domingo, 5 de abril de 2020

Albert Camus extractos del libro " La peste"


La palabra "peste" acababa de ser pronunciada por primera vez. En este punto de la narración que deja a Bernard Rieux detrás de una ventana se permitirá al narrador que justifique la incertidumbre y la sorpresa del doctor puesto que, con pequeños matices, su reacción fue la misma que la de la mayor parte de nuestros conciudadanos. Las plagas, en efecto, son una cosa común pero es difícil creer en las plagas cuando las ve uno caer sobre su cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas. El doctor Rieux estaba desprevenido como lo estaban nuestros ciudadanos y por esto hay que comprender sus dudas. Por esto hay que comprender también que se callara, indeciso entre la inquietud y la confianza. Cuando estalla una guerra las gentes se dicen: "Esto no puede durar, es demasiado estúpido." Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de ello si uno no pensara siempre en sí mismo. Nuestros conciudadanos, a este respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque no han tomado precauciones. Nuestros conciudadanos no eran más culpables que otros, se olvidaban de ser modestos, eso es todo, y pensaban que todavía todo era posible para ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas eran imposibles. Continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo opiniones. ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste que suprime el porvenir, los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre mientras haya plagas.


Incluso después de haber reconocido el doctor Rieux delante de su amigo que un montón de enfermos dispersos por todas partes acababa de morir inesperadamente de la peste, el peligro seguía siendo irreal para él. Simplemente, cuando se es médico, se tiene formada una idea de lo que es el dolor y la imaginación no falta. Mirando por la ventana su ciudad que no había cambiado, apenas si el doctor sentía nacer en él ese ligero descorazonamiento ante el porvenir que se llama inquietud. Procuraba reunir en su memoria todo lo que sabía sobre esta enfermedad. Ciertas cifras flotaban en su recuerdo y se decía que la treintena de grandes pestes que la historia ha conocido había causado cerca de cien millones de muertos. Pero ¿qué son cien millones de muertos? Cuando se ha hecho la guerra apenas sabe ya nadie lo que es un muerto. Y además un hombre muerto solamente tiene peso cuando le ha visto uno muerto; cien millones de cadáveres, sembrados a través de la historia, no son más que humo en la imaginación. El doctor recordaba la peste de Constantinopla que según Procopio había hecho diez mil víctimas en un día. Diez mil muertos hacen cinco veces el público de un gran cine. Esto es lo que hay que hacer. Reunir a las gentes a la salida de cinco cines, conducirlas a una playa de la ciudad y hacerlas morir en montón para ver las cosas claras. Además habría que poner algunas caras conocidas por encima de ese amontonamiento anónimo. Pero naturalmente esto es imposible de realizar, y además ¿quién conoce diez mil caras? Por lo demás, esas gentes como Procopio no sabían contar; es cosa sabida. En Cantón hace setenta años cuarenta mil ratas murieron de la peste antes de que la plaga se interesase por los habitantes. Pero en 1871 no hubo manera de contar las ratas. Se hizo un cálculo aproximado, con probabilidades de error. Y sin embargo, si una rata tiene treinta centímetros de largo, cuarenta mil ratas puestas una detrás de otra harían...


del capitulo 2


A partir de ese momento, se puede decir que la peste fue nuestro único asunto. Hasta entonces, a pesar de la sorpresa y la inquietud que habían causado aquellos acontecimientos singulares, cada uno de nuestros conciudadanos había continuado sus ocupaciones, como había podido, en su puesto habitual. Y, sin duda, esto debía continuar. Pero una vez cerradas las puertas, se dieron cuenta de que estaban, y el narrador también, cogidos en la misma red y que había que arreglárselas. Así fue que, por ejemplo, un sentimiento tan individual como es el de la separación de un ser querido se convirtió de pronto, desde las primeras semanas, mezclado a aquel miedo, en el sufrimiento principal de todo un pueblo durante aquel largo exilio. Una de las consecuencias más notables de la clausura de las puertas fue, en efecto, la súbita separación en que quedaron algunos seres que no estaban preparados para ello. Madres e hijos, esposos, amantes que habían creído aceptar días antes una separación temporal, que se habían abrazado en la estación sin más que dos o tres recomendaciones, seguros de volverse a ver pocos días o pocas semanas más tarde, sumidos en la estúpida confianza humana, apenas distraídos por la partida de sus preocupaciones habituales, se vieron de pronto separados, sin recursos, impedidos de reunirse o de comunicarse. Pues la clausura se había efectuado horas antes de publicarse la orden de la prefectura y, naturalmente, era imposible tomar en consideración los casos particulares. Se puede decir que esta invasión brutal de la enfermedad tuvo como primer efecto el obligar a nuestros conciudadanos a obrar como si no tuvieran sentimientos individuales. Desde las primeras horas del día en que la orden entró en vigor, la prefectura fue asaltada por una multitud de demandantes que por teléfono o ante los funcionarios exponían situaciones, todas igualmente interesantes y, al mismo tiempo, igualmente imposibles de examinar. En realidad, fueron necesarios muchos días para que nos diésemos cuenta de que nos encontrábamos en una situación sin compromisos posibles y que las palabras "transigir", "favor", "excepción" ya no tenían sentido. Hasta la pequeña satisfacción de escribir nos fue negada. Por una parte, la ciudad no estaba ligada al resto del país por los medios de comunicación habituales, y por otra, una nueva disposición prohibió toda correspondencia para evitar que las cartas pudieran ser vehículo de infección. Al principio, hubo privilegiados que pudieron entenderse en las puertas de la ciudad con algunos centinelas de los puestos de guardia, quienes consintieron en hacer pasar mensajes al exterior. Esto era todavía en los primeros días de la epidemia y los guardias encontraban natural ceder a los movimientos de compasión. Pero al poco tiempo, cuando los mismos guardias estuvieron bien persuadidos de la gravedad de la situación, se negaron a cargar con responsabilidades cuyo alcance no podían prever. Las comunicaciones telefónicas interurbanas, autorizadas al principio, ocasionaron tales trastornos en las cabinas públicas y en las líneas, que fueron totalmente suspendidas durante unos días y, después, severamente limitadas a lo que se llamaba casos de urgencia, tales como una muerte, un nacimiento o un matrimonio. Los telegramas llegaron a ser nuestro único recurso. Seres ligados por la inteligencia, por el corazón o por la carne fueron reducidos a buscar los signos de esta antigua comunión en las mayúsculas de un despacho de diez palabras. Y como las fórmulas que se pueden emplear en un telegrama se agotan pronto, largas vidas en común o dolorosas pasiones se resumieron rápidamente en un intercambio periódico de fórmulas establecidas tales como: "Sigo bien. Cuídate. Cariños."

.......

Las peleas en las puertas de la ciudad, en las cuales los agentes habían tenido que hacer uso de sus armas, crearon una sorda agitación. Seguramente había habido heridos, pero hablaban de muertos en la ciudad, donde todo se exageraba por efecto del calor y del miedo. Es cierto, en todo caso, que el descontento no cesaba de aumentar, que nuestras autoridades habían temido lo peor y encarado seriamente las medidas que habrían de tomar en el caso de que esta población, mantenida bajo el azote, llegara a sublevarse. Los periódicos publicaron decretos que renovaban la prohibición de salir y amenazaban con penas de prisión a los contraventores. Había patrullas que recorrían la ciudad. De pronto, en las calles desiertas y caldeadas se veían avanzar, anunciados primero por el ruido de las herraduras en el empedrado, guardias montados que pasaban entre dos filas de ventanas cerradas. Cuando la patrulla desaparecía, un pesado silencio receloso volvía a caer sobre la ciudad amenazada. De cuando en cuando centelleaban los escopetazos de los equipos especiales, encargados por una ordenanza vigente de matar los perros y los gatos que podían propagar las pulgas. Estas detonaciones secas contribuían a tener a la ciudad en una atmósfera de alerta. En medio del calor y del silencio, para el corazón aterrorizado de nuestros conciudadanos todo tomaba una importancia cada vez más grande. Los colores del cielo y los olores de la tierra que marcan el paso de las estaciones eran, por primera vez, sensibles para todos. Cada uno veía con horror que los calores favorecían la epidemia y al mismo tiempo cada uno veía que el verano se instalaba. El grito de los vencejos en el cielo de la tarde se hacía más agudo sobre la ciudad. Ya no estaba en proporción con los crepúsculos de junio que hacen lejano el horizonte en nuestro país. Las flores ya no llegaban en capullo a los mercados, se abrían rápidamente y, después de la venta de la mañana, sus pétalos alfombraban las aceras polvorientas. Se veía claramente que la primavera se había extenuado, que se había prodigado en miles de flores que estallaban por todas partes, a la redonda, y que ahora iban a adormecerse, a aplastarse lentamente bajo el doble peso de las pestes y del calor. Para todos nuestros conciudadanos este cielo de verano, estas calles que palidecían bajo los matices del polvo y del tedio, tenían el mismo sentido amenazador que la centena de muertos que pesaba sobre la ciudad cada día. El sol incesante, esas horas con sabor a sueño y a vacaciones, no invitaban como antes a las fiestas del agua y de la carne. Por el contrario, sonaban a hueco en la ciudad cerrada y silenciosa. Habían perdido el reflejo dorado de las estaciones felices. El sol de la peste extinguía todo color y hacía huir toda dicha. Esta era una de las grandes revoluciones de la enfermedad. Todos nuestros conciudadanos acogían siempre el verano con alegría. La ciudad se abría entonces hacia el mar y desparramaba a su juventud por las playas. Este verano, por el contrario, el mar tan próximo estaba prohibido y el cuerpo no tenía derecho a sus placeres. ¿Qué hacer en estas condiciones? Es también Tarrou el que da una imagen más perfecta de lo que era nuestra vida de entonces. Él seguía en sus apuntes los progresos de la peste, en general, anotando justamente que una fase de la epidemia había sido señalada por la radio cuando, en vez de anunciar cientos de defunciones por semana, había empezado a dar las cifras de noventa y dos, ciento siete y ciento veinte al día. "Los periódicos y las autoridades quieren ser más listos que la peste. Se imaginan que le quitan algunos puntos porque ciento treinta es una cifra menor que novecientos diez..." Evocaba también aspectos patéticos o espectaculares de la epidemia, como el de aquella mujer que en un barrio desierto, con todas las persianas cerradas, había abierto bruscamente una ventana cuando él pasaba y había lanzado dos gritos enormes antes de cerrar los postigos sobre la oscuridad espesa del cuarto. Pero, además anotaba que las pastillas de menta habían desaparecido de las farmacias porque muchas gentes las llevaban en la boca para precaverse contra un contagio eventual.



martes, 31 de marzo de 2020

"De que hablamos cuando hablamos de Amor " de Raymond Carver ( extracto)





—¿Qué pasó con la pareja de ancianos? —Quiso saber Laura—. No has acabado de contar la historia.
 Laura tenía dificultades para encender su cigarrillo. Las cerillas se le apagaban una y otra vez.
La luz del sol, dentro de la cocina, era ahora diferente; cambiaba, se hacía más tenue. Pero las hojas del otro lado de la ventana seguían trémulas, y me puse a mirar las formas que dibujaban en los cristales y en el tablero de fórmica. No eran formas iguales, claro está.
—¿Qué pasó con los viejos? —pregunté.
—Más viejos pero más sabios —comentó Terri.
Mel la miró con fijeza.
Terri prosiguió: —Sigue con la historia, cariño. Era una broma. ¿Qué pasó?
 —Terri, a veces... —empezó Mel. —
Mel, por favor —le interrumpió Terri—. No seas tan serio siempre, cariño. ¿No soportas una broma?
 —¿Dónde está la broma? —inquirió Mel. Mantuvo el vaso en la mano y miró fijo a su mujer.
 —¿Qué pasó? —insistió Laura. Mel clavó la mirada en Laura.
 Dijo: —Laura, si no tuviera a Terri y si no la amara tanto, y si Nick no fuera mi mejor amigo, me enamoraría de ti. Y te raptaría.
 —Cuéntanos la historia —le instó Terri—. Y luego nos vamos a ese restaurante nuevo, ¿de acuerdo?
 —De acuerdo —dijo Mel—. ¿Dónde estaba?
—Se quedó mirando la mesa; luego siguió con la historia
—: Iba a verlos a los dos todos los días, y hasta dos veces al día cuando tenía que quedarme a visitar a otros enfermos. Escayolas y vendajes, de la cabeza a los pies, ambos. Ya sabéis, lo habéis visto en las películas. Ese era el aspecto que tenían, igual que en las películas. Sólo unos agujeritos para los ojos y para la nariz y para la boca. Y ella, para colmo, con las piernas en alto. Bien, pues el marido estaba deprimido la mayor parte del tiempo. Incluso después de enterarse de que su mujer saldría de aquélla. Seguía muy deprimido. Pero no por el accidente. Me refiero a que el accidente era una cosa, sí, pero no lo era todo. Yo me acercaba al agujero de su boca, y  él me decía que no, que no era por el accidente exactamente, sino porque no podía verla por los agujeros de los ojos. Decía que era eso lo que le hacía sentirse así de mal. ¿Os lo imagináis? Podéis creerme, al hombre le rompía el corazón no poder volver la maldita cabeza para ver a su maldita esposa. Mel nos miró a unos y a otros y, ante lo que estaba a punto de decir, meneó la cabeza.
 —Digo que lo que estaba matando a aquel pendejo era que no podía mirar a su jodida mujer. Los tres miramos a Mel.
—¿Entendéis lo que quiero decir? —preguntó

viernes, 27 de marzo de 2020

Marcelo Caruso "Difícil relación"




Cuando tenía 25 años heredé de mi hermana melliza a Bernardo, el perro más antiperro que jamás haya podido ver. Ella acababa de separarse, estaba bastante deprimida, había vuelto a vivir con nuestra madre y me había prestado su departamento con mascota incluida. Un año después, al mudarnos a nuestra primera casa, (un dúplex de 45 metros cuadrados, pegado a la fábrica Atanor, en Munro), mi mujer y yo decidimos conservar a Bernardo con nosotros.



Era un mestizo de color negro, no muy alto, que, aunque resulte difícil de creer, desteñía. Todas las paredes blancas a estrenar de nuestro pequeño dúplex pasaron al tiempo a tener una suerte de boiserie gris oscura debido a que Bernardo se frotaba y rascaba continuamente porque (el colmo de un perro, si lo hay) además de desteñir, era alérgico a las pulgas y las picaduras lo brotaban de manera espantable.
El animal, encima, tenía el pelo tan graso que lo volvía virtualmente impermeable, con lo cual bañarlo era una tarea de horas: los chorros de manguera y los jarros de agua tibia luchaban con serias desventajas para llegar hasta el cuero. El champú casi no hacía espuma, pero cuando lográbamos atravesar ese pelo hirsuto, cuando conseguíamos crear espuma blanca, dejándolo como una oveja con hocico de lobo, la lucha pasaba a ser de inmediato la tarea titánica de secarlo.

Permanecía varios días en estado de humedad, algo más que maloliente, con nosotros cuidando que no se revolcara en la tierra o en superficies aún peores, cosa que irremediablemente sucedía al primer descuido. Bernardo había sido criado con un régimen de libertad algo caótico por mi hermana y su ex. Durante su breve matrimonio vivían en un PH de pasillo al fondo, que siempre tenía la puerta de entrada abierta de par en par, y el perro iba y venía a su antojo hasta la calle. Esa costumbre nos torturó, porque nuestro dúplex se alzaba en una zona donde resultaba poco menos que suicida tener algo abierto.

Bernardo pedía salir y pedía entrar decenas de veces al día, y rascaba la madera de la puerta, tanto de un lado como del otro, con unas uñas semejantes a formones de carpintero. Además, tampoco estaba acostumbrado a salir con collar y correa. Al ponérselos, se echaba cuan largo era, con cara de animal castigado. Cuando le decía: “¡Bernardo, vamos, levantate!”, él pegaba un salto todo lo que le permitía la correa, para volver a quedar desparramado en el piso.

Las veces que intenté acostumbrarlo lo llevé a los saltos, como si hubiera paseado un sapo de quince kilos. Otra costumbre adquirida con el ex marido de mi hermana: Bernardo me acompañaba a comprar cigarrillos y saltaba como un condenado si no le daba el paquete para que lo llevara en la boca. Al principio era gracioso, amo caminando y mascota llevando la compra lo más campante. Pero más pronto que tarde comprobé que se distraía con gran facilidad, y escupía el atado en cualquier parte, incluso en el agua de la calle.

Como sus saltos eran totalmente irrefrenables, me resigné a comprar siempre dos atados, uno para mí y otro para que lo llevara él; si tenía suerte y lo seguía sin distraerme, a este último atado llegaba a rescatarlo. Amén de no poder sacarlo con correa, lo que más dificultaba las salidas con él eran dos cuestiones que me trajeron no pocos problemas: la primera fue que era furiosamente belicoso con otros perros, sin hacer caso de los tamaños relativos de sus contrincantes, y la segunda que, en las paradas de colectivos, se acercaba con extremo sigilo por detrás de los que esperaban y les orinaba arteramente los pantalones, los bolsos, y cualquier objeto que apoyaran en el piso.

Seguramente el lector se esté preguntando qué hacíamos con semejante engendro. La respuesta es simple: éramos jóvenes, no teníamos hijos y amábamos a los animales. Pero es necesario ser justos con Bernardo. Así como nos torturaba con su inconducta, así también era amoroso con nosotros y nos sorprendió el día que llevamos un gatito de menos de veinte días, al que la madre no amamantaba.

Pensamos que, perdido por perdido, quizá lograra sobrevivir, si es que el perro no se lo comía. No sólo no se lo comió: entre las mamaderas que le daba mi mujer, Bernardo hacía guardia junto a la caja de zapatos donde lo habíamos colocado, y, si el gatito lograba salir, lo tomaba delicadamente de la cabeza con su bocaza y volvía a depositarlo en su interior.

Lo lavaba como si hubiera sido la misma madre. Y no pocos de sus cuidados hicieron que ese gato, cuyo nombre fue Fidel, viviera con nosotros más de dieciocho años. Fue un dúo verdaderamente insólito. Jugaban el día entero, comían del mismo plato, dormían uno junto al otro. Cuando castramos a Fidel, el perro volvió a montar guardia a su lado hasta que despertó de la anestesia. Como parecía borracho, lo apuntalaba contra las paredes con el hocico y lo ayudaba a caminar corrigiendo sus pasos tambaleantes.

Cuatro años después las cosas dieron un giro, digamos, complicado, con el embarazo de mi mujer. Haciendo gala de una intuición formidable, Bernardo lo supo antes incluso que mi esposa. Y aunque resulte difícil de creer, cambió su mala conducta para peor. Destrozó cortinas, orinó nuestra cama, masticó muebles y prendas a conciencia. Vivimos el primer mes de aquel embarazo festejando la futura llegada del bebé, pero también en un continuo estado de zozobra debido a las sorpresas que nos deparaba cada regreso al dúplex después del trabajo.

Así y todo, compramos el moisés y preparamos el ajuar de quien en poco tiempo se llamaría Marcia. Yo llevé un balde de pintura y blanqueé a conciencia las paredes. Porque queríamos que nuestra hija habitara en cuarenta y cinco metros cuadrados de pulcritud.

Una tarde de abril o de principios de mayo llegué al dúplex antes que mi esposa. Bernardo no había destrozado nada durante todo ese día. Fidel hacía gala de su felina indiferencia. Me hice unos mates y fui a sentarme al minúsculo jardín del minúsculo fondo. El sol declinante daba sobre una de las paredes recién pintadas y, a medida que descendía en el oeste, hacía subir su haz de luz sobre la superficie blanca.

Yo, que ingenuamente esperaba verla inmaculada, descubrí una cantidad de pequeños puntos oscuros. Parecía el efecto que produce el sol en los ojos cuando lo miramos de frente y no le di mayor importancia. Pero a medida que se acababa la tarde noté que las manchas, lejos de desaparecer, seguían al haz de luz y parecían agruparse. Bastó acercarme para reconocer garrapatas, cientos de garrapatas, que ascendían por la pared siguiendo la tibieza del sol. Lo que sentí fue horror. “¿Adónde traigo a vivir a mi bebé?”, me pregunté, mientras les echaba veneno.

En ese mismo momento tomé la decisión de regalar a Bernardo. Mi esposa estuvo de acuerdo. Mi hermana, que a esa altura había perdido, digamos, la patria potestad sobre el animal, se limitó a un silencio ambiguo. Tomar la decisión fue en cierto modo fácil. Lo difícil sería encontrar a alguien lo suficientemente “raro” como para querer a ese desteñible perro negro eczematoso y semipelado. Y sin embargo, lo encontré. Dios tenga en su gloria a esa venerable viejecita que vivía con un nieto a metros de mi trabajo, y a unas doce cuadras de nuestro dúplex, y que me dijo que justamente necesitaba un perro que cuidara la casa y jugara con el niño.

De modo que un día de abril, o de comienzos de mayo, llevé a Bernardo hasta allí. Volví llorando al dúplex, tratando de reconocerme en ese hombre insensible, capaz de deshacerse de una mascota con la que había vivido varios años. Pero a los pocos días prácticamente bailaba de felicidad, al sentir la paz descendiendo sobre nuestro hogar como un manto bendito.

Fueron meses maravillosos. La panza crecía y latía. Mi compañera se redondeaba día a día. Era la embarazada más hermosa de la tierra. Yo escribía, y de algún modo también gestaba lo que sería mi primer libro. Plenitud, esa es la palabra que define con justeza ese período. El tiempo se desplegó con tersura. Mi esposa entró en licencia de trabajo. El seis o siete de enero hubo una tormenta que precipitó el nacimiento de Marcia.

Qué decir cuando vi a Marcia abriéndose camino hacia la vida, en la sala de parto. Toda una entera persona de dos kilos setecientos cincuenta gramos, un milagrito perfecto, con potentes pulmones para llorar, ávida de leche y de ternura.

Hay algo innegablemente adánico en la primera contemplación de esos diminutos rasgos únicos, en las manitas completas, en la sedosa sutileza del cabello de un hijo recién venido. Ser padre, dar vida, me pareció lo más cercano a sentirme Dios, y tuve una arrasadora certeza de eternidad, de perpetuación, frente a quien continuaría las palpitaciones de nuestra sangre y nuestra carne.

Recuerdo que bajé a la avenida y desde el teléfono público de un bar me dispuse a dar la buena nueva. Por esa época había una publicidad televisiva, no recuerdo de qué producto, en la que un joven avisaba el nacimiento de su hijo desde un teléfono público, y lo hacía con tal ternura que la gente que hacía cola para usar el teléfono le permitía seguir hablando y llamando indefinidamente. Bueno, eso mismo me sucedió a mí. Sólo que a la publicidad yo le agregué torrentes de itálicas lágrimas, sin el más mínimo pudor.

Ese día y el siguiente fui al dúplex a bañarme y a dormir, y luego nuevamente a la clínica donde estaban mis chicas. Supongo que no soy nada original al decir que mi cabeza era un menjunje de entusiasmos y planes para el futuro. De alguna forma poco clara, presentía que estaba viviendo un momento crucial, en que se debilitaba, se alejaba de mí, la figura de hijo que me había habitado desde mi propio nacimiento, y comenzaba a gravitar el papel de padre, algo que me llenaba la mente de exaltada responsabilidad.

Mi hija hoy tiene 31 años y un hermano maravilloso. Mi papel en la paternidad, seguramente, estuvo lleno de baches, frutos de mi propio mal carácter, de la inexperiencia, los miedos, la impotencia en la resolución de cuestiones diversas, la falta de tiempo y demasiados etcéteras más. Pero treinta y un años atrás éramos hojas en blanco esperando ser escritas. Y el mío era ocuparme de llevar a nuestro dúplex a mi esposa y a la recién venida.

Mi hermana mayor me prestó su auto y partí hacia la clínica. Allí fue la alegría de caminar por primera vez con Marcia en mis brazos, tan frágil y liviana que me hacía pensar que cargaba un copo de algodón. Debo decir que ni mi esposa ni yo queríamos que hubiera gente en el dúplex, esperándonos. Nada de suegras, ni cuñados, ni amigos, ni vecinos, ni flamantes tíos y tías. Nosotros tres, el gato y nadie más.

Y así fue, con una sola excepción. Al estacionar el auto frente al dúplex, sentado y alerta, con una rara expresión, estaba Bernardo. Se había escapado de la casa de la viejita. A mi mujer y a mí algo nos apuñaló de golpe el corazón ¿Sabía? ¿Casualidad?

Al abrir la puerta, saludó a Fidel y fue con nosotros hasta el dormitorio donde colocamos el moisés. Se paró en dos patas sobre el borde, olió y observó a la beba alrededor de medio minuto, y luego de recibir algunas caricias, enfiló hacia la puerta. Le abrí. Le dije: “Bueno, Bernardo, andate a la casa de la abuelita”. Aunque sea difícil de creer, lo vimos alejarse. Fui al otro día a ver si había vuelto con ella. Había vuelto. Tiempo después, frente a la reja de la casa, lo vi y probé a llamarlo, para saludarlo. Nunca más se me acercó.

lunes, 23 de marzo de 2020

Diario del año de la peste de Daniel Defoe







"Pero yo estaba hablando de la época en que la peste arreció en el extremo este de la ciudad, y de las personas que durante mucho tiempo se habían vanagloriado de haberse salvado y que tanto se asombraron cuando aquélla cayó sobre ellos. En verdad, los abatió como un guerrero. Esto me lleva, pues, a los tres pobres hombres, de los que hablaba hace un rato, que salieron de Wapping sin saber a dónde ir ni qué hacer. Uno fabricaba bizcochos, otros velámenes y el tercero era carpintero; todos eran de Wapping, o de los alrededores. La indolencia y la seguridad de aquella parte de la ciudad eran tales, que sus habitantes no sólo no evacuaban el lugar, como lo hacían los demás, sino que además llegaban a vanagloriarse de estar sanos y salvos y a pregonar la seguridad de vivir con ellos. Mucha gente de la parte céntrica o de los arrabales fue a refugiarse en Wapping, Ratcliff, Limehouse, Poplar, etc., como si fueran cabales abrigos. Y es probable que hayan contribuido a llevar la peste con más rapidez que la que ésta habría empleado por otros medios. Aun cuando yo sea partidario del éxodo y la evacuación de la ciudad a los primeros síntomas de un azote como aquél, y aunque estime necesario que todos los que puedan hallar asilo en otra parte se refugien a tiempo allí, pienso que, ya ocurrido el gran éxodo, los que se quedaron o debieron quedarse en la ciudad tienen la obligación de permanecer en donde están y no andar de un sitio a otro para volver, al cabo, al punto de partida, porque lo que esa gente trasporta en su ropa es la peste, el azote, la calamidad. De ahí que se nos ordenara matar perros y gatos y cuanto animal doméstico pudiera andar de casa en casa, de calle en calle, llevando en su piel o en su pelambre los efluvios de la enfermedad. Apenas comenzó la epidemia, el Lord Mayor y los Magistrados decretaron que, por opinión de los médicos, todos los perros y los gatos debían ser inmediatamente sacrificados; un oficial vigilaría el cumplimiento de la orden. Si hay que dar fe a los informes, el número de animales destruidos fue increíble. Llegó a hablarse de 40.000 perros y de 200.000 gatos, pues pocas eran las casas que no tuviesen un par de ellos, y a veces cinco o seis. También se hicieron todas las tentativas posibles para desembarazarse de ratas y ratones, sobre todo de estos últimos, y con tramperas y venenos se destruyó un número prodigioso. A menudo he pensado de qué modo, en los comienzos del azote, todo el mundo se hallaba desprevenido y cómo el desorden que siguió, y que habría de cobrarse tantas víctimas, provino, en parte, del hecho de no haber tomado a tiempo las medidas necesarias, tanto en el caso de la administración pública como en el de los particulares. Que las nuevas generaciones reflexionen; les servirá de advertencia y garantía, porque de haberse adoptado las medidas necesarias, y contando con la ayuda de la Providencia, muchas de las víctimas de aquel desastre habrían podido salvarse. He de insistir en este punto."

sábado, 14 de marzo de 2020

"Lusus Naturae", un inquietante cuento de Margaret Atwood




¿Qué podían hacer conmigo? ¿Qué debían hacer conmigo? Ambas preguntas eran una y la misma. Las posibilidades, limitadas. La familia las debatía todas, sombría y exhaustivamente, sentados a la mesa de la cocina por las noches, con los postigos cerrados, mientras comían sus salchichas secas y correosas y su sopa de patata. En mis fases de lucidez, me sentaba con ellos y participaba como podía en la conversación mientras rebuscaba los pedazos de patata en mi cuenco. Si no, me recluía en el rincón más oscuro, maullaba para mis adentros y escuchaba aquel abejorreo en mi cabeza que nadie más oía.
—Con lo preciosa que era de chiquitina —decía mi madre—. No tenía nada malo.
Le entristecía haber traído al mundo a una cosa como yo: era como un reproche, como un castigo. ¿Qué había hecho ella mal?
—Será una maldición —decía mi abuela, tan seca y correosa como las salchichas, aunque eso en ella era natural dada su edad.
—Con lo bien que estuvo tanto tiempo… —decía mi padre—. Fue después de que pillara el sarampión aquel, a los siete años. Después de eso.
— ¿Y quién iba a echarnos una maldición? —preguntaba mi madre.
Mi abuela fruncía el entrecejo. A ella se le ocurría una larga lista de candidatos. Pero aun así, no era capaz de señalar a ninguno. La nuestra siempre había sido una familia respetada, incluso apreciada, en cierto modo. Y seguía siéndolo. Y seguiría siéndolo, si podía hacerse algo conmigo. Antes de que lo mío saliera en la colada, por así decirlo.
—Según el médico es una enfermedad —decía mi padre. Mi padre se tenía por un hombre racional. Leía los periódicos. Fue él quien insistió en que aprendiera a leer, y había persistido en el empeño, pese a todo. Sin embargo, ya no me acurrucaba en sus brazos. Hacía que me sentara al otro lado de la mesa y, aunque esa distancia obligada me entristecía, era de entender.
—Entonces ¿por qué no nos dio ninguna medicina? — replicaba mi madre.
Mi abuela bufaba con sorna. Ella tenía sus propios remedios, entre los que se incluían bejines y brebajes. Una vez me sumergió la cabeza en el barreño en que se remojaba la ropa sucia sin dejar de rezar mientras lo hacía. Fue para expulsar el demonio que estaba convencida de que me había entrado volando por la boca y se me había instalado cerca del esternón. Mi madre decía que, en el fondo, lo hizo con la mejor de las intenciones.
"Denle pan —había sugerido el doctor—. Le conviene comer mucho pan. Pan y patatas. Y beber sangre. Sangre de pollo mismo, o de ternera. Pero no la dejen que se exceda." Nos dijo cómo se llamaba la enfermedad, un nombre con pes y erres que no habíamos oído nunca. Sólo había visto un caso como el mío en una ocasión, nos contó mientras me exploraba los ojos amarillentos, los dientes rosáceos, las uñas rojas, la pelambrera oscura que había empezado a brotarme por el pecho y los brazos. Quiso llevarme a la capital, para que me vieran otros médicos, pero mi familia se negó.
—La niña es un lusus naturae —dijo el doctor. — ¿Y eso qué quiere decir? —preguntó mi abuela.
—Un capricho de la naturaleza —contestó él. Era forastero: habíamos recurrido a él porque nuestro médico habría hecho correr la voz—. Es una expresión latina. Viene a decir que es un monstruo. —El médico pensaba que yo no lo oía, porque estaba maullando—. Nadie tiene la culpa — añadió.
—La niña es un ser humano —replicó mi padre y le pagó un buen montón de dinero para que se marchara a su tierra y nunca más volviera.
— ¿Por qué nos ha mandado esto Dios? —dijo mi madre. —Maldición o enfermedad, da lo mismo —dijo mi hermana mayor—. Sea lo que sea, como se descubra nadie querrá casarse conmigo.
Asentí con la cabeza: mi hermana tenía razón. Ella era una chica bonita, y nosotros no éramos pobres, éramos casi señoritos. Sin mí tendría el camino despejado.
Durante el día, me pasaba el tiempo encerrada dentro de mi habitación en penumbra: lo mío empezaba a resultar alarmante. A mí no me importaba, porque no soportaba la luz del sol. De noche, insomne, vagaba por la casa, escuchando los ronquidos de los demás, sus gañidos de pesadilla. El gato me hacía compañía. Era el único ser vivo que quería acercárseme. Yo olía a sangre, a sangre reseca: tal vez por eso el gato me seguía a todas partes, por eso se me subía a la falda y me daba lametazos.
A los vecinos les habían contado que padecía una enfermedad consuntiva, unas fiebres, un delirio. Ellos me mandaban huevos y coles; acudían de vez en cuando a visitarme, para enterarse de algo, pero no tenían muchas ganas de verme: fuera lo que fuese podía ser contagioso.
Se decidió que lo mejor sería que muriera. Así no supondría un estorbo para mi hermana, no pendería sobre ella como un sino fatal. "Mejor una feliz que dos desgraciadas", dijo mi abuela, a quien le había dado por colgar ristras de ajos en el marco de mi puerta. Yo me avine al plan, quería ser de ayuda.
Al cura se le sobornó, aunque apelamos también a su compasión. A todo el mundo le gusta pensar que hace el bien a la vez que se embolsa un buen dinero, y nuestro párroco no era una excepción. Me dijo que Dios me había escogido porque era una niña especial, como una especie de novia, podría decirse. Me dijo que estaba llamada al sacrificio. Que el sufrimiento purificaría mi alma. Y que era una chica afortunada, porque me mantendría inocente toda la vida, ningún hombre desearía corromperme, y luego iría directa al cielo.
Les dijo a los vecinos que había muerto como una santa. Me exhibieron dentro de un ataúd muy profundo en una habitación muy oscura, con un vestido blanco con mucho tul blanco por encima, un atuendo propio de una virgen y útil para ocultar mi pelambrera. Allí yací durante dos días, aunque de noche me dejaban salir, claro. Cuando entraba alguien, contenía la respiración. Se movían de puntillas, hablaban entre susurros, sin acercarse mucho, todavía tenían miedo de mi enfermedad. A mi madre le decían que su hija parecía talmente un ángel.
Ella se sentaba en la cocina y lloraba como si yo hubiera muerto de verdad; incluso mi hermana consiguió aparentar tristeza. Mi padre vistió su traje negro. Mi abuela hizo pasteles. Todos se pusieron las botas. Al tercer día, llenaron el ataúd de paja húmeda, lo llevaron al cementerio en una carreta y lo enterraron, con responsos y una lápida sencilla, y tres meses más tarde mi hermana contrajo matrimonio. Llegó a la iglesia montada en coche de caballos, la primera que lo hacía en la familia. Mi féretro fue un peldaño en su escalada.
Una vez muerta, contaba con más libertad. Nadie salvo mi madre podía entrar en mi habitación, mi antigua habitación, como la llamaban. A los vecinos les dijeron que querían preservarla como un santuario a mi memoria. Colgaron una fotografía mía en la puerta, una tomada cuando aún parecía un ser humano. Aunque yo no sabía qué aspecto tenía ya, porque siempre evitaba los espejos.
En la penumbra leía a Pushkin, a Lord Byron y la poesía de John Keats. Aprendía sobre amores malogrados, sobre el despecho y la dulzura de la muerte. Y encontraba consuelo en esos pensamientos. Mi madre me traía el pan, las patatas y la taza de sangre de costumbre, y se llevaba el orinal. En otro tiempo solía cepillarme el pelo, cuando aún no se me caía a puñados, y tenía la costumbre de abrazarse a mí y sollozar, pero todo eso ya había quedado atrás. Ahora entraba y salía tan rápido como podía. Por mucho que intentara ocultarlo, yo era un incordio para ella, naturalmente. Uno puede compadecerse de alguien sólo hasta cierto punto, luego llegas a sentir que su desgracia es un acto de maldad dirigido contra ti.
De noche podía campar a mis anchas por la casa, y luego camparía por el jardín, y más adelante por el bosque. Ya no tenía que preocuparme de si era un estorbo para los demás o para su futuro. En cuanto a mí, el futuro no existía. Sólo el presente, un presente que iba cambiando, o así me lo parecía, al ritmo de la luna. De no ser por los ataques, por las horas de dolor, y por aquel abejorreo incomprensible en mi cabeza, podría haber dicho que era feliz.
Primero murió mi abuela, después mi padre. El gato se hizo mayor. Mi madre cada vez estaba más desesperada.
—Mi pobre niñita —decía, aunque ya no era lo que se dice una niña—. ¿Quién cuidará de ti cuando yo no esté?
Esa pregunta sólo tenía una respuesta: tendría que hacerlo yo. Empecé a explorar los límites de mi poder. Descubrí que tenía mucho más cuando no se me veía que cuando se me veía, y sobre todo cuando se me veía sólo a medias. Una vez asusté a dos niños en el bosque, a cosa hecha: les mostré los dientes rosáceos, el rostro peludo, las uñas rojas, les maullé, y echaron a correr dando voces. La gente no tardó en evitar aquella parte del bosque. Me asomé a una ventana una noche y le provoqué un ataque de histeria a una joven. "¡Una cosa! ¡He visto una cosa!", gritaba entre sollozos. O sea, que yo era una cosa. Lo estuve meditando: ¿en qué sentido una cosa no es una persona?
Un forastero presentó una oferta por nuestra granja. Mi madre quería vender e irse a vivir con mi hermana, el señorito de su marido y sus saludables y cada vez más numerosos hijos, a quienes acababan de retratar; ya no era capaz de sacar la granja adelante ella sola, pero ¿cómo iba a dejarme?
—Véndela —le dije. Mi voz ya era una especie de gruñido—. Desocuparé la habitación. Sé de un sitio donde instalarme.
La pobre mujer me lo agradeció. Me tenía apego, como se le tiene a un padrastro en la uña, a una verruga: era carne de su carne. Pero se alegró de librarse de mí. Había cumplido su deber con creces.
Mientras recogían y vendían los muebles yo pasaba el día en un almiar. Me bastaba con él, pero en invierno no serviría. Cuando los nuevos inquilinos se hubieron instalado, no fue difícil deshacerse de ellos. Yo conocía la casa mejor que ellos, sus entradas, sus salidas. Podía moverme por ella a oscuras. Pasé a ser un espectro, y luego otro; fui una mano de uñas rojas que acariciaba un rostro a la luz de la luna; fui el ruido de un gozne oxidado que hice sin querer. Salieron de allí a escape, y dijeron de nuestra granja que estaba encantada. Entonces fue toda para mí.
Me alimentaba de las patatas que robaba escarbando en los huertos al caer la noche, de los huevos que sisaba de los corrales. De vez en cuando me llevaba alguna gallina, y lo primero que hacía era beberme su sangre. Había perros guardianes, pero aunque me aullaban, nunca me atacaban: no sabían a qué se enfrentaban. Un día, en casa, probé a mirarme en un espejo. Dicen que los muertos no ven su reflejo, y era verdad; no me veía. Veía algo, pero algo que no era yo: no guardaba ningún parecido con la niña buena y bonita que me sabía en el fondo.
• • •
Pero ahora las cosas han llegado a su fin. Me he hecho demasiado visible.
Así fue cómo ocurrió. Estaba un día recogiendo moras al atardecer, donde el prado linda con la arboleda, cuando vi a dos personas que se acercaban, desde direcciones opuestas. Un muchacho y una muchacha. Él mejor vestido que ella. Calzado también.
Los dos se comportaban con un aire furtivo. Yo conocía ese aire —esas ojeadas por encima del hombro, esas paradas y esos arranques repentinos— porque yo misma era inusualmente furtiva. Me agazapé entre las zarzas para espiarlos. Se agarraron el uno al otro, se entrelazaron y se dejaron caer al suelo. De ellos brotaban maullidos, gruñidos, grititos. Quizá estuvieran sufriendo un ataque, los dos a la vez. Quizá fueran — ¡ay, por fin!— seres como yo. Me acerqué con mucho sigilo para verlos mejor. No tenían el mismo aspecto que yo —no tenían pelo, por ejemplo, salvo en la cabeza, lo que pude apreciar porque se habían quitado casi toda la ropa—; por otra parte, yo había tardado un tiempo en convertirme en lo que era. Estarán en las fases preliminares, pensé. Saben que están cambiando, se han buscado el uno al otro para hacerse compañía y para compartir sus ataques.
Parecían obtener placer de aquellas sacudidas, pese a que de vez en cuando se mordían. Entendía a la perfección que llegaran a eso. ¡Qué consuelo encontraría yo si pudiera participar con ellos de ese placer! Con el correr de los años, la soledad me había endurecido; de pronto sentí que ese caparazón se reblandecía. Aun así, no tuve valor para abordarlos.
Una noche el muchacho se quedó dormido. Ella lo tapó con la camisa que había dejado a un lado y le dio un beso en la frente. Luego se alejó sin hacer ruido.
Yo me aparté de las zarzas y me encaminé con sigilo hacia él. Allí lo tenía, dormido en un óvalo de hierba aplastada, como tendido en una bandeja. Lamento decir que perdí los estribos. Le eché las zarpas rojas encima. Le mordí en el cuello. ¿Era deseo o hambre? ¿Cómo iba a saber yo la diferencia? El muchacho despertó, me vio los dientes rosáceos, los ojos amarillentos; vio el revoloteo de mi vestido negro; vio cómo huía. Y hacia dónde huía.
Aquel muchacho se lo contó al resto del pueblo, y todos empezaron a elucubrar. Desenterraron mi ataúd y, al encontrarlo vacío, temieron lo peor. Ahora mismo vienen todos hacia esta casa, está anocheciendo; portan largas estacas, antorchas. Mi hermana va entre ellos, y su marido, y el muchacho al que besé. Yo pretendía que fuera un beso.
¿Qué puedo decirles, qué explicación puedo dar? Cuando se buscan demonios siempre habrá alguien que satisfaga el papel, y a fin de cuentas da lo mismo entregarse que rendirse. "Soy un ser humano", podría aducir. Pero ¿qué pruebas tengo de ello? "¡Soy un lusus naturae! ¡Llévenme a la capital! ¡Deberían estudiarme!" No serviría de nada. Me temo que al gato no le espera nada bueno. Lo que me hagan a mí, se lo harán también a él.
Soy una persona de temperamento indulgente, sé que en el fondo lo hacen con la mejor intención. Me he puesto el vestido blanco del entierro, con mi velo blanco, como corresponde a una virgen. Hay que estar a la altura de la ocasión. Oigo el abejorreo en mi cabeza cada vez más fuerte: ha llegado la hora de levantar el vuelo. Caeré del tejado en llamas como un cometa, arderé como una hoguera. Tendrán que pronunciar muchos conjuros sobre mis cenizas para cerciorarse de que esta vez estoy muerta de verdad. Andando el tiempo me convertiré en una santa invertida; los huesos de mis dedos se venderán como talismanes siniestros. Seré una leyenda, para entonces.
A lo mejor en el cielo pareceré un ángel. O tal vez los ángeles se parezcan a mí. Si así fuera, ¡qué sorpresa para los demás! Ya tengo algo con lo que ilusionarme.

Yael Globerman (Israel, 1959)





No comí del árbol del conocimiento  

No comí el fruto del árbol del conocimiento.

Pensé que el secreto estaba en lo podrido,
en las hojas que se arrojaron a tierra
desde una altura de diez pisos.

Pude ver las flores que caían,
ejecutando una solitaria muerte en el jardín,
y cómo regresaban, con la fuerza de lo oscuro,
a las raíces.

No me arrepiento.
El saber me hubiese vuelto
pesada y dubitativa.

Para mí, el fruto más maravilloso
fue tu rojo corazón.


Traductor Gerardo Lewin

miércoles, 11 de marzo de 2020

" La fiesta ajena" por Liliana Heker




Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre, ¿monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí te crees todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.—No me gusta que vayas —le había dicho—. Es una fiesta de ricos. —Los ricos también se van a cielo —dijo la chica, que aprendía religión en el colegio. —Qué cielo ni cielo —dijo la madre—. Lo que pasa es que a usted, m’hijita le gusta cagar más arriba del culo. A la chica no le parecía nada bien la forma de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de las mejores alumnas de su grado. —Yo voy a ir porque estoy invitada —dijo—. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó. —Ah, sí, tu amiga —dijo la madre. Hizo una pausa. —Oíme, Rosaura —dijo por fin—, ésa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más. Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar. —Cállate —gritó—. ¡Qué vas a saber vos lo que es ser amiga! Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba. —Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un mago y va a traer un mono y todo. La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas. —¿Monos en un cumpleaños? —dijo—. ¡Por favor! Vos sí que te crees todas las pavadas que te dicen. Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué? Si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo. —Si no voy me muero —murmuró, casi sin mover los labios. Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después de que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima. La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo: —Qué linda estás hoy, Rosaura. Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura. —Está en la cocina —le susurró en la oreja—. Pero no se lo digás a nadie porque es un secreto. Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: “Vos sí, pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo” . Rosaura en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho: ”¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?”. Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo: —¿Y vos quién sos? —Soy amiga de Luciana —dijo Rosaura. —No —dijo la del moño —, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco. —Y a mí qué me importa —dijo Rosaura—, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los deberes juntas. —¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? —dijo la del moño, con una risita. —Yo y Luciana hacemos los deberes juntas —dijo Rosaura muy seria. La del moño se encogió de hombros. —Eso no es ser amiga —dijo—. ¿Vas al colegio con ella? —No. —¿Y entonces de dónde la conoces? —dijo la del moño, que empezaba a impacientarse. Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo: —Soy hija de la empleada —dijo. Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la empleada, y listo. También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así. —¿Qué empleada? —dijo la del moño—. ¿Vende cosas en una tienda? —No —dijo Rosaura con rabia—, mi mamá no vende nada, para que sepas. —Y entonces, ¿cómo es empleada? Dijo la del moño. Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie. —Viste —le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo. Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz. Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban “a mí, a mí”. Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima. Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad. Desanudaba pañuelos con un soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono le llamaba socio. “A ver, socio, dé vuelta una carta”, le decía. “No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo”. La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el mago lo iba a hacer desaparecer. —¿Al chico? —gritaron todos. —¡Al mono! —gritó el mago. Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo. El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza. —No hay que ser tan timorato, compañero —le dijo el mago al gordito. —¿Qué es timorato? —dijo el gordito. El mago giró la cabeza hacia un lado y otro lado, como para comprobar que no había espías. —Cagón —dijo—. Vaya a sentarse, compañero. Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón. —A ver, la de los ojos de mora —dijo el mago—. Y todos vieron cómo la señalaba a ella. No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura. Dijo las palabras mágicas… y el mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo: —Muchas gracias, señorita condesa. Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le contó. —Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: “Muchas gracias, señorita condesa”. Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: “Viste que no era mentira lo del mono”. Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago. Su madre le dio un coscorrón y le dijo: —Mírenla a la condesa. Pero se veía que también estaba contenta. Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había dicho: “Espérenme un momentito”. Ahí la madre pareció preocupada. —¿Qué pasa? —le preguntó a Rosaura. —Y qué va a pasar —le dijo Rosaura—. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos. Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le daba una pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: “Y entonces, ¿por qué no pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?” Era así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio le dijo: —Yo fui la mejor de la fiesta. Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar al hall con una bolsa celeste y una rosa. Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá. Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo: —Qué hija que se mandó, Herminia. Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento. Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera. En su mano aparecieron dos billetes. —Esto te lo ganaste en buena ley —dijo, extendiendo la mano—. Gracias por todo, querida. Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés. La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.