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sábado, 27 de agosto de 2016

Stephen Spender : Fragmento de la escritura de un poema







Siempre hay una ligera tendencia del cuerpo a sabotear la atención de la mente proporcionando alguna distracción. Si esta necesidad de distracción puede ser dirigida en una dirección (como el olor de las manzanas podridas o el sabor del tabaco o el té), entonces las otras distracciones son eliminadas. Otra posible explicación es que el esfuerzo concentrado que supone escribir poesía es una actividad que hace que se olvide completamente, por el momento, que se tiene un cuerpo. Es una perturbación del equilibrio del cuerpo y la mente, y por ese motivo se necesita una suerte de ancla de sensación en el mundo físico.

martes, 12 de julio de 2016

Hugo Von Hofmannsthal ( 1874 Viena , 1929 Viena )



La carta de Lord Chandos


 Esta es la carta que Philip, lord Chandos, hijo menor del conde de Bach, escribió a Francis Bacon, más tarde lord Verulam y vizconde de St. Alban, para disculparse ante este amigo por su renuncia total a la actividad literaria.

Es usted muy benévolo, mi apreciado amigo, en pasar por alto mi silencio de dos años y escribirme de este modo. Es más que benévolo al dar su preocupación por mí, a su extrañeza por el entumecimiento mental en que cree que estoy cayendo, la expresión de la ligereza y la broma que sólo dominan a los grandes hombres que están persuadidos de la peligrosidad de la vida, y sin embargo no se desaniman. Concluye usted con el aforismo de Hipocrates Qui gravi morbo correpti dolores non sentiunt, iis mens aeggrotat (Quienes no sienten que una grave enfermedad les aqueja están mentalmente enfermos), y opina que necesito la medicina no sólo para domeñar mi mal, sino más aun para aguzar mi mente para el estado de mi interior. Quisiera contestarle como le merece de mí, quisiera abrirme del todo a usted y no sé cómo proceder.  (...) ¡Quién es el hombre para hacer planes! Yo también juegue con otros planes. Su benévola carta también los resucita. Hinchados con una gota de mi sangre, revolotean todos ante mí como mosquitos tristes junto a un muro sombrío sobre el que ya no cae el sol luminoso de los días felices. Quería descifrar como jeroglíficos de una sabiduría inagotable y secreta, cuyo hálito creía percibir a veces como detrás de un velo, las fábulas, los relatos míticos que nos han legado los antiguos y por los que sienten un gusto infinito e irreflexivo los pintores y escultores. Recuerdo aquel proyecto. Se basaba en no sé qué placer sensual y espiritual: así como el ciervo acosado ansia sumergirse en el agua, ansiaba yo sumergirme en esos cuerpos rutilantes, desnudos, en esas sirenas y dríadas, en esos Narcisos y Proteos, Perseos y Acteones: desaparecer quería en ellos y hablar desde ellos con el don de las lenguas. Yo quería. Yo quería muchas cosas más. Pensaba reunir una colección de apotegmas, como la que recopiló Julio Cesar; usted recuerda la cita en una carta de Cicerón. Allí pensaba recoger las frases más curiosas que hubiese conseguido juntar en mis viajes a través del trato con los hombres sabios y las mujeres ingeniosas de nuestro tiempo o con gentes excepcionales del pueblo o personas cultas y notables; a ellas quería añadir hermosas sentencias y reflexiones de las obras de los antiguos y de los italianos, y todas las joyas intelectuales que encontrase en libros, manuscritos o conversaciones; además, la clasificación de fiestas y procesiones de especial belleza, crímenes y casos de demencia curiosos, la descripción de los edificios más grandes y singulares de los Países Bajos, Francia e Italia, y muchas cosas más. La obra entera se titularía Nosce te ipsum. En pocas palabras: sumido en una especie de embriaguez, toda la existencia se me aparecía en aquella época como una gran unidad: entre el mundo espiritual y el mundo físico no veía ninguna contradicción, como tampoco entre la naturaleza cortesana y animal, el arte y la carencia de arte, la soledad y la compañía; en todo sentía la naturaleza, en las aberraciones de la locura tanto como en el refinamiento extremos del ceremonial espa- ñol; en las torpezas de unos jóvenes campesinos no menos que en las dulces alegorías; en toda la naturaleza me sentía a mí mismo; cuando en mi cabaña de caza bebía de un cuenco de madera la leche espumeante y tibia que una mujeruca greñuda ordeñaba de las ubres de una hermosa vaca de ojos tiernos, aquello no era para distinto cuando, sentado en el banco de la ventana de mi estudio, bebía de un infolio el alimento dulce y espumeante del espíritu. Una experiencia era como la otra; ninguna era inferior, ni en naturaleza sobrenatural y fantástica, ni en fuerza material, y eso se repetía a todo lo ancho de la vida, a un lado y a otro; por todas parte estaba yo justo en medio y jamás percibí en ello una mera apariencia; o intuía que todo era una metáfora y cada criatura una llave de la otra y sentía que sería afortunado quien fuese capaz de empuñar unas tras otras y abrir con ellas tantas de las otras como pudiese abrir. Hasta aquí se explica el título que pensaba dar a aquel libro enciclopédico. Es posible que quien esté abierto a tales punto de vista crea que se debe al plan bien trazado de una providencia divina el hecho de que mi espíritu tuviese que caer desde una arrogancia tan hinchada a este extremo de pusilanimidad e impotencia que es ahora el estado permanente de mi interior. Pero tales apreciaciones religiosas no tienen ningún poder sobre mí; pertenecen a las telarañas por las que mis pensamientos pasan raudo al vacío, mientras tantos compañeros suyos se quedan atrapados allí y encuentra un des- 6 canso. Los misterios de la fe se me han condensado en una alegoría sublime que se tiende sobre los campos de mi vida como un arco iris, en una lejanía constante, siempre dispuesto a retroceder si se me ocurriese correr hacia él para envolverme en el borde de su manto. Sin embargo, mi estimado amigo, también los conceptos terrenales se me escapan de la misma manera. ¿Cómo tratar de describirle esos extraños tormentos del espíritu, ese brusco retirarse de las ramas cargadas de frutos que cuelgan sobre mis manos extendidas, ese retroceder ante el agua murmurante que fluye ante mis labios sedientos? Mi caso es, en resumen, el siguiente: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa. Al principio se me iba haciendo imposible comentar un tema profundo o general y emplear sin vacilar esas palabras de las que suelen servirse habitualmente todas las personas. Sentía un incomprensible malestar a la hora de pronunciar siquiera las palabras "espíritu", "alma", o "cuerpo". En mi fuero interno me resultaba imposible emitir un juicio sobre los asuntos de la corte, los acontecimientos del parlamento o lo que usted quiera. Y no por escrúpulos de ningún género, pues usted conoce mi franqueza rayana en la imprudencia, sino más bien porque las palabras abstractas, de las que conforme a la naturaleza, se tiene que servir la lengua para manifestar cualquier opinión, se me desintegraban en la boca como saetas mohosas. Me ocurrió que por una mentira infantil, de la que se había hecho culpable mi hija de cuatro años Katharina Pompilia, quise reprenderla y guiarla hacia la necesidad de siempre sincera y, al hacerlo, los conceptos que afluyeron a mis labios adquirieron de pronto un color tan cambiante y se confundieron de tal modo que, balbuciendo, terminé la frase lo mejor que pude como si me sintiese indispuesto y, de hecho, con la cara pálida y una violenta presión en la frente, dejé sola a la niña, cerré de golpe la puerta detrás de mí y no me repuse suficientemente hasta que di a caballo una buena galopada por el prado solitario. Sin embargo, poco a poco se fue extendiendo esa tribulación como la herrumbre que corroe todo lo que tiene alrededor. Hasta en la conversación familiar y cotidiana se me volvieron dudosos todos los juicios que suelen emitirse con ligereza y seguridad sonámbula, que tuve que dejar de participar en tales conversaciones. Una ira inexplicable, que a duras penas podía ocultar, me invadía cuando escuchaba frases como: este asunto ha terminado bien o mal para tal y tal; el sheriff N. es una mala persona, el predicador T. es un buen hombre; el aparcero M. es digno de compasión, sus hijos son un derrochadores; otro es digno de envidia porque sus hijas son hacendosas; una familia está prosperando, otra decayendo. Todo esto me parecía sumamente indemostrable, falso e inconsistente. Mi espíritu me obligaba a ver con una proximidad inquietante todas las cosas que aparecían en tales conversaciones: igual que en una ocasión había visto a través de un cristal de aumento un trozo de piel de mi dedo meñique que semejaba una llanura con surcos y cuevas, me ocurría ahora con las personas y sus actos. Ya no lograba aprehenderlas con la mirada simplificadora de la costumbre. Todo se me desintegraba en partes, las partes otra vez en partes, y nada se dejaba ya abarcar con un concepto. Las palabras aisladas flotaba alrededor de mí; cuajaban en ojos que me miraban fijamente y de los que no puedo apartar la vista: son remolinos a los que me da vértigo asomarme, que giran sin cesar y a través de los cuales se llega al vacío.  Hice un esfuerzo por liberarme de ese estado refugiándome en el mundo espiritual de los antiguos. Evité a Platón; pues me aterraban los peligros de su vuelo metafórico. Sobre todo pensé en guiarme por los textos de Séneca y Cicerón. Esperaba curarme con esa armonía de conceptos limitados y ordenados. Pero no podía llegar hasta ellos. Comprendía esos conceptos: veía ascender ante mí su maravilloso juego con bolas doradas. Podía moverme a su alrededor y ver cómo jugaban entre sí; pero sólo ocupaban de ellos mismos, y lo más profundo, lo personal de mi pensamiento quedaba excluido de su corro. Entre ellos me invadió una sensación terrible de soledad; me sentía como alguien que estuviese encerrado en un jardín lleno de estatuas sin ojos; huí de nuevo al exterior. Desde entonces llevo una existencia que transcurre tan trivial e irreflexiva que usted, me temo, apenas podrá comprenderla; una existencia que, desde luego, apenas se diferencia de la de mis vecinos, mis parientes y la mayoría de los nobles terratenientes de este reino y que no está del todo exenta de momentos dichosos y estimulantes. No me resulta fácil explicarle a grandes rasgos en qué consisten esos buenos momentos; las palabras me vuelven a faltar. Pues es algo completamente innominado y probablemente apenas nominable lo que se me anuncia en tales momentos llenando como un recipiente cualquier aparición de mi entorno cotidiano con un caudal desbordante de vida superior. No puede esperar que me comprenda sin un ejemplo y debo pedirle indulgencia por la ridiculez de mis ejemplos. Una regadera, un rastrillo abandonado en el campo, un perro tumbado al sol, un cementerio pobre, un lisiado, una granja pequeña, todo eso puede convertirse en el recipiente de mi revelación. Cada uno de esos objetos, y los otros mil similares sobre los que suele vagar un ojo con natural indiferencia, puede de pronto adoptar para mí en cualquier momento, que de ningún modo soy capaz de propiciar, una singularidad sublime y conmovedora; para expresarla todas las palabras me aparecen demasiado pobres. Es más, también puede ser la idea determinada de un objeto ausente, a la que se depara la increíble opción de ser llenada hasta el borde con aquel caudal de sentimiento divino que crece suave y súbitamente. Así había dado yo recientemente la orden de echar abundante veneno a las ratas que había en los sótanos de una mis granjas. Partí a caballo hacia el atardecer y no pensé más en el asunto, como bien puede usted imaginar. Entonces, cuando voy cabalgando al paso por la profunda tierra arada, sin nada más grave a mi alrededor que una cría de codorniz espantada y a lo lejos, sobre los campos ondulados, el gran sol poniente, se abre de pronto a mi interior ese sótano lleno de la agonía de esa manada de ratas. Todo estaba dentro de mí: el aire fresco y lóbrego del sótano, saturado de olor fuerte y dulzón del veneno, y el eco de los chillidos de muerte que se estrellaban contra los muros enmohecidos; esas convulsiones apelotonadas de impotencia, de desesperaciones frenéticas; la búsqueda enloquecida de las salidas; la mirada fría de la cólera cuando coinciden dos ante la rendija taponada. Pero ¿por qué intento emplear de nuevo unas palabras de las que he renegado? ¿Recuerda, amigo mío, en Livio el maravilloso relato de Alba Longa? Cómo vagan sus habitantes por las calles que no han de volver a ver...cómo se despiden de las piedras del suelo! Le digo, amigo mío, que yo llevaba eso dentro de mí y, al mismo tiempo, Cartago en llamas; pero era más, era más divino, más animal; y era presente, el presente más pleno y sublime. ¡Allí estaba una madre que ten- ía alrededor a sus crías moribundas y temblorosas, y que dirigía sus miradas no a los muros implacables, sino al aire vacío o, a través del aire, al infinito, y que acompañaba esas miradas con un rechinar de dientes! Si un esclavo que servía se encontró lleno de horror impotente cerca de la Niobe petrificada, debió sufrir lo que yo sufrí cuando, dentro de mí, el alma de aquel animal enseñaba los dientes al atroz destino. Perdóneme esta descripción, pero no piense que era compasión lo que me llenaba. No debe pensarlo de ningún modo: si no, habría elegido mi ejemplo muy torpemente. Era mucho y mucho menos que compasión; una enorme participación, un transfundirse en aquellas criaturas o un sentimiento de que un fluido de la vida y la muerte, del sueño y la vigilia había pasado por un instante a ella...pero ¿de dónde? Pues que tiene que ver con la compasión, con una asociación de ideas humanas comprensible, si otro atardecer encuentro bajo un nogal una regadera medio llena que ha olvidado allí un jardinero, y si esa regadera, y el agua dentro de ella, obscurecida por la sombra del árbol, y un ditisco que rema en la superficie de esa agua de una obscura orilla a la otra, si esa combinación de nimiedades me estremece con tal presencia de lo infinito, me estremece desde las raíces de los pelos hasta los tuétanos del talón de tal manera que desearía prorrumpir en palabras de las que se que, si las encontrase, subyugarían a esos querubines en los que no creo; y que luego me aparte en silencio de aquel lugar y al cabo de las semanas, cuando divise ese nogal, pase de largo con una esquiva mirada, porque no quiero ahuyentar la postrera sensación de lo maravilloso que flota allí alrededor del tronco, porque no quiero expulsar lo más que terrenales escalofríos que todavía siguen vibrando cerca de allí, alrededor de los arbustos. En esos momentos, una criatura insignificante, un perro, una rata, un escarabajo, un manzano raquítico, un camino de carros que serpentea por la colina, una piedra cubierta de musgos, se convierte en más de lo que haya podido ser jamás la amada más apasionada y hermosa de la noche más feliz. Esas criaturas mudas y a veces animadas se alzan hacia mí con tal abundancia, con tal presencia de amor, que mi mirada dichosa no es capaz de caer sobre ningún lugar muerto alrededor de mí. Todo, todo lo que existe, todo lo que recuerdo, todo lo que tocan mis pensamientos más confusos, me parece ser algo. También mí propia pesadez, el restante embotamiento de mi cerebro, se me aparece como algo; siento en mí y alrededor de mí una equivalencia maravillosa, absolutamente infinita y entre las materias que juegan contraponiéndose no hay ninguna en la que yo no pudiese transfundirme. Entonces es como si mi cuerpo estuviese compuesto de claves que me lo revelasen todo. O como si pudiésemos establecer una nueva y premonitoria relación con toda la existencia, si empezásemos a pensar con el corazón. Pero cuando me abandona ese extraño embelesamiento, no se decir nada sobre ello; y entonces no podría describir con palabras razonables en qué había consistido esa armonía que me invade a mí y al mundo entero no como se me había hecho perceptible, del mismo que tampoco podría decir algo concreto sobre los movimientos internos de mis entrañas o los estancamientos de mi sangre. Aparte de estas curiosas casualidades, que, por cierto, no sé si debo atribuir al espíritu o al cuerpo, vivo una vida de un vacío apenas imaginable y me cuesta ocultar ante mi mujer el entumecimiento de mi interior o ante mis gentes la indiferencia que me infunden los asuntos de la propiedad. La buena y severa educación que debo a mi difunto padre y el haberme habituado tempranamente a no dejar desocupada ninguna hora del día, es, así me parece, lo único que, hacia afuera, sigue dando a mi vida una consistencia suficiente y una apariencia adecuada a mi condición y a mi persona. Estoy reformando un ala de mi casa y de cuando en cuando logro departir con el arquitecto sobre los progresos de su trabajo; administro mis fincas, y mis aparceros y empleados me encontrarán probablemente más parco en palabras, pero no menos amable que antes. Ninguno de los que están con la gorra quitada delante de la puerta de su casa, cuando paso cabalgando al atardecer, se imaginara que mi mirada, que están acostumbrados a acoger respetuosamente, vaga con callada añoranza sobre los tablones podridos, bajo los cuales suelen buscar los gusanos para pescar; que se sumerge a través de la  estrecha ventana enrejada en el lúgubre cuarto donde, en un rincón, la cama baja con sábanas multicolores parece esperar siempre a alguien que quiere morir o a alguien que debe nacer; que mi ojo se detiene largamente en los feos perros jóvenes o en el gato que se desliza elástico entre macetas; y que, entre todos los objetos pobres y toscos de una vida campesina, busca aquello cuya forma insignificante, cuyo estar tumbado o apoyado no advertido por nadie, cuya muda esencia se puede convertir en fuente de aquel enigmático, mudo y desenfrenado embelesamiento. Pues mi dichoso e innominado sentimiento surgirá para mí antes de un solitario y lejano fuego de pastores que de la visión del cielo estrellado; antes del canto de un último grillo próximo a la muerte cuando el viento de otoño arrastra nubes invernales sobre los campos desiertos, que del majestuoso fragor del órgano. Y a veces me comparo en pensamiento con aquel Craso, el orador, del que cuentan que tomo un cariño tan extraordinario a una morena mansa de su estanque, un pez opaco, mudo, de ojos rojos, que se convirtió en tema de conversación de la ciudad; y cuando en cierta ocasión, Domiciano, queriendo tacharle de chiflado, le reprocho en el senado haber vertido lágrimas por la muerte de aquel pez, Craso le contestó: "De ese manera hice yo a la muerte de mi pez lo que vos no hicisteis al morir vuestra primera, ni vuestra segunda mujer". No sé cuantas veces ese craso con su morena me viene a la cabeza como un reflejo de mi propio yo, arrojado sobre mí por encima del abismo de los siglos. Pero no por la respuesta que dio a Domiciano. La respuesta puso a los reidores de su lado, de manera que el asunto se disolvió en una broma. Pero a mí el asunto me afecta, el asunto, que habría seguido siendo el mismo, aunque Domiciano hubiese vertido por sus mujeres lágrimas de sangre del más sincero dolor. En tal caso, Craso aún seguiría estando enfrente de él con sus lágrimas por su morena. Y sobre esa figura, cuya ridiculez y abyección salta tanto a la vista en medio de un senado que dominaba el mundo, que debatía las cuestiones más sublimes, sobre esa figura, un algo innombrable me obliga a pensar de una manera que me parece completamente insensata en el momento en que trato de expresarla con palabras. La imagen de esa Craso está a veces en mi cerebro como una astilla alrededor de la que todo supura, pulsa y hierve. Entonces siento como si yo mismo entrase en fermentación, formase pompas, bullese y reluciese. Y el conjunto es una especie de pensar febril, pero un pensar con un material que es más directo, líquido y ardiente que las palabras. Son también remolinos, pero no parecen conducir, como los remolinos del lenguaje, a un fondo sin límite sino, de algún modo, a mí mismo y al más profundo seno de la paz. Le he molestado en demasía, mi querido amigo, con esta extendida descripción de un estado inexplicable que normalmente permanece encerrado en mí. Fue usted muy benévolo al manifestar su descontento por el hecho de que ya no llegue a usted ningún libro escrito por mí "que le resarza de verse privado de mi trato". Yo sentí en ese momento, con una certeza que no estaba del todo exenta de un sentimiento doloroso, que tampoco el año que viene, ni el otro, ni en todos los años de mi vida escribiré un libro en inglés ni en latín; y eso por un solo motivo cuya rareza, para mí embarazosa, dejo a la discreción de su infinita superioridad mental el ordenarla, con mirada no cegada, en el reino de los fenómenos espirituales y corpóreos extendido armónicamente ante usted: es decir, porque la lengua, en que tal vez me estaría dado no sólo escribir sino también pensar, no es ni el latín, ni el inglés, ni el italiano, ni el español, sino una lengua de cuyas palabras no conozco ni un sola, una lengua en la que me hablan las cosas mudas y en la que quizá un día, en la tumba, rendiré cuentas ante un juez desconocido. Quisiera que me fuera dado comprimir en las últimas palabras de esta probablemente última carta que escribo a Francis Bacon, todo el amor y agradecimiento, toda la inmensa admiración que por el benefactor de mi espíritu, por el primer inglés de mi época, llevo en mi corazón y llevaré en él hasta que la muerte lo haga estallar.

(*) Anno Domini 1603, este 22 de agosto Phi. Chandos

Alba editorial, traducción Antón Dieterich

domingo, 27 de diciembre de 2015

Padeletti: “Escribir poesía es la alegría”

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Extracto de la nota del diario Perfil del sabado 26 de diciembre por Osvaldo Aguirre

Padeletti dice que nunca se preocupó por el prestigio ni por el éxito, y una carta natal le auguró fama póstuma: “Yo era feliz escribiendo, porque es un placer tremendo encontrar las palabras para lo que uno siente; me preguntaban cuándo iba a publicar y yo decía que más adelante iba a ir a Buenos Aires; pero siempre era más adelante. Mi poesía no había trascendido”.
Escribir, asegura, “no depende de la edad, sino de los estados por los que uno pasa: de grande, ahora inclusive, tengo más audacia y más fuerza que de jovencito, cuando era más tímido”. La atención como punto de contacto con el mundo, el instante como continuidad de la vida y la muerte, entre otros de sus temas, tienen “variantes de intensidad, por enriquecimiento de la experiencia con los años”. Y su concepción del tiempo: “Hablar del pasado y del futuro es estar soñando. La realidad es ahora. Las cosas hay que hacerlas cuando se tiene energía, no dejarlas para después. Ahora es ahora”.
El punto de partida es imprevisible. “Ver una hoja temblar en un árbol, una palabra, pueden ser el detonante –explica Padeletti–. También algo que leo en el diario, una imagen. O un verso de un poema anterior. Dejo salir todo lo que aparece y después podo; cuanto más sintético, el poema tiene más poder evocativo. Si sobran palabras el poema pierde fuerza y capacidad de sugestión. La poesía no es una prosa donde uno da informaciones”.
En ese proceso, “los recursos propiamente poéticos son el ritmo, la rima, las aliteraciones, los juegos de palabras, los elementos que hacen que la cabeza se vaya del orden lógico a otro lado. La poesía es eso en todas las lenguas y a través de la historia, no las ideas: las ideas se escriben en los ensayos o en otro tipo de textos”.

domingo, 31 de mayo de 2015

Wystan Hugh Auden en una mesa redonda que organizó el PEN Club en Budapest, octubre de 1967.


Las discusiones sobre el papel del artista en la sociedad pocas veces dan fruto porque sus participantes no han definido qué quieren decir con los términos que usan. Mientras malinterpretemos lo que otros dicen, ni el acuerdo central ni la diferencia genuina de opinión son posibles. Empezaré, entonces, con algunas definiciones.
Individuo. En primer lugar, un término biológico: un árbol, un caballo, un hombre, una mujer. En segundo lugar, como el hombre es un animal social y nace sin formas instintivas de conducta, el término es sociopolítico: un americano, un doctor, un miembro de la familia Smith. Como individuos somos, se quiera o no, miembros de una sociedad o de varias sociedades, cuya naturaleza esta determinada por necesidades biológicas y económicas. Como individuos nos crean por reproducción sexual y condicionamientos sociales y sólo se nos puede identificar por las sociedades a las que pertenecemos. Como individuos, somos comparables, clasificables, contables, remplazables.
Persona. Como personas, cada uno de nosotros puede decir yo respondiendo al tú de otras personas. Como personas, cada uno de nosotros es único, miembro de una clase propia con una perspectiva única del mundo, alguien que no se parece a nadie que haya existido antes y que no lo será a nadie que exista después. El mito de la descendencia de toda la humanidad de un solo antepasado, Adán, es un modo de decir que se nos llama a la existencia personal, no por un proceso biológico sino por otras personas, nuestros padres, amigos, etcétera. De hecho cada uno de nosotros es Adán, una encarnación de toda la humanidad. Como personas no somos miembros de las sociedades pero, junto con otras personas, tenemos la libertad de formar comunidades por amor a algo mas que nosotros, por la música, la filatelia o por el estilo. Como personas somos incomparables, inclasificables, incontables, irremplazables.
Al parecer muchos animales cuentan con un código de señales para comunicarse entre individuos de la misma especie, con el fin de transmitir una información vital sobre sexo, territorio, alimento, enemigos. En los animales sociales como la abeja, este código puede volverse complejísimo pero sigue siendo un código, una herramienta impersonal de comunicación: no evoluciona hacia el lenguaje porque el lenguaje no es un código sino la palabra viva. Sólo las personas pueden crear el lenguaje porque solo ellas desean abrirse libremente a otros, dirigirse a otros y responder a otros en la primera o segunda personas, o por sus nombres: sin importar qué tan elaborados estén, todos los códigos se limitan a la tercera persona.
Como los hombres son a la vez individuos sociales y personas, necesitan un código y un lenguaje. Para ambos se emplean lo que llamamos palabras, pero entre nuestro uso de ellas como señales y nuestro uso de ellas como discurso personal hay un abismo; si no hacemos esta distinción no podremos entender un arte literario como la poesía ni comprender su función.
Los pronombres personales de la primera y segunda personas no tienen genero; el de la tercera tiene género, y en realidad debería llamarse impersonal. Al hablar sobre alguien más a un tercero, la tercera persona es una necesidad gramatical, pero pensar en otros como él o ella es pensar en ellos no como personas sino como individuos.
Los nombres propios son intraducibles. Al traducir al ingles una novela alemana cuyo héroe se llama Heinrich, el traductor debe escribir Heinrich y no cambiarlo por Henry.
La poesía es lenguaje en el más personal, el más íntimo de los diálogos. Un poema sólo tiene vida cuando un lector responde a las palabras que el poeta escribió.
La propaganda es un monólogo que no busca una respuesta sino un eco. Hacer esta distinción no es condenar a toda propaganda como tal. La propaganda es una necesidad de la vida social humana. Pero no distinguir la diferencia entre poesía y propaganda les hace a las dos un daño indecible: la poesía pierde su valor y la propaganda su eficacia.
En formas más primitivas de organización social, por ejemplo en las sociedades tribales o campesinas, a la índole personal del lenguaje poético la oscurece el hecho de que la sociedad y la comunidad más o menos coinciden. Todos se ocupan del mismo tipo de actividad económica, todos conocen a los demás personalmente y más o menos comparten los mismos intereses. Más aún, en una sociedad primitiva, la poesía, el lenguaje de la revelación personal, no se ha separado de lo mágico, del intento por controlar las fuerzas naturales mediante la manipulación verbal. Por otra parte, hasta la invención de la escritura, el hecho de que el verso es mas fácil de recordar que la prosa da al primero un valor de utilidad social no poético, como mnemotecnia para transmitir conocimientos esenciales de una generación a otra.
Donde quiera que haya un mal social verdadero, la poesía, o cualquier arte para el caso, es inútil como arma. Aparte de la acción política directa, la única arma es el informe de hechos: fotografías, estadísticas, testimonios.
Las condiciones sociales que conozco personalmente y en las que tengo que escribir son las de una sociedad tecnológicamente avanzada, urbanizada y aglomerada. Estoy seguro de que en cualquier sociedad (no importa cuál sea su estructura-política) que alcance el mismo nivel de desarrollo tecnológico, urbanización y riqueza, el poeta se enfrentará a los mismos problemas.
Es difícil concebir una sociedad abundante que no sea una sociedad organizada para el consumo. El peligro en una sociedad así es el de no distinguir entre aquellos bienes que, como la comida, pueden consumirse y hacerse a un lado o, como la ropa y los automóviles, descartarse y reemplazarse por otros más nuevos, y los bienes espirituales como las obras de arte que sólo alimentan cuando no se consumen.
En una sociedad opulenta como Estados Unidos, las regalías dejan bien claro al poeta que la poesía no es popular entre los lectores. Para cualquiera que trabaje en este medio, creo que esto debía ser más un motivo de orgullo que de vergüenza. El público lector ha aprendido a consumir incluso la mejor narrativa como si fuera sopa. Ha aprendido a mal emplear incluso la mejor música, al usarla de fondo para el estudio o la conversación. Los ejecutivos empresariales pueden comprar buenos cuadros y colgarlos en sus paredes como trofeos de estatus. Los turistas pueden “hacer” la gran arquitectura en un tour guiado de una hora. Pero gracias a Dios la poesía aún es difícil de digerir para el público; todavía tiene que ser “leída”, esto es, hay que llegar a ella por un encuentro personal, o ignorarla. Por penoso que sea tener un puñado de lectores, por lo menos el poeta sabe algo sobre ellos: que tienen una relación personal con su obra. Y esto es más de lo que cualquier novelista de bestsellers podría reclamar para sí.
Traducción: Delia Juárez

domingo, 16 de noviembre de 2014

Wislawa Szymborska: Discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura, 1996




Se dice que en un discurso lo más difícil es siempre la primera frase... Pues ya la dije... Pero presiento que las que siguen van a ser igualmente difíciles, la tercera, la sexta, la décima, hasta la última, ya que debo hablar sobre poesía. Muy raras veces me he expresado acerca de este tema, casi nunca, y siempre con la convicción de que no lo hago muy bien. Por eso mi discurso no va a ser demasiado largo. Toda imperfección resulta más fácil de aguantar si se sirve en pequeñas dosis.

El poeta contemporáneo es escéptico y desconfía incluso -o más bien principalmente- de sí mismo. Con desgano confiesa públicamente que es poeta -como si se tratara de algo vergonzoso. En estos tiempos bulliciosos es más fácil que admitamos los vicios propios, con tal de causar efectos fuertes; mucho más difícil es reconocer las virtudes, ya que están escondidas más profundamente, y hasta uno mismo no cree tanto en ellas. En las encuestas o en los encuentros con amigos ocasionales, cuando el poeta se ve forzado a definir su profesión, acude al término genérico ``escritor'' o al de alguna otra profesión que adicionalmente ejerza. El empleado público o los eventuales compañeros de viaje reciben con cierta perplejidad e inquietud la noticia de que están tratando con un poeta. Sospecho que los filósofos también producen semejante inquietud. No obstante, ellos se encuentran en mejor situación, ya que generalmente pueden adornar su profesión con algún grado académico. Profesor de Filosofía -ya suena mucho más serio.

No existen profesores de poesía, lo que haría suponer que esta actividad requiere de estudios especializados, exámenes presentados en fechas precisas, disertaciones teóricas rematadas con bibliografía y notas y, finalmente, los diplomas recibidos con solemnidad. Todo esto, a su vez, significaría que para graduarse de poeta no bastarían las hojas de papel, aun cuando estuvieran llenas de excelentes versos, sino que se necesitaría, sobre todo, un papel con sello y firma. Recordemos que justamente ésta fue la razón por la que condenaron al destierro a Josef Brodsky, orgullo de la poesía rusa, quien más tarde fue galardonado con el Premio Nobel. A Brodsky se le clasificó como ``parásito'', por no contar con un certificado oficial que le permitiera ser poeta... Hace un par de años tuve el honor y la alegría de conocerlo en persona. Me di cuenta de que solamente a él, entre todos los poetas que he conocido, le gustaba llamarse a sí mismo ``poeta''; pronunciaba esta palabra sin conflictos internos y hasta con cierta desafiante desenvoltura. Pienso que se debía al recuerdo de las violentas humillaciones que sufrió en su juventud.

En países más dichosos, donde la dignidad humana no es transgredida tan fácilmente, los poetas, obviamente, quieren ser publicados, leídos y entendidos, pero ya no hacen nada o casi nada en su vida cotidiana para destacar entre la gente. Sin embargo, hace poco, en las primeras décadas de nuestro siglo, a los poetas les gustaba escandalizar con su ropa extravagante y con un comportamiento excéntrico. Aquellos no eran más que espectáculos para el público, ya que siempre tenía que llegar el momento en que el poeta cerraba la puerta, se quitaba toda esa parafernalia: capas y oropeles, y se detenía en el silencio, en espera de sí mismo frente a una hoja de papel en blanco, que en el fondo es lo único que importa.

Hay algo que resulta muy característico. Continuamente se filman películas biográficas sobre grandes científicos y artistas. La tarea de los directores más ambiciosos es mostrar en forma verosímil el proceso creativo que condujo a importantes descubrimientos científicos o a la creación de grandes obras de arte. Se puede, con aceptables resultados, mostrar el trabajo de algunos científicos: laboratorios, instrumentos diversos y aparatos puestos en marcha logran por unos momentos mantener la atención de los espectadores. Además, resultan muy dramáticas las escenas de suspenso, cuando un experimento repetido miles de veces logró dar finalmente, merced a una mínima modificación, con el resultado tan esperado. Espectaculares pueden ser las películas sobre pintores, ya que es posible reconstruir todas las fases de creación de un cuadro -desde la primera raya hasta la última pincelada. Las películas sobre los compositores se llenan con su música: desde los primeros compases, que el creador escucha en su interior, hasta la obra madura ya terminada y repartida entre varios instrumentos. Todo sigue siendo muy ingenuo y no dice nada sobre el extraño estado de ánimo que se conoce comúnmente como inspiración, pero por lo menos hay algo para ver y oír.

El peor de los casos es el de los poetas. Su trabajo resulta irremediablemente poco fotogénico. Uno permanece sentado a la mesa o acostado en un sofá, con la vista inmóvil, fija en un punto de la pared o en el techo; de vez en cuando escribe siete versos, de los cuales, después que transcurre un cuarto de hora, va a quitar uno y de nuevo pasa una hora en la que no ocurrirá nada_ ¿Qué clase de espectador podría soportar una cosa semejante?

He mencionado la inspiración. A la pregunta de qué cosa es, suponiendo que algo sea, los poetas contemporáneos responden de modo evasivo. Y no porque nunca hayan sentido los beneficios de este impulso interior, más bien se debe a otra causa: no es fácil explicar a los demás algo que ni siquiera se comprende bien.

Yo misma he evadido el asunto cuando me lo han preguntado. Y contesto lo siguiente: la inspiración no es privilegio exclusivo de los poetas ni de los artistas en general. Hay, hubo, habrá siempre un número de personas en quienes de vez en cuando se despierta la inspiración. A este grupo pertenecen los que escogen su trabajo y lo cumplen con amor e imaginación. Hay médicos así, hay maestros, hay también jardineros y centenares de oficios más. Su trabajo puede ser una aventura sin fin, a condición de que sepan encontrar en él nuevos desafíos cada vez. Sin importar los esfuerzos y fracasos, su inquietud no desfallece. De cada problema resuelto surge un enjambre de nuevas preguntas. La inspiración, cualquier cosa que sea, nace de un perpetuo ``no lo sé''.

La gente así es bastante escasa. La mayoría de los habitantes de esta tierra trabaja porque necesita conseguir los medios de subsistencia, trabaja porque no le queda de otra. No fueron ellos quienes por pasión escogieron su trabajo, son las circunstancias de la vida las que escogen por ellos. El trabajo mal querido, el trabajo que aburre, es respetado únicamente porque no resulta accesible para todos, y está situación constituye una de las más penosas desgracias humanas. No se vislumbra que los siglos venideros traigan un cambio feliz al respecto.

Así pues, tengo derecho a decir que aunque le estoy escamoteando a los poetas el monopolio de la inspiración, de cualquier manera los coloco en un grupo reducido de elegidos por la suerte.

En este punto pueden surgir ciertas dudas en los oyentes, si consideran que a los diversos verdugos, dictadores, fanáticos, demagogos que luchan por el poder con ayuda de un par de consignas gritadas en tono muy alto, también les gusta su trabajo y también lo llevan a cabo celosamente. Cierto, pero ellos sí ``saben''. Saben, y lo que saben una sola vez les basta para siempre. Ya no tienen curiosidad por saber más, puesto que podría debilitarse su fuerza de argumentación. De modo que cualquier tipo de saber del que no surgen preguntas muy pronto fenece, pierde la temperatura propicia para la vida. En casos extremos, como es bien conocido en la historia antigua y contemporánea, puede resultar mortalmente amenazador para las sociedades.

Por lo anterior, estimo altamente estas dos pequeñas palabras: ``no sé''. Pequeñas, pero dotadas de alas para el vuelo. Nos agrandan la vida hasta una dimensión que no cabe en nosotros mismos y hasta el tamaño en el que está suspendida nuestra Tierra diminuta. Si Isaac Newton no se hubiera dicho ``no sé'', las manzanas en su jardín podrían seguir cayendo como granizo, y él, en el mejor de los casos, solamente se inclinaría para recogerlas y comérselas. Si mi compatriota María Sklodowska-Curie no se hubiera dicho ``no sé'', probablemente se habría quedado como maestra de química en un colegio para señoritas de buena familia y en este trabajo, por otra parte muy decente, se le hubiera ido la vida. Pero siguió repitiéndose ``no sé'' y justo estas palabras la trajeron dos veces a Estocolmo, donde se otorgan los premios Nobel a personas de espíritu inquieto y en búsqueda constante.

También el poeta, si es un verdadero poeta, tiene que repetirse perpetuamente ``no sé''. Con cada verso intenta responder, pero en el momento en que pone el punto final, le asaltan las dudas y empieza a advertir que su respuesta es temporal y en ningún caso satisfactoria. Entonces prueba otra vez y otra vez, para que a las sucesivas muestras de su insatisfacción consigo mismo los historiadores de la literatura las sujeten con un clip enorme para denominarlas ``La Obra''.

A veces fantaseo con situaciones inverosímiles. Me imagino, por ejemplo, en mi osadía, que tengo la oportunidad platicar con Eclesiastés, autor de un lamento estremecedor sobre la vanidad de todas las empresas humanas. Me habría inclinado muy hondamente ante él, ya que es -por lo menos para mí- uno de los poetas más importantes. Pero luego lo habría cogido de la mano: ``Nada hay nuevo bajo el sol'', has escrito, Eclesiastés. Sin embargo, Tú mismo has nacido nuevo bajo el sol. Y el poema que has creado también es nuevo bajo el sol, ya que antes de Ti nadie lo había escrito. Y nuevos bajo el sol son tus lectores, puesto que los que vivieron antes que Tú no te podían leer. Y el ciprés, en cuya sombra te sentaste, no crece aquí desde el principio del mundo. Le dio origen otro ciprés, semejante al tuyo, pero no en todo igual. Y además te quisiera preguntar, Eclesiastés, ¿qué desearías escribir, ahora, de nuevo bajo el sol? ¿Algo con qué completar tus ideas, o tal vez tienes la tentación de negar algunas de ellas? En tu poema anterior concebiste también la alegría, y ¿qué hay del hecho de que resulte ser tan pasajera? ¿Tal vez sobre ella va a tratar tu nuevo poema bajo el sol? ¿Tienes ya algunos apuntes o primeros esbozos? Pues no dirás ``ya he escrito todo, no tengo nada que añadir''. Esto no lo puede decir ningún poeta, y mucho menos uno tan grande como Tú.

El mundo, a pesar de cualquier cosa que podamos pensar sobre él, espantados por su inmensidad y nuestra impotencia ante él, amargados por su indiferencia frente a los sufrimientos particulares de la gente, de los animales y tal vez de las plantas -ya que ¿de dónde proviene la certeza de que las plantas están libres de sufrimientos?-; a pesar de cualquier cosa que pensemos sobre sus espacios atravesados por la radiación de las estrellas, alrededor de las cuales se empieza a descubrir algunos planetas -¿ya muertos?, ¿todavía muertos?, no se sabe-; a pesar de cualquier cosa que pensáramos sobre este teatro inmenso, para el cual tenemos un billete de entrada pero su vigencia es ridículamente corta, limitada por dos fechas decisivas; a pesar de no sé qué cosa más que pudiéramos pensar sobre este mundo: es asombroso.

Pero en la expresión ``asombroso'' se esconde una trampa lógica. Nos causa asombro lo que sobresale de la norma conocida y comúnmente aceptada, de una obviedad a la cual estamos acostumbrados. Pues bien, un mundo así, obvio, no existe. Nuestro asombro es autónomo y no procede de ninguna comparación de ningún tipo.

De acuerdo, en el habla cotidiana, la cual no recapacita sobre cada palabra, usamos expresiones como ``la vida común'', ``los acontecimientos comunes''... Sin embargo, en la lengua de la poesía, donde se pesa cada palabra, ya nada es común. Ninguna piedra y ninguna nube sobre esa piedra. Ningún día y ninguna noche que le suceda. Y sobre todo, ninguna existencia particular en este mundo.

Todo indica que los poetas tendrán siempre mucho trabajo.


© The Nobel Foundation
Traducción: Krystyna Libura y Arturo Viveros

Szymborska: Cómo escribir (y cómo no escribir) poesía



A lo largo de los años, Wislawa Szymborska ha contestado cartas de lectores que le piden consejo para escribir poesía. En la página de Poetry Foundation se pescan algunos fragmentos traducidos por Clare Cavanagh. Aquí traduzco algunas de sus sugerencias:

1.¿Qué tal si le cortamos las alas y escribimos a pie?

2. Necesitas otra pluma. La que tienes comete muchos errores. Debe ser extranjera.

3. Tratas el verso libre como si permitiera cualquier cosa. Pero la poesía (independientemente de lo que digamos) es, fue y será un juego. Y como cualquier niño sabe, todos los juegos tienen reglas. ¿Por qué se les olvida a los adultos?

4.El miedo de hablar con sencillez, los esfuerzos constantes de metaforizarlo todo, la necesidad de probar que eres un poeta en cada línea: esas son las ansiedades que atormentan al aspirante a escritor. Pero son curables, si se detectan a tiempo.


5. Los poemas que has enviado sugieren que no has logrado percibir una diferencia fundamental entre la poesia y la prosa. Por ejemplo, el poema titualdo "Aquí", es meramente una descripción en prosa de un cuarto y sus muebles. En prosa una descripción así sirve a una función específica: presenta el escenario de la acción que viene. En un momento la puerta se abrirá, alguien entrará y algo pasará. En la poesía la descipción misma debe 'suceder'. Todo se vuelve significativo, la elección de las imágenes, su disposición, la forma que toma en las palabras. La descripción de un cuarto ordinario debe aparecer ante tus ojos como el descubrimiento de ese cuarto y la emoción contenida en esa desripción debe ser compartida por los lectores. De otra manera, la prosa se queda prosa, aunque te esfuerces en cortar las oraciones en columnas de verso. Y lo que es peor, nada pasa.

domingo, 7 de septiembre de 2014

"El precio de la muerte " Giuseppe Ungaretti por Guillermo Saccomanno




Soldado, sobreviviente y poeta, la obra de Giuseppe Ungaretti parece erigirse toda alrededor de un mismo tema: el vacío. ¿Cómo escribirlo? ¿Cómo atravesarlo? ¿Cómo atrapar la belleza que espera del otro lado? Un recorrido por su obra, desde El puerto sepultado, escrito en las trincheras, hasta El cuaderno del viejo, escrito tras una vida de búsquedas y pérdidas, permite comprender una obra esencial que puede leerse a la luz de su frase “La muerte se paga, viviendo”.

 En una foto de la Primera Guerra Mundial, como soldado raso del Regimiento 19 de Infantería Italiana, se lo ve fusil al hombro. El soldado tiene un aspecto brutal. Sus rasgos no son los de un joven. En todo caso, un joven viejo. Por supuesto, nadie sale indemne de la experiencia de la guerra. “Soy un hombre de pena” escribirá más tarde, pero su pena, la que imprimirá a sus versos, se alterna con una furia de vivir, un impulso que le hace agarrarse a la vida en las situaciones más extremas. El soldado, en la noche, encogido y temblando en una trinchera, entre el barro, la sangre, bajo la amenaza de un ataque alemán, junto a un compañero muerto, escribe un poema en un papel: “Una noche entera/ tirado al lado/ de un compañero/ masacrado/con su boca/ rechinante /en dirección del plenilunio /con la congestión/ de sus manos/ penetrante/ en mi silencio/ he escrito/ cartas llenas de amor// Nunca me he sentido/ tan pegado a la vida”. Nadie reconocería en este soldado al muchacho que un tiempo atrás colaboraba en la revista L’acerba, de Giovanni Papini. Y que, antes de la guerra, ha frecuentado el ambiente intelectual de París haciéndose amigo de Guillaume Apollinaire, que ahora, como él, también está en uno de los frentes combatiendo contra los alemanes. De Apollinaire es conocida su foto en el frente, con la cabeza vendada. A veces, en sus licencias, el soldado se las ingenia para visitar París y encontrarse con su amigo Guillaume. Después, otra vez, el combate. La guerra es una experiencia límite, aunque no será la única que deba atravesar. Pero no nos adelantemos, a este soldado que combate en San Michele, en Verdún, en Champagne, la guerra le resulta una situación clave en la que se juegan la fraternidad y la lucidez. Escribe desde el primer día de su incorporación. Escribe una poesía surgida de la necesidad. Una poesía que expresa la necesidad de que el ser humano recobre un sentido. Porque para el soldado la poesía no es filosofía: es experiencia, pura, directa. La intuición es un estado de alerta. Lector de Nietzsche, su poesía tienen un carácter fragmentario, un tono de impromptu. De relampagueos existenciales se trata ahora, y será así, siempre, su poesía entrecortada y áspera.
El soldado escribe sus poemas en los márgenes de una carta, en los de un periódico, y los guarda en la mochila. “Como esta piedra/ del S Michele/ tan fría/ tan dura/ tan desaguada/ tan refractaria/ tan totalmente inanimada// Como esta piedra/ es mi llanto/ que no se ve// La muerte/ se paga/ viviendo”. Y, de título, le pone: “Soy una criatura”.
En un franco, mientras camina por las calles de Santa María Della Versa, en Pavia, se anima a contarle a un teniente que escribe versos. Al oficial también se le da por la poesía. Y ha leído al recluta que antes de la guerra publicaba en L’acerba. El soldado le pasa los papeles que tiene en la mochila, esos borradores poéticos escritos a la apurada en un alto el fuego. Un tiempo después, ese oficial, Ettore Serra, le trae un libro en prensa: El puerto sepultado. En la portada está el nombre del soldado: Giuseppe Ungaretti. El oficial le da al subordinado las pruebas de imprenta, le pide que las corrija. El puerto sepultado es un libro de pocas páginas, en una edición de ochenta ejemplares numerados, fuera de toda comercialización. Con el tiempo será una cotizadísima pieza de anticuarios.

 ¿Cómo se traduce a Ungaretti? Su poema “Mattina” (“Mañana”) tiene dos versos solamente. Pero, a pesar de su aparente simplicidad, en su laconismo, se puede traducir: 1) “Me ilumino/ de inmenso”, 2) “Me ilumino/ de inmensidad”, y 3) “Me ilumino/ de infinito”. No es lo mismo inmensidad que infinito. Dos nociones que, en la sencillez –siempre la sencillez en Ungaretti– va siempre más allá. Como estallido, su simplicidad que contiene una revelación no se puede transmitir fácil, pero aun en otra lengua que no sea la original, no tan ilegible para nosotros, su poesía conserva una fuerza primitiva que aspira a la trascendencia de lo humano. Toda su obra puede leerse como la búsqueda de una iluminación filosófica y religiosa a la vez que una autobiografía de los distintos momentos de una exploración interior. “No creo en el misterio por el misterio”, escribe Ungaretti. “No tengo que expresar el misterio, sino mi mundo.” Con seguridad su búsqueda, que consiste en una escritura a un tiempo visceral y contenida, proviene de cuando era alumno de la secundaria en la escuela Don Bosco en Alejandría. Allí un cura lo alentó a que escribiera. Y su primer trabajo, con un aire confesional, introspectivo, lo llamó “Análisis de mis sentimientos”. Un dato a tener en cuenta: cuando a los ochenta años se reunió toda su obra completa en un volumen con el título de Vida de un hombre, y, al publicarse una edición definitiva de El puerto sepultado, opinaría: “Este viejo libro es un diario”. Pero la cuestión de la poesía como un ritual cotidiano, la noción de diario, no se circunscribe a esta ópera prima: se hará extensiva a toda su escritura posterior. Es decir, toda su obra puede leerse como una desgarrada crónica íntima.

A pesar de su origen humilde en Alejandría, Ungaretti tuvo su iniciación literaria gracias a una educación privilegiada. Sus padres, italianos de Lucca, eran panaderos. La madre, analfabeta, enviudó cuando el hijo tenía dos años, se hizo cargo del horno, del negocio y procuró en la formación del hijo la ayuda de sus clientes, la colonia de italianos acomodados. Mientras se orientaba hacia la escritura, estimulado por profesores y amigos, el joven Ungaretti lee el Mercure de France, la publicación de los simbolistas y decadentes, y se sumerge en la lectura de Baudelaire, de Valéry y de Mallarmé. Frecuenta los bares de intelectuales y exilados, conoce un grupo de poetas jóvenes que se reúnen en torno de Konstantin Kavaffis (el viejo poeta que evocará más tarde Lawrence Durrell en El cuarteto de Alejandría). Aunque no comprende del todo a Mallarmé, se da cuenta de que en su musicalidad esa poesía transmite algo. “Todo pensamiento lanza un golpe de dados”, lee en Mallarmé. Una humanidad que vive su naufragio requiere una escritura que fotografía la nada. Sólo después de mirar fijo la nada se podrá encontrar la belleza. El joven Ungaretti intentará, en su poesía, capturar con el lenguaje la materialidad de esa nada, nombrar algo anterior al lenguaje. Un algo que puede ser Dios, pero que al haber transitado a Nietzsche, desolado, en su búsqueda, la sed de inmensidad, de infinito, lo conduce a Pascal. “Tras haber encontrado la nada, encontré lo bello”, ha escrito Mallarmé. “Con el abandono de todas las representaciones surgidas del lenguaje, lo que se disipa es la misma subjetividad, y con ella el miedo a la finitud que empantanaba el universo. Cuán divino es ahora el cielo terrestre.” Que en la concepción poética de Ungaretti es ese eco que escribe como iluminación de la inmensidad. O el infinito.


Más tarde el joven Ungaretti viaja a París. Aunque el propósito del viaje es estudiar Derecho, se anota en Letras, estudia con Bergson en el Collège de France y, entre sus amistades del Café de Flore se cuentan, entre otros Satie, Modigliani, Marinetti, Picasso, Papini, Léger, Bracque y Apollinaire. En 1914, al estallar la guerra, aunque se identifica con el anarquismo y el socialismo, cree, como su amigo Apollinaire, que es inevitable participar en la lucha contra la ambición territorial de Alemania y se alista. La guerra le parece una oportunidad para terminar con las fronteras y afirmar la fraternidad entre los hombres. Desde las trincheras despacha sus poemas a diferentes publicaciones. Terminada la guerra, mientras trabaja en prensa del Ministerio de Relaciones Exteriores, se hace amigo de André Breton, pero rompe con los surrealistas cuando atacan a Antonin Artaud. En esta época se casa con Jean Dupoix, que será su mujer de toda la vida. Complementa el sueldo de funcionario público con artículos en Il Poppolo d’Italia, y encuentra un lector inesperado: Benito Mussolini. En 1923, Mussolini prologa una nueva edición de El puerto sepultado, ahora de quinientos ejemplares. El libro reúne además de La alegría de naufragios y El puerto sepultado, los primeros poemas de Sentimiento del tiempo. Mussolini se entusiasma en ese prólogo: “Cumplida la revolución fascista, supe por casualidad que el poeta estaba en la burocracia. Me parece que Guy de Maupassant era empleado administrativo de su país, y uno de los hombres de letras más interesantes de Francia. Pensándolo, me di cuenta de que burocracia y poesía no son irreconciliables. Después de un tiempo, la burocracia no mató en Ungaretti al poeta. Y lo demuestra este libro de poesía. Mi tarea no es reseñarlo. Quienes lean estas páginas se encontrarán frente a un testimonio profundo de la poesía hecha de sensibilidad, de tormento, de búsqueda, pasión y de misterio”. Cuando Mussolini es depuesto y, junto con Marinetti, los dos son detenidos, Ungaretti se pone de su lado y a favor de la libertad de prensa. Adhiere en esa confusión de socialismo y nacionalismo, al fascio. Como Ezra Pound, Ungaretti se engaña al ver en el fascismo al destructor del capital. Desencantado, pronto se retira a un monasterio. Su relación con Mussolini atraviesa diferentes etapas, desde la afinidad estética y la coincidencia ideológica hasta, más tarde, la discrepancia política. Ungaretti es acosado por cubrir opositores y ayudar amigos judíos. Enfrentando los conflictos que le causa la relación con el líder fascista, Ungaretti no renegará de la amistad, y si bien más tarde extirpó de sus nuevas ediciones aquel prólogo, lo republicará en su vejez.

 Desde 1931 su permanencia en Italia se vuelve conflictiva, cuando no peligrosa. Hasta 1936 vive en distintas ciudades de Europa, vuelve a Alejandría y, con apremios económicos, encara una cátedra de literatura italiana en la Universidad de San Pablo. Su estancia en Brasil transcurre feliz. Pero en 1939, recibe un mazazo: la muerte de su segundo hijo, Antonietto, de nueve años. ¿Qué puede hacer con este dolor? ¿Es el mismo dolor que aquel de la trinchera junto al compañero muerto? ¿O lo supera? Nadie está preparado para la muerte de un hijo. De esta experiencia surgen, agónicos y desoladores, los poemas de El dolor. No hay autocompasión ni regodeo en el sufrimiento. Ungaretti replantea la vanidad de sus ilusiones. ¿Aquel soldado que en la trinchera escribía “La muerte/ se paga/ viviendo”, intuía que la guerra no sería su máxima experiencia de dolor? Después de esta pérdida, el poeta se encuentra otra vez a la intemperie. Una vez más: ¿de qué sirve el arte? Una vez más, ¿cómo se nombran el absurdo y la nada? Una vez más, Mallarmé: ¿se puede escribir la nada? Ahora, muerto el hijo, en duelo, Ungaretti escribe un grito, y no creo que haga falta traducirlo: “Nessuno, mamma, ha mai sofferto tanto”.

Cuando Brasil rompe relaciones con el Eje, debe abandonar Brasil. Su vuelta a Roma es una amargura. Aunque ha renunciado al fascismo, se lo expulsa del Sindicato de Escritores. Pasa un período de estrechez, para comer vende desde obras de arte hasta objetos personales. Consigue dar algunas conferencias en Italia y en el exterior. Sus presentaciones asientan poco a poco su prestigio como poeta. Pero para él la poesía no es un hecho aislado ni del contexto en que se escribe ni de los sentimientos que la historia le provocan: “Soy un hombre herido./ Y yo quisiera irme/ y llegar finalmente,/ a donde se escucha/ el hombre que está sólo consigo.// No tengo más que soberbia y bondad/ Y me siento exiliado en medio de los hombres”.

 Cabe preguntarse cuál es el sentido de resumir, a través de algunos hitos biográficos, aquellos que se centran en la desgracia personal, para rescatar una obra. Es sabido que la tragedia y la desgracia no legitiman ni potencian el valor de un discurso. La literatura es relato de la desgracia personal, pero no sólo. También es lo que se construye con eso, lo inenarrable, “el dolor”. Que sólo puede ser narrado en falsete, con conciencia del falsete. Es a través de la manera en que se elabora ficción con el sufrimiento como pueden construirse verdad y belleza y, si se admite que la poesía es cuestionamiento existencial, es dándole forma a los interrogantes que se consigue alcanzar el objetivo. La teoría literaria estructuralista y post dictó durante demasiadas décadas que el discurso era independiente de los hombres, que una literatura podía desprenderse del sujeto que la enunciaba. “Como una frente cansada la noche/ reaparece/ en el hueco de una mano...”, escribe Ungaretti. Si un sentido tiene hoy volver sobre su poesía, una poesía que se agarra la frente en la noche, es justamente para desmentir la retórica canalla de la posmodernidad, desmontar el engranaje de intereses académicos defensores de la especificidad, como la exaltación de la autonomía literaria, un gesto típicamente capitalista del cuidado del kiosco intelectual. Volver a Ungaretti implica conectar la existencia con una búsqueda de sentido y que, esta búsqueda, íntima (volvamos a tener en cuenta que la poesía de Ungaretti puede ser leída como diario), en su experiencia de lo cotidiano, asume con su confesionalismo la puesta en tela de juicio de las palabras y su utilidad.

Desde sus orígenes, la poética de Ungaretti, analizando el barroco y pivoteando sobre el endecasílabo de Petrarca, se plantea una renovación de la lengua italiana. Esa renovación, en Ungaretti, consiste a veces en practicar determinados cortes, interrumpir la versificación, quebrar el ritmo y demostrar que la imagen poética, según afirma, no puede sino estar al servicio del sentimiento. “Vuelven a arder en lo alto las fábulas./ Con las hojas caerán al primer viento./ Más si otro soplo viene/ volverá un chispear nuevo”. Se interroga: “¿He hecho pedazos corazón y mente/ para caer en servidumbre de palabras?”. Porque Ungaretti no es un poeta afectado que escribe sobre la poesía y tampoco, aun cuando en sus comienzos pueda inspirarse en temas mitológicos, se queda en la coartada de una cultura elitista. Si detecta un elemento que le importa, lo trae a su presente y entonces lo conecta con su experiencia inmediata. A menudo se ha juzgado su poesía oscura y hermética. Nada más lejano de sus versos que la oscuridad: “He poblado de nombres el silencio”, explica. El lector actual de poesía, el lector que presume de refinado, a menudo necesita de arabescos culteranos para sentirse elevado. En este aspecto, la poesía de Ungaretti lo va a defraudar y se le antojará, de tan sencilla, tosca. En una sola línea tiene la virtud de que esa simplicidad aparente sea puente hacia otra realidad o, mejor dicho, la posibilidad de poner la realidad en duda: “No llegamos a conocer más que una parte de la realidad, la menos verdadera”, escribe. Un ejemplo, su poema “Fin”: “¿Cree en sí y en la verdad quien desespera?”.
Aludiendo al tan sonado hermetismo que se le adjudica, si se lo piensa como ecuación formal de una tendencia, también merece ser discutido. Como corriente el hermetismo involucra tanto a Ungaretti como a Eugenio Montale y Salvatore Quasimodo. El término proviene de un ensayo de Costanzo Flora, que subrayaba en la poesía joven de los años ‘20 una intención de oscuridad. De entrada, a Ungaretti le molestó esta etiqueta. Como movimiento, los supuestos poetas del hermetismo, escasos de popularidad, se afirmaron en sus escrituras entre 1935 y 1940, y su filtro oscuro, se interpretó como un modo de sortear la censura fascista. A tener en cuenta: una vez más, la miopía crítica que encapsula algunas obras para traer agua a su molino. Que la poesía de los llamados herméticos apelara al uso de la analogía, la utilización de sustantivos absolutos e imágenes oníricas, no necesariamente la volvía impenetrable. Un ejemplo: “Hendido por un rayo de sol/ todo hombre está solo/ sobre el corazón de la tierra; de pronto, /la noche que cierra”, escribe Quasimodo. En un artículo de 1940, por su lado, Montale desecha también esta hipótesis del hermetismo: “No he buscado nunca a propósito la oscuridad y por eso no me siento muy calificado para hablar de un supuesto hermetismo italiano si es que existe aquí, y yo lo dudo mucho, un grupo de escritores que tenga como objetivo una sistemática no comunicación”.

Hay poetas que nacen predeterminados para ser siempre jóvenes y que, si no mueren de modo trágico, más víctimas del propio narcisismo que de las consecuencias del pensamiento romántico (que suelen correr juntos), la prolongación de la existencia se les vuelve insoportable. La senectud les aterra más que la muerte. Rimbaud es el mejor ejemplo. Y tras él, una sucesión interminable de poetas que decidieron arder y consumirse en un instante. El caso de Ungaretti (1888-1970) es distinto: en su aceptación de los dramas que la existencia propone al individuo no quedan ajenos ni el reclamo ni la indignación, pero su enfoque es siempre un movimiento pendular entre el desapego y, como se ha dicho, la persecución de ese segundo donde la iluminación revela la inmensidad, el infinito, y el hombre no es más que naturaleza arrojada a su suerte. Su poesía da la impresión de nacer madura de una vez y para siempre. Y en esa madurez, precoz, se intuye una sabiduría que se remonta a la conciencia del desierto y, como Ungaretti mismo lo manifestara, el horror del vacío. “Si una mano tuya esquiva la desdicha,/ escribes con la otra/ que todos son escombros”. Uno de sus últimos libros es El cuaderno del viejo, escrito en la franja de sus setenta años, tras la muerte de su esposa, que publica en 1960 y está escrito entre 1952 y 1960. En su publicación incluye los “Ultimos coros para la tierra prometida”. Y empieza así: “Agrupados hoy/ los días del pasado/ y los que llegarán.// A través de los años y los siglos/ cada instante es sorpresa/ de saber que aún estamos vivos,/ que siempre se sucede/ como siempre el vivir:/ Premio y castigo imprevistos/ en el turbión continuo/ de los cambios banales.// Igual es nuestra suerte,/ el viaje que sigo,/ en un abrir y cerrar de ojos,/ exhumando, inventando,/ de arriba abajo el tiempo,/ errante como aquellos/ que fueron, que son, que serán”. Lejos de transmitir un final del camino, los poemas del cuaderno expresan la continuidad de la búsqueda. “Si se enfrenta a tu suerte una mano,/ la otra, de pronto, te asegura/ que puedes aferrarte sólo/ a restos de recuerdos”. Nada de cansancio, nada de alteración ante la proximidad del final. “Si durase el viaje para siempre/ no duraría un instante, y la muerte/ está aquí ya, desde hace poco”. En una entrevista publicada en esos años con motivo de la poesía de la vejez, Ungaretti dice: “Yo creo que en la poesía de la vejez no se da la frescura, la ilusión de la juventud, pero creo que se da una suma tal de experiencia que si llega –y no siempre se llega– a encontrar la palabra necesaria se consigue la poesía más alta”.
Además de los intelectuales y los artistas, a su mesa y su vino se acercaban tanto futbolistas como personajes de la farándula. A diferencia de otros poetas consagrados, Ungaretti nunca perdió el contacto con la gente del pueblo. Aunque en oportunidad de El puerto sepultado dijo que le gustaría ser recordado como “Ungaretti, hombre de pena”. Y se explicó: “El hombre de pena es el hombre sombríamente en meditación sobre la justicia y la piedad (...) Siendo Cristo, Dios y hombre, juez y víctima, sucede que justicia y piedad son dos modos de leer un mismo texto divino, en el misterio insondable mediante el cual Dios se revela y se esconde al mismo tiempo”. Con la misma sencillez primitiva que transmite su poesía, Ungaretti se comportaba con el prójimo manifestando una sabiduría que se trasunta radiante en sus fotos de vejez. Quien ha sido marcado por la tragedia puede sentir tan intensamente la vida porque antes se ha preguntado: “¿Vivir es sobrevivir a la muerte?”. Es aconsejable, aunque cierta crítica pretenda patear al autor lejos de su obra, mirar sus fotos de vejez. Radiante, insisto. Así como las fotos de Kafka parecen ser retratos de K, las fotos de Ungaretti, en esta coherencia de la imagen hombre/creador, retratan el origen de su poesía. Ungaretti admite que “agotada la experiencia sensual, el trasponer el umbral de otra experiencia es el adentrarse en la nueva experiencia, ilusoriamente original, es el conocerse desde el no ser, ser desde la nada. Es el conocerse pascalianamente ser desde la nada. Horrible conocimiento. En cierta época del existir, puede uno haber tenido la sensación de que la mental excluía en uno toda otra actividad: el límite de la edad es límite”. Ungaretti sonríe. Y al sonreír, en sus arrugas, se advierten las cicatrices de la existencia. Cada cicatriz, un naufragio. Volvamos a recordar: uno de sus libros primeros se llamaba Alegría de naufragios. Más tarde, el poeta lo recortó: La alegría. ¿Dice algo el gesto de la amputación “de naufragios”? “La poesía no se explica –ha escrito–. Es muy difícil explicarla.” No obstante Ungaretti ha escrito y reflexionado sobre cada uno de sus libros mediante una serie de pequeños ensayos, unas reseñas mínimas que, en ocasiones, por su distancia crítica, parecen escritas por otro. Con respecto a La alegría escribe: “No soy el poeta del abandono a las delicias del sentimiento, soy alguien acostumbrado a luchar, y debo confesarlo –los años han traído algún remedio– soy un violento; desdén y valentía de vivir han sido los rastros de mi vida. Voluntad de vivir a pesar de todo, apretando los puños, a pesar del tiempo, a pesar de la muerte”. En un reportaje brevísimo, de poco más de cuatro minutos, que filma un simpático y sonriente Pier Paolo Pasolini, el director y también poeta lo provoca preguntándole sobre la normalidad, la homosexualidad y la transgresión. A Ungaretti la pregunta le causa gracia. También risueño contesta, ya de vuelta de todo, con la autoridad que le confieren los años, riéndose, que la existencia del hombre ya es un hecho “contra natura” y él, al ser poeta, ha realizado la transgresión máxima. Si la historia no le fue extraña, menos todo aquello que lo relaciona, como dije, con lo popular. Ungaretti era, habrá que repetirlo una y otra vez, un hombre de pueblo. A fines de los ‘60, en el auge de la bossa nova, Ungaretti (que había traducido a Vinicius de Moraes y Drummond de Andrade), se reúne con Vinicius, Toquinho y Sergio Endrigo y graban un disco memorable que tiene como premisa “La vita, amico, é l’arte dell incontro”. En el disco puede escucharse su voz grave, ronca. Y esa voz cavernosa, casi octogenaria, ilumina. Refiriéndose a él mismo en tercera persona escribió: “El autor no tiene otra ambición, y cree que tampoco los grandes poetas tuvieron otras, sino la de dejar una bella biografía suya. Sus poesías representan pues sus tormentos formales, pero quisiese que se reconociera de una buena vez que la forma le atormenta sólo porque la exige pegada a las variaciones de su ánimo, y si algún progreso ha hecho como artista, quisiera que indicase también alguna perfección alcanzada como hombre”.
El cuaderno del viejo puede leerse como un buen cierre para el recorrido de su obra: “asamos el desierto con los restos/ de una imagen antigua en la cabeza,// no más saben los vivos/ de la Tierra prometida”. No obstante, considerando su obra en perspectiva, este libro que presenta, conciso y austero, “las amargas sorpresas del recuerdo/ en una carne exhausta”, es una puerta introductoria que se abre con serenidad a su poesía de la angustia, pero sin descartar, en su metafísica, la esperanza, aun cuando el milagro no suceda. No es la posesión sino el desprendimiento y la libertad lo que cuentan. La condición de que nuestro pasaje por esta vida tenga un sentido no reside ni en lo patrimonial ni en el afincamiento. “La meta es partir”, apuntó. Para que esta tierra tenga un sentido, para que no sea “tierra baldía”, deberá ser siempre tierra del deseo, es decir, siempre tierra prometida.


Radar libros , suplemento de pagina 12 de los domingos
25 DE ENERO DE 2009

domingo, 27 de julio de 2014

¿ES TODAVÍA POSIBLE LA POESÍA? Discurso de recepción de Eugenio Montale del Premio Nóbel




El premio Nobel ha llegado a su septuagésima quinta ronda, si no estoy mal informado. Y si muchos son los científicos y los escritores que han merecido este prestigioso reconocimiento, bastante menor es el número de los supérstites que viven y trabajan todavía. Algunos de ellos están presentes aquí y a ellos les dirijo mi saludo y mis augurios. Según opiniones muy difundidas, obra de arúspices no siempre atendibles, en este año o en los años que pueden llamarse inminentes el mundo entero (o por lo menos esa parte del mundo que puede llamarse civilizada) conocería un giro histórico de proporciones colosales. No se trata, obviamente, de un giro escatológico, del fin del hombre mismo, sino del advenimiento de una nueva armonía social de la cual sólo existen presentimientos en los vastos dominios de la Utopía. Al término del suceso, el premio Nobel será centenario y sólo entonces podrá hacerse un completo balance acerca de cuánto la Fundación Nobel y el Premio conexo hayan contribuido a la formación de un nuevo sistema de vida comunitaria, sea éste el del Bienestar o del Malestar universal, pero de tal alcance que pueda poner término, al menos por muchos siglos, a la multisecular diatriba sobre el significado de la vida. Me refiero a la vida del hombre y no a la aparición de los aminoácidos, que asciende a algunos miles de millones de años, sustancias que han hecho posible la aparición del hombre y quizá contenían ya su proyecto. Y en este caso, ¡qué largo es el paso del deus absconditus! Pero no quiero divagar y me pregunto si es justificada la convicción que el estatuto del premio Nobel sustenta, o sea que las ciencias, no todas en el mismo plano, y las obras literarias han contribuido a difundir o a defender nuevos valores en un amplio sentido "humanísticos". La respuesta es, ciertamente, positiva. Sería larga la lista de los nombres de aquellos que, habiendo dado algo a la humanidad, han obtenido el ambicionado reconocimiento del premio Nobel. Pero infinitamente más grande y prácticamente imposible de identificar es la legión, el ejército de aquellos que trabajan para la humanidad en infinitos modos, incluso sin darse cuenta de ello, y que no aspiran jamás a un posible premio porque no han escrito obras, actas y comunicaciones académicas y nunca han pensado en "hacer gemir las prensas", como dice un difundido lugar común italiano. Existe, ciertamente, un ejército de almas puras, inmaculadas, y esto es un obstáculo (por cierto insuficiente) para la difusión de ese espíritu utilitario que en diversas gamas se mueve hacia la corrupción, el delito y toda forma de violencia y de intolerancia. Los académicos de Estocolmo han dicho muchas veces no a la intolerancia, al fanatismo cruel y a ese espíritu persecutorio contra los oprimidos. Esto se relaciona particularmente con la elección de las obras literarias, obras que a veces pueden ser mortíferas, pero nunca como la bomba atómica, que es el fruto más maduro del eterno árbol del mal.
No insisto sobre este tema porque no soy ni filósofo, ni sociólogo, ni moralista.

He escrito poemas y por esto he sido premiado, pero he sido también bibliotecario, traductor, critico literario y musical y hasta desocupado por reconocida insuficiencia de fidelidad a un régimen que no podía querer. Hace pocos días vino a entrevistarme una periodista extranjera y me preguntó cómo distribuí tantas actividades tan diferentes. ¿Tantas horas a la poesía, tantas a las traducciones, tantas al empleo y tantas a la vida? He intentado explicarle que no se puede planificar una vida como se hace con un proyecto industrial. En el mundo hay un amplio espacio para lo inútil, e incluso uno de los peligros de nuestro tiempo es el de la mercantilización de lo inútil a la cual son sensibles particularmente los muy jóvenes.
De cualquier modo estoy aquí porque he escrito poemas, un producto absolutamente inútil, pero casi nunca nocivo y éste es uno de sus títulos de nobleza. Pero no es el único, siendo la poesía una producción o una enfermedad absolutamente endémica e incurable.
Estoy aquí porque he escrito poemas: seis volúmenes, además de innumerables traducciones y ensayos críticos. Se ha dicho que es una producción escasa, quizás suponiendo que el poeta es un productor de mercancías; las máquinas deben ser empleadas al máximo. Por fortuna, la poesía no es una mercadería. Es una entidad de la cual se sabe muy poco, tanto que dos filósofos tan diversos como Croce, historicista idealista, y Gilson, católico, están de acuerdo al considerar imposible una historia de la poesía. Por mi parte, si considero a la poesía como un objeto, supongo que nació de la necesidad de agregar un sonido vocal (la palabra) al martilleo de las primeras músicas tribales. Sólo mucho más tarde palabra y música pudieron escribirse de algún modo y diferenciarse. Aparece la poesía escrita, pero el común parentesco con la música se hace sentir. La poesía tiende a abrirse en formas arquitectónicas; surgen los metros, las estrofas, las llamadas formas cerradas. Aún en las primeras sagas de los Nibelungos y luego en los cantares de gesta la verdadera materia de la poesía es el sonido. Pero no tardará en surgir con los poetas provenzales una poesía que se dirige también al ojo. Lentamente la poesía se hace visiva porque pinta imágenes, pero es también musical: reúne dos artes en una. Naturalmente los esquemas formales constituían gran parte de la visibilidad poética. Luego de la invención de la imprenta, la poesía se hace vertical, no llena del todo el espacio blanco, es rica de versos aparte y de repeticiones. Incluso ciertos blancos tienen un valor. Bien diferente es la prosa, que ocupa todo el espacio y no da indicaciones sobre su pronunciación. Y en este punto los esquemas métricos pueden ser instrumento ideal para el arte de narrar, o sea para la novela. Es el caso de ese instrumento narrativo que es la octava, forma que ya es un fósil en los inicios del siglo XX, a pesar del logro del "Don Juan", de Byron (poema que quedó interrumpido a medio camino). Pero hacia fines del siglo XIX las formas cerradas de la poesía no satisfacen más ni al ojo ni al oído. Análoga observación puede hacerse con el Blank verse inglés y con el endecasílabo suelto italiano. Y mientras tanto da grandes pasos hacia la disgregación del naturalismo la pintura, y es inmediato el contragolpe en el arte pictórico. Así, con un largo proceso que sería demasiado largo describir, se llega a la conclusión de que no se puede reproducir lo verdadero, los objetos reales, creando así inútiles reproducciones, pero se exponen in vitro, o también al natural, los objetos o las figuras de los cuales Caravaggio o Rembrandt hubieran presentado un facsímil, una obra de arte. Hace años, en la gran muestra de Venecia, se había expuesto el retrato de un mongólico: era un tema très dégoûtant, pero ¿por qué no? El arte puede justificar todo. Salvo que, acercándonos, nos dábamos cuenta de que no se trataba de un retrato, sino del infeliz en carne y hueso. El experimento fue luego interrumpido manu militari, pero en materia estrictamente teórica estaba plenamente justificado. Desde hacía años, críticos que ocupan cátedras universitarias predicaban la necesidad absoluta de la muerte del arte, en espera no se sabe de qué palingenesis o resurrección de la cual no se vislumbran los signos.
¿Qué conclusiones pueden extraerse de hechos semejantes? Evidentemente las artes, todas las artes visuales, están democratizándose en el peor sentido de la palabra. El arte es producción de objetos de consumo, que se usan y se tiran en espera de un nuevo mundo en el cual el Hombre haya logrado liberarse de todo, incluso de la propia conciencia. El ejemplo que he traido podría extenderse a la música exclusivamente ruidosa e indiferenciada que se escucha en los lugares donde millones de jóvenes se reúnen para exorcizar el horror de su propia soledad. ¿Pero por qué hoy más que nunca el hombre ha llegado a tener horror de sí mismo?

Obviamente, preveo las objeciones. No es necesario confundir las enfermedades sociales, que quizás siempre han existido pero eran poco advertidas porque los antiguos medios de comunicación no permitían conocer y diagnosticar la enfermedad. Pero impresiona el hecho de que una especie de general milenarismo acompañe a un cada vez más extendido confort, el hecho de que el bienestar (allí donde existe, o sea en limitados espacios de la tierra) tenga las lívidas connotaciones de la desesperación. Bajo el trasfondo tan oscuro de la actual civilización del bienestar también las artes tienden a confundirse, a perder su propia identidad. Los medios masivos de comunicación, la radio y sobre todo la televisión, han intentado no sin éxito aniquilar toda posibilidad de soledad y de reflexión. El tiempo se vuelve más veloz, obras de hace pocos años parecen "anticuadas" y la necesidad que tiene el artista de hacerse oír antes o después se vuelve necesidad espasmódica de lo actual, de lo inmediato. De aquí surge el arte de de nuestro tiempo que es el espectáculo: una exhibición no necesariamente teatral a la que contribuyen los rudimentos de cada arte y que opera una suerte de masaje psíquico sobre el espectador u oyente o lector o lo que sea. El deüs ex machina de este nuevo amontonamiento es el director. Su fin no es sólo el de coordinar los componentes escénicos, sino el de suministrar intenciones a obras que no las tienen o que han tenido otras. Hay una gran esterilidad en todo esto, una inmensa desconfianza en la vida. En este panorama de exhibicionismo histérico, ¿cuál puede ser el lugar de la más discreta de las artes, la poesía? La poesía llamada lírica es fruto de soledad y de acumulación. Lo es todavía hoy, pero en casos más bien limitados. Sin embargo, tenemos casos más numerosos en los cuales el sedicente poeta sigue el ritmo de los nuevos tiempos. La poesía sae hace entonces acústica y visiva. Las palabras estallan en todas las direcciones como la explosión de una granada; no existe un verdadero significado, sino un terremoto verbal con muchos epicentros. La interpretación no es necesaria; en muchos casos puede socorrernos la ayuda del psicoanalista. Al prevalecer el aspecto visivo la poesía es también traducible y esto es un hecho nuevo en la historia de la estética. Esto no quiere decir que los nuevos poetas sean esquizoides. Algunos pueden escribir prosas clásicamente tradicionales y pseudo versos carentes de todo sentido. Hay incluso una poesía escrita para ser aullada en una plaza ante una multitud entusiasta. Esto ocurre sobre todo en los países donde rigen regímenes autoritarios. Y tales atletas del vocalismo poético no siempre están desprovistos de talento. Citaré un caso, y me excuso si es también un caso que me concierne personalmente. Pero el hecho, si es verdad, demuestra que ahora existen y cohabitan dos poesías, una de las cuales es de consumo inmediato y muere apenas es expresada, mientras la otra puede dormir sus sueños tranquila. Un día se despertará, si tiene la fuerza de hacerlo.

La verdadera poesía es similar a ciertos cuadros de los cuales se ignora el propietario y que sólo algún iniciado conoce. De todos modos, la poesía no vive sólo en los libros o en las antologías escolásticas. El poeta ignora y a menudo ignorará siempre su verdadero destinatario. Daré un pequeño ejemplo personal. En los archivos de los diarios italianos se encuentran necrologías de hombres todavía vivos y actuantes. Se llaman "cocodrilos". Hace pocos años, en el Corriere della Sera, yo descubrí mi "cocodrilo" firmado por Taulero Zulberti, crítico, traductor y poliglota. Allí afirmaba que el gran poeta Maiakovsky, luego de leer una o varias poesías mías traducidas al ruso, habría dicho: "Este es un poeta que me gusta. Quisiera poder leerlo en italiano". El episodio no es inverosímil. Mis primeros versos comenzaron a circular en 1925 y Maiakovsky (que viajó también a América y otras partes) se suicidó en 1930.
Maiakovsky era un poeta de pantógrafo, de megáfono. Si ha pronunciado las palabras citadas puedo decir que aquellas poesías mías habían encontrado, por caminos sinuosos e imprevisibles, a su destinatario.
No se crea, sin embargo, que yo tengo una idea solipsista de la poesía. La idea de escribir para los llamados happy few de la poesía no la he compartido nunca. En realidad, el arte es siempre para todos y para ninguno. Pero lo que sigue siendo imprevisible es su verdadero begetter, su destinatario. El arte-espectáculo, el arte de masas, el arte que quiere producir una especie de masaje físico-psíquico sobre un hipotético gozador tiene ante si infinitos caminos, porque la población del mundo va en continuo aumento. Pero su límite es el vacío absoluto. Se puede enmarcar y exponer un par de pantuflas (yo mismo he visto las mías reducidas a esto), pero no se puede exponer bajo un vidrio un paisaje, un lago o cualquier gran espectáculo natural.

Ciertamente,la poesía lírica ha roto sus barreras. Hay poesía también en la prosa, en toda la gran prosa no meramente utilitaria o didascálica: existen poetas que escriben en prosa o al menos en una prosa más o menos aparente; millones de poetas escriben versos que no tienen ninguna relación con la poesía. Pero esto significa poco o nada. El mundo está creciendo; cómo será su porvenir no puede decirlo nadie. Pero no es creíble que la cultura de masas, por su carácter efímero y erosivo, no produzca, por necesaria reacción, una cultura que sea también vallado y reflexión. Todos podemos colaborar en este futuro. Pero la vida del hombre es breve y la vida del mundo puede ser casi infinitamente larga.

Había pensado en dar a mi breve discurso este título: ¿podrá sobrevivir la poesía en el universo de las comunicaciones de masa? Es lo que muchos se preguntan, pero si pensamos bien la respuesta no puede ser más que afirmativa. Si se entiende por poesía la que escriben los diletantes es claro que la producción mundial irá creciendo desmesuradamente. si en cambio nos limitamos a la que rehúsa con horror el término producción, la que surge casi por milagro y parece conservar toda una época y toda una situacion lingüística y cultural, entonces hay que decir que no hay muerte posible para la poesía.
Se ha observado muchas veces que el contragolpe del lenguaje poético sobre el de la prosa puede ser considerado un latigazo decisivo. Extrañamente, la Commedia de Dante no ha producido una prosa de esa altura creativa o lo ha hecho después de siglos. Pero si se estudia la prosa francesa antes y después de la escuela de Ronsard, la Pléiade, se darán cuenta de que la prosa francesa ha perdido esa blandura por la cual era juzgada tan inferior a las lenguas clásicas y ha cumplido un verdadero salto de madurez. El efecto ha sido curioso. La Pléiade no produce colecciones de poemas homogéneas como las del Dolce stil nuovo italiano (que es, por cierto, una de sus fuentes), pero nos da de tanto en tanto verdaderas "piezas de coleccionista" que irán a formar parte de un museo imaginario de la poesía. Se trata de un gusto que se diría neogreco y que siglos después el Parnasianismo intentará vanamente igualar. Esto prueba que la gran lírica puede morir, renacer, volver a morir, pero permanecerá siendo siempre una de las cimas del alma humana. Releamos juntos un canto de Joachim Du Bellay. Este poeta, nacido en 1522 y muerto a los treinta y cinco años apenas, era sobrino de un cardenal junto al cual vivió en Roma algunos años experimentando un profundo disgusto por la corrupción de la corte pontificia. Du Bellay escribió mucho, imitando más o menos felizmente a los poetas de la tradición petrarquesca. Pero la poesía (quizás escrita en Roma), inspirada por versos latinos de Navagero, que confirma su fama, es fruto de una dolorosa nostalgia por las campiñas de la dulce Loira por él abandonadas. Desde Sainte-Beuve hasta Walter Pater, que dedicó a Joachim una semblanza memorable, la breve Odelette des vanneurs de blé ha entrado en el repertorio de la poesía mundial. Probemos su relectura, si esto es posible, porque se trata de una poesía en la cual el ojo tiene su parte: A vous troppe legere,/ qui d'aele passagere / par le monde volez et d'un sifflant murmure / l'ombrageuse verdure / doulcement esbranlez, // j'offre ces violettes, / ces lis et ces fleurettes, / et ces roses icy, / ces vermeillettes roses,/ tout freschement écloses, / et ces oeilletz aussi. // De vostre doulce halaine/ eventez oeste plaine,/ eventez ce sejour,/ ce pendant que j'ahanne / a mon blé, que je vanne/ a la chaleur du jour.
No sé si esta Odelette fue escrita en Roma como intermedio en el despacho de aburridos trámites de oficina. Ella le debe a Pater su actual supervivencia. A distancia de siglos una poesía puede encontrar su intérprete.

Pero ahora, para concluir, debo una respuesta a la pregunta que ha dado título a este breve discurso. En la actual sociedad de consumo que ve asomarse a la historia nuevas naciones y nuevos idiomas, en la civilización del hombre robot, ¿cuál puede ser la suerte de la poesía? Las respuestas podrían ser muchas. La poesía es el arte técnicamente al alcance de todos: basta una hoja de papel y un lápiz y la suerte está echada. Sólo en una segunda instancia surgen los problemas de la publicación y de la difusión. El incendio de la Biblioteca de Alejandría destruyó tres cuartos de la literatura griega. Hoy ni siquiera un incendio universal podría hacer desaparecer la torrencial producción poética de nuestros días. Pero se trata justamente de producción, o sea de manufacturas sujetas a las leyes del gusto y de la moda. Que el ocaso de las Musas pueda ser devastado por grandes tempestades es, más que probable, seguro. Pero me parece igualmente cierto que mucho papel impreso y muchos libros de poesía deben resistir al tiempo.

Diferente es la cuestión si se refiere a la reviviscencia espiritual de un viejo texto poético, a su actualización, a su apertura a nuevas interpretaciones. Y finalmente, es siempre dudoso dentro de qué límites y confines nos movemos hablando de poesía. Mucha poesía de hoy se expresa en prosa. Muchos versos de hoy son prosa y mala prosa. El arte narrativo, la novela, de Murasaki a Proust, ha producido grandes obras de poesía. ¿Y el teatro? Muchas historias literarias ni siquiera se ocupan de él, aun extrapolando algunos genios que forman un capítulo aparte. Además: ¿cómo se explica el hecho de que la antigua poesía china resiste a todas las traducciones mientras la poesía europea está encadenada a su lenguaje original? ¿Quizás el fenómeno se explica con el hecho de que nosotros creemos leer a Po Chü-i y en cambio leemos al maravilloso falsificador Arthur Waley? Se podrían multiplicar las preguntas con el único resultado de que no sólo la poesía, sino todo el mundo de la expresión artística o que así se proclama ha entrado en una crisis que está estrechamente ligada a la condición humana, a nuestro existir de seres humanos, a nuestra certidumbre o ilusión de creernos seres privilegiados, los únicos que se creen dueños de su suerte y depositarios de un destino del que ninguna otra criatura viviente puede jactarse. Es como preguntarse si el hombre de mañana, de un mañana quizás lejanísimo, podrá resolver las trágicas contradicciones en las que se debate desde el primer día de la Creación (y si de un día tal, que puede ser una época interminable, pudiera hablarse todavía).

(Discurso de recepción del Premio
Nóbel, 12.12.1975)

Traducido por Horacio Armani en Diario de Poesía Nº 18,
Otoño 1991)

Tomado del Blog de Marcelo Leites