domingo, 25 de noviembre de 2018

Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959)




Su vida y la mía

Habito desde que nací en un hombre llamado Fernando Aramburu. No voy a quejarme. Hay desiertos peores. Este hombre me obliga a madrugar. Se ha ido metiendo en años. Tenía una melena que se le derramaba sobre los hombros. Hoy lleva, llevamos, los pensamientos al aire.
De niños, cenábamos a menudo pescado en la casa familiar. El padre, a un costado de la mesa, se inclina sobre el plato con su pedazo de pan. Yo he visto al padre de este hombre en que habito comer macarrones con pan. Pan con todo. Pan. Él mismo era un pedazo de pan. Y la madre está ahí delante, en un presente perenne. Es buena y lleva delantal. Nuestros alimentos saben sin excepción a modestia. En casa no hay libros, pero ya me voy a encargar yo de que los haya.
Este hombre que me envuelve me hacía leer, siendo yo muchacho, poemas y obras de teatro clásico (Lope, Tirso y demás) en voz alta, a todas horas. Mi madre entraba alarmada en la habitación, convencida de haber traído al mundo un hijo delirante. Me pillaba con Góngora, me pillaba con Rubén Darío. Andando el tiempo, se acostumbró a la presencia del lenguaje literario en el hogar. Mi silencioso padre se limitó a restregarme un pedazo de pan por la frente.
Luego fundamos el Grupo CLOC de Arte y Desarte. El hombre, yo y unos amigos. Pensábamos que, así como se hace literatura con los guijarros de la vida, podíamos hacer la vida con las llamas de la literatura. Albert Camus detuvo nuestras manos prestas a la rotura de cristales. Vivo desde entonces en un paisaje ético. Esto no nos libra del error ni a Aramburu ni a mí; pero todo, a fin de cuentas, se queda en la casa de la palabra, refugio del abrazo.
Contraje la poesía a edad temprana. La he combatido o, en todo caso, paliado con el humor. Estuvimos largo tiempo sin hablarnos. No la necesito menos que entonces; pero ya no bajo de noche, a oscuras, a proveerme de ella en las galerías del hombre que me abarca. La busco y a veces la encuentro en las páginas que otros escribieron.
Y un día Alemania succionó al hombre que me contiene. Din don, la puerta, una mujer. Es ella. Su sombra tenía la forma de un tren que atraviesa fronteras. Y allá fuimos, viajeros de una sombra hermosa, el hombre y yo. No sabíamos una palabra de vocales largas y breves, de declinaciones y otras intrincadas veredas gramaticales. Nos repartimos como buenos compañeros el amor. El tiempo hizo su parte: transcurrió. Y nosotros la nuestra: procreamos.
Este hombre me hace madrugar para cumplir a diario el sueño de un lejano adolescente que quería ser escritor. Llevamos tanto tiempo juntos que ya no sé si él es yo o yo soy él. Hemos acumulado otoños, libros y una muchedumbre de hojas caídas que forman un suelo de serenidad. Compartimos lo bueno y lo triste. Aún respiramos con los pulmones también compartidos.

del libro ... Autorretrato sin mi


sábado, 24 de noviembre de 2018

Ida Vitale (Montevideo, 1923)

Aclimatación

Primero te retraes,
te agostas,
pierdes alma en lo seco,
en lo que no comprendes,
intentas llegar al agua de la vida,
alumbrar una membrana mínima,
una hoja pequeña.
No soñar flores.
El aire te sofoca.
Sientes la arena
reinar en la mañana,
morir lo verde,
subir árido oro.
Pero, aún sin ella saberlo,
desde algún borde
una voz compadece, te moja
breve, dichosamente,
como cuando rozas
una rama de pino baja
ya concluida la lluvia.



Cambios

Puede cambiar la vida
sus ramas, como un árbol
cambia las suyas desde
el verde hasta el otoño.
Puede, pilar oscuro,
suplicio oscuro puede
recubrirse de frutos
como un mes de verano.
Ah puede también caer,
caer no sé hasta dónde,
como cae el poema,
o el amor en la noche,
hasta no sé qué fondo
duro y ciego y terrible,
tocando el agua madre
el manantial del miedo


Corta la vida o larga, todo

lo que vivimos se reduce
a un gris residuo en la memoria.
De los antiguos viajes quedan
las enigmáticas monedas
que pretenden valores falsos.
De la memoria sólo sube
un vago polvo y un perfume.
¿Acaso sea la poesía?




Fortuna


Por años, disfrutar del error
y de su enmienda,
haber podido hablar, caminar libre,
no existir mutilada,
no entrar o sí en iglesias,
leer, oír la música querida,
ser en la noche un ser como en el día.
No ser casada en un negocio,
medida en cabras,
sufrir gobierno de parientes
o legal lapidación.
No desfilar ya nunca
y no admitir palabras
que pongan en la sangre
limaduras de hierro.
Descubrir por ti misma
otro ser no previsto
en el puente de la mirada.
Ser humano y mujer, ni más ni menos.



domingo, 28 de octubre de 2018

Adolfo Bioy Casares (1914, 1999 Buenos Aires )


El humor en la literatura y en la vida 

 


La inteligencia, con la ayuda del tiempo, suele transformar la ira, el rencor o la congoja, en humorismo. Aunque hoy nadie se declare desprovisto del sentido del humor, los que miran con desagrado el humorismo no son pocos. En su fuero interno, buena parte de la sociedad tiene la convicción de que sobre ciertas cosas no se toleran bromas. A muchos, el humorista, sobre todo el satírico, les altera el estado de ánimo. “El mundo no es perfecto, pero prefiero que no me lo recuerden”, asegura esa gente, y envidia a los necios “porque a ellos les está permitida la felicidad”.
Desde luego hay humoristas que fomentan la irritación contra el humorismo. Son los de fuego graneado, de broma sobre broma. Las mujeres tienen poca paciencia con ellos; yo también.
En mi aprendizaje –qué digo, toda la vida es aprendizaje–, en mi juventud, arruiné algunos textos por la superposición de las bromas. Una amiga, docta en psicoanálisis, me previno: “El humorismo enfría. Interpone primero una distancia entre el autor y la situación y después entre la situación y el lector”. Tal vez alguna verdad haya en esto. Para peor, la intensidad es una de las más raras virtudes en literatura. No muy importante, pero rara.
Italo Svevo, minutos antes de morir, pidió un cigarrillo al yerno, que se lo negó. Svevo murmuró: “Sería el último”. No dijo esto patéticamente, sino como la continuación de una vieja broma; una invitación a reír como siempre de sus reiteradas resoluciones de abandonar el tabaco. Al referir al hecho, el poeta Umberto Saba observó que el humorismo es la más alta forma de la cortesía.
Yo acepté en el acto la explicación de Saba, pero cuando trataba de explicarla no me mostraba muy seguro. Después de un tiempo entendí. Un periodista amigo me había preguntado cuál era el sentido de mi obra. Acusé el golpe, como dicen los cronistas de boxeo, y alegué que tales aclaraciones no incumbían a un narrador; que si mis libros justificaban una respuesta, ya la darían los críticos, bien o mal. No habré quedado del todo satisfecho, porque esa noche, antes de dormirme, de nuevo pensé en la pregunta del periodista y me dije que un posible sentido para mis escritos sería el de comunicar al lector el encanto de las cosas que me inducen a querer la vida, a sentir mucha pereza y hasta pena de que pueda llegar la hora de abandonarla para siempre. Entonces recapacité que yo quizá no lograra comunicar ese encanto, porque el afán de lucidez con frecuencia me lleva a descubrir el lado absurdo de las cosas, y el afán de veracidad me impide callarlo. Mientras analizaba todo esto comprendí que el humorismo es cortés porque el señalar verdades recurre a la comicidad. Si muestra lo malo, mueve a risa, y cuando alguien recuerda la amarga verdad que dijimos, sonríe porque también recuerda cómo la echamos a la broma.
Un escritor, al que en cierta época traté asiduamente, era muy compañero de su madre. Cuando ésta murió quedó tristísimo y años después solía comentar cuánto extrañaba las conversaciones con ella. Sin embargo, en el momento en que la madre murió, ese hombre tuvo una visión cómica. Me refirió, en efecto, que a un lado y otro de la cama de su madre aparecieron, con trajes de etiqueta, su padre y el médico de la familia, que era un viejo amigo. Verlos ahí le conmovía, pero también le hacía gracia pensar en cómo se habrían ingeniado para echar mano de tan solemnes sacos negros y pantalones a rayas, y en la rapidez que tuvieron para vestirse. En ese instante, en que se abría para él un abismo de tristeza, no pudo menos que sonreír, porque esas dos personas tan queridas le recordaban a un tal Fregoli, un artista de variedades de los años veinte, famoso únicamente por su velocidad para cambiar de ropa. El escritor estaba preocupado por haber tenido esos pensamientos en aquella hora y me preguntó si el hecho no sugería que algo muy perverso había en él. Le contesté lo que pensaba: si uno se acostumbra a ver el lado cómico de las cosas, lo descubre en cualquier ocasión, aun en las más trágicas.
En tal sentido, si mis fuentes son veraces, Buster Keaton, el actor cómico, tuvo una muerte ejemplar. Alguien, junto a su cama de enfermo, observó: “Ya no vive”. “Para saberlo –respondió otro– hay que tocarle los pies. La gente muere con los pies fríos.” “Juana de Arco, no”, dijo Buster Keaton, y quedó muerto.

Desde las Cruzadas

Existe una rama del humorismo, proficuamente renovada año tras año, sobre la que no estoy informado como quisiera: la de los cuentos cómicos, las más veces políticos o pornográficos, de transmisión oral. Los hubo de Franz y Fritz, los hay de gallegos, de judíos, de argentinos... ¿El fenómeno ocurre en todos los países? ¿Desde cuándo? Si empezó en tiempos lejanos, ¿cómo eran, digamos, los cuentos de la época de las cruzadas? ¿Quiénes son los autores? (Algo sabemos: los autores no son vanidosos, no firman sus trabajos.) Como ejemplo del género recordaré el conocido cuento de la receta. Me dijeron que la versión uruguaya es así: “Mezcle bien, en porciones iguales, barro y bosta, y obtendrá un uruguayo; pero, atención: por poco que se exceda en la bosta, le sale un argentino”. En la Argentina circula el mismo cuento, pero referido a radicales y peronistas.
En una prestigiosa revista literaria leí la reflexión, apócrifa o auténtica, de una vieja señora que se había enterado de la teoría de Darwin. “¿Entonces descendemos del mono? Mi querida amiga, espero que no sea verdad, pero si es verdad espero que no se sepa.” Todavía más grata me parece la respuesta que, según refiere Baroja en sus Memorias, dio un andaluz cuando alguien le preguntó si era Gómez o Martínez: “Es igual. La cuestión es pasar el rato.”
Para concluir citaré palabras de un personaje de Jane Austen: “La gente comete locuras y estupideces para divertirnos y nosotros cometemos locuras y estupideces para divertir a la gente”. Un buen ejemplo de humorismo y una muy buena compasiva interpretación de la historia.

del libro " De las cosas maravillosas" de la editorial Temas al Margen

martes, 25 de septiembre de 2018

George Orwell ," Rebelion en la granja" extracto



"El hombre es el único ser que consume sin producir. No da leche, no pone huevos, es demasiado débil para tirar del arado y su velocidad ni siquiera le permite atrapar conejos. Sin embargo, es dueño y señor de todos los animales. Los hace trabajar, les da el mínimo necesario para mantenerlos y lo demás se lo guarda para él. Nuestro trabajo labora la tierra, nuestro estiércol la abona y, sin embargo, no existe uno de nosotros que posea algo más que su pellejo. Vosotras, vacas, que estáis aquí, ¿cuántos miles de litros de leche habéis dado este último año? ¿Y qué se ha hecho con esa leche que debía servir para criar terneros robustos? Hasta la última gota ha ido a parar al paladar de nuestros enemigos. Y vosotras, gallinas, ¿cuántos huevos habéis puesto este año y cuántos pollitos han salido de esos huevos? Todo lo demás ha ido a parar al mercado para producir dinero para Jones y su gente. Y tú, Clover, ¿dónde están estos cuatro potrillos que has tenido, que debían ser sostén y alegría de tu vejez? Todos fueron vendidos al año; no los volverás a ver jamás. Como recompensa por tus cuatro criaturas y todo tu trabajo en el campo, ¿qué has tenido, exceptuando tus escuálidas raciones y un pesebre? »Ni siquiera nos permiten alcanzar el término natural de nuestras míseras vidas. Por mí no me quejo, porque he sido uno de los afortunados. Tengo doce años y he tenido más de cuatrocientas criaturas. Tal es el destino natural de un cerdo. Pero al final ningún animal se libra del cruel cuchillo. Vosotros, jóvenes cerdos que estáis sentados frente a mí, cada uno de vosotros va a gemir por su vida dentro de un año. A ese horror llegaremos todos: vacas, cerdos, gallinas, ovejas; todos. Ni siquiera los caballos y los perros tienen mejor destino. Tú, Boxer, el mismo día que tus grandes músculos pierdan su fuerza, Jones te venderá al descuartizador, quien te cortará el pescuezo y te cocerá para los perros de caza. En cuanto a los perros, cuando están viejos y sin dientes, Jones les ata un ladrillo al pescuezo y los ahoga en el estanque más cercano. »¿No resulta entonces de una claridad meridiana, camaradas, que todos los males de nuestras vidas provienen de la tiranía de los seres humanos? Eliminad tan sólo al Hombre y el producto de nuestro trabajo nos pertenecerá. Casi de la noche a la mañana, nos volveríamos ricos y libres. Entonces, ¿qué es lo que debemos hacer? ¡Trabajar noche y día, con cuerpo y alma, para derrocar a la raza humana! Ése es mi mensaje, camaradas: ¡Rebelión! Yo no sé cuándo vendrá esa rebelión; quizá dentro de una semana o dentro de cien años; pero sí sé, tan seguro como veo esta paja bajo mis patas, que tarde o temprano se hará justicia. ¡Fijad la vista en eso, camaradas, durante los pocos años que os quedan de vida! Y, sobre todo, transmitid mi mensaje a los que vengan después, para que las futuras generaciones puedan proseguir la lucha hasta alcanzar la victoria. »Y recordad, camaradas: vuestra voluntad jamás deberá vacilar. Ningún argumento os debe desviar. Nunca hagáis caso cuando os digan que el Hombre y los animales tienen intereses comunes, que la prosperidad de uno es también la de los otros. Son mentiras. El Hombre no sirve los intereses de ningún ser exceptuando los suyos propios. Y entre nosotros los animales, que haya perfecta unidad, perfecta camaradería en la lucha. Todos los hombres son enemigos. Todos los animales son camaradas. En ese momento se produjo una tremenda conmoción. Mientras Mayor estaba hablando, cuatro grandes ratas habían salido de sus escondrijos y se habían sentado sobre sus cuartos traseros, escuchándolo. Los perros las divisaron repentinamente y sólo merced a una acelerada carrera hasta sus reductos lograron las ratas salvar sus vidas. Mayor levantó su pata para imponer silencio. —Camaradas —dijo—, aquí hay un punto que debe ser aclarado. Los animales salvajes, como los ratones y los conejos, ¿son nuestros amigos o nuestros enemigos? Pongámoslo a votación. »Yo planteo esta pregunta a la asamblea: ¿Son camaradas las ratas? Se pasó a votación inmediatamente, decidiéndose por una mayoría abrumadora que las ratas eran camaradas. Hubo solamente cuatro discrepantes: los tres perros y la gata, que, como se descubrió luego, habían votado por ambos lados. Mayor prosiguió: —Me resta poco que deciros. Simplemente insisto: recordad siempre vuestro deber de enemistad hacia el Hombre y su manera de ser. Todo lo que camine sobre dos pies es un enemigo. Lo que ande a cuatro patas, o tenga alas, es un amigo. Y recordad también que en la lucha contra el Hombre, no debemos llegar a parecernos a él. Aun cuando lo hayáis vencido, no adoptéis sus vicios. Ningún animal debe vivir en una casa, dormir en una cama, vestir ropas, beber alcohol, fumar tabaco, manejar dinero ni ocuparse del comercio. Todas las costumbres del Hombre son malas. Y, sobre todas las cosas, ningún animal debe tiranizar a sus semejantes. Débiles o fuertes, listos o ingenuos, todos somos hermanos. Ningún animal debe matar a otro animal. Todos los animales son iguales. »Y ahora, camaradas, os contaré mi sueño de anoche. No estoy en condiciones de describíroslo a vosotros. Era una visión de cómo será la tierra cuando el Hombre haya sido proscrito. Pero me trajo a la memoria algo que hace tiempo había olvidado. Muchos años ha, cuando yo era un lechoncito, mi madre y las otras cerdas acostumbraban a entonar una vieja canción de la que sólo sabían la tonada y las tres primeras palabras. Aprendí esa canción en mi infancia, pero hacía mucho tiempo que la había olvidado. Anoche, sin embargo, volvió a mí en el sueño. Y más aún, las palabras de la canción también; palabras que, tengo la certeza, fueron cantadas por animales de épocas lejanas y luego olvidadas durante muchas generaciones. Os cantaré esa canción ahora, camaradas. Soy viejo y mi voz es ronca, pero cuando Os haya enseñado la tonada podréis cantarla mejor que yo. Se llama «Bestias de Inglaterra». El viejo Mayor carraspeó y comenzó a cantar. Tal como había dicho, su voz era ronca, pero a pesar de todo lo hizo bastante bien; era una tonadilla rítmica, algo a medias entre «Clementina» y «La cucaracha». La letra decía así: 

¡Bestias de Inglaterra, bestias dé Irlanda! ¡Bestias de toda tierra y clima! ¡Oíd mis gozosas nuevas que cantan un futuro feliz! Tarde o temprano llegará la hora en la que la tiranía del Hombre sea derrocada y las ubérrimas praderas de Inglaterra tan sólo por animales sean holladas. De nuestros hocicos serán proscritas las argollas, de nuestros lomos desaparecerán los arneses. 
Bocados y espuelas serán presas de la herrumbre y nunca más crueles látigos harán oír su restallar. Más ricos que la mente imaginar pudiera, el trigo, la cebada, la avena, el heno, el trébol, la alfalfa y la remolacha serán sólo nuestros el día señalado. Radiantes lucirán los prados de Inglaterra y más puras las aguas manarán; más suave soplará la brisa el día que brille nuestra libertad. Por ese día todos debemos trabajar aunque hayamos de morir sin verlo. Caballos y vacas, gansos y pavos, ¡todos deben, unidos, por la libertad luchar! ¡Bestias de Inglaterra, bestias de Irlanda! ¡Bestias de todo país y clima! 
¡Oíd mis gozosas nuevas que cantan un futuro feliz! 

El ensayo de esta canción puso a todos los animales en la más salvaje excitación. Poco antes de que Mayor hubiera finalizado, ya se habían lanzado todos a cantarla. Hasta el más estúpido había retenido la melodía y parte de la letra, mientras que los más inteligentes, como los cerdos y los perros, aprendieron la canción en pocos minutos. Poco más tarde, con ayuda de varios ensayos previos, toda la granja rompió a cantar «Bestias de Inglaterra» al unísono. Las vacas la mugieron, los perros la aullaron, las ovejas la balaron, _los caballos la relincharon, los patos la graznaron. Estaban tan contentos con la canción que la repitieron cinco veces seguidas y habrían continuado así toda la noche de no haber sido interrumpidos. Desgraciadamente, el alboroto armado despertó al señor Jones, que saltó de la cama creyendo que había un zorro merodeando en los corrales. Tomó la escopeta, que estaba permanentemente en un rincón del dormitorio, y disparó un tiro en la oscuridad. Los perdigones se incrustaron en la pared del granero y la sesión se levantó precipitadamente. Cada cual huyó hacia su lugar de dormir. Las aves saltaron a sus palos, los animales se acostaron en la paja y en un instante toda la granja estaba durmiendo"

lunes, 24 de septiembre de 2018

Contra la poesía de Witold Gombrowicz





Conferencia pronunciada el 28 de agosto de 1947 en el centro cultural
Fray Mocho de Buenos Aires. Publicada en la revista Ciclón de La Habana en 1955.

Sería más razonable de mi parte no meterme en temas drásticos porque me encuentro en desventaja. Soy un forastero totalmente desconocido, carezco de autoridad y mi castellano es un niño de pocos años que apenas sabe hablar. No puedo hacer frases potentes, ni ágiles, ni distinguidas, ni finas, pero ¿quién sabe si esta dieta obligatoria no resultará buena para la salud? A veces me gustaría mandar a todos los escritores del mundo al extranjero, fuera de su propio idioma y fuera de todo ornamento y filigranas verbales, para comprobar qué quedará de ellos entonces. Cuando uno carece de medios para realizar un estudio sutil, bien enlazado verbalmente, sobre, por ejemplo, las rutas de la poesía moderna, empieza a meditar acerca de esas cosas de modo más sencillo, casi elemental y, a lo mejor, demasiado elemental.
No cabe duda de que la tesis de esta nota: que los versos no gustan a casi nadie y que el mundo de la poesía versificada e un mundo ficticio falsificado, parecerá desesperadamente  infantil; y, sin embargo, confieso que los versos no me gustan y hasta me aburren un poco. Lo interesante es que no soy un ignorante absoluto en cuestiones artísticas ni tampoco me falta la sensibilidad poética; y cuando la poesía aparece mezclada con otros elementos, más crudos y prosaicos, por ejemplo en los dramas de Shakespeare, en las obras de Dostoievski, de Pascal, o, sencillamente en el crepúsculo cotidiano, tiemblo como cualquier mortal. Lo que difícilmente aguanta mi naturaleza es el extracto farmacéutico y depurado de la poesía que se llama "poesía pura" y, sobre todo, cuando aparece versificada. Me cansa el canto monótono de esos versos, siempre elevado, me adormecen el ritmo y la rima, me extraña dentro del vocabulario poético cierta "pobreza dentro de la nobleza" (rosas, amor, noche, lirios), y a veces sospecho que todo ese modo de expresión y todo el grupo social que a él se dedica padecen de algún defecto básico. Yo mismo creía al principio que esto se debía a una particular deficiencia de mi "sensibilidad poética" pero cada vez tomo menos en serio los slogans que abusan de nuestra credulidad. No hay cosa más instructiva que la experiencia y por eso empecé a realizar algunas muy curiosas: leía cualquier poema alterando intencionalmente su orden de tal suerte que se convertía en un absurdo y ninguno de mis oyentes (finos y cultos, por cierto, y fervientes admiradores de aquel poeta) advertía la treta; o, analizando en forma detallada el texto de un poema más extenso, comprobaba con asombro que los "admiradores" ni siquiera lo habían leído completo. ¿Cómo puede ser esto entonces? ¿Admirarlo tanto y no leerlo? ¿Gozar tanto de la "precisión matemática" de las palabras y no percibir una fundamental alteración en el orden de la expresión? Pero lo que pasa es que todo este cúmulo de ficticios goces, admiraciones y deleites está basado sobre un convenio de mutua discreción: cuando alguien declara que le encanta la poesía de Valéry es mejor no acosarlo demasiado con indiscretas investigaciones, porque entonces se pondría en evidencia una realidad tan distinta de todo lo que nos imaginamos, y tan sarcástica, que nos sentiríamos sumamente molestos. El que deja por un momento las conversaciones del juego artístico, enseguida tropieza con un enorme montón de ficciones y falsificaciones, cual un escolástico escapado de los principios aristotélicos. Me encontré, pues, cara a cara con el siguiente dilema: miles de hombres hacen versos; otros miles les demuestran gran admiración; grandes genios se expresan por medio del verso; desde tiempos inmemoriales el poeta y los versos son venerados; y frente a esa montaña de gloria: yo, con mi convicción de que la misa poética se efectúa en el vacío casi completo. ¡Valor, señores! En vez de huir de ese hecho expresamente, tratemos de buscar sus causas como si fuese un hecho como cualquier otro. ¿Por qué no me gusta la poesía pura? Por las mismas razones por las cuales no me gusta el azúcar "puro". El azúcar encanta cuando lo tomamos junto con el café, pero nadie se comería un plato de azúcar: sería ya demasiado. Es el exceso lo que cansa en la poesía: exceso de la poesía, exceso de palabras poéticas, exceso de metáforas, exceso de nobleza, exceso de depuración y de condensación que asemejan los versos a un producto químico. ¿Cómo hemos llegado a este grado de exceso? Cuando un hombre se expresa en forma natural, es decir en prosa, su habla abarca una gama infinita de elementos que reflejan su naturaleza entera; pero he aquí que vienen los poetas y proceden a eliminar gradualmente del habla humana todo elemento apoético, en vez de hablar empiezan a cantar y de hombres se convierten en bardos y vates, consagrándose única y exclusivamente al canto. Cuando un trabajo semejante de depuración y eliminación se mantiene durante siglos llégase a una síntesis tan perfecta que no quedan más que unas pocas notas y la monotonía tiene que invadir forzosamente el campo del mejor poeta. El estilo se deshumaniza; el poeta no toma como punto de partida la sensibilidad del hombre común sino la de otro poeta, una sensibilidad "profesional" y, entre los profesionales, se crea un lenguaje tan inaccesible como los otros dialectos técnicos; y, subiendo unos sobre los hombros de otros, forman una pirámide cuya punta ya se pierde en el cielo, mientras nosotros nos quedamos abajo algo confundidos. Pero lo más importante es que todos ellos se vuelven esclavos de su instrumento porque esa forma es ya tan rígida y precisa, sagrada y consagrada que deja de ser un medio de expresión: y podemos definir al poeta profesional como un ser que no se puede expresar a sí mismo porque tiene que expresar los versos. Por más que se diga que el arte es una especie de clave, que el arte de la poesía consiste precisamente en lograr una infinidad de matices con pocos elementos, tales y parecidos argumentos no ocultarán el primordial fenómeno de que con la máquina del verbo poético ha ocurrido lo mismo que con todas las demás máquinas, pues en vez de servir a su dueño se ha convertido en un fin en sí; y, francamente, una reacción contra ese estado de cosas parece aún más justificada aquí que en otros campos porque aquí estamos en el terreno del humanismo par excellence. 



Existen dos formas de humanismo básicas y diametralmente opuestas: una que podríamos llamar "religiosa" que coloca al hombre de rodillas ante la obra cultural de la humanidad y otra, laica, que trata de recuperar la soberanía del hombre frente a sus dioses y sus musas. El abuso de cualquiera de estas formas tiene que provocar una reacción y es cierto que una reacción así contra la poesía sería hoy totalmente justificada porque, de vez en cuando, hay que parar por un momento la producción cultural para ver si lo que producimos tiene todavía alguna vinculación con nosotros. Posiblemente los que han tenido la oportunidad de leer algún texto artístico mío se sentirán extrañados por lo que digo, ya que soy en apariencia un autor típicamente moderno, difícil, complicado y aun a veces −quien sabe− aburrido. Pero, téngase en cuenta que yo no aconsejo a nadie prescindir de la perfección ya alcanzada, sino que considero que esta perfección, este aristocrático hermetismo del arte debe ser compensado de algún modo y que, por ejemplo, cuanto más el artista es refinado, tanto más debe tomar en cuenta a los hombres menos refinados y cuanto más es idealista tanto más debe ser realista. Este equilibrio a base de compensaciones y antinomias es el fundamento de todo buen estilo, más, en los poemas no lo encontraremos, y tampoco se puede notar en la prosa moderna influenciada por el espíritu de la poesía. Libros como La muerte de Virgilio, de Hermann Broch o aun el celebrado Ulises de Joyce resultan imposibles de leer por ser demasiado "artísticos". Todo allí es perfecto, profundo, grandioso, elevado y, al mismo tiempo, nada nos interesa porque sus autores no lo han escrito para nosotros sino para el Dios del Arte. Pero la poesía pura además de constituir un estilo hermético y unilateral, constituye también un mundo hermético. Y sus debilidades aparecen con más crudeza aún, cuando se contempla el mundo de los poeta sen su aspecto social. Los poetas escriben para los poetas. Los poetas son los que rinden homenaje a su propio trabajo y todo este mundo se parece mucho a cualquier otro de los tantos y tantos mundos especializados y herméticos que dividen la sociedad contemporánea. Los ajedrecistas consideran el ajedrez como la cumbre de la creación humana, tienen sus jerarquías, hablan de Capablanca como los poetas hablan de Mallarmé y, mutuamente, se rinden todos los honores. Pero el ajedrez es un juego mientras que la poesía es algo más serio y lo que resulta simpático en los ajedrecistas, en los poetas es signo de una mezquindad imperdonable. La primera consecuencia del aislamiento social de los poetas es que en el mundo poético todo se hincha, y aún los creadores mediocres llegan a adquirir dimensiones apocalípticas y, por el mismo motivo, los problemas de poca monta cobran una trascendencia que asusta. Hace tiempo hubo entre los poetas una gran polémica sobre la famosa cuestión de las asonancias y parecía que la suerte del universo dependía del hecho de si es posible rimar "espesura" y "susurran". Es lo que sucede cuando el espíritu gremial domina al universal. La segunda consecuencia es aún más desagradable: el poeta no sabe defenderse de sus enemigos. Y así vemos cómo en el terreno personal y social se pone en evidencia la misma estrechez de estilo que hemos mencionado más arriba. El estilo no es otra cosa sino una actitud espiritual frente al mundo, pero hay varios y el mundo de un zapatero o de un militar tiene poco que ver con el mundo de los versos: como los poetas viven entre ellos y entre ellos forman su estilo, eludiendo todo contacto con ambientes distintos, quedan dolorosamente indefensos frente a los que no comparten sus credos. Lo único que son capaces de hacer, cuando se ven atacados es afirmar que la poesía es un don de los dioses, indignarse contra el profano o lamentarse por la barbarie de nuestros tiempos lo que, por cierto, resulta bastante gratuito. El poeta se dirige sólo a aquel que ya está compenetrado con la poesía, es decir a uno que ya es poeta, pero esto es como si un cura endilgara su sermón a otro cura. ¡Cuánta más importancia tiene, sin embargo, para nuestra formación el enemigo que el amigo! Sólo frente al enemigo podemos verificar plenamente nuestra razón de ser y sólo él nos procura la clave de nuestros puntos débiles y nos pone el sello de la universalidad. ¿Por qué, entonces, los poetas huyen ante el choque salvador? Ah, porque carecen de medios, de actitud, de estilo para afrontarlo. ¿Y por qué les faltan estos medios? Ah, porque eluden el choque...La más seria dificultad de orden personal y social que debe afrontar el poeta proviene de que él, considerándose superior como sacerdote de la poesía, se dirige a sus oyentes desde más arriba; pero los oyentes no siempre reconocen su derecho a la superioridad y no quieren oírlo desde abajo. Cuanto más aumenta el número de personas que ponen en duda el valor de los poemas y faltan el respeto al culto, tanto más delicada y cercana al ridículo se vuelve la actitud del vate. Mas, por otra parte, crece también el número de los poetas, y a todos los excesos de la poesía ya enumerados hay que añadir el exceso de bardos y el exceso de versos. Estas ultrademocráticas cifras minan desde el interior la aristocrática y orgullosa actitud del mundo de los poetas y nada más comprometedor, en ese sentido, que cuando se los ve a todos reunidos, por ejemplo, en un congreso: una muchedumbre de seres excepcionales. Un artista que en verdad se preocupe por la forma buscaría alguna salida a este callejón, porque sin duda estos problemas en apariencia sólo personales están estrechamente vinculados con el arte y la voz del poeta no suena bien, ni puede ser seria y convincente mientras él mismo quede ridiculizado por tales contrastes. Un artista creador y vital no vacilaría en cambiar totalmente de actitud y, por ejemplo, él desde abajo se dirigiría a la gente: como el que pide el favor de ser reconocido y aceptado o como el que canta pero al mismo tiempo sabe que aburre. Podría también proclamar públicamente esas antinomias y escribir sus versos sin estar satisfecho de ellos y anhelando ser cambiado y renovado por el choque regenerador con los demás hombres. Pero no es posible exigir tanto a los que dedican toda su energía a la "depuración" de su rima. Los poetas siguen agarrándose febrilmente a una autoridad que no tienen y embriagándose a sí mismos con la ilusión del poder. ¡Qué ilusos! De cada diez poemas uno por lo menos cantará el poder del Verbo y la elevada misión del Poeta lo que, justamente, demuestra que el Verbo y la Misión están en peligro... y los estudios o reseñas sobre poesía nos procuran una rara impresión: porque su inteligencia, sutileza y finura están en contraste con el tono que es a la vez ingenuo y pretencioso.




 Todavía no han comprendido los poetas que de la poesía no se puede hablar en tono poético y por eso sus revistas están llenas de poetizaciones sobre la poesía muy a menudo horripilantes por su estéril malabarismo verbal. A esos pecados mortales contra el estilo los lleva el temor que sienten ante la realidad y la necesidad de encontrar a toda costa una afirmación de su quebrantado prestigio. La ceguera voluntaria se nota también en ese simplismo tremendo en que caen hombres, por otra parte muy inteligentes, cuando se trata de su suerte. Muchos poetas pretenden salvarse de las dificultades expuestas más arriba declarando que ellos escriben sólo para sí mismos, para su propio goce estético aunque al mismo tiempo hacen lo posible por publicar sus obras. Otros buscan la salvación en el marxismo y afirman con toda seriedad que el pueblo es capaz de asimilar sus refinadísimos y difíciles poemas, productos de siglos de cultura. Ahora la mayoría de los poetas cree firmemente en la repercusión social de los versos y nos dirán extrañados: "Pero cómo puede usted dudar... Vea las muchedumbres que asisten a cada recital poético. ¡Cuántas ediciones se publican! Cuánto se escribe sobre la poesía y cuán admirados son los que conducen a los pueblos por el camino de la Belleza."No se les ocurre pensar que en un recital poético es casi imposible asimilar un verso (porque no basta escuchar un verso moderno una sola vez para entenderlo), que miles de libros se compran para no ser leídos nunca, que los que escriben en los periódicos sobre poesía son poetas y que los pueblos admiran sus poetas porque necesitan mitos. No se dan cuenta que si las escuelas no enseñasen a los niños el culto de los poetas en sus tristes y tan formales clases de idioma nacional y si este culto no se mantuviera todavía por inercia entre los adultos nadie, fuera de unos pocos aficionados, se interesaría en ellos. No quieren ver que esa supuesta admiración por el canto versificado es en realidad el resultado de muchos factores como la tradición, la imitación y, aún otros, como el sentimiento religioso o la afición deportiva (porque asistimos a un recital poético del mismo modo que a una misa −sin comprenderlo− y sólo cumpliendo un acto de presencia frente a un rito; y porque nos interesa la carrera de los poetas hacia la gloria así como nos interesan las carreras de caballos); no, ese complicado proceso de la reacción de las multitudes se reduce para ellos a la fórmula: "el verso encanta porque es bello..." Que me disculpen los poetas. Yo no los ataco para molestarlos y gustoso tributaré homenaje a los altos valores personales de muchos de ellos; sin embargo ya se ha colmado el cáliz de sus pecados. Hay que abrir las ventanas de esta hermética casa y sacar sus habitantes al aire fresco, hay que sacudir la pesada, majestuosa y rígida forma que los abruma. Poco me importa que digáis pestes de mí y de mi nota. ¿Acaso puedo esperar que aceptéis un juicio que os quita la razón de ser? Y, además, mis palabras están destinadas a la nueva generación. El mundo se vería en situación desesperada si cada año no entrase un nuevo contingente de seres humanos, frescos, libres del pasado, no comprometidos con nadie ni con nada, no paralizados por puestos, glorias, obligaciones y responsabilidades, seres, en fin, no definidos por lo que ya han hecho y, por lo tanto, libres para elegir.


domingo, 23 de septiembre de 2018

Pedro Lastra (Quillota, Chile, 1932)



Mano tendida
 ¿Quién te exilió de mí, o me exilié yo mismo
como de mi tierra?
Fue un día lobo, un día tigre fue
de oscuras madrigueras,
o acaso un día halcón,
ave de presa y no de cetrería
que te diera el alcance y te trajera
a mi mano tendida.
Se borraron las líneas de esa mano
esperándote.
Hoy vuelves a grabarlas
con un poco de sangre.



Copla

Dolor de no ver juntos
lo que ves en tus sueños

Ya hablaremos de nuestra juventud

Ya hablaremos de nuestra juventud,
ya hablaremos después, muertos o vivos
con tanto tiempo encima,
con años fantasmales que no fueron los nuestros
y días que vinieron del mar y regresaron
a su profunda permanencia.

Ya hablaremos de nuestra juventud
casi olvidándola,
confundiendo las noches y sus nombres,
lo que nos fue quitado, la presencia
de una turbia batalla con los sueños.

Hablaremos sentados en los parques
como veinte años antes, como treinta años antes,
indignados del mundo,
sin recordar palabra, quiénes fuimos,
dónde creció el amor,
en qué vagas ciudades habitamos.

Paraísos

El niño que construye
en el mundo visible
su pequeño paraíso

velozmente

se adelanta a los días
e instala en su memoria
el paraíso perdido

Leve canción

Mientras espero tu llegada
las aves sobrevuelan el jardín silencioso:
ellas también te esperan,
con sus alas dibujan tu figura
y te veo venir por un claro del bosque
junto al agua real
encantada por pájaros más veloces que el sueño.




Nostradamus

El futuro no es lo que vendrá
(de eso sabemos más de lo que él mismo cree)
el futuro es la ausencia
que seremos tú y yo
la ausencia que ya somos
este vacío
que ahora mismo se empecina en nosotros.



Adagio

¿Cómo llegué hasta aquí?
Veo muertos
que alimentan la lluvia:
es su trabajo.
Solo yo ignoro el mío en este valle
de arenas corrosivas
que el agua lleva y trae
lentamente,
y destruyen la casa
en donde sigo inmóvil
escuchando
el rumor de allá afuera:
no me deja dormir,
tampoco recordar
o saber
cómo llegué hasta aquí,
cómo puedo salir.

Dibujo tomado del blog https://diazmartinez.wordpress.com/2012/08/18/pedro-lastra-poemas/

Asombros y extrañezas

I

Misterio tras misterio nos rodean,
así el viento y la nube,
el subir silencioso de la savia
por las ramas del árbol,
el oficio secreto de los cuerpos vivientes
o el cantar dialogante de los pájaros,
y sus apariciones
y desapariciones.

II

Y esto pudimos aprender de una vez:
la memoria
ni odia ni ama.
En su ir y venir todo lo ve,
los placeres fugaces
y los días crueles,
las tierras arrasadas.

III

Nadie quiera soñar con la muerte,
porque en ella no habrá ni una imagen
del sueño de los días.


domingo, 16 de septiembre de 2018

Ricardo Molinari ( Buenos Aires 1898 , 1996 )




Cuando me hablan de ti, es como si me perfumaran la cara...

Cuando me hablan de ti, es como si me perfumaran la cara
con una hoja de mirto. Ya estoy tan seguro de que te quiero,
que a veces quito
mis ojos de la luz para que atraviesen la noche por el cielo.
el cielo.

Los jardines saben el nombre de tu río
y el de los antílopes que lo cruzan jugando entre el agua;
ninguno habrá que no lo haya sentido
fluir, humedeciéndome la boca,
en la mañana, o al caer la tarde,
sobre el aliento perezoso
de las flores.



Helada en su corona de deseo

Helada en su corona de deseo
quién la verá, perfume de otro día,
ramo de aire perdido, todavía.
Espacio, luz de amor, lengua de aseo.
Terrible, incomparable, alta la veo
quebrar la espuma insomne -alma mía-,
en su sabor hallando la alegría,
el sonido, su flor; la voz de Orfeo.
Dura en su nieve, en su adiós de la tierra,
qué ámbito iluminado o noche ciega
la espera. Dónde irá el viento, su día.
Qué mar, qué luna; qué espejo la cierra
desdichado. ¡Qué río alto la riega
sin amargura y bebe su agonía!

Una rosa para Stefan George 

Il va parmi ses fleurs; et les souffles de lair

Hölderlin
(Similis factus sum pellicano solitudinis)

No es la paciencia de la sangre la que llega a morir, ni el sueño ni el mármol de Delfos, sino el polvo que se calienta entre las uñas. Qué importa morir, que se borren las paredes como un río seco; que no quede una flor en la calle con su borde de luto en la frente, ni el viento sobre las piedras podridas.
Qué haces allí, tronchado sin humedad, con tu dicha sin aliento, con tu muerte tendida a los pies. Con tu espuma llena de ceniza. Desdeñoso.
Ya vendrán los hombres con el ruido, con los gestos; pero el odio seguirá intacto.
Todos te habrán estrechado la mano alguna vez, y tú habrás bebido la cicuta en la soledad, como un vaso de leche.
Adiós, país de nieve, de ventisca agria, sin gentes que digan mal de ti. Eterno. Desnudo. La sangre metida en su canal de hielo -fuego sin aire- Jordán perdido. Si el tiempo tuviera sentido como el Sol y la Luna presos; si fuera útil vivir, si fuera necesario, qué hermoso espanto: tengo la voluntad avergonzada.
Yo soy menos feliz que tú. Me quedo combatiendo sin honor, con un haz de ramas en las manos. Duerme. Dormir para siempre es bueno, junto al mar; los ríos secos debajo de la tierra con su rosa de sangre muerta.
Duerme, lujo triste, en tu desierto solo.
¡Esta palabra inútil!