jueves, 10 de septiembre de 2020

Diario de un cuentenik Autor: Jorge Santkovsky




Pintar la aldea


Perdido en el laberinto de estas calles, intentando descifrar por donde caminar,

para retomar la idea original de volver a mi barrio, atravieso el túnel debajo de las vías

del tren, y cuando estoy a punto de salir, una monja en una bicicleta destartalada, me

consulta por una dirección, un lugar donde comprar un estrafalario objeto para la

construcción de una máquina para generar electricidad.

La miro irse y parece provenir del fondo del túnel, una voz que se mezcla con el sonido

arrollador del tren, y convertida cuando llega a mí, en un susurro o un mantra religioso:

Pinta tu aldea.

La voz desaparece en el mismo instante que termina de pasar el tren.

Eso hace Santkovsky, perseguir la idea de Tolstoi, desde la profundidad de su barrio

del Once, fragmento de una aldea posmoderna, una ciudad-monstruo llamada Buenos

Aires.

Con personajes extraídos de la realidad, que componen una paleta multicolor de crónicas

urbanas, aguafuertes de este tiempo, que asimila al mundo como una gran feria a cielo

abierto.

Astronautas fracasados, inmigrantes ilegales, exorcistas profesionales, fabricantes de

espejos, desfilan por estas páginas. La aldea es diferente y a la vez similar a las de la

antigüedad.

Todo esto, mezclado con dosis de religiosidad agnóstica, una fe que deambula silenciosa

y a flor de piel, empujada por el humor, intenta demostrar que al fin de cuentas, todo

puede ser una broma. Y la religión ( o como quieran llamarlo ) , no tiene que ser algo tan

serio que nos impida sonreír. De todo esto se trata Memorias de un cuentenik también,

de reírnos mientras nos pensamos, arrojados a esta nueva Edad Media.

Cuando logro retornar a mi barrio, en el espejo en venta apoyado sobre la pared,

en la calle Jean Jaures, me mira Chejov y sonríe.

La contratapa de Andrés Bohoslavsky 



1. Intento de advertencia

 

Durante la pandemia pasaron cosas buenas y malas.

Cosas malas a montones, pero entre las cosas buenas tuve

la dicha de escribir este libro. No necesariamente para hablar

del Covid, pero sí cosas de mi experiencia con las personas

con las que tengo tratos comerciales –aunque no creo que

a nadie le sirva para aprender a comprar y vender–, a mí me

divirtió retratar a algunos de mis clientes favoritos.

Este libro está basado en hechos reales. ¿Pero qué cosa

 escrita no lo está? ¿Qué realidad no es producto de la ima-

ginación? Estaba por escribir “la imaginación de dios”,

 pero recordé que soy agnóstico. Entonces, muy prolijo no

es hablar de dios asumiendo que existe. Y soy judío, pero

por suerte me reconozco como judío y agnóstico. Algo que

no todas las religiones aceptan. Ya la ley judía primitiva no

atribuía una importancia tan preponderante a la teología

y, en cambio, enfatizaba más los actos y la conducta. Un

 buen recurso para mantener reunido al rebaño. O la certe-

za de saber que no hay ateos en la trinchera.

 El libro no habla de los cuentenik de principios del si-

glo pasado. Lo declaro en el prólogo, para que nadie lo lea

 sin estar advertido. Ningún vendedor puede decir toda la

verdad de su producto. No digo mentir, pero sí es aceptable

 ocultar ciertas cosas. No lo soy al viejo estilo de andar en bi-

cicleta por los barrios. O como mi abuelo que llevaba los ta-

pados de piel caminando hasta las casas de las señoras de los

 hombres ricos. Los tiempos cambian y la palabra también

 debería ajustarse a representar lo que somos las personas

como yo: buscavidas. Ocurre que la palabra “cuentenik”

me encanta. Pensaba que era una palabra idish, pero resultó

 algo diferente. En el Río de la Plata se lo llamaba “cuénte-

nik” o “cóntenik”, en Brasil, “clientelchik”, en Venezuela,

 “cláper”. Lógicamente cuéntenik deriva de cuenta y clien-

telchik de cliente. A estas confluencias lingüísticas se las

 llama “idishol”. No es idish propiamente dicho.

Algunos de los clientes que retraté en este libro están

contentos de esta discreta inmortalidad literaria. Pero el

maestro del Corán no lo sabe, y no creo que le interese.

 Gorby tampoco, él es de otra dimensión. Alejandro tampo-

co, porque está preso por violencia de género y tiene otras

 urgencias que atender. Carlos sí lo sabe, y está tan orgulloso

que se lo contó a sus hijos.

 Al vendedor de cuadernos no le interesa nada salvo cuán-

tos pletzeles puede comprar al fin del día. Emerson está feliz

 de ayudar a un judío, pero no piensa leerlo porque lee solo lo

que le da su rabino. Además, no tiene tiempo libre entre los

rezos y sus innumerables hijos. Al falso judío no se lo dije,

 pero si se entera le voy a decir la verdad. El astronauta fraca-

sado no pierde tiempo con estas cosas, toda su energía está

 en conquistar el mundo, ya que no pudo con la luna. Daniel

y el vendedor de espejos están del otro lado, no solo ellos,

también varios de los que me conocieron siendo aprendiz de

peletero. El stripper se moriría de risa, pero no veo la gracia

en contárselo. Cariñito solo me mandaría bendiciones. Al

policía patagónico que quiere ser judío no tengo modo de

encontrarlo. La monjita no volvió más, y lo lamento mucho,

me gustaba hablar con ella. El exorcista judío desapareció de

los lugares que sabía frecuentar. Emerson supone que Luis

se convirtió el mismo en un Dybbuk. El Rabino Emerson no

le desea el mal a nadie pero no le gusta la competencia des-

leal. El Rabino Binder no existe, es un personaje que le robé

a Philip Roth, pero no creo que sus herederos se den cuenta.

Pienso para mis adentros que mi mamá estaría contenta

de que escriba un libro con una palabra que suena a idish

 en el título. Ella sabía que algún día haría algo como la gen-

te. Eso dijo cuando representé a Mordejai Anilevich en un

 acto en Macabí, y lo convertí en mi héroe preferido. Hubiera

sido mejor identificarme con Marek Edelman, que fue tambien

muy valiente y sobrevivió para contarlo. Eso opina, al menos, mi

 psicoanalista pero en esa época no teníamos tanta detallada in-

formación. Mi suegra diría que ella siempre supo que un ma-

rido judío era bueno para su hija. La tía Irma diría que su

 sobrina tuvo mucha suerte. Mi mujer me dijo que cómo voy

a contar esas cosas en un libro. Mis hijas están contentas de

poder decir que, al fin, su padre escribe cosas que la gente

puede entender, no solo poesía. Mis nietas todavía no saben

leer, pero algún día sabrán que escribo para que ellas puedan

saber quién soy.

Porque estoy rodeado de mujeres como Tevye el lechero,

será por eso que cuando tarareo la letra de “Si yo fuera rico”

me pongo de buen humor y me dan ganas de bailar como Topol.


If I were a rich man,

Yubby dibby dibby dibby dibby dibby dibby dum...


Editorial Leviatan septiembre 2020


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