jueves, 14 de noviembre de 2019

El príncipe feliz de Oscar Wilde



En la parte más alta de la ciudad, sobre una columna, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz.
Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada.
Por todo lo cual era muy admirada.
-Es tan hermoso como una veleta -observó uno de los miembros del Concejo que deseaba granjearse una reputación de conocedor en el arte-. Ahora, que no es tan útil -añadió, temiendo que le tomaran por un hombre poco práctico.
Y realmente no lo era.
-¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? -preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna-. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito.
-Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz -murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa.
-Verdaderamente parece un ángel -decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.
-¿En qué lo conocéis -replicaba el profesor de matemáticas- si no habéis visto uno nunca?
-¡Oh! Los hemos visto en sueños -respondieron los niños.
Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar.
Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad.
Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás.
Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se detuvo para hablarle.
-¿Quieres que te ame? -dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos.
Y el Junco le hizo un profundo saludo.
Entonces la Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y trazando estelas de plata.
Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano.
-Es un enamoramiento ridículo -gorjeaban las otras golondrinas-. Ese Junco es un pobretón y tiene realmente demasiada familia.
Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos.
Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo.
Una vez que se fueron sus amigas, sintióse muy sola y empezó a cansarse de su amante.
-No sabe hablar -decía ella-. Y además temo que sea inconstante porque coquetea sin cesar con la brisa.
Y realmente, cuantas veces soplaba la brisa, el Junco multiplicaba sus más graciosas reverencias.
-Veo que es muy casero -murmuraba la Golondrina-. A mí me gustan los viajes. Por lo tanto, al que me ame, le debe gustar viajar conmigo.
-¿Quieres seguirme? -preguntó por último la Golondrina al Junco.
Pero el Junco movió la cabeza. Estaba demasiado atado a su hogar.
-¡Te has burlado de mí! -le gritó la Golondrina-. Me marcho a las Pirámides. ¡Adiós!
Y la Golondrina se fue.
Voló durante todo el día y al caer la noche llegó a la ciudad.
-¿Dónde buscaré un abrigo? -se dijo-. Supongo que la ciudad habrá hecho preparativos para recibirme.
Entonces divisó la estatua sobre la columnita.
-Voy a cobijarme allí -gritó- El sitio es bonito. Hay mucho aire fresco.
Y se dejó caer precisamente entre los pies del Príncipe Feliz.
-Tengo una habitación dorada -se dijo quedamente, después de mirar en torno suyo.
Y se dispuso a dormir.
Pero al ir a colocar su cabeza bajo el ala, he aquí que le cayó encima una pesada gota de agua.
-¡Qué curioso! -exclamó-. No hay una sola nube en el cielo, las estrellas están claras y brillantes, ¡y sin embargo llueve! El clima del norte de Europa es verdaderamente extraño. Al Junco le gustaba la lluvia; pero en él era puro egoísmo.
Entonces cayó una nueva gota.
-¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? -dijo la Golondrina-. Voy a buscar un buen copete de chimenea.
Y se dispuso a volar más lejos. Pero antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota.
La Golondrina miró hacia arriba y vio… ¡Ah, lo que vio!
Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasados de lágrimas, que corrían sobre sus mejillas de oro.
Su faz era tan bella a la luz de la luna, que la Golondrinita sintióse llena de piedad.
-¿Quién sois? -dijo.
-Soy el Príncipe Feliz.
-Entonces, ¿por qué lloriqueáis de ese modo? -preguntó la Golondrina-. Me habéis empapado casi.
-Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre -repitió la estatua-, no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el Palacio de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín se alzaba una muralla altísima, pero nunca me preocupó lo que había detrás de ella, pues todo cuanto me rodeaba era hermosísimo. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, era yo feliz, si es que el placer es la felicidad. Así viví y así morí y ahora que estoy muerto me han elevado tanto, que puedo ver todas las fealdades y todas las miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más recurso que llorar.
«¡Cómo! ¿No es de oro de buena ley?», pensó la Golondrina para sus adentros, pues estaba demasiado bien educada para hacer ninguna observación en voz alta sobre las personas.
-Allí abajo -continuó la estatua con su voz baja y musical-, allí abajo, en una callejuela, hay una pobre vivienda. Una de sus ventanas está abierta y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa. Su rostro está enflaquecido y ajado. Tiene las manos hinchadas y enrojecidas, llenas de pinchazos de la aguja, porque es costurera. Borda pasionarias sobre un vestido de raso que debe lucir, en el próximo baile de corte, la más bella de las damas de honor de la Reina. Sobre un lecho, en el rincón del cuarto, yace su hijito enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no puede darle más que agua del río. Por eso llora. Golondrina, Golondrinita, ¿no quieres llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal, y no me puedo mover.
-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mis amigas revolotean de aquí para allá sobre el Nilo y charlan con los grandes lotos. Pronto irán a dormir al sepulcro del Gran Rey. El mismo Rey está allí en su caja de madera, envuelto en una tela amarilla y embalsamado con sustancias aromáticas. Tiene una cadena de jade verde pálido alrededor del cuello y sus manos son como unas hojas secas.
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita – dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás conmigo una noche y serás mi mensajera? ¡Tiene tanta sed el niño y tanta tristeza la madre!
-No creo que me agraden los niños -contestó la Golondrina-. El invierno último, cuando vivía yo a orillas del río, dos muchachos mal educados, los hijos del molinero, no paraban un momento en tirarme piedras. Claro es que no me alcanzaban. Nosotras las golondrinas volamos demasiado bien para eso y además yo pertenezco a una familia célebre por su agilidad; mas, a pesar de todo, era una falta de respeto.
Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste que la Golondrinita se quedó apenada.
-Mucho frío hace aquí -le dijo-; pero me quedaré una noche con vos y seré vuestra mensajera.
-Gracias, Golondrinita -respondió el Príncipe.
Entonces la Golondrinita arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe y, llevándolo en el pico, voló sobre los tejados de la ciudad.
Pasó sobre la torre de la catedral, donde había unos ángeles esculpidos en mármol blanco.
Pasó sobre el palacio real y oyó la música de baile.
Una bella muchacha apareció en el balcón con su novio.
-¡Qué hermosas son las estrellas -la dijo- y qué poderosa es la fuerza del amor!
-Querría que mi vestido estuviese acabado para el baile oficial -respondió ella-. He mandado bordar en él unas pasionarias ¡pero son tan perezosas las costureras!
Pasó sobre el río y vio los fanales colgados en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el gueto y vio a los judíos viejos negociando entre ellos y pesando monedas en balanzas de cobre.
Al fin llegó a la pobre vivienda y echó un vistazo dentro. El niño se agitaba febrilmente en su camita y su madre habíase quedado dormida de cansancio.
La Golondrina saltó a la habitación y puso el gran rubí en la mesa, sobre el dedal de la costurera. Luego revoloteó suavemente alrededor del lecho, abanicando con sus alas la cara del niño.
-¡Qué fresco más dulce siento! -murmuró el niño-. Debo estar mejor.
Y cayó en un delicioso sueño.
Entonces la Golondrina se dirigió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.
-Es curioso -observa ella-, pero ahora casi siento calor, y sin embargo, hace mucho frío.
Y la Golondrinita empezó a reflexionar y entonces se durmió. Cuantas veces reflexionaba se dormía.
Al despuntar el alba voló hacia el río y tomó un baño.
-¡Notable fenómeno! -exclamó el profesor de ornitología que pasaba por el puente-. ¡Una golondrina en invierno!
Y escribió sobre aquel tema una larga carta a un periódico local.
Todo el mundo la citó. ¡Estaba plagada de palabras que no se podían comprender!…
-Esta noche parto para Egipto -se decía la Golondrina.
Y sólo de pensarlo se ponía muy alegre.
Visitó todos los monumentos públicos y descansó un gran rato sobre la punta del campanario de la iglesia.
Por todas parte adonde iba piaban los gorriones, diciéndose unos a otros:
-¡Qué extranjera más distinguida!
Y esto la llenaba de gozo. Al salir la luna volvió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz.
-¿Tenéis algún encargo para Egipto? -le gritó-. Voy a emprender la marcha.
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás otra noche conmigo?
-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mañana mis amigas volarán hacia la segunda catarata.Allí el hipopótamo se acuesta entre los juncos y el dios Memnón se alza sobre un gran trono de granito. Acecha a las estrellas durante la noche y cuando brilla Venus, lanza un grito de alegría y luego calla. A mediodía, los rojizos leones bajan a beber a la orilla del río. Sus ojos son verdes aguamarinas y sus rugidos más atronadores que los rugidos de la catarata.
-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles y en un vaso a su lado hay un ramo de violetas marchitas. Su pelo es negro y rizoso y sus labios rojos como granos de granada. Tiene unos grandes ojos soñadores. Se esfuerza en terminar una obra para el director del teatro, pero siente demasiado frío para escribir más. No hay fuego ninguno en el aposento y el hambre le ha rendido.
-Me quedaré otra noche con vos -dijo la Golondrina, que tenía realmente buen corazón-. ¿Debo llevarle otro rubí?
-¡Ay! No tengo más rubíes -dijo el Príncipe-. Mis ojos es lo único que me queda. Son unos zafiros extraordinarios traídos de la India hace un millar de años. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, se comprará alimento y combustible y concluirá su obra.
-Amado Príncipe -dijo la Golondrina-, no puedo hacer eso.
Y se puso a llorar.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te pido.
Entonces la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hacia la buhardilla del estudiante. Era fácil penetrar en ella porque había un agujero en el techo. La Golondrina entró por él como una flecha y se encontró en la habitación.
El joven tenía la cabeza hundida en las manos. No oyó el aleteo del pájaro y cuando levantó la cabeza, vio el hermoso zafiro colocado sobre las violetas marchitas.
-Empiezo a ser estimado -exclamó-. Esto proviene de algún rico admirador. Ahora ya puedo terminar la obra.
Y parecía completamente feliz.
Al día siguiente la Golondrina voló hacia el puerto.
Descansó sobre el mástil de un gran navío y contempló a los marineros que sacaban enormes cajas de la cala tirando de unos cabos.
-¡Ah, iza! -gritaban a cada caja que llegaba al puente.
-¡Me voy a Egipto! -les gritó la Golondrina.
Pero nadie le hizo caso, y al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz.
-He venido para deciros adiós -le dijo.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -exclamó el Príncipe-. ¿No te quedarás conmigo una noche más?
-Es invierno -replicó la Golondrina- y pronto estará aquí la nieve glacial. En Egipto calienta el sol sobre las palmeras verdes. Los cocodrilos, acostados en el barro, miran perezosamente a los árboles, a orillas del río. Mis compañeras construyen nidos en el templo de Baalbeck. Las palomas rosadas y blancas las siguen con los ojos y se arrullan. Amado Príncipe, tengo que dejaros, pero no os olvidaré nunca y la primavera próxima os traeré de allá dos bellas piedras preciosas con que sustituir las que disteis. El rubí será más rojo que una rosa roja y el zafiro será tan azul como el océano.
-Allá abajo, en la plazoleta -contestó el Príncipe Feliz-, tiene su puesto una niña vendedora de cerillas. Se le han caído las cerillas al arroyo, estropeándose todas. Su padre le pegará si no lleva algún dinero a casa, y está llorando. No tiene ni medias ni zapatos y lleva la cabecita al descubierto. Arráncame el otro ojo, dáselo y su padre no le pegará.
-Pasaré otra noche con vos -dijo la Golondrina-, pero no puedo arrancaros el ojo porque entonces os quedaríais ciego del todo.
-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te mando.
Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe y emprendió el vuelo llevándoselo.
Se posó sobre el hombro de la vendedorcita de cerillas y deslizó la joya en la palma de su mano.
-¡Qué bonito pedazo de cristal! -exclamó la niña,y corrió a su casa muy alegre.
Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe.
– Ahora estáis ciego. Por eso me quedaré con vos para siempre.
-No, Golondrinita -dijo el pobre Príncipe-. Tienes que ir a Egipto.
-Me quedaré con vos para siempre -dijo la Golondrina.
Y se durmió entre los pies del Príncipe. Al día siguiente se colocó sobre el hombro del Príncipe y le refirió lo que habla visto en países extraños.
Le habló de los ibis rojos que se sitúan en largas filas a orillas del Nilo y pescan a picotazos peces de oro; de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, vive en el desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que caminan lentamente junto a sus camellos, pasando las cuentas de unos rosarios de ámbar en sus manos; del rey de las montañas de la Luna, que es negro como el ébano y que adora un gran bloque de cristal; de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y a la cual están encargados de alimentar con pastelitos de miel veinte sacerdotes; y de los pigmeos que navegan por un gran lago sobre anchas hojas aplastadas y están siempre en guerra con las mariposas.
-Querida Golondrinita -dijo el Príncipe-, me cuentas cosas maravillosas, pero más maravilloso aún es lo que soportan los hombres y las mujeres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela por mi ciudad, Golondrinita, y dime lo que veas.
Entonces la Golondrinita voló por la gran ciudad y vio a los ricos que se festejaban en sus magníficos palacios, mientras los mendigos estaban sentados a sus puertas.
Voló por los barrios sombríos y vio las pálidas caras de los niños que se morían de hambre, mirando con apatía las calles negras.
Bajo los arcos de un puente estaban acostados dos niñitos abrazados uno a otro para calentarse.
-¡Qué hambre tenemos! -decían.
-¡No se puede estar tumbado aquí! -les gritó un guardia.
Y se alejaron bajo la lluvia.
Entonces la Golondrina reanudó su vuelo y fue a contar al Príncipe lo que había visto.
-Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe-; despréndelo hoja por hoja y dáselo a mis pobres. Los hombres creen siempre que el oro puede hacerlos felices.
Hoja por hoja arrancó la Golondrina el oro fino hasta que el Príncipe Feliz se quedó sin brillo ni belleza.
Hoja por hoja lo distribuyó entre los pobres, y las caritas de los niños se tornaron nuevamente sonrosadas y rieron y jugaron por la calle.
-¡Ya tenemos pan! -gritaban.
Entonces llegó la nieve y después de la nieve el hielo.
Las calles parecían empedradas de plata por lo que brillaban y relucían.
Largos carámbanos, semejantes a puñales de cristal, pendían de los tejados de las casas. Todo el mundo se cubría de pieles y los niños llevaban gorritos rojos y patinaban sobre el hielo.
La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al Príncipe: le amaba demasiado para hacerlo.
Picoteaba las migas a la puerta del panadero cuando éste no la veía, e intentaba calentarse batiendo las alas.
Pero, al fin, sintió que iba a morir. No tuvo fuerzas más que para volar una vez más sobre el hombro del Príncipe.
-¡Adiós, amado Príncipe! -murmuró-. Permitid que os bese la mano.
-Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto, Golondrina -dijo el Príncipe-. Has permanecido aquí demasiado tiempo. Pero tienes que besarme en los labios porque te amo.
-No es a Egipto adonde voy a ir -dijo la Golondrina-. Voy a ir a la morada de la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, ¿verdad?
Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies.
En el mismo instante sonó un extraño crujido en el interior de la estatua, como si se hubiera roto algo.
El hecho es que la coraza de plomo se habla partido en dos. Realmente hacia un frío terrible.
A la mañana siguiente, muy temprano, el alcalde se paseaba por la plazoleta con dos concejales de la ciudad.
Al pasar junto al pedestal, levantó sus ojos hacia la estatua.
-¡Dios mío! -exclamó-. ¡Qué andrajoso parece el Príncipe Feliz!
-¡Sí, está verdaderamente andrajoso! -dijeron los concejales de la ciudad, que eran siempre de la opinión del alcalde.
Y levantaron ellos mismos la cabeza para mirar la estatua.
-El rubí de su espada se ha caído y ya no tiene ojos, ni es dorado -dijo el alcalde- En resumidas cuentas, que está lo mismo que un pordiosero.
-¡Lo mismo que un pordiosero! -repitieron a coro los concejales.
-Y tiene a sus pies un pájaro muerto -prosiguió el alcalde-. Realmente habrá que promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que mueran aquí.
Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota para aquella idea.
Entonces fue derribada la estatua del Príncipe Feliz.
-¡Al no ser ya bello, de nada sirve! -dijo el profesor de estética de la Universidad.
Entonces fundieron la estatua en un horno y el alcalde reunió al Concejo en sesión para decidir lo que debía hacerse con el metal.
-Podríamos -propuso- hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.
-O la mía -dijo cada uno de los concejales.
Y acabaron disputando.
-¡Qué cosa más rara! -dijo el oficial primero de la fundición-. Este corazón de plomo no quiere fundirse en el horno; habrá que tirarlo como desecho.
Los fundidores lo arrojaron al montón de basura en que yacía la golondrina muerta.
-Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad -dijo Dios a uno de sus ángeles.
Y el ángel se llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.
-Has elegido bien -dijo Dios-. En mi jardín del Paraíso este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas.


The Happy Prince and Other Tales, 1888

miércoles, 13 de noviembre de 2019

"Ante la ley" de Franz Kafka







Ante la Ley hay un guardián. Hasta ese guardián llega un campesino y le ruega que le permita entrar a la Ley. Pero el guardián responde que en ese momento no le puede franquear el acceso. El hombre reflexiona y luego pregunta si es que podrá entrar más tarde.


—Es posible —dice el guardián—, pero ahora, no.
Las puertas de la Ley están abiertas, como siempre, y el guardián se ha hecho a un lado, de modo que el hombre se inclina para atisbar el interior. Cuando el guardián lo advierte, ríe y dice:
—Si tanto te atrae, intenta entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda esto: yo soy poderoso.
Y yo soy sólo el último de los guardianes. De sala en sala irás encontrando guardianes cada vez más poderosos. Ni siquiera yo puedo soportar la sola vista del tercero.
El campesino no había previsto semejantes dificultades. Después de todo, la Ley debería ser accesible a todos y en todo momento, piensa. Pero cuando mira con más detenimiento al guardián, consu largo abrigo de pieles, su gran nariz puntiaguda, la larga y negra barba de tártaro, se decide a esperar hasta que él le conceda el permiso para entrar. El guardián le da un banquillo y le permite sentarse al lado de la puerta. Allí permanece el hombre días y años. Muchas veces intenta entrar e importuna al guardián con sus ruegos. El guardián le formula, con frecuencia, pequeños interrogatorios. Le pregunta acerca de su terruño y de muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y al final le repite siempre que aún no lo puede dejar entrar. El hombre, que estaba bien provisto para el viaje, invierte todo —hasta lo más valioso— en sobornar al guardián. Este acepta todo, pero siempre repite lo mismo:
—Lo acepto para que no creas que has omitido algún esfuerzo.
Durante todos esos años, el hombre observa ininterrumpidamente al guardián. Olvida a todos los demás guardianes y aquél le parece ser el único obstáculo que se opone a su acceso a la Ley. Durante los primeros años maldice su suerte en voz alta, sin reparar en nada; cuando envejece, ya sólo murmura como para sí. Se vuelve pueril, y como en esos años que ha consagrado al estudio del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de pieles, también suplica a las pulgas que lo ayuden a persuadir al guardián. Finalmente su vista se debilita y ya no sabe si en la realidad está oscureciendo a
su alrededor o si lo engañan los ojos. Pero en aquellas penumbras descubre un resplandor inextinguible que emerge de las puertas de la Ley. Ya no le resta mucha vida. Antes de morir resume todas las experiencias de aquellos años en una pregunta, que nunca había formulado al guardián. Le hace una seña para que se aproxime, pues su cuerpo rígido ya no le permite incorporarse.
El guardián se ve obligado a inclinarse mucho, porque las diferencias de estatura se han
acentuado señaladamente con el tiempo, en desmedro del campesino.
—¿Qué quieres saber ahora? –pregunta el guardián—. Eres insaciable.
—Todos buscan la Ley –dice el hombre—. ¿Y cómo es que en todos los años que llevo aquí, nadie más que yo ha solicitado permiso para llegar a ella?
El guardián comprende que el hombre está a punto de expirar y le grita, para que sus oídos debilitados perciban las palabras.
—Nadie más podía entrar por aquí, porque esta entrada estaba destinada a ti solamente. Ahora cerraré.

sábado, 2 de noviembre de 2019

Miguel Hernández (Orihuela 1910 - Alicante 1942)



Nanas de la cebolla

La cebolla es escarcha
cerrada y pobre.
Escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla,
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre,
escarchada de azúcar
cebolla y hambre.
Una mujer morena
resuelta en lunas
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete niño
que te traigo la luna
cuando es preciso.
Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.
Es tu risa la espada
más victoriosa,
vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol.
Porvenir de mis huesos
y de mi amor.
Desperté de ser niño:
nunca despiertes.
Triste llevo la boca:
ríete siempre.
Siempre en la cuna
defendiendo la risa
pluma por pluma.
Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.
Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.
Vuela niño en la doble
luna del pecho:
él, triste de cebolla,
tú satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.


Menos tu vientre,

Menos tu vientre,
todo es confuso.
Menos tu vientre,
todo es futuro
fugaz, pasado
baldío, turbio.
Menos tu vientre,
todo es oculto.
Menos tu vientre,
todo inseguro,
todo postrero,
polvo sin mundo.
Menos tu vientre,
todo es oscuro.
Menos tu vientre
claro y profundo.

viernes, 25 de octubre de 2019

José Emilio Tallarico ( 1950-2019 Buenos Aires )



Espejos

Debería acudir más a los espejos,
confiar más en su capacidad
de exhibir esos espacios fabulosos
donde habitan las emanaciones de la luz
y los pertrechos de la sombra.
Una mueca procaz, un monólogo magro
es cuanto puedo concederles,
ellos replican con el paso
de un hombre desvelado en su noche de libros.
Hay un espejo que enmarqué al amparo
de un bricolage compulsivo, está en el living.
Otro, muy pequeño, lo compré porque tenía
una imagen de Lennon que parecía un holograma.
Casi nunca los toco.
Será que ya nos precisamos menos.
La mano está más cerca del saludo nostálgico
que de procurarles brillo.
También la época hizo lo suyo para crear opacidad
y tal vez sea bueno ahora negociar
un saludable desapego.
Redefinir ecos, formas y hechizos.
No sin culpas, claro.




Del libro  El enroque es conmigo (2016)

martes, 8 de octubre de 2019

"La maquina de pensar en Gladys" de Mario Levrero





Antes de acostarme hice la diaria recorrida por la casa, para controlar que todo estuviera en orden; la ventana del baño chico, al fondo, estaba abierta -para que durante la noche se secara la camisa de poliéster que me pondría al día siguiente-; cerré la puerta (para evitar corrientes de aire); en la cocina, la canilla de la pileta goteaba y la apreté, la ventana estaba abierta y la dejé así -cerrando la persiana-; la lata de la basura ya había sido sacada, las tres llaves de la cocina eléctrica estaban en cero, la perilla del control de la heladera marcaba 3 (refrigeración suave) y la botella empezada de agua mineral tenía puesto el tapón hermético, de plástico; en el comedor, el gran reloj tenía cuerda para algunos días más y la mesa había sido levantada; en la biblioteca debí apagar el amplificador, que alguien había dejado encendido, pero el tocadiscos se había apagado en forma automática; el cenicero del sillón había sido vaciado; la máquina de pensar en Gladys estaba enchufada y producía el suave ronroneo habitual; la ventanita alta que da al pozo de aire estaba abierta, y el humo de los cigarrillos del día escapaba, lentamente, por ella; cerré la puerta; en el living hallé una colilla en el suelo; la deposité en el cenicero de pie, que la sirvienta se ocupa de vaciar por las mañanas; en mi dormitorio le di cuerda al despertador, comprobando que la hora que indicaba, coincidía con el reloj pulsera en mi muñeca; y lo puse para que sonara media hora más tarde a la mañana siguiente (porque había decidido suprimir el baño; me sentía un poco resfriado); me acosté y apagué la luz. 
Por la madrugada desperté inquieto, un ruido desacostumbrado me había producido un sobresalto; me ovillé en la cama y me cubrí con las almohadas y me puse las manos en la nuca y esperé el final de todo aquello con los nervios en tensión: la casa se estaba derrumbando. 




viernes, 4 de octubre de 2019

Josefina la cantora de Franz Kafka





Nuestra cantora se llama Josefina. Quien no la ha oído no conoce la potencia del canto. No hay nadie a quien no arrebate su canto: esto debe valorarse porque nuestra raza, en general, no ama la música. La quietud es nuestra música más querida. Nuestra vida es difícil, y no podemos -siquiera cuando tratamos de desprendernos de todos los cuidados diarios- elevarnos hasta cosas tan lejanas como la música. Sin embargo, no nos quejamos: no llegamos a tanto, consideramos que nuestra mayor virtud es una astucia práctica, que por cierto necesitamos con extrema urgencia, y con la sonrisa de esa astucia solemos consolarnos de todo, hasta de añorar la dicha que tal vez produce la música (pero esto no sucede). Pero Josefina es la excepción: ama la música y también sabe comunicarla: es única, y cuando nos deje desaparecerá la música de nuestra vida, quién sabe hasta cuándo. Suelo preguntarme qué sucede realmente con esa música. Puesto que somos nulos para ese arte, cómo comprendemos el canto de Josefina (pero Josefina niega nuestra comprensión, tal vez sólo creamos comprenderla). La respuesta más simple sería que es tan grande la belleza de este canto, que hasta los sentidos más torpes no pueden resistirla, pero esa respuesta no satisface. Si así fuera debería tenerse, de inmediato y siempre ante ese canto, la sensación de que en esa garganta resuena algo que nunca se oyó antes y que podemos oír porque Josefina, y sólo ella, nos capacita para oírlo. Pero justamente, según mi opinión, no sucede así, no siento eso y no he notado que otro sintiera algo parecido. En círculos íntimos, confesarnos abiertamente que el canto de Josefina no es nada extraordinario como canto. ¿Es siquiera un canto? A pesar de que no sentimos la música tenemos tradiciones de canto. En los antiguos tiempos de nuestro pueblo hubo canto, las leyendas lo cuentan y hasta se han conservado canciones que, por cierto, ya nadie puede cantar. Tenemos, pues, cierta noción de canto: a esta noción no corresponde el arte de Josefina. ¿Y es arte, en verdad, o siquiera canto? ¿No es, tal vez, chillido? Por cierto, todos sabemos chillar; es nuestra peculiar expresión vital y no una habilidad artística. Muchos de nosotros chillamos sin darnos cuenta, sin saber siquiera que chillar es una de nuestras características. Si la verdad fuera que Josefina no canta sino chilla, o apenas sobrepasa nuestro común chillido (quizá no alcance su fuerza a la de cualquier trabajador que silba todo el día además de su trabajo), si todo esto, repito, fuera cierto, se refutaría así lo que Josefina presenta como su arte; pero entonces habría que resolver el enigma de su gran efecto. Porque no sólo es un chillido lo que ella emite. Si uno se aleja un poco cuando Josefina canta en medio de otras voces, y uno trata de reconocer la de ella, no se oye sino un chillido vulgar que apenas se distingue por su delicadeza o debilidad. Pero si uno está ante Josefina, no sólo es eso: para sentir su arte es necesario verla además de oírla, y aunque su canto se redujera a nuestro cotidiano chillido, he aquí lo extraño: que uno se prepare solemnemente para hacer un acto vulgar. Cascar una nuez, no es, por cierto, un arte difícil, y por eso nadie osaría convocar un público y para divertirlo se pondría a cascar nueces. Pero si alguien lo hace y tiene éxito, algo habrá en su ejecución por encima de ese arte, dado que todos lo poseemos, y hasta podría convenir al efecto del nuevo cascador mostrarse menos hábil en cascar nueces que la mayoría de nosotros. Tal vez acontece lo mismo con el canto de Josefina: admiramos en ella lo que no admiramos en nosotros; por lo demás, ella está fundamentalmente de acuerdo con nosotros. Yo estaba presente una vez en que alguien, como suele suceder, se refirió tímidamente al chillido popular, y eso bastó para irritar a Josefina. Nunca he visto una sonrisa tan desdeñosa y arrogante como la suya; ella, que en su exterior es la delicadeza personificada (notable por eso hasta en nuestro pueblo, tan rico en tales tipos femeninos); ella, con su gran sensibilidad, advirtió que esa sonrisa era vulgar y se dominó, pero negó toda relación entre su arte y el chillido común. Por los de opinión contraria no tiene sino desprecio y, probablemente, odio inconfesado. Esto no es vanidad, pues tales opositores, entre los que de algún modo me cuento, no la admiramos menos que la multitud, pero a Josefina no le basta la admiración; requiere una admiración especial. Cuando uno está frente a ella, la comprende (sólo desde lejos la atacan: ante ella se sabe que lo que chilla no es chillido). Ya que chillar es uno de nuestros hábitos inconscientes, podría suponerse que también chilla el auditorio de Josefina. Nos sentimos satisfechos por su arte, y chillamos cuando estamos satisfechos; pero su auditorio no chilla, está mudo, calla como si participara en la ansiada paz de la que nuestro chillar nos aparta. ¿Nos extasía su canto o el solemne silencio que rodea su débil voz? Ocurrió, una vez, que una ratita cualquiera se puso inocentemente a chillar mientras Josefina cantaba. Ahora bien: ese chillido era idéntico al que nos hacia oír Josefina. En el escenario, los chillidos aún débiles, pese a la maestría de la cantora; en el público los chillidos involuntarios; era imposible distinguir. Y, sin embargo, silbamos y siseamos en seguida para silenciar a la intrusa, aun cuando no era menester, pues ella misma, al darse cuenta, se hubiera arrastrado fuera, de miedo y vergüenza, mientras Josefina entonaba su chillido triunfal y se enardecía, con los brazos extendidos y el cuello estirado. Por lo demás, ella siempre es así. Cualquier pequeñez, cualquier contingencia, cualquier contrariedad, un crujido del piso, un rechinar de dientes, un defecto de la iluminación, le parecen apropiados para dar realce a su canto. Según ella, todos los oídos son sordos, y aunque no le faltan aprobación y entusiasmo, hace ya mucho que ha renunciado a ser realmente comprendida. Por eso le convienen las interrupciones y molestias: todo lo que desde afuera se opone a la pureza de su canto y que, en lucha fácil o hasta sin lucha, se vence con sólo afrontarlo, puede contribuir a despertar a la multitud y a enseñarle, si no comprensión, un respeto religioso. Si le sirven así las cosas chicas, ¡cuánto más las grandes! Nuestra vida es muy inquieta: cada día nos trae sorpresas, temores, esperanzas, sustos: sería imposible soportarla sin el apoyo de los camaradas; pero aun así es muy difícil. A veces, miles de espaldas tambalean bajo una carga destinada a uno solo. Entonces Josefina cree que llegó su hora. Pronto se halla listo el débil ser, con el pecho vibrando de un modo alarmante, como si reuniera toda su poca fuerza en el canto, como si se desnudara y se entregara por entero a la protección de los espíritus buenos, como si al estar arrobada dentro del canto le quedara tan poca vida fuera de la música, que un leve hálito frío pudiera matarla. Y viendo esto los presentes solemos decir: "Ni siquiera puede chillar bien; es espantoso cómo se violenta, no para cantar -no hablemos ya de cantar- sino para alcanzar más o menos el chillido usual". Así nos parece y, sin embargo, esta impresión inevitable es fugaz y muy pronto nos sumergimos en la sensación de la multitud que, conteniendo el aliento, escucha tímidamente, en cálida proximidad. Y para reunir en torno a ella esta multitud de nuestro pueblo, tan errabundo, a Josefina casi siempre le basta echar la cabeza hacia atrás, poner los ojos en alto y entreabrir la boca: signos que anuncian su intención de cantar. Puede hacer esto donde se le ocurra, aunque sea en un rincón elegido al azar. En seguida cunde la noticia y empieza a acudir la procesión de sus devotos. Pero a veces surgen impedimentos, pues Josefina canta de preferencia en tiempos de excitación, cuando los cuidados y las necesidades nos dispersan por múltiples caminos y entonces, pese a la mejor voluntad del mundo, no podemos reunirnos tan pronto como Josefina lo desea. Y ella permanece algún tiempo en su gran actitud, sin suficiente número de oyentes, y entonces se pone verdaderamente rabiosa, patea el suelo, blasfema de modo poco virginal y hasta muerde. Pero tal conducta ni siquiera daña su fama; en vez de tratar de refrenar sus exageradas pretensiones, todos tratan de satisfacerla secretamente; envían mensajeros por todos los caminos para traer oyentes y se los ve apresurando con sus gestos a los que llegan. Esta faena prosigue hasta reunir un número pasable. ¿Qué impulsa al pueblo a tomarse tanta molestia por Josefina? Es un problema no más fácil de resolver que el mismo canto de Josefina. Se dirá que el pueblo es incondicionalmente adicto de Josefina a causa de su canto. Pero no es este el caso: nuestro pueblo es incapaz de una adhesión incondicional. Es un pueblo que, sobre todo, ama la astucia inocua, la charla infantil e inocente que apenas mueve los labios. Eso lo sabe la misma Josefina, y lo combate con todas las fuerzas de su débil garganta.


Claro está que no debemos ir tan lejos con tales reflexiones. El pueblo está sometido a Josefina, pero hasta cierto punto. Por ejemplo: es incapaz de reírse de ella. Llega a admitir que en Josefina hay mucho de ridículo; pese a todas las miserias de nuestra vida, reímos fácilmente; una leve risa nos es peculiar. Pero de Josefina no nos reímos. Muchas veces me parece que el pueblo concibe su relación con Josefina como si este ser frágil, necesitado de indulgencia, notable de algún modo, según ella misma por el canto, estuviera confiado a él. El motivo no es claro para nadie, pero el hecho es indiscutible. No hay que reírse de lo que nos ha sido confiado. Seria faltar a un deber. La mayor malignidad de que son capaces los más malignos consiste en decir: "La risa se nos acaba cuando vemos a Josefina". Así cuida el pueblo a Josefina, como un padre cuida al hijo que le tiende la mano, no se sabe si para pedir o para exigir. Podría pensarse que nuestro pueblo es incapaz de esos deberes paternales; pero los llena ejemplarmente, a lo menos en este caso; ningún individuo sería capaz de lo que hace el pueblo en conjunto. Por cierto, la diferencia de fuerzas entre todo el pueblo y un individuo es inmensa. Basta que el pueblo hospede a su protegido con el calor de su proximidad para que éste se halle seguro. Claro está que nadie se atreve a tratar estas cosas con Josefina. "La protección de ustedes me tiene sin cuidado", dice ella. "Tienes razón; más bien somos nosotros quienes deberíamos cuidarnos de ti", pensamos para nuestros adentros. Y además, no hay contradicción si ella se nos rebela; son únicamente modos y gratitud infantiles, y modo del padre es no tenerlos en cuenta. Hay otra cosa más difícil de explicar, en las relaciones del pueblo con Josefina. Josefina piensa al contrario que es ella quien protege al pueblo. Y parecería, en efecto, que su canto nos salva de malas situaciones políticas o económicas; cuando no ahuyenta la desgracia, nos da siquiera la fuerza para soportarla. Josefina no lo afirma exactamente, pues habla poco, y es silenciosa si se la compara con nosotros. Pero esta afirmación brilla en sus ojos y se puede leer en su boca cerrada (entre nosotros muy pocos pueden tener la boca cerrada; ella la tiene). A cada mala noticia -y hay períodos en que las malas noticias abundan diariamente, y entre ellas también las falsas y las semiverdaderas- se alza Josefina de inmediato (ella que, en general, se arrastra cansadamente por el suelo), se yergue, estira el cuello y trata de dominar con la mirada su rebaño, como un pastor ante la tormenta. Es verdad que hay niños con pretensiones análogas, pero esas pretensiones no dejan de tener en Josefina más fundamento que en los niños... No nos salva ni nos da ninguna fuerza, por supuesto, y es fácil darse por salvador a posteriori de este pueblo tan acostumbrado a la desgracia, nada indulgente consigo mismo, rápido en tomar decisiones, buen conocedor de la muerte, tan sólo temeroso en apariencia, dentro de la atmósfera de temeridad en que siempre vive y, además, tan fecundo como arriesgado; es fácil -digo- hacer el salvador a posteriori de este pueblo que siempre supo salvarse a sí mismo de uno u otro modo, aunque sea mediante sacrificios que hacen temblar de espanto al investigador histórico (en general, descuidamos por completo la investigación histórica). Y sin embargo, es verdad que en situaciones angustiosas escuchamos mejor que otras veces la voz de Josefina. Las amenazas suspendidas sobre nosotros nos vuelven más quietos, más modestos, más dóciles al mandato de Josefina; con gusto nos reunimos, con gusto nos amontonamos, sobre todo porque el motivo es ahora muy distinto de la tortura dominante. Es como si bebiéramos rápidamente en común -si, hay que apurarse: esto lo olvida Josefina demasiadas veces- todavía una copa de paz antes del combate. Resulta menos un concierto de canto que un mitin popular y un mitin, por cierto, en el cual todos permanecemos mudos, salvo Josefina. La hora es demasiado seria para perderla en charlas. Naturalmente, estas circunstancias no satisfacen a Josefina. A pesar de toda su inquietud y nerviosidad, hay cosas que muchas veces ella no ve (la ciega su engreimiento) y también, sin gran esfuerzo, se le pueden hacer preterir muchas más, pues de esto se encarga un enjambre de aduladores. Pero, cantar inadvertida, en segundo orden, o en un rincón de una asamblea popular, eso nunca. Lo cual no sucede, pues su arte no pasa inadvertido. Aunque en el fondo estamos ocupados en otra cosa, y no sólo a causa del canto guardamos silencio, y muchos ni siquiera la miran, hundiendo el hocico en el pellejo del vecino, y Josefina allá arriba parece agitarse en vano, es indudable que algo de su chillido nos alcanza. Este chillido que se eleva sobre el obligado silencio general, es casi un mensaje del pueblo al individuo. El tenue chillar de Josefina, en medio de las graves decisiones, es casi como la miserable existencia de nuestro pueblo en medio del tumulto enemigo. Josefina se afirma y se abre camino hasta nosotros. Reconforta pensar que se afirma esa ninguna voz, esa ninguna destreza. Si pudiera existir entre nosotros un verdadero artista del canto, no lo soportaríamos en tales momentos. De una manera unánime, rechazaríamos su concierto como una insensatez. Esperemos que Josefina no descubra que el solo hecho de oírla nosotros es una prueba en contra de su canto. Ella, sin duda, lo vislumbra. Por eso niega con tanto ardor que la escuchamos; sin embargo, vuelve siempre a cantar, a diluirse en su chillido, más allá de esta sospecha. Pero siempre tendrá un consuelo: la escuchamos quizá del mismo modo con que se escucha a un artista del canto. Y Josefina consigue efectos que un gran artista tratarla en vano de alcanzar y que corresponden, precisamente, a sus precarios medios vocales. Esto se debe, sobre todo, a nuestro modo de vivir. En nuestro pueblo se ignora la juventud. Apenas se conoce una mínima niñez. Es cierto que garantizamos a los niños una libertad especial, que debemos reconocer su derecho a cierta negligencia y a cierta travesura y ayudarlos un poco; nada más plausible que tales exigencias: todos las reconocen; pero nada menos admisible en la realidad a nuestra vida, y los esfuerzos que hacemos en tal sentido son efímeros. Entre nosotros, en cuanto un niño puede corretear un poco y enterarse de lo que lo rodea, ya tiene que ganarse la vida como un adulto. Los distritos en que vivimos dispersos, por razones económicas, son demasiado grandes. Nuestros enemigos son tan numerosos y los peligros que nos acechan tan incalculables, que no podemos mantener a los niños alejados de esta lucha por la vida. Si no lucharan, ellos también morirían. A estas causas tristes se añade otra, muy relevante: la fecundidad de nuestra raza. Una generación empuja a la otra; LOS NIÑOS NO TIENEN TIEMPO de ser niños. En los demás pueblos, los niños son criados con especial esmero y aunque se erijan escuelas y de ellas salgan torrentes, siempre, durante algún tiempo, son los mismos niños quienes se forman allí. Nosotros no tenemos escuelas, y de nuestro pueblo, a cortísimos intervalos, mandan bandadas incontables de niños, siseando o pipiando hasta que pueden chillar; revolcándose o rodando bajo la presión del montón, hasta que  pueden andar solos; arrollando torpemente con su masa todo lo que encuentran, hasta que pueden ver. Y no como los niños de las escuelas, que siempre son los mismos. No, siempre nuevos, sin fin, sin interrupción. Apenas aparece un niño ya no es niño, y lo empujan los nuevos hocicos, indistinguibles su multitud y premura. Por bello que esto sea y por mucho que otros nos envidien, no nos es permitido dar a nuestros niños una verdadera niñez. Eso trae consecuencias: una perpetua y arraigada puerilidad penetra nuestro pueblo. En contraste directo con nuestra mejor condición, que es el entendimiento práctico, obramos muchas veces del modo más tonto, justamente como los niños, derrochadores irreflexivos y generosos. Y aunque nuestra alegría ya no puede conservar la fuerza de la alegría infantil, algo nos queda, sin duda. Hace tiempo que Josefina aprovecha esta puerilidad. Pero nuestro pueblo no sólo es infantil; también es prematuramente viejo. No tenemos juventud, somos adultos en seguida, y permaneceremos adultos durante tanto tiempo que cierta desesperación y cierto cansancio dejan su huella en el carácter aplicado y optimista de nuestro pueblo. Esa es tal vez la causa de nuestra falta de musicalidad. Sois demasiado viejos para la música: su agitación, su vuelo no convienen nuestra pesadez. Cansados, la rechazamos con el gesto: nos hemos reducido a chillar. Nos bastan unos pocos chillidos, de tiempo en tiempo. Es posible que no haya talentos musicales entre nosotros, pero, de haberlos, el carácter de nuestras gentes los suprimiría antes de la madura Josefina, en cambio, puede chillar o cantar o como ella quiera llamarlo. Eso no nos molesta. Lo soportamos bien. Si hay alguna música en sonidos que emite, esa música es mínima. Una cierta tradición musical se conserva de este modo, sin que nos pese. En sus conciertos, tan sólo los muy jóvenes se interesan por la cantante, la miran con asombro cuando ella mueve los labios y expulsa el aire entre los menudos incisivos, embelesada con sus propios tonos. Languidece y utiliza este caimiento pasa destacar nuevas habilidades cada vez menos comprensibles, hasta para ella misma. Pero la multitud se mantiene recogida y en suspenso. Soñamos en las escasas treguas de la lucha; es como si a uno se le aflojaran las piernas, es como si pudiéramos, una vez, echarnos y relajarnos en la cálida cama del pueblo. Y en medio del sueño, de vez en cuando, se oye el chillar de Josefina. Ella dice que es chispeante. A nosotros nos parece fastidioso. En esta música hay algo de nuestra pobre y corta niñez, algo de la dicha perdida que ya no encontraremos. Pero también hay algo de nuestra activa vida presente, de su vivacidad pequeña, incomprensible y, sin embargo, tan pertinaz. Todo esto no se expresa con una gran voz, sino muy despacio. Bisbiseando en confianza, muchas veces con ronquera, a fuerza de chillidos, por mortecinos que sean, puesto que así es la lengua de nuestro pueblo, sólo que muchos chillan toda la vida y ni siquiera lo advierten. Aquí, al contrario, el chillido está liberado de las ataduras de la vida cotidiana y nos libera también, aunque sea por un momento. En verdad, nos apenaría dejar de oír estos conciertos. Pero de esto a la afirmación de Josefina de que su música infunde nuevas fuerzas, hay una gran distancia. Hablo, bien entendido, del común de las gentes y no de algunos partidarios incondicionales. "¿Cómo podría ser de otro modo?" dicen con arrogancia estos últimos. "¿Cómo podría explicarse la gran concurrencia, sobre todo en momentos de grave e inmediato peligro y que ha estorbado, más de una vez, nuestra oportuna defensa contra ese mismo peligro?" Por desgracia, esto último es verdad, y no es precisamente un título de gloria para Josefina, sobre  todo si consideramos que muchas veces el enemigo dispersó nuestras reuniones, matando a muchos de los nuestros, y que Josefina, la culpable de todo -tal vez atrajo al enemigo con su chillar-, se reservó siempre el lugar más seguro y desapareció la primera, con la complicidad de sus partidarios. Todos lo sabemos, y sin embargo, nos apresuramos a rodearla cada vez que vuelve a cantar. De aquí podría deducirse que Josefina está por encima de la ley, que se le permite hacer lo que quiere, aunque perjudique a la comunidad, y que todo se le perdona. Si así fuera, se explicarían las pretensiones de Josefina. Hasta podría verse en esta libertad que le da su pueblo, en este regalo extraordinario y, por cierto, contrario a las leyes, nunca otorgado a otro, el reconocimiento de que su pueblo como ella afirma no la entiende, se asombra y pasma ante su arte y sintiéndose indigno de ella, trata de compensar con un favor supremo que llega a la muerte, las penas que le causa con su incomprensión. Así como el arte de Josefina está fuera del alcance general, el pueblo coloca también fuera del poder de sus órdenes a la persona de Josefina y a sus caprichos: en lo pequeño, tal vez así suceda, tal vez el pueblo capitule demasiado pronto ante Josefina. Pero no es su adicto incondicional. Desde hace mucho, quizá desde el principio de su carrera, Josefina lucha para que no la obliguen a trabajar; deberían eximiría, por lo tanto, de toda preocupación económica. Un entusiasta fácil -entre nosotros hubo algunos- podría pensar que el solo hecho de formular pretensión semejante, la justifica. Pero así no lo entiende nuestro pueblo y rechaza con calma la pretensión de la cantora. Tampoco se esfuerza mucho en refutar los fundamentos de la demanda. Josefina, por ejemplo, hace notar que los esfuerzos del trabajo dañan la voz; que el trabajo la priva de toda posibilidad de descansar después del canto y de fortalecerse para la próxima función; que en esa forma se agota por completo y no puede alcanzar su capacidad máxima. El pueblo la escucha y pasa a otro asunto. Este pueblo, tan fácil de conmover, sabe también mostrarse insensible. El rechazo es a veces tan terminante que la misma Josefina se sorprende y parece entrar en razón. Entonces trabaja como es debido, canta lo mejor que puede. Pero luego vuelve a la carga. En el fondo se ve claro que Josefina no desea de verdad lo que pretende. Es razonable, no le teme al trabajo -temor desconocido entre nosotros- y además, si le otorgaran lo que exige, seguiría viviendo como de costumbre: el trabajo no le impediría cantar; el canto no sería más bello. Lo que Josefina desea es el reconocimiento público, unánime, imperecedero, de su arte. Esto, aunque todo lo demás parezca accesible, fracasa tenazmente. Quizá le hubiera convenido encarar la cuestión por otro lado; quizá ella misma reconoce el error. Pero no puede echarse atrás. Le parecería una deslealtad consigo misma; está obligada a seguir hasta la victoria o la muerte. Si fuera verdad que tiene enemigos, podrían divertirse con esta lucha; pero no tiene enemigos, y aun cuando la critican, esta lucha no divierte a nadie. El pueblo se muestra en fría actitud de juez. En el rechazo del pueblo, como en la pretensión de Josefina, lo significativo no es el asunto sino el hecho de que seamos implacables con una persona a quien, por otra parte, protegemos paternalmente. Si en vez del pueblo se tratara de un individuo, podría creerse que éste había ido cediendo ante los ardientes pedidos de Josefina, hasta cansarse al fin y poner coto a las concesiones; se podría creer también que han accedido a todas sus exigencias para provocar una última exigencia desaforada y poder rechazarla.
Pero el pueblo no necesita de tales astucias y su veneración por Josefina es sincera y probada; además, la vanidad de Josefina es tan fuerte que hasta un niño hubiera previsto el resultado; sin embargo puede ser que dada la idea que Josefina se ha hecho del asunto, tales suposiciones estén también en juego y añadan amargura a su dolor. Pero aunque ella suponga esas cosas, no se deja espantar y en los últimos tiempos aguzó la lucha; si antes luchaba de palabra ahora empieza a usar otros medios, según ella, más eficaces, pero según nosotros más peligrosos para ella misma. Muchos creen que Josefina se pone tan apremiante porque se está sintiendo vieja, la voz muestra fallas, y le parece urgente librar el último combate para ser definitivamente reconocida. No lo creo. Josefina no sería ella si esto fuera verdad. Para ella no hay ni vejez ni debilitamiento de la voz. Cuando pretende algo no es por motivos superficiales sino por lógica íntima. Extiende la mano hacia la corona más alta; si dependiera de ella, la colgaría más alto aun. Este desprecio por las dificultades externas no le impide emplear los medios más indignos. Su derecho le parece indiscutible. Juzga, además, que los medios dignos fracasarían en este mundo. Quizá por eso mismo ha desplazado la lucha hacia otro terreno, menos importante para ella. Su séquito ha hecho circular dichos suyos, según los cuales es capaz de cantar de tal modo que diera placer a todo el pueblo. Pero, añade Josefina, no hay que adular al vulgo: las cosas han de quedar como están. Así, por ejemplo se difundió el rumor de que Josefina tiene intención, si no la complacen de abreviar los trinos. Yo no entiendo nada de trinos y nunca los he notado en su canto. Pero Josefina quiere abreviar los trinos, no suprimirlos, sólo abreviarlos. Ha publicado su amenaza; yo, por mi parte, no he notado ninguna diferencia entre sus recitales de ahora y los de antes. El pueblo escucha como siempre sin manifestarse en cuanto a los trinos, y no ha cambiado su conducta hacia las pretensiones de Josefina. El modo de pensar de Josefina, como su figura, tiene algo de gracioso. Así, por ejemplo, como si su decisión respecto a los trinos fuera demasiado implacable, declaró después que en lo sucesivo volvería a cantar sus trinos completos. Pero en el otro concierto lo repensó y resolvió que los grandes trinos se habían acabado y no volverían sino por una decisión favorable a ella. El pueblo signe benévolo, pero inaccesible, como un adulto preocupado que no escucha las palabras de un niño. Pero Josefina no cede. Hace poco afirmó que en el trabajo se había hecho una lastimadura que le impedía estar de pie durante el canto; como sólo se puede cantar de pie, ahora debe abreviar sus cantos. Aunque renquea y se deja sostener por su séquito, nadie cree en su lastimadura; aun teniendo en cuenta la especial sensibilidad de su cuerpo, no hay que olvidar que Josefina pertenece a un pueblo de trabajadores; si por cada raspadura en la piel nos pusiéramos a renquear, todo el pueblo andaría con muletas. Pero que la lleven como inválida, que se exhiba en ese estado lamentable, no importa; el pueblo oye agradecido su canto y no hace mucho caso de la abreviación de los trinos. Como no puede cojear perpetuamente, inventa otras cosas: cansancio, debilidad, mal humor. Estamos condenados a ver al séquito de Josefina suplicándole cantos. La consuelan, la halagan, la llevan casi en andas al lugar elegido. Al fin consiente con lágrimas inexplicables; pero cuando va a empezar, con los brazos no abiertos como otras veces, sino colgantes -lo que hace que parezcan cortos-, cuando quiere entonar, un estremecimiento involuntario la irrumpe y se desploma ante nuestra vista. Luego se domina con energía y canta, creo que más o menos como siempre; quizá el que note los más finos matices, distinga una ligera excitación que la favorece. Al final parece menos cansada que antes: camina segura, si es lícito hablar así de huidizo pataleo, y se aleja rechazando toda ayuda de sus cortesanos y desafiando con mirada fría la multitud respetuosa que le abre paso. Sin embargo, la última vez que se esperaba su canto, Josefina desapareció. Ahora no sólo la busca su séquito; muchos se enrolan en la busca; Josefina ha desaparecido, no quiere cantar ni quiere que se lo pidan; ahora nos ha abandonado por completo. Es extraño lo mal que calcula esa astuta, tan mal que uno creería que no calcula, sino que está llevada por la corriente de su destino, que nuestro mundo sólo puede ser triste. Ella misma se aparta del canto, ella misma destruye el poder que había conseguido. ¿Cómo logró ese poder, ya que tan mal conoce a su pueblo? Se oculta y no canta; pero el pueblo, tranquilo, sin desilusión visible, señoril, una masa descansando en sí misma, que formalmente, aunque la apariencia sea contraria, sólo puede dar regalos, nunca recibirlos, ni aun de Josefina, este pueblo -repito- sigue su camino. Pero Josefina debe de estar en decadencia. Pronto vendrá el momento en que sonará su último chillido y quede muda para siempre. Josefina es un episodio en la historia eterna de nuestro pueblo, y este pueblo superará la pérdida. No nos será fácil; ¿cómo serán posibles las asambleas en completo silencio? Pero, ¿no eran silenciosas también con Josefina? ¿Era su chillar efectivo, notablemente más fuerte y vivaz de lo que será en el recuerdo? ¿Acaso, en vida, era más que un mero recuerdo? ¿O habremos enaltecido el canto de Josefina porque era imperdible? Quizá nosotros no perdamos mucho; pero Josefina, redimida de los afanes terrestres, a los que, según ella, están predestinados los elegidos, se perderá jubilosa entre la innumerable multitud de los seres de nuestro pueblo, y pronto, ya que no nos interesa la historia, entrará, como todos sus hermanos, en la exaltada liberación del olvido.

miércoles, 2 de octubre de 2019

Historia de Abdula, el mendigo ciego de Las mil y una noches





El mendigo ciego que había jurado no recibir ninguna limosna que no estuviera acompañada de una bofetada, refirió al Califa su historia:
-Comendador de los Creyentes, he nacido en Bagdad. Con la herencia de mis padres y con mi trabajo, compré ochenta camellos que alquilaba a los mercaderes de las caravanas que se dirigían a las ciudades y a los confines de tu dilatado imperio.
Una tarde que volvía de Bassorah con mi recua vacía, me detuve para que pastaran los camellos; los vigilaba, sentado a la sombra de un árbol, ante una fuente, cuando llegó un derviche que iba a pie a Bassorah. Nos saludamos, sacamos nuestras provisiones y nos pusimos a comer fraternalmente. El derviche, mirando mis numerosos camellos, me dijo que no lejos de ahí, una montaña recelaba un tesoro tan infinito que aun después de cargar de joyas y de oro los ochenta camellos, no se notaría mengua en él. Arrebatado de gozo me arrojé al cuello del derviche y le rogué que me indicara el sitio, ofreciendo darle en agradecimiento un camello cargado. El derviche entendió que la codicia me hacía perder el buen sentido y me contestó:
-Hermano, debes comprender que tu oferta no guarda proporción con la fineza que esperas de mí. Puedo no hablarte más del tesoro y guardar mi secreto. Pero te quiero bien y te haré una proposición más cabal. Iremos a la montaña del tesoro y cargaremos los ochenta camellos; me darás cuarenta y te quedarás con otros cuarenta, y luego nos separaremos, tomando cada cual su camino.
Esta proposición razonable me pareció durísima, veía como un quebranto la pérdida de los cuarenta camellos y me escandalizaba que el derviche, un hombre harapiento, fuera no menos rico que yo. Accedí, sin embargo, para no arrepentirme hasta la muerte de haber perdido esa ocasión.
Reuní los camellos y nos encaminamos a un valle rodeado de montañas altísimas, en el que entramos por un desfiladero tan estrecho que sólo un camello podía pasar de frente.
El derviche hizo un haz de leña con las ramas secas que recogió en el valle, lo encendió por medio de unos polvos aromáticos, pronunció palabras incomprensibles, y vimos, a través de la humareda, que se abría la montaña y que había un palacio en el centro. Entramos, y lo primero que se ofreció a mi vista deslumbrada fueron unos montones de oro sobre los que se arrojó mi codicia como el águila sobre la presa, y empecé a llenar las bolsas que llevaba.
El derviche hizo otro tanto, noté que prefería las piedras preciosas al oro y resolví copiar su ejemplo. Ya cargados mis ochenta camellos, el derviche, antes de cerrar la montaña, sacó de una jarra de plata una cajita de madera de sándalo que según me hizo ver, contenía una pomada, y la guardó en el seno.
Salimos, la montaña se cerró, nos repartimos los ochenta camellos y valiéndome de las palabras más expresivas le agradecí la fineza que me había hecho, nos abrazamos con sumo alborozo y cada cual tomó su camino.
No había dado cien pasos cuando el numen de la codicia me acometió. Me arrepentí de haber cedido mis cuarenta camellos y su carga preciosa, y resolví quitárselos al derviche, por buenas o por malas. El derviche no necesita esas riquezas -pensé-, conoce el lugar del tesoro; además, está hecho a la indigencia.
Hice parar mis camellos y retrocedí corriendo y gritando para que se detuviera el derviche. Lo alcancé.
-Hermano -le dije-, he reflexionado que eres un hombre acostumbrado a vivir pacíficamente, sólo experto en la oración y en la devoción, y que no podrás nunca dirigir cuarenta camellos. Si quieres creerme, quédate solamente con treinta, aun así te verás en apuros para gobernarlos.
-Tienes razón -me respondió el derviche-. No había pensado en ello. Escoge los diez que más te acomoden, llévatelos y que Dios te guarde.
Aparté diez camellos que incorporé a los míos, pero la misma prontitud con que había cedido el derviche, encendió mi codicia. Volví de nuevo atrás y le repetí el mismo razonamiento, encareciéndole la dificultad que tendría para gobernar los camellos, y me llevé otros diez. Semejante al hidrópico que más sediento se halla cuanto más bebe, mi codicia aumentaba en proporción a la condescendencia del derviche. Logré, a fuerza de besos y de bendiciones, que me devolviera todos los camellos con su carga de oro y de pedrería. Al entregarme el último de todos, me dijo:
-Haz buen uso de estas riquezas y recuerda que Dios, que te las ha dado, puede quitártelas si no socorres a los menesterosos, a quienes la misericordia divina deja en el desamparo para que los ricos ejerciten su caridad y merezcan, así, una recompensa mayor en el Paraíso.
La codicia me había ofuscado de tal modo el entendimiento que, al darle gracias por la cesión de mis camellos, sólo pensaba en la cajita de sándalo que el derviche había guardado con tanto esmero.
Presumiendo que la pomada debía encerrar alguna maravillosa virtud, le rogué que me la diera, diciéndole que un hombre como él, que había renunciado a todas las vanidades del mundo, no necesitaba pomadas.
En mi interior estaba resuelto a quitársela por la fuerza, pero, lejos de rehusármela, el derviche sacó la cajita del seno, y me la entregó.
Cuando la tuve en las manos, la abrí. Mirando la pomada que contenía, le dije:
-Puesto que tu bondad es tan grande, te ruego que me digas cuáles son las virtudes de esta pomada.
-Son prodigiosas -me contestó-. Frotando con ella el ojo izquierdo y cerrando el derecho, se ven distintamente todos los tesoros ocultos en las entrañas de la tierra. Frotando el ojo derecho, se pierde la vista de los dos.
Maravillado, le rogué que me frotase con la pomada el ojo izquierdo.
El derviche accedió. Apenas me hubo frotado el ojo, aparecieron a mi vista tantos y tan diversos tesoros, que volvió a encenderse mi codicia. No me cansaba de contemplar tan infinitas riquezas, pero como me era preciso tener cerrado y cubierto con la mano el ojo derecho, y esto me fatigaba, rogué al derviche que me frotase con la pomada el ojo derecho, para ver más tesoros.
-Ya te dije -me contestó- que si aplicas la pomada al ojo derecho, perderás la vista.
-Hermano -le repliqué sonriendo- es imposible que esta pomada tenga dos cualidades tan contrarias y dos virtudes tan diversas.
Largo rato porfiamos; finalmente, el derviche, tomando a Dios por testigo de que me decía la verdad, cedió a mis instancias. Yo cerré el ojo izquierdo, el derviche me frotó con la pomada el ojo derecho. Cuando los abrí, estaba ciego.
Aunque tarde, conocí que el miserable deseo de riquezas me había perdido y maldije mi desmesurada codicia. Me arrojé a los pies del derviche.
-Hermano -le dije-, tú que siempre me has complacido y que eres tan sabio, devuélveme la vista.
-Desventurado -me respondió-, ¿no te previne de antemano y no hice todos los esfuerzos para preservarte de esta desdicha? Conozco, sí, muchos secretos, como has podido comprobar en el tiempo que hemos estado juntos, pero no conozco el secreto capaz de devolverte la luz. Dios te había colmado de riquezas que eras indigno de poseer, te las ha quitado para castigar tu codicia.
Reunió mis ochenta camellos y prosiguió con ellos su camino, dejándome solo y desamparado, sin atender a mis lágrimas y a mis súplicas. Desesperado, no sé cuántos días erré por esas montañas; unos peregrinos me recogieron.