domingo, 25 de noviembre de 2018

Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959)




Su vida y la mía

Habito desde que nací en un hombre llamado Fernando Aramburu. No voy a quejarme. Hay desiertos peores. Este hombre me obliga a madrugar. Se ha ido metiendo en años. Tenía una melena que se le derramaba sobre los hombros. Hoy lleva, llevamos, los pensamientos al aire.
De niños, cenábamos a menudo pescado en la casa familiar. El padre, a un costado de la mesa, se inclina sobre el plato con su pedazo de pan. Yo he visto al padre de este hombre en que habito comer macarrones con pan. Pan con todo. Pan. Él mismo era un pedazo de pan. Y la madre está ahí delante, en un presente perenne. Es buena y lleva delantal. Nuestros alimentos saben sin excepción a modestia. En casa no hay libros, pero ya me voy a encargar yo de que los haya.
Este hombre que me envuelve me hacía leer, siendo yo muchacho, poemas y obras de teatro clásico (Lope, Tirso y demás) en voz alta, a todas horas. Mi madre entraba alarmada en la habitación, convencida de haber traído al mundo un hijo delirante. Me pillaba con Góngora, me pillaba con Rubén Darío. Andando el tiempo, se acostumbró a la presencia del lenguaje literario en el hogar. Mi silencioso padre se limitó a restregarme un pedazo de pan por la frente.
Luego fundamos el Grupo CLOC de Arte y Desarte. El hombre, yo y unos amigos. Pensábamos que, así como se hace literatura con los guijarros de la vida, podíamos hacer la vida con las llamas de la literatura. Albert Camus detuvo nuestras manos prestas a la rotura de cristales. Vivo desde entonces en un paisaje ético. Esto no nos libra del error ni a Aramburu ni a mí; pero todo, a fin de cuentas, se queda en la casa de la palabra, refugio del abrazo.
Contraje la poesía a edad temprana. La he combatido o, en todo caso, paliado con el humor. Estuvimos largo tiempo sin hablarnos. No la necesito menos que entonces; pero ya no bajo de noche, a oscuras, a proveerme de ella en las galerías del hombre que me abarca. La busco y a veces la encuentro en las páginas que otros escribieron.
Y un día Alemania succionó al hombre que me contiene. Din don, la puerta, una mujer. Es ella. Su sombra tenía la forma de un tren que atraviesa fronteras. Y allá fuimos, viajeros de una sombra hermosa, el hombre y yo. No sabíamos una palabra de vocales largas y breves, de declinaciones y otras intrincadas veredas gramaticales. Nos repartimos como buenos compañeros el amor. El tiempo hizo su parte: transcurrió. Y nosotros la nuestra: procreamos.
Este hombre me hace madrugar para cumplir a diario el sueño de un lejano adolescente que quería ser escritor. Llevamos tanto tiempo juntos que ya no sé si él es yo o yo soy él. Hemos acumulado otoños, libros y una muchedumbre de hojas caídas que forman un suelo de serenidad. Compartimos lo bueno y lo triste. Aún respiramos con los pulmones también compartidos.

del libro ... Autorretrato sin mi


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