¿Cuál es el sonido de la atención? Existe un famoso kōan zen destinado a romper esa mente con la que hilamos una rumia cósmica. El maestro da un aplauso y dice: “Éste es el sonido de dos manos, ¿cuál es el sonido de una sola mano?” Plantea el problema a sus discípulos para comprobar su progreso. El objetivo es desconcertar el pensamiento lógico y provocar un aumento de conciencia.
El sonido de la atención es un kōan. Primero disfrutamos de la pregunta, sin apurarnos a responderla. La respuesta sólo aparecerá si hacemos silencio. A esa escena única asiste Jorge Santkovsky, y vuelve para contarlo. La observación es la clave. Y hacerse un momento para captar los detalles es fundamental.
La atención se cansa de estar atenta. Antes de que se dispare en haces de luz infinita, detengámosla. Esa milésima de segundo en que lo conseguimos es eterna. Y pasa. Y la dejamos pasar, sin esperanza ni miedo. Queda este libro donde el tiempo se toma un descanso y nos invita a que lo hagamos nosotros también
Contratapa de Griselda Garcia
Me incorporo
descubro que es el día esperado
me detengo.
Puedo sentir
cómo se dispara la atención
hacia otros menesteres.
Una idea lleva a la otra
sin freno ni medida.
Pero hoy
nada tiene prisa.
Todo se aligera lo suficiente
para dejarlo de lado.
Por un breve tiempo
se disipan las cadenas,
vuelvo a la caverna
de la que nunca he salido.
El aliento se congela
y no es de frío.
No necesito más,
el tiempo que me rodea
se ha tomado un descanso.
Es una noche
de calor agobiante
y me despierto
con un frío en el estómago.
Quiero controlar
con mis pensamientos
los actos de los otros.
Sé que estoy perdido.
Ya es de madrugada,
espero que sea la hora
donde la acción
suplanta a las conjeturas.
Desde mi balcón
escucho el zumbido de motores
en su andar temerario,
botellas que se estrellan con furia,
gritos y graznidos
a una distancia que no distingo.
La madrugada es así:
pocos vecinos a la vista,
ciertos dolores,
pensamientos recurrentes.
Voy flotando
sobre el pulmón de mi ciudad
sin descuidar mis tareas
que realizo con esmero.
Este intervalo es sólo mío,
y pese al bullicio apresurado
todo asoma adormecido.
Sé que voy a ras del suelo,
ni siquiera en esta gracia
intento el autoengaño,
pero comienzo a sospechar
que los instantes tienen diferente
peso, aunque todos
se hunden en el tiempo.
Nadie sabe el porqué
pero sonrío.
De estos instantes
me alimento
no sólo del pan de cada día.
Sólo ocurre
si hay cierta armonía
y ningún apremio reclama nuestra atención.
Entonces
el cansancio de lo cotidiano
se toma su revancha
y nuestro cuerpo
busca otro accionar.
Hay días como hoy
en que lo mejor es la lluvia,
y acompañado de ese sonido peculiar
quiero olvidarme de quién soy,
de qué pretendo ser
o de lo que hubiera sido.
Hay tardes como ésta
en que sólo deseamos
que la vida se detenga.
Me atrevo a dejar de lado
el miedo a perderlo todo,
para aliviar la carga
y borrar las heridas.
En soledad,
siempre y cuando
nada me amenace,
estoy dispuesto
a comenzar de nuevo.
Pero ante el peligro inminente
la memoria me traiciona,
resucita la codicia
y en cada recaída empuña la bandera.
Así es como
la pena entró en mi morada,
un inquilino que llegó para quedarse.
descubro que es el día esperado
me detengo.
Puedo sentir
cómo se dispara la atención
hacia otros menesteres.
Una idea lleva a la otra
sin freno ni medida.
Pero hoy
nada tiene prisa.
Todo se aligera lo suficiente
para dejarlo de lado.
Por un breve tiempo
se disipan las cadenas,
vuelvo a la caverna
de la que nunca he salido.
El aliento se congela
y no es de frío.
No necesito más,
el tiempo que me rodea
se ha tomado un descanso.
Es una noche
de calor agobiante
y me despierto
con un frío en el estómago.
Quiero controlar
con mis pensamientos
los actos de los otros.
Sé que estoy perdido.
Ya es de madrugada,
espero que sea la hora
donde la acción
suplanta a las conjeturas.
Desde mi balcón
escucho el zumbido de motores
en su andar temerario,
botellas que se estrellan con furia,
gritos y graznidos
a una distancia que no distingo.
La madrugada es así:
pocos vecinos a la vista,
ciertos dolores,
pensamientos recurrentes.
Voy flotando
sobre el pulmón de mi ciudad
sin descuidar mis tareas
que realizo con esmero.
Este intervalo es sólo mío,
y pese al bullicio apresurado
todo asoma adormecido.
Sé que voy a ras del suelo,
ni siquiera en esta gracia
intento el autoengaño,
pero comienzo a sospechar
que los instantes tienen diferente
peso, aunque todos
se hunden en el tiempo.
Nadie sabe el porqué
pero sonrío.
De estos instantes
me alimento
no sólo del pan de cada día.
Sólo ocurre
si hay cierta armonía
y ningún apremio reclama nuestra atención.
Entonces
el cansancio de lo cotidiano
se toma su revancha
y nuestro cuerpo
busca otro accionar.
Hay días como hoy
en que lo mejor es la lluvia,
y acompañado de ese sonido peculiar
quiero olvidarme de quién soy,
de qué pretendo ser
o de lo que hubiera sido.
Hay tardes como ésta
en que sólo deseamos
que la vida se detenga.
Me atrevo a dejar de lado
el miedo a perderlo todo,
para aliviar la carga
y borrar las heridas.
En soledad,
siempre y cuando
nada me amenace,
estoy dispuesto
a comenzar de nuevo.
Pero ante el peligro inminente
la memoria me traiciona,
resucita la codicia
y en cada recaída empuña la bandera.
Así es como
la pena entró en mi morada,
un inquilino que llegó para quedarse.
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