miércoles, 23 de septiembre de 2020

Las panteras y el templo (1976) de Abelardo Castillo

 


Y sin embargo sé que algún día tendré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano y ella abrirá los ojos mirándome aterrada (creyendo acaso que aún sueña, que ese que está ahí junto a la cama, arrodillado y con el hacha en la mano, es un asesino de pesadilla), y entonces me reconocerá, quizá grite, y sé que ya no podré detenerme.

Todo fue diabólicamente extraño. Ocurrió mientras corregía aquella historia del hombre que una noche se acerca sigilosamente a la cama de su mujer dormida, con un hacha en alto (no sé por qué elegí un hacha: ésta aún no estaba allí, llamándome desde la pared con un grito negro, desafiándome a celebrar una vez más la monstruosa ceremonia). Imaginé, de pronto, que el hombre no mataba a la mujer. Se arrepiente, y no mata. El horror consistía, justamente, en eso: él guardará para siempre el secreto de aquel juego; ella dormirá toda su vida junto al hombre que esa noche estuvo a punto de deshacer, a golpes, su luminosa cabeza rubia (por qué rubia y luminosa, por qué no podía dejar de imaginarme el esplendor de su pelo sobre la almohada), y ese secreto intolerable sería la infinita venganza de aquel hombre. La historia, así resuelta, me pareció mucho más bella y perversa que la historia original.

Inútilmente, traté de reescribirla. Como si alguien me hubiese robado las palabras, era incapaz de narrar la sigilosa inmovilidad de la luna en la ventana, el trunco dibujo del hacha ahora detenida en el aire, el pelo de la mujer dormida, los párpados del hombre abiertos en la oscuridad, su odio tumultuoso paralizado de pronto y transformándose en un odio sutil, triunfal, mucho más atroz por cuanto aplacaba, al mismo tiempo, al amor y a la venganza.
Me sentí incapaz, durante días, de hacer algo con aquello. Una tarde, mientras hojeaba por distraerme un libro de cacerías, vi el grabado de una pantera. Las panteras irrumpen en el templo, pensé absurdamente. Más que pensarlo, casi lo oí. Era el comienzo de una frase en alemán que yo había leído hacía muchos años, ya no recordaba quién la había escrito, ni comprendí por qué me llenaba de una salvaje felicidad. Entonces sentí como si una corriente eléctrica me atravesara el cuerpo, una idea, súbita y deslumbrante como un relámpago de locura. No sé en qué momento salí a la calle; sé que esa misma noche yo estaba en este cuarto mirando fascinado el hacha. Después, lentamente la descolgué. No era del todo como yo la había imaginado: se parece más a un hacha de guerra del siglo XIV, es algo así como una pequeña hacha vikinga con tientos en la empañadura y hoja negra. Mi mujer se había reído con ternura al verla, yo nunca me resignaría a abandonar la infancia. El día siguiente fue como cualquier otro. No recuerdo ningún acontecimiento extraño o anormal hasta mucho después. Una noche, al acostarse, mi mujer me miró con preocupación. “Estás cansado”, me dijo, “no te quedes despierto hasta muy tarde.” Respondí que no estaba cansado, dije algo que la hizo sonreír acerca del fuego pálido de su pelo, le besé la frente y me encerré en mi escritorio. Aquélla fue la primera noche que recuerdo haber realizado la ceremonia del hacha. Traté de engañarme, me dije que al descolgarla y cruzar con pasos de ladrón las habitaciones de mi propia casa, sólo quería (es ridículo que lo escriba) experimentar yo mismo las sensaciones (el odio, el terror, la angustia) de un hombre puesto a asesinar a su mujer. Un hombre puesto. La palabra es horriblemente precisa, sólo que ¿puesto por quién? Como mandado por una voluntad ajena y demencial me transformé en el fantasma de una invención mía. Siempre lo temí, por otra parte. De algún modo, siempre supe que ellas acechan y que uno no puede conjurarlas sin castigo, las panteras, que cualquier día entran y profanan los cálices. Desde que mi mano acarició por primera vez el áspero y cálido correaje de su empuñadura, supe que la realidad comenzaba a ceder, que inexorablemente me deslizaba, como por una grieta, a una especie de universo paralelo, al mundo de los zombies que porque alguien los sueña se abandonan una noche al caos y deben descolgar un hacha. El creador organiza un universo. Cuando ese universo se arma contra él, las panteras han entrado en el templo. Todavía soy yo, todavía me aferro a estas palabras que no pueden explicar nada, porque quién es capaz de sospechar siquiera lo que fue aquello, aquel arrastrarse centímetro a centímetro en la oscuridad, casi sin avanzar, oyendo el propio pulso como un tambor sordo en el silencio de la casa, oyendo una respiración sosegada que de pronto se altera por cualquier motivo, oyendo el crujir de las sábanas como un estallido sólo porque ella, mi mujer que duerme y a la que yo arrastrándome me acerco, se ha movido en sueños. Siento entonces todo el ciego espanto, todo el callado pavor que es capaz de soportar un hombre sin perder la razón, sin echarse a dar gritos en la oscuridad. Acabo de escribirlo: todo el miedo de que es capaz un hombre a oscuras, en silencio.

Creí o simulé creer que después de aquel juego disparatado podría terminar mi historia. Esa mañana no me atreví a mirar los ojos de mi mujer y tuve la dulce y paradoja esperanza de haber estado loco la noche anterior. Durante el día no sucedió nada; sin embargo, a medida que pasaban las horas, me fue ganando un temor creciente, vago al principio pero más poderoso a medida que caía la tarde: el miedo a repetir la experiencia. No la repetí aquella noche, ni a la noche siguiente. No la hubiese repetido nunca de no haber dado por casualidad (o acaso la busqué días enteros en mi biblioteca, o acaso quería encontrarla por azar en la página abierta de un libro) con una traducción de aquel oscuro símbolo alemán. Leopardos irrumpen en el templo, leí, y beben hasta vaciar los cántaros de sacrificio: esto se repite siempre, finalmente es posible preverlo y se convierte en parte de la ceremonia.

Hace muchos años de esto, he olvidado cuántos. No me resistí: descolgué casi con alegría el hacha, me arrodillé sobre la alfombra y emprendí, a rastras, la marcha en la oscuridad. Y sin embargo sé que algún día cometeré un descuido, tropezaré con un mueble o simplemente me temblará la mano. Cada noche es mayor el tiempo que me quedo allí hipnotizado por el esplendor de su pelo, de rodillas junto a la cama. Sé que algún día ella abrirá los ojos. Sé que la luna me alumbrará la cara. 




 

lunes, 14 de septiembre de 2020

Antonia Pozzi (Milan 1912 , 1938)

 



 Nostalgia


Hay una ventana entre las nubes:
podrías hundir
en los cúmulos rosas los brazos
y asomarte
de ese lado
al oro.
¿Quién te lo impide?
¿Por qué?
De ese lado está tu madre
–lo sabés–,
tu madre con el rostro tendido
que espera tu rostro.

 Version de Gabriel Caldirola y Macarena Balagué tomada de la revista Hablar de Poesia

 C’è una finestra in mezzo alle nubi:

potresti affondare
nei cumuli rosa le braccia
e affacciarti
di là
nell’oro.
Chi non ti lascia?
Perché?
Di là c’è tua madre
– lo sai –
tua madre col volto proteso
che aspetta il tuo volto


domingo, 13 de septiembre de 2020

Lazaro de Leonidas Andreiev


capitulo uno 

Cuando Lázaro salió del sepulcro, donde tres días y tres noches yaciera bajo el misterioso poder de la muerte, y, vuelto a la vida, tornó a su casa, no advirtieron sus deudos, al principio, las malignas rarezas que, con el tiempo, hicieron terrible hasta su nombre. Alborozados con ese claro júbilo de verlo restituido a la vida, amigos y parientes prodigábanle caricias y halagos sin cesar y ponían el mayor esmero en tenerle a punto la comida y la bebida y ropas nuevas. Vistiéronle hábitos suntuosos con los colores radiantes de la ilusión y la risa, y cuando él, semejante a un novio con su traje nupcial, volvió a sentarse entre los suyos a la mesa, y comió y bebió con ellos, lloraron todos de emoción y llamaron a los vecinos para que viesen al milagrosamente resucitado. Y los vecinos acudieron y también se regocijaron; y vinieron también gentes desconocidas de remotas ciudades y aldeas, y con vehementes exclamaciones expresaban su reverencia ante el milagro... Como enjambres de abejas revoloteaban sobre la casa de María y Marta. Y lo que de nuevo se advertía en el rostro de Lázaro y en sus gestos, reputábanlo naturalmente como huellas de la grave enfermedad y de las conmociones padecidas. Era evidente que la labor destructora de la muerte, en el cadáver, había sido detenida por milagroso poder, pero no borrada del todo; y lo que ya la muerte lograra hacer con el rostro y el cuerpo de Lázaro, venía a ser cual el diseño inconcluso de un artista, bajo un fino cristal. En las sienes de Lázaro, por debajo de sus ojos y en las demacradas mejillas, perduraba una densa y terrosa cianosis; y esa misma cianosis terrosa matizaba los largos dedos de sus manos y también en sus uñas, que le crecieran en el sepulcro, resaltaba ese mismo color azul, con tonos rojizos y oscuros. En algunos sitios, en los labios y en el cuerpo, habíasele resquebrajado la piel, tumefacta en el sepulcro, y en esos sitios mostraba tenues grietas rojizas, brillantes, cual espolvoreadas de diáfana mica. Y se había puesto obeso. El cuerpo, hinchado en el sepulcro, conservaba aquellas monstruosas proporciones, aquellas protuberancias terribles, tras las cuales adivinábase la hedionda humedad de la putrefacción. Pero el cadavérico hedor de que estaban impregnados los hábitos sepulcrales de Lázaro, y, al parecer, su cuerpo todo, no tardó en desaparecer por completo y al cabo de algún tiempo amortiguóse también la cianosis de sus manos y su rostro y se igualaron aquellas hinchazones rojizas de su piel, aunque sin borrarse del todo. Con esa cara presentóse a la gente, en su segunda existencia; pero aquello parecía natural a quienes le habían visto en el sepulcro. Lo mismo que la cara pareció haber cambiado también el carácter de Lázaro; pero tampoco eso asombró a nadie ni atrajo sobre él demasiado tiempo la atención. Hasta el día de su muerte, había sido Lázaro un hombre jovial y desenfadado, amigo de risas y burlas inocentes. Por esa su jovialidad simpática e inalterable, exenta de toda malignidad y sombra de mal humor, cobrárale tanto cariño el Maestro. Ahora, en cambio, habíase vuelto serio y taciturno; jamás gastaba bromas a nadie ni coreaba con su risa las ajenas; y las palabras que rara vez salían Leónidas de sus labios, eran las más sencillas, corrientes e indispensables y tan faltas de sustancia y enjundia, cual esos sonidos con que el animal expresa su dolor y su bienestar, la sed y el hombre. Palabras que un hombre puede pronunciar toda su vida, sin que nadie llegue a saber de qué se duele o se alegra su profunda alma. Así, con la faz de un cadáver, sobre el que, por espacio de tres días, señoreara la muerte en las tinieblas vestido con sus nupciales ropas, brillantes de amarillo oro y sanguinolenta púrpura, pesado y silencioso, vuelto otro hasta el espanto, pero aún reconocible para todos sentábase a la mesa del festín, entre sus amigos y deudos. En anchas ondas, ora dulces, ora sonoramente aborrascadas surgían en torno a él, las ovaciones; y miradas, encendidas de amor, iban a posarse en su rostro, que aún conservaba la frialdad de la tumba; y la tibia mano de un amigo acariciaba la suya, pesada y azuleante. Tocaba la música. Habían llevado músicos y éstos tocaban cosas alegres; y vibraban címbalos y flautas, cítaras y guzlas. Como enjambres de abejas, bordoneaban... como cigarras estridentes... como pájaros, cantaban sobre la venturosa mansión de María y Marta.


traducido por Rafael Cansinos Assens 

viernes, 11 de septiembre de 2020

Cynthia Ozick (Ciudad de Nueva York, 1928-) extracto de "Un rabino pagano"


 

Dijo el rabino Jacob: «Aquel que camina mientras estudia pero se detiene de repente a comentar “¡Qué precioso es aquel árbol!”, o “¡Qué bello es ese campo en barbecho!”, comete una falta contra sí mismo, según las Escrituras».
                  Del Tratado de los padres

      Cuando supe que Isaac Kornfeld, un hombre devoto y lúcido, se había ahorcado en el parque municipal, metí una ficha en el torniquete del metro y fui a ver el árbol.
       Habíamos sido compañeros de clase en el seminario rabínico. Tanto su padre como el mío eran rabinos, y también amigos, aunque en un sentido muy vago de la palabra: en realidad los unía la rivalidad. Competían en sus demostraciones de benevolencia, en el brillo capcioso de sus disertaciones, en el número de adeptos de cada uno. De los dos, el padre de Isaac era el más afable. A mí me daba miedo mi padre; padecía una afección de laringe, e incluso cuando le pedía a mi madre algo tan trivial como «Trae el té», su voz sonaba astillada, clamorosa y vengativa.
       Ninguno de los dos hombres tenía el menor talante filosófico. Era lo único en que coincidían.
       —La filosofía es una abominación —solía decir el padre de Isaac—. Los griegos eran filósofos, pero no dejaban de ser niños jugando a las muñecas. Incluso Sócrates, que era monoteísta, mandaba dinero al templo para pagar el incienso de su muñeca.
       —La idolatría es la abominación —replicaba Isaac—, no la filosofía.
       —Una cosa lleva a la otra —decía su padre.
       Según mi padre, la filosofía era la causa del ateísmo que me había hecho abandonar el seminario en el segundo año de estudios. La filosofía no era el problema, sino que yo, a diferencia de Isaac, no tenía ningún talento: más adelante sus profesores dijeron que con una imaginación tan prodigiosa como la suya se podía forjar la santidad a partir del fino trazo de una serifa. El día del funeral criticaron al rector de su universidad por comentar que, aunque un suicida no podía recibir sepultura en suelo consagrado, la tierra que cercara a Isaac Kornfeld quedaría consagrada ipso facto. Cabría mencionar que Isaac se colgó pocas semanas antes de cumplir los treinta y seis años, en la cúspide de su renombre; y el rector, claro está, no conocía toda la historia. Juzgaba por la reputación de Isaac, que en ningún otro momento alcanzó mayor relevancia que justo antes de su muerte.

jueves, 10 de septiembre de 2020

Diario de un cuentenik Autor: Jorge Santkovsky




Pintar la aldea


Perdido en el laberinto de estas calles, intentando descifrar por donde caminar,

para retomar la idea original de volver a mi barrio, atravieso el túnel debajo de las vías

del tren, y cuando estoy a punto de salir, una monja en una bicicleta destartalada, me

consulta por una dirección, un lugar donde comprar un estrafalario objeto para la

construcción de una máquina para generar electricidad.

La miro irse y parece provenir del fondo del túnel, una voz que se mezcla con el sonido

arrollador del tren, y convertida cuando llega a mí, en un susurro o un mantra religioso:

Pinta tu aldea.

La voz desaparece en el mismo instante que termina de pasar el tren.

Eso hace Santkovsky, perseguir la idea de Tolstoi, desde la profundidad de su barrio

del Once, fragmento de una aldea posmoderna, una ciudad-monstruo llamada Buenos

Aires.

Con personajes extraídos de la realidad, que componen una paleta multicolor de crónicas

urbanas, aguafuertes de este tiempo, que asimila al mundo como una gran feria a cielo

abierto.

Astronautas fracasados, inmigrantes ilegales, exorcistas profesionales, fabricantes de

espejos, desfilan por estas páginas. La aldea es diferente y a la vez similar a las de la

antigüedad.

Todo esto, mezclado con dosis de religiosidad agnóstica, una fe que deambula silenciosa

y a flor de piel, empujada por el humor, intenta demostrar que al fin de cuentas, todo

puede ser una broma. Y la religión ( o como quieran llamarlo ) , no tiene que ser algo tan

serio que nos impida sonreír. De todo esto se trata Memorias de un cuentenik también,

de reírnos mientras nos pensamos, arrojados a esta nueva Edad Media.

Cuando logro retornar a mi barrio, en el espejo en venta apoyado sobre la pared,

en la calle Jean Jaures, me mira Chejov y sonríe.

La contratapa de Andrés Bohoslavsky 



1. Intento de advertencia

 

Durante la pandemia pasaron cosas buenas y malas.

Cosas malas a montones, pero entre las cosas buenas tuve

la dicha de escribir este libro. No necesariamente para hablar

del Covid, pero sí cosas de mi experiencia con las personas

con las que tengo tratos comerciales –aunque no creo que

a nadie le sirva para aprender a comprar y vender–, a mí me

divirtió retratar a algunos de mis clientes favoritos.

Este libro está basado en hechos reales. ¿Pero qué cosa

 escrita no lo está? ¿Qué realidad no es producto de la ima-

ginación? Estaba por escribir “la imaginación de dios”,

 pero recordé que soy agnóstico. Entonces, muy prolijo no

es hablar de dios asumiendo que existe. Y soy judío, pero

por suerte me reconozco como judío y agnóstico. Algo que

no todas las religiones aceptan. Ya la ley judía primitiva no

atribuía una importancia tan preponderante a la teología

y, en cambio, enfatizaba más los actos y la conducta. Un

 buen recurso para mantener reunido al rebaño. O la certe-

za de saber que no hay ateos en la trinchera.

 El libro no habla de los cuentenik de principios del si-

glo pasado. Lo declaro en el prólogo, para que nadie lo lea

 sin estar advertido. Ningún vendedor puede decir toda la

verdad de su producto. No digo mentir, pero sí es aceptable

 ocultar ciertas cosas. No lo soy al viejo estilo de andar en bi-

cicleta por los barrios. O como mi abuelo que llevaba los ta-

pados de piel caminando hasta las casas de las señoras de los

 hombres ricos. Los tiempos cambian y la palabra también

 debería ajustarse a representar lo que somos las personas

como yo: buscavidas. Ocurre que la palabra “cuentenik”

me encanta. Pensaba que era una palabra idish, pero resultó

 algo diferente. En el Río de la Plata se lo llamaba “cuénte-

nik” o “cóntenik”, en Brasil, “clientelchik”, en Venezuela,

 “cláper”. Lógicamente cuéntenik deriva de cuenta y clien-

telchik de cliente. A estas confluencias lingüísticas se las

 llama “idishol”. No es idish propiamente dicho.

Algunos de los clientes que retraté en este libro están

contentos de esta discreta inmortalidad literaria. Pero el

maestro del Corán no lo sabe, y no creo que le interese.

 Gorby tampoco, él es de otra dimensión. Alejandro tampo-

co, porque está preso por violencia de género y tiene otras

 urgencias que atender. Carlos sí lo sabe, y está tan orgulloso

que se lo contó a sus hijos.

 Al vendedor de cuadernos no le interesa nada salvo cuán-

tos pletzeles puede comprar al fin del día. Emerson está feliz

 de ayudar a un judío, pero no piensa leerlo porque lee solo lo

que le da su rabino. Además, no tiene tiempo libre entre los

rezos y sus innumerables hijos. Al falso judío no se lo dije,

 pero si se entera le voy a decir la verdad. El astronauta fraca-

sado no pierde tiempo con estas cosas, toda su energía está

 en conquistar el mundo, ya que no pudo con la luna. Daniel

y el vendedor de espejos están del otro lado, no solo ellos,

también varios de los que me conocieron siendo aprendiz de

peletero. El stripper se moriría de risa, pero no veo la gracia

en contárselo. Cariñito solo me mandaría bendiciones. Al

policía patagónico que quiere ser judío no tengo modo de

encontrarlo. La monjita no volvió más, y lo lamento mucho,

me gustaba hablar con ella. El exorcista judío desapareció de

los lugares que sabía frecuentar. Emerson supone que Luis

se convirtió el mismo en un Dybbuk. El Rabino Emerson no

le desea el mal a nadie pero no le gusta la competencia des-

leal. El Rabino Binder no existe, es un personaje que le robé

a Philip Roth, pero no creo que sus herederos se den cuenta.

Pienso para mis adentros que mi mamá estaría contenta

de que escriba un libro con una palabra que suena a idish

 en el título. Ella sabía que algún día haría algo como la gen-

te. Eso dijo cuando representé a Mordejai Anilevich en un

 acto en Macabí, y lo convertí en mi héroe preferido. Hubiera

sido mejor identificarme con Marek Edelman, que fue tambien

muy valiente y sobrevivió para contarlo. Eso opina, al menos, mi

 psicoanalista pero en esa época no teníamos tanta detallada in-

formación. Mi suegra diría que ella siempre supo que un ma-

rido judío era bueno para su hija. La tía Irma diría que su

 sobrina tuvo mucha suerte. Mi mujer me dijo que cómo voy

a contar esas cosas en un libro. Mis hijas están contentas de

poder decir que, al fin, su padre escribe cosas que la gente

puede entender, no solo poesía. Mis nietas todavía no saben

leer, pero algún día sabrán que escribo para que ellas puedan

saber quién soy.

Porque estoy rodeado de mujeres como Tevye el lechero,

será por eso que cuando tarareo la letra de “Si yo fuera rico”

me pongo de buen humor y me dan ganas de bailar como Topol.


If I were a rich man,

Yubby dibby dibby dibby dibby dibby dibby dum...


Editorial Leviatan septiembre 2020


Se puede ver un poco mas e incluso comprar en https://www.amazon.com/dp/B08HMJ81YH

miércoles, 2 de septiembre de 2020

Antonio Carvajal Milena (Albolote, Granada, 1943)



Vísperas de Granada: canción de la ciudad


Amo a los hombres que una luz futura

nutren con los ardores de su vida

y saben que el presente es la mentida

brasa de una existencia no segura.

 

Los que son faros en la noche oscura

para la nave errada o sacudida;

los que ponen ungüentos en la herida

y dan alivio y paz, si no dan cura.

 

Los que comparten mesa y agonías

y duplican tus gozos y alegrías

y, si te falta fe, te dan certeza.

 

Ellos, que, si has caído, te levantan

y sufren más que tú y que yo y que cantan

la vida por hacer y su belleza.

  (Poemas de Granada, 1991)



sábado, 29 de agosto de 2020

Planes para una fuga a Carmelo de Adolfo Bioy Casares

 




Al profesor lo  irritaba la gente que se levantaba tarde, pero no quería despertar a Valeria, porque a ella le gustaba dormir. «Pone mucha aplicación», pensó, mientras contemplaba el delicado perfil y la efusión roja del pelo de la chica sobre la almohada blanca.

       El profesor se llamaba Félix Hernández. Parecía joven, como tantas personas de su edad en aquella época (veinte años antes, hubieran sido viejos). Era famoso, aun fuera del mundo universitario, y muy querido por los alumnos. Se consideraba afortunado porque vivía con Valeria, una estudiante.
       Entró en la cocina, a preparar el desayuno. Cuidó las tostadas, para que se doraran sin quemarse, y recordó: «Esta mañana Valeria defiende la tesis. No tiene que olvidar los tres períodos de la historia». Después de una pausa, dijo: «Últimamente me dio por hablar solo».
       Llevó la bandeja al dormitorio en el momento en que la muchacha volvía de la ducha, aún mojada y envuelta en una toalla. Al arrimarle una taza vio en el espejo su propia cara, con esa barba a retazos blanquísima, a retazos negra, que recién afeitada parecía de tres días. Miró a la chica, volvió a mirar el espejo y se dijo: «Qué contraste. Realmente, soy un hombre de suerte». La chica exclamó:
       —Si me quedo dormida, me muero.
       —¿Por no doctorarte? No perderías mucho.
       —Es increíble que un profesor hable así.
       —Ya nadie sabe que puede estudiar solo. El que está en un aula donde hay un profesor, cree que estudia. Las universidades, que fueron ciudadelas del saber, se convirtieron en oficinas de expendio de patentes. Nada vale menos que un título universitario.
       La chica dijo, como para sí misma:
       —No importa. Yo quiero el título.
       —Entonces tal vez convenga que menciones los tres períodos de la historia. Cuando el hombre creyó que la felicidad dependía de Dios, mató por razones religiosas. Cuando creyó que la felicidad dependía de la forma de gobierno, mató por razones políticas.
       —Yo leí un poema. Cada cual mata aquello que ama…
       La miró, sonrió, sacudió la cabeza.
       —Después de sueños demasiado largos, verdaderas pesadillas —explicó Hernández—, llegamos al período actual. El hombre despierta, descubre lo que siempre supo, que la felicidad depende de la salud, y se pone a matar por razones terapéuticas.
       —Me parece que voy a provocar una discusión con la mesa.
       —No veo por qué. ¿Alguien duda de que a cierta edad recibirá la visita del médico? ¿No es ésa una manera de matar? Por razones terapéuticas, desde luego. Una manera de matar a toda la población.
       —A toda, no. Están los que se escapan a la otra Banda.
       —Ahí surge la amenaza de un segundo montón de muertos. Inmenso. Por razones terapéuticas, también.
       —Pero eso —con aparente distracción dijo la chica, mientras se vestía— si les declaramos la guerra.
       —No va a ser fácil. Entre los viejos decrépitos de la Banda Oriental hay negociadores astutos, que siempre encuentran la manera de ceder algo sin importancia.
       —Me dan asco —dijo Valeria, lista ya para salir—, pero que posterguen la guerra me parece bien.
       —Tarde o temprano habrá que decidirse. No puede ser que en la otra Banda haya un foco infeccioso, un caldo de cultivo de todas las pestes que nosotros hemos eliminado. Salvo que alguien descubra la manera de frenar la vejez… Pero ¿qué vas a contestar si te preguntan cómo empezó el tercer período?
       —Cuando ya nadie creía en los políticos, la medicina atrajo, apasionó, al género humano, con sus grandes descubrimientos. Es la religión y la política de nuestra época. Los médicos argentinos, del legendario Equipo del Calostro, un día lograron la barrera de anticuerpos, durable y polivalente. Esto significó la erradicación de las infecciones, pronto seguida por la del resto de las enfermedades y por una extraordinaria prolongación de la juventud. Creímos que no era posible ir más lejos. Poco después los uruguayos descubrieron el modo de suprimir la muerte.
       —Lo que nuestro patriotismo recibió como una patada.
       —Pero ni los propios uruguayos lograron detener el envejecimiento.
       —Menos mal…
       —Con tus interrupciones pierdo el hilo —dijo Valeria y retomó el tono de recitación—. Alrededor de los dos países del Río de la Plata, se formaron los bloques aparentemente irreconciliables, que hoy se reparten el mundo. Los enemigos nos llaman jóvenes fascistas y, para nosotros, ellos son moribundos que no acaban de morir. En el Uruguay la proporción de viejos aumenta. —Sin detenerse agregó:
       —Son casi las diez. Tengo que irme.
       La acompañó hasta la puerta, la besó, le pidió que no volviera tarde y no entró hasta que la perdió de vista.
       Un rato después, cuando estaba por salir, oyó el timbre. Recogió un cuaderno de apuntes, que probablemente Valeria había olvidado, empezó a murmurar: «De todo te olvidas, ¡cabeza de novia!», abrió la puerta y se encontró con sus discípulos Gerardi y Lohner.
       —Venimos a verlo —anunció Lohner.
       —El tiempo no me sobra. A las once debo estar en la Facultad.
       —Lo sabemos —dijo Gerardi.
       —Pero tenemos que hablar —dijo Lohner.
       Parecían nerviosos. Los llevó al escritorio.
       —Lohner —dijo Gerardi y señaló a su compañero— va a explicarle todo.
       Hubo un silencio. Hernández dijo:
       —Estoy esperando esa explicación.
       —No sé cómo empezar. Un amigo, de Salud Pública, nos avisó anoche que vienen a verlo.
       Hernández entreabrió la boca, sin duda para hablar, pero no dijo nada. Por último Gerardi aclaró:
       —Viene el médico.
       Hubo otro silencio, más largo. Preguntó Hernández:
       —¿Cuándo?
       —Hoy —dijo Lohner.
       —Entre anoche y esta mañana arreglamos todo.
       —¿Qué arreglaron?
       —El cruce al Carmelo.
       —¿En el Uruguay? —preguntó Hernández, para ganar tiempo.
       —Evidentemente —contestó Lohner.
       Gerardi refirió:
       —El amigo de Salud Pública nos puso en comunicación con un señor, llamado Contacto, que se encarga del renglón lancheros. Nos dio cita, a las diez de la noche, en la Confitería Del Molino, en la mesa que está contra la segunda columna de la izquierda, entrando por Callao. Ahí tomamos tres capuchinos y cuando yo iba a decirle quién era usted, el señor Contacto me paró en seco. «Si consigo lancha, no debo saber para quién», y nos pidió que lo esperáramos un minutito, porque iba a hablar a Tigre. No fue un minutito. Querían cerrar la confitería y el señor Contacto no lograba comunicarse. En nuestro país estas cosas, por simples que parezcan, son complicadas. Finalmente volvió, dio un nombre, una hora, un lugar: Moureira, a las ocho de la mañana, en el almacén de Liniers y Pirovano, frente al puentecito sobre el río Reconquista.
       —¿En el Tigre? —preguntó Hernández.
       —En Tigre.
       —Y ustedes, esta mañana, ¿lo encontraron?
       —Como un solo hombre. Tengo la impresión de que se puede confiar en él.
       —Sobre todo si no le damos tiempo —observó Lohner.
       —¿Para qué? —preguntó Hernández.
       —No creo que le convenga… —opinó Gerardi—. Su trabajo es pasar fugitivos a la otra Banda. Si traiciona una vez y llega a saberse ¿de qué vive?
       —Es gente vieja del Delta. En tiempo de las aduanas, el abuelo y el padre fueron contrabandistas. Moureira aseguró que él mismo es una especie de institución.
       —¿Cuándo tengo que ir?
       —Se viene con nosotros. Ahora mismo.
       —Ahora mismo no puedo.
       —Moureira está esperándonos —dijo Gerardi.
       —Más vale no entretenerse —dijo Lohner.
       —Tengo que buscar a una amiga —dijo Hernández.
       Hubo un silencio. Gerardi preguntó:
       —¿A la que sabemos, profesor?
       Sonriendo, por primera vez, confirmó Hernández:
       —A la que sabemos.
       —No se demore. Nosotros nos vamos. Hay que retener a Moureira —dijo Lohner.
       Gerardi insistió:
       —No se demore. Usted nos encuentra en el almacén de Liniers y Pirovano, frente al puentecito. Un puentecito que se cae a pedazos, desde tiempo inmemorial.
       Con impaciencia dijo Lohner:
       —No va a ser fácil retener al tal Moureira.
       Cuando quedó solo se preguntó si estaba asustado. Sabía que tenía apuro por cruzar a la otra Banda y que no dejaría a Valeria. Después de la conversación con los muchachos, le pareció que avanzaba inevitablemente por un camino peligroso, desde cuyos bordes las cosas, aun las más familiares, lo miraban como testigos impasibles.
       Sin perder un minuto se largó a la facultad. En el primer piso, al salir de la escalera, la encontró.
       —¡Te acordaste de traer los apuntes! —exclamó Valeria.
       La verdad es que ni se había acordado del examen de tesis. Traía los apuntes bajo el brazo porque estaba turbado y no sabía muy bien qué hacía. Preguntó:
       —¿Llego a tiempo?
       —Por suerte. Hasta que no vea dos nombres y una fecha, no voy a sentirme segura.
       —Yo creía que solamente los viejos olvidábamos los nombres.
       —Nadie te considera viejo.
       —Estás equivocada. Aparecieron por casa dos estudiantes.
       —¿Para qué?
       —Para avisarme que hoy a la tarde me visita el médico. Un amigo que trabaja en el Ministerio de Salud Pública les dio la noticia.
       —No puedo creer. De todos modos el médico tendrá que admitir que estás bien.
       —No hay antecedentes.
       —No importa. Yo sé, por experiencia, cómo estás. Voy a hablarle. Su visita es prematura. Tendrá que admitirlo.
       —No lo hará.
       —¿Cuál es tu plan?
       —Un lanchero nos espera en el Tigre, para llevarnos a la otra Banda. —El profesor debió notar algo en la expresión de Valeria, porque preguntó:
       —¿Qué pasa? ¿No estás dispuesta?
       —Sí. ¿Por qué? En un primer momento repugna un poco la idea de vivir entre viejos que nunca mueren. Pero no te preocupes. Voy a sobreponerme. Son prejuicios que me inculcaron cuando era chica.
       —¿Nos vamos o nos quedamos?
       —¿Quedarnos y que te visite el médico? No estoy loca. De los que te llevaron la noticia, ¿uno es Lohner?
       —Y el otro, Gerardi.
       —Un atropellado. Capaz de creer lo primero que oye.
       —Lohner, no.
       —Circulan tantos rumores… ¿Por qué no vas a dar la clase, como siempre? En cuanto yo concluya la defensa de la tesis, trato de averiguar algo.
       Las palabras «dar la clase, como siempre» casi lo convencieron, porque le trajeron a la memoria las tan conocidas «como decíamos ayer» de otro profesor. Recapacitó y dijo:
       —No creo que haya tiempo.
       —Y es muy probable que sea una imprudencia. Estoy pensando que es mejor que no te vean por acá.
       En ocasiones el hombre es un chico ante la mujer. Hernández preguntó:
       —¿Entonces, qué hago?
       —Te vas a casa, ahora mismo. Si dentro de una hora no llego, ni te he llamado, te vas al Tigre. ¿Dónde nos esperan?
       —En Liniers y Pirovano. Debajo de un puente muy viejo, que cruza el río Reconquista.
       Repitió Valeria:
       —En Liniers y Pirovano. —De pronto agregó:
       —Si no voy a casa, voy directamente.
       Se avino a la propuesta, aunque no lo convencía del todo. A mitad de camino comprendió el error que iba a cometer. Si la muchacha no quería ver el peligro debió abrirle los ojos. Su casa era una trampa en la que pasaría una larga hora de ansiedad. Quién sabe si después no sería tarde para salir.
       En el momento de abrir la puerta, un hombre cruzó desde la vereda de enfrente y le dijo:
       —Lo esperaba.
       Entraron juntos y, ya en el escritorio, Hernández preguntó:
       —¿El médico?
       Tristemente el médico asintió con la cabeza.
       —Aunque debiera callarme, le diré que me expresé mal. No lo esperaba. Mejor dicho, esperaba que no viniera, que mostrara un poco de tino, qué embromar. Dígame, ¿le costaba mucho ponerse a salvo? ¿Tan desvalido se encuentra que no tiene quién le avise y lo pase? ¿O por un instante supone que si lo examino estamparé mi firma en un certificado de salud para que lo dejen vivo?
       —Parece justo.
       —Son todos iguales. Les parece justo exponerme a que un segundo médico los examine, opine de otro modo y dé a entender que a uno lo sobornaron. Aunque no crea, muchos codician el puesto.
       —Entonces no hay escapatoria.
       —Eso lo dejo a su criterio. Todavía tengo que ver a otro paciente. Cuando llegue a Salud Pública, paso el informe.
       El médico dio por concluida la visita. Hernández lo acompañó hasta la puerta.
       —De cualquier modo, muchas gracias.
       —Dígame una cosa, ¿algo o alguien lo retiene en Buenos Aires? Me permito recordarle que si no se fuga, tampoco va a seguir junto a la personita que tanto le interesa. Lo atrapan ¿me oye? y lo liquidan.
       —Es verdad —admitió Hernández—. Qué solos se quedan los muertos…
       Cerró la puerta. Por un instante permaneció inmóvil, pero después fue rápido y eficaz. En menos de media hora preparó la valija y salió de la casa. Aunque sin tropiezos, el viaje al Tigre le resultó larguísimo. Finalmente encontró a los discípulos, en el lugar indicado. Con ellos había un hombre robusto, de saco azul y pipa, que parecía disfrazado de lobo de mar.
       —Creíamos que no venía —dijo Gerardi—. El señor Moureira quería irse.
       —No pierda tiempo —dijo Lohner.
       —Suba a la lancha —dijo Moureira.
       —Un momento —dijo el profesor—. Espero a una amiga.
       —La mujer siempre llega tarde —sentenció Moureira.
       Discutieron (esperar unos minutos, irse en el acto) hasta que oyeron una sirena.
       —Menos mal que en la policía no han descubierto que la sirena previene al fugitivo —observó Lohner, mientras ayudaba al profesor a subir a la lancha.
       Gerardi le preguntó:
       —¿Algún mensaje?
       —Dígale que para mí era lo mejor de la vida.
       —¿Pero que la vida la incluye y que el todo es más que la parte? —preguntó Lohner.
       Volvieron a oír la sirena, ya próxima. Los muchachos se guarecieron en el almacén. Moureira le dijo:
       —Acuéstese en el piso de la lancha, que lo tapo con la lona.
       Obedeció Hernández y con una sonrisa melancólica pensó: «La conclusión de Lohner es justa, pero en este momento no me consuela».
       Lentamente, resueltamente, se alejaron rumbo al río Lujan y aguas afuera.