel injusticia se secan cuando empiezan a percibir y a aceptar la terrible justicia de la realidad. Y sin embargo son sus lágrimas y su cólera, su tentativa de generosidad y el reconocimiento de su impotencia, lo que tal vez constituya la auténtica fuente del esplendor de sus vidas. Entre ellos no existe la felicidad insípida e irresponsable. Saben que ellos mismos, al igual que el niño, no son tampoco libres. Conocen la compasión. Es la existencia del niño, y su conocimiento de tal existencia, lo que hace posible la nobleza de su arquitectura, la fuerza de su música, la grandiosidad de su ciencia. Es a causa de este niño que son tan considerados con sus propios hijos. Saben que si aquel ser tan miserable no estuviera allá, lloriqueando en las tinieblas, el otro, el que toca la flauta, no podría interpretar aquella gozosa música mientras los jóvenes y magníficos jinetes se alinean para la carrera, bajo el sol de la primera mañana del verano.
¿Creen ahora en ellos? ¿No les parecen mucho más reales? Pero aún queda algo por decir, y esto es casi increíble.
A veces, uno o una de los adolescentes que acuden a ver al niño no regresa a su casa para llorar o rumiar su cólera; de hecho, no regresa nunca a su casa. Algunas veces también, un hombre o una mujer adulto permanece silencioso durante uno o dos días, y luego abandona su hogar. Esas gentes salen a la calle y avanzan, solitarios, a lo largo de ella. Siguen andando y abandonan la ciudad de Omelas. Todos ellos se van solos, chico o chica, hombre o mujer. Cae la noche; el viajero debe atravesar poblados, pasar entre casas de iluminadas ventanas, luego hundirse en las tinieblas de los campos. Solitario, cada uno de ellos va hacia el oeste o hacia el norte, hacia las montañas. Y siguen. Abandonan Omelas, se sumergen en la oscuridad, y no vuelven nunca. Para la mayor parte de nosotros, el lugar hacia el cual se dirigen es aún más increíble que la ciudad de la felicidad. Me es imposible describirlo. Quizá ni siquiera exista. Pero, sin embargo, todos los que se van de Omelas parecen saber muy bien hacia dónde van.
FIN
Traducción: Domingo Santos – Sebastián Castro
“Cuando el timbre de la puerta sonó, exactamente a las
cuatro en punto, Shaul, el agente de Investigación Criminal, y el inspector
jefe Ohayon estaban listos. Dina Silver se presentó con un vestido rojo, el
vestido con el que Michael la había visto la primera vez. Tenía el semblante
pálido, y un mechón de pelo, con brillos negro azulados le caía sobre los ojos.
Con un grácil ademán se lo apartó de la cara y preguntó sonriente si debía
tumbarse en el diván. El psicoanalista señaló el sillón. Dina Silver tomó
asiento y cruzó las piernas de lado, como una modelo de revista. Sus anchos
tobillos conferían un aire levemente grotesco a esa pose. Michael volvió a
reparar en las muñecas anchas, los dedos cortos, las uñas mordidas que,
paradójicamente, le daban a sus manos un extraño aspecto predatorio en aquel
momento. Al principio se produjo un silencio. La visitante rebulló en su
asiento y después abrió la boca para decir algo y la cerró sin haberlo dicho.
Desde su escondite, Michael sólo alcanzaba a ver la cara de Hildesheimer de
perfil; oyó que le preguntaba a Dina Silver cómo se sentía, a lo que ella
respondió: –Muy bien. Vuelvo a estar bastante bien –habló con voz queda y
suave, pronunciando todas las sílabas claramente. –Hace poco quería hablar
conmigo –dijo el anciano–. Creo que tenía algún 238 problema. Una vez más, Dina
Silver se retiró el pelo de la frente, cruzó las piernas y, al fin, dijo: –Sí.
En aquel momento lo tenía. Fue justo después de la muerte de la doctora Neidorf.
Pero no lo he llamado porque después me puse enferma. Pensaba ponerme en
contacto con usted al recuperarme, pero ahora ya no tengo tanta premura. Quería
usted verme. ¿Hay alguna novedad? –¿Alguna novedad? –repitió el anciano. –Pensé
que quizá había ocurrido algo y... –Dina Silver cambió de postura. Hildesheimer
esperó pacientemente. Su visitante no se atrevía a preguntarle directamente qué
quería y sólo su cuerpo delataba la tensión que sentía, sobre todo por la forma
de mover las piernas, que volvió a descruzar y a cruzar una vez más–. Pensé
–dijo con mayor firmeza– que era algo relacionado con mi presentación; que
habrían estado comentándola. Que quería exponerme alguna crítica. –¿Por qué
creía que la íbamos a criticar? ¿No quedó satisfecha con lo que escribió en la
presentación? Dina Silver esbozó una sonrisa, un rictus que a Michael ya le
resultaba familiar, y explicó: –No se trata de lo que yo piense o escriba.
Ustedes tienen sus propias exigencias, y en eso mi opinión no cuenta nada. La
mano del anciano se elevó en el aire y volvió a caer sobre el brazo del sillón
mientras decía: –No. Quería verla para comentar su encuentro con la doctora
Neidorf. –¿Qué encuentro? –preguntó Dina Silver, y apretó los puños. –En primer
lugar el encuentro que tuvieron antes de que se marchara al extranjero, en el
que se produjo la confrontación –dijo Hildesheimer como si estuviera
refiriéndose a un hecho evidente e incuestionable, conocido para los dos.
–¿Confrontación? –repitió Dina Silver como si no entendiera el significado de
la palabra. Hildesheimer no dijo nada –¿Le habló de nuestra confrontación?
–preguntó la psicoanalista, y sus manos resbalaron sobre el fino tejido de lana
de su vestido. Hildesheimer continuó sin decir nada. –¿Qué le contó? –preguntó
de nuevo, y el anciano persistió en su silencio. La pregunta se repitió dos
veces más, y entre ambas, Dina Silver trató de buscar una postura más cómoda y
las manos empezaron a temblarle. Alzó el tono de voz para replantear la
pregunta–: ¿Se refiere a nuestra cita previa al viaje? Me dijo que era algo que
quedaría entre nosotras, que no se lo iba a contar a nadie. Hildesheimer se
mantuvo callado. –Bueno, es verdad que me criticó, pero sobre un asunto
personal y muy 239 concreto, nada importante. Hildesheimer no se dirigió a ella
por su nombre ni una sola vez, según advirtió Michael. Sin cambiar de postura,
le espetó en tono gélido: –¿Qué es para usted un asunto personal? ¿Seducir a un
paciente? ¿Considera que eso es un asunto personal? Dina Silver se puso rígida
y su expresión se transformó; entornó los ojos y un gesto malicioso apareció en
su rostro mientras decía: –Profesor Hildesheimer, me parece que la doctora
Neidorf tenía un problema de contratransferencia. Estaba celosa de mí, creo yo.
Hildesheimer guardó silencio. –Creo –prosiguió Dina Silver al ver que no le iba
a responder– que entre nosotras había cierta rivalidad, competíamos por lograr
que usted nos prestara atención. Soy muy consciente del papel provocador que yo
desempeñaba..., lo comentábamos muchas veces..., la manipulaba para colocarla
en una situación emocional determinada. Le di a entender que entre usted y yo
había una relación especial, y creo que ése era el trasfondo de su necesidad de
castigarme, que afloraba con harta frecuencia durante las sesiones. Michael se
moría por ver la expresión de Hildesheimer, pero, por primera vez, el anciano
giró la cabeza hacia un lado para mirar por la ventana. Michael veía su cabeza
por detrás, tan calva como un huevo, y el cuello sobresaliendo por encima de su
chaqueta oscura. Al cabo de un rato, desviando la vista de la ventana y
volviéndose hacia Dina Silver para mirarla de frente, el anciano dijo: –Elisha
Naveh murió anoche. La expresión maliciosa se desvaneció en un segundo. Dina
Silver abrió mucho los ojos y los labios comenzaron a temblarle. Sin darle la
oportunidad de decir nada, Hildesheimer continuó: –Murió por culpa suya. Usted
podría haber evitado su muerte desempeñando su labor como es debido y
renunciando a las gratificaciones inmediatas –Dina Silver inclinó la cabeza y
rompió a llorar. Con un gesto mecánico, el anciano cogió de la repisa la caja
de pañuelos de papel y la colocó sobre la mesita antes de decir–: Usted sabía
que la doctora Neidorf estaba bien informada sobre el caso. La evidencia que
tenía ha pasado a mis manos. Junto con una copia de la conferencia. Allí consta
todo por escrito, el tercer párrafo se refiere exclusivamente a usted. –¡Pero
si ni siquiera me menciona! –pronunció la frase en un alarido. Después guardó
silencio y empalideció. Michael temió que se desmayara y que todo se echara a
perder. Pero Dina Silver recobró el color mientras el anciano decía: –No quiero
que me venga con evasivas. Aparte de la doctora Neidorf, la única persona que
vio la conferencia fue quien acudió a verla el sábado por la mañana antes de la
conferencia. La misma persona que la llamó temprano esa mañana y le 240 pidió
que la recibiera por un asunto de vida o muerte, un asunto inaplazable. Conozco
su estilo, no lo olvide. Y cuando la doctora Neidorf le dejó bien claro que no
había marcha atrás, que su transgresión era imperdonable, la mató de un tiro...
Sólo hay algo que no comprendo: ¿cómo no se le ocurrió, cuando la mató, cuando
le quitó la llave de su casa, que antes de abrirle la puerta del Instituto, la
doctora Neidorf me había llamado para decirme que estaba citada con usted?
¿Cómo no pensó en eso, después de haber pensado en todo lo demás: la pistola
que robó dos semanas antes de usarla, las notas que se apresuró a sustraer de
la casa aun antes de leer la conferencia? ¿Cómo no pensó en algo tan simple
como una llamada telefónica? –¿Lo llamó antes de verme? –dijo Dina Silver con
voz ahogada, y comenzó a ponerse de pie. Hildesheimer no cambió de postura. No
movió ni un músculo mientras ella le decía: –No tiene ninguna prueba, sólo lo
sabemos usted y yo. Tal vez tenga pruebas sobre lo de Elisha, no lo sé, pero
nadie sabe que me cité con la doctora Neidorf, nadie me vio. Dina Silver estaba
muy cerca del anciano, que se había quedado inmóvil en su asiento, cuando Michael
entró en la habitación y dijo: –Se equivoca, señora Silver. Tenemos pruebas, y
en abundancia. Entonces Dina Silver se lanzó sobre él, sobre Hildesheimer, y,
como si se movieran solas, sus manos se cerraron sobre la garganta del anciano.
Michael Ohayon hubo de emplearse a fondo para separar aquellos dedos de uñas
mordidas de su presa”
–Y ahora –dijo Shaul después de verificar la grabación
y de recoger el equipo– podemos ponernos a trabajar de verdad –tenía en las
manos el liviano abrigo azul de Dina Silver y anunció en tono satisfecho que
era de esa prenda de donde se había desprendido el hilo–. Creo –puntualizó, y,
ajeno al alboroto que lo rodeaba, pues sus compañeros estaban restableciendo el
orden en el dormitorio de los Hildesheimer, sacó de su maletín el sobre de
plástico donde estaba el hilo y lo colocó sobre el abrigo. Hildesheimer estaba
sentado en su sillón en la sala de consultas; la cabeza echada hacia atrás en
un gesto de indecible fatiga, el semblante ceniciento. Michael se sentó frente
a él, en ángulo de cuarenta y cinco grados, y encendió un cigarrillo. Sin saber
por qué, ya fuera por la amargura de su triunfo, o por la tristeza que lo
embargó al ver el rostro del anciano, o porque la fatiga le hizo perder en
parte el dominio de sí mismo, entre todas las preguntas posibles, la que escapó
de su boca fue: –Profesor Hildesheimer, ¿a qué se refería cuando dijo, a
propósito de Giora Biham, que los
argentinos son diferentes?
" En la casa no faltaba qué comer. Al día siguiente de la muerte de Aureliano Segundo, uno de los amigos que habían llevado la corona con la inscripción irreverente le ofreció pagarle a Fernanda un dinero que le había quedado debiendo a su esposo. A partir de entonces, un mandadero llevaba todos los miércoles un canasto con cosas de comer, que alcanzaban bien para una semana. Nadie supo nunca que aquellas vituallas las mandaba Petra Cotes, con la idea de que la caridad continuada era una forma de humillar a quien la había humillado. Sin embargo, el rencor se le disipó mucho más pronto de lo que ella misma esperaba, y entonces siguió mandando la comida por orgullo y finalmente por compasión. Varias veces, cuando le faltaron ánimos para vender billetitos y la gente perdió el interés por las rifas, se quedó ella sin comer para que comiera Fernanda, y no dejó de cumplir el compromiso mientras no vio pasar su entierro.
Así empieza
Antes de que mi mujer se hiciera vegetariana, nunca pensé
que fuera una persona especial. Para ser franco, ni siquiera me atrajo cuando
la vi por primera vez. No era ni muy alta ni muy baja, llevaba una melena ni
larga ni corta, tenía la piel seca y amarillenta, sus ojos eran pequeños, los
pómulos algo prominentes, y vestía ropas sin color como si tuviera miedo de
verse demasiado personal. Calzada con unos zapatos negros muy sencillos, se
acercó a la mesa en la que yo estaba sentado con pasos que no eran ni rápidos ni
lentos, ni enérgicos ni débiles. Si me casé con ella fue porque, así como no
parecía tener ningún atractivo especial, tampoco parecía tener ningún defecto
en particular. Su manera de ser, sobria y sin ninguna traza de frescura,
ingenio o elegancia, me hacía sentir a mis anchas. No hacía falta que me
mostrara culto para atraer su atención ni tenía que andarme con prisas para
llegar a tiempo a nuestras citas. Tampoco había razón para que me sintiera
menos cuando me comparaba a solas con los modelos que aparecían en los
catálogos de moda masculina. Ni mi barriga, que había comenzado a abultar a
partir de los veintitantos, ni mis delgados brazos y piernas, que no ganaban
músculo a pesar de los esfuerzos que hacía —ni siquiera mi pequeño pene, que
era la causa de un secreto complejo de inferioridad—, me preocupaban lo más
mínimo cuando estaba con ella. Nunca he pretendido más de lo que creo merecer.
Cuando era pequeño me las di de bravucón en las calles poniéndome al frente de
una banda de chiquillos que eran menores que yo. Cuando me hice mayor, solicité
ingresar en la universidad que me concedía la beca más jugosa y luego me di por
satisfecho entrando en una pequeña compañía que, además de apreciar mi escasa
capacidad, me entregaba todos los meses un sueldo modesto. Así pues, fue
natural que eligiera casarme con ella, que tenía el aspecto de ser la mujer más
corriente del mundo. De hecho, jamás he podido sentirme cómodo con las mujeres
bonitas, inteligentes, sensuales o provenientes de familias adineradas.
No hace mucho que convirtieron la casa vienesa de Freud en un museo, pero son pocas las visitas que recibe. Incluso es difícil saber que está ahí: los grandes hoteles no la mencionan en los tablones de anuncios, nadie la considera parte del circuito turístico. Si alguien quiere encontrarla, el único sitio donde preguntar es en la comisaría de policía.
No he estado allí en persona (jamás piso ningún territorio que lamiera la bota de los nazis), pero a menudo he soñado con las fotografías de las reducidas dependencias donde Sigmund Freud redactaba sus tratados, citaba a sus pacientes y guardaba, en una vitrina, su colección de estatuillas antiguas y animales de piedra. Hay una imagen de Freud sentado delante de su escritorio, mirando un manuscrito a través de unos lentes perfectamente redondos con montura negra; a su espalda está la vitrina reluciente sobre la que se ve un camello de buen tamaño, tallado en madera o piedra, y una magnífica urna griega a uno de los lados. Hay una pared de libros, un jarrón con flores de sauce blanco y, en cada estante y superficie útil, cálices, copas, bestezuelas y cientos de esas extrañas deidades.
Supongo que los restos egipcios ya no se conservan en el museo, a menos que por alguna razón los hayan llevado de nuevo para ocupar el vacío de las habitaciones del refugiado.
En otra de esas famosas fotografías se da una curiosa yuxtaposición. La imagen está dividida exactamente en dos por el pie de una lámpara. A la izquierda aparece la multitud de deidades de piedra; a la derecha, el diván en el que se tumbaban los pacientes de Freud durante las sesiones de psicoanálisis. En la pared detrás del diván hay una alfombra persa colgada a modo de tapiz; el diván propiamente dicho aparece cubierto con poco arte por otra tosca alfombra que oculta el cabezal, sobre el que hay un cojín mullido de terciopelo calado como una boina hundida. El centro de la fotografía lo ocupa el sillón bajo de terciopelo donde se sentaba Freud. Los brazos del sillón parecen gastados, la pequeña estancia da la sensación de estar abarrotada por el exceso de objetos, la abundancia de marcos que cuelgan en torpe desorden a lo largo y ancho de la pared detrás del sillón y del diván. En uno de los marcos, protegidas por el cristal, relucen las ijadas de un galgo. Todo este desorden, por supuesto, se corresponde con la idea que nos hemos hecho del abigarramiento victoriano, y uno compadece a la doncella que entraba tímidamente en el gabinete empuñando un peligroso plumero. Aun así, si se mira por segunda vez, no hay tal desorden. Todo en la estancia es necesario, desde el diván a los dioses. Incluso el perro escuálido que corre y aúlla en la pared.
Sobre todo los dioses. ¡Los dioses, ah, los dioses!
No es la yuxtaposición que suponen. Lo que están pensando es: estos objetos de piedra primitivos, alineados como pequeños y decididos soldados de infantería en mesas y estantes (porque, ¿no es asombroso el modo en que muchos de ellos tienen un pie adelantado, igual que los hombres que marcharon después en Viena, o es simplemente que el escultor requiere esa postura en aras del equilibrio, pues de otro modo su dios se haría añicos?), estos objetos de piedra, pues, representan la veta primitiva y profunda de la mente que buscaba Freud. La mujer o el hombre del diván eran una empresa arqueológica, que capa tras capa había que excavar y cribar, con la misma delicadeza que ponen los arqueólogos con su fino pincel, igual que la doncella que entra todas las mañanas a pasar el plumero por el borde de cada una de las cabezas de piedra con el temor delicado de un escultor a despojar la materia misma que el dios-espíritu le ha confiado.
(La palabra alemana para “materia” es excelente, y arroja luz sobre el uso que se le da en inglés: der Stoff. Como en: “la materia del universo”. Lo asombroso del término estriba en su cosicidad. Las solemnes deidades del consultorio de Freud son materia, estofa, pedazos de roca; escombros.)
No, la yuxtaposición en la que estoy pensando no es la mera tangencia de lo primitivo con lo primitivo. Es otra cosa. La proliferación de dioses, en hordas y bandadas, las alfombras con sus rombos y sus motivos florales, las borlas que cuelgan lánguidamente, el mantón con recargados dibujos y flecos aún más largos que cubre la mesa, sobre el que un puñado de dioses desfilan ciegamente, los marcos de madera oscura barnizada, los jarrones curvos o de líneas rectas, los cálices de libación secos, los pesados tomos recios como las pirámides… Es la estancia de un rey.
El aliento de esta habitación reverbera con los sueños de un rey que ansía convertirse en un dios absoluto como la piedra. Los sueños que se elevan del diván y el sillón se mezclan y se entrelazan en el aire: la paciente cuenta que ha soñado con un gato, el cual simboliza la severidad de una madre y, tras este sueño, al doctor lo acecha su propio sueño. Los dioses que caminan por el mantón de largos flecos que cubre la mesa han elegido a su rey.
Respetado lector: si da la impresión de que estoy diciendo que Sigmund Freud deseaba ser un dios, no me malinterprete. No soy poeta, y desprecio las metáforas. Soy una persona de mentalidad literal. No tengo paciencia con las figuras retóricas. La música es un territorio que me ha sido vedado, y del arte no he visto gran cosa. He padecido las crueles vicisitudes del refugiado y me he ganado la vida comerciando con telas. Estoy familiarizado con las texturas: puedo distinguir con los ojos cerrados el rayón de la seda, la lana virgen de la sintética, el nailon puro del que lleva mezcla con algodón, el raso basto del fino. Me inclino por completo hacia lo tangible y lo palpable. Conozco la diferencia entre lo que está y lo que no está; entre lo vacío y lo lleno. No tengo nada que ver con la fantasía.
Afirmo que Sigmund Freud deseaba ser un dios.
Unos pocos hombres a lo largo de la historia lo han deseado y, de no ser por su naturaleza mortal, lo habrían conseguido. Algunos por medio de la tiranía: los faraones, indiscutiblemente, y también aquel Luis que fue rey Sol de Francia. Algunos gracias a las grandes victorias: Napoleón y Aníbal. Algunos en el ajedrez: esos maestros campeones del mundo que asesinan en efigie a las poderosas reinas de su imaginación. Algunos mediante la escritura de novelas: aquel conquistador, Tolstói, que se valió solo de sí mismo, disfrazado y con el pelo teñido, oculto bajo otros nombres, y también de sus tías y sus hermanos y de su pobre esposa, Sonia (pragmática y sensata como yo). Algunos gracias a la medicina y la odontología, prodigios de las prótesis y los trasplantes.
Hay quienes, en cambio, al intrigar para convertirse en dioses utilizan recursos de muy distinta especie. Para los reyes, los generales, los maestros del ajedrez, los cirujanos, incluso para quienes dan rienda suelta a inmensas obras de la imaginación, los recursos son en última instancia su cordura, su sobriedad, su probidad burguesa. (¿Burguesa? ¿También los sagrados monarcas? Sí; para vivir decentemente en el Egipto de las antiguas dinastías, disponer de alimentos que no se pudrieran con facilidad, de alcantarillas limpias y lechos confortables, era necesario tener mil esclavos.) El concepto del genio loco es un tópico falso y estúpido. La ambición rastrea el filón de la lógica y la posibilidad. El genio no reclama lo grotesco, sino la verosimilitud: lo que se asemeja a la vida, lo contrario a la magia. Quien aspire a convertirse en un dios terrenal debe seguir el ejemplo de la tierra.
Unos pocos no lo hacen. O al menos dos de ellos no lo han hecho. El inventor del sabbat —llamémosle Moisés, si quieren— declaró nulo el ciclo de la tierra. ¿Qué saben las aves, los gusanos de los que se alimentan, el maíz de los campos, los hombres y los animales que duermen y se despiertan hambrientos, qué saben ellos del sabbat, ese mandato arbitrario para interrumpir el ritmo cotidiano, de apartarse conscientemente de la progresión natural de los días? Únicamente Dios, por estar al margen de la naturaleza, puede ordenar que la naturaleza se detenga, puede obrar milagros, puede desbaratar la lógica.
Después de Moisés, Freud. No son iguales. Lo que el sabbat y sus emanaciones procuraban reprimir, Freud se propuso revelarlo; todo lo bárbaro y lo atroz, lo velado y lo terrorífico: las uñas y las fauces mismas. Lo que la cristiandad turbulenta y medio salvaje de la edad de las tinieblas llamaba infierno, Freud lo denominó id, y lo describió asimismo como un “caldero”. Y al igual que el cura de pueblo con dotes para sembrar el temor poblaba el infierno con tal o cual demonio, Belcebú, Eblis, Apolión, Mefisto, esos ayudantes o dobles de Satán con nombres curiosos, Freud pobló el inconsciente con la maldición del id, el ego y el superego, poderosos fantasmas en danza que campan a su antojo por nuestras anatomías mientras fingimos que no están ahí. Y esto también atenta contra el ritmo diario de las cosas. La naturaleza no se detiene a preguntarse si ella misma es sospechosa del subterfugio cotidiano. Al inventar esa interrupción, Freud impuso sobre nuestra coherencia superficial un sabbat del alma.
Y eso es dar vueltas en círculo sobre lo evidente: que Freud se sentía atraído por lo que se apartaba de la “cordura”. La atracción de lo irracional plantea en sí misma una cuestión profunda: ¿en qué medida es investigación y en qué medida es búsqueda? ¿Es el científico, el médico inteligente, el filósofo escéptico atraído por lo irracional, un ser racional? ¿Cómo explicar la atracción? Pienso en aquel majestuoso erudito de Jerusalén sentado en el estudio de la universidad, elaborando, con distancia y objetividad libresca, un volumen tras otro sobre la historia del misticismo judío…, ¿hay en ello un “interés científico” objetivo, o todo interés es solo un engaño? Y a propósito de Freud: ¿no será el estudioso de los sueños —esa gruta subterránea anegada y llena de penumbras, horadada con la furia de la angustia y el deseo—, no será el estudioso de los sueños un cautivo perdidamente enamorado de ellos? ¿Y no será el caldero oculto una trampa y una tentación para su inventor? ¿No acabará el doctor del subconsciente devorado por su propia creación, como le ocurrió a aquel rabino de Praga que construyó un gólem?
O por decirlo en términos aún más terribles: tal vez la presa está en todo momento dentro del perseguidor.
Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.
Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros.
Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas.
Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzando, me aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía.
Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre. Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la conozco podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la turbadora proclama: «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» Pero yo me quedé con los pies clavados en el suelo, cerrando los oídos a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de escándalo.
Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.
—¿Por qué no me cambiaste por otra? —me dijo al fin, llevándose los platos.
No puede contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra.
Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas.
Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos. Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.
Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de eunuco en aquel edén placentero.
Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente conyugales.
Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo no tuviera una mujer como las otras. Se puso a pensar desde el primer momento que su humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Yo agoté en vano nuestras pequeñas economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos.
—¡No me tengas lástima!
Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su respuesta entre lágrimas:
—¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!
Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que parecía un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader.
Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos… El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.
El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso el grito en el cielo.
Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que había recibido una mujer falsificada.
El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia.
Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla.
Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, esa que él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico.
Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos ponían al decirlo una cara de condenados.
Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se va llenando de reflejos. Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo.
La mañana del 27 de junio amaneció clara y soleada con el calor lozano de un día de pleno estío; las plantas mostraban profusión de flores y la hierba tenía un verdor intenso. La gente del pueblo empezó a congregarse en la plaza, entre la oficina de correos y el banco, alrededor de las diez; en algunos pueblos había tanta gente que la lotería duraba dos días y tenía que iniciarse el día 26, pero en aquel pueblecito, donde apenas había trescientas personas, todo el asunto ocupaba apenas un par de horas, de modo que podía iniciarse a las diez de la mañana y dar tiempo todavía a que los vecinos volvieran a sus casas a comer.
Los niños fueron los primeros en acercarse, por supuesto. La escuela acababa de cerrar para las vacaciones de verano y la sensación de libertad producía inquietud en la mayoría de los pequeños; tendían a formar grupos pacíficos durante un rato antes de romper a jugar con su habitual bullicio, y sus conversaciones seguían girando en torno a la clase y los profesores, los libros y las reprimendas. Bobby Martin ya se había llenado los bolsillos de piedras y los demás chicos no tardaron en seguir su ejemplo, seleccionando las piedras más lisas y redondeadas; Bobby, Harry Jones y Dickie Delacroix acumularon finalmente un gran montón de piedras en un rincón de la plaza y lo protegieron de las incursiones de los otros chicos. Las niñas se quedaron aparte, charlando entre ellas y volviendo la cabeza hacia los chicos, mientras los niños más pequeños jugaban con la tierra o se agarraban de la mano de sus hermanos o hermanas mayores.
Pronto empezaron a reunirse los hombres, que se dedicaron a hablar de sembrados y lluvias, de tractores e impuestos, mientras vigilaban a sus hijos. Formaron un grupo, lejos del montón de piedras de la esquina, y se contaron chistes sin alzar la voz, provocando sonrisas más que carcajadas. Las mujeres, con descoloridos vestidos de andar por casa y suéteres finos, llegaron poco después de sus hombres. Se saludaron entre ellas e intercambiaron apresurados chismes mientras acudían a reunirse con sus maridos. Pronto, las mujeres, ya al lado de sus maridos, empezaron a llamar a sus hijos y los pequeños acudieron a regañadientes, después de la cuarta o la quinta llamada. Bobby Martin esquivó, agachándose, la mano de su madre cuando pretendía agarrarlo y volvió corriendo, entre risas, hasta el montón de piedras. Su padre lo llamó entonces con voz severa y Bobby regresó enseguida, ocupando su lugar entre su padre y su hermano mayor. La lotería -igual que los bailes en la plaza, el club juvenil y el programa de la fiesta de Halloween- era dirigida por el señor Summers, que tenía tiempo y energía para dedicarse a las actividades cívicas.
El señor Summers era un hombre jovial, de cara redonda, que llevaba el negocio del carbón, y la gente se compadecía de él porque no había tenido hijos y su mujer era una gruñona. Cuando llegó a la plaza portando la caja negra de madera, se levantó un murmullo entre los vecinos y el señor Summers dijo: «Hoy llego un poco tarde, amigos». El administrador de correos, el señor Graves, venía tras él cargando con un taburete de tres patas, que colocó en el centro de la plaza y sobre el cual instaló la caja negra el señor Summers. Los vecinos se mantuvieron a distancia, dejando un espacio entre ellos y el taburete, y cuando el señor Summers preguntó: «¿Alguno de ustedes quiere echarme una mano?», se produjo un instante de vacilación hasta que dos de los hombres, el señor Martin y su hijo mayor, Baxter, se acercaron para sostener la caja sobre el taburete mientras él revolvía los papeles del interior.
Los objetos originales para el juego de la lotería se habían perdido hacía mucho tiempo y la caja negra que descansaba ahora sobre el taburete llevaba utilizándose desde antes incluso de que naciera el viejo Warner, el hombre de más edad del pueblo. El señor Summers hablaba con frecuencia a sus vecinos de hacer una caja nueva, pero a nadie le gustaba modificar la tradición que representaba aquella caja negra. Corría la historia de que la caja actual se había realizado con algunas piezas de la caja que la había precedido, la que habían construido las primeras familias cuando se instalaron allí y fundaron el pueblo. Cada año, después de la lotería, el señor Summers empezaba a hablar otra vez de hacer una caja nueva, pero cada año el asunto acababa difuminándose sin que se hiciera nada al respecto. La caja negra estaba cada vez más gastada y ya ni siquiera era completamente negra, sino que le había saltado una gran astilla en uno de los lados, dejando a la vista el color original de la madera, y en algunas partes estaba descolorida o manchada. El señor Martin y su hijo mayor, Baxter, sujetaron con fuerza la caja sobre el taburete hasta que el señor Summers hubo revuelto a conciencia los papeles con sus manos. Dado que la mayor parte del ritual se había eliminado u olvidado, el señor Summers había conseguido que se sustituyeran por hojas de papel las fichas de madera que se habían utilizado durante generaciones.
Según había argumentado el señor Summers, las fichas de madera fueron muy útiles cuando el pueblo era pequeño, pero ahora que la población había superado los tres centenares de vecinos y parecía en trance de seguir creciendo, era necesario utilizar algo que cupiera mejor en la caja negra. La noche antes de la lotería, el señor Summers y el señor Graves preparaban las hojas de papel y las introducían en la caja, que trasladaban entonces a la caja fuerte de la compañía de carbones del señor Summers para guardarla hasta el momento de llevarla a la plaza, la mañana siguiente. El resto del año, la caja se guardaba a veces en un sitio, a veces en otro; un año había permanecido en el granero del señor Graves y otro año había estado en un rincón de la oficina de correos y, a veces, se guardaba en un estante de la tienda de los Martin y se dejaba allí el resto del año.
Había que atender muchos detalles antes de que el señor Summers declarara abierta la lotería. Por ejemplo, había que confeccionar las listas de cabezas de familia, de cabezas de las casas que constituían cada familia, y de los miembros de cada casa. También debía tomarse el oportuno juramento al señor Summers como encargado de dirigir el sorteo, por parte del administrador de correos. Algunos vecinos recordaban que, en otro tiempo, el director del sorteo hacía una especie de exposición, una salmodia rutinaria y discordante que se venía recitando año tras año, como mandaban los cánones. Había quien creía que el director del sorteo debía limitarse a permanecer en el estrado mientras la recitaba o cantaba, mientras otros opinaban que tenía que mezclarse entre la gente, pero hacía muchos años que esa parte de la ceremonia se había eliminado. También se decía que había existido una salutación ritual que el director del sorteo debía utilizar para dirigirse a cada una de las personas que se acercaban para extraer la papeleta de la caja, pero también esto se había modificado con el tiempo y ahora solo se consideraba necesario que el director dirigiera algunas palabras a cada participante cuando acudía a probar su suerte. El señor Summers tenía mucho talento para todo ello; luciendo su camisa blanca impoluta y sus pantalones tejanos, con una mano apoyada tranquilamente sobre la caja negra, tenía un aire de gran dignidad e importancia mientras conversaba interminablemente con el señor Graves y los Martin.
En el preciso instante en que el señor Summers terminaba de hablar y se volvía hacia los vecinos congregados, la señora Hutchinson apareció a toda prisa por el camino que conducía a la plaza, con un suéter sobre los hombros, y se añadió al grupo que ocupaba las últimas filas de asistentes.
-Me había olvidado por completo de qué día era -le comentó a la señora Delacroix cuando llegó a su lado, y las dos mujeres se echaron a reír por lo bajo-. Pensaba que mi marido estaba en la parte de atrás de la casa, apilando leña -prosiguió la señora Hutchinson-, y entonces miré por la ventana y vi que los niños habían desaparecido de la vista; entonces recordé que estábamos a veintisiete y vine corriendo.
Se secó las manos en el delantal y la señora Delacroix respondió:
-De todos modos, has llegado a tiempo. Todavía están con los preparativos.
La señora Hutchinson estiró el cuello para observar a la multitud y localizó a su marido y a sus hijos casi en las primeras filas. Se despidió de la señora Delacroix con unas palmaditas en el brazo y empezó a abrirse paso entre la multitud. La gente se apartó con aire festivo para dejarla avanzar; dos o tres de los presentes murmuraron, en voz lo bastante alta como para que les oyera todo el mundo: «Ahí viene tu mujer, Hutchinson», y, «Finalmente se ha presentado, Bill». La señora Hutchinson llegó hasta su marido y el señor Summers, que había estado esperando a que lo hiciera, comentó en tono jovial:
-Pensaba que íbamos a tener que empezar sin ti, Tessie.
-No querrías que dejara los platos sin lavar en el fregadero, ¿verdad, Joe? -respondió la señora Hutchinson con una sonrisa, provocando una ligera carcajada entre los presentes, que volvieron a ocupar sus anteriores posiciones tras la llegada de la mujer.
-Muy bien -anunció sobriamente el señor Summers-, supongo que será mejor empezar de una vez para acabar lo antes posible y volver pronto al trabajo. ¿Falta alguien?
-Dunbar -dijeron varias voces-. Dunbar, Dunbar.
El señor Summers consultó la lista.
-Clyde Dunbar -comentó-. Es cierto. Tiene una pierna rota, ¿no es eso? ¿Quién sacará la papeleta por él?
-Yo, supongo -respondió una mujer, y el señor Summers se volvió hacia ella.
-La esposa saca la papeleta por el marido -anunció el señor Summers, y añadió-: ¿No tienes ningún hijo mayor que lo haga por ti, Janey?
Aunque el señor Summers y todo el resto del pueblo conocían perfectamente la respuesta, era obligación del director del sorteo formular tales preguntas oficialmente. El señor Summers aguardó con expresión atenta la contestación de la señora Dunbar.
-Horace no ha cumplido aún los dieciséis -explicó la mujer con tristeza-. Me parece que este año tendré que participar yo por mi esposo.
-De acuerdo -asintió el señor Summers. Efectuó una anotación en la lista que sostenía en las manos y luego preguntó-: ¿El chico de los Watson sacará papeleta este año?
Un muchacho de elevada estatura alzó la mano entre la multitud.
-Aquí estoy -dijo-. Voy a jugar por mi madre y por mí.
El chico parpadeó, nervioso, y escondió la cara mientras varias voces de la muchedumbre comentaban en voz alta: «Buen chico, Jack», y, «Me alegro de ver que tu madre ya tiene un hombre que se ocupe de hacerlo».
-Bien -dijo el señor Summers-, creo que ya estamos todos. ¿Ha venido el viejo Warner?
-Aquí estoy -dijo una voz, y el señor Summers asintió.
Un súbito silencio cayó sobre los reunidos mientras el señor Summers carraspeaba y contemplaba la lista.
-¿Todos preparados? -preguntó-. Bien, voy a leer los nombres (los cabezas de familia, primero) y los hombres se adelantarán para sacar una papeleta de la caja. Guarden la papeleta cerrada en la mano, sin mirarla, hasta que todo el mundo tenga la suya. ¿Está claro?
Los presentes habían asistido tantas veces al sorteo que apenas prestaron atención a las instrucciones; la mayoría de ellos permaneció tranquila y en silencio, humedeciéndose los labios y sin desviar la mirada del señor Summers. Por fin, este alzó una mano y dijo, «Adams». Un hombre se adelantó a la multitud. «Hola, Steve», le saludó el señor Summers. «Hola, Joe», le respondió el señor Adams. Los dos hombres intercambiaron una sonrisa nerviosa y seca; a continuación, el señor Adams introdujo la mano en la caja negra y sacó un papel doblado. Lo sostuvo con firmeza por una esquina, dio media vuelta y volvió a ocupar rápidamente su lugar entre la multitud, donde permaneció ligeramente apartado de su familia, sin bajar la vista a la mano donde tenía la papeleta.
-Allen -llamó el señor Summers-. Anderson… Bentham.
-Ya parece que no pasa el tiempo entre una lotería y la siguiente -comentó la señora Delacroix a la señora Graves en las filas traseras-. Me da la impresión de que la última fue apenas la semana pasada.
-Desde luego, el tiempo pasa volando -asintió la señora Graves.
-Clark… Delacroix…
-Allá va mi marido -comentó la señora Delacroix, conteniendo la respiración mientras su esposo avanzaba hacia la caja.
-Dunbar -llamó el señor Summers, y la señora Dunbar se acercó con paso firme mientras una de las mujeres exclamaba: «Animo, Janey», y otra decía: «Allá va».
-Ahora nos toca a nosotros -anunció la señora Graves y observó a su marido cuando este rodeó la caja negra, saludó al señor Summers con aire grave y escogió una papeleta de la caja. A aquellas alturas, entre los reunidos había numerosos hombres que sostenían entre sus manazas pequeñas hojas de papel, haciéndolas girar una y otra vez con gesto nervioso. La señora Dunbar y sus dos hijos estaban muy juntos; la mujer sostenía la papeleta.
-Harburt… Hutchinson…
-Vamos allá, Bill -dijo la señora Hutchinson, y los presentes cercanos a ella soltaron una carcajada.
-Jones…
-Dicen que en el pueblo de arriba están hablando de suprimir la lotería -comentó el señor Adams al viejo Warner. Este soltó un bufido y replicó:
-Hatajo de estúpidos. Si escuchas a los jóvenes, nada les parece suficiente. A este paso, dentro de poco querrán que volvamos a vivir en cavernas, que nadie trabaje más y que vivamos de ese modo. Antes teníamos un refrán que decía: «La lotería en verano, antes de recoger el grano». A este paso, pronto tendremos que alimentarnos de bellotas y frutos del bosque. La lotería ha existido siempre -añadió, irritado-. Ya es suficientemente terrible tener que ver al joven Joe Summers ahí arriba, bromeando con todo el mundo.
-En algunos lugares ha dejado de celebrarse la lotería -apuntó la señora Adams.
-Eso no traerá más que problemas -insistió el viejo Warner, testarudo-. Hatajo de jóvenes estúpidos.
-Martin… -Bobby Martin vio avanzar a su padre.- Overdyke… Percy…
-Ojalá se den prisa -murmuró la señora Dunbar a su hijo mayor-. Ojalá acaben pronto.
-Ya casi han terminado -dijo el muchacho.
-Prepárate para ir corriendo a informar a tu padre -le indicó su madre.
El señor Summers pronunció su propio apellido, dio un paso medido hacia adelante y escogió una papeleta de la caja. Luego, llamó a Warner.
-Llevo sesenta y siete años asistiendo a la lotería -proclamó el señor Warner mientras se abría paso entre la multitud-. Setenta y siete loterías.
-Watson… -el muchacho alto se adelantó con andares desgarbados. Una voz exhortó: «No te pongas nervioso, muchacho», y el señor Summers añadió: «Tómate el tiempo necesario, hijo». Después, cantó el último nombre.
-Zanini…
Tras esto se produjo una larga pausa, una espera cargada de nerviosismo hasta que el señor Summers, sosteniendo en alto su papeleta, murmuró:
-Muy bien, amigos.
Durante unos instantes, nadie se movió; a continuación, todos los cabezas de familia abrieron a la vez la papeleta. De pronto, todas las mujeres se pusieron a hablar a la vez:
-Quién es? ¿A quién le ha tocado? ¿A los Dunbar? ¿A los Watson?
Al cabo de unos momentos, las voces empezaron a decir:
-Es Hutchinson. Le ha tocado a Bill Hutchinson.
-Ve a decírselo a tu padre -ordenó la señora Dunbar a su hijo mayor.
Los presentes empezaron a buscar a Hutchinson con la mirada. Bill Hutchinson estaba inmóvil y callado, contemplando el papel que tenía en la mano. De pronto, Tessie Hutchinson le gritó al señor Summers:
-¡No le has dado tiempo a escoger qué papeleta quería! Te he visto, Joe Summers. ¡No es justo!
-Tienes que aceptar la suerte, Tessie -le replicó la señora Delacroix, y la señora Graves añadió:
-Todos hemos tenido las mismas oportunidades.
-Vamos, Tessie, cierra el pico! -intervino Bill Hutchinson.
-Bueno -anunció, acto seguido, el señor Summers-. Hasta aquí hemos ido bastante deprisa y ahora deberemos apresurarnos un poco más para terminar a tiempo.
Consultó su siguiente lista y añadió:
-Bill, tú has sacado la papeleta por la familia Hutchinson. ¿Tienes alguna casa más que pertenezca a ella?
-Están Don y Eva -exclamó la señora Hutchinson con un chillido-. ¡Ellos también deberían participar!
-Las hijas casadas entran en el sorteo con las familias de sus maridos, Tessie -replicó el señor Summers con suavidad-. Lo sabes perfectamente, como todos los demás.
-No ha sido justo -insistió Tessie.
-Me temo que no -respondió con voz abatida Bill Hutchinson a la anterior pregunta del director del sorteo-. Mi hija juega con la familia de su esposo, como está establecido. Y no tengo más familia que mis hijos pequeños.
-Entonces, por lo que respecta a la elección de la familia, ha correspondido a la tuya -declaró el señor Summers a modo de explicación-. Y, por lo que respecta a la casa, también corresponde a la tuya, ¿no es eso?
-Sí -respondió Bill Hutchinson.
-Cuántos chicos tienes, Bill? -preguntó oficialmente el señor Summers.
-Tres -declaró Bill Hutchinson-. Está mi hijo, Bill, y Nancy y el pequeño Dave. Además de Tessie y de mí, claro.
-Muy bien, pues -asintió el señor Summers-. ¿Has recogido sus papeletas, Harry?
El señor Graves asintió y mostró en alto las hojas de papel.
-Entonces, ponlas en la caja -le indicó el señor Summers-. Coge la de Bill y colócala dentro.
-Creo que deberíamos empezar otra vez -comentó la señora Hutchinson con toda la calma posible-. Les digo que no es justo. Bill no ha tenido tiempo para escoger qué papeleta quería. Todos lo han visto.
El señor Graves había seleccionado cinco papeletas y las había puesto en la caja. Salvo estas, dejó caer todas las demás al suelo, donde la brisa las impulsó, esparciéndolas por la plaza.
-Escúchenme todos! -seguía diciendo la señora Hutchinson a los vecinos que la rodeaban.
-¿Preparado, Bill? -inquirió el señor Summers, y Bill Hutchinson asintió, después de dirigir una breve mirada a su esposa e hijos.
-Recuerden -continuó el director del sorteo-: Saquen una papeleta y guárdenla sin abrir hasta que todos tengan la suya. Harry, tú ayudarás al pequeño Dave.
El señor Graves tomó de la manita al niño, que se acercó a la caja con él sin ofrecer resistencia.
-Saca un papel de la caja, Davy -le dijo el señor Summers. Davy introdujo la mano donde le decían y soltó una risita-. Saca solo un papel -insistió el señor Summers-. Harry, ocúpate tú de guardarlo.
El señor Graves tomó la mano del niño y le quitó el papel de su puño cerrado; después lo sostuvo en alto mientras el pequeño Dave se quedaba a su lado, mirándolo con aire de desconcierto.
-Ahora, Nancy -anunció el señor Summers. Nancy tenía doce años y a sus compañeros de la escuela se les aceleró la respiración mientras se adelantaba, agarrándose la falda, y extraía una papeleta con gesto delicado-. Bill, hijo -dijo el señor Summers, y Billy, con su rostro sonrojado y sus pies enormes, estuvo a punto de volcar la caja cuando sacó su papeleta-. Tessie…
La señora Hutchinson titubeó durante unos segundos, mirando a su alrededor con aire desafiante y luego apretó los labios y avanzó hasta la caja. Extrajo una papeleta y la sostuvo a su espalda.
-Bill… -dijo por último el señor Summers, y Bill Hutchinson metió la mano en la caja y tanteó el fondo antes de sacarla con el último de los papeles.
Los espectadores habían quedado en silencio.
-Espero que no sea Nancy -cuchicheó una chica, y el sonido del susurro llegó hasta el más alejado de los reunidos.
-Antes, las cosas no eran así -comentó abiertamente el viejo Warner-. Y la gente tampoco es como en otros tiempos.
-Muy bien -dijo el señor Summers-. Abran las papeletas. Tú, Harry, abre la del pequeño Dave.
El señor Graves desdobló el papel y se escuchó un suspiro general cuando lo mostró en alto y todos comprobaron que estaba en blanco. Nancy y Bill, hijo, abrieron los suyos al mismo tiempo y los dos se volvieron hacia la multitud con expresión radiante, agitando sus papeletas por encima de la cabeza.
-Tessie… -indicó el señor Summers. Se produjo una breve pausa y, a continuación, el director del sorteo miró a Bill Hutchinson. El hombre desdobló su papeleta y la enseñó. También estaba en blanco.
-Es Tessie -anunció el señor Summers en un susurro-. Muéstranos su papel, Bill.
Bill Hutchinson se acercó a su mujer y le quitó la papeleta por la fuerza. En el centro de la hoja había un punto negro, la marca que había puesto el señor Summers con el lápiz la noche anterior, en la oficina de la compañía de carbones. Bill Hutchinson mostró en alto la papeleta y se produjo una reacción agitada entre los congregados.
-Bien, amigos -proclamó el señor Summers-, démonos prisa en terminar.
Aunque los vecinos habían olvidado el ritual y habían perdido la caja negra original, aún mantenían la tradición de utilizar piedras. El montón de piedras que los chicos habían reunido antes estaba preparado y en el suelo; entre las hojas de papel que habían extraído de la caja, había más piedras. La señora Delacroix escogió una piedra tan grande que tuvo que levantarla con ambas manos y se volvió hacia la señora Dunbar.
-Vamos -le dijo-. Date prisa.
La señora Dunbar sostenía una piedra de menor tamaño en cada mano y murmuró, entre jadeos:
-No puedo apresurarme más. Tendrás que adelantarte. Ya te alcanzaré.
Los niños ya tenían su provisión de piedras y alguien le puso en la mano varias piedrecitas al pequeño Davy Hutchinson. Tessie Hutchinson había quedado en el centro de una zona despejada y extendió las manos con gesto desesperado mientras los vecinos avanzaban hacia ella.
-¡No es justo! -exclamó.
Una piedra la golpeó en la sien.
-¡Vamos, vamos, todo el mundo! -gritó el viejo Warner. Steve Adams estaba al frente de la multitud de vecinos, con la señora Graves a su lado.
-¡No es justo! ¡No hay derecho! -siguió exclamando la señora Hutchinson. Instantes después todo el pueblo cayó sobre ella.