¿Es que, acaso, estimáis que por creer Seguid con vuestros ritos fastuosos, ofrendas a los dioses, |
¿Es que, acaso, estimáis que por creer Seguid con vuestros ritos fastuosos, ofrendas a los dioses, |
Elegía en la muerte de Miguel Hernández
I
No lo sé. Fue sin música.
Tus grandes ojos azules
abiertos se quedaron bajo el vacío ignorante,
cielo de losa oscura,
masa total que lenta desciende y te aboveda,
cuerpo tú solo, inmenso,
único hoy en la Tierra,
que contigo apretado por los soles escapa.
Tumba estelar que los espacios ruedas
con sólo él, con su cuerpo acabado.
Tierra caliente que con sus solos huesos
vuelas así, desdeñando a los hombres.
¡Huye! ¡Escapa! No hay nadie;
sólo hoy su inmensa pesantez de sentido,
Tierra, a tu giro por los astros amantes.
Sólo esa Luna que en la noche aún insiste
contemplará la montaña de vida.
Loca, amorosa, en tu seno le llevas,
Tierra, oh Piedad, que sin mantos le ofreces.
Oh soledad de los cielos. Las luces
sólo su cuerpo funeral hoy alumbran.
II
No, ni una sola mirada de un hombre
ponga su vidrio sobre el mármol celeste.
No le toquéis. No podríais. El supo,
sólo él supo. Hombre tú, solo tú, padre todo
de dolor. Carne sólo para amor. Vida sólo
por amor. Sí. Que los ríos
apresuren su curso: que el agua
se haga sangre: que la orilla
su verdor acumule: que el empuje
hacia el mar sea hacia ti, cuerpo augusto,
cuerpo noble de luz que te diste crujiendo
con amor, como tierra, como roca, cual grito
de fusión, como rayo repentino que a un pecho
total único del vivir acertase.
Nadie, nadie. Ni un hombre. Esas manos
apretaron día a día su garganta estelar. Sofocaron
ese caño de luz que a los hombres bañaba.
Esa gloria rompiente, generosa que un día
revelara a los hombres su destino; que habló
como flor, como mar, como pluma, cual astro.
Sí, esconded, esconded la cabeza. Ahora hundidla
entre tierra, una tumba para el negro pensamiento cavaos,
y morded entre tierra las manos, las uñas, los dedos
con que todos ahogasteis su fragante vivir.
III
Nadie gemirá nunca bastante.
Tu hermoso corazón nacido para amar
murió, fue muerto, muerto, acabado, cruelmente acuchillado de odio...
¡Ah! ¿Quién dijo que el hombre ama?
¿Quién hizo esperar un día amor sobre la tierra?
¿Quién dijo que las almas esperan el amor y a su sombra florecen?
¿Que su melodioso canto existe para los oídos de los hombres?
Tierra ligera, ¡vuela!
Vuela tú sola y huye.
Huye así de los hombres, despeñados, perdidos,
ciegos restos del odio, catarata de cuerpos
crueles que tú, bella, desdeñando hoy arrojas.
Huye. hermosa, lograda,
por el celeste espacio con tu tesoro a solas.
Su pesantez, al seno de tu vivir sidéreo
da sentido, y sus bellos miembros lúcidos para siempre
inmortales sostienes para la luz sin hombres.
Una vez tuve un clavo
Una vez tuve un clavo
clavado en el corazón,
y yo no me acuerdo ya si era aquel clavo
de oro, de hierro o de amor.
Sólo sé que me hizo un mal tan hondo,
que tanto me atormentó,
que yo día y noche sin cesar lloraba
cual lloró Magdalena en la Pasión.
“Señor, que todo lo puedes
—pedile una vez a Dios—,
dame valor para arrancar de un golpe
clavo de tal condición.”
Y diómelo Dios, arranquelo.
Pero... ¿quién pensara?... Después
ya no sentí más tormentos
ni supe qué era dolor;
supe sólo que no sé qué me faltaba
en donde el clavo faltó,
y tal vez... tal vez tuve soledades
de aquella pena... ¡Buen Dios!
Este barro mortal que envuelve el espíritu,
¡quién lo entenderá, Señor!...
El mundo es de los otros.
Se hizo para ellos y ellos lo poseen.
Cantan y se apacientan
dulcemente contentos.
Tienen mitos y dioses,
tienen hogar y hermanos
y un seguro apellido
y una calle con nombre.
Pueden tenerlo todo.
Todo pueden quitarnos:
hasta el silencio breve
que madura en los versos;
hasta el Dios que se asoma
temblando en nuestro fondo
(ese Dios al que obligan
a ser inteligente).
Guardan en el bolsillo
su entrada para el Cielo
-un lugar elegante,
de «gente conocida»-,
mientras otros estamos
de pie, haciendo cola.
Mientras nos empujamos,
mudos, ante la puerta.
Y hemos perdido todo,
y estamos como ciegos
frente a los luminosos
que anuncian la película.
Nadie nos mira nunca,
pero nos da vergüenza.
Matar a Platón ( fragmento)
No existe el infinito:
el infinito es la sorpresa de los límites.
Alguien constata su impotencia
y luego la prolonga más allá de la imagen, en la idea, y nace el infinito.
El infinito es el dolor
de la razón que asalta nuestro cuerpo.
No existe el infinito, pero sí el instante:
abierto, atemporal, intenso, dilatado, sólido;
en él un gesto se hace eterno.
Oveja perdida, ven
sobre mis hombros, que hoy
no sólo tu pastor soy,
sino tu pasto también.
Por descubrirte mejor
cuando balabas perdida,
dejé en un árbol la vida
donde me subió el amor;
si prenda quieres mayor,
mis obras hoy te la dan.
Pasto,
al fin, hoy tuyo hecho,
¿cuál dará mayor asombro,
o al traerte yo al hombro
o el traerme tú en el pecho?
Prendas son de amor estrecho
que aun los más ciegos las ven.
No volveré a ser joven
Que la
vida iba en serio Dejar
huella quería Pero ha
pasado el tiempo |
Vísperas de Granada: canción de la ciudad
Amo a los hombres que una luz futura
nutren
con los ardores de su vida
y
saben que el presente es la mentida
brasa
de una existencia no segura.
Los
que son faros en la noche oscura
para
la nave errada o sacudida;
los
que ponen ungüentos en la herida
y
dan alivio y paz, si no dan cura.
Los
que comparten mesa y agonías
y
duplican tus gozos y alegrías
y,
si te falta fe, te dan certeza.
Ellos,
que, si has caído, te levantan
y
sufren más que tú y que yo y que cantan
la vida por hacer y su belleza.
(Poemas de Granada, 1991)