domingo, 24 de enero de 2021

Cómo se inventó el pueblo judío por Shlomo Sand

 






Deconstrucción de una historia mítica 

 

¿Los judíos conforman un pueblo? Un historiador israelí aporta una respuesta nueva a esta pregunta antigua. Contrariamente a la idea recibida, la diáspora no fue el resultado de la expulsión de los hebreos de Palestina, sino de las conversiones sucesivas en África del Norte, en Europa del Sur y en Medio Oriente. Esto estremece uno de los fundamentos del pensamiento sionista, el que pregona que los judíos fueron descendientes del reino de David y no –¡Dios no lo permita!– los herederos de guerreros bereberes o de caballeros jázaros.

 

Todo israelí sabe, sin sombra de duda, que el pueblo judío existe desde que recibió la Torá (1) en el Sinaí, y que es su descendiente directo y exclusivo. Está convencido de que este pueblo, que partió de Egipto, se estableció en la “tierra prometida”, donde se construyó el glorioso reino de David y Salomón, dividido luego en Judea e Israel. Del mismo modo, nadie ignora que vivió el exilio en dos oportunidades: tras la destrucción del Primer Templo, en el siglo VI a. C., y la del Segundo Templo en el año 70 d. C.

 

Siguió luego una errancia de alrededor de dos mil años: sus tribulaciones   lo conujeron a Yemen, Marruecos, España, Alemania, Polonia y hasta lo más recóndito de Rusia, pero siempre logró preservar los lazos de sangre entre sus comunidades alejadas.

 

Así, su unicidad no se vio alterada. A fines del siglo XIX, maduraron las condiciones para su retorno a la antigua patria. Sin el genocidio nazi, millones de judíos habrían naturalmente repoblado Eretz Israel (la tierra de Israel), algo con lo que soñaban desde hacía veinte siglos.

 

Virgen, Palestina esperaba que su pueblo original volviera para hacerla reflorecer. Ya que ésta le pertenecía, y no a esa minoría, desprovista de historia, que había llegado allí por azar. Justas eran pues las guerras libradas por el pueblo errante para retomar la posesión de su tierra; y criminal la violenta oposición de la población local.

 

¿De dónde viene esta interpretación de la historia judía? Es obra, desde la segunda  mitad del siglo XIX, de talentosos reconstructores del pasado, cuya imaginación fértil inventó, en base a fragmentos de memoria religiosa, judía y cristiana, un encadenamiento genealógico continuo para el pueblo judío. La abundante historiografía del judaísmo incluye, desde luego, múltiples enfoques. Pero las polémicas en su seno nunca cuestionaron las concepciones esencialistas elaboradas a fines del siglo XIX y comienzos del XX.

 

Cuando aparecían descubrimientos susceptibles de contradecir la imagen del pasado lineal, éstos casi no tenían repercusión alguna. El imperativo nacional, como una mandíbula fuertemente cerrada, bloqueaba toda clase de contradicción y desvío con respecto al relato dominante. Las instancias específicas de producción del conocimiento sobre el pasado judío –los departamentos exclusivamente consagrados a la “historia del pueblo judío”, totalmente separados de los departamentos de historia (llamada en Israel “historia general”)– contribuyeron ampliamente a esta curiosa hemiplejia. Incluso el debate, de carácter jurídico, sobre “¿Quién es judío?” no les interesó a estos historiadores: para ellos, es judío todo descendiente del pueblo obligado al exilio hace dos mil años.

 

Estos investigadores “autorizados” del pasado tampoco participaron de la controversia de los “nuevos historiadores”, iniciada a fines de los años ’80. La mayoría de los escasos actores de este debate público provenía de otras disciplinas o bien de horizontes extra­académicos: sociólogos, orientalistas, lingüistas, geógrafos, especialistas en ciencias políticas, investigadores en literatura y arqueólogos formularon nuevas reflexiones sobre el pasado judío y sionista. También integraban sus filas académicos provenientes del exterior. Los “departamentos de historia judía” sólo lograron, en cambio, temerosas y conservadoras repercusiones, disfrazadas de una retórica apologética basada en ideas recibidas.

 

En síntesis, en sesenta años, la historia nacional maduró muy poco, y seguramente no evolucione en el corto plazo. Sin embargo, los hechos actualizados por las investigaciones plantean a priori a todo historiador honesto asombrosos interrogantes, que son sin embargo fundamentales.

 

¿Puede considerarse la Biblia un libro de historia? Los primeros historiadores judíos modernos, como Isaak Marcus Jost o Leopold Zunz, en la primera mitad del siglo XIX, no la consideraban así: a sus ojos, el Antiguo Testamento se presentaba como un libro de teología constitutivo de las comunidades religiosas judías tras la destrucción del Primer Templo. Hubo que esperar hasta la segunda mitad del mismo siglo para  encontrar a historiadores, en primer lugar Heinrich Graetz, portadores de una visión “nacional” de la Biblia: transformaron la partida de Abraham a Canaán, la salida de Egipto o incluso el reino unificado de David y Salomón en relatos de un pasado auténticamente nacional. Desde entonces, los historiadores sionistas no dejaron de reiterar estas “verdades bíblicas”, convertidas en alimento cotidiano de la educación nacional.

 

Pero hete aquí que en los años ’80 la tierra tiembla, haciendo tambalear estos mitos fundacionales. Los descubrimientos de la nueva arqueología contradicen la posibilidad de un gran éxodo en el siglo XIII antes de nuestra era. Del mismo modo, Moisés no pudo liberar a los hebreos de Egipto y conducirlos hacia la “tierra prometida”, por la sencilla razón de que en esa época... estaba en manos de los egipcios. Además, no se


observa ninguna huella de una revuelta de esclavos en el reinado de los faraones, ni de una conquista rápida del país de Canaán por parte de un elemento extranjero.

 

Tampoco existe signo o recuerdo del suntuoso reino de David y Salomón. Los descubrimientos de la década transcurrida muestran la existencia, en esa época, de dos pequeños reinos: Israel, el más poderoso, y Judea. Los habitantes de esta última tampoco sufrieron el exilio en el siglo VI antes de nuestra era: sólo sus elites políticas e intelectuales debieron instalarse en Babilonia. De este encuentro decisivo con los cultos persas                                 nació                       el                       monoteísmo                       judío. En cuanto al exilio del año 70 de nuestra era, ¿se produjo efectivamente? Paradójicamente, este “hecho fundacional” en la historia de los judíos, que origina la “diáspora”, no dio lugar a la menor obra de investigación. Y por una razón muy prosaica: los romanos nunca expulsaron a ningún pueblo en la región oriental del Mediterráneo. Salvo los prisioneros reducidos a la esclavitud, los habitantes de Judea siguieron viviendo en sus tierras, incluso tras la destrucción del Segundo Templo.

 

Una parte de ellos se convirtió al cristianismo en el siglo IV, mientras que la gran mayoría se sumó al islam durante la conquista árabe en el siglo VII. La mayoría de los pensadores sionistas no lo ignoraban: así, Isaac Ben Zvi, futuro presidente del Estado de Israel, al igual que David Ben Gurión, fundador del Estado, lo escribieron hasta 1929, año de la gran revuelta palestina. Ambos mencionan reiteradas veces el hecho  de que los campesinos de Palestina son los descendientes de los habitantes de la antigua Judea (2).

 

A falta de un exilio desde la Palestina romanizada, ¿de dónde vienen los numerosos judíos que pueblan el Mediterráneo desde la Antigüedad? Detrás de la cortina de la historiografía nacional se esconde una sorprendente realidad histórica. De la revuelta de los macabeos en el siglo II antes de nuestra era, a la revuelta de Bar Kojba en el siglo II después de Cristo, el judaísmo fue la primera religión proselitista. Los asmoneos ya habían convertido a la fuerza a los idumeos del sur de Judea y los itureos de Galilea, anexados al “pueblo de Israel”. Partiendo de este reino judeo­helenista, el judaísmo se propagó en todo Medio Oriente y en el Mediterráneo. En el primer siglo de nuestra era surgió, en el actual Kurdistán, el reino judío de Adiabeno que, fuera de Judea, no fue el último reino en “judaizarse”: otros lo hicieron más tarde.

 

Los escritos de Flavio Josefo no son el único testimonio del ardor proselitista de los judíos. De Horacio a Séneca, de Juvenal a Tácito, muchos escritores latinos expresaron sus temores. La Mishná y el Talmud (3) autorizan esta práctica de la conversión, aun cuando, frente a la creciente presión del cristianismo, los sabios de la tradición talmúdica expresaran reservas al respecto.

 

“Judeización”

La victoria de la religión de Jesús, a comienzos del siglo IV, no puso fin a la expansión del judaísmo, sino que empujó el proselitismo judío a los márgenes del mundo cultural cristiano. En el siglo V apareció así, en el actual territorio de Yemen, un reino judío vigoroso con el nombre de Himyar, cuyos descendientes conservaron su fe tras la victoria del islam y hasta los tiempos modernos. Del mismo modo, los cronistas árabes dan cuenta de la existencia, en el siglo VII, de tribus bereberes judaizadas: frente al avance árabe, que alcanza África del Norte a fines de ese mismo siglo, aparece la figura legendaria   de   la   reina   judía   Dihya­el­Kahina,  quien  intentó   frenarlo.   Bereberes judaizados participaron de  la  conquista  de  la  casi  isla  ibérica,  y establecieron allí  los fundamentos de la particular simbiosis entre judíos y musulmanes, característica de  la cultura hispano­árabe.

 La conversión masiva más significativa se produjo entre el mar Negro y el mar Caspio:comprendió al  inmenso  reino  jázaro  en  el  siglo  VIII. La  expansión  del  judaísmo  delCáucaso a la Ucrania actual engendró múltiples comunidades, que las invasiones de los mongoles del siglo XIII rechazaron engran medida hacia el este de Europa. Allí, conlos  judíos  provenientes  de  las  regiones  eslavas  del  sur  y  de  los  actuales  territorios alemans, sentaron   las   bases   de   la   gran  cultura      yidish   

Estos relatos de  los orígenes múltiples de  los judíos figuran, de  manera  más o  menosimprecisa, en la historiografía sionista hasta los años ’60: progresivamente irán siendodejados de  lado  antes de desaparecer totalmente de  la  memoria pública en Israel.  Losconquistadores de la ciudad de David, en 1967, debían ser los descendientes de su reinomítico  y no  –¡Dios  no  lo  permita!–  los  herederos de  guerreros bereberes o  de  jinetesjázaros. Los judíos aparecen entonces como un “etnos”specífico que,después dedos mil   años   de    exilio    y   errancia,    terminó    volviendo    a    Jerusalén,    su   

capital.Los defensores de este relato lineal e indivisible no sólo recurren a la enseñanza de lahistoria:  convocan  también  a  la  biología.  Desde  los  años  ’70,  en  Israel,  una  serie  deinvestigaciones  “científicas”  se  esfuerza  por  demostrar,  por  todos  los  medios,   laproximidad  genética  de  los  judíos  del  mundo  entero.  La  “investigación  sobre  losorígenes de las poblaciones” representa actualmente un campo legitimado y popular dela biología molecular, mientras que el cromosoma Y masculino ocupa un lugar de honor junto con una Clío judía en la búsqueda desenfrenada de la unicidad de origen del“pueblo elegido”.

 Esta  concepción  histórica  constituye  la  base  de  la  política  identitaria  del  Estado  deIsrael,  ¡y  ése  es  su  punto  débil!  En  efecto,  da  lugar  a  una  definición  esencialista  yetnocentrista del judaísmo, alimentando una segregación que separa a los judíos de losno judíos, tanto árabes como rusos o trabajadores inmigrantes.

 Israel, sesenta años después de su fundación, se niega a considerarse una república queexiste  para  sus  ciudadanos.  Aproximadamente  el  25%  de  ellos  no  son  consideradosjudíos y, según el espíritu de sus leyes, este Estado no les pertenece. En cambio, Israelse presenta siempre como  el Estado  de los judíos del mundo  entero, aunque  ya  no  setrate de refugiados perseguidos, sino de ciudadanos de pleno derecho que viven en plenaigualdad en los países donde habitan. Dicho deotromodo, una etnocracia sin fronteras justifica   la  severa  discriminación  que  practica   con  una  parte  de  sus  ciudadanos invocando  el  mito  de  la  nación  eterna,  reconstruida  para  reunirse  en  la  “tierra  de  susancestros”.

Escribir una nueva historia judía, más allá del prisma sionista, no es algo fácil. La luzque lo atraviesa se transforma en colores etnocentristas intensos. Ahora bien, los judíossiempre  formaron  comunidades  religiosas  constituidas,  la  mayoría  de  las  veces  porconversión,  en  diversas  regiones  del  mundo:  éstas  no  representan  pues  un  “etnos”portador de un mismo origen único y que se habría desplazado a lo largo de una errancia de veinte siglos.


Tomado de Le Monde Diplomatique Agosto 2008


sábado, 23 de enero de 2021

James Joyce (1887-1941 Irlanda ) " Evelina "





Sentada a la ventana vio cómo la noche invadía la avenida. Reclinó la cabeza en la cortina y su nariz se llenó del olor a cretona polvorienta. Se sentía cansada.

Pasaban pocas personas. El hombre que vivía al final de la manzana regresaba a su casa; oyó los pasos repicar sobre la acera de cemento y crujir luego en el camino de ceniza que pasaba frente a las nuevas casas de ladrillo rojo. En otro tiempo hubo allí un solar yermo en donde jugaban todas las tardes con los otros muchachos. Luego, alguien de Belfast compró el solar y construyó allí casas -no casitas de color pardo como las demás, sino casas de ladrillo, de colores vivos y techos charolados. Los muchachos de la avenida acostumbraban a jugar en ese placer: los Devine, los Water, los Dunn, Keogh el lisiadito, ella y sus hermanos y hermanas. Ernest, sin embargo, nunca jugaba: era muy mayor. Su padre solía perseguirlos por el yermo esgrimiendo un bastón de endrino; pero casi siempre el pequeño Keogh se ponía a vigilar y avisaba cuando veía venir a su padre. Con todo, parecían felices por aquel entonces. Su padre no iba tan mal en ese tiempo; y, además, su madre estaba viva. Eso fue hace años; ella, sus hermanos y hermanas ya eran personas mayores; su madre había muerto. Tizzie Dunn también había muerto y los Water habían vuelto a Inglaterra. ¡Todo cambia! Ahora ella también se iría lejos, como los demás, abandonando el hogar paterno.

¡El hogar! Echó una mirada al cuarto, revisando todos los objetos familiares que había sacudido una vez por semana durante tantísimos años, preguntándose de dónde saldría ese polvo. Quizá no volvería a ver las cosas de la familia, de las que nunca soñó separarse. Y, sin embargo, en todo ese tiempo nunca averiguó el nombre del cura cuya foto amarillenta colgaba en la pared, sobre el armonio roto, al lado de la estampa de las promesas a Santa Margarita María Alacoque. Fue amigo de su padre. Cada vez que mostraba la foto a un visitante, su padre solía alargársela con una frase fácil:

-Ahora vive en Melbourne.

Ella había decidido dejar su casa, irse lejos. ¿Era esta una decisión inteligente? Trató de sopesar las partes del problema. En su casa por lo menos tenía techo y comida; estaban aquellos a los que conocía de toda la vida. Claro que tenía que trabajar duro, en la casa y en la calle. ¿Qué dirían en la tienda cuando supieran que se había fugado con el novio? Tal vez dirían que era una idiota, y la sustituirían poniendo un anuncio. Miss Gavan se alegraría. La tenía tomada con ella, sobre todo cuando había gente delante.

-Miss Hill, ¿no ve que está haciendo esperar a estas señoras?

-Por favor, miss Hill, un poco más de viveza.

No iba a derramar precisamente lágrimas por la tienda.

Pero en su nueva casa, en un país lejano y extraño, no pasaría lo mismo. Luego -ella, Eveline- se casaría. Entonces la gente sí que la respetaría. No iba a dejarse tratar como su madre. Aún ahora, que tenía casi veinte años, a veces se sentía amenazada por la violencia de su padre. Sabía que era eso lo que le daba palpitaciones.

Cuando se fueron haciendo mayores, él nunca le levantó la mano a ella, como sí lo hizo a Harry y a Ernest, porque ella era mujer; pero últimamente la amenazaba y le decía lo que le haría si no fuera porque su madre estaba muerta. Y ahora no tenía quien la protegiera, con Ernest muerto y Harry, que trabajaba decorando iglesias, siempre de viaje por el interior. Además, las invariables disputas por el dinero cada sábado por la noche habían comenzado a cansarla hasta decir no más. Ella siempre entregaba todo su sueldo -siete chelines-, y Harry mandaba lo que podía, pero el problema era cómo conseguir dinero de su padre. Él decía que ella malgastaba el dinero, que no tenía cabeza, que no le iba a dar el dinero que ganaba con tanto trabajo para que ella lo tirara por ahí, y muchísimas cosas más, ya que los sábados por la noche siempre regresaba algo destemplado. Al final le daba el dinero, preguntándole si ella no tenía intención de comprar las cosas de la cena del domingo. Entonces tenía que irse a la calle volando a hacer los recados, agarraba bien su monedero de cuero negro en la mano al abrirse paso por entre la gente y volvía a casa ya tarde cargada de comestibles. Le costaba mucho trabajo sostener la casa y ocuparse de que los dos niños dejados a su cargo fueran a la escuela y se alimentaran con regularidad. El trabajo era duro -la vida era dura-, pero ahora que estaba a punto de partir no encontraba que su vida dejara tanto que desear.

Iba a comenzar a explorar una nueva vida con Frank. Frank era bueno, varonil, campechano. Iba a irse con él en el barco de la noche, y ser su esposa, y vivir con él en Buenos Aires, en donde le había puesto casa. Recordaba bien la primera vez que lo vio; se alojaba él en una casa de la calle mayor a la que ella iba de visita. Parecía que no habían pasado más que unas semanas. Él estaba parado en la puerta, la visera de la gorra echada para atrás, con el pelo cayéndole en la cara broncínea. Llegaron a conocerse bien. Él la esperaba todas las noches a la salida de la tienda y la acompañaba hasta su casa. La llevó a ver La muchacha de Bohemia, y ella se sintió en las nubes sentada con él en el teatro, en sitio desusado. A él le gustaba mucho la música y cantaba un poco. La gente se enteró de que la enamoraba, y, cuando él cantaba aquello de la novia del marinero, ella siempre se sentía turbada. Él la apodó Poppens, en broma. Al principio era emocionante tener novio, y después él le empezó a gustar. Contaba cuentos de tierras lejanas. Había empezado como camarero, ganando una libra al mes, en un buque de las líneas Allan que navegaba al Canadá. Le recitó los nombres de todos los barcos en que había viajado y le enseñó los nombres de los diversos servicios. Había cruzado el estrecho de Magallanes y le narró historia de los terribles patagones. Recaló en Buenos Aires, decía, y había vuelto al terruño de vacaciones solamente. Naturalmente, el padre de ella descubrió el noviazgo y le prohibió que tuviera nada que ver con él.

-Yo conozco muy bien a los marineros -le dijo.

Un día él sostuvo una discusión acalorada con Frank, y después de eso ella tuvo que verlo en secreto.

En la calle la tarde se había hecho noche cerrada. La blancura de las cartas se destacaba en su regazo. Una era para Harry; la otra para su padre. Su hermano favorito fue siempre Ernest, pero ella también quería a Harry. Se había dado cuenta de que su padre había envejecido últimamente: le echaría de menos. A veces él sabía ser agradable. No hacía mucho, cuando ella tuvo que guardar cama por un día, él le leyó un cuento de aparecidos y le hizo tostadas en el fogón. Otro día -su madre vivía todavía- habían ido de picnic a la loma de Howth. Recordó cómo su padre se puso el gorro de su madre para hacer reír a los niños.

Apenas le quedaba tiempo ya, pero seguía sentada a la ventana, la cabeza recostada en la cortina, respirando el olor a cretona polvorienta. A lo lejos, en la avenida, podía oír un organillo. Conocía la canción. Qué extraño que la oyera precisamente esa noche para recordarle la promesa que le hizo a su madre: la promesa de sostener la casa cuanto pudiera. Recordó la última noche de la enfermedad de su madre: de nuevo regresó al cuarto cerrado y oscuro al otro lado del corredor; afuera tocaban una melancólica canción italiana. Mandaron mudarse al organillero dándole seis peniques. Recordó cómo su padre regresó al cuarto de la enferma diciendo:

-¡Malditos italianos! ¡Mira que venir aquí!

Mientras rememoraba, la lastimosa imagen de su madre la tocó en lo más vivo de su ser –una vida entera de sacrificio cotidiano para acabar en la locura total. Temblaba al oír de nuevo la voz de su madre diciendo constantemente con insistencia insana:

Dedevaun Seraun! ¡Dedevaun Seraun!

Se puso en pie bajo un súbito impulso aterrado. ¡Escapar! ¡Tenía que escapar! Frank sería su salvación. Le daría su vida, tal vez su amor. Pero ella ansiaba vivir. ¿Por qué ser desgraciada? Tenía derecho a la felicidad. Frank la levantaría en vilo, la cargaría en sus brazos. Sería su salvación.

* * *

Esperaba entre la gente apelotonada en la estación en North Wall. Le cogía una mano y ella oyó que él le hablaba diciendo una y otra vez algo sobre el pasaje. La estación estaba llena de soldados con maletas marrones. Por las puertas abiertas del almacén atisbó el bulto negro del barco, atracado junto al muelle, con sus portillas iluminadas. No respondió. Sintió su cara fría y pálida y, en su laberinto de penas, rogó a Dios que la encaminara, que le mostrara cuál era su deber. El barco lanzó un largo y condolido pitazo hacia la niebla. De irse ahora, mañana estaría mar afuera con Frank, rumbo a Buenos Aires. Ya él había sacado los pasajes. ¿Todavía se echaría atrás, después de todo lo que él había hecho por ella? Su desánimo le causó náuseas físicas y continuó moviendo los labios en una oración silenciosa y ferviente.

Una campanada sonó en su corazón. Sintió su mano coger la suya.

-¡Ven!

Todos los mares del mundo se agitaban en su seno. Él tiraba de ella: la iba a ahogar. Se agarró con las dos manos en la barandilla de hierro.

-¡Ven!

¡No! ¡No! ¡No! Imposible. Sus manos se aferraron frenéticas a la baranda. Dio un grito de angustia hacia el mar.

-¡Eveline! ¡Evvy!

Se apresuró a pasar la barrera, diciéndole a ella que lo siguiera. Le gritaron que avanzara, pero él seguía llamándola. Se enfrentó a él con cara lívida, pasiva, como un animal indefenso. Sus ojos no tuvieron para él ni un vestigio de amor o de adiós o de reconocimiento.


viernes, 1 de enero de 2021

María Auxiliadora Álvarez (Caracas, Venezuela, 1956)

 




para no morir 


 se va uno 

para no ver

 que la mirada que ama 

se ha cerrado

 para no volverse a abrir jamás 


se va uno

 para que nunca más 

le digan a uno “adiós”


 se va uno 

con su amor a cuestas

 para un lugar imaginario 

donde el pájaro sin alas

 es útil a pesar 

de la privación de cielo


 se va uno 

a conciencia de que todo

 lo ha imaginado 

todo menos 

la intimidad de la luz


 se va uno 

con la certeza 

de que nunca 

podrá tocar lo intocable

 de que nunca verá lo invisible

 (perseguido como ha estado

 por fragores tan apremiantes 

y tan menos sutiles)


 se va uno reciamente 

con su agradecimiento cercado 

por una fila de piedras pequeñas 

alrededor de la lengua 


se va uno 

sin preguntas 

sin movimientos bruscos 

como un mar pacífico


 se va uno 

silencioso 

como quien cumple un deber 

como quien olvida 


se va uno

 dominando 

el tiempo del llanto 

el tiempo que siempre 

es el mismo 


se va uno

 como quien dice “se acabó” 

como quien no estuvo 


se va uno

 y deja en el dejar

 lo que fue uno 

lo que aún es uno: 

una corta exhalación 

de la brisa una brisa 

que se mueve para no morir 



 Publicado en El amor de los enfermos (Compendio de Ca(z)a, Páramo solo y Las regiones del frío) México: Mantis/UANL, 2018.

Arthur Schopenhauer y los puercoespines por Vincent Valentin

 



En invierno los puercoespines se encuentran aquejados por dos sufrimientos. O bien se alejan unos de otros y padecen frío. O bien se juntan unos con otros para mantener el calor y se clavan las espinas que les destrozan las carnes. Buscan, pues, una situación intermedia aceptable entre la soledad helada y la proximidad hiriente. Mediante esta fábula, Arthur Schopenhauer (1788-1860) resume de una manera sencilla uno de los aspectos importantes de su pensamiento. Como los puercoespines en invierno, los hombres se encuentran, según él, empujados los unos a los otros por «la necesidad de la sociedad surgida del vacío y de la monotonía de su propio interior (...) pero sus numerosas cualidades repulsivas y sus insoportables defectos los dispersan de nuevo. La distancia intermedia que terminan por descubrir y en la cual la vida en común se hace posible, consiste en la cortesía y las buenas maneras». Friedrich Nietzsche veía en el texto el estado de espíritu de una sociedad devenida vulgar y niveladora. Sigmund Freud apreciaba la parábola en que reconocía su propio escepticismo en lo tocante al proceso de civilización, necesario pero productor de neurosis. Tal vez no sea casual que tuviese en su mesa de trabajo un pequeño puercoespín como pisapapeles. Para Arthur Schopenhauer este ejemplo ilustra la idea, recurrente en su obra, según la cual la vida: «oscila como un péndulo de derecha a izquierda, entre el sufrimiento y el aburrimiento»; lo mismo sucede con el amor en que uno –el que desearía aproximarse– sufre, mientras que el otro, indiferente, se aburre. Cada uno de nosotros duda necesariamente entre ambas miserias. De un lado, la soledad en que el hombre, animal social, se consume. Del otro, el juego social, en que lo que Schopenhauer denomina el «querer vivir», nos empuja a fin de satisfacer nuestros deseos, pero donde no encuentra mucho en que expandirse. En un mundo que es «el peor de los mundos posibles», las penas prevalecen sobre las alegrías. La vida en sociedad multiplica los deseos y, en consecuencia, las frustraciones. El sufrimiento es redoblado por la conciencia que la «voluntad» no sólo nos somete sino que no tiene razón de ser. Actuamos sin saber verdaderamente porqué, obedeciendo a un instinto nunca pensado. El absurdo se hace trágico: no tan solo no tiene ningún fundamento, sino que actuamos como si lo tuviese. La vida en sociedad nos obliga a tomar en serio un juego absurdo y penoso. ¿Estamos condenados a la fría soledad, a la ilusiones sociales o a la mediocre «cortesía»? No, porque existe una alternativa que aparece al final de la parábola: «el que posee en sí mismo una gran dosis de calor interior, prefiere alejarse de la sociedad para no causar contrariedades ni sufrirlas». Preferir la soledad, pues, pero a condición de neutralizar la propia voluntad, de negar el querer-vivir y la propia individualidad. Sólo la filosofía y la contemplación estética permiten comprender la vanidad de la existencia. Ambas liberan de los instintos gregarios, de los deseos vanos y nunca satisfechos. Sin embargo la sabiduría que de ello resulta es negativa: no se trata de www.alcoberro.info felicidad, sino de la simple capacidad de no sufrir. Del sosiego –cuando no se notan ni los pinchazos ni el frío– más que de la felicidad.


«Philosophie Magazine»; nº 13, octubre 2007.

miércoles, 30 de diciembre de 2020

Un brazo (かたうで kataude?) de Yasunari Kawabata

 





      —Puedo dejarte uno de mis brazos para esta noche —dijo la muchacha. Se quitó el brazo derecho desde el hombro y, con la mano izquierda, lo colocó sobre mi rodilla.
       —Gracias —me miré la rodilla. El calor del brazo la penetraba.
       —Pondré el anillo. Para recordarte que es mío —sonrió y levantó el brazo izquierdo a la altura de mi pecho—. Por favor —con un solo brazo era difícil para ella quitarse el anillo.
       —¿Es un anillo de pedida?
       —No, un regalo. De mi madre.
       Era de plata, con pequeños diamantes engarzados.
       —Tal vez se parezca a un anillo de pedida, pero no me importa. Lo llevo, y cuando me lo quito es como si estuviera abandonando a mi madre.
       Levanté el brazo que tenía sobre la rodilla, saqué el anillo y lo deslicé en el anular.
       —¿En éste?
       —Sí —asintió ella—. Parecería artificial si no se doblan los dedos y el codo. No te gustaría. Deja que los doble por ti.
       Tomó el brazo de mi rodilla y, suavemente, apretó los labios contra él. Entonces los posó en las articulaciones de los dedos.
       —Ahora se moverán.
       —Gracias —recuperé el brazo—. ¿Crees que me hablará? ¿Me dirigirá la palabra?
       —Sólo hace lo que hacen los brazos. Si habla, me dará miedo tenerlo de nuevo. Pero inténtalo, de todos modos. Al menos debería escuchar lo que digas, si eres bueno con él.
       —Seré bueno con él.
       —Hasta la vista —dijo, tocando el brazo derecho con la mano izquierda, como para infundirle un espíritu propio—. Eres suyo, pero sólo por esta noche.
       Cuando me miró, parecía contener las lágrimas.
       —Supongo que no intentarás cambiarlo con tu propio brazo —dijo—. Pero no importa. Adelante, hazlo.
       —Gracias.
       Puse el brazo dentro de mi gabardina y salí a las calles envueltas por la bruma. Temía ser objeto de extrañeza si tomaba un taxi o un tranvía. Habría una escena si el brazo, ahora separado del cuerpo de la muchacha, lloraba o profería una exclamación.
       Lo sostenía contra mi pecho, hacia el lado, con la mano derecha sobre la redondez del hombro. Estaba oculto bajo la gabardina, y yo tenía que tocarla de vez en cuando con la mano izquierda para asegurarme de que el brazo seguía allí. Probablemente no me estaba asegurando de la presencia del brazo sino de mi propia felicidad.
       Ella se había quitado el brazo en el punto que más me gustaba. Era carnoso y redondo; ¿estaría en el comienzo del hombro o en la parte superior del brazo? La redondez era la de una hermosa muchacha occidental, rara en una japonesa. Se encontraba en la propia muchacha, una redondez limpia y elegante como una esfera resplandeciente de una luz fresca y tenue. Cuando la muchacha ya no fuese pura, aquella gentil redondez se marchitaría, se volvería flácida. Al ser algo que duraba un breve momento en la vida de una muchacha hermosa, la redondez del brazo me hizo sentir la de su cuerpo. Sus pechos no serían grandes. Tímidos, sólo lo bastante grandes para llenar las manos, tendrían una suavidad y una fuerza persistentes. Y en la redondez del brazo yo podía sentir sus piernas mientras caminaba. Las movería grácilmente, como un pájaro pequeño o una mariposa trasladándose de flor en flor. Habría la misma melodía sutil en la punta de su lengua cuando besara.

       Era la estación para llevar vestidos sin manga. El hombro de la muchacha, recién destapado, tenía el color de la piel poco habituada al rudo contacto del aire. Tenía el resplandor de un capullo humedecido al amparo de la primavera y no deteriorado todavía por el verano. Aquella mañana yo había comprado un capullo de magnolia y ahora estaba en un búcaro de cristal; y la redondez del brazo de la muchacha era como el gran capullo blanco. Su vestido tenía un corte más radical que la mayoría de vestidos sin mangas. La articulación del hombro quedaba al descubierto, así como el propio hombro. El vestido, de seda verde oscuro, casi negro, tenía un brillo suave. La muchacha estaba en la delicada inclinación de los hombros, que formaban una dulce curva con la turgencia de la espalda. Vista oblicuamente desde atrás, la carne de los hombros redondos hasta el cuello largo y esbelto se detenía bruscamente en la base de sus cabellos peinados hacia arriba, y la cabellera negra parecía proyectar una sombra brillante sobre la redondez de los hombros.
       Ella había intuido que la consideraba hermosa, y me había prestado el brazo por esta redondez del hombro.
       Cuidadosamente oculto debajo de mi gabardina, el brazo de la muchacha estaba más frío que mi mano. Mi corazón desbocado me causaba vértigo, y sabía que tendría la mano caliente. Quería que el calor permaneciera así, pues era el calor de la propia muchacha. Y la fresca sensación que había en mi mano me comunicaba el placer del brazo. Era como sus pechos, aún no tocados por un hombre.
       La niebla se espesó todavía más, la noche amenazaba lluvia y mi cabello descubierto estaba húmedo. Oí una radio que hablaba desde la trastienda de una farmacia cerrada. Anunciaba que tres aviones cuyo aterrizaje era impedido por la niebla estaban sobrevolando el aeropuerto desde hacía media hora. Llamó la atención de los radioescuchas hacia el hecho de que en las noches de niebla los relojes podían estropearse, y que en tales noches los muelles tenían tendencia a romperse si se tensaban demasiado. Busqué las luces de los aviones, pero no pude verlas. No había cielo. La presión de la humedad invadía mis oídos, emitiendo un sonido húmedo como el retorcerse de millares de lombrices distantes. Me quedé frente a la farmacia, esperando ulteriores advertencias. Me enteré de que en noches semejantes los animales salvajes del zoológico, leones, tigres, leopardos y demás, rugían su malestar por la humedad, y que no tardaríamos en oírlos. Hubo un bramido como si bramara la tierra. Y entonces supe que las mujeres embarazadas y las personas melancólicas debían acostarse temprano en tales noches, y que las mujeres que perfumaban directamente su piel tendrían dificultades en eliminar después el perfume.
       Al oír el rugido de los animales empecé a andar, y la advertencia sobre el perfume me persiguió. Aquel airado rugido me había puesto nervioso, y seguí andando para que mi inquietud no se transmitiera al brazo de la muchacha. Ésta no estaba embarazada ni era melancólica, pero me pareció que esta noche en que tenía un solo brazo debía tener en cuenta el consejo de la radio y acostarse temprano. Esperé que durmiera plácidamente.

       Mientras cruzaba la calle apreté mi mano izquierda contra la gabardina. Sonó un claxon. Algo me rozó por el lado y tuve que escabullirme. Tal vez la bocina había asustado el brazo. Los dedos estaban crispados.
       —No te preocupes —dije—. Estaba muy lejos, no podía vernos. Por eso hizo sonar la bocina.
       Como sostenía algo importante para mí, había mirado en ambas direcciones. El sonido del claxon fue tan lejano que pensé que iba dirigido a otra persona. Miré hacia la dirección de donde procedía, pero no pude ver a nadie. Solamente vi los faros, que se convirtieron en una mancha de color violeta pálido. Un color extraño para unos faros. Me detuve en la acera y lo vi pasar. Conducía el coche una mujer vestida de rojo. Me pareció que se volvía hacia mí y me saludaba con la mano. Sentí el deseo de echar a correr, temiendo que la muchacha hubiera venido a recuperar el brazo. Entonces recordé que no podía conducir con uno solo. Pero ¿acaso la mujer del coche no había visto lo que yo llevaba? ¿No lo habría adivinado con su intuición femenina? Tendría que ser muy cauteloso para no enfrentarme a otra de su sexo antes de llegar a mi apartamento. Las luces de detrás eran también de un color violeta pálido. No distinguí el coche. Bajo la niebla cenicienta, una mancha color de espliego surgió de pronto y desapareció.
       «Conduce sin ninguna razón, sin otra razón que la de conducir. Y mientras lo hace, desaparecerá —murmuré para mí mismo—. ¿Y qué era lo que iba sentado en el asiento trasero?»
       Nada, al parecer. ¿Sería porque me paseaba llevando brazos de muchachas por lo que me sentía tan nervioso por la vaciedad? El coche conducido por aquella mujer llevaba consigo la pegajosa niebla nocturna. Y algo que había en ella había prestado a los faros un tono ligeramente violeta. Si no era de su propio cuerpo, ¿de dónde procedía aquella luz purpúrea? ¿Podía el brazo que yo ocultaba envolver en vaciedad a una mujer que conducía sola en una noche semejante? ¿Habría hecho ésta una seña al brazo de la muchacha desde su coche? En una noche así podía haber ángeles y fantasmas por la calle, protegiendo a las mujeres. Tal vez aquélla no iba en un coche, sino en una luz violeta. Su paseo no había sido en vano. Había espiado mi secreto.

       Llegué al apartamento sin encuentros ulteriores. Me quedé escuchando ante la puerta. La luz de una luciérnaga pasó sobre mi cabeza y desapareció. Era demasiado grande y demasiado intensa para una luciérnaga. Retrocedí. Pasaron varias luces semejantes a luciérnagas, que desaparecieron incluso antes de que la espesa niebla pudiera absorberlas. ¿Se me habría adelantado un fuego fatuo, una especie de fuego mortífero, para esperar mi regreso? Pero entonces vi que se trataba de un enjambre de pequeñas polillas. Al pasar frente a la luz de la puerta, las alas de las polillas brillaban como luciérnagas. Demasiado grandes para ser luciérnagas, y sin embargo, tan pequeñas, como polillas, que invitaban al error.
       Evitando el ascensor automático, me escabullí por las estrechas escaleras hasta el tercer piso. Como no soy zurdo, tuve cierta dificultad en abrir la puerta. Cuanto más lo intentaba, más temblaba mi mano, como si estuviera dominada por el terror que sigue a un crimen. Algo estaría esperándome dentro de la habitación, una habitación donde vivía solo; ¿y no era la soledad una presencia? Con el brazo de la muchacha ya no estaba solo. Y por eso, tal vez, mi propia soledad me esperaba allí para intimidarme.
       —Adelante —dije, descubriendo el brazo de la muchacha cuando por fin abrí la puerta—. Bienvenido a mi habitación. Voy a encender la luz.
       —¿Tienes miedo de algo? —pareció decir el brazo—. ¿Hay algo aquí dentro?
       —¿Crees que puede haberlo?
       —Percibo cierto olor.
       —¿Olor? Debe ser el tuyo. ¿No ves rastros de mi sombra allí arriba, en la oscuridad? Mira con atención. Quizá mi sombra esperara mi regreso.
       —Es un olor dulce.
       —¡Ah!, la magnolia —contesté con alivio.
       Me alegró que no fuera el olor mohoso de mi soledad. Un capullo de magnolia era digno de mi atractivo huésped. Me estaba acostumbrando a la oscuridad; incluso en plenas tinieblas sabía dónde se encontraba todo.
       —Permíteme que encienda la luz —una extraña observación, viniendo del brazo—. Aún no conocía tu habitación.
       —Gracias. Me causará una gran satisfacción. Hasta ahora nadie más que yo ha encendido las luces aquí.
       Acerqué el brazo al interruptor que hay junto a la puerta. Las cinco luces se encendieron inmediatamente: en el techo, sobre la mesa, junto a la cama, en la cocina y en el cuarto de baño. No me había imaginado que pudieran ser tan brillantes.
       La magnolia había florecido enormemente. Por la mañana era un capullo. Podía haberse limitado a florecer, pero había estambres sobre la mesa. Curioso, me fijé más en los estambres que en la flor blanca. Mientras recogía uno o dos y los contemplaba, el brazo de la muchacha, que estaba sobre la mesa, empezó a moverse, con los dedos como orugas, y a recoger los estambres en la mano. Fui a tirarlos a la papelera.
       —Qué olor tan fuerte. Me penetra la piel. Ayúdame.
       —Debes estar cansado. No ha sido un paseo fácil. ¿Y si descansaras un poco?
       Puse el brazo sobre la cama y me senté a su lado. Lo acaricié suavemente.
       —Qué bonita. Me gusta —el brazo debía referirse a la colcha, que tenía flores estampadas de tres colores sobre un fondo azul. Algo animado para un hombre que vivía solo—. De modo que aquí es donde pasaremos la noche. Estaré muy quieto.
       —¿Ah, sí?
       —Permaneceré a tu lado y no a tu lado.
       La mano cogió la mía, suavemente. Las uñas, lacadas con minuciosidad, eran de un rosa pálido. Los extremos sobrepasaban con mucho los dedos.
       Junto a mis propias uñas, cortas y gruesas, las suyas poseían una belleza extraña, como si no pertenecieran a un ser humano. Con tales yemas de los dedos, quizás una mujer trascendiera la mera humanidad. ¿O acaso perseguía la feminidad en sí? Una concha luminosa por el diseño de su interior, un pétalo bañado en rocío, pensé en los símiles obvios. Sin embargo, no recordé ningún pétalo o concha cuyo color y forma fuesen parecidos. Eran las uñas de los dedos de la muchacha, incomparables con otra cosa. Más traslúcidos que una concha delicada, que un fino pétalo, parecían contener un rocío de tragedia. Cada día y cada noche las energías de la muchacha se dedicaban a dar brillo a esta belleza trágica. Penetraba mi soledad. Tal vez mi soledad, mi anhelo, la transformaba en rocío.
       Posé su dedo meñique en el índice de mi mano libre, contemplando la uña larga y estrecha mientras la frotaba con mi pulgar. Mi dedo tocaba el extremo del suyo, protegido por la uña. El dedo se dobló, y el codo también.
       —¿Sientes cosquillas? —pregunté—. Seguro que sí.
       Había hablado imprudentemente. Sabía que las yemas de los dedos de una mujer son sensibles cuando las uñas son largas. Y así había dicho al brazo de la muchacha que había conocido a otras mujeres.
       Una de ellas, no mucho mayor que la muchacha que me había prestado el brazo, pero mucho más madura en su experiencia de los hombres, me había dicho que las yemas de los dedos, ocultas de este modo bajo las uñas, eran a menudo extremadamente sensibles. Se adquiría la costumbre de tocar las cosas con las uñas y no con las yemas, y por lo tanto éstas sentían un cosquilleo cuando algo las rozaba.
       Yo había demostrado asombro ante este descubrimiento, y ella continuó:
       —Si, por ejemplo, estás cocinando, o comiendo, y algo te toca las yemas de los dedos y das un respingo, parece tan sucio…
       ¿Era la comida lo que parecía impuro, o la punta de la uña? Cualquier cosa que tocara sus dedos le repugnaba por su suciedad. Su propia pureza dejaba una gota de trágico rocío bajo la sombra larga de la uña. No cabía suponer que hubiera una gota de rocío para cada uno de los diez dedos.
       Era natural que por esta razón yo deseara aún más tocar las yemas de sus dedos, pero me contuve. Mi soledad me contuvo. Era una mujer en cuyo cuerpo no se podía esperar que quedasen muchos lugares sensibles.
       En cambio, en el cuerpo de la muchacha que me había prestado el brazo serían innumerables. Tal vez, al jugar con las yemas de los dedos de semejante muchacha, ya no sentiría culpa, sino afecto. Pero ella no me había prestado el brazo para tales desmanes. No debía hacer una comedia de su gesto.
       —La ventana —no advertí que la ventana estaba abierta, sino que la cortina estaba descorrida.
       —¿Habrá algo que mire hacia adentro? —preguntó el brazo de la muchacha.
       —Un hombre o una mujer, nada más.
       —Nada humano me vería. Si acaso sería un ser. El tuyo.
       —¿Un ser? ¿Qué es eso? ¿Dónde está?
       —Muy lejos —dijo el brazo, como cantando para consolarme—. La gente va por ahí buscando seres, muy lejos.
       —¿Y llegan a encontrarlos?
       —Muy lejos —repitió el brazo.
       Se me antojó que el brazo y la propia muchacha se hallaban a una distancia infinita uno de otra. ¿Podría el brazo volver a la muchacha, tan lejos? ¿Podría yo devolverlo, tan lejos? El brazo reposaba tranquilamente, confiando en mí; ¿dormiría la muchacha con la misma confianza tranquila? ¿No habría dureza, una pesadilla? ¿Acaso no había dado la impresión de contener las lágrimas cuando se separó de él? Ahora, el brazo estaba en mi habitación, que la propia muchacha aún no había visitado.
       La humedad nublaba la ventana, como el vientre de un sapo extendido sobre ella. La niebla parecía retener la lluvia en el aire, y la noche, al otro lado de la ventana, perdía distancia, pese a estar envuelta en una lejanía ilimitada. No se veían tejados, no se oía ninguna bocina.
       —Cerraré la ventana —dije, asiendo la cortina.
       También ella estaba húmeda. Mi rostro apareció en la ventana, más joven que mis treinta y tres años. Sin embargo, no vacilé en correr la cortina. Mi rostro desapareció.
       De pronto, el recuerdo de una ventana. En el noveno piso de un hotel, dos niñas vestidas con faldas amplias y rojas jugaban ante la ventana. Niñas muy parecidas con ropas similares, occidentales, tal vez mellizas. Golpeaban el cristal, empujándolo con los hombros y empujándose mutuamente. Su madre tejía, de espaldas a la ventana. Si la gran hoja de cristal se hubiera roto o desprendido de su marco, habrían caído desde el piso noveno. Sólo yo pensé en el peligro. Su madre estaba totalmente distraída. De hecho, el cristal era tan sólido que no existía el menor peligro.
       —Es hermosa —dijo el brazo desde la cama, cuando me aparté de la ventana. Quizás hablara de la cortina, cuyo estampado era el mismo que el de la colcha.
       —¡Oh! Pero el sol la ha descolorido y casi habría que tirarla —me senté en la cama y coloqué el brazo sobre mi rodilla—. Eso sí que es hermoso. Más hermoso que todo.
       Tomando la palma de la mano en mi propia palma derecha, y el hombro en mi mano izquierda, doblé el codo y lo volví a doblar.
       —Pórtate bien —dijo el brazo, como sonriendo suavemente—. ¿Te diviertes?
       —Nada en absoluto.
       Una sonrisa apareció efectivamente en el brazo, cruzándolo como una luz. Era la misma sonrisa fresca de la mejilla de la muchacha.
       Yo conocía esta sonrisa. Con los codos en la mesa, ella solía enlazar las manos con soltura y apoyar en ellas el mentón o la mejilla. La posición hubiera debido ser poco elegante en una muchacha; pero había en ella una cualidad sutilmente seductora que hacía parecer inadecuadas expresiones como «los codos en la mesa». La redondez de los hombros, los dedos, el mentón, las mejillas, las orejas, el cuello largo y esbelto, el cabello, todo se juntaba en un único movimiento armonioso. Al usar hábilmente el cuchillo y el tenedor, con el primer dedo y el meñique doblados, los levantaba de modo casi imperceptible de vez en cuando. La comida pasaba por los pequeños labios y ella tragaba; yo tenía ante mí menos a una persona cenando que a una música incitante de manos, rostro y garganta. La luz de su sonrisa fluyó a través de la piel de su brazo.
       El brazo parecía sonreír porque, mientras yo lo doblaba, olas muy suaves pasaron sobre los músculos firmes y delicados para enviar ondas de luz y sombra sobre la piel tersa. Antes, cuando había tocado las yemas de los dedos bajó las largas uñas, la luz que pasaba por el brazo al doblarse el codo había atraído mi mirada. Fue aquello, y no un impulso cualquiera de causar daño, lo que me incitó a doblar y desdoblar el brazo. Me detuve, y lo contemplé estirado sobre mi rodilla. Luces y sombras frescas seguían pasando por él.
       —Me preguntas si me divierto. ¿Te das cuenta de que tengo permiso para cambiarte por mi propio brazo?
       —Sí.
       —En cierto modo, me asusta hacerlo.
       —¿Ah, sí?
       —¿Puedo?
       —Por favor.
       Oí el permiso concedido y me pregunté si lo aceptaría.
       —Dilo otra vez. Di «por favor».
       —Por favor, por favor.

       Me acordé. Era como la voz de una mujer que había decidido entregarse a mí, no tan hermosa como la muchacha que me había prestado el brazo. Tal vez existía algo extraño en ella.
       —Por favor —me había dicho, mirándome. Yo puse los dedos sobre sus párpados y los cerré. Su voz temblaba—. «Jesús lloró. Entonces dijeron los judíos: “¡Mirad cuánto la amaba!”»
       Era un error decir «la» en vez de «le». Se trataba de la historia del difunto Lázaro. Quizá, siendo ella una mujer, lo recordaba mal, o quizá la sustitución era intencionada.
       Las palabras, tan inadecuadas a la escena, me trastornaron. La miré con fijeza, preguntándome si brotarían lágrimas en los ojos cerrados.
       Los abrió y levantó los hombros. Yo la empujé hacia abajo con el brazo.
       —¡Me haces daño! —se llevó la mano a la nuca.
       Había una pequeña gota de sangre en la almohada blanca. Apartando sus cabellos, posé los labios en el punto de sangre que se iba hinchando en su cabeza.
       —No importa —se quitó todas las horquillas—. Sangro con facilidad. Al menor contacto.
       Una horquilla le había pinchado la piel. Un estremecimiento pareció sacudir sus hombros, pero se controló.
       Aunque creo comprender lo que siente una mujer cuando se entrega a un hombre, sigue habiendo en el acto algo inexplicable. ¿Qué es para ella? ¿Por qué ha de desearlo, por qué ha de tomar la iniciativa? Jamás pude aceptar realmente la entrega, aun sabiendo que el cuerpo de toda mujer está hecho para ella. Incluso ahora, que soy viejo, me parece extraño. Y las actitudes adoptadas por diversas mujeres: diferentes, si se quiere, o tal vez similares, o incluso idénticas. ¿Acaso no es extraño? Quizá la extrañeza que encuentro en todo ello es la curiosidad de un hombre más joven, o la desesperación de uno de edad avanzada. O tal vez una debilidad espiritual que padezco.
       Su angustia no era común a todas las mujeres en el acto de la entrega. Y con ella ocurrió solamente aquella única vez. El hilo de plata estaba cortado, la taza de oro, destruida.

       «Por favor», había dicho el brazo, recordándome así a la otra muchacha; pero ¿eran realmente iguales ambas voces? ¿No habrían sonado parecidas porque las palabras eran las mismas? ¿Hasta este punto se habría independizado el brazo del cuerpo del que estaba separado? ¿Y no eran las palabras el acto de entregarse, de estar dispuesto a todo, sin reservas, responsabilidad o remordimiento?
       Me pareció que si aceptaba la invitación y cambiaba el brazo con el mío, causaría a la muchacha un dolor infinito.
       Miré el brazo que tenía sobre la rodilla. Había una sombra en la parte interior del codo. Me dio la impresión de que podría absorberla. Apreté mis labios contra el codo, para sorber la sombra.
       —Me haces cosquillas. Pórtate bien —el brazo estaba en torno a mi cuello, rehuyendo mis labios.
       —Precisamente cuando bebía algo bueno.
       —¿Y qué bebías?
       No contesté.
       —¿Qué bebías?
       —El olor de la luz. De la piel.
       La niebla parecía más espesa; incluso las hojas de la magnolia se antojaban húmedas. ¿Qué otras advertencias emitiría la radio? Caminé hacia mi radio de sobremesa y me detuve. Escucharla con el brazo alrededor de mi cuello parecía excesivo. Pero sospechaba que oiría algo similar a esto: a causa de las ramas mojadas, y de sus propias alas y patas mojadas, muchos pájaros pequeños han caído al suelo y no pueden volar. Los coches que estén cruzando un parque deben tomar precauciones para no atropellarlos. Y si se levanta un viento cálido, es probable que la niebla cambie de color. Las nieblas de color extraño son nocivas. Por consiguiente, los radioescuchas deben cerrar con llave sus puertas si la niebla adquiere un tono rosa o violeta.
       —¿Cambiar de color? —murmuré—. ¿Volverse rosa o violeta?
       Aparté la cortina y miré hacia fuera. La niebla parecía condensarse con un peso vacío. ¿Acaso se debía al viento que hubiera en el aire una oscuridad sutil, diferente de la habitual negrura de la noche? El espesor de la niebla parecía infinito, y no obstante, más allá de ella se retorcía y enroscaba algo terrorífico.
       Recordé que antes, mientras me dirigía a casa con el brazo prestado, los faros delanteros y traseros del coche conducido por la mujer vestida de rojo aparecían indistintos en la niebla. Una esfera grande y borrosa de tono violeta parecía aproximarse ahora a mí. Me apresuré a retirarme de la ventana.
       —Vámonos a la cama. Nosotros también.
       Daba la impresión de que nadie más en el mundo estaba levantado. Estar levantado era el terror.
       Después de quitarme el brazo del cuello y colocarlo sobre la mesa, me puse un kimono de noche limpio, de algodón estampado. El brazo me observó mientras me cambiaba. Me avergonzaba ser observado. Ninguna mujer me había visto desnudándome en mi habitación.
       Con el brazo en el mío, me metí en la cama. Me acosté a su lado y lo atraje suavemente hacia mi pecho. Se quedó inmóvil.
       Con intermitencias podía oír un leve sonido, como de lluvia, un sonido muy ligero, como si la niebla no se hubiera convertido en lluvia, sino que ella misma estuviera formando gotas. Los dedos entrelazados con los míos bajo la manta adquirieron más calor; y el hecho de que no se hubieran calentado a mi propia temperatura me comunicó la más serena de las sensaciones.
       —¿Estás dormido?
       —No —replicó el brazo.
       —Estabas tan quieto que pensé que te habrías dormido.
       —¿Qué quieres que haga?
       Abriendo mi kimono, llevé el brazo a mi pecho. La diferencia de calor me penetró. En la noche algo sofocante, algo fría, la suavidad de la piel era agradable.
       Las luces seguían encendidas. Había olvidado apagarlas al meterme en la cama.
       —Las luces —me levanté, y el brazo se cayó de mi pecho.
       Me apresuré a recogerlo.
       —¿Quieres apagar las luces? —me dirigí hacia la puerta—. ¿Duermes a oscuras o con las luces encendidas?
       El brazo no respondió. Tenía que saberlo. ¿Por qué no contestaba? Yo no conocía las costumbres nocturnas de la muchacha. Comparé las dos imágenes: dormida a oscuras y con la luz encendida. Decidí que esta noche, sin el brazo, dormiría con luz. En cierto modo, yo también prefería tenerla encendida. Quería contemplar el brazo. Quería mantenerme despierto y mirar el brazo cuando estuviera dormido. Pero los dedos se estiraron y apretaron el interruptor.
       Volví a la cama y me acosté en la oscuridad, con el brazo junto a mi pecho. Guardé silencio, esperando que se durmiera. Ya fuese porque estaba insatisfecho o temeroso de la oscuridad, la mano permanecía abierta a mi lado, y poco después los cinco dedos empezaron a recorrer mi pecho. El codo se dobló por propia iniciativa, y el brazo me abrazó.
       En la muñeca de la muchacha había un pulso delicado. Reposaba sobre mi corazón, de forma que los dos pulsos sonaban uno contra otro. El suyo era al principio un poco más lento que el mío, y al poco rato coincidieron. Y algo después ya sólo podía sentir el mío. Ignoraba cuál era más rápido y cuál más lento.
       Tal vez esta identidad de pulso y latido fuera para un breve período en el que yo podía intentar cambiar el brazo con el mío. ¿O acaso estaría durmiendo? Una vez oí decir a una muchacha que las mujeres eran menos felices en las angustias del éxtasis que durmiendo pacíficamente junto a sus hombres; pero jamás una mujer había dormido tan pacíficamente junto a mí como este brazo.
       Yo era consciente del latido de mi corazón gracias al pulso que latía sobre él. Entre un latido y el siguiente, algo se alejaba muy deprisa y, también muy deprisa, volvía.
       Mientras yo escuchaba los latidos, la distancia pareció aumentar, y por mucho que este algo se alejara, por muy infinitamente lejos que se fuera, no encontraba nada en su destino. El próximo latido lo hacía volver. Yo debía haber tenido miedo, pero no lo tenía. No obstante, busqué el interruptor que estaba junto a la almohada.
       Antes de oprimirlo, enrollé la manta hacia abajo. El brazo continuaba dormido, ignorante de lo que ocurría. Una dulce franja del más pálido blanco rodeaba mi pecho desnudo, y parecía surgir de la misma carne, como el resplandor que antecede a la salida de un sol caliente y diminuto.
      
Encendí la luz. Puse mis manos sobre los dedos y el hombro, y estiré el brazo. Le di unas vueltas en silencio, contemplando el juego de luces y sombras desde la redondez del hombro hasta la finura y turgencia del antebrazo, el estrechamiento de la suave curva del codo, la sutil depresión en el interior del codo, la redondez de la muñeca, la palma y el dorso de la mano, y después los dedos.
       «Me lo quedaré.» No tuve conciencia de haber murmurado las palabras. En un trance, me quité el brazo derecho y lo sustituí por el de la muchacha.
       Hubo un ligero sonido entrecortado —no pude saber si mío o del brazo— y un espasmo en mi hombro. Así fue como me enteré del cambio.
       El brazo de la muchacha, ahora mío, temblaba y se movía en el aire. Lo doblé y lo acerqué a mi boca.
       —¿Duele? ¿Te duele?
       —No. Nada, nada —las palabras eran vacilantes.
       Un estremecimiento me recorrió como un relámpago.
       Tenía los dedos en la boca.
       De algún modo proferí mi felicidad, pero los dedos de la muchacha estaban sobre mi lengua, y dijera lo que dijese, no formé ninguna palabra.
       —Por favor. Todo va bien —replicó el brazo. El temblor cesó—. Me dijeron que podías hacerlo. Y no obstante…
       Me di cuenta de algo. Podía sentir los dedos de la muchacha en la boca, pero los dedos de su mano derecha, que ahora eran los de mi propia mano derecha, no podían sentir mis labios o mis dientes. Presa del pánico, sacudí mi mano derecha y no pude sentir las sacudidas. Había una interrupción, un paro, entre el brazo y el hombro.
       —La sangre no fluye —prorrumpí—. ¿Verdad que no?
       Por primera vez, el miedo me atenazó. Me incorporé en la cama. Mi propio brazo había caído junto a mí. Separado de mí, era un objeto repelente. Pero más importante, ¿se habría detenido el pulso? El brazo de la muchacha estaba caliente y palpitaba; el mío parecía estar quedándose frío y rígido. Con el brazo de la muchacha, tomé mi propio brazo derecho. Lo tomé, pero no hubo sensación.
       —¿Hay pulso? —pregunté al brazo—. ¿Está frío?
       —Un poco. Algo más frío que yo. Yo estoy muy caliente.
       Había algo especialmente femenino en la cadencia. Ahora que el brazo estaba sujeto a mi hombro y se había convertido en mío, parecía más femenino que antes.
       —¿El pulso no se ha detenido?
       —Deberías ser más confiado.
       —¿Por qué?
       —Has cambiado tu brazo por el mío, ¿verdad?
       —¿Fluye la sangre?
       —«Mujer, ¿a quién buscas?» ¿Conoces el pasaje?
       —«Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?»
       —Muy a menudo, cuando estoy soñando y me despierto en plena noche, me lo susurro a mí mismo.
       Esta vez, naturalmente, quien hablaba debía ser la propietaria del atractivo brazo unido a mi hombro. Las palabras de la Biblia parecían pronunciadas por una voz eterna, en un lugar eterno.
       —¿Le resultará difícil dormir? —yo también hablaba de la propia muchacha—. ¿Tendrá una pesadilla? Esta niebla invita a perderse en miles de pesadillas. Pero la humedad hará toser hasta a los demonios.
       —Para que no puedas oírles —el brazo de la muchacha, con el mío todavía en su mano, cubrió mi oreja derecha.
       Ahora era mi propio brazo derecho, pero el movimiento no parecía haber procedido de mi voluntad sino de la suya, de su corazón. Pese a ello, la separación distaba de ser tan completa.
       —El pulso. El sonido del pulso.
       Escuché el pulso de mi propio brazo derecho. El brazo de la muchacha se había acercado a mi oreja con mi propio brazo en su mano, y tenía mi propia muñeca junto al oído. Mi brazo estaba caliente; como el brazo de la muchacha había dicho, sólo perceptiblemente más frío que sus dedos y mi oreja.
       —Mantendré alejados a los demonios —traviesamente, con suavidad, la uña larga y delicada de su dedo meñique se movió en mi oreja. Yo meneé la cabeza. Mi mano izquierda, la mía desde el principio, tomó mi muñeca derecha, que era la de la muchacha. Cuando eché atrás la cabeza, advertí el meñique de la muchacha.
       Cuatro dedos de su mano asían el brazo que yo había separado de mi hombro derecho. Solamente el meñique —¿diremos que sólo él podía jugar libremente?— estaba doblado hacia el dorso de la mano. La punta de la uña apenas tocaba mi brazo derecho. El dedo estaba doblado en una posición posible únicamente para la mano flexible de una muchacha, descartada para un hombre de articulaciones duras como yo. Se elevaba en ángulos rectos desde la base. En la primera articulación se doblaba en otro ángulo recto, y en la siguiente, en otro. De este modo trazaba un cuadrado, cuyo lado izquierdo estaba formado por el dedo anular.
       Formaba una ventana rectangular al nivel de mis ojos. O más bien una mirilla, o un anteojo, demasiado pequeño para ser una ventana; pero por alguna razón pensé en una ventana. La clase de ventana por la que podría mirar una violeta. Esta ventana del dedo meñique, este anteojo formado por los dedos, tan blanco que despedía un débil resplandor, lo acerqué lo más posible a uno de mis ojos, y cerré el otro.
       —¿Un mundo nuevo? —preguntó el brazo—. ¿Y qué ves?
       —Mi oscura habitación. Sus cinco luces —antes de terminar la frase, casi grité—. ¡No, no! ¡Ya lo veo!
       —¿Y qué ves?
       —Ha desaparecido.
       —¿Y qué has visto?
       —Un color. Una mancha púrpura. Y en su interior, pequeños círculos, pequeñas cuentas rojas y doradas, describiendo círculos una y otra vez.
       —Estás cansado —el brazo de la muchacha dejó mi brazo derecho, y sus dedos me acariciaron suavemente los párpados.
       —¿Giraban las cuentas rojas y doradas en una enorme rueda dentada? ¿He visto algo en la rueda dentada, algo que iba y venía?
       Yo ignoraba si realmente había visto algo en ella o sólo me lo había parecido: una ilusión efímera, que no permanecía en la memoria. No podía recordar qué había sido.
       —¿Era una ilusión que querías enseñarme?
       —No. Al final la he borrado.
       —De días que ya pasaron. De nostalgia y tristeza. Sus dedos dejaron de moverse sobre mis párpados. Formulé una pregunta inesperada.
       —Cuando te sueltas el cabello, ¿te cubre los hombros?
       —Sí. Lo lavo con agua caliente, pero después, tal vez una manía mía, lo mojo con agua fría. Me gusta sentir el cabello frío sobre mis hombros y brazos, y también contra los pechos.
       Naturalmente, volvía a hablar la muchacha. Sus pechos nunca habían sido tocados por un hombre, y sin duda le hubiera resultado difícil describir la sensación del cabello frío y mojado sobre ellos. ¿Acaso el brazo, separado del cuerpo, se había separado también de la timidez y la reserva?
       En silencio posé la mano izquierda sobre la suave redondez de su hombro, que ahora era mío. Se me antojó que tenía en la mano la redondez, aún pequeña, de sus pechos. La redondez de los hombros se convirtió en la suave redondez de los pechos.
       Su mano se posó suavemente sobre mis párpados. Los dedos y la mano permanecieron así, impregnándose, y la parte interior de los párpados pareció calentarse a su tacto. El calor penetró en mis ojos.
       —Ahora la sangre está fluyendo —dije en voz baja—. Está fluyendo.
       No fue un grito de sorpresa, como cuando advertí que había cambiado mi brazo por el suyo. No hubo estremecimiento ni espasmo, ni en el brazo de la muchacha ni en mi hombro. ¿Cuándo había empezado mi sangre a fluir por el brazo, y su sangre, en mi interior? ¿Cuándo había desaparecido la interrupción del hombro? La sangre pura de la muchacha estaba fluyendo, en este preciso momento, a través de mí; pero ¿no habría algo desagradable cuando el brazo fuera devuelto a la muchacha, con esta sangre masculina y sucia fluyendo por él? ¿Qué pasaría si no se adaptaba a su hombro?
       —No semejante traición —murmuré.
       —Todo irá bien —susurró el brazo.
       No se produjo la conciencia dramática de que la sangre iba y venía entre el brazo y mi hombro. Mi mano izquierda, envolviendo mi hombro derecho, y el propio hombro, ahora mío, tenían una comprensión natural del hecho. Habían llegado a conocerlo. Este conocimiento los adormeció.
       Me quedé dormido.

       Flotaba sobre una enorme ola. Era la niebla envolvente cuyo color se había tornado violeta pálido, y había rizos de un verde pálido en el lugar donde yo flotaba, y sólo allí. La húmeda soledad de mi habitación había desaparecido. Mi mano izquierda parecía reposar ligeramente sobre el brazo derecho de la muchacha; parecía como si sus dedos sostuvieran estambres de magnolia. Yo no podía verlos, pero sí olerlos. Los habíamos tirado, ¿y cuándo y cómo los recogió ella? Los pétalos blancos, de un solo día, aún no habían caído; ¿por qué, pues, los estambres? El coche de la mujer vestida de rojo pasó muy cerca, dibujando un gran círculo conmigo en el centro. Parecía vigilar nuestro sueño, el de la muchacha y el mío.
       Nuestro sueño fue probablemente ligero, pero nunca había conocido un sueño tan cálido y dulce. Dormía siempre con inquietud, y aún no había sido bendecido con el sueño profundo de un niño.
       La uña larga, estrecha y delicada arañó suavemente la palma de mi mano, y el tenue contacto hizo más profundo mi sueño. Desaparecí.

       Me desperté gritando. Casi me caí de la cama, y caminé tambaleándome tres o cuatro pasos.
       Me había despertado el contacto de algo repulsivo. Era mi brazo derecho.
       Mientras recobraba el equilibrio, contemplé el brazo que estaba sobre la cama. Contuve el aliento, mi corazón se disparó y todo mi cuerpo fue recorrido por un estremecimiento. Vi el brazo en un instante, y al siguiente ya había arrancado de mi hombro el brazo de la muchacha y colocado nuevamente el mío propio. El acto fue como un asesinato provocado por un impulso repentino y diabólico.
       Me arrodillé junto a la cama, apoyé el pecho contra ella y froté mi corazón demente con la mano recobrada. A medida que los latidos se calmaban, cierta tristeza brotó desde una profundidad mayor que lo más profundo de mi ser.
       —¿Dónde está su brazo? —levanté la cabeza.
       Yacía a los pies de la cama, con la palma hacia arriba sobre el ovillo de la manta. Los dedos estirados no se movían. El brazo era débilmente blanco bajo la luz opaca.
       Con una exclamación de alarma lo recogí y apreté con fuerza contra mi pecho. Lo abracé como se abraza a un niño pequeño a quien la vida está abandonando. Llevé los dedos a mis labios. ¡Ojalá el rocío de la mujer manara de entre las largas uñas y las yemas de los dedos!