miércoles, 30 de diciembre de 2020

Un brazo (かたうで kataude?) de Yasunari Kawabata

 





      —Puedo dejarte uno de mis brazos para esta noche —dijo la muchacha. Se quitó el brazo derecho desde el hombro y, con la mano izquierda, lo colocó sobre mi rodilla.
       —Gracias —me miré la rodilla. El calor del brazo la penetraba.
       —Pondré el anillo. Para recordarte que es mío —sonrió y levantó el brazo izquierdo a la altura de mi pecho—. Por favor —con un solo brazo era difícil para ella quitarse el anillo.
       —¿Es un anillo de pedida?
       —No, un regalo. De mi madre.
       Era de plata, con pequeños diamantes engarzados.
       —Tal vez se parezca a un anillo de pedida, pero no me importa. Lo llevo, y cuando me lo quito es como si estuviera abandonando a mi madre.
       Levanté el brazo que tenía sobre la rodilla, saqué el anillo y lo deslicé en el anular.
       —¿En éste?
       —Sí —asintió ella—. Parecería artificial si no se doblan los dedos y el codo. No te gustaría. Deja que los doble por ti.
       Tomó el brazo de mi rodilla y, suavemente, apretó los labios contra él. Entonces los posó en las articulaciones de los dedos.
       —Ahora se moverán.
       —Gracias —recuperé el brazo—. ¿Crees que me hablará? ¿Me dirigirá la palabra?
       —Sólo hace lo que hacen los brazos. Si habla, me dará miedo tenerlo de nuevo. Pero inténtalo, de todos modos. Al menos debería escuchar lo que digas, si eres bueno con él.
       —Seré bueno con él.
       —Hasta la vista —dijo, tocando el brazo derecho con la mano izquierda, como para infundirle un espíritu propio—. Eres suyo, pero sólo por esta noche.
       Cuando me miró, parecía contener las lágrimas.
       —Supongo que no intentarás cambiarlo con tu propio brazo —dijo—. Pero no importa. Adelante, hazlo.
       —Gracias.
       Puse el brazo dentro de mi gabardina y salí a las calles envueltas por la bruma. Temía ser objeto de extrañeza si tomaba un taxi o un tranvía. Habría una escena si el brazo, ahora separado del cuerpo de la muchacha, lloraba o profería una exclamación.
       Lo sostenía contra mi pecho, hacia el lado, con la mano derecha sobre la redondez del hombro. Estaba oculto bajo la gabardina, y yo tenía que tocarla de vez en cuando con la mano izquierda para asegurarme de que el brazo seguía allí. Probablemente no me estaba asegurando de la presencia del brazo sino de mi propia felicidad.
       Ella se había quitado el brazo en el punto que más me gustaba. Era carnoso y redondo; ¿estaría en el comienzo del hombro o en la parte superior del brazo? La redondez era la de una hermosa muchacha occidental, rara en una japonesa. Se encontraba en la propia muchacha, una redondez limpia y elegante como una esfera resplandeciente de una luz fresca y tenue. Cuando la muchacha ya no fuese pura, aquella gentil redondez se marchitaría, se volvería flácida. Al ser algo que duraba un breve momento en la vida de una muchacha hermosa, la redondez del brazo me hizo sentir la de su cuerpo. Sus pechos no serían grandes. Tímidos, sólo lo bastante grandes para llenar las manos, tendrían una suavidad y una fuerza persistentes. Y en la redondez del brazo yo podía sentir sus piernas mientras caminaba. Las movería grácilmente, como un pájaro pequeño o una mariposa trasladándose de flor en flor. Habría la misma melodía sutil en la punta de su lengua cuando besara.

       Era la estación para llevar vestidos sin manga. El hombro de la muchacha, recién destapado, tenía el color de la piel poco habituada al rudo contacto del aire. Tenía el resplandor de un capullo humedecido al amparo de la primavera y no deteriorado todavía por el verano. Aquella mañana yo había comprado un capullo de magnolia y ahora estaba en un búcaro de cristal; y la redondez del brazo de la muchacha era como el gran capullo blanco. Su vestido tenía un corte más radical que la mayoría de vestidos sin mangas. La articulación del hombro quedaba al descubierto, así como el propio hombro. El vestido, de seda verde oscuro, casi negro, tenía un brillo suave. La muchacha estaba en la delicada inclinación de los hombros, que formaban una dulce curva con la turgencia de la espalda. Vista oblicuamente desde atrás, la carne de los hombros redondos hasta el cuello largo y esbelto se detenía bruscamente en la base de sus cabellos peinados hacia arriba, y la cabellera negra parecía proyectar una sombra brillante sobre la redondez de los hombros.
       Ella había intuido que la consideraba hermosa, y me había prestado el brazo por esta redondez del hombro.
       Cuidadosamente oculto debajo de mi gabardina, el brazo de la muchacha estaba más frío que mi mano. Mi corazón desbocado me causaba vértigo, y sabía que tendría la mano caliente. Quería que el calor permaneciera así, pues era el calor de la propia muchacha. Y la fresca sensación que había en mi mano me comunicaba el placer del brazo. Era como sus pechos, aún no tocados por un hombre.
       La niebla se espesó todavía más, la noche amenazaba lluvia y mi cabello descubierto estaba húmedo. Oí una radio que hablaba desde la trastienda de una farmacia cerrada. Anunciaba que tres aviones cuyo aterrizaje era impedido por la niebla estaban sobrevolando el aeropuerto desde hacía media hora. Llamó la atención de los radioescuchas hacia el hecho de que en las noches de niebla los relojes podían estropearse, y que en tales noches los muelles tenían tendencia a romperse si se tensaban demasiado. Busqué las luces de los aviones, pero no pude verlas. No había cielo. La presión de la humedad invadía mis oídos, emitiendo un sonido húmedo como el retorcerse de millares de lombrices distantes. Me quedé frente a la farmacia, esperando ulteriores advertencias. Me enteré de que en noches semejantes los animales salvajes del zoológico, leones, tigres, leopardos y demás, rugían su malestar por la humedad, y que no tardaríamos en oírlos. Hubo un bramido como si bramara la tierra. Y entonces supe que las mujeres embarazadas y las personas melancólicas debían acostarse temprano en tales noches, y que las mujeres que perfumaban directamente su piel tendrían dificultades en eliminar después el perfume.
       Al oír el rugido de los animales empecé a andar, y la advertencia sobre el perfume me persiguió. Aquel airado rugido me había puesto nervioso, y seguí andando para que mi inquietud no se transmitiera al brazo de la muchacha. Ésta no estaba embarazada ni era melancólica, pero me pareció que esta noche en que tenía un solo brazo debía tener en cuenta el consejo de la radio y acostarse temprano. Esperé que durmiera plácidamente.

       Mientras cruzaba la calle apreté mi mano izquierda contra la gabardina. Sonó un claxon. Algo me rozó por el lado y tuve que escabullirme. Tal vez la bocina había asustado el brazo. Los dedos estaban crispados.
       —No te preocupes —dije—. Estaba muy lejos, no podía vernos. Por eso hizo sonar la bocina.
       Como sostenía algo importante para mí, había mirado en ambas direcciones. El sonido del claxon fue tan lejano que pensé que iba dirigido a otra persona. Miré hacia la dirección de donde procedía, pero no pude ver a nadie. Solamente vi los faros, que se convirtieron en una mancha de color violeta pálido. Un color extraño para unos faros. Me detuve en la acera y lo vi pasar. Conducía el coche una mujer vestida de rojo. Me pareció que se volvía hacia mí y me saludaba con la mano. Sentí el deseo de echar a correr, temiendo que la muchacha hubiera venido a recuperar el brazo. Entonces recordé que no podía conducir con uno solo. Pero ¿acaso la mujer del coche no había visto lo que yo llevaba? ¿No lo habría adivinado con su intuición femenina? Tendría que ser muy cauteloso para no enfrentarme a otra de su sexo antes de llegar a mi apartamento. Las luces de detrás eran también de un color violeta pálido. No distinguí el coche. Bajo la niebla cenicienta, una mancha color de espliego surgió de pronto y desapareció.
       «Conduce sin ninguna razón, sin otra razón que la de conducir. Y mientras lo hace, desaparecerá —murmuré para mí mismo—. ¿Y qué era lo que iba sentado en el asiento trasero?»
       Nada, al parecer. ¿Sería porque me paseaba llevando brazos de muchachas por lo que me sentía tan nervioso por la vaciedad? El coche conducido por aquella mujer llevaba consigo la pegajosa niebla nocturna. Y algo que había en ella había prestado a los faros un tono ligeramente violeta. Si no era de su propio cuerpo, ¿de dónde procedía aquella luz purpúrea? ¿Podía el brazo que yo ocultaba envolver en vaciedad a una mujer que conducía sola en una noche semejante? ¿Habría hecho ésta una seña al brazo de la muchacha desde su coche? En una noche así podía haber ángeles y fantasmas por la calle, protegiendo a las mujeres. Tal vez aquélla no iba en un coche, sino en una luz violeta. Su paseo no había sido en vano. Había espiado mi secreto.

       Llegué al apartamento sin encuentros ulteriores. Me quedé escuchando ante la puerta. La luz de una luciérnaga pasó sobre mi cabeza y desapareció. Era demasiado grande y demasiado intensa para una luciérnaga. Retrocedí. Pasaron varias luces semejantes a luciérnagas, que desaparecieron incluso antes de que la espesa niebla pudiera absorberlas. ¿Se me habría adelantado un fuego fatuo, una especie de fuego mortífero, para esperar mi regreso? Pero entonces vi que se trataba de un enjambre de pequeñas polillas. Al pasar frente a la luz de la puerta, las alas de las polillas brillaban como luciérnagas. Demasiado grandes para ser luciérnagas, y sin embargo, tan pequeñas, como polillas, que invitaban al error.
       Evitando el ascensor automático, me escabullí por las estrechas escaleras hasta el tercer piso. Como no soy zurdo, tuve cierta dificultad en abrir la puerta. Cuanto más lo intentaba, más temblaba mi mano, como si estuviera dominada por el terror que sigue a un crimen. Algo estaría esperándome dentro de la habitación, una habitación donde vivía solo; ¿y no era la soledad una presencia? Con el brazo de la muchacha ya no estaba solo. Y por eso, tal vez, mi propia soledad me esperaba allí para intimidarme.
       —Adelante —dije, descubriendo el brazo de la muchacha cuando por fin abrí la puerta—. Bienvenido a mi habitación. Voy a encender la luz.
       —¿Tienes miedo de algo? —pareció decir el brazo—. ¿Hay algo aquí dentro?
       —¿Crees que puede haberlo?
       —Percibo cierto olor.
       —¿Olor? Debe ser el tuyo. ¿No ves rastros de mi sombra allí arriba, en la oscuridad? Mira con atención. Quizá mi sombra esperara mi regreso.
       —Es un olor dulce.
       —¡Ah!, la magnolia —contesté con alivio.
       Me alegró que no fuera el olor mohoso de mi soledad. Un capullo de magnolia era digno de mi atractivo huésped. Me estaba acostumbrando a la oscuridad; incluso en plenas tinieblas sabía dónde se encontraba todo.
       —Permíteme que encienda la luz —una extraña observación, viniendo del brazo—. Aún no conocía tu habitación.
       —Gracias. Me causará una gran satisfacción. Hasta ahora nadie más que yo ha encendido las luces aquí.
       Acerqué el brazo al interruptor que hay junto a la puerta. Las cinco luces se encendieron inmediatamente: en el techo, sobre la mesa, junto a la cama, en la cocina y en el cuarto de baño. No me había imaginado que pudieran ser tan brillantes.
       La magnolia había florecido enormemente. Por la mañana era un capullo. Podía haberse limitado a florecer, pero había estambres sobre la mesa. Curioso, me fijé más en los estambres que en la flor blanca. Mientras recogía uno o dos y los contemplaba, el brazo de la muchacha, que estaba sobre la mesa, empezó a moverse, con los dedos como orugas, y a recoger los estambres en la mano. Fui a tirarlos a la papelera.
       —Qué olor tan fuerte. Me penetra la piel. Ayúdame.
       —Debes estar cansado. No ha sido un paseo fácil. ¿Y si descansaras un poco?
       Puse el brazo sobre la cama y me senté a su lado. Lo acaricié suavemente.
       —Qué bonita. Me gusta —el brazo debía referirse a la colcha, que tenía flores estampadas de tres colores sobre un fondo azul. Algo animado para un hombre que vivía solo—. De modo que aquí es donde pasaremos la noche. Estaré muy quieto.
       —¿Ah, sí?
       —Permaneceré a tu lado y no a tu lado.
       La mano cogió la mía, suavemente. Las uñas, lacadas con minuciosidad, eran de un rosa pálido. Los extremos sobrepasaban con mucho los dedos.
       Junto a mis propias uñas, cortas y gruesas, las suyas poseían una belleza extraña, como si no pertenecieran a un ser humano. Con tales yemas de los dedos, quizás una mujer trascendiera la mera humanidad. ¿O acaso perseguía la feminidad en sí? Una concha luminosa por el diseño de su interior, un pétalo bañado en rocío, pensé en los símiles obvios. Sin embargo, no recordé ningún pétalo o concha cuyo color y forma fuesen parecidos. Eran las uñas de los dedos de la muchacha, incomparables con otra cosa. Más traslúcidos que una concha delicada, que un fino pétalo, parecían contener un rocío de tragedia. Cada día y cada noche las energías de la muchacha se dedicaban a dar brillo a esta belleza trágica. Penetraba mi soledad. Tal vez mi soledad, mi anhelo, la transformaba en rocío.
       Posé su dedo meñique en el índice de mi mano libre, contemplando la uña larga y estrecha mientras la frotaba con mi pulgar. Mi dedo tocaba el extremo del suyo, protegido por la uña. El dedo se dobló, y el codo también.
       —¿Sientes cosquillas? —pregunté—. Seguro que sí.
       Había hablado imprudentemente. Sabía que las yemas de los dedos de una mujer son sensibles cuando las uñas son largas. Y así había dicho al brazo de la muchacha que había conocido a otras mujeres.
       Una de ellas, no mucho mayor que la muchacha que me había prestado el brazo, pero mucho más madura en su experiencia de los hombres, me había dicho que las yemas de los dedos, ocultas de este modo bajo las uñas, eran a menudo extremadamente sensibles. Se adquiría la costumbre de tocar las cosas con las uñas y no con las yemas, y por lo tanto éstas sentían un cosquilleo cuando algo las rozaba.
       Yo había demostrado asombro ante este descubrimiento, y ella continuó:
       —Si, por ejemplo, estás cocinando, o comiendo, y algo te toca las yemas de los dedos y das un respingo, parece tan sucio…
       ¿Era la comida lo que parecía impuro, o la punta de la uña? Cualquier cosa que tocara sus dedos le repugnaba por su suciedad. Su propia pureza dejaba una gota de trágico rocío bajo la sombra larga de la uña. No cabía suponer que hubiera una gota de rocío para cada uno de los diez dedos.
       Era natural que por esta razón yo deseara aún más tocar las yemas de sus dedos, pero me contuve. Mi soledad me contuvo. Era una mujer en cuyo cuerpo no se podía esperar que quedasen muchos lugares sensibles.
       En cambio, en el cuerpo de la muchacha que me había prestado el brazo serían innumerables. Tal vez, al jugar con las yemas de los dedos de semejante muchacha, ya no sentiría culpa, sino afecto. Pero ella no me había prestado el brazo para tales desmanes. No debía hacer una comedia de su gesto.
       —La ventana —no advertí que la ventana estaba abierta, sino que la cortina estaba descorrida.
       —¿Habrá algo que mire hacia adentro? —preguntó el brazo de la muchacha.
       —Un hombre o una mujer, nada más.
       —Nada humano me vería. Si acaso sería un ser. El tuyo.
       —¿Un ser? ¿Qué es eso? ¿Dónde está?
       —Muy lejos —dijo el brazo, como cantando para consolarme—. La gente va por ahí buscando seres, muy lejos.
       —¿Y llegan a encontrarlos?
       —Muy lejos —repitió el brazo.
       Se me antojó que el brazo y la propia muchacha se hallaban a una distancia infinita uno de otra. ¿Podría el brazo volver a la muchacha, tan lejos? ¿Podría yo devolverlo, tan lejos? El brazo reposaba tranquilamente, confiando en mí; ¿dormiría la muchacha con la misma confianza tranquila? ¿No habría dureza, una pesadilla? ¿Acaso no había dado la impresión de contener las lágrimas cuando se separó de él? Ahora, el brazo estaba en mi habitación, que la propia muchacha aún no había visitado.
       La humedad nublaba la ventana, como el vientre de un sapo extendido sobre ella. La niebla parecía retener la lluvia en el aire, y la noche, al otro lado de la ventana, perdía distancia, pese a estar envuelta en una lejanía ilimitada. No se veían tejados, no se oía ninguna bocina.
       —Cerraré la ventana —dije, asiendo la cortina.
       También ella estaba húmeda. Mi rostro apareció en la ventana, más joven que mis treinta y tres años. Sin embargo, no vacilé en correr la cortina. Mi rostro desapareció.
       De pronto, el recuerdo de una ventana. En el noveno piso de un hotel, dos niñas vestidas con faldas amplias y rojas jugaban ante la ventana. Niñas muy parecidas con ropas similares, occidentales, tal vez mellizas. Golpeaban el cristal, empujándolo con los hombros y empujándose mutuamente. Su madre tejía, de espaldas a la ventana. Si la gran hoja de cristal se hubiera roto o desprendido de su marco, habrían caído desde el piso noveno. Sólo yo pensé en el peligro. Su madre estaba totalmente distraída. De hecho, el cristal era tan sólido que no existía el menor peligro.
       —Es hermosa —dijo el brazo desde la cama, cuando me aparté de la ventana. Quizás hablara de la cortina, cuyo estampado era el mismo que el de la colcha.
       —¡Oh! Pero el sol la ha descolorido y casi habría que tirarla —me senté en la cama y coloqué el brazo sobre mi rodilla—. Eso sí que es hermoso. Más hermoso que todo.
       Tomando la palma de la mano en mi propia palma derecha, y el hombro en mi mano izquierda, doblé el codo y lo volví a doblar.
       —Pórtate bien —dijo el brazo, como sonriendo suavemente—. ¿Te diviertes?
       —Nada en absoluto.
       Una sonrisa apareció efectivamente en el brazo, cruzándolo como una luz. Era la misma sonrisa fresca de la mejilla de la muchacha.
       Yo conocía esta sonrisa. Con los codos en la mesa, ella solía enlazar las manos con soltura y apoyar en ellas el mentón o la mejilla. La posición hubiera debido ser poco elegante en una muchacha; pero había en ella una cualidad sutilmente seductora que hacía parecer inadecuadas expresiones como «los codos en la mesa». La redondez de los hombros, los dedos, el mentón, las mejillas, las orejas, el cuello largo y esbelto, el cabello, todo se juntaba en un único movimiento armonioso. Al usar hábilmente el cuchillo y el tenedor, con el primer dedo y el meñique doblados, los levantaba de modo casi imperceptible de vez en cuando. La comida pasaba por los pequeños labios y ella tragaba; yo tenía ante mí menos a una persona cenando que a una música incitante de manos, rostro y garganta. La luz de su sonrisa fluyó a través de la piel de su brazo.
       El brazo parecía sonreír porque, mientras yo lo doblaba, olas muy suaves pasaron sobre los músculos firmes y delicados para enviar ondas de luz y sombra sobre la piel tersa. Antes, cuando había tocado las yemas de los dedos bajó las largas uñas, la luz que pasaba por el brazo al doblarse el codo había atraído mi mirada. Fue aquello, y no un impulso cualquiera de causar daño, lo que me incitó a doblar y desdoblar el brazo. Me detuve, y lo contemplé estirado sobre mi rodilla. Luces y sombras frescas seguían pasando por él.
       —Me preguntas si me divierto. ¿Te das cuenta de que tengo permiso para cambiarte por mi propio brazo?
       —Sí.
       —En cierto modo, me asusta hacerlo.
       —¿Ah, sí?
       —¿Puedo?
       —Por favor.
       Oí el permiso concedido y me pregunté si lo aceptaría.
       —Dilo otra vez. Di «por favor».
       —Por favor, por favor.

       Me acordé. Era como la voz de una mujer que había decidido entregarse a mí, no tan hermosa como la muchacha que me había prestado el brazo. Tal vez existía algo extraño en ella.
       —Por favor —me había dicho, mirándome. Yo puse los dedos sobre sus párpados y los cerré. Su voz temblaba—. «Jesús lloró. Entonces dijeron los judíos: “¡Mirad cuánto la amaba!”»
       Era un error decir «la» en vez de «le». Se trataba de la historia del difunto Lázaro. Quizá, siendo ella una mujer, lo recordaba mal, o quizá la sustitución era intencionada.
       Las palabras, tan inadecuadas a la escena, me trastornaron. La miré con fijeza, preguntándome si brotarían lágrimas en los ojos cerrados.
       Los abrió y levantó los hombros. Yo la empujé hacia abajo con el brazo.
       —¡Me haces daño! —se llevó la mano a la nuca.
       Había una pequeña gota de sangre en la almohada blanca. Apartando sus cabellos, posé los labios en el punto de sangre que se iba hinchando en su cabeza.
       —No importa —se quitó todas las horquillas—. Sangro con facilidad. Al menor contacto.
       Una horquilla le había pinchado la piel. Un estremecimiento pareció sacudir sus hombros, pero se controló.
       Aunque creo comprender lo que siente una mujer cuando se entrega a un hombre, sigue habiendo en el acto algo inexplicable. ¿Qué es para ella? ¿Por qué ha de desearlo, por qué ha de tomar la iniciativa? Jamás pude aceptar realmente la entrega, aun sabiendo que el cuerpo de toda mujer está hecho para ella. Incluso ahora, que soy viejo, me parece extraño. Y las actitudes adoptadas por diversas mujeres: diferentes, si se quiere, o tal vez similares, o incluso idénticas. ¿Acaso no es extraño? Quizá la extrañeza que encuentro en todo ello es la curiosidad de un hombre más joven, o la desesperación de uno de edad avanzada. O tal vez una debilidad espiritual que padezco.
       Su angustia no era común a todas las mujeres en el acto de la entrega. Y con ella ocurrió solamente aquella única vez. El hilo de plata estaba cortado, la taza de oro, destruida.

       «Por favor», había dicho el brazo, recordándome así a la otra muchacha; pero ¿eran realmente iguales ambas voces? ¿No habrían sonado parecidas porque las palabras eran las mismas? ¿Hasta este punto se habría independizado el brazo del cuerpo del que estaba separado? ¿Y no eran las palabras el acto de entregarse, de estar dispuesto a todo, sin reservas, responsabilidad o remordimiento?
       Me pareció que si aceptaba la invitación y cambiaba el brazo con el mío, causaría a la muchacha un dolor infinito.
       Miré el brazo que tenía sobre la rodilla. Había una sombra en la parte interior del codo. Me dio la impresión de que podría absorberla. Apreté mis labios contra el codo, para sorber la sombra.
       —Me haces cosquillas. Pórtate bien —el brazo estaba en torno a mi cuello, rehuyendo mis labios.
       —Precisamente cuando bebía algo bueno.
       —¿Y qué bebías?
       No contesté.
       —¿Qué bebías?
       —El olor de la luz. De la piel.
       La niebla parecía más espesa; incluso las hojas de la magnolia se antojaban húmedas. ¿Qué otras advertencias emitiría la radio? Caminé hacia mi radio de sobremesa y me detuve. Escucharla con el brazo alrededor de mi cuello parecía excesivo. Pero sospechaba que oiría algo similar a esto: a causa de las ramas mojadas, y de sus propias alas y patas mojadas, muchos pájaros pequeños han caído al suelo y no pueden volar. Los coches que estén cruzando un parque deben tomar precauciones para no atropellarlos. Y si se levanta un viento cálido, es probable que la niebla cambie de color. Las nieblas de color extraño son nocivas. Por consiguiente, los radioescuchas deben cerrar con llave sus puertas si la niebla adquiere un tono rosa o violeta.
       —¿Cambiar de color? —murmuré—. ¿Volverse rosa o violeta?
       Aparté la cortina y miré hacia fuera. La niebla parecía condensarse con un peso vacío. ¿Acaso se debía al viento que hubiera en el aire una oscuridad sutil, diferente de la habitual negrura de la noche? El espesor de la niebla parecía infinito, y no obstante, más allá de ella se retorcía y enroscaba algo terrorífico.
       Recordé que antes, mientras me dirigía a casa con el brazo prestado, los faros delanteros y traseros del coche conducido por la mujer vestida de rojo aparecían indistintos en la niebla. Una esfera grande y borrosa de tono violeta parecía aproximarse ahora a mí. Me apresuré a retirarme de la ventana.
       —Vámonos a la cama. Nosotros también.
       Daba la impresión de que nadie más en el mundo estaba levantado. Estar levantado era el terror.
       Después de quitarme el brazo del cuello y colocarlo sobre la mesa, me puse un kimono de noche limpio, de algodón estampado. El brazo me observó mientras me cambiaba. Me avergonzaba ser observado. Ninguna mujer me había visto desnudándome en mi habitación.
       Con el brazo en el mío, me metí en la cama. Me acosté a su lado y lo atraje suavemente hacia mi pecho. Se quedó inmóvil.
       Con intermitencias podía oír un leve sonido, como de lluvia, un sonido muy ligero, como si la niebla no se hubiera convertido en lluvia, sino que ella misma estuviera formando gotas. Los dedos entrelazados con los míos bajo la manta adquirieron más calor; y el hecho de que no se hubieran calentado a mi propia temperatura me comunicó la más serena de las sensaciones.
       —¿Estás dormido?
       —No —replicó el brazo.
       —Estabas tan quieto que pensé que te habrías dormido.
       —¿Qué quieres que haga?
       Abriendo mi kimono, llevé el brazo a mi pecho. La diferencia de calor me penetró. En la noche algo sofocante, algo fría, la suavidad de la piel era agradable.
       Las luces seguían encendidas. Había olvidado apagarlas al meterme en la cama.
       —Las luces —me levanté, y el brazo se cayó de mi pecho.
       Me apresuré a recogerlo.
       —¿Quieres apagar las luces? —me dirigí hacia la puerta—. ¿Duermes a oscuras o con las luces encendidas?
       El brazo no respondió. Tenía que saberlo. ¿Por qué no contestaba? Yo no conocía las costumbres nocturnas de la muchacha. Comparé las dos imágenes: dormida a oscuras y con la luz encendida. Decidí que esta noche, sin el brazo, dormiría con luz. En cierto modo, yo también prefería tenerla encendida. Quería contemplar el brazo. Quería mantenerme despierto y mirar el brazo cuando estuviera dormido. Pero los dedos se estiraron y apretaron el interruptor.
       Volví a la cama y me acosté en la oscuridad, con el brazo junto a mi pecho. Guardé silencio, esperando que se durmiera. Ya fuese porque estaba insatisfecho o temeroso de la oscuridad, la mano permanecía abierta a mi lado, y poco después los cinco dedos empezaron a recorrer mi pecho. El codo se dobló por propia iniciativa, y el brazo me abrazó.
       En la muñeca de la muchacha había un pulso delicado. Reposaba sobre mi corazón, de forma que los dos pulsos sonaban uno contra otro. El suyo era al principio un poco más lento que el mío, y al poco rato coincidieron. Y algo después ya sólo podía sentir el mío. Ignoraba cuál era más rápido y cuál más lento.
       Tal vez esta identidad de pulso y latido fuera para un breve período en el que yo podía intentar cambiar el brazo con el mío. ¿O acaso estaría durmiendo? Una vez oí decir a una muchacha que las mujeres eran menos felices en las angustias del éxtasis que durmiendo pacíficamente junto a sus hombres; pero jamás una mujer había dormido tan pacíficamente junto a mí como este brazo.
       Yo era consciente del latido de mi corazón gracias al pulso que latía sobre él. Entre un latido y el siguiente, algo se alejaba muy deprisa y, también muy deprisa, volvía.
       Mientras yo escuchaba los latidos, la distancia pareció aumentar, y por mucho que este algo se alejara, por muy infinitamente lejos que se fuera, no encontraba nada en su destino. El próximo latido lo hacía volver. Yo debía haber tenido miedo, pero no lo tenía. No obstante, busqué el interruptor que estaba junto a la almohada.
       Antes de oprimirlo, enrollé la manta hacia abajo. El brazo continuaba dormido, ignorante de lo que ocurría. Una dulce franja del más pálido blanco rodeaba mi pecho desnudo, y parecía surgir de la misma carne, como el resplandor que antecede a la salida de un sol caliente y diminuto.
      
Encendí la luz. Puse mis manos sobre los dedos y el hombro, y estiré el brazo. Le di unas vueltas en silencio, contemplando el juego de luces y sombras desde la redondez del hombro hasta la finura y turgencia del antebrazo, el estrechamiento de la suave curva del codo, la sutil depresión en el interior del codo, la redondez de la muñeca, la palma y el dorso de la mano, y después los dedos.
       «Me lo quedaré.» No tuve conciencia de haber murmurado las palabras. En un trance, me quité el brazo derecho y lo sustituí por el de la muchacha.
       Hubo un ligero sonido entrecortado —no pude saber si mío o del brazo— y un espasmo en mi hombro. Así fue como me enteré del cambio.
       El brazo de la muchacha, ahora mío, temblaba y se movía en el aire. Lo doblé y lo acerqué a mi boca.
       —¿Duele? ¿Te duele?
       —No. Nada, nada —las palabras eran vacilantes.
       Un estremecimiento me recorrió como un relámpago.
       Tenía los dedos en la boca.
       De algún modo proferí mi felicidad, pero los dedos de la muchacha estaban sobre mi lengua, y dijera lo que dijese, no formé ninguna palabra.
       —Por favor. Todo va bien —replicó el brazo. El temblor cesó—. Me dijeron que podías hacerlo. Y no obstante…
       Me di cuenta de algo. Podía sentir los dedos de la muchacha en la boca, pero los dedos de su mano derecha, que ahora eran los de mi propia mano derecha, no podían sentir mis labios o mis dientes. Presa del pánico, sacudí mi mano derecha y no pude sentir las sacudidas. Había una interrupción, un paro, entre el brazo y el hombro.
       —La sangre no fluye —prorrumpí—. ¿Verdad que no?
       Por primera vez, el miedo me atenazó. Me incorporé en la cama. Mi propio brazo había caído junto a mí. Separado de mí, era un objeto repelente. Pero más importante, ¿se habría detenido el pulso? El brazo de la muchacha estaba caliente y palpitaba; el mío parecía estar quedándose frío y rígido. Con el brazo de la muchacha, tomé mi propio brazo derecho. Lo tomé, pero no hubo sensación.
       —¿Hay pulso? —pregunté al brazo—. ¿Está frío?
       —Un poco. Algo más frío que yo. Yo estoy muy caliente.
       Había algo especialmente femenino en la cadencia. Ahora que el brazo estaba sujeto a mi hombro y se había convertido en mío, parecía más femenino que antes.
       —¿El pulso no se ha detenido?
       —Deberías ser más confiado.
       —¿Por qué?
       —Has cambiado tu brazo por el mío, ¿verdad?
       —¿Fluye la sangre?
       —«Mujer, ¿a quién buscas?» ¿Conoces el pasaje?
       —«Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?»
       —Muy a menudo, cuando estoy soñando y me despierto en plena noche, me lo susurro a mí mismo.
       Esta vez, naturalmente, quien hablaba debía ser la propietaria del atractivo brazo unido a mi hombro. Las palabras de la Biblia parecían pronunciadas por una voz eterna, en un lugar eterno.
       —¿Le resultará difícil dormir? —yo también hablaba de la propia muchacha—. ¿Tendrá una pesadilla? Esta niebla invita a perderse en miles de pesadillas. Pero la humedad hará toser hasta a los demonios.
       —Para que no puedas oírles —el brazo de la muchacha, con el mío todavía en su mano, cubrió mi oreja derecha.
       Ahora era mi propio brazo derecho, pero el movimiento no parecía haber procedido de mi voluntad sino de la suya, de su corazón. Pese a ello, la separación distaba de ser tan completa.
       —El pulso. El sonido del pulso.
       Escuché el pulso de mi propio brazo derecho. El brazo de la muchacha se había acercado a mi oreja con mi propio brazo en su mano, y tenía mi propia muñeca junto al oído. Mi brazo estaba caliente; como el brazo de la muchacha había dicho, sólo perceptiblemente más frío que sus dedos y mi oreja.
       —Mantendré alejados a los demonios —traviesamente, con suavidad, la uña larga y delicada de su dedo meñique se movió en mi oreja. Yo meneé la cabeza. Mi mano izquierda, la mía desde el principio, tomó mi muñeca derecha, que era la de la muchacha. Cuando eché atrás la cabeza, advertí el meñique de la muchacha.
       Cuatro dedos de su mano asían el brazo que yo había separado de mi hombro derecho. Solamente el meñique —¿diremos que sólo él podía jugar libremente?— estaba doblado hacia el dorso de la mano. La punta de la uña apenas tocaba mi brazo derecho. El dedo estaba doblado en una posición posible únicamente para la mano flexible de una muchacha, descartada para un hombre de articulaciones duras como yo. Se elevaba en ángulos rectos desde la base. En la primera articulación se doblaba en otro ángulo recto, y en la siguiente, en otro. De este modo trazaba un cuadrado, cuyo lado izquierdo estaba formado por el dedo anular.
       Formaba una ventana rectangular al nivel de mis ojos. O más bien una mirilla, o un anteojo, demasiado pequeño para ser una ventana; pero por alguna razón pensé en una ventana. La clase de ventana por la que podría mirar una violeta. Esta ventana del dedo meñique, este anteojo formado por los dedos, tan blanco que despedía un débil resplandor, lo acerqué lo más posible a uno de mis ojos, y cerré el otro.
       —¿Un mundo nuevo? —preguntó el brazo—. ¿Y qué ves?
       —Mi oscura habitación. Sus cinco luces —antes de terminar la frase, casi grité—. ¡No, no! ¡Ya lo veo!
       —¿Y qué ves?
       —Ha desaparecido.
       —¿Y qué has visto?
       —Un color. Una mancha púrpura. Y en su interior, pequeños círculos, pequeñas cuentas rojas y doradas, describiendo círculos una y otra vez.
       —Estás cansado —el brazo de la muchacha dejó mi brazo derecho, y sus dedos me acariciaron suavemente los párpados.
       —¿Giraban las cuentas rojas y doradas en una enorme rueda dentada? ¿He visto algo en la rueda dentada, algo que iba y venía?
       Yo ignoraba si realmente había visto algo en ella o sólo me lo había parecido: una ilusión efímera, que no permanecía en la memoria. No podía recordar qué había sido.
       —¿Era una ilusión que querías enseñarme?
       —No. Al final la he borrado.
       —De días que ya pasaron. De nostalgia y tristeza. Sus dedos dejaron de moverse sobre mis párpados. Formulé una pregunta inesperada.
       —Cuando te sueltas el cabello, ¿te cubre los hombros?
       —Sí. Lo lavo con agua caliente, pero después, tal vez una manía mía, lo mojo con agua fría. Me gusta sentir el cabello frío sobre mis hombros y brazos, y también contra los pechos.
       Naturalmente, volvía a hablar la muchacha. Sus pechos nunca habían sido tocados por un hombre, y sin duda le hubiera resultado difícil describir la sensación del cabello frío y mojado sobre ellos. ¿Acaso el brazo, separado del cuerpo, se había separado también de la timidez y la reserva?
       En silencio posé la mano izquierda sobre la suave redondez de su hombro, que ahora era mío. Se me antojó que tenía en la mano la redondez, aún pequeña, de sus pechos. La redondez de los hombros se convirtió en la suave redondez de los pechos.
       Su mano se posó suavemente sobre mis párpados. Los dedos y la mano permanecieron así, impregnándose, y la parte interior de los párpados pareció calentarse a su tacto. El calor penetró en mis ojos.
       —Ahora la sangre está fluyendo —dije en voz baja—. Está fluyendo.
       No fue un grito de sorpresa, como cuando advertí que había cambiado mi brazo por el suyo. No hubo estremecimiento ni espasmo, ni en el brazo de la muchacha ni en mi hombro. ¿Cuándo había empezado mi sangre a fluir por el brazo, y su sangre, en mi interior? ¿Cuándo había desaparecido la interrupción del hombro? La sangre pura de la muchacha estaba fluyendo, en este preciso momento, a través de mí; pero ¿no habría algo desagradable cuando el brazo fuera devuelto a la muchacha, con esta sangre masculina y sucia fluyendo por él? ¿Qué pasaría si no se adaptaba a su hombro?
       —No semejante traición —murmuré.
       —Todo irá bien —susurró el brazo.
       No se produjo la conciencia dramática de que la sangre iba y venía entre el brazo y mi hombro. Mi mano izquierda, envolviendo mi hombro derecho, y el propio hombro, ahora mío, tenían una comprensión natural del hecho. Habían llegado a conocerlo. Este conocimiento los adormeció.
       Me quedé dormido.

       Flotaba sobre una enorme ola. Era la niebla envolvente cuyo color se había tornado violeta pálido, y había rizos de un verde pálido en el lugar donde yo flotaba, y sólo allí. La húmeda soledad de mi habitación había desaparecido. Mi mano izquierda parecía reposar ligeramente sobre el brazo derecho de la muchacha; parecía como si sus dedos sostuvieran estambres de magnolia. Yo no podía verlos, pero sí olerlos. Los habíamos tirado, ¿y cuándo y cómo los recogió ella? Los pétalos blancos, de un solo día, aún no habían caído; ¿por qué, pues, los estambres? El coche de la mujer vestida de rojo pasó muy cerca, dibujando un gran círculo conmigo en el centro. Parecía vigilar nuestro sueño, el de la muchacha y el mío.
       Nuestro sueño fue probablemente ligero, pero nunca había conocido un sueño tan cálido y dulce. Dormía siempre con inquietud, y aún no había sido bendecido con el sueño profundo de un niño.
       La uña larga, estrecha y delicada arañó suavemente la palma de mi mano, y el tenue contacto hizo más profundo mi sueño. Desaparecí.

       Me desperté gritando. Casi me caí de la cama, y caminé tambaleándome tres o cuatro pasos.
       Me había despertado el contacto de algo repulsivo. Era mi brazo derecho.
       Mientras recobraba el equilibrio, contemplé el brazo que estaba sobre la cama. Contuve el aliento, mi corazón se disparó y todo mi cuerpo fue recorrido por un estremecimiento. Vi el brazo en un instante, y al siguiente ya había arrancado de mi hombro el brazo de la muchacha y colocado nuevamente el mío propio. El acto fue como un asesinato provocado por un impulso repentino y diabólico.
       Me arrodillé junto a la cama, apoyé el pecho contra ella y froté mi corazón demente con la mano recobrada. A medida que los latidos se calmaban, cierta tristeza brotó desde una profundidad mayor que lo más profundo de mi ser.
       —¿Dónde está su brazo? —levanté la cabeza.
       Yacía a los pies de la cama, con la palma hacia arriba sobre el ovillo de la manta. Los dedos estirados no se movían. El brazo era débilmente blanco bajo la luz opaca.
       Con una exclamación de alarma lo recogí y apreté con fuerza contra mi pecho. Lo abracé como se abraza a un niño pequeño a quien la vida está abandonando. Llevé los dedos a mis labios. ¡Ojalá el rocío de la mujer manara de entre las largas uñas y las yemas de los dedos!

martes, 29 de diciembre de 2020

Famosa Laika, por Rául Tamargo

 




 


 

1.

Su aullido persistente alertó al buscador de astronautas. La encontró en un callejón perdido, en cuyo extremo la luna llena se ofrecía más a los viajeros que a los enamorados. Hasta que no estuvo oscuro, Laika no se dejó atrapar. Luego, se entregó a las promesas del hombre. Por primera vez estuvo en brazos de un ser humano; por primera vez, recibió una caricia.

    En el laboratorio del Programa Espacial Soviético le dijeron que viajaría a la luna. De haber sabido que los hombres eran capaces de mentir, habría igualmente aceptado, tal era su pasión por aquel medallón de luz blanca. Y aunque se trataba de hombres de ciencia, que medían, comparaban y evaluaban, libres de todo sentimiento, fue la pasión de Laika la que los decidió. Otros dos perros entrenaron tan duramente como ella, pero fueron devueltos a la calle y al olvido.

 

2.

 


El Sputnik 2 fue lanzado al espacio el 3 de noviembre de 1957. Laika no regresó. Varias versiones circularon sobre su final. El gobierno soviético aceptó su muerte 6 días después del lanzamiento. El oxígeno disponible en la cabina estaba a punto de agotarse; practicaron eutanasia a control remoto. Desde luego, nadie, en Occidente, creyó la versión oficial. En plena guerra fría, los rusos eran los seres más despiadados del planeta. Hacia el 2002, habían mejorado su imagen. Tal vez por eso dejaron saber que la perra astronauta murió pocas horas después del lanzamiento, como producto de un recalentamiento general del cubículo donde viajaba.

   Yo prefiero imaginar que todavía está orbitando la tierra. Puede que se trate de una visión ingenua, pero en absoluto edulcorada. Laika fue víctima de engaño. El destino de la nave no era la luna. Laika fue enviada a una Siberia espacial. Se sabía que el Sputnik orbitaría en un punto opuesto al de la luna, de modo que jamás, Kudryavka volvería a ver ese misterioso círculo de plata.

 3.

 Kudryavka fue su verdadero nombre. Quienes saben ruso dicen que se podría traducir como “pequeña de pelo rizado”. Un nombre particular, quizás no único, pero sí mucho menos genérico que aquel con el que se hizo famosa y que designa una variedad de razas de perros siberianos. La elección de un segundo nombre pudo haber tenido razones diversas. Los rusos son afectos a los sobrenombres; así conocimos a Stalin, de quien no recordaríamos su nombre si tuviéramos que llamarlo Iósif Vissariónovich. El régimen soviético tendió a debilitar la importancia del individuo confundiendo lo colectivo con lo uniforme. Cualquiera fuera la razón del cambio, opino que resultó un acierto, porque hacia fines de los años cincuenta y principios de los sesenta, millones de mascotas en el mundo fueron llamadas Laika, un nombre cuyas dos sílabas pueden ser pronunciadas por hablantes de cualquier idioma.

 4.

 La Rusia postsoviética quiso agregar a aquel homenaje espontáneo y universal, uno propio. Apeló, paradójicamente, a su memoria estalinista. En 2008 erigió, en el centro de Moscú, un monumento de bronce, de altura considerable. Se trató de una nave espacial que en la mitad de su desarrollo se convertía en cinco dedos apretados entre sí, rígidos y sin ninguna mano de referencia. Sobre la base de la nave, una pequeña escultura de Laika, casi perdida entre la horrorosa inmensidad del soporte. El animal representado era el único elemento que transmitía sensaciones vitales. Parecía estar a punto de escaparse, como si quisiera volver al callejón donde ladraba a la luna.

 

Íntima Laika

 

Conocí una Laika con mejor destino. Dos cosas la hicieron memorable. La primera es de orden íntimo: fue la única mascota familiar de mi infancia. Esta Laika era negra, de pelo largo, tamaño mediano y una ternura infinita, tal vez producto de la gratitud; mis tíos la rescataron de una muerte segura en el bajo Belgrano. La recordaré siempre porque me enseñó lo que un perro puede significar para un niño. En el barrio, tal vez todavía haya quien la recuerde, pero por otras razones.

   Excursionistas jugaba un partido decisivo para mantener la categoría. El estadio estaría lleno y nosotros no podíamos faltar. Entró toda la familia junta, pero enseguida los adultos se acomodaron en los tablones y se olvidaron de los chicos. El partido comenzó y en la misma medida que el público levantaba temperatura, nosotros perdíamos atención. Bajamos a la explanada que corría al lado del alambrado y soltamos a Laika. Le tirábamos una rama que ella nos devolvía disciplinadamente. En algún momento, el pedazo de madera pasó el alambrado y entró en el campo de juego. El animal encontró pronto la manera de entrar y recuperar la pieza perdida, pero no supo desandar el camino y comenzó a correr en medio de los jugadores. El partido estuvo detenido varios minutos. Todos corrían detrás de Laika, como si fuera la pelota. Terminado el episodio, esperábamos una reprimenda, pero recibimos un premio inmerecido. Nuestro equipo pasaba un mal momento y la interrupción del partido le dio el respiro necesario para reorganizar sus líneas y finalmente ganar. Todos creyeron que lo habíamos hecho adrede. Nos ganamos la simpatía de la hinchada. A partir de entonces, se pudo ver en las tribunas una extraña bandera verde y blanca con la figura de una perra negra en su centro.

  

domingo, 27 de diciembre de 2020

Amina Saïd (Túnez 1953)

 








Siempre en el poema 


Yo escucharé el silencio 

antes que la palabra, 

abrevaré en su propia boca, 

entonces nacen las cosas,

 las palabras el mundo. 


Digo: siempre en el poema 

escucharé el silencio antes que las palabras


 y tú respondes: si existe un dios

 es allí donde habita. 


Yo descubro la exacta vertiente

 de la sombra y de la luz,

 donde termina, donde comienza,

  y el silencio palpita como el mar

 en su vientre de sal,

 palpita como el ala de un pájaro 

domesticando lentamente el cielo,

 como el viento la tierra la vida 

y si existe un dios

 es allí donde habita 


Traducción de Rafael Patiño

Dadie Bernard (Assini, Costa de Marfil 1916, Abiyán ,Costa de Marfil 2019)

 


Te agradezco, Señor 


Te agradezco, Señor, que me hayas creado Negro, 

que hayas hecho de mí

 la suma de todos los dolores,

 y puesto sobre mi cabeza el Mundo.


 Visto la librea del Centauro 

y llevo el Mundo desde la primera aurora.

 El blanco es un color de circunstancias,

 el negro, el color de todos los días,

 y llevo el Mundo desde el primer crepúsculo


 Estoy contento

 con la forma de mi cabeza 

hecha para llevar el Mundo.

 Satisfecho 

de la forma de mi nariz 

que debe aspirar todo el viento del Mundo, 

Feliz Con la forma de mis piernas. 


 Te agradezco, Señor, que me hayas creado Negro, 

que hayas hecho de mí, 

la suma de todos los dolores.


 Treinta y seis espadas han traspasado mi corazón. 

Treinta y seis braseros han quemado mi cuerpo. 

Y mi sangre sobre todos los calvarios ha enrojecido la nieve. 

Y mi sangre en todos los nacientes ha enrojecido el horizonte.


 Pero lo mismo estoy contento con llevar el Mundo,

 contento con mis brazos cortos,

 con mis brazos largos 

con el espesor de mis labios.


 Te agradezco, Señor, que me hayas creado Negro, 

blanco es un color de circunstancias, 

el negro, el color de todos los días,

 y yo llevo el Mundo desde el alba de los tiempos. 


Y mi risa sobre el Mundo, en la noche, crea el Día. 

Te agradezco, Señor, que me hayas creado Negro.


domingo, 20 de diciembre de 2020

"El viaje de Raúl" de Fernando Espinosa

 



 

El tren perseveraba en su travesía con destino a Buenos Aires. Desde que partió de Toay, provincia de La Pampa, se detuvo y volvió a ponerse en marcha, como si dependiera de su propia voluntad, infinidad de veces. Parecía un capricho de la máquina volver a arrancar. Había entrado en Buenos Aires pasado el mediodía. Raúl estiraba su saco o caminaba por el pasillo angosto entre los asientos que ni si quiera se reclinaban. Como un ingrediente más del servicio, estaban rotos y no permitían el mínimo consuelo de sentarse mirando hacia la dirección en la que se viaja. No hablaba con nadie y nadie le habló. Viajaba con la sensación que lo había perseguido durante toda su vida: estaba aparte. No le importaba qué dijeran de él, ni llegar a ningún lado, solo le molestaba no saber si iba a permanecer detenido en medio de la nada o si finalmente podría concretar el viaje. En el hastío dentro del coche cambiaba de vagón. Al atravesar la articulación le quedaba adherida a la ropa y en lo profundo de su nariz la nube hedionda proveniente del baño.

El paisaje no era más que pasto seco y campos vacíos. Los instantes en que permanecía en su asiento y el tren estaba en marcha, se entretenía mirando las ondas de los cables pendiendo entre postes más o menos equidistantes. Dejaba pasar el tiempo, se distraía, le parecía seguir el dibujo de una cinta métrica sin números. Línea tras línea, poste tras poste los palos de los alambrados simétricos le creaban esa ilusión.

Cerca de Trenque Lauquen el vacío se llenó con cuatro o cinco vacas clavadas en el barro de una charca. Rumiaban e irradiaban la cadencia cansina a todo su cuerpo con la panza apoyada en el agua.

Cuando la marcha era constante, el ferrocarril parecía decir con sus ruedas y los rieles, el apellido de un pariente lejano: Baran_diarán, Baran_diarán.

Comenzaba a anochecer. Raúl no tenía nombre para su destino, solo había pensado en la capital. Le daba lo mismo.

 Hacía una hora que en la ventana aparecían islas de construcción. Primero unas pocas casas, alguna estación con su pueblito, en la que el tren no se detenía, y después empezaron las villas.  No soportaba más el viaje.  Enseguida desaparecieron los espacios vacíos entre estación y estación. Cada vez había más casas. Tenía que ser la capital o estar muy cerca, pensó. De un salto se puso de pie y volvió a estirar su ropa.

-Disculpe usted, señora. ¿Sabría decirme qué estación es la próxima? – le dijo a una pasajera.

-Haedo- respondió, sorprendida por la corrección del lenguaje que poco tenía que ver con el aspecto.

-Muchas gracias, es usted muy amable- contestó pensando en el nombre de la estación.

El tren redujo su velocidad con elegancia, diferente de cuando se detenía por desperfecto en medio de la nada. Raúl dejó el asiento y bajó apurado mientras pensaba: Toay, cuatro letras. “Aedo” cuatro letras. Es una señal, se dijo. Le llamó la atención que la estación fuese igual a la que había dejado para siempre. Convencido del mensaje del destino sonrió por primera vez después de mucho tiempo, no recordaba cuánto. Parado en el estribo y agarrado al barral esperó a que el tren se detuviera por completo. En la plataforma había un cartel con un tablero de fondo negro donde decía en relieve: Haedo.  Me equivoqué, dijo, son cinco las letras.  Sintió frío en la espalda, como un mal augurio, pensó en subirse y prolongar el viaje, pero continuó en su determinación.

Un perro, el jefe de estación y algunos pasajeros giraron y lo miraron al reconocer su error en voz alta. Se movían como animados por la costumbre. Raúl no supo dónde ir. La noche se había pronunciado y entre los árboles muy lejos y muy alto vio brillar una luz roja. Trató de orientarse para llegar hasta allí.

En el centro del andén encontró una escalara por la que lo condujo por un túnel al otro lado de las vías donde una familia acomodaba sus pertenencias como preparándose a dormir en el subsuelo de piso sucio y mojado. Olía a vómito. Ese no era sitio para él.  A cien metros, la avenida Rivadavia estaba iluminada por las vidrieras de los negocios. Uno al lado del otro, cerrados, con sus escaparates de banalidades tan lejanas, proyectaban su luz sobre la vereda.   Asomaba por entre los árboles, detrás de las fachadas de casas bajas, aquella luz roja. El color celeste de una estación de servicio le marcó otro hito. Dobló hacia la izquierda para escapar, cruzó la calle y siguió caminando por la oscuridad de una fila de plátanos. Había uno o dos negocios con sus luces apagadas, parecían abandonados. Buscando la luz roja llegó a una iglesia.  En la cúpula, en la punta de la cruz, rozando la cercanía de Dios, la baliza advertía a los aviones, no a los fieles. Otra buena señal pensó. Encontré mi estrella colorada, ésta anula la quinta letra del cartel, se dijo.

Había perros en el atrio. Cinco perros acostados uno junto al otro, con los hocicos escondidos entre sus patas. Le gustaban los perros y él a los perros. Levantaron sus orejas, después sus rostros y lo miraron con la mejor desesperanza que pudieran transmitir. Uno le gruñó. Tenía las orejas redondeadas, algo humanas y sin pelo, luego, todos caminaron en círculos, alrededor de un recipiente con comida todavía caliente. Dieron un par de vueltas reacomodándose, parecía que le hacían un lugar. Antes de sentarse se estiró el saco y sonrío. Los perros formando un cerco a su alrededor, volvieron a acostarse dándole calor. El más pequeño, de color blanco, el que le había gruñido, al echarse empujó el plato de comida. Otra señal se dijo. Tenía mucha hambre, probó la polenta con arroz y sabía mejor que la que le daban en el colegio de monjas donde creía haber nacido. No recordaba nada de su infancia y nada sabía de sus orígenes. Se sintió bienvenido, se acomodó entre sus nuevos amigos y se durmió.

Despertó con el sol en la cara. Los perros ya habían empezado su ronda cotidiana. Estaban todos allí, menos el blanco. Era lunes. La secretaria parroquial no había llegado todavía. Raúl se levantó, estiró su cuerpo para ablandar el recuerdo duro de la piedra del suelo, luego se detuvo a atender su traje. Lo emprolijó con la mano desde los hombros, una y otra vez hasta alisarlo. El saco estaba cubierto de pelos. Mechones sueltos por todos lados, bajo la ropa, en los pantalones.

Ocupado en su acicalamiento vio llegar al perro blanco. Comenzó a picarle el cuerpo. Aquel traía una enorme tibia de vaca entre los dientes que apenas podía sostener. El hueso conservaba carne adherida. Satisfecho con su caza, en el medio del atrio, se echó a mordisquearlo un poco. Arrancó los pellejos más tiernos y dejó el resto a un costado para sus compañeros. Por turno cada perro lamió y royó, hasta que terminado el desayuno dejaron la iglesia. Raúl permaneció solo sentado entre mantas sucias. Llegó la secretaria, se detuvo en una puerta del costado revolviendo su cartera por un llavero. Lo miró y pareció murmurar algo. No podía desenredar la llave de un rosario de plástico negro. Le temblaban las manos. Mientras lo espiaba de soslayo logró hallar el ojo de la cerradura. Apurada cerró de un portazo.

A las dos horas volvió uno de los perros, en un lapso similar, volvió otro. Después otro. A medida que llegaban se acomodaban un rato, cada uno en su sitio. Luego caminaban, recorrían la cuadra, iban y venían hasta que se volvían a echar. Raúl permaneció sentado aprendiendo como era la vida de esos perros. Cómo se vivía en el atrio de una iglesia. Terminada la tarde todos habían regresado y nuevamente el perro blanco le gruñó. Lo miró y volvió a gruñirle. Decidió irse él también un rato. Bajó las escaleras del atrio y tomó rumbo hacia la estación del tren.

Raúl caminaba pensando en los perros.  Eran mansos, aunque le temía un poco al que parecía el alfa. Vio tirada entre los árboles una rama seca y la recogió. Nunca se sabe cómo pueden reaccionar esos animales callejeros, pensó. Desanduvo el camino del día anterior.

El jefe de la estación barría el andén, algunos pasajeros comenzaban a llegar. En el baño de la estación se lavó, se mojó la cabeza y acomodó su cabello. Con los dedos intentó marcar la raya al costado, parecía engominado. El espejo reflejaba turbia su imagen, creyó ver pelos en su piel.

A las seis llegó un tren. El remolino de gente se dispersó enseguida y Raúl vivió todo el desarrollo como si fuera una escena en el teatro. Luego volvió contento a la iglesia cuando el pitido agudo en la distancia dejó de oírse.

Los perros parecían estar esperándolo, el perro blanco le quiso arrebatar el palo, parecía enojado, pero los otros no. Raúl tironeó un poco hasta ceder, entonces otro perro tomó su lugar. Uno a uno le disputaron el palo al perro blanco. Finalmente, ganador de la contienda, se lo devolvió soltándolo sobre sus pies. Raúl se sintió bien con ellos. Amontonados se acomodaron contra el portón de madera de la iglesia. Esa noche nadie les llevó comida, Raúl creyó que era por su presencia. Hacía frio.

Todos durmieron inquietos, roncaban y hacían ruido con los dientes. Se frotaban unos contra otros. Giraban sobre sí mismos buscando una posición más cómoda, pero rezongaban por no hallarla y se volvían a echar.

El sol, como una lengua, buscaba sobre los escalones del atrio iluminar a la jauría. Poco antes de tocar al perro blanco, éste se levantó, orinó el primer árbol, el segundo escalón y emprendió su ronda. Igual que el día anterior, todos esperaron su regreso para comenzar las guardias. Esta vez volvió con una tira de asado fría que resistió al cirujeo nocturno del cubo de residuos de un restaurante cercano. Lo dejaron comer tranquilo, sin ansias, felices de su líder. Comió el perro blanco y se echó a dormir. Probaron el manjar por orden: el que saldría inmediatamente de ronda y los otros después. Raúl no se animó a comer, aunque dudó.

Al fin de la tarde las patrullas habían concluido, le tocaba a él salir. Se dirigió a la estación. Estaba cubierto de pelos y picado de pulgas. Las sentía deambular bajo la ropa. Caminaba sacudiéndose el saco a los cachetazos. Volaban mechones y polvo. La gente que pululaba en Haedo a la hora de volver a casa lo esquivaba al pasar.  Le picaba la espalda, las piernas.

En el baño de la estación se desnudó para lavarse. Detrás del retrete halló una botella de plástico. Llenó el envase con agua de la canilla. Encerrado en un cubículo volcó sobre su cabeza, como una ducha, el agua fría. Repitió la operación una vez más. Notó que tenía más pelos. Lavó su ropa interior la estrujó lo más fuerte que pudo y con eso pudo secarse. Olía a perro mojado, pero no tenía opción, era con lo que contaba. El espejo le devolvió una imagen ojerosa. Sacudió la ropa de pulgas y mugre, colgó el saco de la puerta. Con la mano todavía mojada le estiró las arrugas, se acomodó la cabellera hirsuta y volvió a la iglesia. Estaban todos, jugaban todavía con el palo que les había llevado el día anterior. Era cierta su percepción, solo alimentaban a los perros. Había un plato de guiso caliente con pedazos de carne, vaya a saber de qué, pero sabía riquísimo. Jugaron todos otra vez con el palo y terminaron de romper una manta vieja que alguno consiguió. Apareció, también, una pelota a la que arrancaron uno a uno los gajos. Finalmente dieron un par de vueltas más buscando cada uno su cola y se echaron a dormir. Con el hocico entre sus piernas, enrollados sobre si mismos o tapados con las patas delanteras se entregaron al descanso.

La semana pasó a otra semana, y otra a otra más. Al baño de la estación iba sólo por las necesidades básicas y si estaba de humor, mojarse un poco el cabello cada vez más ralo y tieso. Las orejas le picaban, se le habían inflamado y coloradas parecían más largas.

Los seis tenían su rutina ajustada, hacían las guardias, a veces encontraban buena comida en el restaurante y la comían por orden, Raúl el último, por más que la hubiera conseguido él. De todas formas, ahora, todas las noches alguien a las siete de la tarde dejaba comida caliente y agua, estuviera o no Raúl.

Una noche mientras terminaban de jugar con el palo y se preparaban a dormir llegó un hombre. Estaba descalzo. Se les acercó con temor. Raúl le gruñó. Dejó de mordisquear el palo con el que jugaban y se rascó su oreja puntiaguda. El hombre, venciendo el temor, se le acercó despacio. Extendió la mano con la prudencia del minutero de un reloj. Raúl no dejaba de gruñir, el hombre llegó a su cabeza y se la rasco con afecto. Raúl soltó el palo y se dejó acariciar la barbilla. Una pulga le saltó a la mano que el nuevo no espantó.  Todavía quedaba algo de comida caliente. Con el hocico le acercó el pote, todos lo miraron comer. Luego se echaron a su alrededor.

sábado, 19 de diciembre de 2020

Ana Emilia Lahitte ( (La Plata 1921 - 2013)

  

10

Cada cual lleva en sí

 tras de su máscara

 las huellas invisibles

 de su rostro secreto.


11
       

Dentro del marco fijo

 del espejo  

buscamos parecernos a lo que ya no somos

 y quizá nunca fuimos.



13
Fascina
              Este límite
Donde el haber vivido se desprende
              como la piel de una serpiente.

 

18
Sí,
      las heridas son el mejor manuscrito.

32
Envejecer es esto,
       recordar vagamente la piel de los amantes.

 

38
       La duda es un extraño paraíso
       donde Dios puede al fin dejar de ser eterno.



44
       Es difícil morir.
                            Más difícil aún saber si estamos vivos.

 

Los chicos de la calle


Oh, niños asesinos, oh salvajes antorchas.
Julio Cortázar

Ragazzi di vita
los llamó Pasolini
con su piedad adversa
desollada.


Y nos los deja así
sin otra identidad que la mugre
y la llaga.


Debajo
del abrigo de su costra de escaras
-cristos breves-
los chicos de la calle
no saben todavía que su sombra atrapada
crece
para la historia de la infamia.*


El dolor
nunca es niño.
Y en ellos ni siquiera es dolor.


Es una humillación
de la esperanza.

* Borges

 

Tigres


Dicen
que el territorio de las hembras
es menor.

Pero el olor a hembra atraviesa el verano
y el celo
es territorio prometido
para tigres
y albatros.


Cuerpo de mujer

Conspiración del universo
para que el horizonte
se desnude.

 

 


domingo, 13 de diciembre de 2020

El diente roto de Pedro Emilio Coll (Caracas 1872 ,1947)

 




A los doce años, combatiendo Juan Peña con unos granujas recibió un guijarro sobre un diente; la sangre corrió lavándole el sucio de la cara, y el diente se partió en forma de sierra.

Desde ese día principia la edad de oro de Juan Peña. Con la punta de la lengua, Juan tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada sin pensar. Así, de alborotador y pendenciero, tornóse en callado y tranquilo. Los padres de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de las perversidades del chico, y que habían agotado toda clase de reprimendas y castigos, estaban ahora estupefactos y angustiados con la súbita transformación de Juan.

Juan no chistaba y permanecía horas enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá adentro, en la oscuridad de la boca cerrada, la lengua acariciaba el diente roto sin pensar.

-El niño no está bien, Pablo -decía la madre al marido-, hay que llamar al médico.

Llegó el médico y procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente apetito, ningún síntoma de enfermedad.

-Señora -terminó por decir el sabio después de un largo examen, la santidad de mi profesión me impone él deber de declarar a usted…

-¿Qué, señor doctor de mi alma? -interrumpió la angustiada madre.

-Que su hijo está mejor que una manzana. Lo que sí es indiscutible -continuó con voz misteriosa- es que estamos en presencia de un caso fenomenal: su hijo de usted, mi estimable señora, sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo es un filósofo precoz, un genio tal vez.

En la oscuridad de la boca, Juan acariciaba su diente roto sin pensar.

Parientes y amigos se hicieron eco de la opinión del doctor, acogida con júbilo indecible por los padres de Juan.

Pronto en el pueblo todo se citó el caso admirable del «niño prodigio», y su fama se aumentó como una bomba de papel hinchada de humo. Hasta el maestro de la escuela, que lo había tenido por la más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión general, por aquello de que voz del pueblo es voz del cielo. Quien más quien menos, cada cual traía a colación un ejemplo: Demóstenes comía arena, Shakespeare era un pilluelo desarrapado, Edison… etc.

Creció Juan Peña en medio de libros abiertos ante sus ojos, pero que no leía, distraído con su lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto, sin pensar. Y con su cuerpo crecía su reputación de hombre juicioso, sabio y «profundo», y nadie se cansaba de alabar el talento maravilloso de Juan. En plena juventud, las más hermosas mujeres trataban de seducir y conquistar aquel espíritu superior, entregado a hondas meditaciones, para los demás, pero que en la oscuridad de su boca tentaba el diente roto-sin pensar.

Pasaron meses y años, y Juan Peña fue diputado, académico, ministro y estaba a punto de ser coronado Presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua. Y doblaron las campanas y fue decretado un riguroso duelo nacional; un orador lloró en una fúnebre oración a nombre de la patria, y cayeron rosas y lágrimas sobre la tumba del grande hombre que no había tenido tiempo de pensar.