domingo, 14 de junio de 2020

La conversión de los judíos (1958) de Philip Roth





—A quién se le ocurre abrir la boca, para empezar –dijo Itzie—. ¿Por qué siempre tienes que abrir la boca?
—Yo no saqué el tema, Itz, no lo hice –dijo Ozzie.
—De todos modos, ¿a ti qué más te da Jesucristo?
—Yo no saqué el tema de Jesucristo. Fue él. Yo ni siquiera sabía de qué me hablaba. Jesús es una figura histórica, decía una y otra vez. Jesús es una figura histórica. –Ozzie imitó la voz monumental del rabino Binder—. Jesús fue una persona que vivió como tú y como yo –continuó Ozzie—Es lo que dijo Binder…
—¿Ah, sí? ¡Y qué! A mí qué me va en lo que viviera o dejara de vivir. ¡Y por qué tienes que abrir la boca!
Itzie Lieberman estaba a favor de mantener la boca cerrada, sobre todo en relación a las preguntas de Ozzie Freedman. La señora Freedman ya había tenido que verse en dos ocasiones con el rabino Binder por las preguntas de Ozzie y este miércoles a las cuatro y media sería la tercera. Itzie prefería mantener a su madre en la cocina; él optaba por las sutilezas por la espalda tales como gestos, muecas, gruñidos y otros ruidos de corral menos delicados.
—Jesús fue una persona normal, pero no fue como Dios y nosotros no creemos que sea Dios. –Poco a poco, Ozzie le explicaba la postura del rabino Binder a Itzie, que no había asistido a la escuela hebrea la tarde anterior.
—Los católicos –intervino Itzie amablemente—creen en Jesucristo, creen que es Dios. –Itzie Lieberman empleaba la expresión “los católicos” en su sentido más amplio, para incluir a los protestantes.
Ozzie recibió la observación de Itzie con una ligera inclinación de la cabeza, como si se tratara de una nota al pie, y continuó.
—Su madre fue María y su padre, probablemente, José. Pero el Nuevo Testamento dice que su verdadero padre es Dios.
—¿Su verdadero padre?
—Sí. Ésa es la cuestión, se supone que su padre fue Dios.
—Tonterías.
—Lo mismo dice el rabino Binder, que es imposible…
—Pues claro que es imposible. Todo eso son tonterías. Para tener un hijo tienes que tener relaciones –teologizó Itzie—. María tuvo que tener relaciones.
—Es lo que dice Binder: “La única manera de que una mujer conciba es mantener relaciones sexuales con un hombre”.
—¿Dijo eso, Ozz? –Por un momento pareció que Itzie dejaba de lado la cuestión teológica—. ¿Dijo eso, relaciones sexuales? —Una sonrisita ondulada se formó en la mitad inferior del rostro de Itzie como un mostacho blanco—. ¿Y vosotros qué hicisteis, Ozz? ¿Os reísteis o algo?
—Levanté la mano.
—¿Sí? ¿Qué dijiste?
—Entonces le hice una pregunta.
A Itzie se le iluminó la cara.
—¿Sobre qué? ¿Las relaciones sexuales?
—No. Le pregunté sobre Dios, sobre cómo si había sido capaz de crear el cielo y la tierra en seis días, y todos los animales y los peces y la luz en seis días (sobre todo la luz, esto siempre me sorprende, que creara la luz). Crear animales y los peces, eso está muy bien…
—Está más que bien. –La apreciación de Itzie era honesta, pero carente de imaginación: como si Dios hubiera colado una pelota directa.
—Pero crear la luz… O sea, si lo piensas, es muy fuerte. En fin, le pregunté a Binder que si Dios había podido hacer todo eso en seis días, y había podido elegir los seis días que quiso de la nada, por qué no iba a poder permitir que una mujer tuviera un hijo sin mantener relaciones sexuales.
—¿Dijiste relaciones sexuales, Ozz? ¿A Binder?
—Sí.
—¿En medio de la clase?
—Sí.
Itzie se dio un manotazo en un lado de la cabeza.
—En serio, no es broma –dijo Ozzie—, eso no fue nada. Después de todo lo demás, eso no fue nada.
Itzie lo consideró un instante.
—¿Qué dijo Binder?
—Volvió a empezar con la explicación de que Jesús era una figura histórica y que vivió como tú y como yo pero que no era Dios. De modo que le dije que eso ya lo había entendido. Que lo que yo quería saber era otra cosa.
Lo que Ozzie quería saber siempre era otra cosa. La primera vez había querido saber cómo podía el rabino Binder llamar a los judíos “el pueblo elegido” si la Declaración de Independencia aseguraba que todos los hombres habían sido creados iguales. El rabino Binder intentó hacerle ver la distinción entre igualdad política y legitimidad espiritual, pero lo que Ozzie quería saber, insistió con vehemencia, era otra cosa. Ésa fue la primera vez que su madre tuvo que visitar al rabino.
Luego vino el accidente aéreo. Cincuenta y ocho personas murieron en un accidente de avión en La Guardia. Al repasar la lista de bajas en el diario, la madre de Ozzie había descubierto ocho apellidos judíos entre los muertos (su abuela sumó nueve pero contaba Millar como apellido judío); debido a estos ocho su madre dijo que el accidente era “una tragedia”. Durante el debate de tema libre de los miércoles Ozzie había llamado la atención del rabino Binder sobre esta cuestión de que “algunos de sus parientes” siempre estuvieran buscando los apellidos judíos. El rabino Binder había empezado a explicar la unidad cultural y demás cosas cuando Ozzie se levantó y dijo desde su sitio que lo que él quería saber era otra cosa. El rabino Binder insistió en que se sentara y entonces Ozzie gritó que ojalá los cincuenta y ocho hubieran sido todos judíos. Esa fue la segunda vez que su madre visitó al rabino.
—Y siguió explicando que Jesús fue una figura histórica, así que yo seguí preguntándole lo mismo. En serio, Itz, intentaba hacerme quedar como un estúpido.
—¿Y al final qué hizo?
—Al final se puso a gritar que me hacía el tonto a propósito y me creía muy listo y que viniera mi madre y que sería la última vez. Y que si dependiese de él yo nunca celebraría el bar—mitzvah. Entonces, Itz, empezó a hablar con esa voz de estatua, muy lenta y profunda, y me dijo que mejor que meditara lo que le había dicho sobre el Señor. Me mandó a su despacho a pensármelo –Ozzie se inclinó hacia Itzie—. Itz, estuve pensando durante una hora interminable y ahora estoy convencido de que Dios pudo hacerlo.

Ozzie había planeado confesar su última transgresión a su madre en cuanto ésta llegara a casa del trabajo. Pero era un viernes por la noche de noviembre y ya había oscurecido, y cuando la señora Freedman cruzó la puerta de casa, se quitó el abrigo, dio un beso rápido a Ozzie en la mejilla y se dirigió a la cocina para encender las tres velas amarillas, dos por el sabbat y una por el padre de Ozzie.
Cuando su madre encendiera las velas se llevaría lentamente los brazos contra el pecho, arrastrándolos por el aire como para persuadir a las gentes de mente indecisa. Y las lágrimas anegarían sus ojos. Ozzie recordaba que los ojos de su madre se habían llenado de lágrimas incluso en vida su padre, así que no tenía nada que ver con la muerte del esposo. Tenía que ver con encender las velas.
Mientras su madre acercaba una cerilla encendida a la mecha apagada de una vela de sabbat sonó el teléfono y Ozzie, que estaba al lado, levantó el auricular y amortiguó el ruido apoyándoselo en el pecho. Tenía la impresión de que no debía oírse ningún ruido cuando su madre encendía las velas, hasta la respiración, si sabías hacerlo, debía suavizarse. Ozzie apretó el auricular contra el pecho y contempló a su madre arrastrar lo que fuera que arrastraba y sintió que también sus ojos se llenaban de lágrimas. Su madre era un pingüino de pelo canoso, cansado y rechoncho cuya piel gris había empezado a sentir la fuerza de la gravedad y el peso de su propia historia. Ni siquiera cuando se arreglaba tenía aspecto de une elegida. Pero cuando encendía las velas tenía mejor aspecto, como el de una mujer que supiera, por un momento, que Dios podía hacer cualquier cosa.
Al cabo de unos minutos misteriosos acabó. Ozzie colgó el teléfono y se acercó a la mesa de la cocina, donde su madre había empezado a preparar los dos servicios para la comida de cuatro platos del sabbat. Le dijo que tenía que ver al rabino Binder el miércoles siguiente a las cuatro y media y luego le explicó por qué. Por primera vez en su vida en común, su madre le cruzó la cara de un bofetón.
Durante el hígado y la sopa Ozzie no paró de llorar; no le quedaba apetito para el resto.

El miércoles, en el aula más grande del sótano de la sinagoga, el rabino Marvin Binder, un hombre de treinta años, alto, guapo, de espalda ancha y pelo negro y fuerte, se sacó el reloj del bolsillo y vio que eran las cuatro. Al fondo de la sala, Yakov Blotnik, el cuidador de setenta años, limpiaba lentamente el ventanal, murmurando por lo bajo, sin saber si eran las cuatro o las seis, lunes o miércoles. Para la mayoría de los estudiantes, los murmullos de Yakov Blotnik, junto con su barba castaña y rizada, la nariz aguileña y los gatos negros que siempre iban pisándole los talones, lo convertían en una maravilla, un extranjero, una reliquia, hacia quien mostrar alternativamente miedo o irreverencia. A Ozzie los murmullos siempre le habían parecido una curiosa y monótona oración; curiosa porque el viejo Blonik llevaba murmurando sin parar tantos años que Ozzie sospechaba que el viejo había memorizado las oraciones y se había olvidado de Dios.
—Hora de debate —anunció el rabino Binder—. Sois libres para hablar sobre cualquier cuestión judía: religión, familia, política, deporte…
Se hizo el silencio. Era una tarde de noviembre ventosa y nublada y no parecía que existiera ni pudiera existir algo llamado béisbol. Así que esta semana nadie dijo nada acerca de aquel héroe del pasado, Hank Greenberg, cosa que limitaba considerablemente los temas de debate.
Y la paliza espiritual que Ozzie Freedman acababa de recibir del rabino Binder había impuesto sus límites. Cuando llegó el turno de que Ozzie leyera del libro de hebreo, el rabino le preguntó enfurruñado por qué no leía más deprisa. Ozzie no progresaba. Ozzie dijo que podía leer más rápido pero que si lo hacía estaba seguro de que no entendería lo que leía. No obstante, ante la insistencia del rabino, lo intentó y demostró gran talento pero en mitad de un pasaje largo se paró en seco y dijo que no entendía ni una palabra de lo que leía y volvió a empezar a ritmo de tortuga. Entonces recibió la paliza espiritual.
En consecuencia, cuando llegó la hora del debate, ninguno de los estudiantes se sentía demasiado libre para opinar. Sólo el murmullo del viejo Blotnik respondió a la invitación del rabino.
—¿Hay algo que os gustaría debatir? –volvió a preguntar el rabino Binder mirándose el reloj— ¿Alguna pregunta? ¿Algún comentario?
Se oyó una tímida queja en la tercera fila. El rabino pidió a Ozzie que se levantara y compartiera sus pensamientos con el resto de la clase.
Ozzie se levantó.
—Se me ha olvidado –dijo—, y se sentó en su sitio.
El rabino Binder se aproximó un asiento más a Ozzie y se apoyó en el borde del pupitre. Era la mesa de Itzie y la figura del rabino a un palmo de su cara le obligó de golpe a prestar atención.
—Vuelve a levantarte, Oscar –dijo el rabino Binder con calma—, y trata de ordenar tus ideas.
Ozzie se levantó. Todos los compañeros de clase se volvieron y le observaron rascarse la frente sin convencimiento.
—No se me ocurre nada –anunció, y se dejó caer en el asiento.
—¡Levántate! –el rabino Binder se adelantó desde el pupitre de Itzie al que quedaba justo enfrente de Ozzie; cuando la espalda rabínica lo dejó atrás, Itzie se llevó la mano a la nariz para burlarse de él, provocando las risitas ahogadas de la sala. El rabino Binder estaba demasiado ocupado en sofocar las tonterías de Ozzie de una vez por todas para preocuparse de las risitas—. Levántate, Oscar. ¿Sobre qué querías preguntarme?
Ozzie eligió una palabra al azar. La que le quedaba más cerca.
—Religión.
—Vaya, ¿ahora sí te acuerdas?
—Sí.
—¿Cuál es la pregunta?
Atrapado, Ozzie escupió lo primero que se lo ocurrió.
—¿Por qué Dios no puede hacer lo que se le antoja?
Mientras el rabino Binder se preparaba una respuesta, una respuesta definitiva, Itzie, tres metros por detrás de él, levantó un dedo de la mano izquierda, lo movió con gesto harto significativo hacia la espalda del rabino y casi consiguió que la clase entera se viniera abajo.
El rabino se volvió rápidamente para ver qué había ocurrido y en mitad de la conmoción Ozzie le gritó a la espalda lo que no le habría dicho a la cara. Fue un sonido monótono y fuerte con el timbre de algo que llevaba guardado desde hacía unos seis días.
—¡No lo sabe! ¡No sabe nada sobre Dios!
El rabino se volvió de nuevo hacia Ozzie.
—¿Qué?
—No lo sabe…, no sabe…
—Discúlpate, Oscar, ¡discúlpate! –Era una amenaza.
—No sabe…
La mano del rabino golpeó la mejilla de Ozzie. Quizá sólo pretendiera cerrarle la boca al chico, pero Ozzie se agachó y la palma le dio de lleno en la nariz.
Un chorro de sangre rojo y breve cayó en la pechera de Ozzie.
Siguió un momento de confusión generalizada. Ozzi gritó “¡Hijo de puta! ¡Hijo de puta!” y salió corriendo de la clase. El rabino Binder se tambaleó hacia atrás, como si la sangre hubiera empezado a circularle con fuerza en sentido contrario, luego dio un paso torpe hacia delante, y salió en pos de Ozzie. La clase siguió la enorme espalda con traje azul del rabino y antes de que el viejo Blotnik tuviera tiempo de darse la vuelta, la sala estaba vacía y todo el mundo subía a toda velocidad los tres pisos que conducían al tejado.

Si comparásemos la luz del día con la vida del hombre: el amanecer con el nacimiento y el crepúsculo –la desaparición por el horizonte— con la muerte, entonces, cuando Ozzie Freedman se coló por la trampilla del tejado de la sinagoga, coceando como un potro los brazos extendidos del rabino Binder, en ese momento el día tenía cincuenta años de edad. Como regla general, cincuenta o cincuenta y cinco refleja fielmente la edad de las tardes de noviembre puesto que es en ese mes, en esas horas, cuando la percepción de la luz no parece ya una cuestión de visión sino de oído: la luz se aleja chasqueando. De hecho, cuando Ozzie cerró la trampilla en las narices del rabino, el agudo chasquido del cerrojo se podría haber confundido por un momento con el sonido de un gris más denso que acababa de cruzar zumbando el cielo.
Ozzie se arrodilló cargando todo su peso sobre la puerta cerrada; estaba convencido de que en cualquier momento el rabino la abriría con el hombro, convertiría la madera en astilla y la catapultaría hacia el cielo. Pero la puerta no se movió y lo único que oyó por debajo de él fueron pies que se arrastraban, primero pasos fuertes y luego débiles, como un trueno al alejarse.
Una pregunta le vino repentinamente a la cabeza. ¿Es posible que éste sea yo? No era una pregunta fuera de lugar para un niño de trece años que acaba de calificar a su líder religioso de hijo de puta, dos veces. La pregunta se la repetía cada vez más fuerte —¿Soy yo? ¿Soy yo?— hasta que descubrió que ya no estaba arrodillado, sino que corría como un loco hacia el borde del tejado; le lloraban los ojos, su garganta chillaba y los brazos se le agitaban en todas direcciones como si no le pertenecieran.
¿Soy yo? ¡Soy yo YO YO YO YO! Tengo que serlo… pero ¿lo soy?
Es la pregunta que un ladrón debe plantearse la noche que fuerza su primera ventana, y se dice que es la pregunta con que los novios se interrogan ante el altar.
En los pocos segundos de locura que le llevó al cuerpo de Ozzie propulsarlo hasta el borde del tejado, su autoexamen empezó a volverse confuso. Al bajar la vista hacia la calle comenzó a hacerse un lío con el problema que subyacía a la pregunta: ¿era-soy-yo-el-que-llamó-hijo-de-puta-a-Binder o soy-yo-el-que-brinca-por-el-tejado? Sin embargo, la escena de abajo lo aclaró todo, porque hay un instante en toda acción en que si eres tú o algún otro es una cuestión meramente teórica. El ladrón se embute el dinero en los bolsillos y sale pitando por la ventana. El novio firma por dos en el registro del hotel. Y el chico del tejado se encuentra una calle llena de gente que lo mira, con los cuellos estirados hacia atrás, los rostros levantados, como si él fuera el techo del planetario Hayden. De repente sabes que eres tú.
—¡Oscar! ¡Oscar Freedman! —Una voz se elevó desde el centro del gentío, una voz que, de haberse visto, se habría parecido a la escritura de los pergaminos—. ¡Oscar Freedman, baja de ahí! ¡Inmediatamente! –El rabino Binder le señalaba con un brazo rígido y al final de dicho brazo, un dedo le apuntaba amenazador. Era la actitud de un dictador, pero uno (los ojos lo confesaban todo) a quien el ayuda de cámara le había escupido en la cara.
Ozzie no contestó. Sólo miró al rabino Binder lo que dura un parpadeo. En cambio sus ojos comenzaron a encajar las piezas del mundo de abajo, a separar personas de lugares, amigos de enemigos, participantes de espectadores. Sus amigos rodeaban al rabino Binder, que seguía señalando, en grupitos irregulares parecidos a estrellas. El punto más alto de una de aquellas estrellas compuestas por niños en vez de ángeles era Itzie. Menudo mundo, con todas aquellas estrellas allá abajo y el rabino Binder… Ozzie, que un momento antes no había sido capaz de controlar su propio cuerpo, empezó a intuir el significado del control mundial: sintió paz y sintió poder.
—Oscar Freedman, cuento hasta tres y te quiero abajo.
Pocos dictadores cuentan hasta tres para que sus sometidos hagan algo; pero, como siempre, el rabino Binder sólo parecía dictatorial.
—¿Listo, Oscar?
Ozzie dijo que sí con la cabeza, aunque no tenía la menor intención en este mundo – ni en el de abajo, ni en el celestial al que acababa de acceder—de bajar, ni siquiera si el rabino Binder contaba hasta un millón.
—Muy bien —dijo el rabino Binder. Se pasó una mano por su pelo negro de Sansón como si tal fuera el gesto prescrito para pronunciar el primer dígito. Luego, cortando un círculo en el cielo con la otra mano, habló.
—¡Uno!
No se oyó ningún trueno. Al contrario, en ese momento, como si “uno” fuera la entrada que había estado esperando, la persona menos atronadora del mundo apareció en la escalinata de la sinagoga. Más que salir por la puerta de la sinagoga, se asomó a la oscuridad exterior. Agarró el pomo de la puerta con una mano y levantó la vista hacia el tejado.
—¡Oy!
La vieja mente de Yakov Blotnik se movía con lentitud, como si llevara muletas, y aunque no lograba precisar qué hacía el chico en el tejado, sabía que no era nada bueno, es decir, no-era-bueno-para-los-judíos. Para Yakov Blotnik la vida se dividía de forma simple: las cosas eran buenas-para-los-judíos o no-buenas-para-los-judíos.
El viejo se palmeó la mejilla chupada con la mano libre, con suavidad. “¡Oy, Gut!” Y luego, tan rápido como pudo, bajó la cabeza y escudriñó la calle. Estaba el rabino Binder (como un hombre en una subasta con sólo tres mil dólares en el bolsillo, acababa de pronunciar un tembloroso “¡Dos!”), estaban los estudiantes y poco más. De momento no-era-demasiado-malo-para-los-judíos. Pero el chico tenía que bajar inmediatamente, antes de que alguien lo viera. El problema: ¿cómo bajar al chico del tejado?
Cualquiera que haya tenido alguna vez un gato en el tejado sabe cómo bajarlo. Llamas a los bomberos. O primero llamas a la operadora y le preguntas por el número de los bomberos. Y después sigue un gran lío de frenazos y campanas y gritos de instrucciones. Y luego el gato está fuera del tejado. Para sacar a un chico del tejado haces lo mismo.
Es decir, haces lo mismo si eres Yakov Blotnik y una vez tuviste un gato en el tejado.

Cuando llegaron los coches de bomberos, cuatro en total, el rabino Binder había contado cuatro veces hasta tres para Ozzie. Mientras el camión grúa daba la vuelta a la esquina, uno de los bomberos saltó en marcha y se lanzó de cabeza hacia la boca de incendios amarilla de delante de la sinagoga. Empezó a desenroscar la tobera superior con una llave inglesa enorme. El rabino Binder se le acercó corriendo y le tiró del hombro.
—No hay ningún fuego…
El bombero farfulló algo por encima del hombro y siguió manipulando la tobera acaloradamente.
—Pero si no hay fuego, no hay ningún fuego… —gritó Binder.
Cuando el bombero farfulló otra vez el rabino le asió la cabeza con ambas manos y la apuntó hacia el tejado.
A Ozzie le pareció que el rabino Binder intentaba arrancarle la cabeza al bombero, como si descorchara una botella. No pudo evitar reírse ante la estampa que formaban: era un retrato de familia, rabino con solideo negro, bombero con casco rojo y la pequeña boca de agua agachada a un lado como un hermano menor, con la cabeza descubierta. Desde el borde del tejado Ozzie saludó al retrato, agitando una mano con sorna; al hacerlo se le resbaló el pie derecho. El rabino Binder se cubrió los ojos con las manos.
Los bomberos trabajaban rápido. Antes de que Ozzie hubiera recuperado el equilibrio ya sostenían una gran red amarillenta y redonda sobre el césped de la sinagoga. Los bomberos que la aguantaban miraron a Ozzie con expresión severa, insensible.
Uno de los bomberos volvió la cabeza hacia el rabino BInder.
—¿Qué le pasa al chico? ¿Está loco o algo así?
El rabino Binder se retiró las manos de los ojos, despacio, dolorido, como si fueran esparadrapo. Luego comprobó: nada en la acera, ningún bulto en la red.
—¿Va a saltar o qué? –gritó el bombero.
Con una voz que en nada recordaba a una estatua, el rabino Binder contestó por fin.
—Sí, sí, creo que sí… Ha amenazado con saltar…
¿Amenazar con saltar? Bueno, la razón por la que estaba en el tejado, recordaba Ozzie, era escapar; ni siquiera se le había ocurrido lo de saltar. Solamente había escapado corriendo y la verdad era que en realidad no se había dirigido hacia el tejado, más bien lo habían empujado hasta allí sus perseguidores.
—¿Cómo se llama el chico?
—Freedman –contestó el rabino Binder—. Oscar Freedman.
El bombero miró a Ozzie.
—¿Qué te ocurre, Oscar? ¿Es que quieres saltar?
Ozzie no contestó. Francamente, antes ni lo había pensado.
—Mira, Oscar, si vas a saltar, salta… y si no vas a saltar, no saltes. Pero no nos hagas perder el tiempo, ¿quieres?
Ozzie miró al bombero y luego al rabino Binder. Quería ver al rabino Binder cubriéndose los ojos otra vez.
—Voy a saltar.
Y correteó por el borde del tejado hasta la punta, donde no le esperaba ninguna red más abajo, y batió los brazos a los lados, haciéndolos silbar en el aire y palmeándose los pantalones para acentuar el compás. Empezó a gritar como un motor, “Uiii… uiiii…” y a asomar la mitad superior del cuerpo por el borde del tejado. Los bomberos iban de un lado para otro intentando cubrir el suelo con la red. El rabino Binder le murmuró unas palabras a alguien y se cubrió los ojos. Todo ocurrió muy rápido, entrecortadamente, como en una película muda. La muchedumbre, que había llegado con los coches de los bomberos, emitiò un largo oooh-aaah de fuegos artificiales del Cuatro de julio. Con los nervios nadie le había prestado demasiada atención al gentío salvo, por supuesto, Yakov Blotnik, que contaba cabezas colgando del pomo. “Fier und tsvansik… finf und tsvantsik… Oy, Gut!” No era como con el gato.
El rabino Binder oteó entre los dedos, comprobó la acera y la red. Vacías.Pero allí estaba Ozzie corriendo hasta la otra punta. Los bomberos corrían con él pero no lograban igualarlo. Ozzie podía saltar y aplastarse contra el suelo cuando quisiera y para cuando los bomberos salieran pitando hacia allá, lo único que podrían hacer con la red sería cubrir el revoltijo.
—Uiii… uiiii…
—Eh, Oscar…
Pero Oscar ya había salido hacia la otra punta, blandiendo sus alas con fuerza. El rabino Binder no podía soportarlo más: los bomberos salidos de ninguna parte, el niño suicida gritón, la red. Cayó de rodillas, exhausto, y con las manos recogidas delante del pecho como una pequeña cúpula, rogó:
—Oscar, detente, Oscar. No saltes, Oscar. Baja, por favor… Por favor, no saltes.
Y desde el fondo de la muchedumbre una voz, una voz joven, gritó una única palabra al chico del tejado.
—¡Salta!
Era Itzie. Ozzie dejó de aletear un momento.
—Adelante, Ozz: ¡salta! –Itzie rompió la punta de la estrella y valerosamente, con la inspiración no de un listillo sino de un discípulo, se desmarcó—. ¡Salta, Ozz, salta!
Todavía de rodillas, con las manos aún recogidas, el rabino Binder se retorció hacia atrás. Miró a Itzie y luego, agonizante, otra vez a Ozzie.
—¡Oscar, no saltes! Por favor, no saltes… por favor, por favor…
—¡Salta! –Esta vez no fue Itzie, sino otra punta de la estrella. Para cuando la señora Freedman llegó a su cita de las cuatro y media con el rabino Binder, todo el pequeño cielo patas arriba le gritaba y le rogaba a Oscar que saltara y el rabino Binder ya no le suplicaba que no saltara, sino que lloraba en la cúpula de sus manos.

Como es comprensible, la señora Freedman no lograba imaginar qué hacía su hijo en el tejado. Así que lo preguntó.
—Ozzie, Ozzie mío, ¿qué haces? Ozzie mío, ¿qué ocurre?
Ozzie dejó de gritar y aminoró el aleteo de los brazos hasta una velocidad de crucero, del tipo que los pájaros adoptan con los vientos suaves, pero no contestó. Se quedó de pie contra el cielo bajo, nublado y cada vez más oscuro –ahora la luz chasqueaba rápidamente, como un motor pequeño—, aleteando suavemente y contemplando a aquel pequeño fardo que era su madre.
—¿Qué estás haciendo, Ozzie? –La señora Freedman se volvió hacia el rabino arrodillado y se acercó tanto que entre su estómago y los hombros de BInder sólo quedó una tira de anochecer del grosor de una hoja de papel—. ¿Qué está haciendo mi niño?
El rabino Binder la miró pero también él enmudeció. Lo único que movía era la cúpula de sus manos; la sacudía adelante y atrás como un pulso débil.
—Rabino, ¡bájelo de ahí! Se matará. Bájelo, mi único niño…
—No puedo –dijo el rabino Binder—, no puedo… —Y volvió su hermosa cabeza hacia la muchedumbre de niños detrás de él—. Son ellos. Escúchelos.
Y por primera vez la señora Freedman vio a la muchedumbre de niños y oyó lo que bramaban.
—Lo hace por ellos. A mí no me escuchará. Son ellos. —El rabino Binder hablaba como si estuviera en trance.
—¿Por ellos?
—Sí.
—¿Por qué por ellos?
—Ellos quieren que él…
La señora Freedman alzó ambos brazos como si dirigiera el cielo.
—¡Lo hace por ellos! –Y luego, en un gesto más viejo que las pirámides, más viejo que los profetas y los diluvios, dejó caer los brazos a los lados—. Tengo un mártir. ¡Mire! –Ladeó la cabeza hacia el tejado. Ozzie seguía aleteando suavemente—. Mi mártir.
—Oscar, baja, por favor. –gimió el rabino Binder.
Con una voz sorprendentemente inalterada, la señora Freedman llamó al chico del tejado.
—Ozzie, baja, Ozzie. No seas un mártir, mi niño.
Como si de una letanía se tratara, el rabino Binder repitió sus palabras:
—No seas un mártir, mi niño. No seas un mártir.
—Adelante, Ozz: ¡sé un Martir! –Era Itzie—. Sé un Martir, sé un Martir. Y todas las voces se unieron en el canto por el martinio, fuera lo que fuera—. Sé un Martir, sé un Martir…

Por alguna razón cuando estás en un tejado cuanto más oscurece menos oyes. Ozzie solamente sabía que dos grupos querían dos cosas nuevas: sus amigos se mostraban musicales y enérgicos en su petición; su madre y el rabino salmodiaban monótonamente lo que no querían. La voz del rabino ya no iba acompañada de lágrimas, como la de su madre.
La gran red miraba a Ozzie fijamente como un ojo ciego. El gran cielo encapotado empujaba hacia abajo. Desde abajo parecía una chapa ondulada gris. De repente, al mirar ese cielo indiferente, Ozzie comprendió extrañado lo que esa gente, sus amigos, pedía: querían que saltara, que se matara; lo cantaban: tan felices los hacía. Y había otra cosa más extraña: el rabino Binder estaba de rodillas, temblando. Si había algo que preguntarse ahora no era “¿soy yo?”, sino “¿somos nosotros?... ¿somos nosotros?”
Resultó que estar en el tejado era cosa seria. Si saltaba, ¿se convertirían los cantos en baile? ¿Lo harían? ¿Con qué acabaría el salto? Ansiosamente Ozzie deseó poder rajar el cielo, hundir en él las manos y sacar al sol; y el sol, como una moneda, llevaría impreso saltar o no saltar.
Las rodillas de Ozzie se balanceaban y doblaban como si le estuvieran preparando para zambullirse. Se le tensaron los brazos, rígidos, congelados, desde los hombros hasta la punta de los dedos. Sintió como si cada parte de su cuerpo fuera a votar si debía matarse o no… como si cada parte fuera independiente de él.
La luz dio un chasquido inesperado y la nueva oscuridad, como una mordaza, acalló el canto de los amigos por un lado y la letanía de la madre y el rabino por el otro.
Ozzie paró de contar votos, y con una voz curiosamente aguda, como la de alguien que no estuviera listo para pronunciar un discurso, habló.
—¿Mamá?
—Sí, Oscar.
—Mamá, arrodíllate, como el rabino Binder.
—Oscar…
—Arrodíllate —le dijo— o salto.
Ozzie oyó un quejido,
luego un ruido rápido de ropas, y cuando miró abajo hacia donde estaba su madre vio la coronilla de una cabeza y un círculo de vestido por debajo. Estaba arrodillada junto al rabino Binder.
Ozzie habló de nuevo.
—¡Todo el mundo de rodillas!
Se oyó a todo el mundo arrodillarse.
Ozzie miró alrededor. Con una mano señaló hacia la entrada de la sinagoga.
—¡Haced que se arrodille!
Siguió un ruido, no de gente arrodillándose, sino de miembros y ropa estirándose. Ozzie oyó al rabino Binder susurrar con brusquedad “…o se matará” y cuando volvió a mirar, Yakov Blotnik había soltado el pomo de la puerta y por primera vez en su vida estaba de rodillas en la postura gentil para orar.
En cuanto a los bomberos… no es tan difícil como cabría imaginar sostener una red de rodillas.
Ozzie volvió a mirar alrededor; y luego llamó al rabino Binder.
—¿Rabino?
—Sí, Oscar.
—¿Cree en Dios, rabino Binder?
—Sí.
—¿Cree que Dios puede hacer cualquier cosa? –Ozzie asomó la cabeza en la oscuridad—. ¿Cualquier cosa?
—Oscar, yo creo que…
—Dígame que cree que Dios puede hacer cualquier cosa.
Siguió un segundo de duda. Luego:
—Dios puede hacer cualquier cosa.
—Dígame que Dios puede hacer un niño sin que haya relaciones sexuales.
—Puede.
—¡Que me lo diga!
—Dios —admitió el rabino Binder— puede hacer un niño sin que haya relaciones sexuales.
—Haga que lo diga él. —No cabía duda sobre quién era él.
Pasado un momento, Ozzie oyó una cómica voz de viejo decirle algo a la oscuridad creciente acerca de Dios.
A continuación Ozzie hizo que todos lo dijeran. Y luego les hizo decir que creían en Jesucristo: primero uno por uno y luego todos juntos.
Cuando acabó la catequesis caía la noche. Desde la calle pareció que el chico del tejado suspiraba.
—¿Ozzie? —se atrevió a decir una voz femenina—. ¿Ahora bajarás?
No hubo respuesta, pero la mujer esperó, y cuando por fin una voz contestó se oyó débil y llorosa, cansada como la de un viejo que acabara de tañer las campanas.
—Mamá, ¿no lo comprendes? No deberías pegarme. Él tampoco debería pegarme. No deberías pegarme por Dios, mamá. No deberías pegarle a nadie por Dios…
—Ozzie, por favor, baja.
—Prométemelo, prométeme que no le pegarás nunca a nadie por Dios.
Sólo se lo había pedido a su madre pero, por alguna razón, todos los que estaban arrodillados en la calle prometieron que nunca le pegarían a nadie por Dios.
Una vez más, se hizo el silencio.
—Ahora puedo bajar, mamá —dijo por fin el chico del tejado. Miró a ambos lados como si comprobara los semáforos de la calle—. Ahora puedo bajar…
Y lo hizo, justo en el centro de la red amarilla que brillaba en el filo de la noche como una aureola demasiado grande.

domingo, 10 de mayo de 2020

‘Exhortación a los médicos de la peste’ Albert Camus




Si la peste es contagiosa, los buenos autores lo ignoran. Sin embargo tienen la sospecha. Por eso ellos, señores, son de la opinión de abrir las ventanas de la habitación en la que visitas al enfermo. Hay que recordar simplemente que la peste puede estar también en las calles e infectarte, de cualquier manera en que estén las ventanas, sean abiertas o no.
Los mismos autores aconsejan también llevar una máscara con lentes, y situar sobre tu nariz una toallita empapada en vinagre. Igualmente, llevar contigo una bolsita con las esencias recomendadas en la bibliografía; toronjil, orégano, menta, salvia, romero, azahar, albahaca, tomillo, lavanda, laurel, corteza de limón y piel de membrillo. Además, sería deseable estar completamente vestidos de hule. Pero todas estas recomendaciones suelen variar, pues no existe punto de acuerdo sobre las condiciones en las que los buenos y malos autores coincidan. La primera es que no debes tomar el pulso de un enfermo sin antes haberte empapado los dedos en vinagre. Podrás imaginar el porqué. Aunque tal vez lo mejor sería abstenerse sobre este punto; ya que, si el enfermo tiene la peste, esta ceremonia no se la quitará y si está ileso, él no habría de llamarte. En tiempos de epidemia, cada uno cuida su propio hígado para protegerse de cualquier error.
La segunda condición es que no te pares jamás frente al enfermo, para no estar en la dirección de su aliento. Así mismo, si abres la ventana, debido a la incertidumbre sobre la utilidad de este proceso, sería bueno no ponerse en la dirección del viento, que puede traerte al mismo tiempo la respiración del apestado.
Tampoco visites al paciente cuando estés en ayunas, no lo resistirás. Ni comas demasiado, pues vomitarás. Y si a pesar de todas estas precauciones algo de veneno llega a tu boca, no hay más remedio salvo que no tragues saliva durante todo el tiempo de tu visita. Esta condición es la más difícil de respetar.
Cuando de alguna manera hayas acatado todo esto, no lo deberás abandonar, pues existen otras condiciones muy necesarias para la preservación de tu cuerpo, aunque más bien son tocantes a las disposiciones del alma. «Ningún individuo—dijo alguna vez un viejo autor— se puede permitir tocar nada contaminado en un país en el que reina la peste». Esto está bien dicho. Y no existe lugar en nosotros que no debamos purificar, ni siquiera en lo secreto de nuestros corazones, para poner al fin de nuestra parte las pocas posibilidades que nos quedan. Esto es verdadero sobre todo para ustedes, médicos, que están lo más cerca posible de la enfermedad y que parecen más sospechosos. Es por eso, entonces, que deben convertirse en persona ejemplar.
Lo primero es que no tengas miedo jamás. Hemos visto a las gentes hacer muy bien su trabajo de soldados mientras temen al cañón, pero la bala mata igualmente a los que tiemblan y a los valientes. Existe el azar en la guerra, mientras que existe muy poco en la peste. El miedo mancha la sangre y calienta el humor, todos los libros lo dicen. Es entonces cuando está lista para recibir los efectos de la enfermedad. Y para que el cuerpo
triunfe sobre la infección, hace falta que el alma sea vigorosa. Sin embargo, no existe peor temor que un final temprano, el dolor es pasajero. Por lo tanto, doctores de la peste, deben fortalecerse contra la idea de la muerte y reconciliarse con ella, antes de entrar en el reino que la peste prepara para ustedes. Si resultan vencedores sobre este punto, lo serán en todos y les veremos sonreír en medio del terror. La conclusión, es que hace falta una filosofía.
Tendrán también que ser sobrios sobre todas las cosas, lo que no quiere decir que deban ser castos, que sería otro exceso. Cultiven la alegría razonable, a fin que no arribe la tristeza ni corrompa el licor de la sangre y la prepare para su descomposición. No hay nada mejor que usar el vino en cantidades estimables para hacer un poco más soportable el aire de consternación, que vendrá de la ciudad en peste.
De una manera general, guarda la mesura, que es el principal enemigo de la peste y el principio natural del hombre. Némesis no es, como dicen en las escuelas, la deidad de la venganza, sino de la mesura. Y sus golpes terribles solo llegan a los hombres que se han lanzado al desorden y al desequilibrio. La peste viene del exceso; ella es el exceso mismo y no conoce límite. Conócelo, si quieres combatir desde la clarividencia. No le des la razón a Tucídides, cuando hablaba de la peste en Atenas y afirmaba que los médicos no eran de ninguna ayuda, porque desde el principio atacaban el mal sin conocerlo. La plaga ama el secreto de la cueva. Lleva tú la luz de la inteligencia y de la equidad. Esto será más fácil, ya lo verás, que no tragar saliva.
En fin, ustedes deberán convertirse en maestros de sí mismos. Y, por ejemplo, saber respetar la ley que se ha elegido, como la del bloqueo y la cuarentena. Un historiógrafo de Provenza dijo una vez que en el pasado, cuando uno de los confinados escapó, le hicieron romperse la cabeza. Tú no quieres eso; así que no olvidarás, no más, el interés general. No harás excepción a estas reglas durante todo el tiempo que sean útiles, aunque tu corazón te obligue. Se pide de ti que olvides un poco de lo que eres sin jamás olvidar, sin embargo, que a tí mismo te debes. Esta es la regla de un honor tranquilo.



Dotados de estas virtudes y estos remedios, no quedará más que rechazar la fatiga y mantener clara la imaginación. No deberás, no deberás jamás, acostumbrarte a ver morir  a los hombres como mueren las moscas, como lo han hecho hoy en nuestras calles, como lo han hecho siempre desde que la peste recibió su nombre en Atenas. No dejarás de estar consternado por estas gargantas negras que destilan sudoración sanguinolenta y tos ronca, con babas raras y menudas, color de azafrán y saladas, de las que hablaba Tucídides. No entrarás jamás en la familiaridad de los cadáveres, de los que incluso las aves rapaces se alejan para huir de la infección. Y seguirás en rebelión contra esa terrible confusión, en la que los que rechazan ayudar a otros perecen en la desolación mientras que aquellos, los que se dedican a hacerlo, mueren en hacinamiento; donde la dicha no tiene sanción natural ni amerita su orden, donde bailan al borde de la tumba, donde el amante rechaza a la amante para no contagiar su mal, donde el peso del crimen no es llevado jamás por el criminal sino por el emisario animal que ha sido elegido en la locura temporal de una hora de terror.
El alma tranquila sigue siendo la más firme. Serás firme frente a esta extraña tiranía. No servirás a esta religión tan vieja como los cultos más antiguos. Ella asesinó a Pericles, que no quería otra gloria que no haber hecho sufrir a ningún ciudadano; y ella no se detuvo con esta muerte ilustre, hasta que vino a caer sobre nuestra inocente ciudad, a diezmar a los hombres y exigir su ofrenda ritual de infantes. Aunque esta religión nos caiga del cielo, habrá que decir que el cielo es injusto. Si llegas a eso, no lo harás, sin embargo, enorgulleciéndote ni un poco de ello. Al contrario, volverás a pensar una y otra vez sobre tu ignorancia, para asegurarte de guardar la mesura, la única que domina a la plaga.
Lo que queda de esto es que nada es fácil. A pesar de tus máscaras, tus bolsitas, el vinagre y el hule, a pesar de la serenidad de tu coraje y tu esfuerzo firme, un día vendrá en el que no podrás soportar esta ciudad de almas agonizantes, esta muchedumbre que camina en círculos por las calles ardientes y polvorientas, estos gritos, estas alarmas sin porvenir. Un día vendrá en el que querrás gritar tu disgusto y repugnancia por el dolor y el miedo de todos. Ese día no habrá remedio que pueda decirte, sino la compasión que es la hermana de la ignorancia.


Traducción: Eduardo R. Blanco.

LOS CUADERNOS DE LA PLÉYADE, 1947; OBRAS COMPLETAS, II,
GALLIMARD, 2006 («BIBLIOTHÈQUE DE LA PLÉIADE»)


lunes, 4 de mayo de 2020

" Donde el fuego nunca se acaba" de May Sinclair




No había nadie en el huerto. Enriqueta Leigh salió furtivamente al campo por el portón de hierro sin hacer ruido. Jorge Waring, teniente de Marina, la esperaba allí.

Muchos años después, siempre que Enriqueta pensaba en Jorge Waring, revivía el suave y tibio olor de vino de las flores de saúco, y siempre que olía flores de saúco reveía a Jorge con su bella y noble cara como de artista y sus ojos de azul negro.

Ayer mismo la había pedido en matrimonio, pero el padre de ella la creía demasiado joven, y quería esperar. Ella no tenía diecisiete años todavía, y él tenía veinte, y se creían casi viejos ya.

Ahora se despedían hasta tres meses más tarde, para la vuelta del buque de él. Después de pocas palabras de fe, se estrecharon en un largo abrazo, y el suave y tibio olor de vino de las flores de saúco se mezclaba en sus besos bajo el árbol.

El reloj de la iglesia de la aldea dio las siete, al otro lado de campos de mostaza silvestre. Y en la casa sonó un gong.

Se separaron con otros rápidos y fervientes besos. Él se apuró por el camino a la estación del tren, mientras ella volvía despacio por la senda, luchando con sus lágrimas.

–Volverá en tres meses. Puedo vivir tres meses más –se decía.

Pero no volvió nunca. Su buque se hundió en el Mediterráneo, y Jorge con él.

Pasaron quince años.

Inquieta esperaba Enriqueta Leigh, sentada en la sala de su casita de Maida Vale, donde habitaba solo desde hacía pocos años, después de la muerte de su padre. No alejaba su vista del reloj, esperando las cuatro, la hora que Oscar Wade había fijado. Pero no estaba segura de que él viniera, después de haber sido rechazado el día antes.

Y se preguntaba ella por qué razones lo recibía hoy, cuando el rechazo de ayer parecía definitivo, y había pensado ya que no debía verlo nunca más, y se lo había dicho bien claro.

Se veía a sí misma, erguida en su silla, admirando su propia integridad, mientras él queda de pie, cabizbajo, abochornado, vencido; volvía a oírse repetir que no podía y no debía verlo más, que no se olvidara de su esposa, Muriel, a quién él no debía abandonar por un capricho nuevo.

A lo que había respondido él, irritado y violento:

–No tengo por qué ocuparme de ella. Todo acabó entre nosotros. Seguimos viviendo juntos solo por el qué dirán.

Y ella, con serena dignidad:

–Y por el qué dirán, Oscar, debemos dejar de vernos. Le ruego que se vaya.

–¿De veras lo dice?

–Sí. No nos veremos nunca más. No debemos.

Y él se había ido, cabizbajo, abochornado y vencido, cuadrando sus espaldas para soportar el golpe.

Ella sentía pena por él, había sido dura sin necesidad. Ahora que ella le había trazado su límite, ¿no podrían, quizá, seguir siendo amigos? Hasta ayer no estaba claro ese límite, pero hoy quería pedirle que se olvidara él de lo que había dicho.

Y llegaron las cuatro, las cuatro y media y las cinco. Ya había acabado ella con el té, y renunciado a esperar más, cuando cerca de las seis llegó él como había venido una docena de veces ya, con su paso medido y cauto, con su porte algo arrogante, sus anchas espaldas alzándose en ritmo. Era hombre de unos cuarenta años, alto y robusto, de cuello corto y ancha cara cuadrada y rósea, en la que parecían chicos sus rasgos, por lo finitos y bellos. El corto bigote, pardo rojizo, erizaba su labio, que avanzaba, sensual. Sus ojillos brillaban, pardos rojizos, ansiosos y animales.

Cuando no estaba él cerca, Enriqueta gustaba de pensar en él; pero siempre recibía un choque al verlo, tan diferente, en lo físico al menos, de su ideal, que seguía siendo su Jorge Waring.

Se sentó frente a ella, en un silencio molesto, que rompió al fin:

–Buen; usted me dijo que podía venir, Enriqueta.

Parecía echar sobre ella toda la responsabilidad.

–¡Oh, sí; ya lo he perdonado, Oscar!

Y él dijo que mejor era demostrárselo cenando con él, a lo que ella no supo negarse, y, simplemente, fueron a un restaurante en Soho.

Oscar comía como gourmet, dando a cada plato su importancia, y ella gustaba de su liberalidad ostentosa sin la menor mezquindad.

Al fin terminó la cena. El silencio embarazoso de él, su cara encendida le decían lo que estaba pensando. Pero, de vuelta, juntos, él la había dejado en la puerta del jardín. Lo había pensado mejor.

Ella no estaba segura de si se alegraba o no por ello. Había tenido su momento de exaltación virtuosa, pero no hubo alegría en las semanas siguientes. Había querido dejarlo porque no se sentía atraída, y ahora, después de haber renunciado, por eso mismo lo buscaba.

Cenaron juntos otra y otra vez, hasta que ella se conoció el restaurante de memoria: las blancas paredes con paneles de marcos dorados; las blandas alfombras turcas, azul y punzó; los almohadones de terciopelo carmesí que se prendían a su saya; los destellos de la platería y cristalería en las innúmeras mesitas; y las fachas de todos colores, rasgos y expresiones de los clientes; y las luces en su pantallitas rojas, que teñían el aire denso de tabaco perfumado, como el vino tiñe al agua; y la cara encendida de Oscar, que se encendía más y más con la cena. Siempre, cuando él se echaba atrás con su silla y pensaba, y cuando alzaba los párpados y la miraba fijo, cavilando, ella sabía qué era, aunque no en qué acabaría.

Recordaba a Jorge Waring y toda su propia vida desencantada, sin ilusiones ya. No lo había elegido a Oscar, y en verdad, no lo había estimado antes, pero ahora que él se había impuesto a ella no podía dejarlo ir. Desde que Jorge había muerto, ningún hombre la había amado, ninguno la amaría ya. Y había sentido pena por él, pensando cómo se había retirado, vencido y avergonzado.

Estuvo cierta del final antes que él. Solo que no sabía cómo y cuándo. Eso lo sabía él.

De tiempo en tiempo repitieron las furtivas entrevistas allí, en casa de ella.

Oscar se declaraba estar en el colmo de la dicha. Pero Enriqueta no estaba del todo segura; eso era el amor, lo que nunca había tenido, lo deseado y soñado con ardor. Siempre esperaba algo más, y más allá, algún éxtasis, celeste, supremo, que siempre se anunciaba y nunca llegaba. Algo había en él que la repelía; pero por ser él, no quería admitir que le hallaba un cierto dejo de vulgaridad.

Para justificarse, pensaba en todas sus buenas cualidades, en su generosidad, su fuerza de carácter, su dignidad, su éxito como ingeniero.

Lo hacía hablar de negocios, de su oficina, de su fábrica y máquinas: se hacía prestar los mismos libros que él leía, pero siempre que ella empezaba a hablar, tratando de comprenderlo y acercársele, él no la dejaba, le hacía ver que se salía de su esfera, que toda la conversación que un hombre necesita la tiene con sus amigos los hombres.

En la primera ocasión y pretexto que hubo en asuntos de él, fueron a París por separado.

Por tres días Oscar estuvo loco por ella, y ella por él.

A los seis empezó la reacción. Al final del décimo día, volviendo de Montmartre, estalló ella en un ataque de llanto, y contestó al azar cuando él le inquirió la causa, que el hotel Saint-Pierre era horrible, que le daba en los nervios y no lo soportaba más. Oscar, con indulgencia, explicó su estado como fatiga subsiguiente a la continua agitación de esos días.

Ella trató con energía de creer que su abatimiento creciente venía de que su amor era mucho más puro y espiritual que el de él; pero sabía perfectamente que había llorado de puro aburrimiento.

Estaba enamorada de él, y él la aburría hasta desesperarla; y con Oscar sucedía más o menos lo mismo. Al final de la segunda semana ella empezó a dudar de si alguna vez, en algún momento, lo había podido amar realmente.

Pero la pasión retornó por corto tiempo en Londres.

En cambio, se les fue despertando el temor al peligro, que en los primeros tiempos del encanto quedaba en segundo término. Luego, al miedo de ser descubiertos, después de una enfermedad de Muriel, la esposa de Oscar, se agregó para Enriqueta el terror de la posibilidad de casarse con él, que seguía jurando que sus intenciones eran serias, y que se casaría con ella en cuanto fuera libre.

Esta idea la asustaba a veces en presencia de Oscar, y entonces él la miraba con expresión extraña, como si adivinara, y ella veía claro que él pensaba en lo mismo y del mismo modo.

Así que la vida de Muriel se hizo preciosa para ambos, después de su enfermedad: era lo que les impedía una unión definitiva. Pero un buen día, después de unas aclaraciones y reproches mutuos, que ambos se sabían desde mucho antes, vino la ruptura y la iniciativa fue de él.

Tres años después fue Oscar quien se fue del todo ya, en un ataque de apoplejía, y su muerte fue un inmenso alivio para ella. Sin embargo, en los primeros momentos se decía que así estaría más cerca de él que nunca, olvidando cuán poco había querido estarlo en vida. Y antes de mucho se persuadió de que nunca habían estado realmente juntos. Le parecía cada vez más increíble que ella hubiera podido ligarse a un hombre como Oscar Wade.

Y a los cincuenta y dos años, amiga y ayudante del vicario de Santa María Virgen en Maida Vale, diácona de su parroquia, con capa y velo, cruz y rosario, y devota sonrisa, secretaria del Hogar de Jóvenes Caídas, le llegó la culminación de sus largos años de vida religiosa y filantrópica, en la hora de su muerte. Al confesarse por última vez, su mente retrocedió al pasado y encontrose otra vez con Oscar Wade. Caviló algo si debía hablar de él, pero se dio cuenta de que no podría, y de que no era necesario: por veinte años había estado él fuera de su vida y de su mente.

Murió con su mano en la mano del vicario, el que la oyó murmurar:

–Esto es la muerte. Creía que sería horrible, y no. Es la dicha; la mayor dicha.

La agonía le arranchó la mano del vicario, y enseguida terminó todo.

Por algunas horas se detuvo ella vacilante en su cuarto, y remirando todo lo tan familiar, lo veía algo extraño y antipático ahora.

El crucifijo y las velas encendidas le recordaban alguna tremenda experiencia, cuyos detalles no alcanzaba a definir; pero que parecían tener una relación con el cuerpo cubierto que hacía en la cama, que ella no asociaba a su persona.

Cuando la enfermera vino y lo descubrió, vio Enriqueta el cadáver de una mujer de edad mediana, y su propio cuerpo vivo era el de una joven de unos treinta y dos años. Su frente no tenía pasado ni futuro, y ningún recuerdo coherente o definido, ninguna idea de lo que iba a ocurrirle. Luego, de repente, el cuarto empezó a dividirse ante su vista, a partirse en zonas y hacer de piso, muebles y cielo raso, que se dislocaban y proyectaban hacia planos diversos, se inclinaban en todo sentido, se cruzaban, se cubrían con una mezcla transparente, de perspectivas distintas, como reflejos de exterior en vidrios de interior.

La cama y el cuerpo se deslizaron hacia cualquier parte, hasta perderse de vista. Ella estaba de pie al lado de la puerta, que aún quedaba firme: la abrió y se encontró en una calle, fuera de un edificio grisáceo, con gran torre de alta aguja de pizarra, que reconoció con un choque palpable de su mente: era la iglesia de Santa María Virgen, de Maida Vale, su iglesia, de la que podía oír ahora el zumbido del órgano. Abrió la puerta y entró. Ahora volvía a tiempo y espacio definidos, y recuperaba todos los detalles de la iglesia, en cierto modo permanentes y reales, ajustados a la imagen que tomaba posesión de ella. Sabía para qué había ido allí.

El servicio religioso había terminado, el coro se había retirado, y el sacristán apagaba las velas del altar. Ella caminó por la nave central hasta un asiento conocido, cerca del púlpito, y se arrodilló. La puerta de la sacristía se abrió y el reverendo vicario salió de allí en su sotana negra, pasó muy cerca de ella y se detuvo, esperándola: tenía algo que decirle. Ella se levantó y se acercó a él, que no se movió, y parecía seguir esperando, aunque ella se le acercó luego más que nunca, hasta confundir sus rasgos. Entonces se apartó para ver mejor, y se encontró con que miraba la cara de Oscar Wade, que se estaba quieto, horriblemente quieto, cortándole el paso.

Ella retrocedió, y las anchas espaldas la siguieron, inclinándose a ella, y sus ojos la envolvían. Abrió ella la boca para gritar, pero no salió sonido alguno; quería huir, pero temía que él se moviera con ella; así quedó, mientras las luces de las naves literales se apagaban una por una, hasta la última. Ahora debía irse, si no, quedaría encerrada con él en esa espantosa oscuridad. Al final consiguió moverse, llegar a tientas, como arrastrándose, cerca de un altar. Cuando miró atrás, Oscar Wade había desparecido.

Entonces recordó que él había muerto. Lo que había visto no era Oscar, pues, sino su fantasma. Había muerto hacía diecisiete años. Ahora se sentía libre de él para siempre.

Salió al atrio de la iglesia, pero no recordaba ya la calle que veía. La acera de su lado era una larga galería cubierta, que limitaban altos pilares de un lado, y brillantes vidrieras de lujosos negocios del otro; iba por los pórticos de la calle Rívoli, en París. Allí estaba el pórtico del hotel Saint-Pierre. Pasó la puerta giratoria de cristales, pasó el vestíbulo gris, de aire denso, que ya conocía bien. Fue derecho a la gran escalera de alfombra gris, subió los innumerables peldaños en espiral alrededor de la jaula que encerraba al ascensor, hasta un conocido rellano, y un largo corredor gris, que alumbraba una opaca ventana al final.

Y entonces, el horror del lugar la asaltó, y como no tenía ningún recuerdo ya de su iglesia y de su Hogar de Jóvenes, no se daba cuenta de que retrocedía en el tiempo. Ahora todo el tiempo y todo el espacio eran lo presente allí.

Recordaba que debía torcer a la izquierda, donde el corredor llegaba a la ventana, y luego ir hasta el final de todos los corredores; pero temía algo que había allí, no sabía bien qué. Tomando por la derecha podría escaparse, lo sabía; pero el corredor terminaba en un muro liso; tuvo que volver a la izquierda, por un laberinto de corredores hasta un pasaje oscuro, secreto y abominable, con paredes manchadas y una puerta de madera torcida al final, con una raya de luz encima. Podía ver ya el número de esa puerta: 107.

Algo había pasado allí, alguna vez, y si ella entraba se repetiría lo mismo. Sintió que Oscar Wade estaba en el cuarto, esperándola tras la puerta cerrada; oyó sus pasos mesurados desde la ventana hasta la puerta.

Ella se volvió horrorizada y corrió, con las rodillas que se le doblaban, hundiéndose, a lo lejos, por larguísimos corredores grises, escaleras abajo, ciega y veloz como animal perseguido, oyendo los pies de él que la seguía hasta que la puerta giratoria de cristales la recibió y la empujó a la calle.

Lo más extraño de su estado era que no tenía tiempo. Muy vagamente recordaba que una vez había habido algo que llamaban tiempo, pero ella ya no sabía qué era. Se daba cuenta de lo que ocurría o estaba por ocurrir, y lo situaba por el lugar que ocupaba, y medía su duración por el espacio que cruzaba mientras ello ocurría. Así que ahora pensaba: “Si pudiera ir hacia atrás hasta el lugar en que eso no había pasado aún. Más atrás aún”.

Ahora iba por un camino blanco, entre campos y colonias envueltas en leve niebla. Llegó al puente de dorso alzado; cruzó el río y vio la vieja casa gris que sobrepasaba el alto muro del jardín. Entró por el gran portón de hierro y se halló en una gran sala de cielo raso bajo, ante la gran cama de su padre. Un cadáver estaba en ella, bajo una sábana blanca, y era el de su padre, que se modelaba claramente. Levantó entonces la sábana, y la cara que vio fue la de Oscar Wade, quieta y suave, con la inocencia del sueño y de la muerte. Con la vista clavada en esa cara, ella, fascinada, con una alegría fría y despiadada: Oscar estaba muerto sin duda ninguna ya. Pero la cara muerta le daba miedo al fin e iba a cubrirla, cuando notó un leve movimiento en el cuerpo. Aterrorizada alzó la sábana y la estiró con toda su fuerza, pero las otras manos empezaron a luchar convulsivas, aparecieron los anchos dedos por los bordes, con más fuerza que los de ella, y de un tirón apartaron la sábana del todo, mostrando los ojos que se abrían, y la boca que se abría, y toda la cara que la miraba con agonía y horror; y luego se irguió el cuerpo y se sentó, con sus ojos clavados en los de ella, y ambos se inmovilizaron un momento, contenidos por mutuo miedo.

De repente se recobró ella, se volvió y corrió fuera del salón, fuera de la casa. Se detuvo en el portón, indecisa hacia dónde huir. Por un lado, el puente y el camino la llevarían a la calle Rívoli y a los lóbregos corredores del hotel; por el otro lado, el camino cruzaba la aldea de su niñez.

¡Ah si pudiera huir más lejos, hacia atrás, fuera del alcance de Oscar, estaría al fin segura! Al lado de su padre, en su lecho de muerte, había sido más joven; pero no lo bastante. Tendría que volver a lugares donde fuera más joven aún, y sabía dónde hallarlos. Cruzó por la aldea, corriendo, pasando el almacén, y la fonda y el correo, y la iglesia, y el cementerio, hasta el portón sur del parque de su niñez.

Todo eso parecía más y más insustancial, se retiraba tras una capa de aire que brillaba sobre ello como vidrio. El paisaje se rajaba, se dislocaba, y flotaba a la deriva, le pasaba cerca, en viaje hacia lo lejos, desvaneciéndose, y en vez del camino real y de los muros del parque, vio una calle de Londres, con sucias fachadas, claras, y en vez del portón sur del parque, la puerta giratoria del restaurante en Soho, la que giró a su paso y la empujó al comedor que se le impuso con la solidez y precisión de su realidad, lleno de conocidos detalles: las blancas paredes con paneles de marcos dorados, las blandas alfombras turcas, las fachas de los clientes, moviéndose como máquinas, y las luces de pantallitas rojas. Un impulso irresistible la llevó hasta una mesa en un rincón, donde un hombre estaba solo, con su servilleta tapándole el pecho y la mitad de la cara. Se puso ella a mirar, dudosa, la parte superior de esa cara. Cuando la servilleta cayó, era Oscar Wade. Sin poder resistir, se le sentó al lado; él se reclinó tan cerca que ella sintió el calor de su cara encendida y el olor del vino, mientras él le murmuraba:

–Ya sabía que vendrías.

Comieron y bebieron en silencio.

–Es inútil que me huyas así –dijo él.

–Pero todo eso terminó –dijo ella.

–Allí, sí; aquí, no.

–Terminó para siempre.

–No. Debemos empezar otra vez. Y seguir, y seguir.

–¡Ah, no! Cualquier cosa menos eso.

–No hay otra cosa.

–No, no podemos. ¿No recuerdas cómo nos aburríamos?

–¿Que recuerde? ¿Te figuras que yo te tocaría si pudiera evitarlo?… Para eso estamos aquí. Debemos: hay que hacerlo.

–No, no. Me voy ahora mismo.

–No puedes –dijo él–. La puerta está con llave.

–Oscar, ¿por qué la cerraste?

–Siempre fui así. ¿No recuerdas?

Ella volvió a la puerta, y no pudiendo abrirla, la sacudió, la golpeó, frenética.

–Es inútil, Enriqueta. Si ahora consigues salir, tendrás que volver. Lo dilatarás una hora o dos, pero ¿qué es eso en la inmortalidad?

–Habrá tiempo para hablar de la inmortalidad cuando hayamos muerto. ¡Ah!…

Eso pasó. Ella se había ido muy lejos, hacia atrás, en el tiempo, muy atrás, donde Oscar no había estado nunca, y no sabría hallarla, al parque de su niñez. En cuanto pasó el portón sur, su memoria se hizo joven y limpia: flexible y liviana, se deslizaba de prisa sobre el césped, y en sus labios y en todo su cuerpo sentía la dulce agitación de su juventud. El olor de las flores de saúco llegó hasta ella a través del parterre, Jorge Waring estaba esperándola bajo el saúco, y lo había visto. Pero de cerca, el hombre que la esperaba era Oscar Wade.

–Te dije que era inútil querer escapar, Enriqueta. Todos los caminos te retornan a mí. En cada vuelta me encontrarás. Estoy en todos tus recuerdos.

–Mis recuerdos son inocentes. ¿Cómo pudiste tomar el lugar de mi padre y de Jorge Waring? ¿Tú?

–Porque los reemplacé.

–Nunca. Mi cariño por ellos era inocente.

–Tu amor por mí era parte de eso. Crees que lo pasado afecta lo futuro. ¿No se te ocurrió nunca pensar que lo futuro pueda afectar lo pasado?

–Me iré lejos, muy lejos –dijo ella.

–Y esta vez iré contigo –dijo él.

El saúco, el parque y el portón flotaron lejos de ella y se perdieron de vista. Ella iba sola hacia la aldea, pero se daba cuenta de que Oscar Wade la acompañaba detrás de los árboles, al lado del camino, paso a paso, como ella, árbol a árbol. Pronto sintió que pisaba un pavimento gris, y una fila de pilares grises a su derecha y de vidrieras a su izquierda la llevaban, al lado de Oscar Wade, por la calle Rívoli. Ambos tenían los brazos caídos y flojos, y sus cabezas divergían, agachadas.

–Alguna vez ha de acabar esto –dijo ella–. La vida no es eterna: moriremos al fin.

–¿Moriremos? Hemos muerto ya. ¿No sabes qué es esto y dónde estamos? Esta es la muerte, Enriqueta. Somos muertos. Estamos en el infierno.

–Sí. No puede haber nada peor que esto.

–Esto no es lo peor. No estamos plenamente muertos aún, mientras tengamos fuerzas para volvernos y huirnos, mientras podamos ocultarnos en el recuerdo. Pero pronto habremos llegado al más lejano recuerdo, y ya no habrá nada más allá, y no habrá otro recuerdo que este.

–Pero ¿por qué?, ¿por qué? –gritó ella.

–Porque eso es lo único que nos queda.

Ella iba por un jardín entre plantas más altas que ella. Tiró de unos tallos y no podía romperlos. Era una criatura.

Se dijo que ahora estaría segura. Tan lejos había retrocedido que había llegado a ser niña otra vez. Ser inocente sin ningún recuerdo, con la mente en blanco, era estar segura al fin.

Llegó a un jardín de brillante césped, con un estanque circular rodeado de rocalla y flores blancas, amarillas y purpúreas. Peces de oro nadaban en el agua verde oliva. El más viejo, de escamas blancas, se acercaba primero, alzando su hocico, echando burbujas.

Al fondo del jardín había un seto de alheñas cortado por un amplio pasaje. Ella sabía a quién hallaría más allá, en el huerto: su madre, que la alzaría en brazos para que jugara con las duras bolas rojas que eran las manzanas colgando de su árbol. Había ido ya hasta su más lejano recuerdo, no había nada más atrás. En la pared del huerto tenía que haber un portón de hierro que daba a un campo. Pero algo era diferente allí, algo que la asustó. Era una puerta gris en vez del portón de hierro. La empujó y entró al último corredor del hotel Saint-Pierre.

miércoles, 8 de abril de 2020

Chuang Tzu






Chuang Tzu soñó que era una mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.

domingo, 5 de abril de 2020

Cuentos sobre rabinos...


La motivación de un Rabino

Rabi Najman contó una vez sobre un muy famoso Rabi que solía rezar en su cuarto privado contiguo a la sinagoga. El escuchaba ruidos detrás de su puerta y estaba seguro de que eran sus discipulos tratando de escuchar con que la devoción su maestro rezaba, lo cual lo motivaba a orar con gran entusiasmo y fervor. Hasta que una vez descubrió que los ruidos eran causados por un gato rasguñando la puerta. "¡Durante 9 años estuvo rezando a un gato!" Comento el Rabi Najman. ¡Di-s nos salve!"

El escondite». Rabí Baruj de Mezbizh.       

Iejiel, el nieto de Rabí Baruj, jugaba una vez al escondite con otro niño. Se ocultó muy bien y esperó a que su compañero de juegos lo encontrara. Después de aguardar largo tiempo salió de su escondite, mas no vio a su camarada en parte alguna. Entonces comprendió que éste en ningún momento lo había buscado. Esto lo hizo llorar, y llorando corrió hacia su abuelo y se quejó de su desleal amigo. Entonces los ojos de Rabí Baruj se llenaron de lágrimas y murmuró: “Dios dice lo mismo: Yo me escondo pero nadie quiere buscarme”.


Citado por M. Buber, Cuentos jasídicos)

Albert Camus extractos del libro " La peste"


La palabra "peste" acababa de ser pronunciada por primera vez. En este punto de la narración que deja a Bernard Rieux detrás de una ventana se permitirá al narrador que justifique la incertidumbre y la sorpresa del doctor puesto que, con pequeños matices, su reacción fue la misma que la de la mayor parte de nuestros conciudadanos. Las plagas, en efecto, son una cosa común pero es difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre su cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas. El doctor Rieux estaba desprevenido como lo estaban nuestros ciudadanos y por esto hay que comprender sus dudas. Por esto hay que comprender también que se callara, indeciso entre la inquietud y la confianza. Cuando estalla una guerra las gentes se dicen: "Esto no puede durar, es demasiado estúpido." Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si uno no pensara siempre en sí mismo. Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado precauciones. Nuestros conciudadanos no eran más culpables que otros, se olvidaban de ser modestos, eso es todo, y pensaban que todavía todo era posible para ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas eran imposibles. Continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo opiniones. ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas.


Incluso después de haber reconocido el doctor Rieux delante de su amigo que un montón de enfermos dispersos por todas partes acababa de morir inesperadamente de la peste, el peligro seguía siendo irreal para él. Simplemente, cuando se es médico, se tiene formada una idea de lo que es el dolor y la imaginación no falta. Mirando por la ventana su ciudad que no había cambiado, apenas si el doctor sentía nacer en él ese ligero descorazonamiento ante el porvenir que se llama inquietud. Procuraba reunir en su memoria todo lo que sabía sobre esta enfermedad. Ciertas cifras flotaban en su recuerdo y se decía que la treintena de grandes pestes que la historia ha conocido había causado cerca de cien millones de muertos. Pero ¿qué son cien millones de muertos? Cuando se ha hecho la guerra apenas sabe ya nadie lo que es un muerto. Y además un hombre muerto solamente tiene peso cuando le ha visto uno muerto; cien millones de cadáveres, sembrados a través de la historia, no son más que humo en la imaginación. El doctor recordaba la peste de Constantinopla que según Procopio había hecho diez mil víctimas en un día. Diez mil muertos hacen cinco veces el público de un gran cine. Esto es lo que hay que hacer. Reunir a las gentes a la salida de cinco cines, conducirlas a una playa de la ciudad y hacerlas morir en montón para ver las cosas claras. Además habría que poner algunas caras conocidas por encima de ese amontonamiento anónimo. Pero naturalmente esto es imposible de realizar, y además ¿quién conoce diez mil caras? Por lo demás, esas gentes como Procopio no sabían contar; es cosa sabida. En Cantón hace setenta años cuarenta mil ratas murieron de la peste antes de que la plaga se interesase por los habitantes. Pero en 1871 no hubo manera de contar las ratas. Se hizo un cálculo aproximado, con probabilidades de error. Y sin embargo, si una rata tiene treinta centímetros de largo, cuarenta mil ratas puestas una detrás de otra harían...


del capitulo 2


A partir de ese momento, se puede decir que la peste fue nuestro único asunto. Hasta entonces, a pesar de la sorpresa y la inquietud que habían causado aquellos acontecimientos singulares, cada uno de nuestros conciudadanos había continuado sus ocupaciones, como había podido, en su puesto habitual. Y, sin duda, esto debía continuar. Pero una vez cerradas las puertas, se dieron cuenta de que estaban, y el narrador también, cogidos en la misma red y que había que arreglárselas. Así fue que, por ejemplo, un sentimiento tan individual como es el de la separación de un ser querido se convirtió de pronto, desde las primeras semanas, mezclado a aquel miedo, en el sufrimiento principal de todo un pueblo durante aquel largo exilio. Una de las consecuencias más notables de la clausura de las puertas fue, en efecto, la súbita separación en que quedaron algunos seres que no estaban preparados para ello. Madres e hijos, esposos, amantes que habían creído aceptar días antes una separación temporal, que se habían abrazado en la estación sin más que dos o tres recomendaciones, seguros de volverse a ver pocos días o pocas semanas más tarde, sumidos en la estúpida confianza humana, apenas distraídos por la partida de sus preocupaciones habituales, se vieron de pronto separados, sin recursos, impedidos de reunirse o de comunicarse. Pues la clausura se había efectuado horas antes de publicarse la orden de la prefectura y, naturalmente, era imposible tomar en consideración los casos particulares. Se puede decir que esta invasión brutal de la enfermedad tuvo como primer efecto el obligar a nuestros conciudadanos a obrar como si no tuvieran sentimientos individuales. Desde las primeras horas del día en que la orden entró en vigor, la prefectura fue asaltada por una multitud de demandantes que por teléfono o ante los funcionarios exponían situaciones, todas igualmente interesantes y, al mismo tiempo, igualmente imposibles de examinar. En realidad, fueron necesarios muchos días para que nos diésemos cuenta de que nos encontrábamos en una situación sin compromisos posibles y que las palabras "transigir", "favor", "excepción" ya no tenían sentido. Hasta la pequeña satisfacción de escribir nos fue negada. Por una parte, la ciudad no estaba ligada al resto del país por los medios de comunicación habituales, y por otra, una nueva disposición prohibió toda correspondencia para evitar que las cartas pudieran ser vehículo de infección. Al principio, hubo privilegiados que pudieron entenderse en las puertas de la ciudad con algunos centinelas de los puestos de guardia, quienes consintieron en hacer pasar mensajes al exterior. Esto era todavía en los primeros días de la epidemia y los guardias encontraban natural ceder a los movimientos de compasión. Pero al poco tiempo, cuando los mismos guardias estuvieron bien persuadidos de la gravedad de la situación, se negaron a cargar con responsabilidades cuyo alcance no podían prever. Las comunicaciones telefónicas interurbanas, autorizadas al principio, ocasionaron tales trastornos en las cabinas públicas y en las líneas, que fueron totalmente suspendidas durante unos días y, después, severamente limitadas a lo que se llamaba casos de urgencia, tales como una muerte, un nacimiento o un matrimonio. Los telegramas llegaron a ser nuestro único recurso. Seres ligados por la inteligencia, por el corazón o por la carne fueron reducidos a buscar los signos de esta antigua comunión en las mayúsculas de un despacho de diez palabras. Y como las fórmulas que se pueden emplear en un telegrama se agotan pronto, largas vidas en común o dolorosas pasiones se resumieron rápidamente en un intercambio periódico de fórmulas establecidas tales como: "Sigo bien. Cuídate. Cariños."

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Las peleas en las puertas de la ciudad, en las cuales los agentes habían tenido que hacer uso de sus armas, crearon una sorda agitación. Seguramente había habido heridos, pero hablaban de muertos en la ciudad, donde todo se exageraba por efecto del calor y del miedo. Es cierto, en todo caso, que el descontento no cesaba de aumentar, que nuestras autoridades habían temido lo peor y encarado seriamente las medidas que habrían de tomar en el caso de que esta población, mantenida bajo el azote, llegara a sublevarse. Los periódicos publicaron decretos que renovaban la prohibición de salir y amenazaban con penas de prisión a los contraventores. Había patrullas que recorrían la ciudad. De pronto, en las calles desiertas y caldeadas se veían avanzar, anunciados primero por el ruido de las herraduras en el empedrado, guardias montados que pasaban entre dos filas de ventanas cerradas. Cuando la patrulla desaparecía, un pesado silencio receloso volvía a caer sobre la ciudad amenazada. De cuando en cuando centelleaban los escopetazos de los equipos especiales, encargados por una ordenanza vigente de matar los perros y los gatos que podían propagar las pulgas. Estas detonaciones secas contribuían a tener a la ciudad en una atmósfera de alerta. En medio del calor y del silencio, para el corazón aterrorizado de nuestros conciudadanos todo tomaba una importancia cada vez más grande. Los colores del cielo y los olores de la tierra que marcan el paso de las estaciones eran, por primera vez, sensibles para todos. Cada uno veía con horror que los calores favorecían la epidemia y al mismo tiempo cada uno veía que el verano se instalaba. El grito de los vencejos en el cielo de la tarde se hacía más agudo sobre la ciudad. Ya no estaba en proporción con los crepúsculos de junio que hacen lejano el horizonte en nuestro país. Las flores ya no llegaban en capullo a los mercados, se abrían rápidamente y, después de la venta de la mañana, sus pétalos alfombraban las aceras polvorientas. Se veía claramente que la primavera se había extenuado, que se había prodigado en miles de flores que estallaban por todas partes, a la redonda, y que ahora iban a adormecerse, a aplastarse lentamente bajo el doble peso de las pestes y del calor. Para todos nuestros conciudadanos este cielo de verano, estas calles que palidecían bajo los matices del polvo y del tedio, tenían el mismo sentido amenazador que la centena de muertos que pesaba sobre la ciudad cada día. El sol incesante, esas horas con sabor a sueño y a vacaciones, no invitaban como antes a las fiestas del agua y de la carne. Por el contrario, sonaban a hueco en la ciudad cerrada y silenciosa. Habían perdido el reflejo dorado de las estaciones felices. El sol de la peste extinguía todo color y hacía huir toda dicha. Esta era una de las grandes revoluciones de la enfermedad. Todos nuestros conciudadanos acogían siempre el verano con alegría. La ciudad se abría entonces hacia el mar y desparramaba a su juventud por las playas. Este verano, por el contrario, el mar tan próximo estaba prohibido y el cuerpo no tenía derecho a sus placeres. ¿Qué hacer en estas condiciones? Es también Tarrou el que da una imagen más perfecta de lo que era nuestra vida de entonces. Él seguía en sus apuntes los progresos de la peste, en general, anotando justamente que una fase de la epidemia había sido señalada por la radio cuando, en vez de anunciar cientos de defunciones por semana, había empezado a dar las cifras de noventa y dos, ciento siete y ciento veinte al día. "Los periódicos y las autoridades quieren ser más listos que la peste. Se imaginan que le quitan algunos puntos porque ciento treinta es una cifra menor que novecientos diez..." Evocaba también aspectos patéticos o espectaculares de la epidemia, como el de aquella mujer que en un barrio desierto, con todas las persianas cerradas, había abierto bruscamente una ventana cuando él pasaba y había lanzado dos gritos enormes antes de cerrar los postigos sobre la oscuridad espesa del cuarto. Pero, además anotaba que las pastillas de menta habían desaparecido de las farmacias porque muchas gentes las llevaban en la boca para precaverse contra un contagio eventual.