martes, 20 de octubre de 2020

"Cuanta tierra necesita un hombre" de León Tolstoi

 




Érase una vez un campesino llamado Pahom, que había trabajado dura y honestamente para su familia, pero que no tenía tierras propias, así que siempre permanecía en la pobreza. “Ocupados como estamos desde la niñez trabajando la madre tierra -pensaba a menudo- los campesinos siempre debemos morir como vivimos, sin nada propio. Las cosas serían diferentes si tuviéramos nuestra propia tierra.”

Ahora bien, cerca de la aldea de Pahom vivía una dama, una pequeña terrateniente, que poseía una finca de ciento cincuenta hectáreas. Un invierno se difundió la noticia de que esta dama iba a vender sus tierras. Pahom oyó que un vecino suyo compraría veinticinco hectáreas y que la dama había consentido en aceptar la mitad en efectivo y esperar un año por la otra mitad.

“Qué te parece -pensó Pahom- Esa tierra se vende, y yo no obtendré nada.”

Así que decidió hablar con su esposa.

-Otras personas están comprando, y nosotros también debemos comprar unas diez hectáreas. La vida se vuelve imposible sin poseer tierras propias.

Se pusieron a pensar y calcularon cuánto podrían comprar. Tenían ahorrados cien rublos. Vendieron un potrillo y la mitad de sus abejas; contrataron a uno de sus hijos como peón y pidieron anticipos sobre la paga. Pidieron prestado el resto a un cuñado, y así juntaron la mitad del dinero de la compra. Después de eso, Pahom escogió una parcela de veinte hectáreas, donde había bosques, fue a ver a la dama e hizo la compra.

Así que ahora Pahom tenía su propia tierra. Pidió semilla prestada, y la sembró, y obtuvo una buena cosecha. Al cabo de un año había logrado saldar sus deudas con la dama y su cuñado. Así se convirtió en terrateniente, y talaba sus propios árboles, y alimentaba su ganado en sus propios pastos. Cuando salía a arar los campos, o a mirar sus mieses o sus prados, el corazón se le llenaba de alegría. La hierba que crecía allí y las flores que florecían allí le parecían diferentes de las de otras partes. Antes, cuando cruzaba esa tierra, le parecía igual a cualquier otra, pero ahora le parecía muy distinta.





Un día Pahom estaba sentado en su casa cuando un viajero se detuvo ante su casa. Pahom le preguntó de dónde venía, y el forastero respondió que venía de allende el Volga, donde había estado trabajando. Una palabra llevó a la otra, y el hombre comentó que había muchas tierras en venta por allá, y que muchos estaban viajando para comprarlas. Las tierras eran tan fértiles, aseguró, que el centeno era alto como un caballo, y tan tupido que cinco cortes de guadaña formaban una avilla. Comentó que un campesino había trabajado sólo con sus manos, y ahora tenía seis caballos y dos vacas.

El corazón de Pahom se colmó de anhelo.

“¿Por qué he de sufrir en este agujero -pensó- si se vive tan bien en otras partes? Venderé mi tierra y mi finca, y con el dinero comenzaré allá de nuevo y tendré todo nuevo”.

Pahom vendió su tierra, su casa y su ganado, con buenas ganancias, y se mudó con su familia a su nueva propiedad. Todo lo que había dicho el campesino era cierto, y Pahom estaba en mucha mejor posición que antes. Compró muchas tierras arables y pasturas, y pudo tener las cabezas de ganado que deseaba.

Al principio, en el ajetreo de la mudanza y la construcción, Pahom se sentía complacido, pero cuando se habituó comenzó a pensar que tampoco aquí estaba satisfecho. Quería sembrar más trigo, pero no tenía tierras suficientes para ello, así que arrendó más tierras por tres años. Fueron buenas temporadas y hubo buenas cosechas, así que Pahom ahorró dinero. Podría haber seguido viviendo cómodamente, pero se cansó de arrendar tierras ajenas todos los años, y de sufrir privaciones para ahorrar el dinero.

“Si todas estas tierras fueran mías -pensó-, sería independiente y no sufriría estas incomodidades.”

Un día un vendedor de bienes raíces que pasaba le comentó que acababa de regresar de la lejana tierra de los bashkirs, donde había comprado seiscientas hectáreas por sólo mil rublos.

-Sólo debes hacerte amigo de los jefes -dijo- Yo regalé como cien rublos en vestidos y alfombras, además de una caja de té, y di vino a quienes lo bebían, y obtuve la tierra por una bicoca.

“Vaya -pensó Pahom-, allá puedo tener diez veces más tierras de las que poseo. Debo probar suerte.”

Pahom encomendó a su familia el cuidado de la finca y emprendió el viaje, llevando consigo a su criado. Pararon en una ciudad y compraron una caja de té, vino y otros regalos, como el vendedor les había aconsejado. Continuaron viaje hasta recorrer más de quinientos kilómetros, y el séptimo día llegaron a un lugar donde los bashkirs habían instalado sus tiendas.

En cuanto vieron a Pahom, salieron de las tiendas y se reunieron en torno al visitante. Le dieron té y kurniss, y sacrificaron una oveja y le dieron de comer. Pahom sacó presentes de su carromato y los distribuyó, y les dijo que venía en busca de tierras. Los bashkirs parecieron muy satisfechos y le dijeron que debía hablar con el jefe. Lo mandaron a buscar y le explicaron a qué había ido Pahom.

El jefe escuchó un rato, pidió silencio con un gesto y le dijo a Pahom:

-De acuerdo. Escoge la tierra que te plazca. Tenemos tierras en abundancia.

-¿Y cuál será el precio? -preguntó Pahom.

-Nuestro precio es siempre el mismo: mil rublos por día.

Pahom no comprendió.

-¿Un día? ¿Qué medida es ésa? ¿Cuántas hectáreas son?

-No sabemos calcularlo -dijo el jefe-. La vendemos por día. Todo lo que puedas recorrer a pie en un día es tuyo, y el precio es mil rublos por día.

Pahom quedó sorprendido.

-Pero en un día se puede recorrer una vasta extensión de tierra -dijo.

El jefe se echó a reír.

-¡Será toda tuya! Pero con una condición. Si no regresas el mismo día al lugar donde comenzaste, pierdes el dinero.

-¿Pero cómo debo señalar el camino que he seguido?

-Iremos a cualquier lugar que gustes, y nos quedaremos allí. Puedes comenzar desde ese sitio y emprender tu viaje, llevando una azada contigo. Donde lo consideres necesario, deja una marca. En cada giro, cava un pozo y apila la tierra; luego iremos con un arado de pozo en pozo. Puedes hacer el recorrido que desees, pero antes que se ponga el sol debes regresar al sitio de donde partiste. Toda la tierra que cubras será tuya.

Pahom estaba alborozado. Decidió comenzar por la mañana. Charlaron, bebieron más kurniss, comieron más oveja y bebieron más té, y así llegó la noche. Le dieron a Pahom una cama de edredón, y los bashkirs se dispersaron, prometiendo reunirse a la mañana siguiente al romper el alba y viajar al punto convenido antes del amanecer.

Pahom se quedó acostado, pero no pudo dormirse. No dejaba de pensar en su tierra.

“¡Qué gran extensión marcaré! -pensó-. Puedo andar fácilmente cincuenta kilómetros por día. Los días ahora son largos, y un recorrido de cincuenta kilómetros representará gran cantidad de tierra. Venderé las tierras más áridas, o las dejaré a los campesinos, pero yo escogeré la mejor y la trabajaré. Compraré dos yuntas de bueyes y contrataré dos peones más. Unas noventa hectáreas destinaré a la siembra y en el resto criaré ganado.”

Por la puerta abierta vio que estaba rompiendo el alba.

-Es hora de despertarlos -se dijo-. Debemos ponernos en marcha.

Se levantó, despertó al criado (que dormía en el carromato), le ordenó uncir los caballos y fue a despertar a los bashkirs.

-Es hora de ir a la estepa para medir las tierras -dijo.

Los bashkirs se levantaron y se reunieron, y también acudió el jefe. Se pusieron a beber más kurniss, y ofrecieron a Pahom un poco de té, pero él no quería esperar.

-Si hemos de ir, vayamos de una vez. Ya es hora.

Los bashkirs se prepararon y todos se pusieron en marcha, algunos a caballo, otros en carros. Pahom iba en su carromato con el criado, y llevaba una azada. Cuando llegaron a la estepa, el cielo de la mañana estaba rojo. Subieron una loma y, apeándose de carros y caballos, se reunieron en un sitio. El jefe se acercó a Pahom y extendió el brazo hacia la planicie.

-Todo esto, hasta donde llega la mirada, es nuestro. Puedes tomar lo que gustes.

A Pahom le relucieron los ojos, pues era toda tierra virgen, chata como la palma de la mano y negra como semilla de amapola, y en las hondonadas crecían altos pastizales.

El jefe se quitó la gorra de piel de zorro, la apoyó en el suelo y dijo:

-Ésta será la marca. Empieza aquí y regresa aquí. Toda la tierra que rodees será tuya.

Pahom sacó el dinero y lo puso en la gorra. Luego se quitó el abrigo, quedándose con su chaquetón sin mangas. Se aflojó el cinturón y lo sujetó con fuerza bajo el vientre, se puso un costal de pan en el pecho del jubón y, atando una botella de agua al cinturón, se subió la caña de las botas, empuñó la azada y se dispuso a partir. Tardó un instante en decidir el rumbo. Todas las direcciones eran tentadoras.

-No importa -dijo al fin-. Iré hacia el sol naciente.

Se volvió hacia el este, se desperezó y aguardó a que el sol asomara sobre el horizonte.

“No debo perder tiempo -pensó-, pues es más fácil caminar mientras todavía está fresco.”

Los rayos del sol no acababan de chispear sobre el horizonte cuando Pahom, azada al hombro, se internó en la estepa.

Pahom caminaba a paso moderado. Tras avanzar mil metros se detuvo, cavó un pozo y apiló terrones de hierba para hacerlo más visible. Luego continuó, y ahora que había vencido el entumecimiento apuró el paso. Al cabo de un rato cavó otro pozo.

Miró hacia atrás. La loma se veía claramente a la luz del sol, con la gente encima, y las relucientes llantas de las ruedas del carromato. Pahom calculó que había caminado cinco kilómetros. Estaba más cálido; se quitó el chaquetón, se lo echó al hombro y continuó la marcha. Ahora hacía más calor; miró el sol; era hora de pensar en el desayuno.

-He recorrido el primer tramo, pero hay cuatro en un día, y todavía es demasiado pronto para virar. Pero me quitaré las botas -se dijo.

Se sentó, se quitó las botas, se las metió en el cinturón y reanudó la marcha. Ahora caminaba con soltura.

“Seguiré otros cinco kilómetros -pensó-, y luego giraré a la izquierda. Este lugar es tan promisorio que sería una pena perderlo. Cuanto más avanzo, mejor parece la tierra.”

Siguió derecho por un tiempo, y cuando miró en torno, la loma era apenas visible y las personas parecían hormigas, y apenas se veía un destello bajo el sol.

“Ah -pensó Pahom-, he avanzado bastante en esta dirección, es hora de girar. Además estoy sudando, y muy sediento.”

Se detuvo, cavó un gran pozo y apiló hierba. Bebió un sorbo de agua y giró a la izquierda. Continuó la marcha, y la hierba era alta, y hacía mucho calor.

Pahom comenzó a cansarse. Miró el sol y vio que era mediodía.

“Bien -pensó-, debo descansar.”

Se sentó, comió pan y bebió agua, pero no se acostó, temiendo quedarse dormido. Después de estar un rato sentado, siguió andando. Al principio caminaba sin dificultad, y sentía sueño, pero continuó, pensando: “Una hora de sufrimiento, una vida para disfrutarlo”.

Avanzó un largo trecho en esa dirección, y ya iba a girar de nuevo a la izquierda cuando vio un fecundo valle. “Sería una pena excluir ese terreno -pensó-. El lino crecería bien aquí.”. Así que rodeó el valle y cavó un pozo del otro lado antes de girar. Pahom miró hacia la loma. El aire estaba brumoso y trémulo con el calor, y a través de la bruma apenas se veía a la gente de la loma.

“¡Ah! -pensó Pahom-. Los lados son demasiado largos. Este debe ser más corto.” Y siguió a lo largo del tercer lado, apurando el paso. Miró el sol. Estaba a mitad de camino del horizonte, y Pahom aún no había recorrido tres kilómetros del tercer lado del cuadrado. Aún estaba a quince kilómetros de su meta.

“No -pensó-, aunque mis tierras queden irregulares, ahora debo volver en línea recta. Podría alejarme demasiado, y ya tengo gran cantidad de tierra.”.

Pahom cavó un pozo de prisa.

Echó a andar hacia la loma, pero con dificultad. Estaba agotado por el calor, tenía cortes y magulladuras en los pies descalzos, le flaqueaban las piernas. Ansiaba descansar, pero era imposible si deseaba llegar antes del poniente. El sol no espera a nadie, y se hundía cada vez más.

“Cielos -pensó-, si no hubiera cometido el error de querer demasiado. ¿Qué pasará si llego tarde?”

Miró hacia la loma y hacia el sol. Aún estaba lejos de su meta, y el sol se aproximaba al horizonte.

Pahom siguió caminando, con mucha dificultad, pero cada vez más rápido. Apuró el paso, pero todavía estaba lejos del lugar. Echó a correr, arrojó la chaqueta, las botas, la botella y la gorra, y conservó sólo la azada que usaba como bastón.

“Ay de mí. He deseado mucho, y lo eché todo a perder. Tengo que llegar antes de que se ponga el sol.”

El temor le quitaba el aliento. Pahom siguió corriendo, y la camisa y los pantalones empapados se le pegaban a la piel, y tenía la boca reseca. Su pecho jadeaba como un fuelle, su corazón batía como un martillo, sus piernas cedían como si no le pertenecieran. Pahom estaba abrumado por el terror de morir de agotamiento.

Aunque temía la muerte, no podía detenerse. “Después que he corrido tanto, me considerarán un tonto si me detengo ahora”, pensó. Y siguió corriendo, y al acercarse oyó que los bashkirs gritaban y aullaban, y esos gritos le inflamaron aún más el corazón. Juntó sus últimas fuerzas y siguió corriendo.

El hinchado y brumoso sol casi rozaba el horizonte, rojo como la sangre. Estaba muy bajo, pero Pahom estaba muy cerca de su meta. Podía ver a la gente de la loma, agitando los brazos para que se diera prisa. Veía la gorra de piel de zorro en el suelo, y el dinero, y al jefe sentado en el suelo, riendo a carcajadas.

“Hay tierras en abundancia -pensó-, ¿pero me dejará Dios vivir en ellas? ¡He perdido la vida, he perdido la vida! ¡Nunca llegaré a ese lugar!”

Pahom miró el sol, que ya desaparecía, ya era devorado. Con el resto de sus fuerzas apuró el paso, encorvando el cuerpo de tal modo que sus piernas apenas podían sostenerlo. Cuando llegó a la loma, de pronto oscureció. Miró el cielo. ¡El sol se había puesto! Pahom dio un alarido.

“Todo mi esfuerzo ha sido en vano”, pensó, y ya iba a detenerse, pero oyó que los bashkirs aún gritaban, y recordó que aunque para él, desde abajo, parecía que el sol se había puesto, desde la loma aún podían verlo. Aspiró una buena bocanada de aire y corrió cuesta arriba. Allí aún había luz. Llegó a la cima y vio la gorra. Delante de ella el jefe se reía a carcajadas. Pahom soltó un grito. Se le aflojaron las piernas, cayó de bruces y tomó la gorra con las manos.

-¡Vaya, qué sujeto tan admirable! -exclamó el jefe-. ¡Ha ganado muchas tierras!

El criado de Pahom se acercó corriendo y trató de levantarlo, pero vio que le salía sangre de la boca. ¡Pahom estaba muerto!

Los pakshirs chasquearon la lengua para demostrar su piedad.

Su criado empuñó la azada y cavó una tumba para Pahom, y allí lo sepultó. Dos metros de la cabeza a los pies era todo lo que necesitaba.

“Много ли человеку земли нужно”
(“Mnogo li cheloveku zemli nuzhno”), 1886


domingo, 18 de octubre de 2020

Pablo De Santis : El retrato escondido

 


En agosto de 1885 un hombre de traje negro, al que le faltaba la mano derecha, se presentó en mi casa. En la izquierda llevaba un maletín de cuero. Dijo llamarse Virgil Spatia; era un representante del despacho de abogados Miller & Benson, de Baltimore, y tenía el penoso deber de notificarme que mi tío, Joseph Moran, había muerto. El hombre esperaba alguna muestra de congoja por mi parte, pero mi tío era un extraño para mí, y la muerte, más que alejarlo, lo trajo bruscamente a la actualidad. Pregunté, para disimular mi falta de zozobra, si aquel despacho siempre se había ocupado de los asuntos de mi tío. Spatia dirigió su brazo derecho a una taza de té que acababa de servirle, como si de pronto hubiera olvidado la pérdida de su mano, y respondió que él no sabía nada de eso porque no era un empleado, solo ocasionalmente hacía encargos para esos abogados. Y agregó:

-Trabajo para una agencia de malas noticias; por una suma módica, decimos lo que nadie más quiere decir. Nos presentamos provistos de sales contra desmayos, frases oportunas y pañuelos perfumados.

Yo no necesitaba ninguna de esas cosas. Antes de marcharse, Spatia sacó de su maletín de cuero una carta en la que los abogados me notificaban que era el dueño de la casa de Moran, en Baltimore.

-Esa no es una mala noticia -dije.

-Es que usted todavía no ha visto la casa -dijo Spatia, a modo de despedida.

Nadie recuerda hoy el nombre de Joseph Moran, pero en la década de los cincuenta tuvo cierta fama como retratista de sociedad; en las grandes mansiones de Baltimore nunca faltaba un retrato de la señora de la casa, debidamente rejuvenecida y embellecida por el pincel de Moran. A veces les hacía el favor a sus modelos de crear sobre la tela un efecto de neblina. Esa misma neblina se corresponde muy bien a los recuerdos que tengo de mi tío: como siempre detestó a los niños, solo una vez se acercó a mí, y fue para preguntarme dónde estaba mi madre, que era su hermana. Señalé alguna parte de la casa y eso fue todo.

Moran había heredado una pequeña fortuna de su esposa, muerta a la edad de treinta años, pero la había gastado por su manía de coleccionista. En una época fueron las estampas japonesas, en otra las espadas medievales, y por último los barcos en botellas. Su casa, mientras tanto, había desarrollado su propia colección de caños rotos, paredes descascaradas y pisos devorados por insectos. Convertir esa casa en un lugar decente podía costar una fortuna. Yo esperaba que la casa solucionara sola sus propios problemas, y que las colecciones inútiles pagaran los caños rotos y la mampostería deshecha. Pero esperaba algo más: quería encontrar, bajo las 324 cajas (las conté) con papeles de mi tío, el original de La carta robada, de Edgar Allan Poe.

Poe, agradecido por anticipado, le regaló el original del cuento. Mi tío siempre se jactó, en las pocas comidas familiares a las que asistió, de la posesión de ese manuscrito.

Mi tío era un hombre con fama de fabulador; empezó, como tantos mentirosos, a cometer por interés algunas pequeñas faltas a la verdad, y terminó por ignorar desinteresadamente la diferencia entre realidad y fantasía. Era muy difícil adivinar qué había de cierto en el catálogo de sus hechos, pero algo estaba fuera de toda duda: en su juventud había conocido a Edgar Poe. En 1844 el escritor se había mudado con su esposa a Nueva York. Mi tío vivía entonces en la ciudad y lo conoció a través de la familia Brenan, que le había alquilado la casa al poeta. La gente que tiene la fortuna de no ser artista procura que los artistas se conozcan entre sí, como si alguna vez, en la larga historia de la literatura, de la pintura y de la música, algún artista hubiera mostrado algún genuino interés por otro. Luego de algún recelo inicial, Poe y Moran comenzaron a reunirse por las tardes para conversar sobre su tema favorito: ellos mismos. Moran aprovechaba estos momentos para trazar algunos bocetos de un retrato al óleo de Poe. En ese momento estaba escribiendo La carta robada, y Moran se había propuesto que el cuadro lo mostrase trabajando en la corrección final del cuento. Cuando estaba por terminar el cuadro, que representaba a Poe sentado en un sillón de alto respaldo, sosteniendo las cuartillas con la mano izquierda, Moran le prometió hacer una réplica para él; Poe, agradecido por anticipado, le regaló el original del cuento. Mi tío siempre se jactó, en las pocas comidas familiares a las que asistió, de la posesión de ese manuscrito.

Durante meses recorrí cada centímetro de la casa buscando esos papeles. Yo había escrito La tragedia de Edgar Poe, un pequeño tratado que había pasado inadvertido incluso entre los especialistas en el autor. Las tesis del libro eran audaces, su justificación, sólida: no encuentro otro motivo para este vacío que las maquinaciones de Rufus Griswold, implacable albacea de Poe, a quien Baudelaire tuvo el buen tino de calificar de vampiro. Yo contaba con que el hallazgo de un original me permitiera cotejar las distintas versiones que existían del cuento. Confiaba en que un artículo contundente rescataría mi libro de su injusto olvido.

 

La tarea de reconstruir la casa fue comiéndose las laboriosas colecciones de mi tío: un rematador diligente me liberó de estampas japonesas y de esas herrumbrosas espadas que, mal fijadas en las paredes, a menudo se venían abajo y terminaban clavadas en el piso. Dejé para el final la pintura de Poe, que pasó a integrar una exposición de grandes retratos que se llamó Hombres representativos y recorrió el país. Con lo que saqué por la pintura me pagué un viaje a París y una larga estadía en el Hotel de Marte. El hotel no estaba mejor que mi casa, pero cuánto mejor es ver un techo que gotea o que se cae sabiendo que no es deber nuestro pagar a los albañiles. Lo bueno de viajar es que, fuera de casa, podemos contemplar todo derrumbe con el corazón tranquilo.

La distancia es un instrumento de la verdad; al volver y estar de nuevo solo en la gran casa, cuyos trabajos parecían no avanzar nunca, comprendí la verdad de la historia. Fue de noche: no podía dormir y, para distraerme, tomé el cuento y lo leí como si no lo hubiera leído nunca. A veces la literatura nos muestra cómo asuntos que parecen lejanos son los nuestros. El cuento no hablaba de una carta perdida o de un investigador ocioso y sagaz: hablaba de mí, de la gran casa vacía, de mi búsqueda insensata. El cuento había estado a la vista de todos todo el tiempo y solo yo, por milagro, había descubierto el secreto.

El cuadro se exhibía entonces en la alcaldía de Richmond; allí entré una noche. Solo, en la oscuridad, armado con una linterna, fui al encuentro del original perdido. Había llegado a la conclusión de que la pintura ocultaba el cuento verdadero: lo que se veía en la pintura, aprisionado en el barniz, era el papel real. Apenas llegué a hacer un tajo en la superficie: de inmediato tres hombres cayeron sobre mí, como si salieran de los grandes retratos. Pero no eran hombres representativos, sino guardias: olían a tabaco y brandy y me golpearon con la alegría que la gente baja encuentra en la violencia inmotivada.

Hoy el retrato se exhibe en el museo Edgar Allan Poe de Richmond. He intentado acercarme pero, a pesar de mis variados disfraces, siempre he sido descubierto. Además, nunca dejan sola la pintura. Los visitantes que conocen la historia tratan de descubrir si realmente hay un papel allí debajo, o si es solo un efecto de la luz. La pintura, debo decir, ha envejecido, y Poe parece un muñeco de cera: los colores se han vuelto opresivos y odiosos. El tajo, en cambio, es nítido, y al cabo de tantos años ha hecho suyo el secreto del arte: no cesa de prometer algo que nunca termina de mostrar.

 

lunes, 12 de octubre de 2020

Extracto de El hombre de la arena (Der Sandmann) por E.T.A. Hoffmann

 


Nataniel a Lotario

Sin duda estarán inquietos porque hace tanto tiempo que no les escribo. Mamá estará enfadada y Clara pensará que vivo en tal torbellino de alegría que he olvidado por completo la dulce imagen angelical tan profundamente grabada en mi corazón y en mi alma. Pero no es así; cada día, cada hora, pienso en ustedes y el rostro encantador de Clara vuelve una y otra vez en mis sueños; sus ojos transparentes me miran con dulzura, y su boca me sonríe como antaño, cuando volvía junto a ustedes. ¡Ay de mí! ¿Cómo podría haberles escrito con la violencia que anidaba en mi espíritu y que hasta ahora ha turbado todos mis pensamientos? ¡Algo espantoso se ha introducido en mi vida! Sombríos presentimientos de un destino cruel y amenazador se ciernen sobre mí, como nubes negras, impenetrables a los alegres rayos del sol. Debo decirte lo que me ha sucedido. Debo hacerlo, es preciso, pero sólo con pensarlo oigo a mi alrededor risas burlonas. ¡Ay, querido Lotario, cómo hacer para intentar solamente que comprendas que lo que me sucedió hace unos días ha podido turbar mi vida de una forma terrible! Si estuvieras aquí podrías ver con tus propios ojos; pero ciertamente piensas ahora en mí como en un visionario absurdo. En pocas palabras, la horrible visión que tuve, y cuya mortal influencia intento evitar, consiste simplemente en que, hace unos días, concretamente el 30 de octubre a mediodía, un vendedor de barómetros entró en mi casa y me ofreció su mercancía. No compré nada y lo amenacé con precipitarlo escaleras abajo, pero se marchó al instante.

Sospechas sin duda que circunstancias concretas que han marcado profundamente mi vida conceden relevancia a este insignificante acontecimiento, y así es en efecto. Reúno todas mis fuerzas para contarte con tranquilidad y paciencia algunas cosas de mi infancia que aportarán luz y claridad a tu espíritu. En el momento de comenzar te veo reír y oigo a Clara que dice: «¡son auténticas chiquilladas!» ¡Ríanse! ¡Ríanse de todo corazón, se los suplico! Pero ¡Dios del cielo!, mis cabellos se erizan, y me parece que los conjuro a burlarse de mí en el delirio de la desesperación, como Franz Moor conjuraba a Daniel. Vamos al hecho en cuestión.

Salvo en las horas de las comidas, mis hermanos y yo veíamos a mi padre bastante poco. Estaba muy ocupado en su trabajo. Después de la cena, que, conforme a las antiguas costumbres, se servía a las siete, íbamos todos, nuestra madre con nosotros, al despacho de nuestro padre, y nos sentábamos a una mesa redonda. Mi padre fumaba su pipa y bebía un gran vaso de cerveza. Con frecuencia nos contaba historias maravillosas, y sus relatos lo apasionaban tanto que dejaba que su pipa se apagase; yo estaba encargado de encendérsela de nuevo con una astilla prendida, lo cual me producía un indescriptible placer. También a menudo nos daba libros con láminas; y permanecía silencioso e inmóvil en su sillón apartando espesas nubes de humo que nos envolvían a todos como la niebla. En este tipo de veladas, mi madre estaba muy triste, y apenas oía sonar las nueve, exclamaba: «Vamos niños, a la cama… ¡el Hombre de Arena está al llegar…! ¡ya lo oigo!» Y, en efecto, se oía entonces retumbar en la escalera graves pasos; debía ser el Hombre de Arena. En cierta ocasión, aquel ruido me produjo más escalofríos que de costumbre y pregunté a mi madre mientras nos acompañaba:

-¡Oye mamá! ¿Quién es ese malvado Hombre de Arena que nos aleja siempre del lado de papá? ¿Qué aspecto tiene?

-No existe tal Hombre de Arena, cariño -me respondió mi madre-. Cuando digo “viene el Hombre de Arena” quiero decir que tienen que ir a la cama y que sus párpados se cierran involuntariamente como si alguien les hubiera tirado arena a los ojos.

La respuesta de mi madre no me satisfizo y mi infantil imaginación adivinaba que mi madre había negado la existencia del Hombre de Arena para no asustarnos. Pero yo lo oía siempre subir las escaleras.

Lleno de curiosidad, impaciente por asegurarme de la existencia de este hombre, pregunté a una vieja criada que cuidaba de la más pequeña de mis hermanas, quién era aquel personaje.

-¡Ah mi pequeño Nataniel! -me contestó-, ¿no lo sabes? Es un hombre malo que viene a buscar a los niños cuando no quieren irse a la cama y les arroja un puñado de arena a los ojos haciéndolos llorar sangre. Luego los mete en un saco y se los lleva a la luna creciente para divertir a sus hijos, que esperan en el nido y tienen picos encorvados como las lechuzas para comerles los ojos a picotazos.

Desde entonces, la imagen del Hombre de Arena se grabó en mi espíritu de forma terrible; y, por la noche, en el instante en que las escaleras retumbaban con el ruido de sus pasos, temblaba de ansiedad y de horror; mi madre sólo podía entonces arrancarme estas palabras ahogadas por mis lágrimas: «¡El Hombre de Arena! ¡El Hombre de Arena!» Corría al dormitorio y aquella terrible aparición me atormentaba durante toda la noche.

Yo tenía ya la edad suficiente como para pensar que la historia del Hombre de Arena y sus hijos en el nido de la luna creciente, según la contaba la vieja criada, no era del todo exacta; sin embargo, el Hombre de Arena siguió siendo para mí un espectro amenazador. El terror se apoderaba de mí cuando lo oía subir al despacho de mi padre. Algunas veces duraba su ausencia largo tiempo; luego, sus visitas volvían a ser frecuentes; aquello duró varios años. No podía acostumbrarme a tan extraña aparición, y la sombría figura de aquel desconocido no palidecía en mi pensamiento. Su relación con mi padre ocupaba cada vez más mi imaginación, la idea de preguntarle a él me sumía en un insuperable temor, y el deseo de indagar el misterio, de ver al legendario Hombre de Arena, aumentaba en mí con los años. El Hombre de Arena me había deslizado en el mundo de lo fantástico, donde el espíritu infantil se introduce tan fácilmente. Nada me complacía tanto como leer o escuchar horribles historias de genios, brujas y duendes; pero, por encima de todas las escalofriantes apariciones, prefería la del Hombre de Arena que dibujaba con tiza y carbón en las mesas, en los armarios y en las paredes bajo las formas más espantosas. Cuando cumplí diez años, mi madre me asignó una habitación para mí solo, en el corredor, no lejos de la de mi padre. Como siempre, al sonar las nueve el desconocido se hacía oír, y había que retirarse. Desde mi habitación lo oía entrar en el despacho de mi padre, y poco después me parecía que un imperceptible vapor se extendía por toda la casa. La curiosidad por ver al Hombre de Arena de la forma que fuese crecía en mí cada vez más. Alguna vez abrí mi puerta, cuando mi padre ya se había ido, y me deslicé en el corredor; pero no pude oír nada, pues siempre habían cerrado ya la puerta cuando alcanzaba la posición adecuada para poder verle. Finalmente, empujado por un deseo irresistible, decidí esconderme en el gabinete de mi padre, y esperar allí mismo al Hombre de Arena.

Por el semblante taciturno de mi padre y por la tristeza de mi madre supe una noche que vendría el Hombre de Arena. Pretexté un enorme cansancio y abandonando la sala antes de las nueve fui a esconderme detrás de la puerta. La puerta de la calle crujió en sus goznes y lentos pasos, tardos y amenazadores, retumbaron desde el vestíbulo hasta las escaleras. Mi madre y los niños pasaron apresuradamente ante mí. Abrí despacio, muy despacio, la puerta del gabinete de mi padre. Estaba sentado como de costumbre, en silencio y de espaldas a la puerta. No me vio, y corrí a esconderme detrás de una cortina que tapaba un armario en el que estaban colgados sus trajes. Después los pasos se oyeron cada vez más cerca, alguien tosía, resoplaba y murmuraba de forma singular. El corazón me latía de miedo y expectación. Muy cerca de la puerta, un paso sonoro, un golpe violento en el picaporte, los goznes giran ruidosamente. Adelanto a mi pesar la cabeza con precaución, el Hombre de Arena está en medio de la habitación ¡el resplandor de las velas ilumina su rostro! ¡El Hombre de Arena, el terrible Hombre de Arena, es el viejo abogado Coppelius que a veces se sienta a nuestra mesa! Pero el más horrible de los rostros no me hubiera causado más espanto que el de aquel Coppelius. Imagínate un hombre de anchos hombros con una enorme cabeza deforme, una tez mate, cejas grises y espesas bajo las que brillan dos ojos verdes como los de los gatos y una nariz gigantesca que desciende bruscamente sobre sus gruesos labios. Su boca torcida se encorva aún más con su burlona sonrisa; en sus mejillas dos manchas rojas y unos acentos a la vez sordos y silbantes se escapan de entre sus dientes irregulares. Coppelius aparecía siempre con un traje color ceniza, de una hechura pasada de moda, chaqueta y pantalones del mismo color, medias negras y zapatos con hebillas de estrás. Su corta peluca, que apenas cubría su cuello, terminaba en dos bucles pegados que soportaban sus grandes orejas, de un rojo vivo, e iba a perderse en un amplio tafetán negro que se desplegaba aquí y allá en su espalda y dejaba ver el broche de plata que sujetaba su lazo. Aquella cara ofrecía un aspecto horrible y repugnante, pero lo que más nos chocaba a nosotros, niños, eran aquellas grandes manos velludas y huesudas; cuando él las dirigía hacia algún objeto, nos guardábamos de tocarlo. Él se había dado cuenta de esto y se complacía en tocar los pasteles o las frutas confitadas que nuestra madre había puesto sigilosamente en nuestros platos; entonces él gozaba viendo nuestros ojos llenos de lágrimas al no poder ya saborear por asco y repulsión las golosinas que él había rozado. Lo mismo hacía los días de fiesta, cuando nuestro padre nos servía un vasito de vino dulce. Entonces se apresuraba a coger el vaso y lo acercaba a sus labios azulados, y reía diabólicamente viendo cómo sólo podíamos exteriorizar nuestra rabia con leves sollozos. Acostumbraba a llamarnos los animalitos; en presencia suya no nos estaba permitido decir una sola palabra y maldecíamos con toda nuestra alma a aquel personaje odioso, a aquel enemigo que envenenaba deliberadamente nuestra más pequeña alegría. Mi madre parecía odiar tanto como nosotros al repugnante Coppelius, pues, desde el instante en que aparecía, su dulce alegría y su despreocupada forma de ser se tornaban en una triste y sombría gravedad. Nuestro padre se comportaba con Coppelius como si éste perteneciera a un rango superior y hubiera que soportar sus desaires con buen ánimo. Nunca dejaba de ofrecerle sus platos favoritos y descorchaba en su honor vinos de reserva.

Al ver entonces a Coppelius me di cuenta de que ningún otro podía haber sido el Hombre de Arena; pero el Hombre de Arena ya no era para mí aquel ogro del cuento de la niñera que se lleva a los niños a la luna, al nido de sus hijos con pico de lechuza. No. Era una odiosa y fantasmagórica criatura que dondequiera que se presentase traía tormento y necesidad, causando un mal durable, eterno.

Yo estaba como embrujado, con la cabeza entre las cortinas, a riesgo de ser descubierto y cruelmente castigado. Mi padre recibió alegremente a Coppelius.

-¡Vamos! ¡al trabajo! -exclamó el otro con voz sorda quitándose la levita.

Mi padre, con aire sombrío, se quitó la bata y los dos se pusieron unas túnicas negras. Mi padre abrió la puerta de un armario empotrado que ocultaba un profundo nicho donde había un horno. Coppelius se acercó, y del hogar se elevó una llama azul. Una gran cantidad de extrañas herramientas se iluminaron con aquella claridad. Pero, ¡Dios mío, qué extraña metamorfosis se había operado en los rasgos de mi anciano padre! Un dolor violento y terrible parecía haber cambiado la expresión honesta y leal de su fisonomía, que se había contraído de forma satánica. ¡Se parecía a Coppelius! Éste manejaba unas pinzas incandescentes y atizaba los carbones ardientes del hogar. Creí ver a su alrededor figuras humanas, pero sin ojos. En su lugar había cavidades negras, profundas, horribles.

-¡Ojos, ojos! -gritaba Coppelius con voz sorda, amenazadora.

Grité y caí al suelo, violentamente abatido por el miedo. Entonces Coppelius me cogió.

-¡Pequeña bestia! ¡Pequeña bestia! -dijo haciendo crujir los dientes de un modo espantoso. Diciendo esto me arrojó al horno, cuya llama prendía ya mis cabellos.

-Ahora -exclamó- ya tenemos ojos, ¡ojos! ¡un hermoso par de ojos de niño! -Y con sus manos cogió del hogar un puñado de carbones ardientes que se disponía a arrojar a mis ojos, cuando mi padre, con las manos juntas, le imploró:

-¡Maestro! ¡Maestro! ¡Deja los ojos a mi Nataniel! ¡Déjaselos!

Coppelius se echó a reír de forma estrepitosa.

-Que el niño conserve sus ojos para que éstos realicen su trabajo en el mundo; pero, puesto que está aquí, observemos atentamente el mecanismo de sus pies y de sus manos.

Sus dedos apretaron todas las articulaciones de mis miembros, que crujieron, y me retorció las manos y los pies de una forma y de otra.

-¡Esto no está del todo bien! ¡Tan bien como estaba! ¡El viejo lo ha entendido perfectamente!

Coppelius murmuraba esto mientras me retorcía; pero pronto todo se volvió oscuro y confuso a mi alrededor; un dolor nervioso agitó todo mi ser; no sentí nada más. Un vapor dulce y cálido se derramó sobre mi rostro; desperté como del sueño de la muerte. Mi madre estaba inclinada sobre mí.

-¿Está aquí el Hombre de Arena? -balbucí.

-No, mi niño, está muy lejos; se fue hace mucho, no te hará daño.

Así decía mi madre, y me besaba estrechando contra su corazón al niño querido que le era devuelto.

¿Para qué cansarte por más tiempo con estas historias, querido Lotario? Fui descubierto y cruelmente maltratado por Coppelius. La ansiedad y el miedo me causaron una ardiente fiebre que padecí durante algunas semanas; «¿Está aún aquí el Hombre de Arena?» Éstas fueron las primeras palabras de mi salvación y el primer signo de mi curación. Sólo me queda contarte el instante más horrible de mi infancia; después te habrás convencido de que no hay que acusar a mis ojos de que todo me parezca sin color en la vida; pues un sombrío destino ha levantado una densa nube ante todos los objetos, y sólo mi muerte podrá disiparla.

Coppelius no volvió a aparecer, se dijo que había abandonado la ciudad.

Había transcurrido un año, y cierta noche, según la antigua e invariable costumbre, estábamos sentados en la mesa redonda. Nuestro padre estaba muy alegre y nos contaba historias divertidas que le habían sucedido en los viajes de su juventud. En el momento en que el reloj daba las nueve oímos sonar los goznes de la puerta de la casa, y unos graves pasos retumbaron desde el vestíbulo hasta las escaleras.

-¡Es Coppelius! -dijo mi madre palideciendo.

-Sí, es Coppelius -repitió mi padre con voz entrecortada.

Las lágrimas asomaron a los ojos de mi madre:

-¡Padre! ¿es preciso?

-Por última vez -respondió-. Viene por última vez, te lo juro. Ve con los niños. Buenas noches.

Yo estaba petrificado, me faltaba el aire. Mi madre, viéndome inmóvil, me cogió del brazo.

-Ven, Nataniel -me dijo-. Me dejé llevar a mi habitación-. Estate tranquilo y acuéstate. ¡Duerme! -me dijo al irse. Pero un terror invencible me agitaba y no pude cerrar los ojos. El horrible, el odioso Coppelius estaba ante mí, con sus ojos destellantes, sonriéndome hipócrita, e intentaba alejar su imagen. Era cerca de media noche cuando se oyó un golpe violento, como la detonación de un arma de fuego. La casa entera se tambaleó, alguien pasó corriendo por delante de mi cuarto y la puerta de la calle se cerró estrepitosamente de un porrazo.

-¡Es Coppelius! -grité fuera de mí, y salté de la cama. Oí gemidos; corrí a la habitación de mi padre, la puerta estaba abierta, se respiraba un humo asfixiante, y una criada gritaba:

-¡El señor! El señor!

Delante del horno encendido, en el suelo, yacía mi padre muerto, con la cara destrozada. Mis hermanas, de rodillas a su alrededor, clamaban y gemían. Mi madre había caído inmóvil junto a su marido.

-¡Coppelius, monstruo infame! ¡Has asesinado a mi padre! -grité. Y caí sin sentido. Dos días más tarde, cuando colocaron su cuerpo en el ataúd, sus rasgos habían vuelto a ser serenos y dulces como lo fueron durante toda su vida. Aquella imagen mitigó mi dolor, pensé que su alianza con el infernal Coppelius no lo había llevado a la condenación eterna.

La explosión había despertado a los vecinos, el suceso causó sensación, y las autoridades, que tuvieron conocimiento del mismo, requirieron la presencia de Coppelius. Pero había desaparecido de la ciudad sin dejar rastro.

Si te dijera, querido amigo, que el vendedor de barómetros no era otro sino el miserable Coppelius, comprenderías el horror que me produjo tan desgraciada y enemiga aparición. Llevaba otro traje, pero los rasgos de Coppelius están demasiado profundamente marcados en mi alma como para poder equivocarme. Además, Coppelius ni siquiera ha cambiado de nombre. Se hace pasar aquí -según tengo oído-, por un mecánico piamontés llamado Giuseppe Coppola.

Estoy decidido a vengar la muerte de mi padre, pase lo que pase. No digas nada a mi madre de este encuentro cruel. Saluda a la encantadora Clara; le escribiré con una mayor presencia de ánimo.

Queda con Dios, etcétera.