miércoles, 8 de diciembre de 2021

"El cocodrilo" Felisberto Hernández

 


En una noche de otoño hacía calor húmedo y yo fui a una ciudad que me era casi desconocida; la poca luz de las calles estaba atenuada por la humedad y por algunas hojas de los árboles. Entré a un café que estaba cerca de una iglesia, me senté a una mesa del fondo y pensé en mi vida. Yo sabía aislar las horas de felicidad y encerrarme en ellas; primero robaba con los ojos cualquier cosa descuidada de la calle o del interior de las casas y después la llevaba a mi soledad. Gozaba tanto al repasarla que si la gente lo hubiera sabido me hubiera odiado. Tal vez no me quedara mucho tiempo de felicidad. Antes yo había cruzado por aquellas ciudades dando conciertos de piano; las horas de dicha habían sido escasas, pues vivía en la angustia de reunir gentes que quisieran aprobar la realización de un concierto; tenía que coordinarlos, influirlos mutuamente y tratar de encontrar algún hombre que fuera activo. Casi siempre eso era como luchar con borrachos lentos y distraídos: cuando lograba traer uno el otro se me iba. Además yo tenía que estudiar y escribirme artículos en los diarios.

Desde hacía algún tiempo ya no tenía esa preocupación: alcancé a entrar en una gran casa de medias para mujer. Había pensado que las medias eran más necesarias que los conciertos y que sería más fácil colocarlas. Un amigo mío le dijo al gerente que yo tenía muchas relaciones femeninas, porque era concertista de piano y había recorrido muchas ciudades: entonces, podría aprovechar la influencia de los conciertos para colocar medias.

El gerente había torcido el gesto; pero aceptó, no sólo por la influencia de mi amigo, sino porque yo había sacado el segundo premio en las leyendas de propaganda para esas medias. Su marca era “Ilusión”. Y mi frase había sido: “¿Quién no acaricia, hoy, una media Ilusión?”. Pero vender medias también me resultaba muy difícil y esperaba que de un momento a otro me llamaran de la casa central y me suprimieran el viático. Al principio yo había hecho un gran esfuerzo. (La venta de medias no tenía nada que ver con mis conciertos: y yo tenía que entendérmelas nada más que con los comerciantes). Cuando encontraba antiguos conocidos les decía que la representación de una gran casa comercial me permitía viajar con independencia y no obligar a mis amigos a patrocinar conciertos cuando no eran oportunos. Jamás habían sido oportunos mis conciertos. En esta misma ciudad me habían puesto pretextos poco comunes: el presidente del Club estaba de mal humor porque yo lo había hecho levantar de la mesa de juego y me dijo que habiendo muerto una persona que tenía muchos parientes, media ciudad estaba enlutada. Ahora yo les decía: estaré unos días para ver si surge naturalmente el deseo de un concierto; pero le producía mala impresión el hecho de que un concertista vendiera medias. Y en cuanto a colocar medias, todas las mañanas yo me animaba y todas las noches me desanimaba; era como vestirse y desnudarse. Me costaba renovar a cada instante cierta fuerza grosera necesaria para insistir ante comerciantes siempre apurados. Pero ahora me había resignado a esperar que me echaran y trataba de disfrutar mientras me duraba el viático.

De pronto me di cuenta que había entrado al café un ciego con un arpa; yo le había visto por la tarde. Decidí irme antes de perder la voluntad de disfrutar de la vida; pero al pasar cerca de él volví a verlo con un sombrero de alas mal dobladas y dando vuelta los ojos hacia el cielo mientras hacía el esfuerzo de tocar; algunas cuerdas del arpa estaban añadidas y la madera clara del instrumento y todo el hombre estaban cubiertos de una mugre que yo nunca había visto. Pensé en mí y sentí depresión.

Cuando encendí la luz en la pieza de mi hotel, vi mi cama de aquellos días. Estaba abierta y sus varillas niqueladas me hacían pensar en una loca joven que se entregaba a cualquiera. Después de acostado apagué la luz pero no podía dormir. Volví a encendería y la bombita se asomó debajo de la pantalla como el globo de un ojo bajo un párpado oscuro. La apagué en seguida y quise pensar en el negocio de las medias pero seguí viendo por un momento, en la oscuridad, la pantalla de luz. Se había convertido a un color claro; después, su forma, como si fuera el alma en pena de la pantalla, empezó a irse hacia un lado y a fundirse en lo oscuro. Todo eso ocurrió en el tiempo que tardaría un secante en absorber la tinta derramada.

Al otro día de mañana, después de vestirme y animarme, fui a ver si el ferrocarril de la noche me había traído malas noticias. No tuve carta ni telegrama. Decidí recorrer los negocios de una de las calles principales. En la punta de esa calle había una tienda. Al entrar me encontré en una habitación llena de trapos y chucherías hasta el techo. Sólo había un maniquí desnudo, de tela roja, que en vez de cabeza tenía una perilla negra. Golpeé las manos y en seguida todos los trapos se tragaron el ruido. Detrás del maniquí apareció una niña, como de diez años, que me dijo con mal modo:

-¿Qué quieres?

-¿Está el dueño?

-No hay dueño. La que manda es mi mamá.

-¿Ella no está?

-Fue a lo de doña Vicenta y viene en seguida.

Apareció un niño como de tres años. Se agarró de la pollera de la hermana y se quedaron un rato en fila, el maniquí, la niña y el niño. Yo dije:

-Voy a esperar.

La niña no contestó nada. Me senté en un cajón y empecé a jugar con el hermanito. Recordé que tenía un chocolatín de los que había comprado en el cine y lo saqué del bolsillo. Rápidamente se acercó el chiquilín y me lo quitó. Entonces yo me puse las manos en la cara y fingí llorar con sollozos. Tenía tapados los ojos y en la oscuridad que había en el hueco de mis manos abrí pequeñas rendijas y empecé a mirar al niño. Él me observaba inmóvil y yo cada vez lloraba más fuerte. Por fin él se decidió a ponerme el chocolatín en la rodilla. Entonces yo me reí y se lo di. Pero al mismo tiempo me di cuenta que yo tenía la cara mojada.

Salí de allí antes que viniera la dueña. Al pasar por una joyería me miré en un espejo y tenía los ojos secos. Después de almorzar estuve en el café; pero vi al ciego del arpa revolear los ojos hacia arriba y salí en seguida. Entonces fui a una plaza solitaria de un lugar despoblado y me senté en un banco que tenía enfrente un muro de enredaderas. Allí pensé en las lágrimas de la mañana. Estaba intrigado por el hecho de que me hubieran salido; y quise estar solo como si me escondiera para hacer andar un juguete que sin querer había hecho funcionar, hacía pocas horas. Tenía un poco de vergüenza ante mí mismo de ponerme a llorar sin tener pretexto, aunque fuera en broma, como lo había tenido en la mañana. Arrugué la nariz y los ojos, con un poco de timidez para ver si me salían las lágrimas; pero después pensé que no debería buscar el llanto como quien escurre un trapo; tendría que entregarme al hecho con más sinceridad; entonces me puse las manos en la cara. Aquella actitud tuvo algo de serio; me conmoví inesperadamente; sentí como cierta lástima de mí mismo y las lágrimas empezaron a salir. Hacía rato que yo estaba llorando cuando vi que de arriba del muro venían bajando dos piernas de mujer con medias “Ilusión” semibrillantes. Y en seguida noté una pollera verde que se confundía con la enredadera. Yo no había oído colocar la escalera. La mujer estaba en el último escalón y yo me sequé rápidamente las lágrimas; pero volví a poner la cabeza baja y como si estuviese pensativo. La mujer se acercó lentamente y se sentó a mi lado. Ella había bajado dándome la espalda y yo no sabía cómo era su cara. Por fin me dijo:

-¿Qué le pasa? Yo soy una persona en la que usted puede confiar…

Transcurrieron unos instantes. Yo fruncí el entrecejo como para esconderme y seguir esperando. Nunca había hecho ese gesto y me temblaban las cejas. Después hice un movimiento con la mano como para empezar a hablar y todavía no se me había ocurrido qué podría decirle. Ella tomó de nuevo la palabra:

-Hable, hable nomás. Yo he tenido hijos y sé lo que son penas.

Yo ya me había imaginado una cara para aquella mujer y aquella pollera verde. Pero cuando dijo lo de los hijos y las penas me imaginé otra. Al mismo tiempo dije:

-Es necesario que piense un poco.

Ella contestó:

-En estos asuntos, cuanto más se piensa es peor.

De pronto sentí caer, cerca de mí, un trapo mojado. Pero resultó ser una gran hoja de plátano cargada de humedad. Al poco rato ella volvió a preguntar:

-Dígame la verdad, ¿cómo es ella?

Al principio a mí me hizo gracia. Después me vino a la memoria una novia que yo había tenido. Cuando yo no la quería acompañar a caminar por la orilla de un arroyo -donde ella se había paseado con el padre cuando él vivía- esa novia mía lloraba silenciosamente. Entonces, aunque yo estaba aburrido de ir siempre por el mismo lado, condescendía. Y pensando en esto se me ocurrió decir a la mujer que ahora tenía al lado:

-Ella era una mujer que lloraba a menudo.

Esta mujer puso sus manos grandes y un poco coloradas encima de la pollera verde y se rió mientras me decía:

-Ustedes siempre creen en las lágrimas de las mujeres.

Yo pensé en las mías; me sentí un poco desconcertado, me levanté del banco y le dije:

-Creo que usted está equivocada. Pero igual le agradezco el consuelo.

Y me fui sin mirarla.

Al otro día, cuando ya estaba bastante adelantada la mañana, entré a una de las tiendas más importantes. El dueño extendió mis medias en el mostrador y las estuvo acariciando con sus dedos cuadrados un buen rato. Parecía que no oía mis palabras. Tenía las patillas canosas como si se hubiera dejado en ellas el jabón de afeitar. En esos instantes entraron varias mujeres; y él, antes de irse, me hizo señas de que no me compraría, con uno de aquellos dedos que habían acariciado las medías. Yo me quedé quieto y pensé en insistir; tal vez pudiera entrar en conversación con él, más tarde, cuando no hubiera gente; entonces le hablaría de un yuyo que disuelto en agua le teñiría las patillas. La gente no se iba y yo tenía una impaciencia desacostumbrada; hubiera querido salir de aquella tienda, de aquella ciudad y de aquella vida. Pensé en mi país y en muchas cosas más. Y de pronto, cuando ya me estaba tranquilizando, tuve una idea: “¿Qué ocurriría si yo me pusiera a llorar aquí, delante de toda la gente?”. Aquello me pareció muy violento; pero yo tenía deseos, desde hacía algún tiempo, de tantear el mundo con algún hecho desacostumbrado; además yo debía demostrarme a mí mismo que era capaz de una gran violencia. Y antes de arrepentirme me senté en una sillita que estaba recostada al mostrador; y rodeado de gente, me puse las manos en la cara y empecé a hacer ruido de sollozos. Casi simultáneamente una mujer soltó un grito y dijo: “Un hombre está llorando”. Y después oí el alboroto y pedazos de conversación: “Nena, no te acerques”… “Puede haber recibido alguna mala noticia”… “Recién llegó el tren y la correspondencia no ha tenido tiempo”… “Puede haber recibido la noticia por telegrama”… Por entre los dedos vi una gorda que decía: “Hay que ver cómo está el mundo. ¡Si a mí no me vieran mis hijos, yo también lloraría!”. Al principio yo estaba desesperado porque no me salían lágrimas; y hasta pensé que lo tomarían como una burla y me llevarían preso. Pero la angustia y la tremenda fuerza que hice me congestionaron y fueron posibles las primeras lágrimas. Sentí posarse en mi hombro una mano pesada y al oír la voz del dueño reconocí los dedos que habían acariciado las medias. Él decía:

-Pero compañero, un hombre tiene que tener más ánimo…

Entonces yo me levanté como por un resorte; saqué las dos manos de la cara, la tercera que tenía en el hombro, y dije con la cara todavía mojada:

-¡Pero si me va bien! ¡Y tengo mucho ánimo! Lo que pasa es que a veces me viene esto; es como un recuerdo…

A pesar de la expectativa y del silencio que hicieron para mis palabras, oí que una mujer decía:

-¡Ay! Llora por un recuerdo…

Después el dueño anunció:

-Señoras, ya pasó todo.

Yo me sonreía y me limpiaba la cara. En seguida se removió el montón de gente y apareció una mujer chiquita, con ojos de loca, que me dijo:

-Yo lo conozco a usted. Me parece que lo vi en otra parte y que usted estaba agitado.

Pensé que ella me habría visto en un concierto sacudiéndome en un final de programa; pero me callé la boca. Estalló conversación de todas las mujeres y algunas empezaron a irse. Se quedó conmigo la que me conocía. Y se me acercó otra que me dijo:

-Ya sé que usted vende medias. Casualmente yo y algunas amigas mías…

Intervino el dueño:

-No se preocupe, señora (y dirigiéndose a mí): Venga esta tarde.

-Me voy después del almuerzo. ¿Quiere dos docenas?

-No, con media docena…

-La casa no vende por menos de una…

Saqué la libreta de ventas y empecé a llenar la hoja del pedido escribiendo contra el vidrio de una puerta y sin acercarme al dueño. Me rodeaban mujeres conversando alto. Yo tenía miedo que el dueño se arrepintiera. Por fin firmó el pedido y yo salí entre las demás personas.

Pronto se supo que a mí me venía “aquello” que al principio era como un recuerdo. Yo lloré en otras tiendas y vendí más medias que de costumbre. Cuando ya había llorado en varias ciudades mis ventas eran como las de cualquier otro vendedor.

Una vez me llamaron de la casa central -yo ya había llorado por todo el norte de aquel país- esperaba turno para hablar con el gerente y oí desde la habitación próxima lo que decía otro corredor:

-Yo hago todo lo que puedo; ¡pero no me voy a poner a llorar para que me compren!

Y la voz enferma del gerente le respondió:

-Hay que hacer cualquier cosa; y también llorarles…

El corredor interrumpió:

-¡Pero a mí no me salen lágrimas!

Y después de un silencio, el gerente:

-¿Cómo, y quién le ha dicho?

-¡Sí! Hay uno que llora a chorros…

La voz enferma empezó a reírse con esfuerzo y haciendo intervalos de tos. Después oí chistidos y pasos que se alejaron.

Al rato me llamaron y me hicieron llorar ante el gerente, los jefes de sección y otros empleados. Al principio, cuando el gerente me hizo pasar y las cosas se aclararon, él se reía dolorosamente y le salían lágrimas. Me pidió, con muy buenas maneras, una demostración; y apenas accedí entraron unos cuantos empleados que estaban detrás de la puerta. Se hizo mucho alboroto y me pidieron que no llorara todavía. Detrás de una mampara, oí decir:

-Apúrate, que uno de los corredores va a llorar.

-¿Y por qué?

-¡Yo qué sé!

Yo estaba sentado al lado del gerente, en su gran escritorio; habían llamado a uno de los dueños, pero él no podía venir. Los muchachos no se callaban y uno había gritado: “Que piense en la mamita, así llora más pronto”. Entonces yo le dije al gerente.

-Cuando ellos hagan silencio, lloraré yo.

Él, con su voz enferma, los amenazó y después de algunos instantes de relativo silencio yo miré por una ventana la copa de un árbol -estábamos en un primer piso- , me puse las manos en la cara y traté de llorar. Tenía cierto disgusto. Siempre que yo había llorado los demás ignoraban mis sentimientos; pero aquellas personas sabían que yo lloraría y eso me inhibía. Cuando por fin me salieron lágrimas saqué una mano de la cara para tomar el pañuelo y para que me vieran la cara mojada. Unos se reían y otros se quedaban serios; entonces yo sacudí la cara violentamente y se rieron todos. Pero en seguida hicieron silencio y empezaron a reírse. Yo me secaba las lágrimas mientras la voz enferma repetía: “Muy bien, muy bien”. Tal vez todos estuvieron desilusionados. Y yo me sentía como una botella vacía y chorreada; quería reaccionar, tenía mal humor y ganas de ser malo. Entonces alcancé al gerente y le dije:

-No quisiera que ninguno de ellos utilizara el mismo procedimiento para la venta de medias y desearía que la casa reconociera mi… iniciativa y que me diera exclusividad por algún tiempo.

-Venga mañana y hablaremos de eso.

Al otro día el secretario ya había preparado el documento y leía: “La casa se compromete a no utilizar y a hacer respetar el sistema de propaganda consistente en llorar…” Aquí los dos se rieron y el gerente dijo que aquello estaba mal. Mientras redactaban el documento, yo fui paseándome hasta el mostrador. Detrás de él había una muchacha que me habló mirándome y los ojos parecían pintados por dentro.

-¿Así que usted llora por gusto?

-Es verdad.

-Entonces yo sé más que usted. Usted mismo no sabe que tiene una pena.

Al principio yo me quedé pensativo; y después le dije:

-Mire: no es que yo sea de los más felices; pero sé arreglarme con mi desgracia y soy casi dichoso.

Mientras me iba -el gerente me llamaba- alcancé a ver la mirada de ella: la había puesto encima de mí como si me hubiera dejado una mano en el hombro.





Cuando reanudé las ventas, yo estaba en una pequeña ciudad. Era un día triste y yo no tenía ganas de llorar. Hubiera querido estar solo, en mi pieza, oyendo la lluvia y pensando que el agua me separaba de todo el mundo. Yo viajaba escondido detrás de una careta con lágrimas; pero yo tenía la cara cansada.

De pronto sentí que alguien se había acercado preguntándome:

-¿Qué le pasa?

Entonces yo, como el empleado sorprendido sin trabajar, quise reanudar mi tarea y poniéndome las manos en la cara empecé a hacer los sollozos.

Ese año yo lloré hasta diciembre, dejé de llorar en enero y parte de febrero, empecé a llorar de nuevo después de carnaval. Aquel descanso me hizo bien y volví a llorar con ganas. Mientras tanto yo había extrañado el éxito de mis lágrimas y me había nacido como cierto orgullo de llorar. Eran muchos más los vendedores; pero un actor que representara algo sin previo aviso y convenciera al público con llantos…

Aquel nuevo año yo empecé a llorar por el oeste y llegué a una ciudad donde mis conciertos habían tenido éxito; la segunda vez que estuve allí, el público me había recibido con una ovación cariñosa y prolongada; yo agradecía parado junto al piano y no me dejaban sentar para iniciar el concierto. Seguramente que ahora daría, por lo menos, una audición. Yo lloré allí, por primera vez, en el hotel más lujoso; fue a la hora del almuerzo y en un día radiante. Ya había comido y tomado café, cuando de codos en la mesa, me cubrí la cara con las manos. A los pocos instantes se acercaron algunos amigos que yo había saludado; los dejé parados algún tiempo y mientras tanto, una pobre vieja -que no sé de dónde había salido- se sentó a mi mesa y yo la miraba por entre los dedos ya mojados. Ella bajaba la cabeza y no decía nada; pero tenía una cara tan triste que daban ganas de ponerse a llorar…

El día en que yo di mi primer concierto tenía cierta nerviosidad que me venía del cansancio; estaba en la última obra de la primera parte del programa y tomé uno de los movimientos con demasiada velocidad; ya había intentado detenerme; pero me volví torpe y no tenía bastante equilibrio ni fuerza; no me quedó otro recurso que seguir; pero las manos se me cansaban, perdía nitidez, y me di cuenta de que no llegaría al final. Entonces, antes de pensarlo, ya había sacado las manos del teclado y las tenía en la cara; era la primera vez que lloraba en escena.

Al principio hubo murmullos de sorpresa y no sé por qué alguien intentó aplaudir, pero otros chistaron y yo me levanté. Con una mano me tapaba los ojos y con la otra tanteaba el piano y trataba de salir del escenario. Algunas mujeres gritaron porque creyeron que me caería en la platea; y ya iba a franquear una puerta del decorado, cuando alguien, desde el paraíso me gritó:

-¡Cocodriiilooooo!!

Oí risas; pero fui al camerín, me lavé la cara y aparecí en seguida y con las manos frescas terminé la primera parte. Al final vinieron a saludarme muchas personas y se comentó lo de “cocodrilo”. Yo les decía:

-A mí me parece que el que me gritó eso tiene razón: en realidad yo no sé por qué lloro; me viene el llanto y no lo puedo remediar, a lo mejor me es tan natural como lo es para el cocodrilo. En fin, yo no sé tampoco por qué llora el cocodrilo.

Una de las personas que me habían presentado tenía la cabeza alargada; y como se peinaba dejándose el pelo parado, la cabeza hacía pensar en un cepillo. Otro de la rueda lo señaló y me dijo:

-Aquí, el amigo es médico. ¿Qué dice usted, doctor?

Yo me quedé pálido. Él me miró con ojos de investigador policial y me preguntó:

-Dígame una cosa: ¿cuándo llora más usted, de día o de noche?

Yo recordé que nunca lloraba en la noche porque a esa hora no vendía, y le respondí:

-Lloro únicamente de día.

No recuerdo las otras preguntas. Pero al final me aconsejó:

-No coma carne. Usted tiene una vieja intoxicación.

A los pocos días me dieron una fiesta en el club principal. Alquilé un frac con chaleco blanco impecable y en el momento de mirarme al espejo pensaba: “No dirán que este cocodrilo no tiene la barriga blanca. ¡Caramba! Creo que ese animal tiene papada como la mía. Y es voraz…”

Al llegar al Club encontré poca gente. Entonces me di cuenta que había llegado demasiado temprano. Vi a un señor de la comisión y le dije que deseaba trabajar un poco en el piano. De esa manera disimularía el madrugón. Cruzamos una cortina verde y me encontré en una gran sala vacía y preparada para el baile. Frente a la cortina y al otro extremo de la sala estaba el piano. Me acompañaron hasta allí el señor de la comisión y el conserje; mientras abrían el piano -el señor tenía cejas negras y pelo blanco- me decía que la fiesta tendría mucho éxito, que el director del liceo -amigo mío- diría un discurso muy lindo y que él ya lo había oído; trató de recordar algunas frases, pero después decidió que sería mejor no decirme nada. Yo puse las manos en el piano y ellos se fueron. Mientras tocaba pensé: “Esta noche no lloraré… quedaría muy feo… el director del liceo es capaz de desear que yo llore para demostrar el éxito de su discurso. Pero yo no lloraré por nada del mundo”.

Hacía rato que veía mover la cortina verde; y de pronto salió de entre sus pliegues una muchacha alta y de cabellera suelta; cerró los ojos como para ver lejos; me miraba y se dirigía a mí trayendo algo en una mano; detrás de ella apareció una sirvienta que la alcanzó y le empezó a hablar de cerca. Yo aproveché para mirarle las piernas y me di cuenta que tenía puesta una sola media; a cada instante hacía movimientos que indicaban el fin de la conversación; pero la sirvienta seguía hablándole y las dos volvían al asunto como a una golosina. Yo seguí tocando el piano y mientras ellas conversaban tuve tiempo de pensar: “¿Qué querrá con la media?… ¿Le habrá salido mala y sabiendo que yo soy corredor…? ¡Y tan luego en esta fiesta!”

Por fin vino y me dijo:

-Perdone, señor, quisiera que me firmara una media.

Al principio me reí; y en seguida traté de hablarle como si ya me hubieran hecho ese pedido otras veces. Empecé a explicarle cómo era que la media no resistía la pluma; yo ya había solucionado eso firmando una etiqueta y después la interesada la pegaba en la media. Pero mientras daba estas explicaciones mostraba la experiencia de un antiguo comerciante que después se hubiera hecho pianista. Ya me empezaba a invadir la angustia, cuando ella se sentó en la silla del piano, y al ponerse la media me decía:

-Es una pena que usted me haya resultado tan mentiroso… debía haberme agradecido la idea.

Yo había puesto los ojos en sus piernas; después los saqué y se me trabaron las ideas. Se hizo un silencio de disgusto. Ella, con la cabeza inclinada, dejaba caer el pelo; y debajo de aquella cortina rubia, las manos se movían como si huyeran. Yo seguía callado y ella no terminaba nunca. Al fin la pierna hizo un movimiento de danza, y el pie, en punta, calzó el zapato en el momento de levantarse, las manos le recogieron el pelo y ella me hizo un saludo silencioso y se fue.

Cuando empezó a entrar gente fui al bar. Se me ocurrió pedir whisky. El mozo me nombró muchas marcas y como yo no conocía ninguna le dije:

-Déme de esa última.

Trepé a un banco del mostrador y traté de no arrugarme la cola del frac. En vez de cocodrilo debía parecer un loro negro. Estaba callado, pensaba en la muchacha de la media y me trastornaba el recuerdo de sus manos apuradas.





Me sentí llevado al salón por el director del liceo. Se suspendió un momento el baile y él dijo su discurso. Pronunció varias veces las palabras “avatares” y “menester”. Cuando aplaudieron yo levanté los brazos como un director de orquesta antes de “atacar” y apenas hicieron silencio dije:

-Ahora que debía llorar no puedo. Tampoco puedo hablar y no puedo dejar por más tiempo separados los que han de juntarse para bailar-. Y terminé haciendo una cortesía.

Después de mi vuelta, abracé al director del liceo y por encima de su hombro vi la muchacha de la media. Ella me sonrió y levantó su pollera del lado izquierdo y me mostró el lugar de la media donde había pegado un pequeño retrato mío recortado de un programa. Yo me sentí lleno de alegría pero dije una idiotez que todo el mundo repitió:

-Muy bien, muy bien, la pierna del corazón.

Sin embargo yo me sentí dichoso y fui al bar. Subí de nuevo a un banco y el mozo me preguntó:

-¿Whisky Caballo Blanco?

Y yo, con el ademán de un mosquetero sacando una espada:

-Caballo Blanco o Loro Negro.

Al poco rato vino un muchacho con una mano escondida en la espalda:

-El Pocho me dijo que a usted no le hace mala impresión que le digan “Cocodrilo”.

-Es verdad, me gusta.

Entonces él sacó la mano de la espalda y me mostró una caricatura. Era un gran cocodrilo muy parecido a mí; tenía una pequeña mano en la boca, donde los dientes eran un teclado; y de la otra mano le colgaba una media; con ella se enjugaba las lágrimas.

Cuando los amigos me llevaron a mi hotel yo pensaba en todo lo que había llorado en aquel país y sentía un placer maligno en haberlos engañado; me consideraba como un burgués de la angustia. Pero cuando estuve solo en mi pieza, me ocurrió algo inesperado: primero me miré en el espejo; tenía la caricatura en la mano y alternativamente miraba al cocodrilo y a mi cara. De pronto y sin haberme propuesto imitar al cocodrilo, mi cara, por su cuenta, se echó a llorar. Yo la miraba como a una hermana de quien ignoraba su desgracia. Tenía arrugas nuevas y por entre ellas corrían las lágrimas. Apagué la luz y me acosté. Mi cara seguía llorando; las lágrimas resbalaban por la nariz y caían por la almohada. Y así me dormí. Cuando me desperté sentí el escozor de las lágrimas que se habían secado. Quise levantarme y lavarme los ojos; pero tuve miedo que la cara se pusiera a llorar de nuevo. Me quedé quieto y hacía girar los ojos en la oscuridad, como aquel ciego que tocaba el arpa.

 

Extracto de carta de Albert Camus a René Char

 


Querido René,

“Más envejezco y más encuentro que sólo podemos vivir con los seres que nos liberan, que nos aman con un afecto tan ligero de llevar como fuerte de comprobar. La vida hoy es demasiado dura, demasiado amarga, demasiado debilitante para que padezcamos aún nuevas servidumbres, venidas de quienes amamos. A fin de cuentas, moriríamos de pena, literalmente. Y es necesario que vivamos, que encontremos las palabras, el vínculo, la reflexión que funde una alegría, la alegría. Pues así soy su amigo, me gusta su felicidad, su libertad, su aventura, en una palabra, y quisiera ser para usted esa compañía de la que estar seguro, siempre.”


Rei Berroa ( (Dominicana, 1949)

 


Oiconologia

Tratar de hablar siempre menos.

Querer decir más cada vez.

Colocar los trofeos en el fuego

y asegurarse de que nadie los rescate

para ponerlos de nuevo en la vitrina

con su nula e impertinente vaciedad.

Guardar menos objetos, menos sombras,

pero alumbrar el día todo el día

y limpiar la oreja un poco más.

Dejar ya de rezar en alta voz

en nombre del Altísimo

y ordenar lápices, papeles, obsesiones en el nido,

de forma que reflejen su interior cacofonía

con el hoy, su aquí, nuestro mañana por hacer.

Ingerir cada vez menos,

digerir cada día más.

No poner tanto énfasis en los ayeres, lo vivido

y subrayar lo que se pueda resolver

hablando del enigma del minuto

en este constante matar o morir

con que agredimos a las horas cada ahora.

Dormir cada vez menos,

soñar cada día más.

Buscar cuanta se pueda soledad

y al entrar la noche, apagar

las luces del balcón para poder

alcanzar el astro con el ojo.

Envejece en la bodega el vino

para hacerse de crianza o de reserva;

que vino mal envejecido es vinagrio

que al paladar golpea e incomoda.

Ni levantado ni caído,

a ningún ángel rendirle culto, pero ser

indivisiblemente hombre en esta

misteriosa y angustiada humanidad.

Ignorar la razón de los achaques de la vida

y vivir sin pensar para nada

en el alivio de la muerte.

Tratar de hablar cada vez menos,

esperar pacientemente mi turno

para poder decir, quizás, cada día un poco más.

 

domingo, 14 de noviembre de 2021

"La estufa grande" de Leon Tolstoi

 


Un hombre tenía una espaciosa casa en la que había una gran estufa; no obstante, la familia de ese hombre no era numerosa: sólo su mujer y él. Cuando llegó el invierno el hombre empezó a encender la estufa y al cabo de un mes ya había quemado toda la leña. Ya no tenía nada que quemar, y hacía frío.

Entonces el hombre se puso a arrancar la cerca del patio, y alimentaba la estufa con esa madera. Cuando quemó toda la cerca, en la casa, que ya no tenía ningún amparo contra el viento, hizo aún más frío, y ya no había nada que quemar.

Entonces se subió arriba, arrancó el tejado y empezó a encender la estufa con esa madera; en la casa hizo más frío aún, y también la leña del tejado se acabó. Entonces el hombre empezó a desmontar el techo de la casa para alimentar la estufa. Un vecino vio lo que estaba haciendo y le dijo: «Pero ¿qué haces, vecino? ¿Te has vuelto loco? ¡Quitar el techo en pleno invierno! ¡Si lo haces os congelaréis los dos!». Pero el hombre dijo: «No, amigo: estoy quitando el techo para encender la estufa. Tenemos una estufa que, cuanta más madera consume, más frío hace». El vecino se echó a reír y dijo: «Bueno, y cuando hayas quemado el techo, ¿derribarás la casa? Entonces ya no tendrás dónde vivir y sólo te quedará la estufa, que estará fría».

«Ésa es mi desgracia –dijo el hombre–. Todos los vecinos tienen leña suficiente para todo el invierno; yo, en cambio, he quemado la cerca y la mitad de la casa y ni siquiera eso ha bastado.» El vecino dijo: «Lo único que tienes que hacer es reformar la estufa». Pero el hombre dijo: «Sé que tienes envidia de mi casa y de mi estufa porque son más grandes que las tuyas; por eso me aconsejas que no rompa nada». No escuchó a su vecino y quemó el techo y luego la casa; y después se fue a vivir entre extraños.

 

lunes, 8 de noviembre de 2021

El hombre del sur (relato corto de Roald Dahl)

 


Eran cerca de las seis. Fui al bar a pedir una cerveza y me tendí en una hamaca a tomar un poco el sol de la tarde.

Cuando me trajeron la cerveza, me dirigí a la piscina pasando por el jardín.

Era muy bonito, lleno de césped, flores y grandes palmeras repletas de cocos. El viento soplaba fuerte en la copa de las palmeras, y las palmas, al moverse, hacían un ruido parecido al fuego. Grandes racimos de cocos colgaban de las ramas.

Había muchas hamacas alrededor de la piscina, así como mesitas y toldos multicolores; hombres y mujeres bronceados por el sol estaban sentados aquí y allá en traje de baño. Dentro de la piscina multitud de chicos y chicas chapoteaban, gritando y jugando al water-polo, un poco en serio y un poco en broma.

Me quedé mirándolos. Las chicas eran unas inglesas del hotel en que me hospedaba. A los chicos no los conocía, pero parecían americanos, seguramente cadetes navales llegados en un barco militar que había anclado en el puerto aquella mañana.

Llegué hasta allí y me metí bajo un toldo amarillo donde había cuatro asientos vacíos, me serví la cerveza y me arrellané cómodamente con un cigarrillo entre los dedos.

Los marinos americanos congeniaban bien con las inglesas. Buceaban juntos bajo el agua y las hacían subir a la superficie cogiéndolas por las piernas.

En aquel momento distinguí a un hombrecillo de edad, que caminaba rápidamente por el mismo borde de la piscina. Llevaba un traje blanco, inmaculado, y caminaba muy aprisa, dando un saltito a cada paso. Llevaba en la cabeza un gran sombrero de paja e iba a lo largo de la piscina mirando a la gente y a las hamacas.

Se paró frente a mí y me sonrió, enseñándome dos hileras de dientes pequeños y desiguales, ligeramente deslustrados.

Yo también le sonreí.

—Perdón. ¿Me puedo sentar aquí?

—Claro —dije yo—, tome asiento.

Dio la vuelta a la silla y la inspeccionó para su seguridad. Luego se sentó y cruzó las piernas. Llevaba sandalias de cuero, abiertas, para evitar el calor.

—Una tarde magnífica —dijo—; las tardes son maravillosas aquí, en Jamaica.

No estaba yo seguro de si su acento era italiano o español, pero lo que sí sabía de cierto era que procedía de Sudamérica, y además se le veía viejo, sobre todo cuando se le miraba de cerca. Tendría unos sesenta y ocho o setenta años.

—Sí —dije yo—, esto es estupendo.

—¿Y quiénes son ésos? —pregunto yo—. No son del hotel, ¿verdad?

Señalaba a los bañistas de la piscina.

—Creo que son marinos americanos —le expliqué—, mejor dicho, cadetes.

—¡Claro que son americanos! ¿Quiénes si no iban a hacer tanto ruido? Usted no es americano, ¿verdad?

—No —dije yo—, no lo soy.

De repente uno de los cadetes americanos se detuvo frente a nosotros. Estaba completamente mojado porque acababa de salir de la piscina. Una de las inglesas le acompañaba.

—¿Están ocupadas estas sillas? —preguntó.

—No —contesté yo.

—¿Les importa que nos sentemos?

—No.

—Gracias —dijo.

Llevaba una toalla en la mano, y al sentarse sacó un paquete de cigarrillos y un encendedor. Le ofreció a la chica, pero ella rehusó; luego me ofreció a mí y acepté uno. El hombrecillo, por su parte, dijo:

—Gracias, pero creo que tengo un cigarro puro.

Sacó una pitillera de piel de cocodrilo y cogió un purito. Luego sacó una especie de navaja provista de unas tijerillas y cortó la punta del cigarro puro.

—Yo le daré fuego —dijo el muchacho americano, tendiéndole el encendedor.

—No se encenderá con este viento.

—Claro que se encenderá. Siempre ha ido bien. —El hombrecillo sacó el cigarro de su boca y dobló la cabeza hacia un lado, mirando al muchacho con atención.

—¿Siempre? —dijo casi deletreándolo.

—¡Claro! Nunca falla, por lo menos a mí nunca me ha fallado.

El hombrecillo continuó mirando al muchacho.

—Bien, bien, así que usted dice que este encendedor no falla nunca. ¿Me equivoco?

—Eso es —dijo el muchacho.

Tendría unos diecinueve o veinte años y su rostro, al igual que su nariz, era alargado. No estaba demasiado bronceado y su cara y su pecho estaban completamente llenos de pecas. Tenía el encendedor en la mano derecha, preparado para hacerlo funcionar.

—Nunca falla —dijo sonriendo porque ahora exageraba su anterior jactancia intencionadamente—, le prometo que nunca falla.

—Un momento, por favor.

La mano que sostenía el cigarro se levantó como si estuviera parando el tráfico. Tenía una voz suave y monótona; miraba al muchacho con insistencia.

—¿Qué le parece si hacemos una pequeña apuesta? —le dijo sonriendo—. ¿Apostamos sobre si enciende o no su mechero?

—Apuesto —dijo el chico—. ¿Por qué no?

—¿Le gusta apostar?

—Sí, siempre lo hago.

El hombre hizo una pausa y examinó su puro y debo confesar que a mí no me gustaba su manera de comportarse. Parecía querer sacar algo de todo aquello y avergonzar al muchacho. Al mismo tiempo, me pareció que se guardaba algún secreto para sí mismo

Miró de nuevo al americano y dijo despacio:

—A mí también me gusta apostar. ¿Por qué no hacemos una buena apuesta sobre esto? Una buena apuesta —repitió recalcándolo.

—Oiga, espere un momento —dijo el cadete—. Le apuesto veinticinco centavos o un dólar, o lo que tenga en el bolsillo; algunos chelines, supongo.

El hombrecillo movió su mano de nuevo.

—Óigame, nos vamos a divertir: hacemos la apuesta. Luego subimos a mi habitación del hotel al abrigo del viento y le apuesto a que usted no puede encender su encendedor diez veces seguidas sin fallar.

—Le apuesto a que puedo —dijo el muchacho americano.

—De acuerdo, entonces…, ¿hacemos la apuesta?

—Bien, le apuesto cinco dólares.

—No, no, hay que hacer una buena apuesta. Yo soy un hombre rico y deportivo. Ahora, escúcheme. Fuera del hotel está mi coche. Es muy bonito. Es un coche americano, de su país, un Cadillac…

—¡Oiga, oiga, espere un momento! —El chico se recostó en la hamaca y sonrió—. No puedo consentir que apueste eso, es una locura.

—No es una locura. Usted enciende su mechero y el Cadillac es suyo. Le gustaría tener un Cadillac, ¿verdad?



—Claro que me gustaría tener un Cadillac. —El cadete seguía sonriendo.

—De acuerdo, yo apuesto mi Cadillac.

—¿Y qué apuesto yo? —preguntó el americano.

El hombrecillo quitó cuidadosamente la vitola del cigarro todavía sin encender.

—Yo no le pido, amigo mío, que apueste algo que esté fuera de sus posibilidades. ¿Comprende?

—Entonces, ¿qué puedo apostar?

—Se lo voy a poner fácil. ¿De acuerdo?

—De acuerdo, póngamelo fácil.

—Tiene que ser algo de lo cual usted pueda desprenderse y que en caso de perderlo no sea motivo de mucha molestia. ¿Le parece bien?

—¿Por ejemplo?

—Por ejemplo, el dedo meñique de su mano izquierda.

—¿Mi qué? —dejó de reír el muchacho.

—Sí. ¿Por qué no? Si gana se queda con mi coche. Si pierde, me quedo con su dedo.

—No le comprendo. ¿Qué quiere decir quedarse con mi dedo?

—Se lo corto.

—¡Rayos y truenos! ¡Eso es una locura! Apuesto un dólar. El hombrecillo se reclinó en su asiento y se encogió de hombros.

—Bien, bien, bien —dijo—. No lo entiendo. Usted dice que su mechero se enciende, pero no quiere apostar. Entonces, ¿lo olvidamos?

El muchacho se quedó quieto mirando a los bañistas de la piscina. De repente se acordó de que tenía el cigarrillo entre sus dedos. Lo acercó a sus labios, puso las manos alrededor del encendedor y lo encendió. Al momento, apareció una pequeña llama amarillenta. El americano ahuecó las manos de tal forma que el viento no pudiera apagar la llama.

—¿Me lo deja un momento? —le dije.

—¡Oh, perdón! Me olvidé de que usted también tenía el cigarrillo sin encender.

Alargué la mano para coger el encendedor, pero se incorporó y se acercó para encendérmelo él mismo.

—Gracias —le dije. Él volvió a su sitio.

—¿Se divierte? ¿Lo pasa bien? —le pregunté.

—Estupendo —me contestó—, esto es precioso.

Hubo un silencio. Me di cuenta de que el hombrecillo había logrado perturbar al chico con su absurda proposición. Estaba sentado muy quieto, y era evidente que la tensión se iba apoderando de él. Empezó a moverse en su asiento, a rascarse el pecho, a acariciarse la nuca y finalmente puso las manos en las rodillas y empezó a tamborilear con los dedos. Pronto empezó a dar golpecitos con un pie, incómodo y nervioso.

—Bueno, veamos en qué consiste esta apuesta —dijo al fin—, usted dice que vamos a su cuarto y si mi mechero se enciende diez veces seguidas, gano un Cadillac. Si me falla una vez, entonces pierdo el dedo meñique de la mano izquierda. ¿Es eso?

—Exactamente, ésa es la apuesta.

—¿Qué hacemos si pierdo? ¿Deberé sostener mi dedo mientras usted lo corta?

—¡Oh, no! Eso no daría resultado. Podría ser que usted no quisiera darme su dedo. Lo que haríamos es atar una de sus manos a la mesa antes de empezar y yo me pondría a su lado con una navaja, dispuesto a cortar en el momento en que su encendedor fallase.

—¿De qué año es el Cadillac? —preguntó el chico.

—Perdón, no le entiendo.

—¿De qué año…, cuánto tiempo hace que tiene usted ese Cadillac?

—¡Oh! ¿Cuánto tiempo? Sí, es del año pasado, está completamente nuevo, pero veo que no es un jugador. Ningún americano lo es.

Hubo una pausa. El muchacho miró primero a la inglesa y luego a mí.

—Sí —dijo de pronto—. Apuesto.

—¡Magnífico! —El hombrecillo juntó las manos por un momento—, ¡Estupendo! Ahora mismo. Y usted, señor —se volvió hacia mí—, será tan amable de hacer de… ¿Cómo lo llaman ustedes? ¿Arbitro? ¿Juez?

Tenía los ojos muy claros, casi sin color, y sus pupilas eran pequeñas y negras.

—Bueno —titubeé yo—, esto me parece una tontería. No me gusta nada.

—A mí tampoco —dijo la inglesa. Era la primera vez que hablaba—. Considero esta apuesta estúpida y ridícula.

—¿Le cortará de veras el dedo a este chico si pierde? —pregunté yo.

—¡Claro que sí! Yo le daré el Cadillac si gana. Bueno, vamos a mi habitación. Se levantó.

—¿Quiere vestirse antes? —le preguntó.

—No —contestó el chico—. Iré tal como voy.

—Consideraría un favor que viniera usted con nosotros y actuara como árbitro. Se volvió hacia mí.

—Muy bien, iré. Pero no me gusta nada esta apuesta.

—Venga usted también —dijo a la chica—. Venga y mirará.

El hombrecillo se dirigió por el jardín hacia el hotel. Se le veía animado y excitado y al andar daba más saltitos que nunca.

—Vivo en el anexo —dijo—. ¿Quieren ver primero el coche? Está aquí.

Nos llevó hasta el aparcamiento del hotel y nos señaló un elegante Cadillac verde claro, aparcado en el fondo.

—Es aquel verde. ¿Le gusta?

—Es un coche precioso —contestó el cadete.

—Muy bien, vamos arriba y veamos si lo gana.

Le seguimos al anexo y subimos las escaleras. Abrió la puerta y entramos en una habitación doble, espaciosa, agradable. Había una bata de mujer a los pies de una de las camas.

—Primero tomaremos un martini —dijo tranquilamente.

Las bebidas estaban en una mesilla, dispuestas para ser mezcladas. Había una coctelera, hielo y muchos vasos. Empezó a preparar el martini.

Mientras tanto había hecho sonar la campanilla; se oyeron unos golpecitos en la puerta y apareció una doncella negra.

—¡Ah! —exclamó é! dejando la botella de ginebra.

Sacó del bolsillo una cartera y le dio una libra a la doncella.

—Me va a hacer un favor. Quédese con esto. Vamos a hacer un pequeño juego aquí. Quiero que me consiga dos…, no, tres cosas. Quiero algunos clavos; un martillo y un cuchillo de los que emplean los carniceros. Lo encontrará en la cocina. ¿Podrá conseguirlo?

—¡Un cuchillo de carnicero! —La doncella abrió mucho los ojos y dio una palmada con las manos—. ¿Quiere decir un cuchillo de carnicero de verdad?

—Sí, exactamente. Vamos, por favor, usted puede encontrarme esas cosas.

—Sí, señor, lo intentaré. Haré todo lo posible por conseguir lo que pide.

Después de estas palabras salió de la habitación.

El hombrecillo fue repartiendo los martinis. Los bebimos con ansiedad, el muchacho delgado y pecoso, vestido únicamente con el traje de baño; la chica inglesa, rubia y esbelta, que vestía un bañador azul claro y no dejaba de mirar al muchacho por encima de su vaso; el hombrecillo de ojos claros, con su traje blanco, inmaculado, que miraba a la chica del traje de baño azul claro. Yo no sabía qué hacer. La apuesta iba en serio y el hombre estaba dispuesto a cortar el dedo de su rival en caso de que perdiera. Pero, ¡diablos!, ¿y si el chico perdía? Tendríamos que llevarlo urgentemente al hospital en el Cadillac que no había podido ganar. Tendría gracia, ¿no es cierto?

En mi opinión, no habría por qué llegar a ese extremo.

—¿No les parece una apuesta muy tonta? —dije yo.

—Yo creo que es una buena apuesta —contestó el chico. Ya se había tomado un martini doble.

—Me parece una apuesta estúpida y ridícula —dijo la chica—. ¿Qué pasará si pierdes?

—No importa. Pensándolo un poco, no recuerdo haber usado jamás en mi vida el dedo meñique de mi mano izquierda. Aquí está. —El chico se cogió el dedo—. Y todavía no ha hecho nada por mí. ¿Por qué no voy a apostármelo? Yo creo que es una apuesta estupenda.

El hombrecillo sonrió y tomó la coctelera para volver a llenar los vasos.

—Antes de empezar —dijo— le entregaré al árbitro la llave del coche.

Sacó la llave de su bolsillo y me la dio.

—Los papeles de propiedad y del seguro están en el coche —añadió.

La doncella volvió a entrar. En una mano llevaba un cuchillo de los que usan los carniceros para cortar los huesos de la carne, y en la otra un martillo y una bolsita con clavos.

—¡Magnífico! ¿Lo ha conseguido todo? ¡Gracias, gracias! Ahora puede marcharse.

Esperó a que la doncella cerrara la puerta y entonces puso los objetos en una de las camas y dijo:

—Ahora nos prepararemos nosotros. Luego se dirigió al muchacho:

—Ayúdeme, por favor, a levantar esta mesa. La vamos a correr un poco.

Era una mesa de escritorio del hotel, una mesa corriente, rectangular, de metro veinte por noventa, con papel secante, plumas y papel. La pusieron en el centro de la habitación y retiraron las cosas de escribir.

—Ahora —dijo— lo que necesitamos es un cordel, una silla y los clavos.

Cogió la silla y la puso junto a la mesa. Estaba tan animado como la persona que organiza juegos en una fiesta infantil.

—Ahora hay que colocar los clavos.

Los clavó en la mesa con el martillo.

Ni el muchacho ni la chica ni yo nos movimos de donde estábamos. Con nuestros martinis en las mano?, observábamos el trabajo del hombrecillo. Le vimos clavar dos clavos en la mesa a quince centímetros de distancia.

No los clavó del todo; dejó que sobresaliera una pequeña parte. Luego comprobó su firmeza con los dedos.

«Cualquiera diría que este hijo de puta ya lo ha hecho antes —pensé yo—. No duda un momento. La mesa, los clavos, el martillo, el cuchillo de cocina. Sabe exactamente lo que necesita y cómo arreglarlo.»

—Ahora el cordel —dijo alargando la mano para cogerlo—, Muy bien, ya estamos listos. Por favor, ¿quiere sentarse? —le dijo al chico.

El muchacho dejó su vaso y se sentó.

—Ahora ponga la mano izquierda entre esos dos clavos para que pueda atársela donde corresponda. Así, muy bien. Bueno, ahora le ataré la mano a la mesa.

Puso el cordel alrededor de la muñeca del chico, luego lo pasó varias veces por la palma de la mano y lo ató fuertemente a los clavos. Hizo un buen trabajo. Cuando hubo terminado, al muchacho le era imposible despegar la mano de la mesa, pero podía mover los dedos.

—Por favor, cierre el puño, excepto el dedo meñique. Tiene que dejar ese dedo alargado sobre la mesa. ¡Excelente! ¡Excelente! Ahora ya estamos dispuestos. Coja el encendedor con su mano derecha…, pero ¡espere un momento, por favor!

Fue hacia la cama y cogió el cuchillo. Volvió y se puso junto a la mesa, empuñando con firmeza el arma cortante.

—¿Preparados? —dijo—. Señor arbitro, puede dar la orden de comenzar.

La inglesa estaba de pie, justo detrás del muchacho, sin decir una palabra. El chico estaba sentado sin moverse, con el encendedor en la mano derecha mirando el cuchillo. El hombrecillo me miraba.

—¿Está preparado? —le pregunté al muchacho.

—Preparado.
—¿Y usted? —al hombrecillo.

—Preparado también.

Levantó el cuchillo al aire y lo colocó a cierta distancia del dedo del chico, dispuesto a cortar. El muchacho le observaba sin mover un miembro de su cuerpo. Simplemente frunció las cejas y le miró ceñudamente.

—Muy bien —dije yo—, empiecen.

El muchacho me hizo una petición antes de comenzar:

—¿Quiere contar en voz alta el número de veces que lo enciendo? Por favor.

—Sí, lo haré.

Levantó la tapa del mechero y con el mismo dedo dio una vuelta a la ruedecita. La piedra chispeó y apareció una llama amarillenta.

—¡Uno! —dije yo.

No apagó la llama, sino que colocó la tapa en su sitio y esperó unos segundos antes de volverlo a encender.

Dio otra fuerte vuelta a la rueda y de nuevo apareció la pequeña llama al final de la mecha.

—¡Dos!

El silencio era total. El muchacho tenía los ojos puestos en el encendedor. El hombrecillo tenía el cuchillo en el aire y también miraba al encendedor.

—¡Tres!

—¡Cuatro!

—¡Cinco!

—¡Seis!

—¡Siete!

Desde luego era un mechero de los que funcionan a la perfección. La piedra chisporroteó y la mecha se encendió. Observé el pulgar bajar la tapa y apagar la llama. Luego, una pausa. El pulgar volvió a subirla otra vez. Era una operación de pulgar, este dedo lo hacía todo.

Respiré, dispuesto a decir ocho. El pulgar accionó la rueda, la piedra chispeó y la pequeña llama brilló de nuevo.

—¡Ocho! —dije yo al tiempo que se abría la puerta. Nos volvimos todos a la vez y vimos a una mujer en la puerta, una mujer pequeña y de pelo negro, bastante vieja, que se precipitó gritando:

—¡Carlos, Carlos!

Le agarró la muñeca y le cogió el cuchillo, lo arrojó a la cama, aferró al hombrecillo por las solapas de su traje blanco y lo sacudió vigorosamente, hablando al mismo tiempo aprisa y fuerte en un idioma que parecía español. Lo sacudía tan fuerte que no se le podía ver. Se convirtió en una línea difusa y móvil como el radio de una rueda.

Cuando paró y volvimos a ver al pequeño hombrecillo, ella le dio un empujón y lo tiró a una de las camas como si se tratara de un muñeco. Él se sentó en el borde y cerró los ojos, moviendo la cabeza para ver si todavía podía torcer el cuello.

—Lo siento —dijo la mujer—, siento mucho que haya pasado esto.

Hablaba un inglés bastante correcto.

—Es horrible —continuó ella—. Supongo que todo ha ocurrido por mi culpa. Le he dejado solo durante diez minutos para lavarme el cabello y ha vuelto a hacer de las suyas.

Se la veía disgustada y preocupada.

El muchacho se estaba desatando la mano de la mesa. La inglesa y yo no decíamos ni una palabra.

—Es una seria amenaza —dijo la mujer—. Donde nosotros vivimos ha cortado ya cuarenta y siete dedos a diferentes personas y ha perdido once coches. Últimamente le amenazaron con quitarle de en medio. Por eso lo traje aquí.

—Sólo habíamos hecho una pequeña apuesta —murmuró el hombrecillo desde la cama.

—Supongo que habrá apostado un coche —dijo la mujer.

—Sí —contestó el cadete—, un Cadillac.

—No tiene coche. Ese es el mío, y esto agrava las cosas —dijo ella—, porque apuesta lo que no tiene. Estoy avergonzada y lo siento muchísimo.

Parecía una mujer muy simpática.

—Bueno —dije yo—, aquí tiene la llave de su coche. La puse sobre la mesa.

—Sólo estábamos haciendo una pequeña apuesta —murmuró el hombrecillo.

—No le queda nada que apostar —dijo la mujer—, no tiene nada en este mundo, nada. En realidad, yo se lo gané todo hace ya muchos años. Me llevó mucho, mucho tiempo, y fue un trabajo muy duro, pero al final se, lo gané todo.

Miró al muchacho y sonrió tristemente. Luego alargó la mano para coger la llave que estaba encima de la mesa.

Todavía ahora recuerdo aquella mano: sólo le quedaba un dedo y el pulgar.