Conferencia
pronunciada el 28 de agosto de 1947 en el centro cultural
Fray
Mocho de Buenos Aires. Publicada en la revista Ciclón de La Habana en 1955.
Sería más razonable de mi parte no meterme en temas
drásticos porque me encuentro en desventaja. Soy un forastero totalmente
desconocido, carezco de autoridad y mi castellano es un niño de pocos años que
apenas sabe hablar. No puedo hacer frases potentes, ni ágiles, ni distinguidas,
ni finas, pero ¿quién sabe si esta dieta obligatoria no resultará buena para la
salud? A veces me gustaría mandar a todos los escritores del mundo al
extranjero, fuera de su propio idioma y fuera de todo ornamento y filigranas
verbales, para comprobar qué quedará de ellos entonces. Cuando uno carece de
medios para realizar un estudio sutil, bien enlazado verbalmente, sobre, por
ejemplo, las rutas de la poesía moderna, empieza a meditar acerca de esas cosas
de modo más sencillo, casi elemental y, a lo mejor, demasiado elemental.
No cabe duda de que la tesis de esta nota: que los versos
no gustan a casi nadie y que el mundo de la poesía versificada e un mundo ficticio
falsificado, parecerá desesperadamente infantil;
y, sin embargo, confieso que los versos no me gustan y hasta me aburren un
poco. Lo interesante es que no soy un ignorante absoluto en cuestiones
artísticas ni tampoco me falta la sensibilidad poética; y cuando la poesía
aparece mezclada con otros elementos, más crudos y prosaicos, por ejemplo en
los dramas de Shakespeare, en las obras de Dostoievski, de Pascal, o,
sencillamente en el crepúsculo cotidiano, tiemblo como cualquier mortal. Lo que
difícilmente aguanta mi naturaleza es el extracto farmacéutico y depurado de la
poesía que se llama "poesía pura" y, sobre todo, cuando aparece
versificada. Me cansa el canto monótono de esos versos, siempre elevado, me
adormecen el ritmo y la rima, me extraña dentro del vocabulario poético cierta
"pobreza dentro de la nobleza" (rosas, amor, noche, lirios), y a veces
sospecho que todo ese modo de expresión y todo el grupo social que a él se dedica
padecen de algún defecto básico. Yo mismo creía al principio que esto se debía
a una particular deficiencia de mi "sensibilidad poética" pero cada
vez tomo menos en serio los slogans que abusan de nuestra credulidad. No hay
cosa más instructiva que la experiencia y por eso empecé a realizar algunas muy
curiosas: leía cualquier poema alterando intencionalmente su orden de tal
suerte que se convertía en un absurdo y ninguno de mis oyentes (finos y cultos,
por cierto, y fervientes admiradores de aquel poeta) advertía la treta; o,
analizando en forma detallada el texto de un poema más extenso, comprobaba con
asombro que los "admiradores" ni siquiera lo habían leído completo.
¿Cómo puede ser esto entonces? ¿Admirarlo tanto y no leerlo? ¿Gozar tanto de la
"precisión matemática" de las palabras y no percibir una fundamental
alteración en el orden de la expresión? Pero lo que pasa es que todo este
cúmulo de ficticios goces, admiraciones y deleites está basado sobre un
convenio de mutua discreción: cuando alguien declara que le encanta la poesía
de Valéry es mejor no acosarlo demasiado con indiscretas investigaciones, porque
entonces se pondría en evidencia una realidad tan distinta de todo lo que nos
imaginamos, y tan sarcástica, que nos sentiríamos sumamente molestos. El que
deja por un momento las conversaciones del juego artístico, enseguida tropieza
con un enorme montón de ficciones y falsificaciones, cual un escolástico
escapado de los principios aristotélicos. Me encontré, pues, cara a cara con el
siguiente dilema: miles de hombres hacen versos; otros miles les demuestran
gran admiración; grandes genios se expresan por medio del verso; desde tiempos
inmemoriales el poeta y los versos son venerados; y frente a esa montaña de
gloria: yo, con mi convicción de que la misa poética se efectúa en el vacío
casi completo. ¡Valor, señores! En vez de huir de ese hecho expresamente, tratemos
de buscar sus causas como si fuese un hecho como cualquier otro. ¿Por qué no me
gusta la poesía pura? Por las mismas razones por las cuales no me gusta el
azúcar "puro". El azúcar encanta cuando lo tomamos junto con el café,
pero nadie se comería un plato de azúcar: sería ya demasiado. Es el exceso lo
que cansa en la poesía: exceso de la poesía, exceso de palabras poéticas, exceso
de metáforas, exceso de nobleza, exceso de depuración y de condensación que
asemejan los versos a un producto químico. ¿Cómo hemos llegado a este grado de
exceso? Cuando un hombre se expresa en forma natural, es decir en prosa, su
habla abarca una gama infinita de elementos que reflejan su naturaleza entera;
pero he aquí que vienen los poetas y proceden a eliminar gradualmente del habla
humana todo elemento apoético, en vez de hablar empiezan a cantar y de hombres
se convierten en bardos y vates, consagrándose única y exclusivamente al canto.
Cuando un trabajo semejante de depuración y eliminación se mantiene durante siglos
llégase a una síntesis tan perfecta que no quedan más que unas pocas notas y la
monotonía tiene que invadir forzosamente el campo del mejor poeta. El estilo se
deshumaniza; el poeta no toma como punto de partida la sensibilidad del hombre
común sino la de otro poeta, una sensibilidad "profesional" y, entre
los profesionales, se crea un lenguaje tan inaccesible como los otros dialectos
técnicos; y, subiendo unos sobre los hombros de otros, forman una pirámide cuya
punta ya se pierde en el cielo, mientras nosotros nos quedamos abajo algo
confundidos. Pero lo más importante es que todos ellos se vuelven esclavos de
su instrumento porque esa forma es ya tan rígida y precisa, sagrada y
consagrada que deja de ser un medio de expresión: y podemos definir al poeta
profesional como un ser que no se puede expresar a sí mismo porque tiene que
expresar los versos. Por más que se diga que el arte es una especie de clave,
que el arte de la poesía consiste precisamente en lograr una infinidad de
matices con pocos elementos, tales y parecidos argumentos no ocultarán el
primordial fenómeno de que con la máquina del verbo poético ha ocurrido lo
mismo que con todas las demás máquinas, pues en vez de servir a su dueño se ha
convertido en un fin en sí; y, francamente, una reacción contra ese estado de
cosas parece aún más justificada aquí que en otros campos porque aquí estamos
en el terreno del humanismo par excellence.
Existen dos formas de humanismo
básicas y diametralmente opuestas: una que podríamos llamar "religiosa"
que coloca al hombre de rodillas ante la obra cultural de la humanidad y otra,
laica, que trata de recuperar la soberanía del hombre frente a sus dioses y sus
musas. El abuso de cualquiera de estas formas tiene que provocar una reacción y
es cierto que una reacción así contra la poesía sería hoy totalmente justificada
porque, de vez en cuando, hay que parar por un momento la producción cultural
para ver si lo que producimos tiene todavía alguna vinculación con nosotros.
Posiblemente los que han tenido la oportunidad de leer algún texto artístico
mío se sentirán extrañados por lo que digo, ya que soy en apariencia un autor
típicamente moderno, difícil, complicado y aun a veces −quien sabe− aburrido.
Pero, téngase en cuenta que yo no aconsejo a nadie prescindir de la perfección
ya alcanzada, sino que considero que esta perfección, este aristocrático
hermetismo del arte debe ser compensado de algún modo y que, por ejemplo, cuanto
más el artista es refinado, tanto más debe tomar en cuenta a los hombres menos
refinados y cuanto más es idealista tanto más debe ser realista. Este
equilibrio a base de compensaciones y antinomias es el fundamento de todo buen
estilo, más, en los poemas no lo encontraremos, y tampoco se puede notar en la
prosa moderna influenciada por el espíritu de la poesía. Libros como La muerte
de Virgilio, de Hermann Broch o aun el celebrado Ulises de Joyce resultan
imposibles de leer por ser demasiado "artísticos". Todo allí es
perfecto, profundo, grandioso, elevado y, al mismo tiempo, nada nos interesa
porque sus autores no lo han escrito para nosotros sino para el Dios del Arte. Pero
la poesía pura además de constituir un estilo hermético y unilateral,
constituye también un mundo hermético. Y sus debilidades aparecen con más
crudeza aún, cuando se contempla el mundo de los poeta sen su aspecto social.
Los poetas escriben para los poetas. Los poetas son los que rinden homenaje a
su propio trabajo y todo este mundo se parece mucho a cualquier otro de los
tantos y tantos mundos especializados y herméticos que dividen la sociedad
contemporánea. Los ajedrecistas consideran el ajedrez como la cumbre de la
creación humana, tienen sus jerarquías, hablan de Capablanca como los poetas
hablan de Mallarmé y, mutuamente, se rinden todos los honores. Pero el ajedrez
es un juego mientras que la poesía es algo más serio y lo que resulta simpático
en los ajedrecistas, en los poetas es signo de una mezquindad imperdonable. La
primera consecuencia del aislamiento social de los poetas es que en el mundo poético
todo se hincha, y aún los creadores mediocres llegan a adquirir dimensiones
apocalípticas y, por el mismo motivo, los problemas de poca monta cobran una
trascendencia que asusta. Hace tiempo hubo entre los poetas una gran polémica
sobre la famosa cuestión de las asonancias y parecía que la suerte del universo
dependía del hecho de si es posible rimar "espesura" y
"susurran". Es lo que sucede cuando el espíritu gremial domina al
universal. La segunda consecuencia es aún más desagradable: el poeta no sabe
defenderse de sus enemigos. Y así vemos cómo en el terreno personal y social se
pone en evidencia la misma estrechez de estilo que hemos mencionado más arriba.
El estilo no es otra cosa sino una actitud espiritual frente al mundo, pero hay
varios y el mundo de un zapatero o de un militar tiene poco que ver con el
mundo de los versos: como los poetas viven entre ellos y entre ellos forman su
estilo, eludiendo todo contacto con ambientes distintos, quedan dolorosamente
indefensos frente a los que no comparten sus credos. Lo único que son capaces
de hacer, cuando se ven atacados es afirmar que la poesía es un don de los
dioses, indignarse contra el profano o lamentarse por la barbarie de nuestros
tiempos lo que, por cierto, resulta bastante gratuito. El poeta se dirige sólo
a aquel que ya está compenetrado con la poesía, es decir a uno que ya es poeta,
pero esto es como si un cura endilgara su sermón a otro cura. ¡Cuánta más importancia
tiene, sin embargo, para nuestra formación el enemigo que el amigo! Sólo frente
al enemigo podemos verificar plenamente nuestra razón de ser y sólo él nos
procura la clave de nuestros puntos débiles y nos pone el sello de la
universalidad. ¿Por qué, entonces, los poetas huyen ante el choque salvador? Ah,
porque carecen de medios, de actitud, de estilo para afrontarlo. ¿Y por qué les
faltan estos medios? Ah, porque eluden el choque...La más seria dificultad de
orden personal y social que debe afrontar el poeta proviene de que él,
considerándose superior como sacerdote de la poesía, se dirige a sus oyentes
desde más arriba; pero los oyentes no siempre reconocen su derecho a la
superioridad y no quieren oírlo desde abajo. Cuanto más aumenta el número de
personas que ponen en duda el valor de los poemas y faltan el respeto al culto,
tanto más delicada y cercana al ridículo se vuelve la actitud del vate. Mas,
por otra parte, crece también el número de los poetas, y a todos los excesos de
la poesía ya enumerados hay que añadir el exceso de bardos y el exceso de
versos. Estas ultrademocráticas cifras minan desde el interior la aristocrática
y orgullosa actitud del mundo de los poetas y nada más comprometedor, en ese sentido,
que cuando se los ve a todos reunidos, por ejemplo, en un congreso: una
muchedumbre de seres excepcionales. Un artista que en verdad se preocupe por la
forma buscaría alguna salida a este callejón, porque sin duda estos problemas
en apariencia sólo personales están estrechamente vinculados con el arte y la
voz del poeta no suena bien, ni puede ser seria y convincente mientras él mismo
quede ridiculizado por tales contrastes. Un artista creador y vital no
vacilaría en cambiar totalmente de actitud y, por ejemplo, él desde abajo se
dirigiría a la gente: como el que pide el favor de ser reconocido y aceptado o
como el que canta pero al mismo tiempo sabe que aburre. Podría también
proclamar públicamente esas antinomias y escribir sus versos sin estar
satisfecho de ellos y anhelando ser cambiado y renovado por el choque
regenerador con los demás hombres. Pero no es posible exigir tanto a los que
dedican toda su energía a la "depuración" de su rima. Los poetas
siguen agarrándose febrilmente a una autoridad que no tienen y embriagándose a
sí mismos con la ilusión del poder. ¡Qué ilusos! De cada diez poemas uno por lo
menos cantará el poder del Verbo y la elevada misión del Poeta lo que,
justamente, demuestra que el Verbo y la Misión están en peligro... y los
estudios o reseñas sobre poesía nos procuran una rara impresión: porque su
inteligencia, sutileza y finura están en contraste con el tono que es a la vez
ingenuo y pretencioso.
Todavía no han comprendido los poetas que de la poesía
no se puede hablar en tono poético y por eso sus revistas están llenas de
poetizaciones sobre la poesía muy a menudo horripilantes por su estéril
malabarismo verbal. A esos pecados mortales contra el estilo los lleva el temor
que sienten ante la realidad y la necesidad de encontrar a toda costa una
afirmación de su quebrantado prestigio. La ceguera voluntaria se nota también
en ese simplismo tremendo en que caen hombres, por otra parte muy inteligentes,
cuando se trata de su suerte. Muchos poetas pretenden salvarse de las
dificultades expuestas más arriba declarando que ellos escriben sólo para sí
mismos, para su propio goce estético aunque al mismo tiempo hacen lo posible
por publicar sus obras. Otros buscan la salvación en el marxismo y afirman con
toda seriedad que el pueblo es capaz de asimilar sus refinadísimos y difíciles
poemas, productos de siglos de cultura. Ahora la mayoría de los poetas cree
firmemente en la repercusión social de los versos y nos dirán extrañados:
"Pero cómo puede usted dudar... Vea las muchedumbres que asisten a cada
recital poético. ¡Cuántas ediciones se publican! Cuánto se escribe sobre la
poesía y cuán admirados son los que conducen a los pueblos por el camino de la
Belleza."No se les ocurre pensar que en un recital poético es casi
imposible asimilar un verso (porque no basta escuchar un verso moderno una sola
vez para entenderlo), que miles de libros se compran para no ser leídos nunca,
que los que escriben en los periódicos sobre poesía son poetas y que los
pueblos admiran sus poetas porque necesitan mitos. No se dan cuenta que si las
escuelas no enseñasen a los niños el culto de los poetas en sus tristes y tan
formales clases de idioma nacional y si este culto no se mantuviera todavía por
inercia entre los adultos nadie, fuera de unos pocos aficionados, se
interesaría en ellos. No quieren ver que esa supuesta admiración por el canto versificado
es en realidad el resultado de muchos factores como la tradición, la imitación
y, aún otros, como el sentimiento religioso o la afición deportiva (porque
asistimos a un recital poético del mismo modo que a una misa −sin comprenderlo−
y sólo cumpliendo un acto de presencia frente a un rito; y porque nos interesa
la carrera de los poetas hacia la gloria así como nos interesan las carreras de
caballos); no, ese complicado proceso de la reacción de las multitudes se
reduce para ellos a la fórmula: "el verso encanta porque es bello..."
Que me disculpen los poetas. Yo no los ataco para molestarlos y gustoso
tributaré homenaje a los altos valores personales de muchos de ellos; sin
embargo ya se ha colmado el cáliz de sus pecados. Hay que abrir las ventanas de
esta hermética casa y sacar sus habitantes al aire fresco, hay que sacudir la
pesada, majestuosa y rígida forma que los abruma. Poco me importa que digáis
pestes de mí y de mi nota. ¿Acaso puedo esperar que aceptéis un juicio que os
quita la razón de ser? Y, además, mis palabras están destinadas a la nueva
generación. El mundo se vería en situación desesperada si cada año no entrase
un nuevo contingente de seres humanos, frescos, libres del pasado, no
comprometidos con nadie ni con nada, no paralizados por puestos, glorias,
obligaciones y responsabilidades, seres, en fin, no definidos por lo que ya han
hecho y, por lo tanto, libres para elegir.