martes, 25 de febrero de 2020
lunes, 24 de febrero de 2020
Kjell Askildsen, (30 de septiembre de 1929, Mandal, Noruega)
El precio de la Amistad
Había aceptado porque ya en dos ocasiones le había puesto una excusa. En tiempos éramos amigos íntimos, hace muchos años, y nunca nos peleamos, simplemente el tiempo y la distancia alejaron los motivos para mantener el contacto. Ahora acababa de aceptar, con desgana, debido a un irracional sentimiento de culpabilidad. Él estaba sentado justo al lado de la puerta. Se levantó. Era fácilmente reconocible, pero estaba distinto. Nos dijimos unas vagas frases y nos sentamos. Llegó la camarera, era espectacularmente guapa. Pedimos cada uno un aperitivo. Él tenía una estrecha raya a modo de bigote. Seguimos intercambiando palabras casi por completo anodinas. La camarera nos trajo las copas. Brindamos. Luego me ofreció un cigarrillo. Yo lo había dejado. Me preguntó si me molestaba que él fumara. En absoluto, dije. Dijo que él también debería dejarlo. ¿Por qué?, pregunté.
Buena pregunta, dijo él, por qué. Encendió el cigarrillo. Me preguntó por qué lo había dejado yo. Problemas de corazón, y como si mi respuesta le diera impulso, me preguntó si seguía casado con Nora. Sí, contesté, me ha aguantado. Él dijo que seguramente no le había resultado demasiado difícil, con lo que yo estaba de acuerdo, así que no contesté. En la pausa que siguió, él cogió la carta. Yo hice lo mismo. Llegó la camarera y pedimos la comida. Pensé que como él quería verme tendría algo que decirme, así que dije: ¿Y bien? Bueno, contestó él. Y tras una breve pausa: Salud. Me acabé la copa. Dije que tenía que ir al lavabo. No había nadie, así que metí dos billetes de diez en la máquina de condones; es una manía que tengo. Me tomé bastante tiempo, y cuando volví, había ya una botella en la mesa y vino tinto en las copas. Dije que no era capaz de recordar cuándo y por qué motivo nos habíamos visto por última vez. Dijo que fue en mi casa hacía doce o trece años. Cuéntame algo más, dije. Fue justo antes de que te mudaras, dijo, Nora y tú disteis una fiesta de despedida. ¿Ah sí?, dije yo. ¿No lo recuerdas?, dijo él. Cuéntame algo más, dije.
Pronunciaste un discurso y todo, dijo él. Oh, Dios mío, dije yo. Fue un bonito discurso, dijo él, hablaste de la amistad. No contesté; no me sentía muy a gusto. Por suerte, llegó la camarera con la comida. La mujer era de verdad inusualmente guapa, y cuando se alejó, lo mencioné con la esperanza de llevar la conversación en otra dirección. ¿Ah, sí?, dijo él, y empezó a comer. ¿Ya no miras a las mujeres guapas? Por Dios, contestó, no creo que lo haya dejado, pero tampoco puedes mirarlas a todas. Entonces, lo has dejado, dije. Se metió comida en la boca y no contestó. Comimos en silencio durante un rato. Quería preguntarle por su mujer, pero no me acordaba de su nombre, así que lo dejé: hay gente que tiende a interpretar mi mala memoria como falta de interés, en lo que, por cierto, no les falta razón. En lugar de eso le pregunté, por decir algo, si seguía viendo a alguno de los que formaban nuestro círculo de amistades. A algunos sí, contestó. ¿A Henrik?, pregunté. No, contestó, y noté en su respuesta una brusquedad que despertó mi curiosidad. ¿No?, dije. No, repitió, y siguió comiendo. Decidí no ser el primero en volver a hablar. Comía y bebía vino. La camarera se acercó a rellenarnos las copas. Él ni siquiera levantó la mirada, siguió comiendo, tenaz, me pareció, tal vez porque su manera de masticar iba a veces acompañada por un chasquido de las mandíbulas. Entonces dijo por fin: Henrik se interpuso en la relación entre Eva y yo. Pero eso a lo mejor ya lo sabes, ya que has preguntado precisamente por él. ¿Henrik hizo eso?, pregunté. ¿No lo sabías?, dijo él. No, contesté. Así que ya no tengo nada que ver con él, dijo, y siguió comiendo. ¿Pero tú y Eva seguís casados?, pregunté. Asintió con un gesto de la cabeza. Empezaba a irritarme por tener que sacarle las palabras con sacacorchos; no era yo el que había sugerido que nos viéramos. Dejé los cubiertos y miré a mi alrededor. No veía a la camarera. Bebí un poco de vino. De vez en cuando le lanzaba una mirada, pero él ni siquiera me miraba de reojo. Me serví más vino y luego dije: ¿Prefieres que me vaya? Entonces levantó la vista, sin comprender, como si de repente se hubiera despertado. ¿Cómo?, dijo. Das la impresión de tener de sobra contigo mismo, dije. Me miró fijamente; resultó bastante incómodo. Entonces vete, dijo por fin, no pensaba que hiciera falta hablar todo el tiempo. Cogió el paquete de tabaco y con un movimiento del pulgar y otro dedo sacó un cigarrillo que golpeó tres veces contra el mantel antes de encenderlo; era un ritual y en cierto modo encajaba con ese estrecho bigote que se había dejado. Lo siento, dijo. Yo también, dije. Brindamos. La camarera se acercó y vació lo que quedaba de la botella en nuestras copas. Yo la miré y pedí otra botella. Ella no me devolvió la mirada. Cuando la mujer se alejó, él dijo que hacía mucho tiempo que no nos veíamos, y que mientras estaba esperándome, pensó que quizá fuera demasiado tiempo y no nos reconociéramos, y tal vez hubiera variado nuestro concepto de nosotros mismos, porque era muy normal que hubiéramos cambiado, al menos con relación al otro, ya que la influencia recíproca había cesado. Esas eran las palabras que yo había utilizado en mi discurso esa última noche, dijo él, yo había dicho que la amenaza para una amistad era que la influencia recíproca cesara.
¿Yo dije eso?, pregunté. Sí, contestó él. ¿Y tú lo recuerdas?, pregunté. ¿Por qué no iba a recordarlo?, dijo él.
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cuentos memorables,
Kjell Askildsen
sábado, 22 de febrero de 2020
Nazim Hikmet (Salónica, 1902 - Moscú, 1963)
Me
acostumbro a envejecer
Me acostumbro a envejecer, es el oficio más difícil
del mundo,
llamar a las puertas por última vez,
la separación para siempre.
Horas que corréis, corréis, corréis...
Trato de comprender a costa de dejar de creer.
Te iba a decir una palabra pero no pude.
En mi mundo el sabor de un pitillo por la mañana con
el estómago vacío.
La muerte antes de llegar me envió su soledad.
Envidio a los que no se dan cuenta de que envejecen,
tan ocupados están con sus cosas.
12 de enero de 1963
Autobiografía
Nací en 1902
no he vuelto nunca a mi ciudad natal
no me gustan los retornos
a los tres años en Alepo era nieto de bajá
a los diecinueve estudiante en la universidad
comunista de Moscú
a los cuarenta y nueve otra vez en Moscú invitado
por el Comité Central
y desde los catorce años soy poeta
hay hombres que conocen las diferentes clases de
hierbas; otros, de peces;
yo, de separaciones
hay hombres que se saben de memoria el nombre de
cada estrella;
yo, de nostalgias
he dormido en las cárceles y en los grandes hoteles
he conocido el hambre y también la huelga de hambre
y no hay plato
que no haya probado
a los treinta años quisieron ahorcarme
a los cuarenta y ocho quisieron concederme el Premio
mundial de la Paz
y me lo concedieron
a los treinta y seis durante medio año sólo pude
recorrer cuatro metros
cuadrados de hormigón
a los cincuenta y nueve volé desde Praga a La Habana
en dieciocho horas
no conocí a Lenin pero hice la guardia de honor
junto a su féretro en 1924
en 1961 el mausoleo que visito son sus libros
han intentado alejarme de mi partido
pero han fracasado
tampoco he sido aplastado por los ídolos caídos
en 1951 viajé por mar hacia la muerte con un joven camarada
en 1952 con el corazón cascado esperé la muerte durante
cuatro meses
estuve locamente celoso de las mujeres a las que amé
no envidié a nadie ni siquiera a Charlot
engañé a mis mujeres
pero nunca hablé mal de mis amigos a sus espaldas
he bebido pero no soy un borracho
tuve la suerte de ganarme siempre el pan con el
sudor de mi frente
si mentí fue porque sentí vergüenza ajena
por piedad
pero también he mentido porque sí
he montado en tren en avión y en coche
la mayoría no puede hacerlo
he ido a la ópera
la mayoría no puede ir y ni siquiera sabe que existe
sin embargo desde 1921 no voya muchos de los sitios
donde va la mayoría la mezquita la iglesia la
sinagoga
el templo el curandero
pero a veces me gusta que me lean los posos de café
se me ha publicado en treinta o cuarenta lenguas
pero estoy prohibido en Turquía en mi propia lengua
hasta ahora no he tenido cáncer
tampoco es obligatorio
nunca seré primer ministro o algo parecido
tampoco me gustaría serlo
nunca he ido a la guerra
no he descendido a los refugios en medio de la noche
no he recorrido los caminos del exilio bajo el vuelo
rasante de los avi0nes
pero me he enamorado ya cerca de los sesenta
camaradas en pocas palabras
hoy en Berlín aunque muerto de nostalgia
puedo decir que he vivido como un hombre
pero los años que me quedan por vivir
y las cosas que puedan sucederme
¿quién lo sabe?
Esta autobiografía fue escrita en Berlín Oriental el
11 de setiembre de 1961
miércoles, 19 de febrero de 2020
Baldomero Fernández Moreno ( Buenos Aires, Argentina, 1886 − 1950)
Setenta balcones y ninguna flor
Setenta balcones hay en esta casa,
setenta balcones y ninguna flor.
¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa?
¿Odian el perfume, odian el color?
La piedra desnuda de tristeza
¡dan una tristeza los negros balcones!
¿No hay en esta casa una niña novia?
¿No hay algún poeta lleno de ilusiones?
¿Ninguno desea ver tras los cristales
una diminuta copia de jardín?
¿En la piedra blanca trepar los rosales,
en los hierros negros abrirse un jazmín?
Si no aman las plantas no amarán el ave,
no sabrán de música, de rimas, de amor.
Nunca se oirá un beso, jamás se oirá un clave...
¡Setenta balcones y ninguna flor!
Setenta balcones hay en esta casa,
setenta balcones y ninguna flor.
¿A sus habitantes, Señor, qué les pasa?
¿Odian el perfume, odian el color?
La piedra desnuda de tristeza
¡dan una tristeza los negros balcones!
¿No hay en esta casa una niña novia?
¿No hay algún poeta lleno de ilusiones?
¿Ninguno desea ver tras los cristales
una diminuta copia de jardín?
¿En la piedra blanca trepar los rosales,
en los hierros negros abrirse un jazmín?
Si no aman las plantas no amarán el ave,
no sabrán de música, de rimas, de amor.
Nunca se oirá un beso, jamás se oirá un clave...
¡Setenta balcones y ninguna flor!
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Baldomero Fernández Moreno,
Poesia Argentina
domingo, 16 de febrero de 2020
"La madre de Ernesto" de Abelardo Castillo
Si Ernesto se enteró de que ella había
vuelto (cómo había vuelto), nunca lo supe, pero el caso es que poco después se
fue a vivir a El Tala, y, en todo aquel verano, sólo volvimos a verlo una o dos
veces. Costaba trabajo mirarlo de frente. Era como si la idea que Julio nos
había metido en la cabeza -porque la idea fue de él, de Julio, y era una idea
extraña, turbadora: sucia- nos hiciera sentir culpables. No es que uno fuera
puritano, no. A esa edad, y en un sitio como aquél, nadie es puritano. Pero
justamente por eso, porque no lo éramos, porque no teníamos nada de puros o
piadosos y al fin de cuentas nos parecíamos bastante a casi todo el mundo, es
que la idea tenía algo que turbaba. Cierta cosa inconfesable, cruel. Atractiva.
Sobre todo, atractiva.
Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.
–¡No!
–Sí. Una mujer.
–¿De dónde la trajo?
Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos –porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias–, y luego, en voz baja, preguntó:
–¿Por dónde anda Ernesto?
En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar emanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:
–¿Qué tiene que ver Ernesto?
Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.
–¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?
Fue hace mucho. Todavía estaba el Alabama, aquella estación de servicio que habían construido a la salida de la ciudad, sobre la ruta. El Alabama era una especie de restorán inofensivo, inofensivo de día, al menos, pero que alrededor de medianoche se transformaba en algo así como un rudimentario club nocturno. Dejó de ser rudimentario cuando al turco se le ocurrió agregar unos cuartos en el primer piso y traer mujeres. Una mujer trajo.
–¡No!
–Sí. Una mujer.
–¿De dónde la trajo?
Julio asumió esa actitud misteriosa, que tan bien conocíamos –porque él tenía un particular virtuosismo de gestos, palabras, inflexiones que lo hacían raramente notorio, y envidiable, como a un módico Brummel de provincias–, y luego, en voz baja, preguntó:
–¿Por dónde anda Ernesto?
En el campo, dije yo. En los veranos Ernesto iba a pasar emanas a El Tala, y esto venía sucediendo desde que el padre, a de aquello que pasó con la mujer, ya no quiso regresar al pueblo. Yo dije en el campo, y después pregunté:
–¿Qué tiene que ver Ernesto?
Julio sacó un cigarrillo. Sonreía.
–¿Saben quién es la mujer que trajo el turco?
Aníbal y yo nos miramos. Yo me acordaba ahora de la madre de Ernesto. Nadie
habló. Se había ido hacía cuatro años, con una de esas compañías teatrales que
recorren los pueblos: descocada, dijo esa vez mi abuela. Era una mujer linda.
Morena y amplia: yo me acordaba. Y no debía de ser muy mayor, quién sabe si
tendría cuarenta años.
–Atorranta, ¿no?
Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.
–Si no fuera la madre...
No dijo más que eso.
Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.
–Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.
–Pero es la madre.
–La madre. ¿A qué llamás madre vos?: una chancha también pare chanchitos.
–Y se los come.
–Claro que se los come. ¿Y entonces?
–Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.
Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
–Se acuerdan cómo era.
Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.
–Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.
Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo –quién sabe– que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.
–No digas porquerías, querés -me dijo Aníbal.
Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.
–No se lo deben de haber prestado.
–A lo mejor se echó atrás.
Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:
–No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.
–¿Cómo será ahora?
–Quién... ¿la tipa?
Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.
–Esto es una asquerosidad, che.
–Tenés miedo – dije yo.
–Miedo no; otra cosa.
Me encogí de hombros:
–Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.
–No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos: Preguntó:
–¿Y si nos echa?
Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape libre.
–Es Julio –dijimos a dúo.
El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.
–Se la robé a mi viejo.
Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.
–Fumaba, ¿te acordás?
Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.
–¿Cuánto falta?
–Diez minutos.
Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.
Julio apretó el acelerador.
–Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz, Aníbal, no era convincente–: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.
–¡Qué castigo ni castigo!
Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más.
–¿Y si nos hace echar?
–¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!
A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita:
–Llevalos arriba.
La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:
–A ver si nos sacan una muela.
Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.
–Como en misa – dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:
–¡Mirá si en una de ésas sale el cura de adentro!
Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco.
Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio pregunto:
–¿Quién pasa?
Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados –eso: separados- delante de ella. Me encogí de hombros.
–Qué sé yo. Cualquiera.
Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una sonrisa vagamente infame.
–¿Bueno?
Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y repitió "bueno", y era como una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.
–Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.
Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con que caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto.
Cerrándose el deshabillé lo dijo.
–Atorranta, ¿no?
Hubo un silencio y fue entonces cuando Julio nos clavó aquella idea entre los ojos. O, a lo mejor, ya la teníamos.
–Si no fuera la madre...
No dijo más que eso.
Quién sabe. Tal vez Ernesto se enteró, pues durante aquel verano sólo lo vimos una o dos veces (más tarde, según dicen, el padre vendió todo y nadie volvió a hablar de ellos), y, las pocas veces que lo vimos, costaba trabajo mirarlo de frente.
–Culpables de qué, che. Al fin de cuentas es una mujer de la vida, y hace tres meses que está en el Alabama. Y si esperamos que el turco traiga otra, nos vamos a morir de viejos.
Después, él, Julio, agregaba que sólo era necesario conseguir un auto, ir, pagar y después me cuentan, y que si no nos animábamos a acompañarlo se buscaba alguno que no fuera tan braguetón, y Aníbal y yo no íbamos a dejar que nos dijera eso.
–Pero es la madre.
–La madre. ¿A qué llamás madre vos?: una chancha también pare chanchitos.
–Y se los come.
–Claro que se los come. ¿Y entonces?
–Y eso qué tiene que ver. Ernesto se crió con nosotros.
Yo dije algo acerca de las veces que habíamos jugado juntos; después me quedé pensando, y alguien, en voz alta, formuló exactamente lo que yo estaba pensando. Tal vez fui yo:
–Se acuerdan cómo era.
Claro que nos acordábamos, hacía tres meses que nos veníamos acordando. Era morena y amplia; no tenía nada de maternal.
–Y además ya fue medio pueblo. Los únicos somos nosotros.
Nosotros: los únicos. El argumento tenía la fuerza de una provocación, y también era una provocación que ella hubiese vuelto. Y entonces, puercamente, todo parecía más fácil. Hoy creo –quién sabe– que, de haberse tratado de una mujer cualquiera, acaso ni habríamos pensado seriamente en ir. Quién sabe. Daba un poco de miedo decirlo, pero, en secreto, ayudábamos a Julio para que nos convenciera; porque lo equívoco, lo inconfesable, lo monstruosamente atractivo de todo eso, era, tal vez, que se trataba de la madre de uno de nosotros.
–No digas porquerías, querés -me dijo Aníbal.
Una semana más tarde, Julio aseguró que esa misma noche conseguiría el automóvil. Aníbal y yo lo esperábamos en el bulevar.
–No se lo deben de haber prestado.
–A lo mejor se echó atrás.
Lo dije como con desprecio, me acuerdo perfectamente. Sin embargo fue una especie de plegaria: a lo mejor se echó atrás. Aníbal tenía la voz extraña, voz de indiferencia:
–No lo voy a esperar toda la noche; si dentro de diez minutos no viene, yo me voy.
–¿Cómo será ahora?
–Quién... ¿la tipa?
Estuvo a punto de decir: la madre. Se lo noté en la cara. Dijo la tipa. Diez minutos son largos, y entonces cuesta trabajo olvidarse de cuando íbamos a jugar con Ernesto, y ella, la mujer morena y amplia, nos preguntaba si queríamos quedarnos a tomar la leche. La mujer morena. Amplia.
–Esto es una asquerosidad, che.
–Tenés miedo – dije yo.
–Miedo no; otra cosa.
Me encogí de hombros:
–Por lo general, todas éstas tienen hijos. Madre de alguno iba a ser.
–No es lo mismo. A Ernesto lo conocemos.
Dije que eso no era lo peor. Diez minutos. Lo peor era que ella nos conocía a nosotros, y que nos iba a mirar. Sí. No sé por qué, pero yo estaba convencido de una cosa: cuando ella nos mirase iba a pasar algo.
Aníbal tenía cara de asustado ahora, y diez minutos son largos: Preguntó:
–¿Y si nos echa?
Iba a contestarle cuando se me hizo un nudo en el estómago: por la calle principal venía el estruendo de un coche con el escape libre.
–Es Julio –dijimos a dúo.
El auto tomó una curva prepotente. Todo en él era prepotente: el buscahuellas, el escape. Infundía ánimos. La botella que trajo también infundía ánimos.
–Se la robé a mi viejo.
Le brillaban los ojos. A Aníbal y a mí, después de los primeros tragos, también nos brillaban los ojos. Tomamos por la Calle de los Paraísos, en dirección al paso a nivel. A ella también le brillaban los ojos cuando éramos chicos, o, quizá, ahora me parecía que se los había visto brillar. Y se pintaba, se pintaba mucho. La boca, sobre todo.
–Fumaba, ¿te acordás?
Todos estábamos pensando lo mismo, pues esto último no lo había dicho yo, sino Aníbal; lo que yo dije fue que sí, que me acordaba, y agregué que por algo se empieza.
–¿Cuánto falta?
–Diez minutos.
Y los diez minutos volvieron a ser largos; pero ahora eran largos exactamente al revés. No sé. Acaso era porque yo me acordaba, todos nos acordábamos, de aquella tarde cuando ella estaba limpiando el piso, y era verano, y el escote al agacharse se le separó del cuerpo, y nosotros nos habíamos codeado.
Julio apretó el acelerador.
–Al fin de cuentas, es un castigo –tu voz, Aníbal, no era convincente–: una venganza en nombre de Ernesto, para que no sea atorranta.
–¡Qué castigo ni castigo!
Alguien, creo que fui yo, dijo una obscenidad bestial. Claro que fui yo. Los tres nos reímos a carcajadas y Julio aceleró más.
–¿Y si nos hace echar?
–¡Estás mal de la cabeza vos! ¡En cuanto se haga la estrecha lo hablo al turco, o armo un escándalo que les cierran el boliche por desconsideración con la clientela!
A esa hora no había mucha gente en el bar: algún viajante y dos o tres camioneros. Del pueblo, nadie. Y, vaya a saber por qué, esto último me hizo sentir audaz. Impune. Le guiñé el ojo a la rubiecita que estaba detrás del mostrador; Julio, mientras tanto, hablaba con el turco. El turco nos miró como si nos estudiara, y por la cara desafiante que puso Aníbal me di cuenta de que él también se sentía audaz. El turco le dijo a la rubiecita:
–Llevalos arriba.
La rubiecita subiendo los escalones: me acuerdo de sus piernas. Y de cómo movía las caderas al subir. También me acuerdo de que le dije una indecencia, y que la chica me contestó con otra, cosa que (tal vez por el coñac que tomamos en el coche, o por la ginebra del mostrador nos causó mucha gracia. Después estábamos en una sala pulcra, impersonal, casi recogida, en la que había una mesa pequeña: la salita de espera de un dentista. Pensé a ver si nos sacan una muela. Se lo dije a los otros:
–A ver si nos sacan una muela.
Era imposible aguantar la risa, pero tratábamos de no hacer ruido. Las cosas se decían en voz muy baja.
–Como en misa – dijo Julio, y a todos volvió a parecernos notablemente divertido; sin embargo, nada fue tan gracioso como cuando Aníbal, tapándose la boca y con una especie de resoplido, agregó:
–¡Mirá si en una de ésas sale el cura de adentro!
Me dolía el estómago y tenía la garganta seca. De la risa, creo. Pero de pronto nos quedamos serios. El que estaba adentro salió. Era un hombre bajo, rechoncho; tenía aspecto de cerdito. Un cerdito satisfecho. Señalando con la cabeza hacia la habitación, hizo un gesto: se mordió el labio y puso los ojos en blanco.
Después, mientras se oían los pasos del hombre que bajaba, Julio pregunto:
–¿Quién pasa?
Nos miramos. Hasta ese momento no se me había ocurrido, o no había dejado que se me ocurriese, que íbamos a estar solos, separados –eso: separados- delante de ella. Me encogí de hombros.
–Qué sé yo. Cualquiera.
Por la puerta a medio abrir se oía el ruido del agua saliendo de una canilla. Lavatorio. Después, un silencio y una luz que nos dio en la cara; la puerta acababa de abrirse del todo. Ahí estaba ella. Nos quedamos mirándola, fascinados. El deshabillé entreabierto y la tarde de aquel verano, antes, cuando todavía era la madre de Ernesto y el vestido se le separó del cuerpo y nos decía si queríamos quedarnos a tomar la leche. Sólo que la mujer era rubia ahora. Rubia y amplia. Sonreía con una sonrisa profesional; una sonrisa vagamente infame.
–¿Bueno?
Su voz, inesperada, me sobresaltó: era la misma. Algo, sin embargo, había cambiado en ella, en la voz. La mujer volvió a sonreír y repitió "bueno", y era como una orden; una orden pegajosa y caliente. Tal vez fue por eso que, los tres juntos, nos pusimos de pie. Su deshabillé, me acuerdo, era oscuro, casi traslúcido.
–Voy yo –murmuró Julio, y se adelantó, resuelto.
Alcanzó a dar dos pasos: nada más que dos. Porque ella entonces nos miró de lleno, y él, de golpe, se detuvo. Se detuvo quién sabe por qué: de miedo, o de vergüenza tal vez, o de asco. Y ahí se terminó todo. Porque ella nos miraba y yo sabía que, cuando nos mirase, iba a pasar algo. Los tres nos habíamos quedado inmóviles, clavados en el piso; y al vernos así, titubeantes, vaya a saber con que caras, el rostro de ella se fue transfigurando lenta, gradualmente, hasta adquirir una expresión extraña y terrible. Sí. Porque al principio, durante unos segundos, fue perplejidad o incomprensión. Después no. Después pareció haber entendido oscuramente algo, y nos miró con miedo, desgarrada, interrogante. Entonces lo dijo. Dijo si le había pasado algo a él, a Ernesto.
Cerrándose el deshabillé lo dijo.
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Abelardo Castillo,
cuentos memorables
sábado, 15 de febrero de 2020
Un cuento del libro Breves Amores Eternos de Pedro Mairal
Tatiana desnuda
Estábamos con el Tano duplicando películas porno con
la videocasetera robada cuando sonó el teléfono. Pensé que era uno de esos
llamados de mi familia para vigilarme. Me llamaban desde el teléfono en la
terraza de la posada en Buzios. Mi mamá me preguntaba: ¿Estás estudiando? Sí.
¿Qué? Matemática. Bueno, seguí, me decía y yo oía detrás que pedían rabas y
frango y caipirinhas. Me había llevado tres materias a marzo y en castigo me
quedé en febrero solo en el departamento de Billinghurst. Mi amigo el Tano Vila,
que también debía materias, venía todos los días. Cocinábamos arroz con
manteca, o fideos con manteca, o pedíamos una pizza en "El caballito
blanco". Veíamos televisión y nos dedicábamos a tareas semi delictivas.
Habíamos saltado al balcón del B y le habíamos
sacado la videocasetera a mi vecino el gordo Molina que en una época iba a
nuestro mismo colegio pero un año más arriba. No nos parecía peligroso. A mí
una sola vez me dio vértigo cuando, colgado en el vacío para esquivar la
división de los balcones, perdí una ojota y la vi caer a la vereda desde el
piso 9. Lo odiábamos al gordo Molina. En los últimos años de primaria se hacía
el capo en el patio y te mandaba traer por un grupito de chupamedias para
interrogarte y pegarte de a varios. Invadir su depto y usarle las cosas era un
acto de justicia. Teníamos que tener cuidado. Su familia veraneaba también en
febrero pero no estábamos seguros de cuándo volvían. Al padre le gustaban los
juguetes caros y nosotros los probábamos de vez en cuando. Después había que
dejar todo en su lugar.
Le habíamos sacado la videocasetera para duplicar
videos porno y venderlos en nuestro curso cuando empezaran las clases.
Alquilábamos las películas en un video club de la calle Paunero donde no nos
preguntaban nada. Como no teníamos plata para comprar casetes vírgenes,
grabamos encima varios videos familiares: el casamiento de la hermana del Tano,
las ballenas de Puerto Pirámide, videos de gimnasia de Jane Fonda y unas clases
de sicología que mamá nunca más encontró. Era raro porque entre las escenas de
orgías de New Wave Hookers o Garganta Profunda, de pronto la grabación daba un
salto patinoso y por un instante aparecía Lacan en blanco y negro con una
camisa floreada. Y en medio de Tracy Lords y Ginger Lynn gimiendo en una pileta
californiana, se veían por un segundo los amigos rugbiers del cuñado del Tano
todos chivados y eufóricos con las corbatas puestas de vincha bailando a los
saltos "Oh l'amour".
En eso estábamos cuando sonó el teléfono, pero no
era ninguno de mis viejos. Era Tatiana Silverman, una amiga de mi hermana más
grande. Tenía diecinueve años o veinte y nosotros quince. Había venido un par
de veranos con mi familia a Brasil. La última vez me había tocado viajar
durante horas al lado de ella en el auto y se había quedado dormida
arrinconándome con su culo redondo y el vestido de algodón medio trepado y
pegado por el sudor. Me había puesto muy nervioso. Peter, me dijo, ¿te molesta
si me voy a duchar a Billinghurst? Estoy sin luz y sin agua en casa. No, no hay
drama, le dije. ¿A qué hora venís? Como a las cinco. Cuando corté y le conté al
Tano, empezó a gritar: ¡La tenemos que filmar! ¡Es una oportunidad única!
Estaba enloquecido.
El padre del gordo Molina tenía una Panasonic que
grababa directo en VHS. Nos colgamos del balcón para buscarla. Hubo que pasar
dos veces para traer también el cargador de la batería. Le decís que el baño de
ustedes no anda, así se baña en el de tus viejos que tiene mampara de vidrio,
sugería el Tano. Yo no estaba muy convencido. Se podía dar cuenta y contarle a
mi hermana. Era una cámara gigante, aparatosa, no como los teléfonos mínimos de
ahora. Hicimos unas pruebas escondiéndola en el canasto de la ropa sucia.
Apretamos Rec, la guardamos entre la ropa abollada y el Tano se hacía el que se
enjabonaba metido en zapatillas en la bañadera de mis viejos. Miramos el
resultado. Se veía medio torcido y con una varilla de mimbre bloqueando la
imagen, pero se veía.
A las cinco y cuarto cuando sonó el timbre de abajo,
ya teníamos todo listo. Me galopaba el corazón. El Tano se fue por la escalera
de servicio, porque se suponía que no tenía que estar ahí. Yo había lavado su
plato y su vaso por si Tatiana entraba a la cocina. Por primera vez ese verano
desparramé sobre la mesa del comedor mis apuntes y mi libro de matemática. Le
dejé abierta la puerta de entrada, fui al baño, apreté Rec y me senté en el
comedor como si estuviera muy concentrado. La oí cerrar el ascensor. ¿Te tienen
preso acá, Peter?, me dijo cuando me vio. Me paré, la saludé. Me hice el cool.
¿Hasta cuándo se quedan en Buzios? Hasta el 27, por ahí. ¿Cuántas te llevaste?
Tres, matemática, historia y biología. Que te sea leve. Me voy a bañar. Usá el
baño de mis viejos que el otro no anda. Dale, dijo y se perdió hacia los
cuartos.
Tati Silver en bikini y sandalias, con un solero que
se soplaba de mirarlo. Yo sabía que se había metido en teatro, para horror de
los Silverman. Y de mis viejos también. Mi hermana estaba empezando
Arquitectura. Tatiana era para ella lo que el Tano era para mí: mala
influencia. La escuché abrir la ducha y cerrar la puerta del baño. Tardó un
rato. Después me pareció que daba unas vueltas. La vi venir de golpe con un
turbante de toalla y su solero y apoyó la cámara delante mío. ¿Para qué pusiste
esto? Lo repitió varias veces enojada. ¿Qué querías? Verte desnuda, le dije. Me
miró. Entonces hizo lo inesperado: un hombro, otro hombro, y el solero cayó a
sus tobillos y ella quedó desnuda delante de mí. Fue la primera mujer que vi
desnuda de tan cerca.
¿Ya me viste? Me quedé callado. Se volvió a cubrir.
¿Tanto lío para eso? Si le contás a alguien, yo cuento lo que trataste de
hacer, me dijo. Y después: Peter, avivate un poco, a las mujeres nos gustan los
tipos que se animan a decir lo que quieren, no los pajeritos que andan
espiando. Eso me dijo, y se fue. Y yo no se lo conté nunca a nadie, y eso que
el Tano esa noche me taladró el oído para que le dijera qué había pasado. Creo
que apreté mal el botón, le decía yo en la oscuridad de la azotea donde nos
habíamos trepado para tratar de ver el cometa Halley. No se veía nada en el
cielo, solo cables y nubes. Y en el video tampoco. Ella encontró la cámara ni
bien entró en el baño. Al final yo pasé mis exámenes, me agarré mononucleosis,
nos descubrieron, nos incautaron los videos, se armó un quilombo gigante. Pero
tengo la belleza grabada en el cerebro. Tatiana desnuda, con un turbante de
toalla.
jueves, 6 de febrero de 2020
Matar a un niño ( Stig Dagerman (Suecia, 1923-1954))
Es un día suave y el sol está oblicuo
sobre la llanura. Pronto sonarán las campanas, porque es domingo. Entre dos
campos de centeno, dos jóvenes han hallado una senda por la que nunca fueron
antes, y en los tres pueblos de la planicie resplandecen los vidrios de las
ventanas. Algunos hombres se afeitan frente a los espejos en las mesas de las
cocinas, las mujeres cortan pan para el café, canturreando, y los niños están
sentados en el suelo, abrochándose la blusa. Es la mañana feliz de un día
desgraciado, porque este día, en el tercer pueblo, un hombre feliz matará a un
niño. Todavía el niño está sentado en el suelo y abrocha su camisa, y el hombre
que se afeita dice que hoy darán un paseo en bote por el riachuelo, y la mujer
canturrea y coloca el pan, recién cortado, en un plato azul. Ninguna sombra
atraviesa la cocina y, sin embargo, el hombre que matará al niño está al lado
del surtidor rojo de gasolina, en el primer pueblo. Es un hombre feliz que mira
por el visor de una máquina de fotos y ve un pequeño coche azul y, a su lado, a
una muchacha que ríe. Mientras la muchacha ríe y el hombre toma la hermosa
fotografía, el vendedor de gasolina ajusta la tapa del depósito y les asegura
que tendrán un bonito día. La muchacha se sienta en el coche y el hombre que matará
al niño saca su billetera del bolsillo y comenta que viajarán hasta el mar, y
en el mar pedirán prestado un bote y remarán lejos, muy lejos. A través de los
vidrios bajados, la muchacha, en el asiento delantero, oye lo que él dice;
cierra los ojos, ve el mar y al hombre junto a sí en el bote. No es ningún
hombre malo, es alegre y feliz, y antes de entrar en el automóvil se detiene un
instante frente al radiador que centellea al sol, y goza del brillo y del olor
a gasolina y a ciruelo silvestre. No cae ninguna sombra sobre el coche y el
refulgente parachoques no tiene ninguna abolladura y no está rojo de sangre.
Pero, al mismo tiempo que en el primer
pueblo el hombre cierra la puerta izquierda del coche y tira del botón de
arranque, en el tercer pueblo la mujer abre su alacena, en la cocina, y no
encuentra el azúcar. El niño, que se ha abrochado la camisa y que se ha atado
los cordones de los zapatos, está de rodillas en el sofá y contempla el
riachuelo que serpentea entre los alisos, y el negro bote que está medio varado
sobre la hierba. El hombre que perderá a su hijo está recién afeitado y, en ese
momento, pliega el soporte del espejo. En la mesa, las tazas de café, el pan,
la leche y las moscas. Sólo falta el azúcar, y la madre ordena a su hijo que corra
a casa de los Larsson y pida prestados algunos terrones. Y mientras el niño
abre la puerta, el padre le grita que se dé prisa, porque el bote espera en la
ribera. Remarán hasta tan lejos como nunca antes remaron. Cuando el niño corre
a través del jardín, en todo momento piensa en el riachuelo y en los peces que
saltan, y nadie le susurra que sólo le quedan ocho minutos de vida y que el
bote permanecerá allí en donde está, todo el día y muchos otros días. No está
lejos la casa de los Larsson: únicamente cruzar el camino, y mientras el niño
corre atravesándolo, el pequeño coche azul entra en el otro pueblo. Es un
pueblo pequeño con pequeñas casas rojas, con gente que acaba de despertar, que
está en la cocina con las tazas de café levantadas y observan al coche venir
por el otro lado del seto con grandes nubes de polvo detrás de sí. Va muy
rápido, y el hombre ve cómo los álamos y los postes de telégrafo, recién
alquitranados, pasan como sombras grises. Sopla el verano por la ventanilla.
Salen velozmente del pueblo. El coche se mantiene seguro en medio del camino.
Están solos todavía. Es placentero viajar completamente solos por un liso y
ancho camino, y a campo abierto es mucho mejor aún. El hombre es feliz y
fuerte, y en el codo derecho siente el cuerpo de su futura mujer. No es ningún
hombre malo. Tiene prisa por alcanzar el mar. No sería capaz de matar a una
mosca, pero sin embargo, pronto matará a un niño. Mientras avanzan hacía el
tercer pueblo, cierra la muchacha otra vez los ojos y juega que no los abrirá
hasta que puedan ver el mar, y al compás de los suaves botes del coche, sueña
en lo terso que estará.
¿Por qué la vida está construida con tanta
crueldad, que un minuto antes de que un hombre feliz mate a un niño, todavía es
feliz y un minuto antes de que una mujer grite de horror, puede cerrar los ojos
y soñar con el ancho mar, y durante el último minuto de la vida de un niño
pueden sus padres estar sentados en una cocina y esperar el azúcar y hablar
sobre los dientes blancos de su hijo y sobre un paseo en bote, y el niño mismo
puede cerrar una verja y empezar a atravesar un camino con algunos terrones en
la mano derecha envueltos en papel blanco; y durante este último minuto no ver
otra cosa que un largo y brillante riachuelo con grandes peces y un ancho bote
con callados remos?
Después, todo es demasiado tarde. Después,
hay un coche azul cruzado en el camino, y una mujer que grita, retira la mano
de la boca y la mano sangra. Después, un hombre abre la puerta de un coche y
trata de mantenerse en pie, aunque tiene un abismo de terror dentro de sí.
Después hay algunos terrones de azúcar blanca desparramados absurdamente entre
la sangre y la arenilla, y un niño yace inmóvil boca abajo, con la cara
duramente apretada contra el camino. Después, llegan dos lívidas personas que
todavía no han podido beberse el café, que salen corriendo desde la verja y ven
en el camino un espectáculo que jamás olvidarán.
Porque no es verdad que el tiempo cure
todas las heridas. El tiempo no cura la herida de un niño muerto y cura muy mal
el dolor de una madre que olvidó comprar azúcar y mandó a su hijo a través del
camino para pedirla prestada; e, igualmente, cura muy mal la congoja del hombre
feliz, que lo mató..
Porque el que ha matado a un niño, no va
al mar. El que ha matado a un niño vuelve lentamente a casa en medio del
silencio, y junto a sí lleva una mujer muda con la mano vendada; y en todos los
pueblos por los que pasan ven que no hay ni una sola persona alegre. Todas las
sombras son más oscuras, y cuando se separan todavía es en silencio; y el
hombre que ha matado a un niño sabe que este silencio es su enemigo, y que va a
necesitar años de su vida para vencerlo, gritando que no fue culpa suya. Pero
sabe que esto es mentira, y en los sueños de muchas noches deseará en cambio
tener un solo minuto de su vida pasada para “hacer este solo minuto diferente”.
Pero tan cruel es la vida para el que ha
matado a un niño, que después todo es demasiado tarde.
“Att döda ett barn” (1948)
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