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lunes, 19 de junio de 2023

"PATRÓN". Cuento de Abelardo Castillo

 

I


La vieja Tomasina, la partera se lo dijo, tas preñada, le dijo, y ella sintió un miedo oscuro y pegajoso: llevar una criatura aden­tro como un bicho enrollado, un hijo, que a lo mejor un día iba a tener los mismos ojos duros, la misma piel áspera del viejo. Estás segura, Tomasina, preguntó, pero no preguntó: asintió. Porque ya lo sabía; siempre supo que el viejo iba a salirse con la suya. Pero m’hija, había dicho la mujer, llevo anunciando más partos que po­tros tiene tu marido. La miraba. Va a estar contento Anteno, agre­gó. Y Paula dijo sí, claro. Y aunque ya no se acordaba, una tarde, hacía cuatro años, también había dicho:

–Sí, claro.

Esa tarde quería decir que aceptaba ser la mujer de don Antenor Domínguez, el dueño de La Cabriada: el amo.

–Mire que no es obligación. –La abuela de Paula tenía los ojos bajos y se veía de lejos que sí, que era obligación. –Ahora que usté sabe cómo ha sido siempre don Anteno con una, lo bien que se portó de que nos falta su padre. Eso no quita que haga su voluntad.

Sin querer, las palabras fueron ambiguas; pero nadie duda­ba de que, en toda La Cabriada, su voluntad quería decir siempre lo mismo. Y ahora quería decir que Paula, la hija de un puestero de la estancia vieja –muerto, achicharrado en los corrales por salvar la novillada cuando el incendio aquel del 30– podía ser la mujer del hombre más rico del partido, porque, un rato antes, él había entra­do al rancho y había dicho:

–Quiero casarme con su nieta –Paula estaba afuera, dán­doles de comer a las gallinas; el viejo había pasado sin mirarla. –Se me ha dado por tener un hijo, sabes. –Señaló afuera, el cam­po, y su ademán pasó por encima de Paula que estaba en el patio, como si el ademán la incluyera, de hecho, en las palabras que iba a pronunciar después. –Mucho para que se lo quede el gobierno, y muy mío. ¿Cuántos años tiene la muchacha?

–Diecisiete, o dieciséis –la abuela no sabía muy bien; tampoco sabía muy bien cómo hacer para disimular el asombro, la alegría, las ganas de regalar, de vender a la nieta. Se secó las manos en el delantal.

El dijo:

–Qué me miras. ¿Te parece chica? En los bailes se arquea para adelante, bien pegada a los peones. No es chica. Y en la casa grande va a estar mejor que acá. Qué me contestas.

–Y yo no sé, don Anteno. Por mí no hay… –y no alcanzó a decir que no había inconveniente porque no le salió la palabra. Y entonces todo estaba decidido. Cinco minutos después él salió del rancho, pasó junto a Paula y dijo “vaya, que la vieja quiere hablar­la”. Ella entró y dijo:

–Sí, claro.

Y unos meses después el cura los casó. Hubo malicia en los ojos esa noche, en el patio de la estancia vieja. Vino y asado y malicia. Pau­la no quería escuchar las palabras que anticipaban el miedo y el dolor.

–Un alambre parece el viejo.

Duro, retorcido como un alambre, bailando esa noche, de­mostrando que de viejo sólo tenía la edad, zapateando un malambo hasta que el peón dijo está bueno, patrón, y él se rió, sudado, brillándole la piel curtida. Oliendo a padrillo.

Solos los dos, en sulky la llevó a la casa. Casi tres leguas, solos, con todo el cielo arriba y sus estrellas y el silencio. De golpe, al subir una loma, como un aparecido se les vino encima, torva, la silueta del Cerro Negro. Dijo Antenor:

–Cerro Patrón.

Y fue todo lo que dijo.

Después, al pasar el último puesto, Tomás, el cuidador, lo saludó con el farol desde lejos. Cuando llegaron a la casa, Paula no vio más que a una mujer y los perros. Los perros que se abalanzaban y se frenaron en seco sobre los cuartos, porque Antenor los enmu­deció, los paró de un grito. Paula adivinó que esa mujer, nadie más, vivía ahí dentro. Por una oscura asociación supo también que era ella quien cocinaba para el viejo: el viejo le había preguntado “comieron”, y señaló los perros.

Ahora, desde la ventana alta del caserón se ven los pinos, y los perros duermen. Largos los pinos, lejos.

–Todo lo que quiero es mujer en la casa, y un hijo, un macho en el campo –Antenor señaló afuera, a lo hondo de la noche agujereada de grillos; en algún sitio se oyó un relincho–. Vení, arrímate.

Ella se acercó.

–Mande –le dijo.

–Todo va a ser para él, entendés. Y también para vos. Pero anda sabiendo que acá se hace lo que yo digo, que por algo me he ganao el derecho a disponer. –Y señalaba el campo, afuera, hasta mucho más allá del monte de eucaliptos, detrás de los pinos, has­ta pasar el cerro, abarcando aguadas y caballos y vacas. Le tocó la cintura, y ella se puso rígida debajo del vestido. –Veintiocho años tenía cuando me lo gané –la miró, como quien se mete dentro de los ojos–, ya hace arriba de treinta.

Paula aguantó la mirada. Lejos, volvió a escucharse el relin­cho. El dijo:

–Vení a la cama.

II

No la consultó. La tomó, del mismo modo que se corta una fruta del árbol crecido en el patio. Estaba ahí, dentro de los límites de sus tierras, a este lado de los postes y el alambrado de púas. Una noche –se decía–. muchos años antes, Antenor Domínguez subió a caballo y galopó hasta el amanecer. Ni un minuto más. Porque el trato era “hasta que amanezca”, y él estaba acostumbrado a estas cláusulas viriles, arbitrarias, que se rubricaban con un apretón de manos o a veces ni siquiera con eso.

–De acá hasta donde llegues –y el caudillo, mirando al hombre joven estiró la mano, y la mano, que era grande y dadivosa, quedó como perdida entre los dedos del otro–. Clavas la estaca y te volvés. Lo alambras y es tuyo.

Nadie sabía muy bien qué clase de favor se estaba cobrando Antenor Domínguez aquella noche; algunos, los más suspicaces, ase­guraban que el hombre caído junto al mostrador del Rozas tenía algo que ver con ese trato: toda la tierra que se abarca en una noche de a caballo. Y él salió, sin apuro, sin ser tan zonzo como para re­ventar el animal a las diez cuadras. Y cuando clavó la estaca empezó a ser don Antenor. Y a los quince años era él quien podía, si cuadra­ba, regalarle a un hombre todo el campo que se animara a cabalgar en una noche. Claro que nunca lo hizo. Y ahora habían pasado trein­ta años y estaba acostumbrado a entender suyo todo lo que había de este lado de los postes y el alambre. Por eso no la consultó. La cortó.

Ella lo estaba mirando. Pareció que iba a decir algo, pero no habló. Nadie, viéndola, hubiera comprendido bien este silencio: la muchacha era una mujer grande, ancha y poderosa como un ani­mal, una bestia bella y chucara a la que se le adivinaba la violencia debajo de la piel. El viejo, en cambio, flaco, áspero como una rama.

–Contesta, che. ¡Contesta, te digo! –se le acercó. Paula sentía ahora su aliento junto a la cara, su olor a venir del campo. Ella dijo:

–No, don Anteno.

–¿Y entonces? ¿Me querés decir, entonces…?

Obedecer es fácil, pero un hijo no viene por más obediente que sea una, por más que aguante el olor del hombre corriéndole por el cuerpo, su aliento, como si entrase también, por más que se quede quieta boca arriba. Un año y medio boca arriba, viejo macho de sementera. Un año y medio sintiéndose la sangre tumultuosa galopándole el cuerpo, queriendo salírsele del cuerpo, saliendo y encontrando sólo la dureza despiadada del viejo. Sólo una vez lo vio distinto; le pareció distinto. Ella cruzaba los potreros, buscándolo, y un peón asomó detrás de una parva; Paula había sentido la mira­da caliente recorriéndole la curva de la espalda, como en los bailes, antes. Entonces oyó un crujido, un golpe seco, y se dio vuelta. Antenor estaba ahí, con el talero en la mano, y el peón abría la boca como en una arcada, abajo, junto a los pies del viejo. Fue esa sola vez. Se sintió mujer disputada, mujer nomás. Y no le importó que el viejo dijera yo te voy a dar mirarme la mujer, pión rotoso, ni que dijera:

–Y vos, qué buscas. Ya te dije dónde quiero que estés.

En la casa, claro. Y lo decía mientras un hombre, todavía en el suelo, abría y cerraba la boca en silencio, mientras otros hom­bres empezaron a rodear al viejo ambiguamente, lo empezaron a rodear con una expresión menos parecida al respeto que a la ame­naza. El viejo no los miraba:

–Qué buscas.

–La abuela –dijo ella–. Me avisan que está mala –y repentinamente se sintió sola, únicamente protegida por el hombre del talero; el hombre rodeado de peones agresivos, ambiguos, que ahora, al escuchar a la muchacha, se quedaron quietos. Y ella com­prendió que, sin proponérselo, estaba defendiendo al viejo.

–Qué miran ustedes –la voz de Antenor, súbita. El viejo sabía siempre cuál era el momento de clavar una estaca. Los miró y ellos agacharon la cabeza. El capataz venía del lado de las cabañas, gritando alguna cosa. El viejo miró a Paula, y de nuevo al peón que ahora se levantaba, encogido como un perro apaleado–. Si andas alzado, en cuanto me dé un hijo te la regalo.

III

A los dos años empezó a mirarla con rencor. Mirada de es­tafado, eso era. Antes había sido impaciencia, apuro de viejo por tener un hijo y asombro de no tenerlo: los ojos inquisidores del viejo y ella que bajaba la cabeza con un poco de vergüenza. Después fue la ironía. O algo más bárbaro, pero que se emparentaba de algún modo con la ironía y hacía que la muchacha se quedara con la vista fija en el plato, durante la cena o el almuerzo. Después, aquel insul­to en los potreros, como un golpe a mano abierta, prefigurando la mano pesada y ancha y real que alguna vez va a estallarle en la cara, porque Paula siempre supo que el viejo iba a terminar golpeando. Lo supo la misma noche que murió la abuela.

–O cuarenta y tantos, es lo mismo.

Alguien lo había dicho en el velorio: cuarenta y tantos. Los años de diferencia, querían decir. Paula miró de reojo a Antenor, y él, más allá, hablando de unos cueros, adivinó la mirada y entendió lo que todos pensaban: que la diferencia era grande. Y quién sabe entonces si la culpa no era de él, del viejo.

–Volvemos a la casa –dijo de golpe.

Ésa fue la primera noche que Paula le sintió olor a caña. Después –hasta la tarde aquella, cuando un toro se vino resoplan­do por el andarivel y hubo gritos y sangre por el aire y el viejo se quedó quieto como un trapo– pasó un año, y Antenor tenía siem­pre olor a caña. Un olor penetrante, que parecía querer meterse en las venas de Paula, entrar junto con el viejo. Al final del tercer año, quedó encinta. Debió de haber sido durante una de esas noches furi­bundas en que el viejo, brutalmente, la tumbaba sobre la cama, como a un animal maneado, poseyéndola con rencor, con desespe­ración. Ella supo que estaba encinta y tuvo miedo. De pronto sin­tió ganas de llorar; no sabía por qué, si porque el viejo se había sa­lido con la suya o por la mano brutal, pesada, que se abría ahora: ancha mano de castrar y marcar, estallándole, por fin, en la cara.

–¡Contesta! Contéstame, yegua.

El bofetón la sentó en la cama; pero no lloró. Se quedó ahí, odiando al hombre con los ojos muy abiertos. La cara le ardía.

–No –dijo mirándolo–. Ha de ser un retraso, nomás. Como siempre.

–Yo te voy a dar retraso –Antenor repetía las palabras, las mordía–. Yo te voy a dar retraso. Mañana mismo le digo al Fabio que te lleve al pueblo, a casa de la Tomasina. Te voy a dar retraso.

La había espiado seguramente. Había llevado cuenta de los días; quizá desde la primera noche, mes a mes, durante los tres años que llevó cuenta de los días.

–Mañana te levantas cuando aclare. Acostate ahora.

Una ternera boca arriba, al día siguiente, en el campo. Paula la vio desde el sulky, cuando pasaba hacia el pueblo con el viejo Fabio. Olor a carne quemada y una gran “A”, incandescente, cha­muscándole el flanco: Paula se reconoció en los ojos de la ternera.

Al volver del pueblo, Antenor todavía estaba ahí, entre los peones. Un torito mugía, tumbado a los pies del hombre; nadie como el viejo para voltear un animal y descornarlo o caparlo de un tajo. Antenor la llamó, y ella hubiera querido que no la llamase: hubiera querido seguir hasta la casa, encerrarse allá. Pero el viejo la llamó y ella ahora estaba parada junto a él.

–Ceba mate. –Algo como una tijera enorme, o como una tenaza, se ajustó en el nacimiento de los cuernos del torito. Paula frunció la cara. Se oyeron un crujido y un mugido largo, y del hueso brotó, repentino, un chorro colorado y caliente. –Qué fruncís la jeta, vos.

Ella le alcanzó el mate. Preñada, había dicho la Tomasina. Él pareció adivinarlo. Paula estaba agarrando el mate que él le devolvía, quiso evitar sus ojos, darse vuelta.

–Che –dijo el viejo.

–Mande –dijo Paula.

Estaba mirándolo otra vez, mirándole las manos anchas, llenas de sangre pegajosa: recordó el bofetón de la noche anterior. Por el andarivel traían un toro grande, un pinto, que bufaba y ha­cía retemblar las maderas. La voz de Antenor, mientras sus manos desanudaban unas correas, hizo la pregunta que Paula estaba te­miendo. La hizo en el mismo momento que Paula gritó, que todos gritaron.

–¿Qué te dijo la Tomasina? –preguntó.

Y todos, repentinamente, gritaron. Los ojos de Antenor se habían achicado al mirarla, pero de inmediato volvieron a abrirse, enormes, y mientras todos gritaban, el cuerpo del viejo dio una vuelta en el aire, atropellado de atrás por el toro. Hubo un revuelo de hombres y animales y el resbalón de las pezuñas sobre la tierra. En mitad de los gritos, Paula seguía parada con el mate en la mano, mirando absurdamente el cuerpo como un trapo del viejo. Había quedado sobre el alambrado de púas, como un trapo puesto a secar.

Y todo fue tan rápido que, por encima del tumulto, los sobresaltó la voz autoritaria de don Antenor Domínguez.

–¡Ayúdenme, carajo!

IV

Esta orden y aquella pregunta fueron las dos últimas cosas que articuló. Después estaba ahí, de espaldas sobre la cama, sudan­do, abriendo y cerrando la boca sin pronunciar palabra. Quebrado, partido como si le hubiesen descargado un hachazo en la columna, no perdió el sentido hasta mucho más tarde. Sólo entonces el mé­dico aconsejó llevarlo al pueblo, a la clínica. Dijo que el viejo no volvería a moverse; tampoco, a hablar. Cuando Antenor estuvo en condiciones de comprender alguna cosa, Paula le anunció lo del chico.

–Va a tener el chico –le anunció–. La Tomasina me lo ha dicho.

Un brillo como de triunfo alumbró ferozmente la mirada del viejo; se le achisparon los ojos y, de haber podido hablar, acaso hubiera dicho gracias por primera vez en su vida. Un tiempo des­pués garabateó en un papel que quería volver a la casa grande. Esa misma tarde lo llevaron.

Nadie vino a verlo. El médico y el capataz de La Cabriada, el viejo Fabio, eran las dos únicas personas que Antenor veía. Salvo la mujer que ayudaba a Paula en la cocina –pero que jamás entró en el cuarto de Antenor, por orden de Paula–, nadie más andaba por la casa. El viejo Fabio llegaba al caer el sol. Llegaba y se que­daba quieto, sentado lejos de la cama sin saber qué hacer o qué decir. Paula, en silencio, cebaba mate entonces.

Y súbitamente, ella, Paula, se transfiguró. Se transfiguró cuando Antenor pidió que lo llevaran al cuarto alto; pero ya desde antes, su cara, hermosa y brutal, se había ido transformando. Ha­blaba poco, cada día menos. Su expresión se fue haciendo cada vez más dura –más sombría–, como la de quienes, en secreto, se han propuesto obstinadamente algo. Una noche, Antenor pareció aho­garse; Paula sospechó que el viejo podía morirse así, de golpe, y tuvo miedo. Sin embargo, ahí, entre las sábanas y a la luz de la lám­para, el rostro de Antenor Domínguez tenía algo desesperado, emperradamente vivo. No iba a morirse hasta que naciera el chico; los dos querían esto. Ella le vació una cucharada de remedio en los la­bios temblorosos. Antenor echó la cabeza hacia atrás. Los ojos, por un momento, se le habían quedado en blanco. La voz de Paula fue un grito:

–¡Va a tener el chico, me oye! –Antenor levantó la cara; el remedio se volcaba sobre las mantas, desde las comisuras de una sonrisa. Dijo que sí con la cabeza.

Esa misma noche empezó todo. Entre ella y Fabio lo su­bieron al cuarto alto. Allí, don Antenor Domínguez, semicolgado de las correas atadas a un travesaño de fierro, que el doctor había hecho colocar sobre la cama, erguido a medias podía contemplar el campo. Su campo. Alguna vez volvió a garrapatear con lentitud unas letras torcidas, grandes, y Paula mandó llamar a unos hombres que, abriendo un boquete en la pared, extendieron la ventana hacia abajo y a lo ancho. El viejo volvió a sonreír entonces. Se pasaba horas con la mirada perdida, solo, en silencio, abriendo y cerrando la boca como si rezara –o como si repitiera empecinadamente un nombre, el suyo, gestándose otra vez en el vientre de Paula–, mirando su tierra, lejos hasta los altos pinos, más allá del Cerro Negro. Contra el cielo.

Una noche volvió a sacudirse en un ahogo. Paula dijo:

–Va a tener el chico. El asintió otra vez con la cabeza.

Con el tiempo, este diálogo se hizo costumbre. Cada noche lo repetían.

V

El campo y el vientre hinchado de la mujer: las dos únicas cosas que veía. El médico, ahora, sólo lo visitaba si Paula –de tanto en tanto, y finalmente nunca– lo mandaba llamar, y el mismo Fabio, que una vez por semana ataba el sulky e iba a comprar al pueblo los encargos de la muchacha, acabó por olvidarse de subir al piso alto al caer la tarde. Salvo ella, nadie subía.

Cuando el vientre de Paula era una comba enorme, tirante bajo sus ropas, la mujer que ayudaba en la cocina no volvió más. Los ojos de Antenor, interrogantes, estaban mirando a Paula.

–La eché –dijo Paula.

Después, al salir, cerró la puerta con llave (una llave grande, que Paula llevará siempre consigo, colgada a la cintura), y el viejo tuvo que acostumbrarse también a esto. El sonido de la llave giran­do en la antigua cerradura anunciaba la entrada de Paula –sus pa­sos, cada día más lerdos, más livianos, a medida que la fecha del parto se acercaba–, y por fin la mano que dejaba el plato, mano que Antenor no se atrevía a tocar. Hasta que la mirada del viejo también cambió. Tal vez, alguna noche, sus ojos se cruzaron con los de Paula, o tal vez, simplemente, miró su rostro. El silencio se le pobló entonces con una presencia extraña y amenazadora, que acaso se parecía un poco a la locura, sí, alguna noche, cuando ella venía con la lámpara, el viejo miró bien su cara: eso como un gesto estáti­co, interminable, que parecía haberse ido fraguando en su cara o quizá sólo en su boca, como si la costumbre de andar callada, apre­tando los dientes, mordiendo algún quejido que le subía en pun­tadas desde la cintura, le hubiera petrificado la piel. O ni necesitó mirarla. Cuando oyó girar la llave y vio proyectarse larga la sombra de Paula sobre el piso, antes de que ella dijera lo que siempre decía, el viejo intuyó algo tremendo. Súbitamente, una sensación que nunca había experimentado antes. De pronto le perforó el cerebro, como una gota de ácido: el miedo. Un miedo solitario y poderoso, incomunicable. Quiso no escuchar, no ver la cara de ella, pero adi­vinó el gesto, la mirada, el rictus aquel de apretar los dientes. Ella dijo:

–Va a tener el chico.

Antenor volvió la cara hacia la pared. Después, cada noche la volvía.

VI

Nació en invierno; era varón. Paula lo tuvo ahí mismo. No mandó llamar a la Tomasina: el día anterior le había dicho a Fabio que no iba a necesitar nada, ningún encargo del pueblo.

–Ni hace falta que venga en la semana –y como Fabio se había quedado mirándole el vientre, dijo: –Mañana a más tardar ha de venir la Tomasina.

Después pareció reflexionar en algo que acababa de decir Fabio; él había preguntado por la mujer que ayudaba en la casa. No la he visto hoy, había dicho Fabio.

–Ha de estar en el pueblo –dijo Paula. Y cuando Fabio ya montaba, agregó: –Si lo ve al Tomás, mándemelo. Luego vino Tomás y Paula dijo:

–Podes irte nomás a ver tu chica. Fabio va a cuidar la casa esta semana.

Desde la ventana, arriba, Antenor pudo ver cómo Paula se quedaba sola junto al aljibe. Después ella se metió en la casa y el viejo no volvió a verla hasta el día siguiente, cuando le trajo el chico.

Antes, de cara contra la pared, quizá pudo escuchar algún quejido ahogado y, al acercarse la noche, un grito largo retumban­do entre los cuartos vacíos; por fin, nítido, el llanto triunfante de una criatura. Entonces el viejo comenzó a reírse como un loco. De un súbito manotón se aferró a las correas de la cama y quedó sentado, riéndose. No se movió hasta mucho más tarde.

Cuando Paula entró en el cuarto, el viejo permanecía en la misma actitud, rígido y sentado. Ella lo traía vivo: Antenor pudo escuchar la respiración de su hijo. Paula se acercó. Desde lejos, con los brazos muy extendidos y el cuerpo echado hacia atrás, apartan­do la cara, ella, dejó al chico sobre las sábanas, junto al viejo, que ahora ya no se reía. Los ojos del hombre y de la mujer se encontra­ron luego. Fue un segundo: Paula se quedó allí, inmóvil, detenida ante los ojos imperativos de Antenor. Como si hubiera estado es­perando aquello, el viejo soltó las correas y tendió el brazo libre hacia la mujer; con el otro se apoyó en la cama, por no aplastar al chico. Sus dedos alcanzaron a rozar la pollera de Paula, pero ella, como si también hubiese estado esperando el ademán, se echó hacia atrás con violencia. Retrocedió unos pasos; arrinconada en un án­gulo del cuarto, al principio lo miró con miedo. Después, no. An­tenor había quedado grotescamente caído hacia un costado: por no aplastar al chico estuvo a punto de rodar fuera de la cama. El chico comenzó a llorar. El viejo abrió la boca, buscó sentarse y no dio con la correa. Durante un segundo se quedó así, con la boca abierta en un grito inarticulado y feroz, una especie de estertor mudo e impo­tente, tan salvaje, sin embargo, que de haber podido gritarse habría conmovido la casa hasta los cimientos. Cuando salía del cuarto, Paula volvió la cabeza. Antenor estaba sentado nuevamente: con una mano se aferraba a la correa; con la otra, sostenía a la criatura. Delante de ellos se veía el campo, lejos, hasta el Cerro Patrón.

Al salir, Paula cerró la puerta con llave; después, antes de atar el sulky, la tiró al aljibe.

 

"Rubi y el lago danzante" un cuento de Marcelo Cohen

 


Esto sucede en la época de la piedad absoluta por todas las criaturas. La conciencia de la igualdad de las especies culminó en nuevas leyes y varios gobiernos isleños han redimido a los animales de cualquier tipo de sujeción a los humanos, e incluso han exonerado a los animales electrónicos de ayudar a los ciborgues. Dicho esto, veamos. Una tarde, al volver a casa desde el educatorio, Munruf ve, acurrucada contra la pared de un edifico, una perrita manchada de hocico largo, orejas cortas y ojos de uva moscata, como las perras de las películas antiguas. Le tiembla el cuello, a la perrita; y es que está a punto de atacarla un lince de los que a veces se cuelan en la ciudad desde los campos vallados que el gobierno creó para que las bestias vivan y se devoren entre ellas a sus anchas. Ningún nene de nueve años ha visto nunca un perro fuera de los muestrarios de cuadernaclo, pero pocos soportarían que muriese esa cachorra tibia e indefensa, y Munruf no es de esos pocos. Instintivamente echa mano de su desintegrátor de juguete y ahuyenta al lince con una ráfaga de chispas. Recoge a la perrita y se la lleva bajo el gabán. Le pone Rubí, un nombre que ve en una de las casillas que en este barrio de módulos familiares subsisten como recuerdo o santuario de los animales que albergaron tiempo atrás. Rubí y Munruf se tienen un cariño tan inmediato y enternecedor que el padre del brachito, un obrero contestatario, acepta que el chico transgreda la prohibición específica de poseer mascotas. Con los días, la madre y hasta la hermana de Munruf, una quinceañera coquetona, vencen la repugnancia y se tiran con él en la alfombra a jugar con Rubí, rodar, enredarse con ella y recibir sus husmeos, moqueos y lengüetazos. Pero están los peliagudos trabajos de eliminar la caca, impedir que rezumen otros olores inhabituales, mantener a la perra alejada del minúsculo jardín del módulo y acallar el menor ladrido, y hay vecinos rastreros que hacen preguntas oblicuas, y a poco empieza a haber insólitos inspectores de la Bedelía de Diversidad rondando el barrio. Como encima es imposible disimular la cara de asfixia que da tener ese cuerpo extraño siempre adentro, el padre de Munruf empieza a temer por la familia, y por su trabajo de laminador en una planta metalúrgica de bambuminio. Y sin duda porque alrededor se palpa que en la casa hay una situación rara, una noche llama a la puerta un hombre gordo y pelilargo, de túnicat aceitunada, que viene a proponerles un trato. Entre los animales con que adornan sus casas los ricachones petulantes y los funcionarios traficantes de fauna, el ejemplar canino se cotiza muy bien porque ya no quedan muchos; pero la hermandad que representa el gordo está empeñada en dar a los animales una ocupación, restaurar el vínculo con los humanos y promover la diversión conjunta. Los hermanos son nativos del poniente de la isla, donde han heredado la reprimida creencia de que en el desenfado de las bestias hay una enseñanza para la gente. Están lo bastante bien ocultos y armados para proteger su causa y propagarla, y pagan mejor que los traficantes. Para desconsuelo de Munruf, no sólo por el dinero sino por el bien de todos, el padre acuerda. Dos días después se presenta un par de supuestos técnicos de ventilación que ahogan los gemidos de Rubí con caricias expertas, la meten en una caja de respuestos y la retiran en un furgonet. El gordo envía al cabeza de familia un mensaje neural con una hoja de ruta y un horario, y una reflexión difícil de calibrar: “Poquísimos animales domésticos sobrevivieron a la convivencia con los salvajes, y si hay perros que siguen coleando es porque son aguerridos”. El chico Munruf está decaído; lo aburren los librátors del cole. El padre lo lleva a visitar la nueva vida de Rubí. El último tramo del viaje es a pie. Dos millatros fuera de un caserío de la tundra hay una mina de orgeladio agotada. Hombres y mujeres con vibradoras bajo las túnicats vigilan la entrada del túnel hacia una bóveda presidida por un carteluz, El Gran Ruedo de Diversiones, bajo el cual se paga la entrada. Es día de torneo y hay buena concurrencia, bulliciosa y masticadora de golosinas, e intercambio y compraventa de patas de conejo, collares con púas, bozales, plumas de corneja, gorros de cuero de minorco. La competencia empieza con una riña de cherpias semiorgánicas; se picotean, se espolean, mientras la gente grita y tira tarbits a la arena, hasta que una destroza a la otra, aunque en seguida se rasga también dejando un reguero de cuajarones y tripálitos. Tras la limpieza desfilan los animalitos de veras, enmascarados y ataviados con túnicats aceitunadas. A uno le tiembla la careta como si hocicara. Munruf estruja la mano del padre. Retiran a todos menos dos y los desnudan; son dos perritas, una aleonada, la otra Rubí. Suena un triángulo. Acicateadas por el griterío, las contrincantes arrufan, gruñen, se abalanzan y se esquivan. Munruf murmura como si orase o diese instrucciones; se niega a irse; ni siquiera deja que el padre le tape los ojos. Pero si las perritas se mordisquean es precavidamente, casi con remilgos, y en seguida se cansan y caen en una serie de amagos inofensivos, tan lentos que la gente deja de apostar. Después estalla un abucheo enardecido por el fiasco. Las perritas se sientan. Rubí se mea. Cuando Munruf salta al ruedo y la levanta y se refriegan, antes que parar ese número empalagoso la mujerona despacha a niño y perra fuera de la arena. El padre de Munruf departe con el gordo, que pide dinero por devolverla, y mira de reojo el idilio de su hijo, sin duda debatiéndose entre dejar a la perra ahí, donde mal que mal terminará aprendiendo una profesión y está resguardada por expertos, dejarla en una libertad donde no va a durar mucho o llevársela de nuevo a casa con riesgo para la familia. Pero resulta que los hermanos animalistas no son tan expertos ni seguros. De hecho se han dejado reducir. La prueba es que un pelotón de frigatas y brachos vestidos con levitas multicolores irrumpe ágilmente en la bóveda, encañona al gordo con lanzagujas y sofrena a los espectadores. Disimulado hasta ahora en la platea, un veterano de sonrisa arrugada se levanta de la butaca para encarar al padre de Munruf haciendo caso omiso del gordo. Se presenta como Dun Aires. El grupo no pertenece a una secta; no alardean de creencias reverenciales; vienen de las serranías del sudeste, donde sus ancestros se preocupaban por dar a los animales otra suerte que la vagancia absurda o la servidumbre, y el sonriente Dun Aires es administrador de un circo furtivo. Munruf desconfía; se pone a Rubí bajo el capotín. El padre entorna los ojos como si otease memorias de circo que a lo mejor ni son suyas, pero la afabilidad de ese hombre todo menos seguro, incluso cauto, lo anima a dejar que pruebe convencerlo. El público encañonado se remueve en las gradas. Dun Aires habla no solo para el padre; se echa a gesticular para todos con una afabilidad propagantística. Él fue en su tiempo de aquellos cuyos bisabuelos contaban cómo sus vidas esplendían una vez por año con la llegada de los furgonetes del circo. Bajo la carpa del circo, entre fanfarrías y redobles, humanos y animales duchos en diversas artes se repartían papeles en insólitos números de habilidad, gracia desopilante, elegancia, valentía, poder y carácter para incomparable fascinación de gentes de siete a setenta años. Pero a la par que entendía mal las necesidades de las especies, la ley propició el descrédito de los espectáculos de habilidad y riesgo, y así cayó la infamia no sólo sobre la doma de fieras sino sobre la amazona, los trapecistas, los funámbulos, los simios bufones, los ballets ratoniles y las fieras mismas que sabían perfectamente cuándo aceptar una orden y cuándo transgredirla. ¿Quién se atreve hoy a devolver al público el goce de esas atracciones? ¿Qué público será tan cagón como para negárselas? La gradas enmudecen. Dun Aires se aparta con el padre de Munruf; lo instruye en que, a diferencia de mutantes como los huargos o tegraptores, los perros tienen una inteligencia reforzada por ciclos de resistencia evolutiva y son muy simpáticos. El padre acepta donarle a Rubí. Munruf se niega. Con el forcejeo, Rubí empieza a soltar ladriditos y el niño se desboca en unos alaridos tales que al padre le da una cachetada. Cae la mano, estupefacta de haber estropeado una historia de comprensión. Acariciando a los dos, Dun Aires disipa las vergüenzas acomodando a Rubí en un capacho. La perrita se calma, y padre e hijo se van. Durante el contrito millatro de caminata por la tundra, un rumor de rotores les revela que tal vez no hayan dado tan mal paso: al mirar hacia atrás ven que de un gavilónaro con una dudosa divisa oficial se está desprendiendo sobre la mina del Ruedo de Diversiones una tropa de asalto; pero al mismo tiempo, una bandada de alegres levitas multicolores se pierde ya veloz, levemente en el ocaso volando en alademoscas. En la casa de Munruf transcurren los días sin perra; la ausencia escuece la rutina cálida de la vida de la familia tanto como un extraño agujero que ha aparecido en el suelo de diminuto jardín: es un boquete sin fondo visible, con la boca rodeada de un anillo de materiales subterráneos, no sólo tierra sino escamas de adoblástice y ladrillina de cimientos, que se hace cada vez un poco más sin que el padre logre detectar cómo se origina. La cavidad parece un síntoma de que la casa está incompleta. En ese período de entendimiento, la madre de Munruf pone el colofón. Dice que es al ñudo debatirse, la vida nada más que de personas es así. Pero desde el ángulo de Munruf la cavidad del jredincito está además velada en brumas; y desde el ángulo del espectador, Munruf se ha vuelto un chico triste como no era al comienzo. Pero ya cuando se presagia que una apatía melancólica va a adueñarse de todos, una mañana se encuentran, no con un anuncio neural de publicidad, sino un panfletito impreso que durante la noche alguien deslizó por debajo de la puerta. En negro sobre amarillo, primorosas letras informa:

¡EL CIRCO REGRESA! BAJO SUS CANDILES DE FIESTA ESTARÁN UNA VEZ MÁS OVISTIA LA GALOPERA, DURUBÓ EL HOMBRE LÁSER, LAS GOLONDRINAS DEL TRAPECIO, BUFONES, ILUSIONISTAS, HUARGOS FEROCES Y LA LEYENDA DEL LOS CUZCOS DEL LAGO DANZANTE.

Se avisa que la ocasión no es muy frecuente y hay una fecha y detalladas instrucciones para llegar. Una nota al pie indica: Memorice los datos incluidos; este escrito se autoeliminará dos horas después de haber sido tocado. Munruf ha visto poco papel; pero cuando este se prende fuego no lo lamenta; más bien se ilusiona, como si la magia del circo se hubiera infiltrado en la casa y la llamita hubiera consumido algo de tristeza. Por eso, cuando la víspera de la excursión el padre le pregunta si encontrarse con Rubí no le abrirá de nuevo la herida, Munruf dice que no ve la hora de estar ahí. Al día siguiente los cuatro toman un autobús hasta una estación fluvial secundaria. Una hora después se bajan de la lancha en el muelle de una aldea ribereña. Las lomas donde se escalonan los últimos módulos están surcadas de sendas; por una casi borrada por matas de eubermia suben una cuesta, bajan por el otro lado, vadean un arroyo y entran en un bosque, y en la otra linde salen a una suerte de olla arcillosa al fondo de la cual, pespunteada de lucecitas, rodeada de ligeros flayfurgones camuflados, la carpa deja escapar una música. Desde otros puntos llegan niños, padres y abuelos. Delante de una cortina, un sosia de Dun Aires con la cara entalcada parlotea sin cesar mientras cobra las entradas. A lo largo de los tablones que rodean una pista circular las caras se expanden en la espera ferviente de lo nunca visto. De la musicaja brota un redoble y una fanfarria: Dun Aires anuncia a ¡Ovistia la galopante! La señorita que va cabeza abajo sobre la montura, desnudas las piernas y cubierto el torso por la levita caída, puede ser admirable, pero no supera el trote del palafreno negro, tan esbelto, tan brioso en sus vueltas por el anillo, tan fabulosamente animal, que el público no sabe si aplaudir o frotarse los ojos. Algunos fuman como chimeneas, otros se devoran las golosinas que han comprado casi sin masticarlas, otros simplemente aspiran el tufo del olor del caballo, y eso es apenas el comienzo, porque después el domador, a fuerza de vibrazots, negocia con el huargo amarillo hasta que la fiera, no por eso sin rugir, acepta pararse en dos patas para fundirse con el otro en un abrazo. Luego Merasju la hechicera parte en dos al bufón Froto, que corre por la arena como loco buscando el torso que le falta, y el mico Troyo hace cadena con las Golondrinas del Trapecio. Contando las que siguen, quizá las atracciones sean demasiadas; algunas dan cierta angustia, en otras los humanos no dominan bien el afán de protagonismo y mientras tanto la musicaja, a falta de orquesta, se va poniendo machacona. Las caras cuajan en sonrisas inmóviles. Los viejos se han empachado de caramelis. Entonces Dun Aires, todo ademanes, pide un aplauso para recibir a los Cuzcos del Lago Danzante. No es el lago, claro, el que danza, sino un mixto humano-canino que, al compás de un plácido merigüel, entra en fila india, forma una rueda, la desdobla, inicia desplazamientos enfrentados y poco a poco se desintegra en hileras más cortas que confluyen, pero sólo para divergir como fragmentos de frases enredadas, como varillas a la deriva en propiamente un lago. Si hay una leyenda implícita, no se entiende. Pero a Munruf no puede importarle. En medio de esa pequeña muchedumbre caligráfica está Rubí. Llevan un chal estampado, bonete, gafas oscuras de marco turquesa y, aunque las patitas traseras casi no se reconocen por el esfuerzo de mantenerse erguida sobre los zapatos de tacón, el hocico en punta es inconfundible, y se diría que la naricita húmeda ya tiembla por el influjo del olor de su amigo. Pero no mueve la cabeza. Concentrada en la música, avanza tres pasitos, se para, repite y a los seis da marcha atrás, sólo tres cada vez, como para recuperar algo que olvidó o recoger un herido en combate; como, si realmente en el agua, surfeara sobre una ola que se repliega para ir después un poco más lejos. Es prodigioso. La familia toda se babea, pero Munruf ha apoyado la cabeza en las manos. Los ojos le resplandecen, de lágrimas o de estupor, y del foco en el taconeo ondulante de la perrita la mirada que no pestañea se eleva al techo de la carpa, sale al cielo, da la curva a la bóveda del cielo y se desliza hacia atrás, hasta caer en la tierra y hundirse, mientras la imagen de Rubí se le desvanece en la oscuridad de un túnel que alguien cava en el subsuelo. De esa vuelta completa hacia atrás el bracho surge con una expresión inquisitiva. Se rasca la cabeza. Tanto le acaba de pasar que se ha perdido una parte del espectáculo, sin gran perjuicio porque, a juzgar por los demás, parece que empezó a reiterarse. Gentes y bestezuelas flaquean un purlín. El merigüel languidece. A tiempo se apaga para que todavía Dun Aires pueda repetir Damas y Caballeros: ¡Los Cuzcos del Lago Danzantes! y el público ovacione, larga, vivazmente, y la familia de Munruf de la impresión de convencerse de que, entre la inocultable humillación de los animales y la brillantez que les da la displina, el saldo para ellos es que han disfrutado. Estarían contentísimos si ahora que los bailarines saludan y se retiran no les quedase con la diversión un nudo en el estómago. Seguramente sienten un vacío, si no no se apurarían, padre y hermana de Munruf, a interceptar a Dun Aires para preguntar cuándo es la próxima función. Por desgracia, Dun Aires no lo sabe todavía. Sale de la carpa con ellos, señala los furgonetos, la actividad de los artistas, el trajín de los guardias y les pide que vean si no están ya están desmontando. Partirán a medianoche. No pueden jugar con el albur de que los ubique una brigada de la Bedelía, una horda de traficantes de fauna o una banda de las dos cosas juntas. La desanimada familia pregunta entonces cuándo. Dun Aires abre los brazos como un político triunfador. Que esperen el panfletito, les dice. Que esperen confiados. Lo que más hacen los circos es volver. Ellos también vuelven, más bien cabizbajos, desposeídos, inermes frente a un desquicio de sensaciones, aunque Munruf no del todo. ¿Qué te pareció, le pregunta el padre? No sé, papi; está muy profesional, ¿no? La madre opina que Rubí les ha enseñado que la vida es así: verdor, desierto y al final del desierto otra vez los árboles. Munruf asiente, alejado como si todavía estuviese rumiando el paseo por el cielo y el subuelo. Y cuando después de un viaje encima pesadísimo llegan a la casa, antes que nada sale al jardinet, se agacha ante del agujero, tantea un rato por dentro y, sin limpiarse mucho la mano, va a en busca de un librator de dibujos y le muestra uno al padre. Señala algo. Le pregunta si sabe qué es eso. Sí, hijo; es un topo, hijo, un animalito industrioso que cava túneles bajo la tierra. Munruf golpetea el dibujo con un dedo. Ya terminó de pensar. Está tan agitado que por poco se le cae el librátor. Claro, papá, dice; ¿te das cuenta?; es un topo; mejor lo dejo que siga escondido.

 Este cuento lo lei del libro de Hernan Casciari , donde cuenta el cuento :


Este cuento es de Marcelo Cohen, el gran autor y gran traductor argentino. Esta historia ocurre en un archipiélago más o menos futurista y dice así: 

En un futuro próximo, el Gobierno llegó a la con­clusión de que los animales debían vivir aislados, en una zona con vallas, donde pudieran interactuar de forma salvaje. Por eso las personas tenían prohibido, entre otras cosas, alimentarse con animales o tener mascotas. 

Por eso cuando Benjamín, un nene de nueve años, vio un perrito abandonado en la calle, se quedó duro: nunca había visto un perro de verdad, todo lo que sabía de los perros lo había leído en la enciclopedia. 

El perrito estaba muerto de miedo, porque seguro se había escapado de la zona de vallas, y Benjamín lo metió en su mochila. En su casa le puso nombre, Rubí. No fue fácil convencer a sus padres, porque tener un animal estaba penado con cárcel. Pero los padres de Benjamín también estaban maravillados. Dejaban dormir al perro en la cama, lo adoraban y ti­ raban la caca a escondidas. Una noche Rubí se escapó al patio y empezó a ladrarle a un agujero en la tierra. Salió toda la familia corriendo a guardar al perro, y al otro día tuvieron que mentirles a los vecinos. 

Hasta que un día pasó lo que temían: golpearon la puerta. Por suerte no era la Brigada, sino un tipo flaco, con túnica, que fue al grano: ya todo el barrio sabía que en la casa había un animal, y el perro tenía los días contados. O llegaba un agente del Gobierno a llevarse al perro y encarcelar al padre, o venía un traficante a robarles el perro y quizás hacer daño a alguien más. O… (tercera opción) podían venderle el perro a él, que trabajaba en un circo clandestino. 

¡¿Un circo?! Los padres de Benjamín trataron de re­cordar. Les sonaba el nombre, a veces sus abuelos ha­blaban de eso. El flaquito de túnica les explicó qué era un circo, y les compró el animal por muy buena plata. 

Los padres de Benjamín aceptaron, porque tener una mascota era, cada día, un peligro mayor. A pesar de la tristeza, la familia sintió alivio. Pero con el paso de las semanas empezaron a extrañar a Rubí. Y descu­brieron algo: la vida, si era solo entre personas, estaba incompleta. 

Un día, cuando no daban más de tristeza, por de­bajo de la puerta alguien deslizó un panfleto clandes­tino que decía: «¡Volvió el circo!». 

El papel daba precisiones para llegar al espectáculo y advertía que, tras memorizar la dirección exacta de la carpa, había que destruir el panfleto. 

Benjamín no podía creer que volvería a ver a Rubí.

Al día siguiente los tres tomaron un barco, bajaron en una isla y caminaron por una zona salvaje has­ta llegar a la carpa. Una vez adentro, se encontraron con todo eso que nosotros todavía recordamos, pero que nadie en el futuro ha visto nunca: monos acró­batas, domadores de leones, osos bailarines, tigres de bengala saltando en aros de fuego. La gente aplaudía, gritaba y lloraba de emoción. 

Hasta que, en un momento, el flaquito de túnica (al que ellos conocían muy bien) se paró en el centro de la pista y pidió un aplauso para recibir a «Rubí y el lago danzante», un nombre pomposo para bautizar a un perro que bailaba en una fuente de agua. Y ahí es­taba Rubí, envuelto en un chal, con sombrero y ante­ojos oscuros de marco turquesa, haciendo el esfuerzo por mantenerse erguido sobre sus patas traseras. 

Benjamín lloraba mirando a su perro. Pero no de emoción. Imaginaba lo que su mascota había sufrido para aprender a hacer esa idiotez. Pero nadie más que él lloraba. Cuando terminó el acto todos aplaudieron de pie esa humillación que los hombres hacían sobre los animales. 

Después, tan pronto como el de túnica se fue con el perro, la familia sintió un vacío. Se apuraron a pre­guntar cuándo sería la próxima función, pero les di­jeron que el circo se iba, a medianoche, antes de que la Brigada o los traficantes les cayeran encima. 

La familia volvió, cabizbaja, sin saber si habían vis­to algo extraordinario o algo terrible. Cuando llega­ron a casa, Benjamín se fue a llorar al patio, frente al pozo al que le ladraba Rubí en sus tiempos de masco­ta. Lloró y lloró, hasta que dentro del pozo Benjamín escuchó un ruido. Se secó las lágrimas, se agachó, y con la linterna del teléfono miró dentro del pozo. 

Después entró a su casa, buscó una enciclopedia, le señaló al padre un dibujo y le preguntó qué era eso. El papá le dijo: «¿Eso? Era un topo. ¿Por qué pregun­tás?». Benjamín respondió: «No. Por nada». 

Y después hizo un gran esfuerzo para que nadie, nunca, descubriera su felicidad.

 


domingo, 21 de mayo de 2023

Julio Cortazar , "El terrón de azúcar " microrelato escondido en Rayuela

 



Desde la infancia apenas se me cae algo al suelo tengo que levantarlo, sea lo que sea, porque si no lo hago va a ocurrir una desgracia, no a mí sino a alguien a quien amo y cuyo nombre empieza con la inicial del objeto caído. Lo peor es que nada puede contenerme cuando algo se me cae al suelo, ni tampoco vale que lo levante otro porque el maleficio obraría igual. He pasado muchas veces por loco a causa de esto y la verdad es que estoy loco cuando lo hago, cuando me precipito a juntar un lápiz o un trocito de papel que se me han ido de la mano, como la noche del terror de azúcar en el restaurante de la rue Scribe, un restaurante bacán con montones de gerentes, putas de zorros plateados y matrimonios bien organizados. Estábamos con Ronald y Etienne, y a mí se me cayó un terrón de azúcar que fue a parar abajo de una mesa bastante lejos de la nuestra. Lo primero que me llamó la atención fue la forma en que el terrón se había alejado, porque en general los terrones de azúcar se plantan apenas tocan el suelo por razones paralelepípedas evidentes. Pero éste se conducía como si fuera una bola de naftalina, lo cual aumentó mi aprensión, y llegué a creer que realmente me lo habían arrancado de la mano. Ronald, que me conoce, miró hacia donde había ido a parar el terrón y se empezó a reír. Eso me dio todavía más miedo, mezclado con rabia. Un mozo se acercó pensando que se me había caído algo precioso, una Párker, o una dentadura postiza, y en realidad lo único que hacía era molestarme, entonces sin pedir permiso me tiré al suelo y empecé a buscar el terrón entre los zapatos de la gente que estaba llena de curiosidad creyendo (y con razón) que se trataba de algo importante. En la mesa había una gorda pero igualmente putona, y dos gerentes o algo así. Lo primero que hice fue darme cuenta de que el terrón no estaba a la vista y eso que lo había visto saltar hasta los zapatos (que se movían inquietos como gallinas). Para peor el piso tenía alfombra, y aunque estaba asquerosa de usada el terrón se había escondido entre los pelos y no podía encontrarlo. El mozo se tiró del otro lado de la mesa, y ya éramos dos cuadrúpedos moviéndonos entre los zapatos-gallina que allá arriba empezaban a cacarear como locas. El mozo seguía convencido de la Párker o el luis de oro, y cuando estábamos metidos debajo de la mesa, en una especie de gran intimidad y penumbra y él me preguntó y yo le dije, puso una cara que era como para pulverizarla con un fijador, pero yo no tenía ganas de reír, el miedo me hacía una doble llave en la boca del estómago y al final me dio una verdadera desesperación (el mozo se había levantado furioso) y empecé a agarrar los zapatos de las mujeres y a mirar si debajo del arco de la suela no estaría agazapado el azúcar, y las gallinas cacareaban, lo gallos gerentes me picoteaban el lomo, oía las carcajadas de Ronald y de Etienne mientras me movía de una mesa a otra hasta encontrar el azúcar escondido detrás de una pata Segundo Imperio. Y todo el mundo enfurecido, hasta yo con el azúcar apretado en la palma de la mano y sintiendo cómo se mezclaba con el sudor de la piel, cómo asquerosamente se deshacía en una especie de venganza pegajosa, esa clase de episodios todos los días. 

 Seleccionado por 

Ernesto Bustos Garrido

viernes, 3 de febrero de 2023

"La desaparición de Honoré Subrac" de Guillaume Apollinaire

 




A pesar de haber realizado las investigaciones más minuciosas, la policía no ha logrado dilucidar el misterio de la desaparición de Honoré Subrac.

Él era mi amigo y, como yo conocía la verdad sobre su caso, asumí la tarea de poner al corriente a la justicia acerca de lo que había pasado. El juez que tomó mi declaración adoptó conmigo, después de haber escuchado mi relato, un tono de amabilidad tan tremenda, que no tuve ningún problema en comprender que me tomaba por un loco. Se lo dije. Él se comportó más amable aún, después, levantándose, me guió hacia la puerta, y vi a su secretario de pie, con los puños cerrados, listo para saltar sobre mí si lo hacía enfurecer.

No insistí. El caso de Honoré Subrac es, en efecto, tan extraño, que la verdad parece increíble. Por los artículos del periódico, se supo que Subrac era conocido como un excéntrico. 

Tanto en invierno como en verano no vestía más que una túnica y no usaba en los pies más que pantuflas. Era muy rico y, como su vestimenta me llamaba la atención, una vez le pregunté la razón de que la usara:


―Es para desvestirme más rápidamente en caso de necesidad, me respondió. Por cierto, uno se acostumbra rápido a salir poco vestido. Uno puede muy bien prescindir de ropa interior, calcetas y sombrero. Vivo así desde los veinticinco años y nunca he estado enfermo.

Estas palabras, en lugar de ilustrarme, aguzaron mi curiosidad.

“¿Por qué, pensé, Honoré Subrac necesita desvestirse tan rápido?”

E hice un gran número de suposiciones…

Una noche, cuando regresaba a casa ―podría ser la una, la una y cuarto―, escuché mi nombre en voz baja. Me pareció que la voz provenía del muro que iba rozando con los dedos. Me detuve desagradablemente sorprendido.

―¿No hay nadie más que usted en la calle?, prosiguió la voz. Soy yo, Honoré Subrac.

―¿Dónde está usted?, grité, viendo para todos lados, sin conseguir hacerme una idea de dónde podía esconderse mi amigo.

Descubrí solamente su famosa túnica yacente sobre la acera, junto a sus no menos famosas pantuflas.

―He aquí un caso, pensé, en el que la necesidad forzó a Honoré Subrac a desvestirse en un parpadeo. Por fin voy a descubrir un gran misterio.

Y dije en voz alta:

―La calle está desierta, querido amigo, puede aparecerse.

Bruscamente, Honoré Subrac se desprendió de alguna manera del muro donde yo no lo había advertido. Estaba completamente desnudo y, antes que nada, se apoderó de su túnica, la cual se puso y se abotonó lo más rápido que pudo. Después se calzó y habló con resolución mientras me acompañaba hasta mi puerta.

                                                      ***

―¡Se sorprendió!, dijo, pero ahora comprende la razón por la que me visto con tanta excentricidad. Y, sin embargo, usted no comprende cómo pude escapar tan absolutamente a su mirada. Es muy sencillo. No hay que ver en ello más que un fenómeno de mimetismo… La naturaleza es una buena madre. Concedió a algunos de sus hijos amenazados por ciertos peligros, y que son demasiado débiles para defenderse, el don de confundirse con su entorno… Pero usted sabe todo eso. Usted sabe que las mariposas se parecen a las flores, que algunos insectos son similares a las hojas, que el camaleón puede tomar el color que mejor lo disimule, que la liebre polar se ha vuelto blanca como los glaciares por los que huye casi invisible, por ser tan cobarde como la liebre del desierto.

Es así como esos débiles animales escapan de sus enemigos gracias a un ingenio instintivo que modifica su aspecto.

Y yo, a quien un enemigo persigue sin tregua, yo, que soy miedoso y que me siento incapaz de defenderme en una pelea, yo me parezco a esas bestias: me confundo a voluntad y por terror con el medio ambiente.

Puse en práctica por primera vez esta facultad instintiva hace ya varios años. Tenía veinticinco años y, generalmente, las mujeres me encontraban agradable y bien parecido. Una de ellas, que estaba casada, manifestó por mí tanta amistad que no pude resistirme. ¡Fatal relación!... Una noche, estaba en casa de mi amante. Se suponía que su marido había salido por varios días. Estábamos desnudos como divinidades, cuando la puerta se abrió de repente y el esposo apareció con un revólver en la mano. Mi terror fue inefable, y no tuve más que un deseo, cobarde como era y como soy aún: desaparecer. Pegándome a la pared, deseé confundirme con ella. Y el acontecimiento imprevisto se realizó enseguida. Me volví del color del papel tapiz, aplastándose mis miembros en un estiramiento voluntario e inconcebible, me pareció que me hacía uno con la pared y que a partir de ese momento nadie me veía. Y era cierto. El marido me buscaba para darme muerte. Me había visto y era imposible que hubiese huido. Enloqueció y, volcando su ira contra su mujer, la mató salvajemente disparándole seis veces en la cabeza. Después se fue, llorando con desesperación. Tras su partida, mi cuerpo recobró instintivamente su forma normal y su color natural. Me vestí, y conseguí salir de ahí antes de que alguien llegara… Desde entonces conservo esta bienaventurada facultad parecida al mimetismo. El marido, por no haberme matado, consagró su existencia al cumplimiento de dicha labor. Me sigue a través del mundo desde hace mucho tiempo, y yo pensaba que viniendo a París había escapado de él. Pero distinguí a ese hombre tan sólo unos instantes antes de que usted pasara. El terror me hacía castañetear los dientes. No tuve más tiempo que el necesario para desvestirme y confundirme con el muro. Él pasó cerca de mí, mirando con curiosidad la túnica y las pantuflas abandonadas sobre la acera. ¡Ve usted cuánta razón tengo al vestirme tan someramente!  Mi facultad mimética no podría llevarse a cabo si fuera vestido como todo el mundo. No podría desvestirme lo suficientemente rápido como para escapar de mi verdugo y es indispensable, antes que nada, que me desnude con el fin de que mi ropa, pegada contra el muro, no inutilice mi desaparición defensiva.

Felicité a Subrac por poseer una facultad de la que tenía pruebas y que envidiaba.

                                                      ***

Los días siguientes, no pensé más que en esa historia y me sorprendía en todo momento encaminando mi voluntad hacia el propósito de modificar mi forma y color. Intenté transformarme en autobús, en Torre Eiffel, en académico, en ganador del premio mayor. Mis esfuerzos fueron vanos. No lo conseguía. Mi voluntad no tenía la fuerza suficiente y además me faltaba el bendito terror, ese formidable peligro que había despertado los instintos de Honoré Subrac.

No lo había visto desde hacía algún tiempo, cuando un día llegó enloquecido:

―Ese hombre, mi enemigo, me dijo Subrac, me acecha por todas partes. Pude escapármele tres veces gracias a mi facultad, pero tengo miedo, tengo miedo, querido amigo.

Observé que había adelgazado, pero me guardé de decírselo.

―No le queda más que una cosa por hacer, declaré yo. Para escapar de un enemigo así de despiadado: ¡váyase! Ocúltese en un pueblo. Déjeme al cuidado de sus asuntos y diríjase a la estación de trenes más cercana.

Me apretó la mano diciendo:

―Acompáñeme, se lo suplico, ¡tengo miedo!

                                                      ***

En la calle, caminamos en silencio. Honoré Subrac volvía la cabeza constantemente, con aire inquieto. De repente, soltó un grito y se puso a huir desprendiéndose de la túnica y las pantuflas. Y vi que un hombre llegaba corriendo detrás de nosotros. Intenté detenerlo. Pero se me escapó. Sostenía un revólver que apuntaba en dirección a Honoré Subrac. Aquél acababa de alcanzar el largo muro del cuartel y desapareció como por encanto.

El hombre del revólver se detuvo estupefacto, hizo una exclamación de rabia, y, como para vengarse del muro que parecía arrebatarle a su víctima, descargó el revólver sobre el punto donde Honoré Subrac había desaparecido. Después se fue, corriendo…

La gente se juntó, unos agentes de policía vinieron a dispersarla. Entonces, llamé a mi amigo. Pero él no me respondió.

Tanteé el muro, todavía estaba tibio, y noté que de las seis balas, tres habían golpeado a la altura del corazón de un hombre, mientras que las otras arañaron el yeso más alto, ahí donde me pareció distinguir, vagamente, los contornos de un rostro.

 

Traducción de Mariana Hernández Cruz


Extraído de La France fantastique 1900, Phébus, 1978, pp. 43-48

 


domingo, 8 de enero de 2023

"La Pasión" de Pedro Mairal

 





Un médico al que no le gusta el fútbol está almorzando con dos matrimonios amigos, por Núñez, en una larga sobremesa de domingo. Uno de los amigos mira por debajo de la mesa su BlackBerry y dice: “¡Vamos! San Lorenzo metió un gol en el último minuto. Terminó el partido. Están jugando acá en River”. Los amigos del médico discuten sobre San Lorenzo. Uno es de San Lorenzo; el otro, de Boca. El los escucha cansado, mirándose con las esposas respectivas, hartos todos del tema, y se pone a argumentar contra el fútbol.

Afuera hay unas corridas a la salida del estadio. Aconsejan en el restaurante esperar un poco, y cierran la puerta.

Después salen. Hay un tumulto en la esquina. Se acercan. La gente pide un médico. Contra un poste de luz, ven a un hincha de San Lorenzo sentado sobre su propio charco de sangre. El médico duda, se acerca, lo revisa. El tipo le pregunta si se va a morir. El médico no le contesta. Le mira la herida, trata de frenar la hemorragia. Llama a una ambulancia y se arrodilla al lado de él. El hincha, otra vez, le pregunta si se va a morir. El médico le dice que puede ser. El hincha está en estado de gracia. Se ríe a carcajadas pero a la vez grita de dolor. El médico lo acompaña en su agonía.

El hincha le pregunta: “¿De qué cuadro sos”. “No me gusta el fútbol”, dice el médico. “Entonces ahora sos de San Lorenzo”, le dice, se saca la bandera que lleva en los hombros y se la pone al médico. “Mi pasión ahora es tuya”, le dice. El médico se mira la bandera como bufanda colgada del cuello, la agarra y en ese momento el hincha le agarra las manos, se las aprieta y lo trae contra sí como si lo fuera a zamarrear o a decirle un secreto; no lo suelta. Es un tipo grandote y fuerte. Se aferra a la vida muriéndose, yéndose. Es un momento íntimo. Se escucha la respiración agónica. Finalmente, el hincha le dice al oído: “Aguantame los trapos”. Y se muere.

Llegan otros barras corriendo. Lo empiezan a levantar. El médico les dice que ya no hay nada que hacer. Es mi hermano, dice uno. El médico le dice: “Me dio esto”, le quiere devolver la bandera. El hermano le mira la camisa blanca ensangrentada, las manos. Le dice: si te la dio, es tuya.
Se lo llevan en andas. Llega la ambulancia. El médico queda ahí parado en medio de la gente que mira.
Una semana después está dando una conferencia en Europa, en un congreso de medicina. Habla en inglés, lo aplauden. Se va a sentar para escuchar a otros, pero no puede dejar de mirar en su iPhone cómo va el marcador del partido de San Lorenzo. 

domingo, 27 de noviembre de 2022

"Cómo me deshice de quinientos libros " de Augusto Monterroso

 



"Poeta: no regales tu libro, destrúyelo tú mismo " por Eduardo Torres

Hace varios años leí un ensayo de no recuerdo qué autor inglés en el que éste contaba las dificultades que se le presentaron para deshacerse de un paquete de libros que por ningún motivo quería conservar en su biblioteca. Ahora bien, en el curso de mi existencia he podido observar que entre los intelectuales es corriente oír la queja de que los libros terminan por sacarlos de sus casas. Algunos hasta justifican el tamaño de sus mansiones señoriales con la excusa de que los libros ya no los dejaban dar un paso en sus antiguos departamentos.

Yo no he estado, y probablemente no lo estaré jamás, en este último extremo; pero nunca hubiera podido imaginar que algún día me encontraría en el del ensayista inglés, y que tendría que luchar por desprenderme de quinientos volúmenes.

Trataré de contar mi experiencia. De pasada diré que es probable que esta historia irrite a muchos. No importa. La verdad es que en determinado momento de su vida, o uno conoce demasiada gente (escritores), o a uno lo conoce demasiada gente (escritores), o uno se da cuenta de que le ha tocado vivir en una época en que se editan demasiados libros. Llega el momento en que tus amigos escritores te regalan tantos libros (aparte de los que generosamente te pasan para leer aún inéditos) que necesitarías dedicar todos los días del año para enterarte de sus interpretaciones del mundo y de la vida. Como si esto fuera poco, el hecho es que desde hace veinte años mi afición por la lectura se vino contaminando con el hábito de comprar libros, hábito que en muchos casos termina por confundirse tristemente con la primera.

Por ese tiempo, di en la torpeza de visitar las librerías de viejo. En la primera página de Moby Dick Ismael observa que cuando Caton se hastió de vivir se suicidó arrojándose sobre su espada, y que cuando a él le sucedía hastiarse, sencillamente tomaba un barco. Yo, en cambio, durante años tomé el camino de las librerías de viejo. Cuando uno empieza a sentir la atracción de esos establecimientos llenos de polvo y penuria espiritual, el placer que proporcionan los libros ha empezado a degenerar en la manía de comprarlos, y ésta a su vez en la vanidad de adquirir algunos raros para asombrar a los amigos o a los simples conocidos.

¿Cómo tiene lugar este proceso? Un día uno está tranquilo leyendo en su casa cuando llega un amigo y le dice: "¡Cuántos libros tienes!". Eso le suena a uno como si el amigo le dijera: "¡Qué inteligente eres!", y el mal está hecho. Lo demás, ya se sabe. Se pone uno a contar los libros por cientos, luego por miles, y a sentirse cada vez más inteligente. Como a medida que pasan los años (a menos que se sea un verdadero infeliz idealista) uno cuenta con más posibilidades económicas, uno ha recorrido más librerías y, naturalmente, uno se ha convertido en escritor, uno posee tal cantidad de libros que ya no sólo eres inteligente: en el fondo eres un genio. Así es la vanidad esta de poseer muchos libros.

En tal situación, el otro día me armé de valor y decidí quedarme únicamente con aquellos libros que de veras me interesan, hubiera leído o fuera realmente a leer. Mientras consume su cuota de vida, ¿cuántas verdades elude el ser humano? Entre éstas, ¿no es la de su cobardía una de las más constantes? ¿A cuántos sofismas acudes diariamente para ocultarte que eres un cobarde? Yo soy un cobarde. De los varios miles de libros que poseo por inercia, apenas me atreví a eliminar unos quinientos, y eso con dolor, no por lo que representaran espiritualmente para mí, sino por el coeficiente de menor prestigio que los diez metros menos de estanterías llenas irían a significar.

Día y noche mis ojos recorrieron una y otra vez (como decían los clásicos) las vastas hileras, discriminando hasta el cansancio (como decimos los modernos). ¡Qué increíble cantidad de poesía, qué cantidad de novelas, cuántas soluciones sociológicas para los males del mundo! Se supone que la poesía se escribe para enriquecer el espíritu; que las novelas han sido concebidas, cuando menos, para la distracción; y aun, con optimismo, que las soluciones sociológicas se encaminan a solucionar algo.

Viéndolo con calma, me di cuenta de que en su mayor parte la primera, o sea la poesía, era capaz de empobrecer el espíritu más rico, las segundas de aburrir al más alegre y las terceras de embrollar al más lúcido. Y no obstante, qué consideraciones hice para descartar cualquier volumen, por insignificante que pareciera. Si un cura y un barbero me hubieran ayudado sin yo saberlo, ¿habrían dejado en mis estantes más de cien? Cuando en 1955 visité a Pablo Neruda en su casa de Santiago me sorprendió ver que escasamente poseía treinta o cuarenta libros, entre novelas policiales y traducciones de sus propias obras a diversos idiomas. Acababa de donar a la universidad una cantidad enorme de verdaderos tesoros bibliográficos. El poeta se dio ese gusto en vida; único estado, viéndolo bien, en que uno se lo puede dar.

No haré aquí el censo de los libros de que estaba dispuesto a desprenderme; pero entre ellos había de todo, más o menos así: política (en el mal sentido de la palabra, toda vez que no tiene otro), unos 50; sociología y economía, alrededor de 49; geografía general e historia general, 3; geografía e historia patrias, 48; literatura mundial, 14; literatura hispanoamericana, 86; estudios norteamericanos sobre literatura latinoamericana, 37; astronomía, 1; teorías del ritmo (para que la señora no se embarace), 6; métodos para descubrir manantiales, 1; biografías de cantantes de ópera, 1; géneros indefinidos (tipo Yo escogí la libertad), 14; erotismo, ½ (conservé las ilustraciones del único que tenía); métodos para adelgazar, 1; métodos para dejar de beber, 19; psicología y psicoanálisis, 27; gramáticas, 5; métodos para hablar inglés en diez días, 1; métodos para hablar francés en diez días, 1; métodos para hablar italiano en diez días, 1; estudios sobre cine, 8; etcétera.

Pero esto constituía nada más el principio. Pronto descubrí que eran pocas las personas que querían aceptar la mayor parte de los libros que yo había comprado cuidadosamente a través de los años perdiendo tiempo y dinero. Si bien esto me reconcilió algo con el género humano al descubrir que el mero afán de acumular no era una aberración tan generalizada, me causó las molestias consiguientes, por cuanto una vez decidido a ello, deshacerme de esos libros se convirtió en una necesidad espiritual apremiante. Un incendio como el de la Biblioteca de Alejandría, al que están dedicados estos recuerdos, es el camino más llano, pero resulta ridículo y hasta mal visto quemar quinientos libros en el patio de la casa (suponiendo que la casa tuviera). Y se acepta que la Inquisición quemara gente, pero la mayoría se indigna de que quemara libros. Ciertas personas aficionadas a estas cosas me sugirieron donar todos esos volúmenes a tales o cuales bibliotecas públicas; pero una solución tan fácil le restaba espíritu aventurero al asunto y la idea me aburría un poco, además de que estaba convencido de que en las bibliotecas públicas serían tan inútiles como en mi casa o en cualquier otro sitio.

Tirarlos uno por uno a la basura no era digno de mí, de los libros, ni del basurero. La única solución eran mis amigos. Pero mis amigos políticos o sociólogos poseían ya los libros correspondientes a sus especialidades, o eran enemigos de ellos en gran cantidad de casos; los poetas no querían contaminarse con nada de contemporáneos suyos a quienes conocieran personalmente; y el libro sobre erotismo era una carga para cualquiera, aun despojado de sus ilustraciones francesas.

Sin embargo, no quiero hacer de estos recuerdos una historia de falsas aventuras supuestamente divertidas. Lo cierto es que de alguna manera he ido encontrando espíritus afines al mío que han aceptado llevarse a sus casas esos fetiches, a ocupar un lugar que restará espacio y oxígeno a los niños, pero que darán a los padres la sensación de ser los depositarios de un saber que en todo caso no es sino el repetido testimonio de la ignorancia o la ingenuidad humanas.

Mi optimismo me llevó a suponer que, al terminar estas líneas, comenzadas hace quince días, en alguna forma justificaría cabalmente su título; si el número de quinientos que aparece en él es sustituido por el de veinte (que empieza a acortarse debido a una que otra devolución por correo), ese título estará más apegado a la realidad.

 

Los dinosaurios, de Italo Calvino

 


Misteriosas son aún las causas de la rápida extinción de los Dinosaurios, que evolucionaron y prosperaron en todo el Triásico y el Jurásico y durante ciento cincuenta millones de años fueron los amos indiscutidos de los continentes. Tal vez no fueron capaces de adaptarse a los grandes cambios de clima y de vegetación que se produjeron en el Cretáceo. Al final de esta época habían muerto todos.
Todos menos yo —precisó Qfwfq—, porque también yo, en cierto período, fui Dinosaurio: digamos durante unos cincuenta millones de años; y no me arrepiento: entonces, siendo Dinosaurio se tenía conciencia de estar en lo justo, y uno se hacía respetar.
Después la situación cambió, es inútil que les cuente los detalles, empezaron dificultades de todo género, derrotas, errores, dudas, traiciones, pestilencias. Una nueva población crecía en la tierra, enemiga nuestra. Nos caían encima de todas partes, no acertábamos ni una. Ahora algunos dicen que el gusto de extinguirse, la pasión de ser destruidos eran propios del espíritu de nosotros los Dinosaurios ya desde antes. No sé: yo ese sentimiento jamás lo he experimentado; si otros lo conocían, es porque ya se sentían perdidos.
Prefiero no volver con la memoria a la época de la gran mortandad. Nunca hubiera creído librarme de ella. La larga migración me puso a salvo, la hice a través de un cementerio de osamentas descarnadas, en las cuales sólo una cresta, o un cuerno, o la placa de una coraza, o un jirón de piel toda escamas recordaba el esplendor antiguo del ser viviente. Y sobre esos restos trabajaron los picos, los colmillos, las ventosas de los nuevos amos del planeta. Cuando no vi más huellas ni de vivos ni de muertos me detuve.
En aquellos altiplanos desiertos pasé muchos y muchos años. Había sobrevivido a las emboscadas, a las epidemias, a la inanición, al hielo, pero estaba solo. Seguir allí eternamente no podía. Me puse en camino para bajar.
El mundo había cambiado: no reconocía ni los montes ni el río ni las plantas. La primera vez que vi seres vivientes me escondí; eran una manada de los Nuevos, ejemplares pequeños pero fuertes. —¡Eh, tú! —Me habían descubierto, y en seguida me pasmó aquel modo familiar de apostrofarme. Escapé; me persiguieron. Hacía milenios que estaba acostumbrado a provocar terror en torno de mí, y a sentir terror de las reacciones ajenas al terror que provocaba. Ahora nada—: ¡Eh, tú! —Se acercaban a mí como si nada, ni hostiles ni asustados.
—¿Por qué corres? ¿Qué te pasa por la cabeza? —Querían solamente que les indicara el camino para ir no sé dónde. Balbuceé que no era del lugar. —¿Qué te ocurre que escapas? —dijo uno—. ¡Parecería que hubieras visto... un Dinosaurio! —y los otros rieron. Pero en aquella carcajada sentí por primera vez un tono de aprensión. Era una risa un poco forzada. Y uno de ellos se puso grave y añadió—: No lo digas ni en broma. No sabes lo que son...
Entonces, el terror de los Dinosaurios continuaba en los Nuevos, pero quizá hacía varias generaciones que no los veían y no sabían reconocerlos. Seguí mi camino, cauteloso pero impaciente por repetir el experimento. En una fuente bebía una joven de los Nuevos; estaba sola. Me acerqué despacito, estiré el cuello para beber a su lado; ya presentía su grito desesperado apenas me viera, su fuga afanosa. Daría la señal de alarma, vendrían los Nuevos armados a darme caza... En el momento me había arrepentido ya de mi gesto; si quería salvarme debía destrozarla en seguida: recomenzar...
La joven se volvió, dijo: —¿No es cierto que está fresca? —Se puso a conversar amablemente, con frases un poco de circunstancias, como se hace con los extranjeros, a preguntarme si venía de lejos y si había tenido lluvia o buen tiempo en el viaje. Yo nunca hubiera imaginado que se pudiese hablar así, con no-Dinosaurios, y estaba todo tenso y casi mudo.
—Yo siempre vengo a beber aquí —me dijo—, a la Fuente del Dinosaurio...
Enderecé bruscamente la cabeza, abrí los ojos hasta desorbitarme.
—Sí, sí, la llaman así, la Fuente del Dinosaurio, desde tiempos antiguos. Dicen que una vez se escondió aquí un Dinosaurio, uno de los últimos, y al que venía a beber le saltaba encima y lo despedazaba, ¡madre mía!
Hubiera querido desaparecer. "Ahora se da cuenta de quién soy —pensaba—, ¡ahora me observa mejor y me reconoce!", y como hace el que no quiere que lo miren, yo tenía los ojos bajos y enroscaba la cola como para esconderla. Tal era el esfuerzo nervioso que cuando ella, toda sonriente, me saludó y siguió su camino, me sentí cansado como si hubiera librado una batalla, de aquellas de la época en que nos defendíamos con dientes y uñas. Me di cuenta de que ni siquiera había sido capaz de contestarle buenos días.
Llegué a la orilla de un río donde los Nuevos tenían sus guaridas y vivían de la pesca. Para hacer un embalse en el río donde el agua, menos rápida, retuviera a los peces, construían un dique de ramas. Apenas me vieron, alzaron la cabeza del trabajo y se detuvieron; me miraron, se miraron entre sí, como interrogándose, siempre en silencio. "Ahora se arma —pensé—, no me queda más que vender caro el pellejo", y me preparé al salto.
Por fortuna supe detenerme a tiempo. Aquellos pescadores no tenían nada contra mí: viéndome robusto, querían preguntarme si podía quedarme con ellos para trabajar en el transporte de madera.
—Éste es un lugar seguro —insistieron, frente a mi aire perplejo—. Dinosaurios, desde la época de los abuelos de nuestros abuelos no se los ve...
A ninguno se le ocurría sospechar quién podía ser yo. Me quedé. El clima era bueno, la comida desde luego no para nuestros gustos pero discreta, y un trabajo no demasiado pesado, dada mi fuerza. Me llamaban por un sobrenombre: "el Feo", porque era distinto de ellos, no por otra cosa. Estos Nuevos, no sé cómo diablos les llaman ustedes, Pantoteros o algo por el estilo, eran de una especie todavía un poco informe, de la cual en realidad salieron todas las demás especies, y ya en aquel tiempo entre un individuo y otro se pasaba por las más variadas semejanzas y desemejanzas posibles, de manera que yo, aunque de un tipo completamente distinto, tuve que convencerme de que al fin y al cabo no llamaba tanto la atención.
No es que me acostumbrara del todo a esta idea: seguía sintiéndome siempre un Dinosaurio entre enemigos, y todas las noches, cuando empezaban a contar historias de Dinosaurios, transmitidas de generación en generación, yo retrocedía en la sombra con los nervios tensos.
Eran historias aterradoras. Los oyentes, pálidos, irrumpiendo cada tanto con gritos de espanto, estaban pendientes de los labios del que contaba, quien, a su vez, traicionaba en su voz una emoción no menor. Pronto tuve la evidencia de que esas historias eran sabidas de todos (a pesar de que constituyeran un repertorio bastante copioso), pero al escucharlas el espanto se renovaba cada vez. Los Dinosaurios eran presentados como monstruos, descritos con detalles que jamás hubieran permitido reconocerlos, y destinados tan sólo a acarrear perjuicios a los Nuevos, como si los Nuevos hubieran sido desde el principio los moradores más importantes de la Tierra, y nosotros no hubiéramos tenido otra cosa que hacer más que andarles detrás de la mañana a la noche. Para mí, pensar en nosotros los Dinosaurios era en cambio recorrer con la mente una larga serie de peripecias, de agonías, de lutos; las historias que de nosotros contaban los Nuevos estaban tan lejos de mi experiencia que hubieran debido dejarme indiferente, como si hablaran de extraños, de desconocidos. Y sin embargo, escuchándolas yo comprendía que nunca había pensado en lo que parecíamos a los demás, y que entre muchas patrañas aquellos relatos, en algunos detalles y desde el especial punto de vista de ellos, estaban en lo cierto. En mi mente sus historias de terrores infligidos por nosotros, se confundían con mis recuerdos de terror sufrido: cuanto más me enteraba de lo que habíamos hecho temblar, más temblaba.
Contaban una historia cada uno, y en cierto momento: —Y el Feo, ¿qué dice? —preguntan—. ¿Tú no tienes historias que contar? ¿En tu familia no han ocurrido aventuras con los Dinosaurios?
—Sí, pero... —farfullaba— ha pasado tanto tiempo... si supierais...
La que venía en mi ayuda en aquellos trances era Flor de Helecho, la joven de la fuente. —Dejadlo en paz... Es forastero, todavía no se ha aclimatado, habla mal nuestra lengua...
Terminaban por cambiar de tema. Yo respiraba.
Entre Flor de Helecho y yo se había establecido una especie de confianza. Nada demasiado íntimo: nunca me había atrevido a rozarla. Pero hablábamos largo y tendido. Es decir, era ella la que me contaba muchas cosas de su vida; yo, por temor de traicionarme, de hacerle sospechar mi identidad, me mantenía siempre en las generalidades. Flor de Helecho me contaba sus sueños: —Anoche vi a un Dinosaurio enorme, espantoso, que echaba fuego por las narices. Se acerca, me toma por la nuca, me lleva, quiere comerme viva. Era un sueño terrible, terrible, pero yo, qué extraño, no estaba nada asustada, no, ¿cómo decirte? me gustaba...
Por aquel sueño hubiera debido comprender muchas cosas, y sobre todo una: que Flor de Helecho no deseaba otra cosa que ser agredida. Había llegado el momento, para mí, de abrazarla. Pero el Dinosaurio que ellos imaginaban era demasiado distinto del Dinosaurio que era yo, y este pensamiento me volvía aún más tímido y diferente. En una palabra, perdí una buena oportunidad. Después, el hermano de Flor de Helecho volvió de la temporada de pesca en la llanura, la joven estaba mucho más vigilada, y nuestras conversaciones escasearon.
El hermano, Zahn, desde que me vio adoptó un aire suspicaz. —¿Y ése quién es? ¿De dónde viene? —preguntó a los otros, señalándome.
—Es el Feo, un forastero que trabaja en la madera —le dijeron—. ¿Por qué? ¿Qué tiene de raro?
—Quisiera preguntárselo a él —dijo Zahn, con aire torvo—. Eh, tú, ¿qué tienes de raro?
¿Qué debía responder? —¿Yo? Nada...
—Porque tú, a tu parecer, no eres raro, ¿eh? —y se rió. Aquella vez terminó ahí, pero yo no me esperaba nada bueno.
Zahn era uno de los tipos más decididos del pueblo. Había corrido mundo y demostraba saber muchas más cosas que los otros. Cuando oía las habituales conversaciones sobre los Dinosaurios, le asaltaba una especie de impaciencia. —Patrañas —dijo una vez—, todas patrañas las vuestras. Quisiera veros si llegara aquí un Dinosaurio de verdad.
—Hace tanto tiempo que no existen —intervino un pescador.
—No tanto —dijo Zahn con una risita burlona—, nadie ha dicho que no ande todavía alguna manada por los campos... En la llanura, los nuestros se turnan para vigilar día y noche. Pero allí pueden fiarse de todos, no admiten a tipos que no conocen... —y detuvo en mí la mirada, con intención.
Era inútil prolongar la situación: mejor agarrar el toro por los cuernos, en seguida. Di un paso adelante.
—¿Por qué te la tomas conmigo? —pregunté.
—Me la tomo con alguien que no sabemos de quién ha nacido ni de dónde viene, y pretende comer de lo nuestro, y cortejar a nuestras hermanas...
Uno de los pescadores asumió mi defensa: —El Feo se gana la vida; es de los que trabajan duro... —Será capaz de llevar troncos sobre el lomo, no lo niego —insistió Zahn—, pero en un momento de peligro, cuando tengamos que defendernos con dientes y uñas, ¿quién nos garantiza que se portará como es debido?
Comenzó una discusión general. Lo extraño era que la posibilidad de que yo fuese un Dinosaurio nunca se tenía en cuenta; la culpa que se me achacaba era la de ser Distinto, un Extranjero y por lo tanto Sospechoso; y el punto debatido era en qué medida mi presencia aumentaba el peligro de un eventual retorno de los Dinosaurios.
—Quisiera verlo en el combate, con esa boquita de lagartija —seguía provocándome Zahn, despectivo.
Me le acerqué, brusco, nariz contra nariz. —Puedes verme ahora mismo, si no escapas.
No se lo esperaba. Miró alrededor. Los otros hicieron rueda. Ahora no quedaba más que pelear.
Avancé, esquivé un mordisco torciendo el cuello, ya le había asestado una patada que lo revolcó patas arriba, y me le fui encima. Era un movimiento equivocado: como si no lo supiera, como si no hubiera visto morir Dinosaurios a arañazos y mordiscos en el pecho y en el vientre, mientras creían que habían inmovilizado al enemigo. Pero la cola todavía sabía usarla para mantenerme firme; no quería dejarme tumbar; hacía fuerza pero sentía que estaba por ceder...
Entonces uno del público gritó: —¡Dale, fuerza, Dinosaurio! —Saber que me habían desenmascarado y volver a ser el de antes fue todo uno: perdido por perdido lo mismo daba hacerles sentir el anriguo espanto. Y golpeé a Zahn, una, dos, tres veces...
Nos separaron. —Zahn, te lo habíamos dicho: el Feo tiene músculos. ¡Con el Feo no se bromea! —y se reían y me felicitaban, me daban manotones en la espalda. Yo, que me creía descubierto, no entendía nada; sólo más tarde comprendí que el apostrofe de "Dinosaurio" era una manera de decir, de animar a los rivales en una especie de: "¡Dale que te lo cargas!", y ni siquiera se sabía si me lo habían gritado a mí o a Zahn.
Desde aquel día todos me respetaron. Hasta Zahn me alentaba, me andaba detrás para verme dar nuevas pruebas de fuerza. Debo decir que también sus discursos habituales sobre los Dinosaurios habían cambiado un poco, como sucede cuando uno se cansa de juzgar las cosas de la misma manera y la moda comienza a tomar otra dirección. Ahora, si querían criticar alguna cosa en el pueblo, habían adquirido la costumbre de decir que entre los Dinosaurios no hubieran sucedido ciertas cosas, que los Dinosaurios podían dar el ejemplo en muchos casos, que en el comportamiento de los Dinosaurios en esta o aquella situación (por ejemplo de la vida privada) no había nada que criticar. En una palabra, parecía asomar casi una admiración póstuma por esos Dinosaurios de los cuales nadie sabía nada preciso.
A mí una vez se me ocurrió decir: —No exageremos: ¿qué creéis que era un Dinosaurio, al fin y al cabo?
Me reconvinieron: —Calla, ¿tú qué sabes si nunca los viste?
Quizás era el momento justo de empezar a llamar al pan pan. —¡Sí que los ví —exclamé—, y si queréis os puedo explicar cómo eran!
No me creyeron: pensaban que quería tomarles el pelo. Para mí, esta nueva manera que tenían de hablar de los Dinosaurios era casi tan insoportable como la de antes. Porque —aparte del dolor que sentía por el cruel destino de mi especie— yo la vida de los Dinosaurios la conocía desde adentro, sabía cómo entre nosotros prevalecía una mentalidad limitada, llena de prejuicios, incapaz de ponerse a la altura de las situaciones nuevas. ¡Y ahora tenía que ver cómo éstos tomaban por modelo aquel mundo nuestro pequeño, tan retrógrado, tan —digámoslo— aburrido! ¡Tenía que soportar cómo me imponían ellos una suerte de sagrado respeto por mi especie, yo que nunca lo había sentido! Pero en el fondo era que justo que fuera así: estos Nuevos, ¿en qué se diferenciaban de los Dinosaurios de los buenos tiempos? Seguros en su pueblo, con los diques y las pesquerías, les había asomado también una jactancia, una presunción... ¡Me pasaba que sentía ante ellos la misma impaciencia que me había producido mi ambiente, y cuanto más los oía admirar a los Dinosaurios, más detestaba a los Dinosaurios y a ellos al mismo tiempo!
—Sabes, anoche soñé que iba a pasar un Dinosaurio delante de mi casa —me dijo Flor de Helecho—, un Dinosaurio magnífico, un príncipe o un rey de los Dinosaurios. Yo me ponía bonita, me ataba una cinta en la cabeza y me asomaba a la ventana. Trataba de atraer la atención del Dinosaurio, le hacía una reverencia, pero él ni siquiera se daba cuenta, no se dignaba echarme una mirada...
Este sueño me dio una nueva clave para comprender el estado de ánimo de Flor de Helecho con respecto a mí: la joven debía de haber confundido mi timidez con una desdeñosa soberbia. Ahora que lo pienso, comprendo que me hubiera bastado insistir un poco en aquella actitud, demostrar un altivo desapego, y la hubiera conquistado del todo. En cambio la revelación me conmovió tanto que me arrojé a sus pies con lágrimas en los ojos, diciendo: —No, no, Flor de Helecho, no es como tú crees, tú eres mejor que cualquier Dinosaurio, cien veces mejor, y yo me siento tan inferior a ti...
Flor de Helecho se puso rígida, dio un paso atrás.
—¿Pero qué estás diciendo?
No era lo que ella esperaba; estaba desconcertada y encontraba la escena un poco desagradable. Yo me di cuenta demasiado tarde; me rehíce en seguida, pero una atmósfera de incomodidad pesaba ahora entre nosotros.
No hubo tiempo de pensarlo, con todo lo que sucedió después. Mensajeros jadeantes llegaron a la aldea. —¡Vuelven los Dinosaurios!— Se había visto una manada de monstruos desconocidos corriendo furiosa por la llanura. Si seguían a aquel paso al alba del día siguiente atacarían la aldea. Se dio la señal de alarma.
Pueden imaginarse la tempestad de sentimientos que se desencadenó en mi pecho a la noticia: ¡mi especie no estaba extinguida, podía reunirme con mis hermanos, recomenzar la antigua vida! Pero el recuerdo de la antigua vida que me volvía a la mente era la serie interminable de derrotas, fugas, peligros; recomenzar significaba quizás tan sólo un temporario suplemento de aquella agonía, el retorno a una fase que me hacía la ilusión de haber cerrado ya. Ahora había alcanzado, aquí en la aldea, una especie de nueva tranquilidad y me pesaba perderla.
El ánimo de los Nuevos también estaba dividido entre sentimientos diferentes. Por un lado el pánico, por el otro el deseo de triunfar del viejo enemigo, por otro también la idea de que si los Dinosaurios habían sobrevivido y ahora avanzaban en busca de un desquite, era señal de que nadie podía detenerlos, y no estaba excluido que una victoria de ellos, aun que fuese despiadada, pudiera constituir un bien para todos. Los Nuevos querían, en una palabra, al mismo tiempo defenderse, huir, exterminar al enemigo, ser vencidos; y esta inseguridad se reflejaba en el desorden de sus preparativos de defensa.
—¡Un momento! —gritó Zahn—. ¡Hay uno solo entre nosotros que está en condiciones de tomar el mando! ¡El más fuerte de todos, el Feo!
—¡Es cierto! ¡El Feo es el que debe mandarnos! —dijeron en corro todos los otros—. ¡Sí, sí, el mando al Feo! —y se ponían a mis órdenes.
—Pero no, cómo queréis que yo, un extranjero, no estoy a la altura... —me defendía yo. No hubo modo de convencerlos.
¿Qué debía hacer? Aquella noche no pude cerrar los ojos. La voz de la sangre me obligaba a desertar y a reunirme con mis hermanos; la lealtad hacia los Nuevos que me habían acogido y brindado hospitalidad y confiado en mí quería, en cambio, que me considerase de parte de ellos; además sabía bien que ni los Dinosaurios ni los Nuevos merecían que se moviera un dedo por ellos. Si los Dinosaurios trataban de restablecer su dominio con invasiones y matanzas, era señal de que no habían aprendido nada con la experiencia, que habían sobrevivido sólo por error. Y los Nuevos era evidente que dándome a mí el mando habían encontrado la solución más cómoda: descargar todas las responsabilidades en un extranjero que podía ser tanto el salvador como, en caso de derrota, un chivo expiatorio que se entrega al enemigo para calmarlo, o bien un traidor que puesto en manos del enemigo realizara el sueño inconfesable de los Nuevos, de ser dominados por los Dinosaurios. En una palabra, no quería saber nada ni de unos ni de otros; ¡que se degollasen entre ellos!; me importaba un rábano de todos. Tenía que escapar cuanto antes, dejarlos que se cocinaran en su salsa, no tener nada más que ver con esas viejas historias.
Esa misma noche, escurriéndome en la oscuridad, dejé la aldea. El primer impulso era alejarme lo más posible del campo de batalla, regresar a mis refugios secretos; pero la curiosidad fue más fuerte: volver a ver a mis semejantes, saber quién vencería. Me escondí en lo alto de unas rocas que dominaban el embalse del río, y esperé el alba.
Con la luz, aparecieron figuras en el horizonte. Avanzaban a la carga. Antes de distinguirlos bien, ya podía excluir que los Dinosaurios hubieran corrido con tan poca gracia. Cuando los reconocí no sabía si reír o avergonzarme. Rinocerontes, una manada, de los primeros, grandes y bastos y torpes, cubiertos de protuberancias de materia córnea, pero en esencia inofensivos, dedicados a comer hierba: ¡con eso habían confundido a los antiguos Reyes de la Tierra!
La manada de rinocerontes galopó con ruido de trueno, se detuvo a lamer unas matas, reanudó la carrera hacia el horizonte sin percatarse siquiera de los destacamentos de pescadores.
Volví corriendo a la aldea. —¡No se han dado cuenta de nada! ¡No eran Dinosaurios! —anuncié—. ¡Rinocerontes, eso es lo que eran! ¡Ya se fueron! ¡No hay más peligro! —Y añadí, para justificar mi deserción nocturna—: ¡Yo había salido a explorar! ¡A espiar y contaros!
—Quizá no nos hayamos dado cuenta de que no eran Dinosaurios —dijo con calma Zahn—, pero nos hemos dado cuenta de que no eres un héroe —y me volvió la espalda.
Sí, se habían desilusionado: de los Dinosaurios, de mí. Entonces sus historias de Dinosaurios se convirtieron en chistes en los cuales los terribles monstruos aparecían como personajes ridículos. A mí no me afectaba ese espíritu mezquino. Ahora reconocía la grandeza de alma que nos había hecho elegir la desaparición antes que vivir en un mundo que ya no era para nosotros. Si yo sobrevivía era solamente para que un Dinosaurio siguiera sintiéndose como tal en medio de esa gentuza que disfrazaba con bromas triviales el miedo que todavía la dominaba. ¿Y qué otra opción podía presentarse a los Nuevos sino entre irrisión y miedo?
Flor de Helecho reveló una actitud distinta contándome un sueño: —Había un Dinosaurio, cómico, verde verde, y todos le tomaban el pelo, le tiraban de la cola. Y me di cuenta de que, con ser ridículo, era la más triste de las criaturas, y de sus ojos amarillos y rojos corría un río de lágrimas.
¿Qué sentí al oír aquellas palabras? ¿La negativa a identificarme con las imágenes del sueño, el rechazo de un sentimiento que parecía haberse convertido en piedad, la imposibilidad de tolerar la idea disminuida que todos ellos se hacían de la dignidad dinosauria? Tuve un arrebato de soberbia, me puse rígido y le eché a la cara unas pocas frases despreciativas: —¿Por qué me aburres con esos sueños tuyos cada vez más infantiles? ¡No sabes soñar más que estupideces!
Flor de Helecho estalló en lágrimas. Yo me alejé encogiéndome de hombros.
Esto había sucedido en el muelle; no estábamos solos; los pescadores no habían oído nuestro diálogo pero se habían dado cuenta de mi estallido y de las lágrimas de la muchacha.
Zahn se sintió obligado a intervenir. —¿Pero quién te crees que eres —dijo con voz agria— para faltarle el respeto a mi hermana?
Me detuve y no contesté. Si quería pelear, estaba dispuesto. Pero el estilo de la aldea había cambiado los últimos tiempos: todo lo tomaban a broma. Del grupo de pescadores salió un grito en falsete: —¡Termínala, Dinosaurio!— Ésta era, lo sabía bien, una expresión burlona que había empezado a usarse últimamente para decir: "Baja el copete, no exageres", y así. Pero a mí me revolvió algo en la sangre.
—¡Sí, lo soy, si queréis saberlo —grité—, un Dinosaurio, eso mismo! ¡Si nunca habéis visto un Dinosaurio, aquí me tenéis, mirad!
Estalló una carcajada general de burla.
—Yo vi uno ayer —dijo un viejo—, salió de la nieve. —A su alrededor reinó de pronto el silencio.
El viejo volvía de un viaje a las montañas. El deshielo había fundido un antiguo glaciar y había asomado un esqueleto de Dinosaurio.
La noticia se propaló por la aldea. —¡Vamos a ver al Dinosaurio!— Todos subieron corriendo la montaña y yo con ellos.
Dejando atrás una morrena de guijarros, troncos arrancados, barro y osamentas de pájaros, se abría un pequeño valle en forma de concha. Un primer velo de líquenes verdecía las rocas liberadas del hielo. En el medio, tendido como si durmiera, con el cuello estirado por los intervalos de las vértebras, la cola desplegada en una larga línea serpentina, yacía un esqueleto de Dinosaurio gigantesco. La caja torácica se arqueaba como una vela y cuando el viento golpeaba contra los listones chatos de las costillas parecía que aún le latiera dentro un corazón invisible. El cráneo había girado hasta quedar torcido, la boca abierta como en un último grito.
Los Nuevos corrieron hasta allí dando voces jubilosas: frente al cráneo se sintieron mirados fijamente por las órbitas vacías; permanecieron a unos pasos de distancia, silenciosos; después se volvieron y reanudaron su necio jolgorio. Hubiera bastado que uno de ellos pasase su mirada del esqueleto a mí, que estaba contemplándolo, para darse cuenta de que éramos idénticos. Pero nadie lo hizo. Aquellos huesos, aquellos colmillos, aquellos miembros exterminadores, hablaban una lengua ahora ilegible, ya no decían nada a nadie, salvo aquel vago nombre que había perdido relación con las experiencias del presente.
Yo seguía mirando el esqueleto, el Padre, el Hermano, el igual a mí, Yo Mismo; reconocía mis miembros descarnados, mis rasgos grabados en la roca, todo lo que habíamos sido y ya no éramos, nuestra majestad, nuestras culpas, nuestra ruina.
Ahora aquellos despojos servirían a los Nuevos, distraídos ocupantes del planeta, para señalar un punto del paisaje, seguirían el destino del nombre "Dinosaurio" convertido en un sonido opaco sin sentido. No debía permitirlo. Todo lo que incumbía a la verdadera naturaleza de los Dinosaurios tenía que permanecer oculto. En la noche, mientras los Nuevos dormían en torno al esqueleto embanderado, trasladé y sepulté vértebra por vértebra a mi Muerto.
Por la mañana los Nuevos no encontraron huellas del esqueleto. No se preocuparon mucho. Era un nuevo misterio que se añadía a los tantos relacionados con los Dinosaurios. Pronto se les borró de la memoria.
Pero la aparición del esqueleto dejó una huella, en el sentido de que en todos ellos la idea de los Dinosaurios quedó unida a la de un triste fin, y en las historias que contaban ahora predominaba un acento de conmiseración, de pena por nuestros padecimientos. Esta compasión de nada me servía. ¿Compasión de qué? Si una especie había tenido jamás una evolución plena y rica, un reino largo y feliz, había sido la nuestra. La extinción era un epílogo grandioso, digno de nuestro pasado. ¿Qué podían entender esos tontos? Cada vez que los oía ponerse sentimentales con los pobres Dinosaurios, me daban ganas de tomarles el pelo, de contar historias inventadas e inverosímiles. En adelante la verdad sobre los Dinosaurios no la comprendería nadie, era un secreto que yo custodiaría sólo para mí.
Una banda de vagabundos se detuvo en la aldea. Entre ellos había una joven. Me sobresalté al verla. Si mis ojos no me engañaban, aquélla no tenía en las venas sólo sangre de los Nuevos: era una mulata, una mulata dinosauria. ¿Lo sabía? Seguramente que no, a juzgar por su desenvoltura. Quizá no uno de los padres, pero uno de los abuelos o bisabuelos o trisabuelos había sido Dinosaurio, y los caracteres, la gracia de movimientos de nuestra progenie, volvían a aparecer en un gesto casi desvergonzado, irreconocible ahora para todos, incluso para ella. Era una criatura graciosa y alegre; en seguida le anduvo detrás un grupo de cortejantes, y entre ellos el más asiduo y enamorado era Zahn.
Empezaba el verano. La juventud daba una fiesta en el río. —¡Ven con nosotros! —me invitó Zahn, que después de tantas peleas trataba de hacerse amigo; después se puso a nadar junto a la Mulata.
Me acerqué a Flor de Helecho. Quizá había llegado el momento de buscar un entendimiento. —¿Qué soñaste anoche? —pregunté, por iniciar una conversación.
Permaneció con la cabeza baja. —Vi a un Dinosaurio que se retorcía agonizando. Reclinaba la cabeza noble y delicada, y sufría, sufría... Yo lo miraba, no podía despegar los ojos de él y me di cuenta de que sentía un placer sutil viéndolo sufrir...
Los labios de Flor de Helecho se estiraban en un pliegue maligno que nunca le había notado. Hubiera querido sólo demostrarle que en aquel juego suyo de sentimientos ambiguos y oscuros yo no tenía nada que ver: yo era de los que gozan de la vida, el heredero de una estirpe feliz. Me puse a bailar a su alrededor, la salpiqué con el agua del río agitando la cola.
—¡No se te ocurren más que conversaciones tristes! —dije, frívolo—. ¡Termínala, ven a bailar!
No me entendió. Hizo una mueca.
—¡Y si no bailas conmigo, bailaré con otra! —exclamé. Tomé por una pata a la Mulata, llevándomela en las propias narices de Zahn, que primero la miró alejarse sin entender, tan absorto estaba en su contemplación amorosa, después tuvo un sobresalto de celos. Demasiado tarde; la Mulata y yo ya nos habíamos zambullido en el río y nadábamos hacia la otra orilla, para escondernos en los matorrales.
Quizá sólo quería dar a Flor de Helecho una prueba de quién era realmente yo, desmentir las ideas siempre equivocadas que se había hecho de mí. Y quizá me movía también un viejo rencor hacia Zahn, quería ostentosamente rechazar su nuevo ofrecimiento de amistad. O bien, más que nada, las formas familiares y sin embargo insólitas de la Mulata eran las que me daban ganas de una relación natural, directa, sin pensamientos secretos, sin recuerdos.
La caravana de vagabundos partiría por la mañana. La Mulata consintió en pasar la noche en los matorrales. Me quedé haciendo el amor con ella hasta el alba.
Éstos no eran sino episodios efímeros de una vida por lo demás tranquila y escasa de acontecimientos. Había dejado hundirse en el silencio la verdad acerca de mí y acerca de la era de nuestro reino. Ahora de los Dinosaurios casi no se hablaba; tal vez nadie creía ya que hubieran existido. Hasta Flor de Helecho había dejado de soñar con ellos.
Cuando me contó: —Soñé que en una caverna quedaba el único sobreviviente de una especie cuyo nombre nadie recordaba, y yo iba a preguntárselo, y estaba oscuro, y yo sabía que estaba allí, y no lo veía, y sabía bien quién era y cómo era pero no hubiera podido decirlo, y no entendía si era él el que contestaba a mis preguntas o yo a las suyas... —fue para mí la señal de que finalmente había empezado un entendimiento amoroso entre nosotros, como lo deseaba desde que me había detenido por primera vez en la fuente y aún no sabía si me sería permitido sobrevivir.
Desde entonces había aprendido tantas cosas, y sobre todo la forma en que vencen los Dinosaurios. Primero creí que desaparecer habría sido para mis hermanos la magnánima aceptación de una derrota; ahora sabía que los Dinosaurios cuanto más desaparecen más extienden su dominio, y sobre selvas mucho más inmensas que las que cubren los continentes: en la maraña de pensamientos del que se queda. Desde la penumbra de los miedos y las dudas de generaciones ahora ignaras, continuaban extendiendo el cuello, levantando sus zarpas, y cuando la última sombra de su imagen se había borrado, su nombre continuaba superponiéndose a todos los significados, perpetuando su presencia en las relaciones entre los seres vivientes. Ahora, borrado hasta el nombre, les aguardaba convertirse en una sola cosa con los moldes mudos y anónimos del pensamiento, a través de los cuales cobran forma y sustancia las cosas pensadas: por los Nuevos, y por los que vendrían aún después.
Miré alrededor: la aldea que me había visto llegar como extranjero, ahora bien podía decirla mía, y decir mía a Flor de Helecho: de la manera en que un Dinosaurio puede decirlo. Por eso, con un silencioso gesto de saludo me despedí de Flor de Helecho, dejé la aldea, me fui para siempre.
Por el camino miraba los árboles, los ríos y los montes y no sabía distinguir los que ya estaban en los tiempos de los Dinosaurios y los que habían venido después. Alrededor de algunas guaridas habían acampado unos vagabundos. Reconocí de lejos a la Mulata, siempre agradable, un poco más gorda. Para que no me vieran me resguardé en el bosque y la espié. La seguía un hijito que apenas podía correr sobre sus piernas meneando la cola. ¿Cuánto tiempo hacía que no veía a un pequeño Dinosaurio tan perfecto, tan pleno de la exacta esencia de Dinosaurio, y tan ignorante de lo que el nombre Dinosaurio significaba?
Lo esperé en un claro del bosque para verlo jugar, perseguir una mariposa, deshacer una piña contra una piedra para sacar los piñones. Me acerqué. Era realmente mi hijo.
Me miró con curiosidad. —¿Quién eres? —preguntó.
—Nadie —dije—. Y tú, ¿sabes quién eres?
—¡Claro! Lo saben todos: ¡soy un Nuevo! —dijo.
Era exactamente lo que esperaba oír. Le acaricié la cabeza, le dije: —Muy bien —y me fui. Recorrí valles y llanuras. Llegué a una estación, tomé el tren, me confundí con la multitud.