domingo, 28 de julio de 2019

Osvaldo , creer o reventar

Creer o reventar

Aunque este mundo se parezca a un caos (mi propia vida, sin ir más lejos) creo que hay un orden secreto. Un orden que el pensamiento, incansable, trata de descifrar, y que los poetas descubren cada vez que escriben un poema, ese pequeño cosmos en miniatura. Desde luego, si hay un orden, esta idea me lleva a la idea de un Dios que junta estas cosas, como las palabras en un poema, cuyo sentido profundo,-como es lógico- ninguno de nosotros puede comprender. No importa. Ese orden está ahí, para que creamos en él, o para que no creamos. En mi caso, con el solo hecho de ponerme a escribir poesía, me di cuenta que soy un creyente. Puedo entender que la ausencia de mi padre me haya dejado tan desquiciado, tan solo, que busqué un sustituto. Un Dios que guardara todo en su memoria y que fuera extremadamente comprensivo conmigo (y con todas las cosas del universo). Y desde luego, que siempre estuviera... Aun así, esta simple sustitución de una imagen por otra, no justifica la fe. Creer o reventar, decía mi abuela Amalia, y yo creo y no reviento.; todo lo contrario. De ahí que la idea de Dios aparezca todo el tiempo en los últimos poemas que escribí, junto con los muchachos (los chicos malos) que van y vienen, se acercan y se alejan, sin mucha explicación. O con una explicación que sólo Dios tiene, y vaya uno a saber cuál es. Aunque se trate nada más que de una figura poética. A mí me tranquiliza. Que haya un orden secreto para todas las cosas, aunque yo no lo vea, y nadie lo vea en realidad. Y que nada se pierda, nada se olvide en este libro infinito, que lo registra todo. Aunque el olvido sea una de las posibilidades más hermosas que haya inventado cualquier Dios: que cada cosita esté guardada en esa memoria mágica y universal. Se llame como se llame. A mi me gusta llamarla Dios. Qué le voy hacer, soy así.

Osvaldo

no registre el apellido del autor ....

sábado, 27 de julio de 2019

Ambrose Bierce ( Muerto en Resaca )



El mejor soldado de nuestro estado mayor era el teniente Herman Brayle, uno de los dos ede
canes. No recuerdo de dónde lo sacó el general, creo que de algún regimiento de Ohio. Ninguno de nosotros lo conocía, pero eso no era extraño, pues no había ni dos de nosotros que hubiéramos venido del mismo estado, y ni siquiera de estados contiguos. El general parecía pensar que había que reflexionar muy cuidadosamente a la hora de conceder la distinción de un puesto en su estado mayor, para no ocasionar celos regionales que pusieran en peligro la integridad de aquella parte de la Nación que todavía seguía unida. No elegía oficiales de su propio mando y hacía malabarismos en los servicios del cuartel general para obtenerlos de otras brigadas. En estas circunstancias, los servicios de un hombre tenían que ser, en verdad, muy relevantes, para que se extendieran al ámbito de su familia y de sus amigos de juventud. De todos modos, la «voz de la trompeta de la fama» había enronquecido un poco por exceso de locuacidad.
El teniente Brayle medía más de metro noventa de altura y poseía una espléndida constitución. Tenía el cabello claro y los ojos azul grisáceos que en los hombres de su talla suelen asociarse a un valor y entereza de primera magnitud. Solía vestir el uniforme completo, especialmente en acción, mientras la mayoría de los oficiales se contentaba con lucir un atuendo menos rimbombante, por lo cual su figura resultaba llamativa e impresionante. Como todo el resto, tenía las maneras de un caballero, una mente cultivada y un corazón de león. Tenía alrededor de treinta años.
Pronto todos empezamos a sentir por Brayle tanto simpatía como admiración, y con sincero disgusto observamos, durante la batalla de Stone’s River -nuestro primer combate desde que él se unió a nosotros-, que poseía uno de los defectos más criticables e indignos de un militar: se envanecía de su valentía. En el transcurso de las vicisitudes y alternancias de aquel odioso enfrentamiento, tanto cuando nuestras tropas se batían en los campos abiertos de algodón, o en los bosques de cedros, como cuando lo hacían detrás del terraplén del ferrocarril, él no se puso ni una vez a cubierto, hasta que se lo ordenó expresamente el general, que normalmente tenía otras cosas en qué pensar que en las vidas de los oficiales de su estado mayor, o en la de sus hombres, por el mismo motivo.
En los combates siguientes, mientras Brayle estaba con nosotros, ocurrió lo mismo. Permanecía sentado en su caballo como una estatua ecuestre, entre una tormenta de balas y metralla, en los puntos más expuestos, dondequiera que su deber, requiriéndole acudir, le permitiera permanecer. Sin embargo, sin ningún problema y en beneficio de su reputación de hombre con sensatez, hubiera podido situarse a resguardo, en la medida de lo posible, en esos breves momentos de inacción personal que se dan en una batalla.
Su comportamiento era el mismo cuando andaba a pie, por necesidad o por deferencia a su comandante y a sus compañeros apeados. Se erguía como una roca en campo descubierto, cuando oficiales y soldados se ponían a cubierto. Mientras hombres de más edad y más años de servicio, con más alto rango y con incuestionable coraje, preservaban sensatamente, tras alguna colina, sus vidas, infinitamente valiosas para el servicio del país, aquel hombre se colocaba en la cima de la colina, igualmente ocioso en aquel momento que sus compañeros, pero dando la cara en la dirección del fuego más nutrido.
Cuando los combates se desarrollan en campo abierto, a menudo sucede que los soldados confrontados, que se enfrentan entre ellos durante horas a la simple distancia de una pedrada, se aprietan contra la tierra como si estuvieran enamorados de ella. Los mismos oficiales, en los puestos asignados, se aplastan contra el suelo, y los oficiales superiores, cuando han matado a sus caballos o los han enviado a la retaguardia, se agazapan evitando la bóveda infernal de silbidos de plomo y aullidos de acero, sin pensar en su dignidad.
En tales circunstancias, la vida de un oficial del estado mayor de brigada no es, evidentemente, «una vida feliz»; tanto por su precaria duración como por los nerviosos cambios emocionales a que está expuesto. De una posición de relativa seguridad -de la que un civil, sin embargo, consideraría que sólo puede salvarse «de milagro»- puede ser enviado a transmitir una orden al coronel de algún regimiento situado en el frente de combate; una persona poco visible en ese momento y difícil de encontrar sin una intensa búsqueda entre hombres preocupados por otras cosas, en una madriguera en que tanto preguntas como respuestas se realizan por señales. En esos casos, se acostumbra a bajar la cabeza y a escabullirse galopando a toda prisa, pues el mensajero se ha convertido en un objeto de extraordinario interés para miles de maravillados tiradores. A la vuelta… bueno, no suele haber vuelta.
La actuación de Brayle era muy distinta. Confiaba su caballo al cuidado de su asistente -amaba mucho a su caballo- y se encaminaba muy tranquilo a cumplir su peligroso mandato, sin volverse nunca, fascinando las miradas de todos con su espléndida figura realzada por el uniforme. Lo observábamos conteniendo la respiración y con el corazón en la boca. En una de estas ocasiones, un compañero de nuestras filas se emocionó tanto que me gritó:
-Te a-apuesto d-dos d-dólares a que lo m-matan antes de que llegue a-al f-foso.
No acepté la brutal apuesta, porque yo también estaba seguro de que lo matarían.
Pero permítanme hacer justicia a la memoria de un hombre valiente. De todas las veces que exponía inútilmente su vida, no hacía después la menor baladronada ni el subsiguiente relato de sus hazañas. En las pocas ocasiones en que alguno de nosotros se había aventurado a reprenderlo, Brayle había sonreído amablemente y había dado una respuesta cortés pero firme, que no alentaba a proseguir con el tema. Un día le habló al capitán:
-Capitán, si alguna vez sufro un percance por olvidar sus consejos, espero que su querida voz me reconforte en mis últimos momentos murmurándome al oído las benditas palabras: «Ya se lo dije… »
Nos reímos del capitán, sin que hubiéramos sabido explicar por qué. Cuando aquella tarde le dispararon, hasta casi hacerlo pedazos en una emboscada, Brayle permaneció junto a su cuerpo mucho tiempo, colocando bien sus miembros con extrema delicadeza… ¡allí, en medio de un camino barrido por ráfagas de metralla y botes de humo! Es fácil censurar este tipo de cosas y no muy difícil abstenerse de imitarlas, pero es imposible no respetarlas. Y Brayle no era menos apreciado por aquella debilidad, que se expresaba de modo tan heroico. Deseábamos que no hiciera locuras, pero perseveró en su actitud hasta el final, resultando a veces gravemente herido, pero retornando siempre al cumplimiento de su deber, cuando estaba repuesto.
Por supuesto, al fin le llegó el momento. Aquel que ignora la ley de las probabilidades desafía a un adversario invencible. Fue en Resaca, en Georgia, durante el transcurso de una maniobra que resultó en la toma de Atlanta. Enfrente de nuestra brigada, las trincheras enemigas se extendían por campos abiertos a lo largo de la suave cima de una colina. Estábamos muy próximos a ellas, en el sotobosque, en cada extremo de este campo abierto, pero no albergábamos esperanzas de ocupar aquel claro hasta la noche, en que la oscuridad nos permitiría abrirnos camino como topos y surgir de las madrigueras. Nuestra línea se encontraba en el límite del bosque, a medio kilómetro del enemigo. Más o menos formábamos una especie de semicírculo en el que la línea enemiga quedaba como la cuerda del arco.
-Teniente, vaya a decir al coronel Ward que se acerque tanto como pueda, manteniéndose a cubierto, y que no malgaste munición en disparos innecesarios. Puede usted dejar su caballo.
Cuando el general impartió esta orden, nos encontrábamos en el margen del bosque, en el extremo derecho de aquel arco. El coronel Ward se hallaba en el extremo izquierdo. La sugerencia, hecha por el general, de dejar el caballo, significaba, obviamente, que Brayle debía tomar el camino más largo, a través del bosque y por en medio de los hombres. En realidad, era una sugerencia innecesaria. Ir por el camino más corto suponía fracasar con toda seguridad en la entrega del mensaje. Antes de que nadie hubiera podido interponerse, Brayle cabalgaba a medio galope por el campo abierto y de las trincheras enemigas surgía un fuego crepitante.
-¡Paren a ese maldito loco! -aulló el general.
Un soldado raso de la escolta, con más ambición que cerebro, espoleó al caballo hacia delante para obedecer, y en diez metros él y su caballo quedaron muertos en el campo del honor.
Brayle estaba ya fuera del alcance de las llamadas. Galopaba tranquilamente, en paralelo al enemigo, a menos de doscientos metros de distancia. ¡Parecía un cuadro admirable! El sombrero había volado o saltado de un disparo de su cabeza y su largo cabello rubio subía y bajaba en el aire con el movimiento del caballo. Se sentaba muy erguido en la montura, sujetando suavemente las riendas con la mano izquierda, y con la derecha colgando indolentemente a un lado. Una rápida mirada a su hermoso perfil cuando volvía la cabeza a uno u otro lado demostraba que el interés con que tomaba lo que estaba sucediendo era verdadero y sin ninguna afectación.
El espectáculo era intensamente dramático, pero en modo alguno teatral. Sucesivas hileras de rifles escupían fuego sobre él mientras avanzaba y pronto nuestra línea, en el linde del bosque, se rompió en una visible y sonora defensa. Sin más preocupación por sí mismos ni por las órdenes recibidas, nuestros compañeros se pusieron en pie de un salto y se precipitaron al campo abierto lanzando láminas de balas hacia la chispeante cima de las fortificaciones enemigas, que respondieron abriendo un bestial fuego sobre los grupos desprotegidos, con efectos mortales. La artillería de las dos partes se unió a la batalla, puntuando el crepitar y el clamor con explosiones sordas que hacían temblar la tierra y rasgando el aire con ensordecedoras tormentas de metralla. Desde el lado enemigo la metralla astillaba los árboles y los salpicaba de sangre; desde nuestro lado, ensuciaba el humo de sus armas con nubes de polvo que se levantaban de sus trincheras.
El combate general había concentrado mi atención por un momento, pero después, mirando hacia abajo, al camino despejado que quedaba entre aquellas dos nubes de tormenta, vi a Brayle, la causa de aquella carnicería. Invisible ahora para los dos bandos, condenado por igual por amigos y adversarios, estaba de pie en medio de aquel espacio barrido de disparos, con la cara vuelta al enemigo. A pocos metros, su caballo yacía en el suelo. Al instante vi lo que lo había detenido.
Como ingeniero topógrafo que yo era, a primeras horas del día había hecho un apresurado reconocimiento del terreno y en ese momento recordé que en aquel punto había un profundo y sinuoso barranco, que atravesaba el campo por el medio hasta las líneas enemigas con las que se unía al final en ángulo recto. Desde la posición donde nos encontrábamos no podía verse y Brayle, evidentemente, desconocía su existencia. Sin duda, era infranqueable. Sus ángulos salientes le hubieran proporcionado una completa seguridad si se hubiera contentado con el milagro que, sin duda, se había producido ya en su favor, y hubiera saltado dentro. No podía avanzar y no podía retroceder. Estaba de pie, aguardando la muerte. No lo hizo esperar mucho.
Por una misteriosa coincidencia, el fuego cesó casi en el mismo instante en que cayó. Unos pocos disparos aislados, a largos intervalos, acentuaron más el silencio, en lugar de romperlo. Era como si los dos bandos se hubieran arrepentido súbitamente de su inútil crimen. Poco después, cuatro de nuestros camilleros, seguidos por un sargento con bandera blanca, avanzaron por el campo sin ser molestados y se dirigieron directamente hacia el cuerpo de Brayle. Varios oficiales y soldados confederados salieron a su encuentro y, descubriéndose, los ayudaron a levantar su sagrada carga. Mientras lo traían a nuestras filas, oímos tras las trincheras enemigas el sonido apagado de los pífanos y los tambores… una marcha fúnebre. Un enemigo generoso honraba a un valiente caído.
Entre los efectos personales del muerto estaba una desgastada cartera de cuero de Rusia. Me tocó a mí en la distribución de los recuerdos de nuestro amigo, que hizo el general, en calidad de administrador.
Un año después del final de la guerra, en mi vuelta a California, la abrí y la inspeccioné sin mucha atención. De un compartimiento que había pasado por alto cayó una carta sin sobre ni dirección. Estaba escrita con letra de mujer y empezaba con unas palabras de cariño, pero sin encabezamiento. Estaba fechada en: «San Francisco, Cal., 9 de julio de 1862». La firma era: «Querida», entre comillas. De manera casual, la autora de la carta daba su nombre y apellidos en medio del texto: Marian Mendenhall.
La carta mostraba indicios de cultura y educación en su autora, pero era una carta de amor corriente, si es que una carta de amor puede ser corriente. No había en ella nada interesante, a excepción de un párrafo:
«El señor Winters (a quien aborreceré siempre por ello) ha ido contando que en una batalla en Virginia, durante la cual fue herido, te vio agazapado detrás de un árbol. Estoy segura de que quiere despreciarte ante mis ojos, como sabe que ocurriría si creyera tal historia. Podría soportar recibir la noticia de la muerte de mi amante soldado, pero no la de su cobardía.»
Aquéllas eran las palabras que aquella tarde soleada, en una lejana región, habían matado a un centenar de hombres. ¿Las mujeres son débiles?
Una noche visité a la señorita Mendenhall para devolverle su carta. Tenía la intención, también, de contarle lo que ella había provocado, aunque sin decirle que había sido la causa. La encontré en una bonita casa de Rincón Hill. Era hermosa y bien educada; en una palabra, encantadora.
-Usted conocía al teniente Herman Brayle, ¿no es así? -empecé, de una manera algo brusca-. Sin duda sabe que desgraciadamente cayó en batalla. Entre sus efectos se encontró esta carta, remitida por usted. Mi misión al venir aquí es entregársela personalmente.
Tomó maquinalmente la carta, la miró por encima y se ruborizó. Luego, mirándome con una sonrisa, dijo:
-Es muy amable de su parte, aunque estoy segura de que no merecía la pena que se molestara.
De pronto se sobresaltó y cambió de color.
-Esta mancha… -dijo-, es… seguramente, no será…
-Señorita -dije yo-, discúlpeme, pero sí, es la sangre del corazón más fiel y más valeroso que ha palpitado jamás.
Entonces tiró apresuradamente la carta a los ardientes carbones de la chimenea.
-¡Oh! No puedo soportar la visión de la sangre -exclamó-. ¿Cómo murió?
Me había levantado instintivamente para rescatar aquel pedazo de papel, sagrado hasta para mí, y estaba de pie detrás de ella. Cuando hizo la pregunta volvió la cara ligeramente. La luz de la carta ardiendo se reflejó en sus ojos y le tintó una mejilla con un color carmesí igual que el rojo de la mancha del papel. Jamás había visto nada tan hermoso como aquella odiosa criatura.
-Lo mordió una serpiente -respondí.

jueves, 25 de julio de 2019

Orhan Veli Kanik( 1914, 1950 Estambul )





No lo puedo explicar

Si llorara, ¿podrías oír
Mi voz en mis poemas?
¿Podrías tocar mis lágrimas
Con tus manos?

Antes de caer presa de este dolor,
Nunca supe que las canciones fueran tan encantadoras
Y las palabras tan suaves.

Sé que hay un lugar
Donde se puede hablar acerca de todo;
Siento que estoy cerca de ese lugar,
Sin embargo no lo puedo explicar.

Anlatamıyorum

Ağlasam sesimi duyar mısınız, 
Mısralarımda; 
Dokunabilir misiniz, 
Gözyaşlarıma, ellerinizle? 

Bilmezdim şarkıların bu kadar güzel, 
Kelimelerinse kifayetsiz olduğunu 
Bu derde düşmeden önce. 

Bir yer var, biliyorum; 
Her şeyi söylemek mümkün; 
Epeyce yaklaşmışım, duyuyorum; 
Anlatamıyorum. 

lunes, 15 de julio de 2019

Fermine Maxence (Albertville, 1968)





Capitulo 7 del libro  "Nieve"




El frío es penetrante
 beso una flor de ciruelo
 en sueños
Sóseki


La nieve posee cinco características princi­pales.
Es blanca.
Hiela la naturaleza y la protege.
Se transforma continuamente.
 Es una superficie resbaladiza.
Se convierte en agua.

Cuando se lo comentó a su padre, éste no vio en ello más que aspectos negativos, como si la extraña pasión de su hijo por la nieve hiciese a sus ojos más aterradora aún la estación invernal.
-Es blanca. Por lo tanto es invisible y no merece existir.
Hiela la naturaleza y la protege. ¿Quién es esa orgullosa para pretender convertir el mundo en estatua?
Se transforma continuamente. Luego no es de fiar.
Es una superficie resbaladiza. Así que ¿quién puede disfrutar resbalando en la nieve?
Se convierte en agua. Lo hace para inundar­nos más en la época de deshielo.

Yuko, en cambio, veía en su compañera cin­co cualidades distintas, que eran un puro deleite para su talento artístico.
-Es blanca. Luego es una poesía. Una poesía de gran pureza.
«Hiela la naturaleza y la protege. Luego es una pintura. La pintura más delicada del
 in­vierno.                   
»Se transforma continuamente. Luego es una caligrafía. Existen diez mil modos de escribir la palabra nieve.
»Es una superficie resbaladiza. Luego es una danza. En la nieve, todo hombre puede creerse funámbulo.
»Se convierte en agua. Luego es una músi­ca. En primavera, troca los ríos y torrentes en sinfonías de notas blancas.

-¿Todo eso es para ti la nieve? -preguntó el sacerdote.
-Representa muchísimo más aún.
Aquella noche el padre de Yuko Akita comprendió que el haiku no bastaría para colmar los ojos de su hijo con la belleza de la nieve.


traducido por
Javier Albiñana

domingo, 7 de julio de 2019

Jacobo Regen (Quijano, Salta1935- Salta 2019)





"Serenamente, digo: "Soy un ángel"...

Serenamente, digo: "Soy un ángel".
Y me debes creer.
Ningún platillo de la balanza sube,
o baja,
bajo mi peso.
Incorpóreo,
ligero,
desnudo,
como la luz...
Y sin embargo, toda
mi trayectoria es una sombra,
mi corazón es una sombra,
una moneda oscura,
destruida
por el tiempo, sin tiempo y sin memoria.
  

Proposición

¿Conoces tú mi paradero?
Si sabes algo, dímelo.
Y cuéntame de aquel muchacho candoroso.
Si alguna vez llegas a verlo
no le ocultes que te has casado,
que tienes varios hijos.
Y nunca te enternezcan
su terquedad, sus ruegos.
Adóptalo como criado.
¡Sería tan hermoso para él!
Cuidaría el jardín de tu casa,
lavaría los pañales de tus pequeños,
saludaría humildemente a tu marido.
¡Es tan bueno!
Pero que tu indulgencia
no vaya nunca más allá.

Palabras

Sólo te pido que recuerdes
La luz de aquel amanecer
Que hemos amado tanto.


He derrochado contigo
Tantas palabras que creíste
Ciertas,
Que palpitaban,
Que vivían
Y amé en ti mis palabras.


Cuando dejé de amarlas,
Te perdí.

Umbroso mundo,

 

             Hay jardines que no tienen ya países                        

                       Georges Schehadé

Umbroso mundo,

seguiremos siempre

poblando de fantasmas verdaderos

tus países ausentes.

Así, lejos de todo,

crecerá en el olvido un árbol verde

a cuya sombra vamos a dormirnos

hasta que alguna vez el sueño nos despierte.

 

 

Alianza

Me quedo en cualquier parte

porque no tengo a dónde ir.

Y vuelven mis fantasmas

a inventarme

la luz

entre paredes de agua muerta.

Vuelven

para fundar la última alianza

con el que fui,

con el que nunca ha sido.

Andan ya por mi sangre.

Voy con ellos.

 


viernes, 5 de julio de 2019

Augusto Dos Anjos ( Paraiba 1884- Leopoldina 1914)





Versos íntimos

¡¿Ves?! Nadie asistió al formidable
Entierro de tu última quimera.
¡Sólo la Ingratitud –esa pantera-
Fue tu compañera inseparable!
¡Acostúmbrate al fango que te espera!
El Hombre, que en esta tierra miserable,
Vive, entre fieras, siente inevitable
Necesidad de también ser una fiera.
Toma un fósforo. ¡Enciende tu cigarro!
El beso, amigo, es la víspera del escupitajo,
La mano que acaricia es la misma que apedrea.
Si a alguien tu llaga causa pena,
¡Apedrea esa mano vil que te acaricia,
Escupe en esa boca que te besa!


traducida por Ángel Guinda



Versos íntimos 

Vês! Ninguém assistiu ao formidável
Enterro de sua última quimera.
Somente a Ingratidão – esta pantera –
Foi tua companheira inseparável!
Acostuma-te à lama que te espera!
O homem, que, nesta terra miserável,
Mora, entre feras, sente inevitável
Necessidade de também ser fera.
Toma um fósforo. Acende teu cigarro!
O beijo, amigo, é a véspera do escarro,
A mão que afaga é a mesma que apedreja.
Se alguém causa inda pena a tua chaga,
Apedreja essa mão vil que te afaga,
Escarra nessa boca que te beija!


domingo, 16 de junio de 2019

El Violín de Rothschild de Anton Chejov (1894)






El pueblo era pequeño, peor que una aldea, y en él vivían apenas unos ancianos que morían tan de tarde en tarde que hasta resultaba enojoso. En el hospital y en la prisión había muy poca necesidad de ataúdes. En una palabra, los asuntos marchaban mal. Si Yákov Ivánov fuera fabricante de ataúdes en una ciudad de provincias, probablemente tendría casa propia y recibiría tratamiento de señor, mientras que en ese villorio le llamaban simplemente Yákov, y en su calle, por alguna razón, se le conocía por el apodo de Bronce; vivía con estrecheces, como un simple mujik, en una isba pequeña y vieja de una sola habitación, en la que se amontonaban en desorden la estufa, una cama para dos personas, varios ataúdes, un banco de carpintero y todos los enseres, amén de Marta y él mismo. Yákov fabricaba ataúdes resistentes, de buena calidad. Para los mujiks y los pequeños propietarios los hacía basándose en su propia talla, y no se equivocó ni una sola vez, pues no había nadie más alto ni más robusto que él en el lugar, ni siquiera en la prisión, a pesar de sus setenta años. Para los nobles y las mujeres los hacía a medida, empleando para ello una vara de metal. Aceptaba de mala gana los encargos de ataúdes infantiles; los confeccionaba a la buena de Dios, de manera desdeñosa, y cuando le retribuían su trabajo, comentaba: —Reconozco que no me gusta ocuparme de tonterías. Además de lo que le reportaba su oficio, obtenía algunas monedas tocando el violín. En las bodas del villorio solía contratarse a una orquesta de judíos dirigida por el estañador Moisei Ilich Shajkes, que se quedaba para sí más de la mitad de la retribución. Como Yákov tocaba muy bien el violín, en particular las canciones rusas, Shajkes a veces le proponía unirse a la orquesta por cincuenta kopeks al día, sin contar las propinas de los invitados. En cuanto Bronce ocupaba su lugar en la orquesta, empezaba a sudar y se ponía rojo; hacía un calor agobiante y reinaba tal olor a ajo que hasta causaba sofoco; el violín chirriaba, el contrabajo emitía notas roncas junto a su oído derecho; a la izquierda gemía la flauta, que tañía un judío pelirrojo y enjuto, con el rostro cubierto de toda una red de venas encarnadas y azules, apellidado Rothschild, como el famoso ricachón. Ese maldito judío se las ingeniaba para impregnar de acordes lastimeros hasta las piezas más alegres. Sin razón aparente, Yákov fue concibiendo odio y desprecio por los judíos en general y por Rothschild en particular; se metía con él, le reprendía con palabras ofensivas y en una ocasión hasta amenazó con golpearle, mientras Rothschild, indignado, le decía con aire furioso: —Si no le respetara por su talento, hace tiempo que le habría tirado por la ventana. Luego se echó a llorar. Por esa razón sólo le proponían que se uniera a la orquesta en caso de extrema necesidad, cuando faltaba uno de los judíos. Yákov nunca estaba de buen humor, pues sufría constantemente pérdidas terribles. Por ejemplo, era pecado trabajar los domingos y las jornadas festivas, y el lunes era un día difícil, de modo que al cabo del año se acumulaban unos doscientos días  en los que se veía obligado a quedarse cruzado de brazos. ¡Y cuántas pérdidas suponía todo eso! Si alguien se casaba sin música o Shajkes no perdía a Yákov que se uniera a la orquesta, también eso constituía una pérdida. El comisario de policía había pasado dos años enfermo, aquejado de consunción, y Yákov había esperado su muerte con impaciencia, pero el comisario había ido a curarse a la capital de la provincia y se había muerto allí. La pérdida podía estimarse al menos en diez rublos, pues le tenía destinado un ataúd caro, con brocado. La consideración de las pérdidas atormentaba a Yákov, sobre todo por la noche; ponía a un lado de la cama el violín, y en el momento en que una idea semejante empezaba a acosarle, rozaba las cuerdas; el violín resonaba en la oscuridad y él se sentía aliviado.








 El seis de mayo del año anterior Marta se sintió de pronto enferma. La vieja respiraba con dificultad, bebía mucha agua y no se tenía en pie, pero aún así ella misma se encargó de encender la estufa y de ir a por agua. No obstante, por la tarde tuvo que acostarse. Yákov se pasó el día entero tocando el violín; cuando se hizo completamente de noche, cogió una libreta en la que apuntaba las pérdidas de cada día y, vencido por el aburrimiento, se puso a calcular el total de todo el año. La cifra superaba los mil rublos; esa constatación le impresionó tanto que tiró el ábaco al suelo y lo pisoteó. Luego lo recogió y pasó un buen rato manipulando las bolas, al tiempo que lanzaba intensos y profundos suspiros. Su rostro se había vuelto purpúreo y estaba cubierto de sudor. Pensaba que si hubiera ingresado esos mil rublos perdidos en un banco, habría recibido unos intereses anuales de cuarenta rublos como mínimo; por lo tanto, aquella cantidad también debía considerarse una pérdida. En una palabra, a cualquier parte a la que dirigiera la vista, no encontraba más que pérdidas. —¡Yákov! —le llamó de pronto Marta—. ¡Me muero! Él se volvió hacia su mujer. Tenía el rostro enrojecido por la fiebre y una expresión de lo más serena y alegre. Bronce, acostumbrado a la palidez de su semblante y a su aire cohibido e infeliz, se quedó turbado. Parecía, en efecto, que su mujer se moría y que estaba contenta de perder de vista de una vez por todas esa isba, los ataúdes y a Yákov… Miraba el techo y movía los labios con una expresión de felicidad, como si hubiera visto a la muerte, su liberadora, y cuchicheara con ella. Ya amanecía; en la ventana se vislumbraba el resplandor de la aurora. Al mirar a la anciana, Yákov recordó, sin saber por qué, que no la había acariciado ni una sola vez en toda su vida, que jamás se había compadecido de ella, que nunca se le había pasado por la cabeza comprarle un pañuelo o llevarle un dulce de alguna boda; no había hecho más que gritarle, regañarla por las pérdidas y amenazarla con los puños; cierto que nunca le había pegado, pero la asustaba de tal modo que ella se quedaba paralizada de terror. Así era, y no le había permitido tomar té, pues ya sin eso los gastos eran excesivos, de manera que ella sólo bebía agua caliente. Entonces comprendió a qué se debía ese aire de extrañeza y alegría, y se sintió angustiado. Cuando llegó la mañana, le pidió prestado un caballo al vecino y llevó a Marta al hospital. Había poca gente y no tuvieron que esperar mucho tiempo, sólo tres horas. Para gran satisfacción suya ese día no pasaba consulta el médico, que se encontraba enfermo, sino el practicante Maksim Nikolaich, un viejo del que todo el mundo decía en el pueblo que, a pesar de que era un borracho y un pendenciero, sabía mucho más que el médico. —A sus pies, señor —dijo Yákov, entrando con la vieja en la consulta—. Perdone que vengamos a molestarle con nuestras naderías, Maksim Nikolaich. Como ve, mi mujer se ha puesto enferma. O, como suele decirse, la compañera de mi vida, si me permite la expresión… Frunciendo las cejas canosas y pasándose la mano por las patillas, el practicante empezó a examinar a la vieja, que estaba sentada en un taburete, encorvada y enjuta, muy parecida de perfil, con su nariz aquilina y la boca abierta, a un pájaro sediento. —Mmm… Bueno… —exclamó morosamente el practicante, exhalando un suspiro—. Tiene gripe y tal vez fiebre. Hay casos de tifus en el pueblo. ¡Qué se le va a hacer! Gracias a Dios, la vieja ha vivido muchos años… ¿Qué edad tiene? —Dentro de poco cumplirá setenta, Maksim Nikolaich. —¡Qué se le va a hacer! La vieja ha vivido bastante. Ya es hora de entregar el alma. —Todo lo que usted dice es muy justo, Maksim Nikolaich —exclamó Yákov, con una respetuosa sonrisa—, y le agradecemos muchísimo su amabilidad, pero permítame que le diga que hasta el último de los insectos se aferra a la vida. —¡Qué se le va a hacer! —respondió el practicante, como si la vida o la muerte de la vieja dependiera de él—. Bueno, amigo, ponle una compresa fría en la cabeza y dale estos polvos dos veces al día. Y ahora hasta la vista. Bon jour. Por la expresión de su rostro Yákov comprendió que el asunto tenía mal cariz y que los polvos no servirían de nada; ahora veía con claridad que Marta moriría muy pronto, quizá ese mismo día o el siguiente. Tocó ligeramente el codo del practicante, guiñó un ojo y dijo en voz baja: —¿Y si le pusiera unas ventosas, Maksim Nikolaich? —No tengo tiempo, amigo, no tengo tiempo. Llévate a tu vieja y que Dios os guarde. Adiós. —Hágame el favor —le imploró Yákov—. Sabe usted muy bien que si, por ejemplo, le doliera el estómago o algún otro órgano, habría que emplear polvos y gotas, ¡pero ella está resfriada! Y en caso de un resfriado lo primero que hay que hacer es sacar sangre, Maksim Nikolaich. Pero el practicante ya había llamado al siguiente enfermo y en la sala había entrado una mujer con un niño. —Vete, vete… —le dijo a Yákov, frunciendo el ceño—. No molestes. —¡En ese caso póngale al menos unas sanguijuelas! ¡Rezaremos eternamente por usted! El practicante se encolerizó y gritó: —¡Cállate ya! ¡Zoquete! Yákov se puso también rojo de ira, pero no dijo nada; cogió a Marta por el brazo y la sacó de la sala. Sólo cuando ya se había sentado en el carro, se quedó mirando el hospital con aire sombrío e irónico, y dijo: —¡Ya conozco yo a estos artistas! Al rico bien que le ponen ventosas, pero al pobre le niegan hasta una sanguijuela. ¡Malditos! Cuando llegaron a casa y entraron en la isba, Marta se quedó de pie unos diez minutos, apoyada en la estufa. Albergaba la sospecha de que, si se acostaba, Yákov empezaría a hablar de pérdidas y la regañaría por estar siempre tumbada y no querer trabajar. Yákov la miraba con enfado, recordando que al día siguiente se celebraba la fiesta de san Juan Evangelista y al otro la de san Nicolás Taumaturgo, después sería domingo y a continuación lunes, un día difícil. Durante cuatro días no podría trabajar y era seguro que Marta moriría uno ellos; en consecuencia, debía ponerse a fabricar su ataúd sin pérdida de tiempo. Tomó un metro de hierro, se acercó a la vieja y la midió. Después ella se acostó; Yákov se santiguó y empezó a confeccionar el ataúd. Cuando concluyó su trabajo, Bronce se puso las gafas y anotó en su libreta: «Ataúd para Marta Ivánovna: 2 rublos y 40 kopeks». Y suspiró. La vieja yacía en silencio, con los ojos cerrados. Pero por la tarde, cuando empezaba a oscurecer, llamó de pronto al anciano: —¿Te acuerdas, Yákov? —le preguntó, mirándole con expresión alegre—. ¿Te acuerdas de que hace cincuenta años Dios nos concedió una niña de cabellos rubios? Nos sentábamos entonces en la orilla del río y cantábamos canciones… bajo un sauce— y con una sonrisa amarga, añadió—: La pequeña murió. Yákov trató de hacer memoria, pero no fue capaz de acordarse de la niña ni del sauce. —Son imaginaciones tuyas —le dijo. Vino el cura, le administró los sacramentos y le dio la extremaunción. Luego Marta se puso a murmurar algo incompresible y a la mañana murió. Unas viejas, vecinas suyas, la lavaron, la vistieron y la metieron en el ataúd. Para no tener que gastarse dinero en un chantre, el propio Yákov se encargó de leer los salmos; tampoco tuvo que pagar por la sepultura, pues el vigilante del cementerio era su padrino. Cuatro mujiks cargaron con el atáud, no por dinero, sino por consideración a Yákov. Siguiendo el féretro iban unas viejas, varios mendigos y dos chiflados; las personas con las que se cruzaban se persignaban piadosamente… Yákov estaba muy satisfecho de que la ceremonia hubiera resultado tan digna y respetable, hubiera costado tan poco y no hubiera dado lugar a que nadie se molestara. Al dar su último adiós a Marta, rozó el ataúd con la mano y pensó: «¡Un buen trabajo!». Pero en el camino de regreso una profunda tristeza se apoderó de él. Algo no iba bien: su respiración era febril y dificultosa, las piernas le flaqueaban, le torturaba la sed. Además, en su cabeza revoloteaban toda clase de ideas. De nuevo recordó que a lo largo de su vida no se había compadecido de Marta ni le había prodigado una caricia. Los cincuenta y dos años que habían vivido bajo el mismo techo se le antojaban muy largos, pero en todo ese tiempo no había pensado en ella ni una sola vez ni le había prestado atención, como si se tratara de un perro o de un gato. Y sin embargo, ella había encendido todos los días la estufa, había cocinado, había ido a por agua, había cortado leña, había dormido con él en la misma cama y, cuando llegaba borracho de alguna boda, ella colgaba el violín en la pared con veneración y llevaba a su marido a la cama; y todo eso en silencio, con una expresión tímida, solícita. Rothschild venía a su encuentro, sonriendo y saludándole con la cabeza. —Le estoy buscando, tío —dijo—. Moisei Ilich le saluda y le pide que vaya a verle enseguida. Yákov no estaba para esas cosas. Tenía ganas de llorar. —¡Déjame en paz! —exclamó y siguió su camino. —¿Cómo? —respondió Rothschild inquieto, y se puso a andar más deprisa que él—. ¡Moisei Ilich se ofenderá! Ha dicho «enseguida». La visión de ese judio sofocado, que no paraba de pestañear, con el rostro cubierto de pecas rojizas, le repugnaba. Miraba con asco su levita verde remendada de negro y toda su figura frágil y delicada. —¿Qué quieres de mí, diente de ajo? —gritó Yákov—. ¡Deja de seguirme! El judío también se enfadó y a su vez empezó a vociferar: —¡Hable usted más bajo o le tiro por encima de la valla! —¡Quítate de mi vista! —rugió Yákov, lanzándose hacia él con los puños levantados—. ¡No hay quien viva con estos sarnosos! Rothschild, muerto de miedo, se puso en cuclillas y empezó a agitar las manos por encima de la cabeza, como para parar los golpes; luego se enderezó de un brinco y se alejó a todo correr. En su huida, daba saltos y levantaba los brazos; se veía cómo su larga y delgada espalda se estremecía. Los niños, divertidos con el incidente, le perseguían gritando: «¡Judío! ¡Judío!». Los perros se lanzaron tras él, ladrando. Alguien estalló en carcajadas y a continuación silbó; los perros aullaron con mayor fuerza e intensidad… Es probable que alguno de ellos mordiera a Rothschild, pues se oyó un grito de dolor desesperado… Yákov estuvo deambulando por el prado comunal; luego, caminando en línea recta, se dirigió a las afueras del pueblo; los niños gritaban: «¡Ahí va Bronce! ¡Ahí va Bronce!». Llegó a la orilla del río. Las becadas revoloteaban y piaban, los patos parpaban. El sol calentaba con fuerza y las aguas reverberaban con tanta fuerza que hacían daño a los ojos. Yákov caminó por un sendero que discurría a lo largo de la orilla, vio salir de la caseta de baños a una dama obesa, de sonrosadas mejillas, y pensó: «¡Menuda foca!». Cerca de ese lugar unos muchachos pescaban cangrejos con un retel; al verlo, empezaron a gritar con aire maligno: «¡Bronce! ¡Bronce!». En ese momento llegó hasta un viejo sauce, de grueso tronco hueco, con nidos de grajos en las vastas ramas… De pronto, en la memoria de Yákov surgió, como si estuviera viva, la pequeña de cabellos rubios y el sauce del que hablara Marta. Sí, era el mismo sauce: verde, silencioso, triste… ¡Cómo había envejecido, el pobre! Se sentó bajo su copa y se entregó a los recuerdos. En la ribera opuesta, donde ahora había un prado inundado, se alzaba antaño un frondoso abedular; en esa colina pelada que se columbraba en el horizonte, despuntaba entonces la masa azulada de un viejo pinar; algunas barcas surcaban la corriente. Ahora todo ofrecía un aspecto plano y liso, en la otra orilla se perfilaba un solo abedul, joven y esbelto como una señorita; en el río sólo había patos y gansos, y parecía imposible que en el pasado hubieran navegado barcas por su cauce. Hasta daba la impresión de que había menos gansos que entonces. Yákov cerró los ojos y por su imaginación pasaron, una tras otra, enormes bandadas de gansos blancos. No entendía que no hubiera ido a la orilla del río ni una sola vez en los últimos cuarenta o cincuenta años; y si lo había hecho, que no le hubiera prestado la menor atención, pues el río era bastante caudaloso, nada desdeñable. Podría haber pescado en sus aguas y vendido el pescado a los comerciantes, a los funcionarios, al cantinero de la estación, y luego ingresar el dinero en el banco; podría haber ido en barca de una hacienda a otra, tocando el violín, y gentes de toda condición le habrían dado dinero; podría haberse dedicado al transporte en gabarras; cualquiera de esas actividades era mejor que fabricar ataúdes; por último, podría haber criado gansos, matarlos y expedirlos a Moscú en invierno; sólo el plumón le habría reportado unos diez rublos al año. Pero había dejado pasar todas esas oportunidades y no había hecho nada. ¡Qué pérdidas! ¡Ah, qué pérdidas! Y si se hubiera dedicado a todas esas actividades a la vez, a la pesca, a la música, al transporte en gabarras, a la cría de gansos, ¡qué capital habría amasado! Pero nada de eso había sucedido, ni siquiera en sueños, la vida había pasado sin beneficio ni placer; se había perdido en vano, de una forma absurda. Delante de él ya no quedaba nada y al mirar hacia atrás, únicamente encontraba pérdidas, unas pérdidas tan terribles que hasta daban escalofríos. ¿Por qué el hombre no puede vivir de forma que no se produzcan esas pérdidas y esos daños? ¿Por qué habían sido talados los abedules y el pinar? ¿Por qué el prado comunal seguía sin aprovecharse? ¿Por qué las personas hacían siempre lo que no debían? ¿Por qué Yákov se había pasado toda la vida insultando, gritando, amenazando y ofendiendo a su esposa? ¿Por qué había asustado y agraviado poco antes a aquel judío? ¿Por qué, en general, la gente se hacía la vida imposible? ¡Y qué pérdidas resultaban de todo ello! ¡Unas pérdidas terribles! Si no hubiera odio ni maldad, los seres humanos obtendrían enormes beneficios unos de otros. Durante la tarde y la noche por su imaginación desfilaron el sauce, los peces, los gansos muertos, Marta, con su perfil de pájaro sediento, y el rostro pálido y lastimoso de Rothschild; unos hocicos extraños le rodeaban por todas partes y le hablaban de pérdidas. No paró de dar vueltas en la cama y unas cinco veces se incorporó para tocar el violín. Por la mañana se levantó a duras penas y se dirigió al hospital. Maksim Nikolaich le ordenó que se pusiera compresas frías en la cabeza y le dio unos polvos, pero por la expresión de su rostro y el tono de su voz Yákov comprendió que los polvos no le serían de ninguna ayuda. De camino a casa pensó que su muerte sólo reportaría beneficios: no tendría que comer, ni beber, ni pagar impuestos, ni ofender a la gente; y si se tenía en cuenta que las personas yacen en la tumba no sólo un año, sino siglos, milenios, el beneficio alcanzaba proporciones gigantescas. La vida sólo proporcionaba pérdidas; la muerte, beneficios. Esa consideración era justa, pero también triste y amarga. ¿Por qué rige el mundo un orden tan extraño que hace que la vida, que el hombre sólo recibe una vez, pase sin beneficio alguno? No le apenaba morir, pero cuando llegó a casa y vio el violín se le encogió el corazón y sintió un inmenso dolor. No se podía llevar el violín a la tumba, por lo que quedaría huérfano y pasaría con él lo mismo que con los abedules y el pinar. ¡Todo en este mundo desaparecía y seguiría desapareciendo! Yákov salió de la isba y se sentó en el umbral, apretando el violín contra su pecho. Al tiempo que pensaba en su vida fracasada y colmada de pérdidas, se puso a tocar, sin darse cuenta, una música conmovedora y lastimera, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Y cuanto más se abismaba en sus pensamientos, más triste sonaba el violín. El pestillo chirrió una vez, luego otra, y en la portezuela de la empalizada apareció Rothschild. Avanzó temeroso hasta la mitad del patio y cuando vio a Yákov se detuvo en seco, se encogió y, probablemente por miedo, empezó a hacer gestos como si quisiera indicar la hora con los dedos. —Acércate, no te haré nada —le dijo Yákov con afecto, haciéndole señas para que se aproximara. Sin dejar de mirarlo con pavor y desconfianza, Rothschild se fue acercando y se detuvo a un par de metros. —¡Por favor, no me pegue! —dijo, inclinándose—. Me envía de nuevo Moisei Ilich: «No tengas miedo —me ha dicho—. Vete a buscar de nuevo a Yákov y dile que lo necesitamos sin falta». El miércoles hay una boda… ¡Sí! El señor Shapoválov casa a su hija con un buen hombre. ¡Será una boda fastuosa! —añadió el judío, guiñando un ojo. —No puedo… —dijo Yákov, respirando con dificultad—. Estoy enfermo, amigo. Se puso a tocar de nuevo, y algunas lágrimas brotaron de sus ojos, cayendo sobre el violín. Rothschild, de pie a su lado, con los brazos cruzados sobre el pecho, escuchaba con atención. La expresión de miedo e incertidumbre de su rostro dejó paso a otra de pesar y desconsuelo; alzó los ojos como si sintiera un éxtasis arrebatador y exclamó: «¡Vajjj». Unas lágrimas rodaron lentamente por sus mejillas y salpicaron su levita verde. Yákov pasó el resto del día en la cama, angustiado. Cuando al atardecer el cura que vino a confesarle le preguntó si recordaba algún pecado en particular, él rebuscó en su debilitada memoria y volvió a recordar el desdichado rostro de Marta y el lastimero grito del judío cuando le mordió el perro, y dijo con voz apenas audible: —Entréguele mi violín a Rothschild. —Así se hará —respondió el cura. Ahora todo el mundo se pregunta en la ciudad de dónde ha sacado Rothschild un violín tan excelente. ¿Lo ha comprado, lo ha robado? ¿Acaso lo ha recibido en prenda? Hace tiempo que ha dejado la flauta y sólo toca el violín. De su arco fluyen unos sonidos tan tristes como antaño de su flauta, pero cuando intenta repetir la música que tocaba Yákov sentado en el umbral, resultan unos sones tan pesarosos y desconsolados que los oyentes empiezan a llorar y él mismo acaba poniendo los ojos en blanco y exclamando: «¡Vajjj!». Esa nueva canción ha gustado tanto en el pueblo que los comerciantes y los funcionarios no paran de invitar a Rothschild a sus casas y le hacen tocarla diez veces.