lunes, 25 de febrero de 2019

Anne Ranasinghe (Essen, Alemania, 1925-Colombo, Sri Lanka, 2016),





No llores

porque se ha roto la olla
llevaba mucho tiempo rajada
pero reúne los trozos
cava un agujero profundo
y entiérralos.
Y la lluvia alisará
la tierra removida,
el sol la endurecerá y el viento trazará
nuevas señales
hasta que finalmente ni siquiera
recordarás el lugar...

Versión de J. G.


Don't cry


Don’t cry
Because the pot is broken
It had long been cracked.
But gather the shards
Dig a deep hole
And bury them.
And the rain will smoothen
The disturbed earth,
The sun will bake, and wind trace
New landmarks
Till finally you won’t remember
Even the place...



fuente https://campodemaniobras.blogspot.com/2019/02/anne-ranasinghe-no-llores.html



Bueno, lo siento


Bueno, lo siento
No tengo respuestas para tus preguntas.
Existe la injusticia, el odio y la guerra
Y la igualdad es solo un slogan.

No tengo luz en mis ojos. Fue obscurecida
Por la nube hongo de Hiroshima
Y el humo esparcido de las chimeneas de Auschwitz.

No existe el pasado. Es una ilusión
De rostros gentiles en espejos resquebrajados
Sus imágenes borradas por demasiadas lágrimas.

¿El futuro?Yo parada en una estación del tren
Mi mano eternamente levantada en un adiós
Mientras parten los trenes uno tras otro. Lo sé

Sin seguridad ni refugioEl oro fluctúa
Y así los diamantes y las casas,
Los libros pueden ser quemados y los amores divididos

Y la tortura, la picota, la vara de hierro
Han sido todas santificadas en el nombre de Dios,
Ismos dividen al mundo entre ellos

Sus símbolos de puntas endurecidas chorrean de sangre-
La única certeza yace en la tumba
Donde no hay lugar para la perspectiva o la elección

Y el cuervo que no escuchaste antes
grazna oscuramente 
nunca, nunca más
Con un ruido sordo la puerta crujiente se cierra con estrépito.

 Traducción de Raúl Jaime

Well  I am sorry

I have no answer to your questions.
There is injustice, hatred and war
And equality is only a slogan.

I have no vision. It was obscured
By the mushroom cloud of Hiroshima
And the smoke that drifted from Auschwitz chimneys…

…I know
No safety or haven – gold fluctuates
And so do diamonds and houses

Books can be burnt and loves divided.

(fragmento extraído de SUNDAY TIMES)

martes, 19 de febrero de 2019

"Octavio , el invasor" de Ana María Shua




Estaba preparado para la violencia aterradora de la luz y el sonido, pero no para la presión, la brutal presión de la atmósfera sumada a la gravedad terrestre, ejerciéndose sobre ese cuerpo tan distinto del suyo, cuyas reacciones no había aprendido todavía a controlar. Un cuerpo desconocido en un mundo desconocido. Ahora, cuando después del dolor y de la angustia del pasaje, esperaba encontrar alguna forma de alivio, todo el horror de la situación se le hacía presente. Sólo las penosas sensaciones de la transmigración podían compararse a lo que acababa de pasar, pero después de aquella experiencia había tenido unos meses de descanso, casi podría decirse de convalecencia, en una oscuridad cálida adonde los sonidos y la luz llegan muy amortiguados y el líquido en el que flotaba atenuaba la gravedad del planeta. Sintió frío, sintió un malestar profundo, se sintió transportado de un lado a otro, sintió que su cuerpo necesitaba desesperadamente oxígeno, pero ¿cómo y dónde obtenerlo? Un alarido se le escapó de la boca, y supo que algo se expandía en su interior, un ingenioso mecanismo automático que le permitiría utilizar el oxígeno del aire para sobrevivir. - Varón - dijo la partera -. Un varoncito sano y hermoso, señora. - ¿Cómo lo va a llamar? - dijo el obstetra. - Octavio - contestó la mujer, agotada por el esfuerzo y colmada de esa pura felicidad física que sólo puede proporcionar la interrupción brusca del dolor. Octavio descubrió, como una circunstancia más del horror en el que se encontraba inmerso, que era incapaz de organizar en percepción sus sensaciones: debía haber voces humanas, pero no podía distinguirlas en la masa indiferenciada de sonidos que lo asfixiaba, otra vez se sintió transportado, algo o alguien lo tocaba y movía partes de su cuerpo, la luz lo dañaba. De pronto lo alzaron por el aire para depositarlo sobre algo tibio y blando. Dejó de aullar: desde el interior de ese lugar cálido provenía, amortiguado, el ritmo acompasado, tranquilizador, que había oído durante su convaleciente espera. El terror disminuyó. Comenzó a sentirse inexplicablemente seguro, en paz. Allí estaba por fin, formando parte de las avanzadas, en este nuevo intento de invasión que, esta vez, no fracasaría. Tenía el deber de sentirse orgulloso, pero el cansancio luchó contra el orgullo hasta vencerlo: sobre el pecho de la hembra terrestre que creía ser su madre se quedó, por primera vez en este mundo, profundamente dormido. Despertó un tiempo después. Se sentía más lúcido y comprendía que ninguna preparación previa podría haber sido suficiente para responder coherentemente a las brutales exigencias de ese cuerpo que habitaba y que sólo ahora, a partir del nacimiento, se imponían en toda su crudeza. Era Iógico que la transmigración no se hubiera intentado en especímenes adultos: el brusco cambio de conducta, la repentina torpeza en el manejo de su cuerpo, hubieran sido inmediatamente detectados por el enemigo. Octavio había aprendido, antes de partir, el idioma que se hablaba en esa zona de la Tierra. O, al menos, sus principales rasgos. Porque recién ahora se daba cuenta de la diferencia entre la adquisición de una lengua en abstracto y su integración con los hechos biológicos y culturales en los que esa lengua se había constituido. La palabra «cabeza», por ejemplo, había comenzado a cobrar su verdadero sentido (o, al menos, uno de ellos), cuando la fuerza gigantesca que lo empujara hacia adelante lo había obligado a utilizar esa parte de su cuerpo, que latía aún dolorosamente, como ariete para abrirse paso por un conducto demasiado estrecho. Recordó que otros como él habían sido destinados a las mismas coordenadas témporoespaciales. Se preguntó si algunos de sus poderes habrían sobrevivido a la transmigración y si serían capaces de utilizarlos. Consiguió enviar algunas débiles ondas telepáticas que obtuvieron respuesta inmediata: eran nueve y estaban allí, muy cerca de él y, como él, llenos de miedo, de dolor y de pena. Sería necesario esperar antes de empezar a organizarse para proseguir con sus planes. Su cuerpo volvió a agitarse y a temblar incontroladamente y Octavio lanzó un largo aullido al que sus compañeros respondieron: así, en ese lugar desconocido y terrible, lloraron juntos la nostalgia del planeta natal. Dos enfermeras entraron en la nursery. - Qué cosa - dijo la más joven. - Se larga a llorar uno y parece que los otros se contagian, en seguida se arma el coro. - Vamos, apurate que hay que bañarlos a todos y llevarlos a las habitaciones - dijo la otra, que consideraba su trabajo monótono y mal pago y estaba harta de oír siempre los mismos comentarios. Fue la más joven de las enfermeras la que llevó a Octavio, limpio y cambiado, hasta la habitación donde lo esperaba su madre. - Toc toc, ¡buenos días, mamita! - dijo la enfermera, que era naturalmente simpática y cariñosa y sabía hacer valer sus cualidades a la hora de ganarse la propina. Aunque sus sensaciones seguían constituyendo una masa informe y caótica, Octavio ya era capaz de reconocer aquéllas que se repetían y supo, entonces, que la mujer lo recibía en sus brazos. Pudo, incluso, desglosar el sonido de su voz de los demás ruidos ambientales. De acuerdo a sus instrucciones, Octavio debía lograr que se lo alimentara artificialmente: era preferible reducir a su mínima expresión el contacto físico con el enemigo. - Miralo al muy vagoneta, no se quiere prender al pecho. - Acordate que con Ale al principio pasó lo mismo, hay que tener paciencia. Avisá a la nursery que te lo dejen en la pieza. Si no, te lo llenan de suero glucosado y cuando lo traen ya no tiene hambre - dijo la abuela de Octavio.




En el sanatorio no aprobaban la práctica del rooming-in, que consistía en permitir que los bebés permanecieran con sus madres en lugar de ser remitidos a la nursery después de cada mamada. Hubo un pequeño forcejeo con la jefa de nurses hasta que se comprobó que existía la autorización expresa del pediatra. Octavio no estaba todavía en condiciones de enterarse de estos detalles y sólo supo que lo mantenían ahora muy lejos de sus compañeros, de los que le llegaba a veces, alguna remota vibración. Cuando la dolorosa sensación que provenía del interior de su cuerpo se hizo intolerable, Octavio comenzó a gritar otra vez. Fue alzado por el aire hasta ese lugar cálido y mullido del que, a pesar de sus instrucciones, odiaba separarse. Y cuando algo le acarició la mejilla, no pudo evitar que su cabeza girara y sus labios se entreabrieran, desesperado, empezó a buscar frenéticamente alivio para la sensación quemante que le desgarraba las entrañas. Antes de darse cuenta de lo que hacía Octavio estaba succionando con avidez el pezón de su «madre». Odiándose a sí mismo, comprendió que toda su voluntad no lograría desprenderlo de la fuente de alivio, el cuerpo mismo de un ser humano. Las palabras «dulce» y «tibio» que, aprendidas en relación con los órganos que en su mundo organizaban la experiencia, le habían parecido términos simbólicos, se llenaban ahora de significado concreto. Tratando de persuadirse de que esa pequeña concesión en nada afectaría su misión, Octavio volvió a quedarse dormido. Unos días después Octavio había logrado, mediante una penosa ejercitación, permanecer despierto algunas horas. Ya podía levantar la cabeza y enfocar durante algunos segundos la mirada, aunque los movimientos de sus apéndices eran todavía totalmente incoordinados. Mamaba regularmente cada tres horas. Reconocía las voces humanas y distinguía las palabras, aunque estaba lejos de haber aprehendido suficientes elementos de la cultura en la que estaba inmerso como para llegar a una comprensión cabal. Esperaba ansiosamente el momento en que sería capaz de una comunicación racional con esa raza inferior a la que debía informar de sus planes de dominio, hacerles sentir su poder. Fue entonces cuando recibió el primer ataque. Lo esperaba. Ya había intentado comunicarse telepáticamente con él, sin obtener respuesta. Aparentemente el traidor había perdido parte de sus poderes o se negaba a utilizarlos. Como una descarga eléctrica, había sentido el contacto con esa masa roja de odio en movimiento. Lo llamaban Ale y también Alejandro, chiquito, nene, tesoro. Había formado parte de una de las tantas invasiones que fracasaron, hacía ya dos años, perdiéndose todo contacto con los que intervinieron en ella. Ale era un traidor a su mundo y a su causa: era lógico prever que trataría de librarse de él por cualquier medio. Mientras la mujer estaba en el baño, Ale se apoyó en el moisés con toda la fuerza de su cuerpecito hasta volcarlo. Octavio fue despedido por el aire y golpeó con fuerza contra el piso, aullando de dolor. La mujer corrió hacia la habitación, gritando. Ale miraba espantado los magros resultados de su acción, que podía tener, en cambio, terribles consecuencias para su propia persona. Sin hacer caso dé él, la mujer alzó a Octavio y lo apretó suavemente contra su pecho, canturreando para calmarlo. Avergonzándose de sí mismo, Octavio respiró el olor de la mujer y lloró y lloró hasta lograr que le pusieran el pezón en la boca. Aunque no tenía hambre, mamó con ganas mientras el dolor desaparecía poco a poco. Para no volverse loco, Octavio trató de pensar en el momento en el que por fin llegaría a dominar la palabra, la palabra liberadora, el lenguaje que, fingiendo comunicarlo, serviría en cambio para establecer la necesaria distancia entre su cuerpo y ese otro en cuyo calor se complacía. Frustrado en su intento de agresión directa y estrechamente vigilado por la mujer, el traidor tuvo que contentarse con expresar su hostilidad en forma más disimulada, con besos que se transformaban en mordiscos y caricias en las que se hacían sentir las uñas. Sus abrazos le produjeron en dos oportunidades un principio de asfixia. La segunda vez volvió a rescatarlo la intervención de la mujer: Alejandro se había acostado sobre él y con su pecho le aplastaba la boca y la nariz, impidiendo el paso del aire. De algún modo, Octavio logró sobrevivir. Había aprendido mucho. Cuando entendió que se esperaba de él una respuesta a ciertos gestos, empezó a devolver las sonrisas, estirando la boca en una mueca vacía que los humanos festejaban como si estuviera colmada de sentido. La mujer lo sacaba a pasear en el cochecito y él levantaba la cabeza todo lo posible, apoyándose en los antebrazos, para observar el movimiento de las calles. Algo en su mirada debía llamar la atención, porque la gente se detenía para mirarlo y hacer comentarios. - ¡Qué divino! - decían casi todos, y la palabra «divino», que hacía referencia a una fuerza desconocida y suprema, te parecía a Octavio peligrosamente reveladora: tal vez se estuviera descuidando en la ocultación de sus poderes. - ¡Qué divino! - Insistía la gente. - ¡Cómo levanta la cabecita! - Y cuando Octavio sonreía, añadían complacidos. ¡Éste sí que no tiene problemas! - Octavio conocía ya las costumbres de la casa y la repetición de ciertos hábitos le daba una sensación de seguridad. Los ruidos violentos, en cambio, volvían a sumirlo en un terror descontrolado, retrotrayéndolo al dolor de la transmigración. Relegando sus intenciones ascéticas, Octavio no temía ya a entregarse a los placeres animales que le proponía su nuevo cuerpo. Le gustaba que lo introdujeran en agua tibia, que lo cambiaran, dejando al aire las zonas de su piel escaldadas por la orina, le gustaba mas que nada el contacto con la piel de la mujer. Poco a poco se hacía dueño de sus movimientos. Pero a pesar de sus esfuerzos por mantenerla viva, la feroz energía destructiva con la que había llegado a este mundo iba atenuándose junto con los recuerdos del planeta de origen. Octavio se preguntaba si subsistían en toda su fuerza los poderes con que debía iniciar la conquista y que todavía no había llegado el momento de probar. Ale, era evidente, ya no los tenía: desde allí, y a causa de su traición, debían haberlo despojado de ellos. En varias oportunidades se encontró por la calle con otros invasores y se alegró de comprobar que aún eran capaces de responder a sus ondas telepáticas. No siempre, sin embargo, obtenía contestación, y una tarde de sol se encontró con un bebé de mayor tamaño, de sexo femenino, que rechazó con fuerza su aproximación mental. En la casa había también un hombre, pero afortunadamente Octavio no se sentía físicamente atraído hacia él, como le sucedía con la mujer. El hombre permanecía menos tiempo en la casa y aunque lo sostenía frecuentemente en sus brazos, Octavio percibía un halo de hostilidad que emanaba de él y que por momentos se le hacía intolerable. Entonces lloraba con fuerza hasta que la mujer iba a buscarlo, enojada. - ¡Cómo puede ser que a esta altura todavía no sepas tener a un bebe en brazos! Un día, cuándo Octavio ya había logrado darse vuelta boca arriba a voluntad y asir algunos objetos con las manos torpemente, él y el hombre quedaron solos en la casa por primera vez, el hombre quiso cambiarlo, y Octavio consiguió emitir en el momento preciso un chorro de orina que mojó la cara de su padre. El hombre trabajaba en una especie de depósito donde se almacenaban en grandes cantidades los papeles que los humanos utilizaban como medio de intercambio. Octavio comprobó que estos papeles eran también motivo de discusión entre el hombre y la mujer y, sin saber muy bien de qué se trataba, tomó el partido de ella. Ya había decidido que, cuando se completaran los Planes de invasión, la mujer, que tanto y tan estrechamente había colaborado con el invasor, merecería gozar de algún tipo de privilegio. No habría, en cambio, perdón para los traidores. A Octavio comenzaba a molestarle que la mujer alzara en brazos o alimentara a Alejandro y hubiera querido prevenirla contra él: un traidor es siempre peligroso, aún para el enemigo que lo ha aceptado entre sus huestes. El pediatra estaba muy satisfecho con los progresos de Octavio, que había engordado y crecido razonablemente y ya podía permanecer unos segundos sentado sin apoyo. - ¿Viste qué mirada tiene? A veces me parece que entiende todo - decía la mujer, que tenía mucha confianza con el médico y lo tuteaba. - Estos bichos entienden más de lo que uno se imagina - contestaba el doctor, riendo. Y Octavio devolvía una sonrisa que ya no era sólo una mueca vacía. Mamá destetó a Octavio a los siete meses y medio. Aunque ya tenía dos dientes y podía mascullar unas pocas sílabas sin sentido para los demás, Octavio seguía usando cada vez con más oportunidad y precisión su recurso preferido: el llanto. El destete no fue fácil porque el bebé parecía rechazar la comida sólida y no mostraba entusiasmo por el biberón. Octavio sabía que debía sentirse satisfecho de que un objeto de metal cargado de comida o una tetina de goma se interpusieran entre su cuerpo y el de la mujer, pero no encontraba en su interior ninguna fuente de alegría. Ahora podía permanecer mucho tiempo sentado y arrastrarse por el piso: pronto llegaría el gran momento en que lograría pronunciar su primera palabra, y se contentaba con soñar en el brusco viraje que se produciría entonces en sus relaciones con los humanos. Sin embargo, sus planes se le aparecían confusos, lejanos, y a veces su vida anterior le resultaba tan difícil de recordar como un sueño. Aunque la presencia de la mujer no le era ahora imprescindible, ya que su alimentación no dependía de ella, su ausencia se le hacía cada vez más intolerable. Verla desaparecer detrás de una puerta sin saber cuándo volvería, le provocaba un dolor casi físico que Se expresaba en gritos agudos. A veces ella jugaba a las escondidas, tapándose la cara con un trapo y gritando, absurdamente: «¡No tá mamá, no tá!». Se destapaba después y volvía a gritar: «¡Acá tá mamá!». Octavio disimulaba  con risas la angustia que le provocaba la desaparición de ese rostro que sabía, embargo, tan próximo. Inesperadamente, al mismo tiempo que adquiría mayor dominio sobre su cuerpo, Octavio comenzó a padecer una secuela psíquica del Gran Viaje: los rostros humanos desconocidos lo asustaban. Trató de racionalizar su terror diciéndose que cada persona nueva que veía podía ser un enemigo al tanto de sus planes. Ese temor a los desconocidos produjo un cambio en sus relaciones con su familia terrestre. Ya no sentía la vieja y tranquilizadora mezcla de odio y desprecio por el Traidor, que a su vez parecía percibir la diferencia y lo besaba o lo acariciaba a veces sin utilizar sus muestras de cariño para un ataque. Octavio no quería confesarse hasta qué punto lo comprendía ahora, qué próximo se sentía a él. Cuando la mujer, que había empezado a trabajar fuera de la casa, salía por algunas horas dejándolos al cuidado de otra persona, Ale y Octavio se sentían extrañamente solidarios en su pena. Octavio había llegado al extremo de aceptar con placer que el hombre lo tuviera en sus brazos, pronunciando extraños sonidos que no pertenecían a ningún idioma terrestre, como si buscara algún lenguaje que pudiera aproximarlos. Y por fin, llegó la palabra. La primera palabra, la utilizó con éxito para llamar a su lado a la mujer que estaba en la cocina, Octavio había dicho «Mamá» y ya era para entonces completamente humano, una vez más, la milenaria, la infinita invasión, había fracasado.




domingo, 17 de febrero de 2019

"Una noche de horror" de Anton Chejov





Palideciendo, Iván Ivanovitch Panihidin empezó la historia con emoción:
-Densa niebla cubría el pueblo, cuando, en la Noche Vieja de 1883, regresaba a casa. Pasando la velada con un amigo, nos entretuvimos en una sesión espiritualista. Las callejuelas que tenía que atravesar estaban negras y había que andar casi a tientas. Entonces vivía en Moscú, en un barrio muy apartado. El camino era largo; los pensamientos confusos; tenía el corazón oprimido…
“¡Declina tu existencia!… ¡Arrepiéntete!”, había dicho el espíritu de Spinoza, que habíamos consultado.
Al pedirle que me dijera algo más, no sólo repitió la misma sentencia, sino que agregó: “Esta noche”.
No creo en el espiritismo, pero las ideas y hasta las alusiones a la muerte me impresionan profundamente.
No se puede prescindir ni retrasar la muerte; pero, a pesar de todo, es una idea que nuestra naturaleza repele.
Entonces, al encontrarme en medio de las tinieblas, mientras la lluvia caía sin cesar y el viento aullaba lastimeramente, cuando en el contorno no se veía un ser vivo, no se oía una voz humana, mi alma estaba dominada por un terror incomprensible. Yo, hombre sin supersticiones, corría a toda prisa temiendo mirar hacia atrás. Tenía miedo de que al volver la cara, la muerte se me apareciera bajo la forma de un fantasma.
Panihidin suspiró y, bebiendo un trago de agua, continuó:
-Aquel miedo infundado, pero irreprimible, no me abandonaba. Subí los cuatro pisos de mi casa y abrí la puerta de mi cuarto. Mi modesta habitación estaba oscura. El viento gemía en la chimenea; como si se quejara por quedarse fuera.
Si he de creer en las palabras de Spinoza, la muerte vendrá esta noche acompañada de este gemido…¡brr!… ¡Qué horror!… Encendí un fósforo. El viento aumentó, convirtiéndose el gemido en aullido furioso; los postigos retemblaban como si alguien los golpease.
“Desgraciados los que carecen de un hogar en una noche como ésta”, pensé.
No pude proseguir mis pensamientos. A la llama amarilla del fósforo que alumbraba el cuarto, un espectáculo inverosímil y horroroso se presentó ante mí…
Fue lástima que una ráfaga de viento no alcanzara a mi fósforo; así me hubiera evitado ver lo que me erizó los cabellos… Grité, di un paso hacia la puerta y, loco de terror, de espanto y de desesperación, cerré los ojos.
En medio del cuarto había un ataúd.
Aunque el fósforo ardió poco tiempo, el aspecto del ataúd quedó grabado en mí. Era de brocado rosa, con cruz de galón dorado sobre la tapa. El brocado, las asas y los pies de bronce indicaban que el difunto había sido rico; a juzgar por el tamaño y el color del ataúd, el muerto debía ser una joven de alta estatura.
Sin razonar ni detenerme, salí como loco y me eché escaleras abajo. En el pasillo y en la escalera todo era oscuridad; los pies se me enredaban en el abrigo. No comprendo cómo no me caí y me rompí los huesos. En la calle, me apoyé en un farol e intenté tranquilizarme. Mi corazón latía; la garganta estaba seca. No me hubiera asombrado encontrar en mi cuarto un ladrón, un perro rabioso, un incendio… No me hubiera asombrado que el techo se hubiese hundido, que el piso se hubiese desplomado… Todo esto es natural y concebible. Pero, ¿cómo fue a parar a mi cuarto un ataúd? Un ataúd caro, destinado evidentemente a una joven rica. ¿Cómo había ido a parar a la pobre morada de un empleado insignificante? ¿Estará vacío o habrá dentro un cadáver? ¿Y quién será la desgraciada que me hizo tan terrible visita? ¡Misterio!
O es un milagro, o un crimen.
Perdía la cabeza en conjeturas. En mi ausencia, la puerta estaba siempre cerrada, y el lugar donde escondía la llave sólo lo sabían mis mejores amigos; pero ellos no iban a meter un ataúd en mi cuarto. Se podía presumir que el fabricante lo llevase allí por equivocación; pero, en tal caso, no se hubiera ido sin cobrar el importe, o por lo menos un anticipo.
Los espíritus me han profetizado la muerte. ¿Me habrán proporcionado acaso el ataúd?
No creía, y sigo no creyendo, en el espiritismo; pero semejante coincidencia era capaz de desconcertar a cualquiera.
Es imposible. Soy un miedoso, un chiquillo. Habrá sido una alucinación. Al volver a casa, estaba tan sugestionado que creí ver lo que no existía. ¡Claro! ¿Qué otra cosa puede ser?
La lluvia me empapaba; el viento me sacudía el gorro y me arremolinaba el abrigo. Estaba chorreando… Sentía frío… No podía quedarme allí. Pero ¿adónde ir? ¿Volver a casa y encontrarme otra vez frente al ataúd? No podía ni pensarlo; me hubiera vuelto loco al ver otra vez aquel ataúd, que probablemente contenía un cadáver. Decidí ir a pasar la noche a casa de un amigo.
Panihidin, secándose la frente bañada de sudor frío, suspiró y siguió el relato:
-Mi amigo no estaba en casa. Después de llamar varias veces, me convencí de que estaba ausente. Busqué la llave detrás de la viga, abrí la puerta y entré. Me apresuré a quitarme el abrigo mojado, lo arrojé al suelo y me dejé caer desplomado en el sofá. Las tinieblas eran completas; el viento rugía más fuertemente; en la torre del Kremlin sonó el toque de las dos. Saqué los fósforos y encendí uno. Pero la luz no me tranquilizó. Al contrario: lo que vi me llenó de horror. Vacilé un momento y huí como loco de aquel lugar… En la habitación de mi amigo vi un ataúd… ¡De doble tamaño que el otro!
El color marrón le proporcionaba un aspecto más lúgubre… ¿Por qué se encontraba allí? No cabía duda: era una alucinación… Era imposible que en todas las habitaciones hubiese ataúdes. Evidentemente, adonde quiera que fuese, por todas partes llevaría conmigo la terrible visión de la última morada.
Por lo visto, sufría una enfermedad nerviosa, a causa de la sesión espiritista y de las palabras de Spinoza.
“Me vuelvo loco”, pensaba, aturdido, sujetándome la cabeza. “¡Dios mío! ¿Cómo remediarlo?”
Sentía vértigos… Las piernas se me doblaban; llovía a cántaros; estaba calado hasta los huesos, sin gorra y sin abrigo. Imposible volver a buscarlos; estaba seguro de que todo aquello era una alucinación. Y, sin embargo, el terror me aprisionaba, tenía la cara inundada de sudor frío, los pelos de punta…
Me volvía loco y me arriesgaba a pillar una pulmonía. Por suerte, recordé que, en la misma calle, vivía un médico conocido mío, que precisamente había asistido también a la sesión espiritista. Me dirigí a su casa; entonces aún era soltero y habitaba en el quinto piso de una casa grande.
Mis nervios hubieron de soportar todavía otra sacudida… Al subir la escalera oí un ruido atroz; alguien bajaba corriendo, cerrando violentamente las puertas y gritando con todas sus fuerzas: “¡Socorro, socorro! ¡Portero!”
Momentos después veía aparecer una figura oscura que bajaba casi rodando las escaleras.
-¡Pagostof! -exclamé, al reconocer a mi amigo el médico-. ¿Es usted? ¿Qué le ocurre?
Pagastof, parándose, me agarró la mano convulsivamente; estaba lívido, respiraba con dificultad, le temblaba el cuerpo, los ojos se le extraviaban, desmesuradamente abiertos…
-¿Es usted, Panihidin? -me preguntó con voz ronca-. ¿Es verdaderamente usted? Está usted pálido como un muerto… ¡Dios mío! ¿No es una alucinación? ¡Me da usted miedo!…
-Pero, ¿qué le pasa? ¿Qué ocurre? -pregunté lívido.
-¡Amigo mío! ¡Gracias a Dios que es usted realmente! ¡Qué contento estoy de verle! La maldita sesión espiritista me ha trastornado los nervios. Imagínese usted qué se me ha aparecido en mi cuarto al volver. ¡Un ataúd!
No lo pude creer, y le pedí que lo repitiera.
-¡Un ataúd, un ataúd de veras! -dijo el médico cayendo extenuado en la escalera-. No soy cobarde; pero el diablo mismo se asustaría encontrándose un ataúd en su cuarto, después de una sesión espiritista…
Entonces, balbuceando y tartamudeando, conté al médico los ataúdes que había visto yo también. Por unos momentos nos quedamos mudos, mirándonos fijamente. Después para convencernos de que todo aquello no era un sueño, empezamos a pellizcarnos.
-Nos duelen los pellizcos a los dos -dijo finalmente el médico-; lo cual quiere decir que no soñamos y que los ataúdes, el mío y los de usted, no son fenómenos ópticos, sino que existen realmente. ¿Qué vamos a hacer?
Pasamos una hora entre conjeturas y suposiciones; estábamos helados, y, por fin, resolvimos dominar el terror y entrar en el cuarto del médico. Prevenimos al portero, que subió con nosotros. Al entrar, encendimos una vela y vimos un ataúd de brocado blanco con flores y borlas doradas. El portero se persignó devotamente.
-Vamos ahora a averiguar -dijo el médico temblando- si el ataúd está vacío u ocupado.
Después de mucho vacilar, el médico se acercó y, rechinando los dientes de miedo, levantó la tapa. Echamos una mirada y vimos que… el ataúd estaba vacío. No había cadáver; pero sí una carta que decía:
“Querido amigo: sabrás que el negocio de mi suegro va de capa caída; tiene muchas deudas. Uno de estos días vendrán a embargarlo, y esto nos arruinará y deshonrará. Hemos decidido esconder lo de más valor, y como la fortuna de mi suegro consiste en ataúdes (es el de más fama en nuestro pueblo), procuramos poner a salvo los mejores. Confío en que tú, como buen amigo, me ayudarás a defender la honra y fortuna, y por ello te envío un ataúd, rogándote que lo guardes hasta que pase el peligro. Necesitamos la ayuda de amigos y conocidos. No me niegues este favor. El ataúd sólo quedará en tu casa una semana. A todos los que se consideran amigos míos les he mandado muebles como éste, contando con su nobleza y generosidad. Tu amigo, Tchelustin”.
Después de aquella noche, tuve que ponerme a tratamiento de mis nervios durante tres semanas. Nuestro amigo, el yerno del fabricante de ataúdes, salvó fortuna y honra. Ahora tiene un funeraria y vende panteones; pero su negocio no prospera, y por las noches, al volver a casa, temo encontrarme junto a mi cama un catafalco o un panteón.



miércoles, 6 de febrero de 2019

Walt Whitman (1819, West Hills, Nueva York ;1892, Camden, Nueva Jersey)



    Cuando oí al docto astrónomo

Cuando oí al docto astrónomo;
cuando tuve ante mí las pruebas y los números dispuestos en columnas;
cuando me presentaron los cuadros y diagramas para que los sumara, dividiera y midiera;
cuando, desde mi asiento, oí al astrónomo dictar su conferencia y suscitar aplausos en el aula,
me harté de pronto, inexplicablemente;
y luego de pararme y de salir, me fui a deambular solo,
en el húmedo aire místico de la noche; y así, de tanto en tanto,
contemplaba en perfecto silencio las estrellas.
    
     raducido por Ezequiel Zaiddenwerg
    
    When I heard the learn’d astronomer 


    When I heard the learn’d astronomer, 

    When the proofs, the figures, were ranged in columns before me, 
    When I was shown the charts and diagrams, to add, divide, and measure them, 
    When I sitting heard the astronomer where he lectured with much applause in the lecture-room, 
    How soon unaccountable I became tired and sick, 
    Till rising and gliding out I wander’d off by myself, 
    In the mystical moist night-air, and from time to time, 
    Look’d up in perfect silence at the stars.

    fuente  blog https://www.zaidenwerg.com/cuando-oi-al-docto-astronomo-walt-whitman-2/