lunes, 15 de julio de 2019
Fermine Maxence (Albertville, 1968)
Capitulo 7 del libro "Nieve"
El frío es penetrante
beso una flor de ciruelo
en sueños
Sóseki
La nieve posee cinco características
principales.
Es blanca.
Hiela la naturaleza y la protege.
Se transforma continuamente.
Es una superficie resbaladiza.
Se convierte en agua.
Cuando se lo comentó a su padre, éste no
vio en ello más que aspectos negativos, como si la extraña pasión de su hijo
por la nieve hiciese a sus ojos más aterradora aún la estación invernal.
-Es blanca. Por lo tanto es invisible y
no merece existir.
Hiela la naturaleza y la protege. ¿Quién
es esa orgullosa para pretender convertir el mundo en estatua?
Se transforma continuamente. Luego no es
de fiar.
Es una superficie resbaladiza. Así que
¿quién puede disfrutar resbalando en la nieve?
Se convierte en agua. Lo hace para
inundarnos más en la época de deshielo.
Yuko, en cambio, veía en su compañera
cinco cualidades distintas, que eran un puro deleite para su talento
artístico.
-Es blanca. Luego es una poesía. Una
poesía de gran pureza.
«Hiela la naturaleza y la protege. Luego
es una pintura. La pintura más delicada del
invierno.
»Se transforma continuamente. Luego es
una caligrafía. Existen diez mil modos de escribir la palabra nieve.
»Es una superficie resbaladiza. Luego es
una danza. En la nieve, todo hombre puede creerse funámbulo.
»Se convierte en agua. Luego es una música.
En primavera, troca los ríos y torrentes en sinfonías de notas blancas.
-¿Todo eso es para ti la nieve? -preguntó
el sacerdote.
-Representa muchísimo más aún.
Aquella noche el padre de Yuko Akita
comprendió que el haiku no bastaría para colmar los ojos de su hijo con la
belleza de la nieve.
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Javier Albiñana,
Poesia Francesa
domingo, 7 de julio de 2019
Jacobo Regen (Quijano, Salta1935- Salta 2019)
"Serenamente, digo:
"Soy un ángel"...
Serenamente, digo: "Soy un ángel".
Y me debes creer.
Ningún platillo de la balanza sube,
o baja,
bajo mi peso.
Y me debes creer.
Ningún platillo de la balanza sube,
o baja,
bajo mi peso.
Incorpóreo,
ligero,
desnudo,
como la luz...
Y sin embargo, toda
mi trayectoria es una sombra,
mi corazón es una sombra,
una moneda oscura,
destruida
por el tiempo, sin tiempo y sin memoria.
ligero,
desnudo,
como la luz...
Y sin embargo, toda
mi trayectoria es una sombra,
mi corazón es una sombra,
una moneda oscura,
destruida
por el tiempo, sin tiempo y sin memoria.
Proposición
¿Conoces tú mi paradero?
Si sabes algo, dímelo.
Y cuéntame de aquel muchacho candoroso.
Si alguna vez llegas a verlo
no le ocultes que te has casado,
que tienes varios hijos.
Y nunca te enternezcan
su terquedad, sus ruegos.
Adóptalo como criado.
¡Sería tan hermoso para él!
Cuidaría el jardín de tu casa,
lavaría los pañales de tus pequeños,
saludaría humildemente a tu marido.
¡Es tan bueno!
Pero que tu indulgencia
no vaya nunca más allá.
Si sabes algo, dímelo.
Y cuéntame de aquel muchacho candoroso.
Si alguna vez llegas a verlo
no le ocultes que te has casado,
que tienes varios hijos.
Y nunca te enternezcan
su terquedad, sus ruegos.
Adóptalo como criado.
¡Sería tan hermoso para él!
Cuidaría el jardín de tu casa,
lavaría los pañales de tus pequeños,
saludaría humildemente a tu marido.
¡Es tan bueno!
Pero que tu indulgencia
no vaya nunca más allá.
Palabras
Sólo te pido que recuerdes
La luz de aquel amanecer
Que hemos amado tanto.
La luz de aquel amanecer
Que hemos amado tanto.
He derrochado contigo
Tantas palabras que creíste
Ciertas,
Que palpitaban,
Que vivían
Y amé en ti mis palabras.
Tantas palabras que creíste
Ciertas,
Que palpitaban,
Que vivían
Y amé en ti mis palabras.
Cuando dejé de amarlas,
Te perdí.
Te perdí.
Umbroso
mundo,
Hay jardines que no tienen ya
países
Georges Schehadé
Umbroso
mundo,
seguiremos
siempre
poblando
de fantasmas verdaderos
tus
países ausentes.
Así,
lejos de todo,
crecerá
en el olvido un árbol verde
a
cuya sombra vamos a dormirnos
hasta
que alguna vez el sueño nos despierte.
Alianza
Me
quedo en cualquier parte
porque
no tengo a dónde ir.
Y
vuelven mis fantasmas
a
inventarme
la
luz
entre
paredes de agua muerta.
Vuelven
para
fundar la última alianza
con
el que fui,
con
el que nunca ha sido.
Andan
ya por mi sangre.
Voy
con ellos.
viernes, 5 de julio de 2019
Augusto Dos Anjos ( Paraiba 1884- Leopoldina 1914)
Versos íntimos
¡¿Ves?! Nadie asistió al formidable
Entierro de tu última quimera.
¡Sólo la Ingratitud –esa pantera-
Fue tu compañera inseparable!
¡Acostúmbrate al fango que te espera!
El Hombre, que en esta tierra miserable,
Vive, entre fieras, siente inevitable
Necesidad de también ser una fiera.
Toma un fósforo. ¡Enciende tu cigarro!
El beso, amigo, es la víspera del
escupitajo,
La mano que acaricia es la misma que apedrea.
Si a alguien tu llaga causa pena,
¡Apedrea esa mano vil que te acaricia,
Escupe en esa boca que te besa!
Versos
íntimos
Vês! Ninguém assistiu ao formidável
Enterro de sua última quimera.
Somente a Ingratidão – esta pantera –
Foi tua companheira
inseparável!
Acostuma-te à lama que te espera!
O homem, que, nesta terra miserável,
Mora, entre feras, sente inevitável
Necessidade de também
ser fera.
Toma um fósforo. Acende teu cigarro!
O beijo, amigo, é a véspera do escarro,
A mão que afaga é a
mesma que apedreja.
Se alguém causa inda pena a tua chaga,
Apedreja essa mão vil que te afaga,
Escarra nessa boca que
te beija!
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Augusto Dos Anjos,
PoeÁngel Guindasía Brasilera
domingo, 16 de junio de 2019
El Violín de Rothschild de Anton Chejov (1894)
El pueblo era pequeño, peor que una aldea, y en él
vivían apenas unos ancianos que morían tan de tarde en tarde que hasta
resultaba enojoso. En el hospital y en la prisión había muy poca necesidad de
ataúdes. En una palabra, los asuntos marchaban mal. Si Yákov Ivánov fuera
fabricante de ataúdes en una ciudad de provincias, probablemente tendría casa
propia y recibiría tratamiento de señor, mientras que en ese villorio le
llamaban simplemente Yákov, y en su calle, por alguna razón, se le conocía por
el apodo de Bronce; vivía con estrecheces, como un simple mujik, en una isba
pequeña y vieja de una sola habitación, en la que se amontonaban en desorden la
estufa, una cama para dos personas, varios ataúdes, un banco de carpintero y
todos los enseres, amén de Marta y él mismo. Yákov fabricaba ataúdes
resistentes, de buena calidad. Para los mujiks y los pequeños propietarios los
hacía basándose en su propia talla, y no se equivocó ni una sola vez, pues no
había nadie más alto ni más robusto que él en el lugar, ni siquiera en la
prisión, a pesar de sus setenta años. Para los nobles y las mujeres los hacía a
medida, empleando para ello una vara de metal. Aceptaba de mala gana los
encargos de ataúdes infantiles; los confeccionaba a la buena de Dios, de manera
desdeñosa, y cuando le retribuían su trabajo, comentaba: —Reconozco que no me
gusta ocuparme de tonterías. Además de lo que le reportaba su oficio, obtenía
algunas monedas tocando el violín. En las bodas del villorio solía contratarse
a una orquesta de judíos dirigida por el estañador Moisei Ilich Shajkes, que se
quedaba para sí más de la mitad de la retribución. Como Yákov tocaba muy bien
el violín, en particular las canciones rusas, Shajkes a veces le proponía
unirse a la orquesta por cincuenta kopeks al día, sin contar las propinas de
los invitados. En cuanto Bronce ocupaba su lugar en la orquesta, empezaba a
sudar y se ponía rojo; hacía un calor agobiante y reinaba tal olor a ajo que
hasta causaba sofoco; el violín chirriaba, el contrabajo emitía notas roncas
junto a su oído derecho; a la izquierda gemía la flauta, que tañía un judío
pelirrojo y enjuto, con el rostro cubierto de toda una red de venas encarnadas
y azules, apellidado Rothschild, como el famoso ricachón. Ese maldito judío se
las ingeniaba para impregnar de acordes lastimeros hasta las piezas más
alegres. Sin razón aparente, Yákov fue concibiendo odio y desprecio por los
judíos en general y por Rothschild en particular; se metía con él, le reprendía
con palabras ofensivas y en una ocasión hasta amenazó con golpearle, mientras
Rothschild, indignado, le decía con aire furioso: —Si no le respetara por su
talento, hace tiempo que le habría tirado por la ventana. Luego se echó a
llorar. Por esa razón sólo le proponían que se uniera a la orquesta en caso de
extrema necesidad, cuando faltaba uno de los judíos. Yákov nunca estaba de buen
humor, pues sufría constantemente pérdidas terribles. Por ejemplo, era pecado
trabajar los domingos y las jornadas festivas, y el lunes era un día difícil,
de modo que al cabo del año se acumulaban unos doscientos días en los que se veía obligado a quedarse cruzado
de brazos. ¡Y cuántas pérdidas suponía todo eso! Si alguien se casaba sin
música o Shajkes no perdía a Yákov que se uniera a la orquesta, también eso
constituía una pérdida. El comisario de policía había pasado dos años enfermo,
aquejado de consunción, y Yákov había esperado su muerte con impaciencia, pero
el comisario había ido a curarse a la capital de la provincia y se había muerto
allí. La pérdida podía estimarse al menos en diez rublos, pues le tenía
destinado un ataúd caro, con brocado. La consideración de las pérdidas
atormentaba a Yákov, sobre todo por la noche; ponía a un lado de la cama el
violín, y en el momento en que una idea semejante empezaba a acosarle, rozaba
las cuerdas; el violín resonaba en la oscuridad y él se sentía aliviado.
El
seis de mayo del año anterior Marta se sintió de pronto enferma. La vieja
respiraba con dificultad, bebía mucha agua y no se tenía en pie, pero aún así
ella misma se encargó de encender la estufa y de ir a por agua. No obstante,
por la tarde tuvo que acostarse. Yákov se pasó el día entero tocando el violín;
cuando se hizo completamente de noche, cogió una libreta en la que apuntaba las
pérdidas de cada día y, vencido por el aburrimiento, se puso a calcular el
total de todo el año. La cifra superaba los mil rublos; esa constatación le
impresionó tanto que tiró el ábaco al suelo y lo pisoteó. Luego lo recogió y
pasó un buen rato manipulando las bolas, al tiempo que lanzaba intensos y
profundos suspiros. Su rostro se había vuelto purpúreo y estaba cubierto de
sudor. Pensaba que si hubiera ingresado esos mil rublos perdidos en un banco,
habría recibido unos intereses anuales de cuarenta rublos como mínimo; por lo
tanto, aquella cantidad también debía considerarse una pérdida. En una palabra,
a cualquier parte a la que dirigiera la vista, no encontraba más que pérdidas.
—¡Yákov! —le llamó de pronto Marta—. ¡Me muero! Él se volvió hacia su mujer.
Tenía el rostro enrojecido por la fiebre y una expresión de lo más serena y
alegre. Bronce, acostumbrado a la palidez de su semblante y a su aire cohibido
e infeliz, se quedó turbado. Parecía, en efecto, que su mujer se moría y que
estaba contenta de perder de vista de una vez por todas esa isba, los ataúdes y
a Yákov… Miraba el techo y movía los labios con una expresión de felicidad,
como si hubiera visto a la muerte, su liberadora, y cuchicheara con ella. Ya
amanecía; en la ventana se vislumbraba el resplandor de la aurora. Al mirar a
la anciana, Yákov recordó, sin saber por qué, que no la había acariciado ni una
sola vez en toda su vida, que jamás se había compadecido de ella, que nunca se
le había pasado por la cabeza comprarle un pañuelo o llevarle un dulce de
alguna boda; no había hecho más que gritarle, regañarla por las pérdidas y
amenazarla con los puños; cierto que nunca le había pegado, pero la asustaba de
tal modo que ella se quedaba paralizada de terror. Así era, y no le había
permitido tomar té, pues ya sin eso los gastos eran excesivos, de manera que
ella sólo bebía agua caliente. Entonces comprendió a qué se debía ese aire de
extrañeza y alegría, y se sintió angustiado. Cuando llegó la mañana, le pidió
prestado un caballo al vecino y llevó a Marta al hospital. Había poca gente y
no tuvieron que esperar mucho tiempo, sólo tres horas. Para gran satisfacción
suya ese día no pasaba consulta el médico, que se encontraba enfermo, sino el
practicante Maksim Nikolaich, un viejo del que todo el mundo decía en el pueblo
que, a pesar de que era un borracho y un pendenciero, sabía mucho más que el
médico. —A sus pies, señor —dijo Yákov, entrando con la vieja en la consulta—.
Perdone que vengamos a molestarle con nuestras naderías, Maksim Nikolaich. Como
ve, mi mujer se ha puesto enferma. O, como suele decirse, la compañera de mi
vida, si me permite la expresión… Frunciendo las cejas canosas y pasándose la
mano por las patillas, el practicante empezó a examinar a la vieja, que estaba
sentada en un taburete, encorvada y enjuta, muy parecida de perfil, con su
nariz aquilina y la boca abierta, a un pájaro sediento. —Mmm… Bueno… —exclamó morosamente
el practicante, exhalando un suspiro—. Tiene gripe y tal vez fiebre. Hay casos
de tifus en el pueblo. ¡Qué se le va a hacer! Gracias a Dios, la vieja ha
vivido muchos años… ¿Qué edad tiene? —Dentro de poco cumplirá setenta, Maksim
Nikolaich. —¡Qué se le va a hacer! La vieja ha vivido bastante. Ya es hora de
entregar el alma. —Todo lo que usted dice es muy justo, Maksim Nikolaich
—exclamó Yákov, con una respetuosa sonrisa—, y le agradecemos muchísimo su
amabilidad, pero permítame que le diga que hasta el último de los insectos se
aferra a la vida. —¡Qué se le va a hacer! —respondió el practicante, como si la
vida o la muerte de la vieja dependiera de él—. Bueno, amigo, ponle una
compresa fría en la cabeza y dale estos polvos dos veces al día. Y ahora hasta
la vista. Bon jour. Por la expresión de su rostro Yákov comprendió que el
asunto tenía mal cariz y que los polvos no servirían de nada; ahora veía con
claridad que Marta moriría muy pronto, quizá ese mismo día o el siguiente. Tocó
ligeramente el codo del practicante, guiñó un ojo y dijo en voz baja: —¿Y si le
pusiera unas ventosas, Maksim Nikolaich? —No tengo tiempo, amigo, no tengo
tiempo. Llévate a tu vieja y que Dios os guarde. Adiós. —Hágame el favor —le
imploró Yákov—. Sabe usted muy bien que si, por ejemplo, le doliera el estómago
o algún otro órgano, habría que emplear polvos y gotas, ¡pero ella está
resfriada! Y en caso de un resfriado lo primero que hay que hacer es sacar
sangre, Maksim Nikolaich. Pero el practicante ya había llamado al siguiente
enfermo y en la sala había entrado una mujer con un niño. —Vete, vete… —le dijo
a Yákov, frunciendo el ceño—. No molestes. —¡En ese caso póngale al menos unas
sanguijuelas! ¡Rezaremos eternamente por usted! El practicante se encolerizó y
gritó: —¡Cállate ya! ¡Zoquete! Yákov se puso también rojo de ira, pero no dijo
nada; cogió a Marta por el brazo y la sacó de la sala. Sólo cuando ya se había
sentado en el carro, se quedó mirando el hospital con aire sombrío e irónico, y
dijo: —¡Ya conozco yo a estos artistas! Al rico bien que le ponen ventosas,
pero al pobre le niegan hasta una sanguijuela. ¡Malditos! Cuando llegaron a
casa y entraron en la isba, Marta se quedó de pie unos diez minutos, apoyada en
la estufa. Albergaba la sospecha de que, si se acostaba, Yákov empezaría a
hablar de pérdidas y la regañaría por estar siempre tumbada y no querer
trabajar. Yákov la miraba con enfado, recordando que al día siguiente se
celebraba la fiesta de san Juan Evangelista y al otro la de san Nicolás
Taumaturgo, después sería domingo y a continuación lunes, un día difícil.
Durante cuatro días no podría trabajar y era seguro que Marta moriría uno
ellos; en consecuencia, debía ponerse a fabricar su ataúd sin pérdida de
tiempo. Tomó un metro de hierro, se acercó a la vieja y la midió. Después ella
se acostó; Yákov se santiguó y empezó a confeccionar el ataúd. Cuando concluyó
su trabajo, Bronce se puso las gafas y anotó en su libreta: «Ataúd para Marta
Ivánovna: 2 rublos y 40 kopeks». Y suspiró. La vieja yacía en silencio, con los
ojos cerrados. Pero por la tarde, cuando empezaba a oscurecer, llamó de pronto
al anciano: —¿Te acuerdas, Yákov? —le preguntó, mirándole con expresión
alegre—. ¿Te acuerdas de que hace cincuenta años Dios nos concedió una niña de
cabellos rubios? Nos sentábamos entonces en la orilla del río y cantábamos
canciones… bajo un sauce— y con una sonrisa amarga, añadió—: La pequeña murió.
Yákov trató de hacer memoria, pero no fue capaz de acordarse de la niña ni del
sauce. —Son imaginaciones tuyas —le dijo. Vino el cura, le administró los
sacramentos y le dio la extremaunción. Luego Marta se puso a murmurar algo
incompresible y a la mañana murió. Unas viejas, vecinas suyas, la lavaron, la
vistieron y la metieron en el ataúd. Para no tener que gastarse dinero en un
chantre, el propio Yákov se encargó de leer los salmos; tampoco tuvo que pagar
por la sepultura, pues el vigilante del cementerio era su padrino. Cuatro
mujiks cargaron con el atáud, no por dinero, sino por consideración a Yákov.
Siguiendo el féretro iban unas viejas, varios mendigos y dos chiflados; las
personas con las que se cruzaban se persignaban piadosamente… Yákov estaba muy
satisfecho de que la ceremonia hubiera resultado tan digna y respetable,
hubiera costado tan poco y no hubiera dado lugar a que nadie se molestara. Al
dar su último adiós a Marta, rozó el ataúd con la mano y pensó: «¡Un buen
trabajo!». Pero en el camino de regreso una profunda tristeza se apoderó de él.
Algo no iba bien: su respiración era febril y dificultosa, las piernas le
flaqueaban, le torturaba la sed. Además, en su cabeza revoloteaban toda clase
de ideas. De nuevo recordó que a lo largo de su vida no se había compadecido de
Marta ni le había prodigado una caricia. Los cincuenta y dos años que habían
vivido bajo el mismo techo se le antojaban muy largos, pero en todo ese tiempo
no había pensado en ella ni una sola vez ni le había prestado atención, como si
se tratara de un perro o de un gato. Y sin embargo, ella había encendido todos
los días la estufa, había cocinado, había ido a por agua, había cortado leña,
había dormido con él en la misma cama y, cuando llegaba borracho de alguna
boda, ella colgaba el violín en la pared con veneración y llevaba a su marido a
la cama; y todo eso en silencio, con una expresión tímida, solícita. Rothschild
venía a su encuentro, sonriendo y saludándole con la cabeza. —Le estoy
buscando, tío —dijo—. Moisei Ilich le saluda y le pide que vaya a verle
enseguida. Yákov no estaba para esas cosas. Tenía ganas de llorar. —¡Déjame en
paz! —exclamó y siguió su camino. —¿Cómo? —respondió Rothschild inquieto, y se
puso a andar más deprisa que él—. ¡Moisei Ilich se ofenderá! Ha dicho
«enseguida». La visión de ese judio sofocado, que no paraba de pestañear, con
el rostro cubierto de pecas rojizas, le repugnaba. Miraba con asco su levita
verde remendada de negro y toda su figura frágil y delicada. —¿Qué quieres de
mí, diente de ajo? —gritó Yákov—. ¡Deja de seguirme! El judío también se enfadó
y a su vez empezó a vociferar: —¡Hable usted más bajo o le tiro por encima de
la valla! —¡Quítate de mi vista! —rugió Yákov, lanzándose hacia él con los
puños levantados—. ¡No hay quien viva con estos sarnosos! Rothschild, muerto de
miedo, se puso en cuclillas y empezó a agitar las manos por encima de la
cabeza, como para parar los golpes; luego se enderezó de un brinco y se alejó a
todo correr. En su huida, daba saltos y levantaba los brazos; se veía cómo su
larga y delgada espalda se estremecía. Los niños, divertidos con el incidente,
le perseguían gritando: «¡Judío! ¡Judío!». Los perros se lanzaron tras él,
ladrando. Alguien estalló en carcajadas y a continuación silbó; los perros
aullaron con mayor fuerza e intensidad… Es probable que alguno de ellos
mordiera a Rothschild, pues se oyó un grito de dolor desesperado… Yákov estuvo
deambulando por el prado comunal; luego, caminando en línea recta, se dirigió a
las afueras del pueblo; los niños gritaban: «¡Ahí va Bronce! ¡Ahí va Bronce!».
Llegó a la orilla del río. Las becadas revoloteaban y piaban, los patos
parpaban. El sol calentaba con fuerza y las aguas reverberaban con tanta fuerza
que hacían daño a los ojos. Yákov caminó por un sendero que discurría a lo
largo de la orilla, vio salir de la caseta de baños a una dama obesa, de
sonrosadas mejillas, y pensó: «¡Menuda foca!». Cerca de ese lugar unos
muchachos pescaban cangrejos con un retel; al verlo, empezaron a gritar con
aire maligno: «¡Bronce! ¡Bronce!». En ese momento llegó hasta un viejo sauce,
de grueso tronco hueco, con nidos de grajos en las vastas ramas… De pronto, en
la memoria de Yákov surgió, como si estuviera viva, la pequeña de cabellos
rubios y el sauce del que hablara Marta. Sí, era el mismo sauce: verde,
silencioso, triste… ¡Cómo había envejecido, el pobre! Se sentó bajo su copa y
se entregó a los recuerdos. En la ribera opuesta, donde ahora había un prado
inundado, se alzaba antaño un frondoso abedular; en esa colina pelada que se
columbraba en el horizonte, despuntaba entonces la masa azulada de un viejo
pinar; algunas barcas surcaban la corriente. Ahora todo ofrecía un aspecto
plano y liso, en la otra orilla se perfilaba un solo abedul, joven y esbelto
como una señorita; en el río sólo había patos y gansos, y parecía imposible que
en el pasado hubieran navegado barcas por su cauce. Hasta daba la impresión de
que había menos gansos que entonces. Yákov cerró los ojos y por su imaginación
pasaron, una tras otra, enormes bandadas de gansos blancos. No entendía que no
hubiera ido a la orilla del río ni una sola vez en los últimos cuarenta o
cincuenta años; y si lo había hecho, que no le hubiera prestado la menor
atención, pues el río era bastante caudaloso, nada desdeñable. Podría haber
pescado en sus aguas y vendido el pescado a los comerciantes, a los
funcionarios, al cantinero de la estación, y luego ingresar el dinero en el
banco; podría haber ido en barca de una hacienda a otra, tocando el violín, y
gentes de toda condición le habrían dado dinero; podría haberse dedicado al
transporte en gabarras; cualquiera de esas actividades era mejor que fabricar
ataúdes; por último, podría haber criado gansos, matarlos y expedirlos a Moscú
en invierno; sólo el plumón le habría reportado unos diez rublos al año. Pero
había dejado pasar todas esas oportunidades y no había hecho nada. ¡Qué
pérdidas! ¡Ah, qué pérdidas! Y si se hubiera dedicado a todas esas actividades
a la vez, a la pesca, a la música, al transporte en gabarras, a la cría de
gansos, ¡qué capital habría amasado! Pero nada de eso había sucedido, ni
siquiera en sueños, la vida había pasado sin beneficio ni placer; se había
perdido en vano, de una forma absurda. Delante de él ya no quedaba nada y al
mirar hacia atrás, únicamente encontraba pérdidas, unas pérdidas tan terribles
que hasta daban escalofríos. ¿Por qué el hombre no puede vivir de forma que no
se produzcan esas pérdidas y esos daños? ¿Por qué habían sido talados los
abedules y el pinar? ¿Por qué el prado comunal seguía sin aprovecharse? ¿Por
qué las personas hacían siempre lo que no debían? ¿Por qué Yákov se había
pasado toda la vida insultando, gritando, amenazando y ofendiendo a su esposa?
¿Por qué había asustado y agraviado poco antes a aquel judío? ¿Por qué, en
general, la gente se hacía la vida imposible? ¡Y qué pérdidas resultaban de
todo ello! ¡Unas pérdidas terribles! Si no hubiera odio ni maldad, los seres
humanos obtendrían enormes beneficios unos de otros. Durante la tarde y la
noche por su imaginación desfilaron el sauce, los peces, los gansos muertos,
Marta, con su perfil de pájaro sediento, y el rostro pálido y lastimoso de
Rothschild; unos hocicos extraños le rodeaban por todas partes y le hablaban de
pérdidas. No paró de dar vueltas en la cama y unas cinco veces se incorporó
para tocar el violín. Por la mañana se levantó a duras penas y se dirigió al
hospital. Maksim Nikolaich le ordenó que se pusiera compresas frías en la
cabeza y le dio unos polvos, pero por la expresión de su rostro y el tono de su
voz Yákov comprendió que los polvos no le serían de ninguna ayuda. De camino a
casa pensó que su muerte sólo reportaría beneficios: no tendría que comer, ni
beber, ni pagar impuestos, ni ofender a la gente; y si se tenía en cuenta que
las personas yacen en la tumba no sólo un año, sino siglos, milenios, el
beneficio alcanzaba proporciones gigantescas. La vida sólo proporcionaba
pérdidas; la muerte, beneficios. Esa consideración era justa, pero también
triste y amarga. ¿Por qué rige el mundo un orden tan extraño que hace que la
vida, que el hombre sólo recibe una vez, pase sin beneficio alguno? No le
apenaba morir, pero cuando llegó a casa y vio el violín se le encogió el
corazón y sintió un inmenso dolor. No se podía llevar el violín a la tumba, por
lo que quedaría huérfano y pasaría con él lo mismo que con los abedules y el
pinar. ¡Todo en este mundo desaparecía y seguiría desapareciendo! Yákov salió
de la isba y se sentó en el umbral, apretando el violín contra su pecho. Al
tiempo que pensaba en su vida fracasada y colmada de pérdidas, se puso a tocar,
sin darse cuenta, una música conmovedora y lastimera, mientras las lágrimas
rodaban por sus mejillas. Y cuanto más se abismaba en sus pensamientos, más
triste sonaba el violín. El pestillo chirrió una vez, luego otra, y en la
portezuela de la empalizada apareció Rothschild. Avanzó temeroso hasta la mitad
del patio y cuando vio a Yákov se detuvo en seco, se encogió y, probablemente
por miedo, empezó a hacer gestos como si quisiera indicar la hora con los
dedos. —Acércate, no te haré nada —le dijo Yákov con afecto, haciéndole señas
para que se aproximara. Sin dejar de mirarlo con pavor y desconfianza, Rothschild
se fue acercando y se detuvo a un par de metros. —¡Por favor, no me pegue!
—dijo, inclinándose—. Me envía de nuevo Moisei Ilich: «No tengas miedo —me ha
dicho—. Vete a buscar de nuevo a Yákov y dile que lo necesitamos sin falta». El
miércoles hay una boda… ¡Sí! El señor Shapoválov casa a su hija con un buen
hombre. ¡Será una boda fastuosa! —añadió el judío, guiñando un ojo. —No puedo…
—dijo Yákov, respirando con dificultad—. Estoy enfermo, amigo. Se puso a tocar
de nuevo, y algunas lágrimas brotaron de sus ojos, cayendo sobre el violín.
Rothschild, de pie a su lado, con los brazos cruzados sobre el pecho, escuchaba
con atención. La expresión de miedo e incertidumbre de su rostro dejó paso a
otra de pesar y desconsuelo; alzó los ojos como si sintiera un éxtasis
arrebatador y exclamó: «¡Vajjj». Unas lágrimas rodaron lentamente por sus
mejillas y salpicaron su levita verde. Yákov pasó el resto del día en la cama,
angustiado. Cuando al atardecer el cura que vino a confesarle le preguntó si
recordaba algún pecado en particular, él rebuscó en su debilitada memoria y
volvió a recordar el desdichado rostro de Marta y el lastimero grito del judío
cuando le mordió el perro, y dijo con voz apenas audible: —Entréguele mi violín
a Rothschild. —Así se hará —respondió el cura. Ahora todo el mundo se pregunta
en la ciudad de dónde ha sacado Rothschild un violín tan excelente. ¿Lo ha
comprado, lo ha robado? ¿Acaso lo ha recibido en prenda? Hace tiempo que ha
dejado la flauta y sólo toca el violín. De su arco fluyen unos sonidos tan
tristes como antaño de su flauta, pero cuando intenta repetir la música que
tocaba Yákov sentado en el umbral, resultan unos sones tan pesarosos y
desconsolados que los oyentes empiezan a llorar y él mismo acaba poniendo los
ojos en blanco y exclamando: «¡Vajjj!». Esa nueva canción ha gustado tanto en
el pueblo que los comerciantes y los funcionarios no paran de invitar a
Rothschild a sus casas y le hacen tocarla diez veces.
miércoles, 1 de mayo de 2019
Marcos Silber ( 1934 , Buenos Aires)
1911
Lo veo.
Desde la borda del poema lo veo.
Catorce años tiene él que va a ser mi padre.
Viene en “Arlanza”. No me ve.
No tiene rostro la tierra que lo espera.
Avanza la nave que muerde aguas de extraños idiomas.
No lee ni escribe el que va a ser mi padre.
Helado trae el dibujo de la letra.
Oigo el naufragio de sus vapores de adentro
y su silencio me da garrotazos por la cabeza.
Grandotas tinieblas le bailan alrededor.
Duele el frío sobre la cubierta.
El muchachito no me ve pero me dicta:
“congoja”, apunte la palabra “congoja”, hijo,
y apunte “susto”, y no deje de apuntar “soledad”.
Una palabra de lana vuela hasta su cuello,
otra de abrigo desciende sobre sus hombros.
No lee ni escribe el que va a ser mi padre.
Respira un verde aire de consuelo
cuando me sueña escribiendo
en su sueño de más felicidad.
Y se detiene el que será su forzado carro de labor
para dictarme: apunte, hijo,
la palabra “trabajo y “techo” y “cama” apunte
y también “sopa de pollo
con sus flotantes monedas de oro”.
Lo veo. No me ve.
Le oigo: “tome la mano, hijo,
guíela,
escribamos”.
con la voz del poeta https://www.youtube.com/watch?v=8PDuT6UtBzU
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Marcos Silber,
Poesia Argentina Contemporanea
viernes, 12 de abril de 2019
Balzarino, Ángel (Villa Trinidad, Santa Fe 1943 - Rafaela, 2018)
El ordenanza
Cuidadosamente abrió
el pequeño paquete y dejó caer el polvo blanco dentro de la
cafetera. Luego revolvió con una cuchara el café hasta que desaparecieron
los puntos blancos y el líquido quedó otra vez de un color oscuro, definido e
intenso. Como el de todos los días. No se darán cuenta hasta
que sea demasiado tarde. Después, con una rapidez que relegaba el habitual
desgano con que realizaba ese trabajo diariamente, desde hacía casi un año,
sacó del armario seis tazas y seis platillos y los puso junto a la cafetera, en
la bandeja.
Ya está. Todo
listo. Creyó disfrutar ya el placer que le brindaría la concreción de su
plan. Aparentemente todo estaba como de costumbre, y, sin embargo, hoy su
tarea culminaría de una forma muy distinta a la de tantos otros
días; hoy, por fin, poseía el modo -que consideraba poderoso
e infalible- de destruir la exasperante rutina y, sobre todo, de vengarse de
esas seis personas que en el curso de muchos meses habían estado hostigándole
con sus bromas, sus órdenes imperiosas, sus risas descaradas.
Pero ahora se
liberaría definitivamente. Hoy se rebelaría contra el pertinaz asedio de
los demás —no solo de esas seis personas junto a las que trabajaba, sino
también de todas las que conoció desde su niñez— a causa del defecto físico
provocado por una profunda herida en su pierna izquierda al caerse sobre una
lata y que lo obligó a caminar siempre con una torpe y cómica oscilación.
Tenía cinco años cuando ocurrió eso y desde entonces su nombre verdadero fue
reemplazado por el del Rengo, apodo que los demás usaron en un tono despectivo,
acentuando más aún la certeza de su incapacidad. Y no pudo evitar ser
llamado así; primero fueron sus compañeros del colegio y luego los que tuvo en
los diversos lugares donde trabajó. Los otros habían encontrado a través de su
renguera un medio para bromear y entretenerse y ello resultaba fácil
porque él, como un cobarde o un sonámbulo, siempre lo aceptó todo: la
ofensa y el sarcasmo, la burla y el desprecio. Vivió mecánica e
insensiblemente, sólo invadido por un odio cada vez más profundo y exacerbado
hacia quienes lo rodeaban y que lo impulsó a esperar, con una conformidad
inaudita, el momento de vengarse. Únicamente eso quiso: vengarse. Y ese
deseo lo obsesionó durante días, meses, años... Pero como el tan anhelado
instante siempre era postergado por su indecisión o temor o falta de
oportunidad, comenzó a creer que eternamente sería un objeto frío e inanimado
para satisfacer el capricho de todos.
Ya desde que abandonó
el colegio (a los nueve años, cuando murió su padre, y la precaria
situación económica en que quedaron él y su madre, lo obligó a trabajar),
pareció internarse en un laberinto sin salida. En el primer lugar donde trabajó
se había repetido lo que sucedió en el colegio; su caminar dificultoso provocó
burlas despiadadas y entonces, para liberarse, dejó esa ocupación y buscó otra;
pero volvió a ocurrir lo mismo, y así, cambiando incesantemente de
trabajo —siendo cadete o repartidor de almacén o aprendiz de mecánico— se
fue hundiendo cada vez más en una existencia sórdida y miserable.
Durante años vegetó
sin alegría, ni sosiego, ni esperanza, realizando cualquier tarea,
considerando a cualquier ser que se le acercaba corno un terrible y alevoso
enemigo. No me tratarán siempre como a un perro. Haré algo
para impedirlo. Pero el momento de plasmar su deseo parecía siempre
inalcanzable.
Hasta hoy, porque al
fin tenía el valor y la ocasión de la revancha, que descargaría sobre seis
personas, brutalmente. Ya no volverán a burlarse de mí. Apartando los
recuerdos que lo mantuvieron un rato absorto e inmóvil, observó
su reloj: ya hacía cinco minutos que debía haber servido el café.
Lentamente levantó la
bandeja. Bueno, hoy será la última vez... Inició la marcha con
cierto embarazo. El peso de la bandeja lo obligaba a mantener un
equilibrio que nunca tuvo; y esa mañana, más que otras, temió trastabillar —lo
que era muy frecuente— y caerse, porque derramando el café quedaría
frustrada, o postergada de nuevo, su venganza. Debo tener mucho
cuidado. Aquí llevo una bomba.
Mientras caminaba
pensó que realmente ningún empleo le había resultado más penoso y desagradable
que el de ordenanza en esa empresa; y, como en otras partes, sólo obedecía a la
actitud de los demás. Allí creyó enfrentarse a los seres más perversos
que había conocido, los que hallaron en él —como el juguete nuevo en poder de
un chico— la fuente que los proveía de una diversión incesante, y todos los
días la conseguían de modo distinto: tirando papeles en el piso que él
acababa de limpiar, o haciéndole realizar inútiles diligencias sólo para reírse
de sus pasos irregulares, o lo que era peor y él más temía, causando su caída
con una zancadilla cuando llevaba la bandeja con la cafetera y las tazas.
Quiso también
abandonar ese trabajo, como había hecho con otros; pero se negó a continuar
su fuga constante y disparatada. Permaneció allí, dispuesto a
concluir de una vez con la horrenda situación que sobrellevaba desde la niñez.
E inesperadamente supo
cómo obtenerlo.
Fue el día anterior,
cuando observó a su madre depositar veneno sobre las flores para
resguardarlas de los insectos que había en el jardín. Sí. Por fin sabrán
todos de lo que soy capaz. Por eso había sacado un poco del veneno que su
madre guardaba en un aparador y esa mañana lo echó en el café.
Lentamente
cruzó el corredor que desembocaba en una reducida sala, y allí se detuvo,
frente a las tres puertas de las oficinas. ¿Cuánto tardarán en
morir? Era la primera vez que se formulaba esa pregunta, y comprendió en
seguida que no le interesaba el tiempo que tardaría en surtir efecto el veneno
—minutos, horas o quizá días—, sino más bien que coronase totalmente su propósito.
Por un momento no supo
en cuál de las tres oficinas entrar primero; pero, como queriendo seguir la
rutina ya establecida, se decidió por la del gerente. Sostuvo la bandeja
en una mano y con la otra dio dos golpes en la puerta; y oyendo una voz
familiar, la abrió.
Quedó algo
desconcertado. Allí no estaba solo el gerente, como todas las
mañanas, cuando servía el café, sino también los empleados. Todos: los
seis. Y apenas entró dejaron de hablar y clavaron los ojos en él, casi
con una repentina curiosidad, igual que si lo vieran por primera vez; y esa
fijeza inusitada hizo vacilar un poco la seguridad que tenía hasta entonces.
No obstante, se
esforzó por mantenerse sereno, y observando atentamente los seis rostros, casi
se asombró de no descubrir en ellos ningún gesto que revelase la habitual
mordacidad, pues aparecían serios, graves, como si ocurriera algo muy
importante. Pero, ¿qué pasa? Casi presintió el fracaso de su plan,
porque el hecho de estar todos allí, reunidos a esa hora, confería un carácter
desusado a la monotonía de las otras mañanas.
—Puede servir el café,
Aurelio —le dijo el gerente, en un tono suave y amable que no era el de
costumbre—. Lo tomaremos aquí.
La voz lo
sorprendió. Entonces trató de realizar naturalmente lo poco que faltaba
para concluir su obra. Tal vez morirán los seis al mismo tiempo. Depositó
la bandeja sobre el escritorio y luego, con cierto aturdimiento provocado por
el silencio y las miradas de ellos
—en ese momento atentas, fijas en él—, tomó la
cafetera con mano temblorosa y sirvió el café. No se darán cuenta. Casi
rogó que fuese así, pues aún no se sentía absolutamente seguro y temió que algo
—su nerviosidad, que sin duda era evidente, o el color del café, un poco más
claro que otras veces— develara lo que sucedía.
Pero, en seguida,
ellos tomaron las tazas y, a rápidos sorbos, bebieron el café. Y mientras
lo hacían, él deslizó la mirada por sus rostros, ya tranquilo, con un placer
morboso y desconocido. Ya está. Ahora dormirán para siempre. Y tuvo
el súbito impulso de gritarles su odio, de expresarles abiertamente que había
conseguido aplacar un poco la carga de angustia y sufrimiento, porque ellos
—solo ellos seis de los tantos seres que desplegaron un tenaz asalto sobre él—
acababan de convertirse en los destinatarios de la venganza que había estado
gestando y esperando a lo largo de muchos años, y hacerles comprender,
finalmente, que por primera vez era más fuerte y poderoso que todos.
Pero no expresó de
ninguna manera lo que experimentaba, Sólo le pareció que sus labios pretendían
esbozar una sonrisa, instintivamente, al imaginar que esos semblantes, ahora
serenos y despejados, muy pronto, a causa del veneno, se tornarían
lívidos, congestionados, duros, fríos. Como las hormigas. Recordó las diminutas
figuras negras e inertes que cubrían el jardín luego que su madre rociaba las
plantas con veneno. Aunque él no podría contemplar esas caras
descompuestas por el dolor y la agonía.
Despaciosamente se dio
vuelta y caminó unos pasos, pero antes de llegar a la puerta, la voz del
gerente lo detuvo:
—No se vaya, Aurelio.
Quedó paralizado, como
si un golpe brutal aplastara su cuerpo. ¿Qué pasaba ahora? ¿Acaso había
sido descubierto? Un sudor frío lo estremeció y sintió las piernas
débiles. Estoy perdido. De pronto creyó que esas seis personas se
convertirían en indignados acusadores. Pero cuando su mirada aterrorizada
abarcó sus rostros y los vio sonrientes, amistosos, cordiales, todo su miedo se
transformó sólo en sorpresa, que se acentuó más aún al oír la voz del gerente
diciéndole, como en un sueño absurdo e increíble:
—Hoy hace un año que
usted trabaja aquí. Por eso, para premiar su eficacia y dedicación, todos
nosotros queremos hacerle un obsequio —y tomando un pequeño
paquete que había sobre el escritorio, se lo alcanzó—. Sírvase.
Esperamos que sea de su agrado.
sábado, 9 de marzo de 2019
Javier Heraud (Miraflores, Lima, Perú, 1942 – Madre de Dios, 1963)
Yo nunca me río
de la muerte.
Simplemente
sucede que
no tengo
miedo
de
morir
entre
pájaros y árboles
Yo no me río de la muerte.
Pero a veces tengo sed
y pido un poco de vida,
a veces tengo sed y pregunto
diariamente, y como siempre
sucede que no hallo respuestas
sino una carcajada profunda
y negra. Ya lo dije, nunca
suelo reir de la muerte,
pero sí conozco su blanco
rostro, su tétrica vestimenta.
Yo no me río de la muerte.
Sin embargo, conozco su
blanca casa, conozco su
blanca vestimenta, conozco
su humedad y su silencio.
Claro está, la muerte no
me ha visitado todavía,
y Uds. preguntarán: ¿qué
conoces? No conozco nada.
Es cierto también eso.
Empero, sé que al llegar
ella yo estaré esperando,
yo estaré esperando de pie
o tal vez desayunando.
La miraré blandamente
(no se vaya a asustar)
y como jamás he reído
de su túnica, la acompañaré,
solitario y solitario.
--
De El Viaje 1961
miedo
de
morir
entre
pájaros y árboles
Yo no me río de la muerte.
Pero a veces tengo sed
y pido un poco de vida,
a veces tengo sed y pregunto
diariamente, y como siempre
sucede que no hallo respuestas
sino una carcajada profunda
y negra. Ya lo dije, nunca
suelo reir de la muerte,
pero sí conozco su blanco
rostro, su tétrica vestimenta.
Yo no me río de la muerte.
Sin embargo, conozco su
blanca casa, conozco su
blanca vestimenta, conozco
su humedad y su silencio.
Claro está, la muerte no
me ha visitado todavía,
y Uds. preguntarán: ¿qué
conoces? No conozco nada.
Es cierto también eso.
Empero, sé que al llegar
ella yo estaré esperando,
yo estaré esperando de pie
o tal vez desayunando.
La miraré blandamente
(no se vaya a asustar)
y como jamás he reído
de su túnica, la acompañaré,
solitario y solitario.
--
De El Viaje 1961
krishna o los deseos
A. C. B., interminable amigo.
Keshava, ¿con qué objeto mataría
a los míos? No deseo la victoria,
los reinos ni los placeres.
Bhagavad-Gita. I, 31
a los míos? No deseo la victoria,
los reinos ni los placeres.
Bhagavad-Gita. I, 31
I
No deseo la victoria.
La victoria es siempre pasajera,
no queda después sino la muerte,
el regocijo, el gozo falso de la vida:
una hierba caída sobre el hombro,
un refugio que aguarda su retorno,
un escondido llanto después de la
batalla y la victoria.
Un vaso palpitante,
un cuerpo en perpetuo movimiento,
un cenicero vacío eternamente
son más efímeros quo la victoria,
efímera y vana, cansada y agotante.
Difícil es remar a remo suelto,
difícil llenar el vaso lleno,
difícil cambiar el tiempo ajeno.
No deseo la victoria ni la muerte,
no deseo la derrota ni la vida,
sólo deseo el árbol y su sombra,
la vida con su muerte.
La victoria es siempre pasajera,
no queda después sino la muerte,
el regocijo, el gozo falso de la vida:
una hierba caída sobre el hombro,
un refugio que aguarda su retorno,
un escondido llanto después de la
batalla y la victoria.
Un vaso palpitante,
un cuerpo en perpetuo movimiento,
un cenicero vacío eternamente
son más efímeros quo la victoria,
efímera y vana, cansada y agotante.
Difícil es remar a remo suelto,
difícil llenar el vaso lleno,
difícil cambiar el tiempo ajeno.
No deseo la victoria ni la muerte,
no deseo la derrota ni la vida,
sólo deseo el árbol y su sombra,
la vida con su muerte.
II
No deseo los reinos.
Un reino es siempre mensurable:
tantos metros y distancias,
tantos bueyes y caballos lo
separan de otros reinos pasajeros.
No deseo ningún reino:
mi único reino es mi corazón cantando,
es mi corazón hablando,
mi único reino es mi corazón llorando,
es mi corazón mojado:
mi reino es mi seco corazón (ya lo dije)
mi corazón es el único reino
indivisible,
el único reino que nunca nos traiciona,
mi reino y mi corazón,
(ya tengo el corazón)
no deseo los reinos si tengo mi
pecho y mi garganta,
no deseo los valles ni los reinos.
Un reino es siempre mensurable:
tantos metros y distancias,
tantos bueyes y caballos lo
separan de otros reinos pasajeros.
No deseo ningún reino:
mi único reino es mi corazón cantando,
es mi corazón hablando,
mi único reino es mi corazón llorando,
es mi corazón mojado:
mi reino es mi seco corazón (ya lo dije)
mi corazón es el único reino
indivisible,
el único reino que nunca nos traiciona,
mi reino y mi corazón,
(ya tengo el corazón)
no deseo los reinos si tengo mi
pecho y mi garganta,
no deseo los valles ni los reinos.
No deseo los placeres.
No existe el placer sino la duda,
no existe el placer sino la muerte,
no existe el placer sino la vida.
(El mar lavará mi espíritu en las arenas,
lo lava todos los días en el recuerdo,
lo ha lavado con palabras,
el mar no es un placer sino una vida).
El mar es el reino de la soledad y el naufragio.
No existe el placer sino la duda,
no existe el placer sino la muerte,
no existe el placer sino la vida.
(El mar lavará mi espíritu en las arenas,
lo lava todos los días en el recuerdo,
lo ha lavado con palabras,
el mar no es un placer sino una vida).
El mar es el reino de la soledad y el naufragio.
No deseo sino la vida,
no deseo sino la muerte.
no deseo sino la muerte.
V
Descansar en el valle
que baña el río todas las tardes,
en las arenas que cubre el. mar
todas las noches,
en el viento que sopla en los ojos,
en la vida que alienta ya sin fuego,
en la muerte que respira el aire lleno,
en mi corazón que vive y muere diariamente.
que baña el río todas las tardes,
en las arenas que cubre el. mar
todas las noches,
en el viento que sopla en los ojos,
en la vida que alienta ya sin fuego,
en la muerte que respira el aire lleno,
en mi corazón que vive y muere diariamente.
Noviembre, 1960.
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