jueves, 19 de mayo de 2022

En el bosque de Ryunosuke Akutagawa

 





Declaración del leñador interrogado por el oficial de investigaciones de la Kebushi

-Yo confirmo, señor oficial, mi declaración. Fui yo el que descubrió el cadáver. Esta mañana, como lo hago siempre, fui al otro lado de la montaña para hachar abetos. El cadáver estaba en un bosque al pie de la montaña. ¿El lugar exacto? A cuatro o cinco cho, me parece, del camino del apeadero de Yamashina. Es un paraje silvestre, donde crecen el bambú y algunas coníferas raquíticas.

El muerto estaba tirado de espaldas. Vestía ropa de cazador de color celeste y llevaba un eboshi de color gris, al estilo de la capital. Sólo se veía una herida en el cuerpo, pero era una herida profunda en la parte superior del pecho. Las hojas secas de bambú caídas en su alrededor estaban como teñidas de suho. No, ya no corría sangre de la herida, cuyos bordes parecían secos y sobre la cual, bien lo recuerdo, estaba tan agarrado un gran tábano que ni siquiera escuchó que yo me acercaba.

¿Si encontré una espada o algo ajeno? No. Absolutamente nada. Solamente encontré, al pie de un abeto vecino, una cuerda, y también un peine. Eso es todo lo que encontré alrededor, pero las hierbas y las hojas muertas de bambú estaban holladas en todos los sentidos; la victima, antes de ser asesinada, debió oponer fuerte resistencia. ¿Si no observé un caballo? No, señor oficial. No es ese un lugar al que pueda llegar un caballo. Una infranqueable espesura separa ese paraje de la carretera.

 

Declaración del monje budista interrogado por el mismo oficial

-Puedo asegurarle, señor oficial, que yo había visto ayer al que encontraron muerto hoy. Sí, fue hacia el mediodía, según creo; a mitad de camino entre Sekiyama y Yamashina. Él marchaba en dirección a Sekiyama, acompañado por una mujer montada a caballo. La mujer estaba velada, de manera que no pude distinguir su rostro. Me fijé solamente en su kimono, que era de color violeta. En cuanto al caballo, me parece que era un alazán con las crines cortadas. ¿Las medidas? Tal vez cuatro shaku cuatro sun, me parece; soy un religioso y no entiendo mucho de ese asunto. ¿El hombre? Iba bien armado. Portaba sable, arco y flechas. Sí, recuerdo más que nada esa aljaba laqueada de negro donde llevaba una veintena de flechas, la recuerdo muy bien.

¿Cómo podía adivinar yo el destino que le esperaba? En verdad la vida humana es como el rocío o como un relámpago… Lo lamento… no encuentro palabras para expresarlo…

 

Declaración del soplón interrogado por el mismo oficial

-¿El hombre al que agarré? Es el famoso bandolero llamado Tajomaru, sin duda. Pero cuando lo apresé estaba caído sobre el puente de Awataguchi, gimiendo. Parecía haber caído del caballo. ¿La hora? Hacia la primera del Kong, ayer al caer la noche. La otra vez, cuando se me escapó por poco, llevaba puesto el mismo kimono azul y el mismo sable largo. Esta vez, señor oficial, como usted pudo comprobar, llevaba también arco y flechas. ¿Que la víctima tenía las mismas armas? Entonces no hay dudas. Tajomaru es el asesino. Porque el arco enfundado en cuero, la aljaba laqueada en negro, diecisiete flechas con plumas de halcón, todo lo tenía con él. También el caballo era, como usted dijo, un alazán con las crines cortadas. Ser atrapado gracias a este animal era su destino. Con sus largas riendas arrastrándose, el caballo estaba mordisqueando hierbas cerca del puente de piedra, en el borde de la carretera.

De todos los ladrones que rondan por los caminos de la capital, este Tajomaru es conocido como el más mujeriego. En el otoño del año pasado fueron halladas muertas en la capilla de Pindola del templo Toribe, una dama que venía en peregrinación y la joven sirvienta que la acompañaba. Los rumores atribuyeron ese crimen a Tajomaru. Si es él quien mató a este hombre, es fácil suponer qué hizo de la mujer que venía a caballo. No quiero entrometerme donde no me corresponde, señor oficial, pero este aspecto merece ser aclarado.

 

Declaración de una anciana interrogada por el mismo oficial

-Sí, es el cadáver de mi yerno. Él no era de la capital; era funcionario del gobierno de la provincia de Wakasa. Se llamaba Takehito Kanazawa. Tenía veintiséis años. No. Era un hombre de buen carácter, no podía tener enemigos.

¿Mi hija? Se llama Masago. Tiene diecinueve años. Es una muchacha valiente, tan intrépida como un hombre. No conoció a otro hombre que a Takehiro. Tiene cutis moreno y un lunar cerca del ángulo externo del ojo izquierdo. Su rostro es pequeño y ovalado.

Takehiro había partido ayer con mi hija hacia Wakasa. ¡Quién iba a imaginar que lo esperaba este destino! ¿Dónde está mi hija? Debo resignarme a aceptar la suerte corrida por su marido, pero no puedo evitar sentirme inquieta por la de ella. Se lo suplica una pobre anciana, señor oficial: investigue, se lo ruego, qué fue de mi hija, aunque tenga que arrancar hierba por hierba para encontrarla. Y ese bandolero… ¿Cómo se llama? ¡Ah, sí, Tajomaru! ¡Lo odio! No solamente mató a mi yerno, sino que… (Los sollozos ahogaron sus palabras.)

 

Confesión de Tajomaru

Sí, yo maté a ese hombre. Pero no a la mujer. ¿Que dónde está ella entonces? Yo no sé nada. ¿Qué quieren de mí? ¡Escuchen! Ustedes no podrían arrancarme por medio de torturas, por muy atroces que fueran, lo que ignoro. Y como nada tengo que perder, nada oculto.

Ayer, pasado el mediodía, encontré a la pareja. El velo agitado por un golpe de viento descubrió el rostro de la mujer. Sí, sólo por un instante… Un segundo después ya no lo veía. La brevedad de esta visión fue causa, tal vez, de que esa cara me pareciese tan hermosa como la de Bosatsu. Repentinamente decidí apoderarme de la mujer, aunque tuviese que matar a su acompañante.

¿Qué? Matar a un hombre no es cosa tan importante como ustedes creen. El rapto de una mujer implica necesariamente la muerte de su compañero. Yo solamente mato mediante el sable que llevo en mi cintura, mientras ustedes matan por medio del poder, del dinero y hasta de una palabra aparentemente benévola. Cuando matan ustedes, la sangre no corre, la víctima continúa viviendo. ¡Pero no la han matado menos! Desde el punto de vista de la gravedad de la falta me pregunto quién es más criminal. (Sonrisa irónica.)

Pero mucho mejor es tener a la mujer sin matar a hombre. Mi humor del momento me indujo a tratar de hacerme de la mujer sin atentar, en lo posible, contra la vida del hombre. Sin embargo, como no podía hacerlo en el concurrido camino a Yamashina, me arreglé para llevar a la pareja a la montaña.

Resultó muy fácil. Haciéndome pasar por otro viajero, les conté que allá, en la montaña, había una vieja tumba, y que en ella yo había descubierto gran cantidad de espejos y de sables. Para ocultarlos de la mirada de los envidiosos los había enterrado en un bosque al pie de la montaña. Yo buscaba a un comprador para ese tesoro, que ofrecía a precio vil. El hombre se interesó visiblemente por la historia… Luego… ¡Es terrible la avaricia! Antes de media hora, la pareja había tomado conmigo el camino de la montaña.

Cuando llegamos ante el bosque, dije a la pareja que los tesoros estaban enterrados allá, y les pedí que me siguieran para verlos. Enceguecido por la codicia, el hombre no encontró motivos para dudar, mientras la mujer prefirió esperar montada en el caballo. Comprendí muy bien su reacción ante la cerrada espesura; era precisamente la actitud que yo esperaba. De modo que, dejando sola a la mujer, penetré en el bosque seguido por el hombre.

Al comienzo, sólo había bambúes. Después de marchar durante un rato, llegamos a un pequeño claro junto al cual se alzaban unos abetos… Era el lugar ideal para poner en práctica mi plan. Abriéndome paso entre la maleza, lo engañé diciéndole con aire sincero que los tesoros estaban bajo esos abetos. El hombre se dirigió sin vacilar un instante hacia esos árboles enclenques. Los bambúes iban raleando, y llegamos al pequeño claro. Y apenas llegamos, me lancé sobre él y lo derribé. Era un hombre armado y parecía robusto, pero no esperaba ser atacado. En un abrir y cerrar de ojos estuvo atado al pie de un abeto. ¿La cuerda? Soy ladrón, siempre llevo una atada a mi cintura, para saltar un cerco, o cosas por el estilo. Para impedirle gritar, tuve que llenarle la boca de hojas secas de bambú.

Cuando lo tuve bien atado, regresé en busca de la mujer, y le dije que viniera conmigo, con el pretexto de que su marido había sufrido un ataque de alguna enfermedad. De más está decir que me creyó. Se desembarazó de su ichimegasa y se internó en el bosque tomada de mi mano. Pero cuando advirtió al hombre atado al pie del abeto, extrajo un puñal que había escondido, no sé cuándo, entre su ropa. Nunca vi una mujer tan intrépida. La menor distracción me habría costado la vida; me hubiera clavado el puñal en el vientre. Aun reaccionando con presteza fue difícil para mí eludir tan furioso ataque. Pero por algo soy el famoso Tajomaru: conseguí desarmarla, sin tener que usar mi arma. Y desarmada, por inflexible que se haya mostrado, nada podía hacer. Obtuve lo que quería sin cometer un asesinato.

Sí, sin cometer un asesinato, yo no tenía motivo alguno para matar a ese hombre. Ya estaba por abandonar el bosque, dejando a la mujer bañada en lágrimas, cuando ella se arrojó a mis brazos como una loca. Y la escuché decir, entrecortadamente, que ella deseaba mi muerte o la de su marido, que no podía soportar la vergüenza ante dos hombres vivos, que eso era peor que la muerte. Esto no era todo. Ella se uniría al que sobreviviera, agregó jadeando. En aquel momento, sentí el violento deseo de matar a ese hombre. (Una oscura emoción produjo en Tajomaru un escalofrío.)

Al escuchar lo que les cuento pueden creer que soy un hombre más cruel que ustedes. Pero ustedes no vieron la cara de esa mujer; no vieron, especialmente, el fuego que brillaba en sus ojos cuando me lo suplicó. Cuando nuestras miradas se cruzaron, sentí el deseo de que fuera mi mujer, aunque el cielo me fulminara. Y no fue, lo juro, a causa de la lascivia vil y licenciosa que ustedes pueden imaginar. Si en aquel momento decisivo yo me hubiera guiado sólo por el instinto, me habría alejado después de deshacerme de ella con un puntapié. Y no habría manchado mi espada con la sangre de ese hombre. Pero entonces, cuando miré a la mujer en la penumbra del bosque, decidí no abandonar el lugar sin haber matado a su marido.

Pero aunque había tomado esa decisión, yo no lo iba a matar indefenso. Desaté la cuerda y lo desafié. (Ustedes habrán encontrado esa cuerda al pie del abeto, yo olvidé llevármela.) Hecho una furia, el hombre desenvainó su espada y, sin decir palabra alguna, se precipitó sobre mí. No hay nada que contar, ya conocen el resultado. En el vigésimo tercer asalto mi espada le perforó el pecho. ¡En el vigésimo tercer asalto! Sentí admiración por él, nadie me había resistido más de veinte… (Sereno suspiro.)

Mientras el hombre se desangraba, me volví hacia la mujer, empuñando todavía el arma ensangrentada. ¡Había desaparecido! ¿Para qué lado había tomado? La busqué entre los abetos. El suelo cubierto de hojas secas de bambú no ofrecía rastros. Mi oído no percibió otro sonido que el de los estertores del hombre que agonizaba.

Tal vez al comenzar el combate la mujer había huido a través del bosque en busca de socorro. Ahora ustedes deben tener en cuenta que lo que estaba en juego era mi vida: apoderándome de las armas del muerto retomé el camino hacia la carretera. ¿Qué sucedió después? No vale la pena contarlo. Diré apenas que antes de entrar en la capital vendí la espada. Tarde o temprano sería colgado, siempre lo supe. Condénenme a morir. (Gesto de arrogancia.)

 

Confesión de una mujer que fue al templo de Kiyomizu

-Después de violarme, el hombre del kimono azul miró burlonamente a mi esposo, que estaba atado. ¡Oh, cuánto odio debió sentir mi esposo! Pero sus contorsiones no hacían más que clavar en su carne la cuerda que lo sujetaba. Instintivamente corrí, mejor dicho, quise correr hacia él. Pero el bandido no me dio tiempo, y arrojándome un puntapié me hizo caer. En ese instante, vi un extraño resplandor en los ojos de mi marido… un resplandor verdaderamente extraño… Cada vez que pienso en esa mirada, me estremezco. Imposibilitado de hablar, mi esposo expresaba por medio de sus ojos lo que sentía. Y eso que destellaba en sus ojos no era cólera ni tristeza. No era otra cosa que un frío desprecio hacia mí. Más anonadada por ese sentimiento que por el golpe del bandido, grité alguna cosa y caí desvanecida.

No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que recuperé la conciencia El bandido había desaparecido y mi marido seguía atado al pie del abeto. Incorporándome penosamente sobre las hojas secas, miré a mi esposo: su expresión era la misma de antes: una mezcla de desprecio y de odio glacial. ¿Vergüenza? ¿Tristeza? ¿Furia? ¿Cómo calificar a lo que sentía en ese momento? Terminé de incorporarme, vacilante; me aproximé a mi marido y le dije:

-Takehiro, después de lo que he sufrido y en esta situación horrible en que me encuentro, ya no podré seguir contigo. ¡No me queda otra cosa que matarme aquí mismo! ¡Pero también exijo tu muerte! Has sido testigo de mi vergüenza! ¡No puedo permitir que me sobrevivas!

Se lo dije gritando. Pero él, inmóvil, seguía mirándome como antes, despectivamente. Conteniendo los latidos de mi corazón, busqué la espada de mi esposo. El bandido debió llevársela, porque no pude encontrarla entre la maleza. El arco y las flechas tampoco estaban. Por casualidad, encontré cerca mi puñal. Lo tomé, y levantándolo sobre Takehiro, repetí:

-Te pido tu vida. Yo te seguiré.

Entonces, por fin movió los labios. Las hojas secas de bambú que le llenaban la boca le impedían hacerse escuchar. Pero un movimiento de sus labios casi imperceptible me dio a entender lo que deseaba. Sin dejar de despreciarme, me estaba diciendo: «Mátame».

Semiconsciente, hundí el puñal en su pecho, a través de su kimono.

Y volví a caer desvanecida. Cuando desperté, miré a mi alrededor. Mi marido, siempre atado, estaba muerto desde hacía tiempo. Sobre su rostro lívido, los rayos del sol poniente, atravesando los bambúes que se entremezclaban con las ramas de los abetos, acariciaban su cadáver. Después… ¿qué me pasó? No tengo fuerzas para contarlo. No logré matarme. Apliqué el cuchillo contra mi garganta, me arrojé a una laguna en el valle… ¡Todo lo probé! Pero, puesto que sigo con vida, no tengo ningún motivo para jactarme. (Triste sonrisa.) Tal vez hasta la infinitamente misericorde Bosatsu abandonaría a una mujer como yo. Pero yo, una mujer que mató a su esposo, que fue violada por un bandido… qué podía hacer. Aunque yo… yo… (Estalla en sollozos.)

 

Lo que narró el espíritu por labios de una bruja

-El salteador, una vez logrado su fin, se sentó junto a mi mujer y trató de consolarla por todos los medios. Naturalmente, a mí me resultaba imposible decir nada; estaba atado al pie del abeto. Pero la miraba a ella significativamente, tratando de decirle: «No lo escuches, todo lo que dice es mentira». Eso es lo que yo quería hacerle comprender. Pero ella, sentada lánguidamente sobre las hojas muertas de bambú, miraba con fijeza sus rodillas. Daba la impresión de que prestaba oídos a lo que decía el bandido. Al menos, eso es lo que me parecía a mí. El bandido, por su parte, escogía las palabras con habilidad. Me sentí torturado y enceguecido por los celos. Él le decía: «Ahora que tu cuerpo fue mancillado tu marido no querrá saber nada de ti. ¿No quieres abandonarlo y ser mi esposa? Fue a causa del amor que me inspiraste que yo actué de esta manera». Y repetía una y otra vez semejantes argumentos. Ante tal discurso, mi mujer alzó la cabeza como extasiada. Yo mismo no la había visto nunca con expresión tan bella. ¡Y qué piensan ustedes que mi tan bella mujer respondió al ladrón delante de su marido maniatado! Le dijo: «Llévame donde quieras». (Aquí, un largo silencio.)

Pero la traición de mi mujer fue aún mayor. ¡Si no fuera por esto, yo no sufriría tanto en la negrura de esta noche! Cuando, tomada de la mano del bandolero, estaba a punto de abandonar el lugar, se dirigió hacia mí con el rostro pálido, y señalándome con el dedo a mí, que estaba atado al pie del árbol, dijo: «¡Mata a ese hombre! ¡Si queda vivo no podré vivir contigo!». Y gritó una y otra vez como una loca: «¡Mátalo! ¡Acaba con él!». Estas palabras, sonando a coro, me siguen persiguiendo en la eternidad. ¡Acaso pudo salir alguna vez de labios humanos una expresión de deseos tan horrible! ¡Escuchó o ha oído alguno palabras tan malignas! Palabras que… (Se interrumpe, riendo extrañamente.)

Al escucharlas hasta el bandido empalideció. «¡Acaba con este hombre!». Repitiendo esto, mi mujer se aferraba a su brazo. El bandido, mirándola fijamente, no le contestó. Y de inmediato la arrojó de una patada sobre las hojas secas. (Estalla otra vez en carcajadas.) Y mientras se cruzaba lentamente de brazos, el bandido me preguntó: «¿Qué quieres que haga? ¿Quieres que la mate o que la perdone? No tienes que hacer otra cosa que mover la cabeza. ¿Quieres que la mate?…»

Solamente por esa actitud, yo habría perdonado a ese hombre. (Silencio.)

Mientras yo vacilaba, mi esposa gritó y se escapó, internándose en el bosque. El hombre, sin perder un segundo, se lanzó tras ella, sin poder alcanzarla. Yo contemplaba inmóvil esa pesadilla. Cuando mi mujer se escapó, el bandido se apoderó de mis armas, y cortó la cuerda que me sujetaba en un solo punto. Y mientras desaparecía en el bosque, pude escuchar que murmuraba:

«Esta vez me toca a mí». Tras su desaparición, todo volvió a la calma. Pero no. «¿Alguien llora?», me pregunté. Mientras me liberaba, presté atención: eran mis propios sollozos los que había oído. (La voz calla, por tercera vez, haciendo una larga pausa.)

Por fin, bajo el abeto, liberé completamente mi cuerpo dolorido. Delante mío relucía el puñal que mi esposa había dejado caer. Asiéndolo, lo clavé de un golpe en mi pecho. Sentí un borbotón acre y tibio subir por mi garganta, pero nada me dolió. A medida que mi pecho se entumecía, el silencio se profundizaba. ¡Ah, ese silencio! Ni siquiera cantaba un pájaro en el cielo de aquel bosque. Sólo caía, a través de los bambúes y los abetos, un último rayo de sol que desaparecía… Luego ya no vi bambúes ni abetos. Tendido en tierra, fui envuelto por un denso silencio. En aquel momento, unos pasos furtivos se me acercaron. Traté de volver la cabeza, pero ya me envolvía una difusa oscuridad. Una mano invisible retiraba dulcemente el puñal de mi pecho. La sangre volvió a llenarme la boca. Ese fue el fin. Me hundí en la noche eterna para no regresar…


sábado, 14 de mayo de 2022

Ovid S. Crohmălniceanu ( 1921, Galați, Rumania 2000, Berlin)




 Un capitulo de la historia literaria

Poco después de que se comenzaran a fabricar máquinas de escribir literatura y de que éstas se hicieran funcionar a fondo, se comprobó que los críticos desaparecerían de un día para el otro. El fenómeno tenía una causa inmediata, fácil de detectar: el oficio de crítico literario se había vuelto prácticamente imposible. Nadie podía llegar a leer aunque fuese una pequeña parte de los libros que aparecían. Según cálculos aproximativos (la historia de ese momento fue reconstruida mucho más tarde y los datos concretos eran imprecisos, debido a que se los tomó de fuentes indirectas), para componer una poesía una máquina empleaba menos de dos segundos. Una novela de trescientas páginas necesitaba dieciocho minutos. El tiempo exigido por una obra de teatro, sin embargo, ascendía de modo misterioso a casi una hora. Las máquinas trabajaban sin interrupción durante unos noventa días, luego era necesaria una pausa para la corrección. Fue así como sólo en Lima aparecían más de 101,2 volúmenes por año, y las ganancias de los monopolios editores aumentaban vertiginosamente. Los primeros que renunciaron a su visión fueron los historiadores literarios. Sin los medios de examinar la mayor parte de los libros aparecidos, el objeto de semejante trabajo se convirtió en un absurdo. Fuesen cuales fueren sus esfuerzos, no alcanzaban a leer ni el 0,0001% de la producción literaria. Pronto les llegó el turno de deponer las armas a los críticos de los periódicos. Aunque hubiesen renunciado deliberadamente a la ambición de elegir según su importancia los libros aparecidos (no podía saberse de ningún modo si entre los incontables volúmenes sin leer no se habían dejado de lado obras fundamentales), había una dificultad de orden mayor que se había vuelto insuperable. Al ejecutar rigurosamente el tipo de obra para las que habían sido programadas, las máquinas excluían toda objeción crítica. Se le pedía al comentarista que examinara ante todo la medida en que la intención artística se había logrado. Ahora bien, las máquinas no se apartaban una coma de su programa y, de hecho, sólo creaban obras maestras, lo que hacía inútil ab initio toda valoración. Incluso para los gustos más extravagantes, todo había sido previsto en el cálculo estadístico inicial: en consecuencia, no había sorpresa posible.

 


Pero como la desmovilización de la crítica amenazaba con quitarle a la vida literaria su estímulo esencial, cada vez se elevaban más voces que exigían un programa que incluyera cierta cantidad de errores, de modo tal que las obras maestras pudiesen destacarse en comparación. Una vez colmados estos deseos, advirtieron que el círculo vicioso no se dejaba de romper. Las máquinas concebidas para escribir libros fallidos cumplían también esta tarea sin la menor falla. Los textos que producían eran de una mediocridad y una estupidez perfectas, cargándose así, automáticamente, de un valor estético inestimable, es decir, de una “expresividad involuntaria”, según una frase que se hizo clásica. Fue entonces cuando uno de los filósofos más célebres de la época formuló la tesis según la cual la crítica estaba destinada a desaparecer, dado que la máquina sólo podía crear cosas perfectas en relación a los fines que se proponía. La demostración de la misma era bastante confusa y terminaba por caer en brumas metafísicas, pero aún así la conclusión se imponía con fuerza para la vía intuitiva y pronto ganó una adhesión casi unánime. El último crítico murió una hermosa mañana de mayo luego de una apoplejía, en su biblioteca, literalmente enterrado bajo un montón de libros (había leído, sin interrupción, a una velocidad de tres páginas por hora, durante cuarenta y seis horas corridas).

Sin embargo, una literatura carente de comentario crítico era inconcebible. Fue el momento en que se juzgó necesario construir máquinas de evaluar libros. Pero los constructores chocaron desde un principio con una gran dificultad. ¿Qué programa darles?. Como es natural, se trataba en primer lugar de resolver el problema de una información elemental. Los críticos-máquinas tenían que recorrer toda la producción de los escritores-máquina y clasificarla por géneros, especies, temas, personajes, fórmulas artísticas, empezando por publicar boletines de resúmenes para orientación de los lectores. Los cerebros electrónicos encargados de está operación pronto fueron construidos y puestos en marcha. Conectados con las máquinas de escribir literatura, lograron en poco tiempo examinar de modo sistemático la producción literaria. Sin embargo los resultados se revelaron irrisorios, ya que los boletines eran inutilizables. Su volumen aumentó hasta tal punto que nadie lograba desbrozarlos. Hubieran sido necesarias otras máquinas para leer todas estas listas y para someterlas a una nueva selección. ¿Pero basada en que criterios?. Después de prolongados debates, se regresó a la crítica de exégesis. Los constructores de máquinas tuvieron problemas enormes para suministrar los programas de estos nuevos tipos de máquinas. Los sistemas críticos empleados practicados en la época del artesanado literario (como había sido bautizado el período en que los libros eran escritos por seres humanos) conducían, consecuentemente, a efectos imprevistos. La crítica existencial, bajo forma electrónica, tropezaba con la paradoja de la literatura producida por máquinas. ¿Constituía ésta el documento de una existencia?. Sí y no, porque las obras que este tipo de crítica se disponía a discutir expresaban realmente una experiencia vivida (en los programas entraban tantas posibilidades que los resultados eran auténticamente imprevisibles y repetían tal cual el pulso inefable de la existencia), mientras que las máquinas seguían siendo enormes masas de filamentos, palancas y redecillas que, mediante la simple presión de un botón, quedaban inertes por completo. La crítica psicoanalítica suscitó, como siempre, el escándalo, tanto más cuanto que llevaba sus deducciones al inconsciente de los constructores, o sea, al de los gerentes de las distintas empresas industriales que proveían los cerebros electrónicos destinados a producir obras literarias. Los diarios de la época registraron incluso ciertos procesos resonantes: el dirigente de un grupo financiero importante se vio acusado de inclinaciones incestuosas, presentes en la Antígona número doce mil seiscientos catorce que había concebido una máquina construida por una empresa subordinada a su banco. El acusado afirmaba no conocer ni siquiera la obra inicial, pero el argumento tropezó con fuertes objeciones teóricas.


Durante un tiempo, la programación con base teórica de las máquinas gozó de cierto éxito. Se las comparó con los seres humanos de otros tiempos, a quienes el constructor-dios les insuflaba el don de la creación. Pero la iglesia protestó y la analogía fue considerada demoníaca. El único sistema que se mostró más fructífero regresó a la antigua idea del acto crítico como refundición abreviada de la creación en sus elementos esenciales, indicando en ella las virtualidades no explotadas por el autor. La obra literaria tenía que ser por lo tanto para el exegeta un estimulante espiritual que solicitaba de él infinitas hipótesis poéticas nuevas. En consecuencia, las máquinas de criticar empezaron a extrapolar las intenciones artísticas. De una novela, extraían varios miles… De una poesía… ciclos enteros. De una obra de teatro… millones de variantes superiores. La producción literaria conoció una eclosión sin precedentes. Todo el mundo parecía contento, pero, apenas unos años más tarde, se advirtió que las máquinas-escritores daban indicios de nerviosismo. Como a propósito, aparecían efectos disonantes en los finales de las obras. Se reveló incluso una enfermedad de “autoanulación” o, como la llamaron algunos historiadores, de “suicidio estético”. A partir de cierto momento, la novela, la obra de teatro o el poema evolucionaron simétricamente en sentido opuesto, con igual perfección, de modo que el resultado era una anulación integral de los efectos artísticos inciales.

También se comprobó que prácticamente ya no aparecían obras críticas nuevas, porque las máquinas encargadas de escribirlas también producían novelas, cuentos, poesías y obras de teatro. Mientras, las agencias de publicidad, que no lograban intercalar en los periódicos ni siquiera una reseña, se veían amenazas por la quiebra. Fue entonces cuando alguien tuvo una idea revolucionaria, que resolvió definitivamente el problema. Los dos tipos de máquinas fueron conectados en circuito cerrado. Los cerebros electrónicos de escritores y de críticos se veían obligados así a consumir recíprocamente su producción: los primeros se pusieron a emitir frenéticamente juicios sobre las obras producidas por los segundos. El resultado fue una inversión pasmosa. Si los críticos-máquinas habían revelado vocaciones secretas de escritores, los escritores-máquinas dejaron ver pasiones inconfesadas por la crítica. Pero como todo se desarrollaba, gracias a la idea que mencionamos, en un círculo cerrado, las personas siguieron ocupándose tranquilamente de sus asuntos.

 

viernes, 13 de mayo de 2022

Estos poemas fueron escritos por niños y adolescentes internados en el campo de concentración de Terezin

 



Miedo

El ghetto conoció hoy un miedo diferente;
la muerte empuña firmemente en su mano una guadaña de hielo.
Una maligna enfermedad desparrama terror tras de si.
las víctimas de sus sombras lloran y se retuercen de dolor.

El latido del corazón de un padre le anuncia hoy su temor,
y madres acodillan la cabeza en sus manos.
Niños se ahogan hoy, muriendo del tifus,
de sus grupos se exige un grave tributo.

Mi corazón late todavía en mi pecho
mientras mis amigos parten a otros mundos.
Posiblemente eso sea mejor -¿quién sabe?-
que mirara otros que mueren hoy.

No, ¡no! D’s mio, queremos vivir!
No mires tú como nosotros nos consumimos.
Queremos tener un mundo mejor.
Queremos trabajar – no tener que morir.

Eva Pickova, 12 años.

 

Quisiera irme sola

Quisiera irme sola
donde haya otra gente, más tierna,
a otros lugares lejanos, que no conozco,
donde nadie mata a su semejante.

Posiblemente algunos de nosotros
un millar de niños fuertes,
alcanzarán esta meta
antes de que sea demasiado tarde.

Alena Synkova

 

 

La mariposa

 

La última, la definitivamente última…
tan ricamente, Iúcidamente, deslubrantemente amarilla…
Posiblemente como si las lágrimas del sol lloraran
contra una piedra blanca…

Tal amarillo
está llevado a las alturas.
Se fue -de eso estoy seguro- porque quiso dar
eI beso de despedida al mundo.

Desde hace siete semanas vivo aquí,
enjaulado en este ghetto,
pero es aquí donde encontré a mi gente.
Los dientes de león me llaman
y las velas blancas de los castaños en el patio.

Solo que nunca volví a ver una mariposa.
Aquella mariposa fue la última.
Las mariposas no viven aquí
en el ghetto…

Pavel Friedman, 4 de junio de 1942

 

Los tres murieron luego asesinados en Auschwitz por los nazis.

fuente https://bit.ly/3FYUyHv


Tadeusz Rózewicz ( 1921, Radomsko, 2014, Wrocław, Polonia)

 





Lo no dicho

 

ahora empezamos la conversación

las palabras ocultan

lo que ha pasado

antes

más allá de nosotros

sin salida

 

todavía no lo sabes

 

extiendes los brazos

piensas que estoy

en el mismo lugar

en que me dejaste

 

miras alrededor

te alejas

por un callejón sin salida

 

estás ahí

inmóvil poco clara

la verdad llega despacio

a tu corazón

 

nuestras palabras se quedan sin techo