miércoles, 21 de febrero de 2018

Ron Padgett ( Tulsa, Oklahoma, 1942 )







Cómo ser perfecto 

                                           Todo es perfecto, querido amigo.
Kerouac



Duerme

No des consejos.

Cuida tus dientes y encías.

No tengas miedo a nada que esté fuera de tu control. No tengas miedo, por
ejemplo, de que el edificio se caiga mientras duermes, o de que alguien a quien
amas muera súbitamente.

Come una naranja todas las mañanas.

Se amable. Te hará feliz.

Eleva tus latidos a 120 pulsaciones por minuto durante 20 minutos
cuatro o cinco veces por semana haciendo cualquier cosa que te guste.

Desea todo. No esperes nada.

En primer lugar, cuida las cosas que están cerca de tu casa. Ordena tu cuarto
antes de salvar al mundo. Luego salva al mundo.

Ten en cuenta que el deseo de ser perfecto es quizás la expresión encubierta
de otro deseo- ser amado, tal vez, o no morir.

Haz contacto visual con un árbol.

Se escéptico a toda opinión, pero trata de encontrar algún valor en cada
una de ellas.

Vístete de modo que te guste tanto a ti como  a quienes te rodean.

No hables rápido.

Aprende algo cada día. (Dziendobre!)

Se amable con las personas antes de que tengan la ocasión de portarse mal.

No te enojes por más de una semana, pero no olvides aquello que te hizo enojar. Mantén tu ira al alcance de la mano y obsérvala, como si fuera una bola de cristal. Luego agrégala a tu colección de bolas de cristal.

Se fiel.

Usa zapatos cómodos.
Planifica tus actividades para que reflejen un equilibrio gratoy variedad.

Se amable con los mayores, incluso aunque sean odiosos. Cuando llegues a
viejo, se amable con los jóvenes. No les tires tu bastón cuando te llamen Abuelo. ¡Son tus nietos!

Vive con un animal.

No pases demasiado tiempo con grandes grupos de personas.

Si necesitas ayuda, pídela.

Cultiva una buena postura hasta que se vuelva natural.

Si alguien asesina a tu hijo, consigue un arma y vuélale la cabeza.

Planifica tu día para que nunca debas correr.

Muestra tu aprecio a las personas que hacen algo por ti, incluso aunque les
hayas pagado, incluso aunque te hagan favores que no pediste.

No malgastes el dinero que podrías dar a aquellos que lo necesitan.

Espera que la sociedad sea defectuosa. Luego llora cuando te des cuenta de que es mucho más defectuosa de lo que creías.

Cuando pidas algo prestado, devuélvelo en mejores condiciones.

Utiliza objetos de madera en lugar de objetos plásticos o metálicos, tanto como sea posible.

Mira el pájaro que está allí.

Luego de la cena, lava los platos.

Cálmate.

Visita países extranjeros, excepto aquellos cuyos habitantes hayan
expresado su deseo de matarte.

No esperes que tus hijos te amen, pueden, si quieren.

Medita acerca de lo espiritual. Luego ve un poco más allá, si tienes ganas.
¿Qué hay allá afuera?

Canta, cada tanto.

Se puntual, pero si llegas tarde no des una larga y detallada
excusa.

No seas demasiado auto-crítico ni  demasiado auto-complaciente.

No pienses que el progreso existe. No es así.

Sube las escaleras.

Imagina qué querrías que ocurra, y luego no hagas
nada que lo convierta en algo  imposible.

Desconecta tu teléfono al menos dos veces por semana.

Mantén limpias tus ventanas.

Extirpa cualquier indicio de ambición personal.

No uses la palabra extirpar muy a menudo.

Perdona a tu país de vez en cuando. Si eso no fuera posible, vete
a otro país.

Si estás cansado, descansa.

Siembra algo.

No deambules por las estaciones de trenes murmurando: “¡Todos vamos a
morir!”

Cuenta entre tus verdaderos amigos a gente de diferentes momentos de tu vida.

Disfruta de los pequeños placeres, como el placer de masticar, el placer del agua caliente corriendo por tu espalda, el placer de una brisa fresca, el placer de quedarse dormido.

No exclames: “¡No es maravillosa la tecnología!”.

Aprende a elongar tus músculos. Elóngalos todos los días.

No te deprimas por envejecer. Te hará sentir más viejo.  Lo cual es deprimente.

Haz una cosa a la vez.

Si te quemas un dedo, ponlo en agua fría de inmediato. Si te martillas
el dedo, sostén tu mano en el aire durante veinte minutos.
Los poderes curativos del frío y de la gravedad te sorprenderán.

Aprende a silbar a un volumen ensordecedor.

Mantén la calma en una crisis. Cuanto más crítica la situación, más tranquilo debes permanecer.

Disfruta del sexo, pero no te obsesiones con él. Con excepción de breves períodos durante tu adolescencia, juventud, mediana edad y vejez.

Contempla todo opuesto.

Si te asalta el temor de que has nadado muy mar adentro, da la vuelta y regresa al bote salvavidas.

Mantén tu niño vivo.

Responde tus cartas sin demora. Utiliza estampillas atrayentes, como la que tiene un  tornado.

Llora de vez en cuando, pero nada más cuando estés solo. Luego agradece
cuánto mejor te sientes. No te avergüences por sentirte mejor.

No aspires humo.

Respira hondo.

No seas impertinente con la policía.

No te bajes del cordón hasta que hayas  recorrido toda la calle. Desde  el cordón  puedes estudiar a los peatones que están atrapados en el medio del enloquecido y ruidoso tráfico.   

Se bueno.

Recorre diferentes calles.

Hacia atrás.

Recuerda la belleza, que existe, y la verdad, que no. Mira que la
idea de verdad es tan poderosa como la idea de belleza.

Permanece fuera de la cárcel.

En la madurez, conviértete en místico.

Usa la nueva fórmula con control del sarro del dentífrico Colgate.

Visita a amigos y conocidos en el hospital. Cuando sientas que es
tiempo de retirarte, hazlo.

Se honesto contigo, diplomático con los demás.

No te vuelvas loco. Es una pérdida de tiempo.

Lee y relee grandes libros.

Cava un pozo con una pala.

En invierno, antes de ir a dormir, humidifica el cuarto.

Comprende que las únicas cosas perfectas son una puntuación de 300 en un partido de bowling y un partido de béisbol con 27 bateos, 27 outs.

Bebe mucha agua. Cuando te pregunten qué quieres beber,
di: “Agua, por favor”.

Pregunta: “¿Dónde está el baño?”, pero no: “¿Dónde puedo orinar?”

Se amable con los objetos.

Comenzando a partir de los cuarenta, realiza un chequeo médico cada tanto
con un médico de confianza que te haga sentir a gusto.

No leas el periódico más de una vez al año.

Aprende a decir “hola”, “gracias”, y “palitos chinos” en mandarín.

Eructa y tírate pedos, pero en silencio.

Se especialmente amable con los extranjeros.

Mira la sombra que interpreta la marioneta e imagina que eres uno de los
personajes. O todos ellos.

Saca la basura.

Ama la vida.

Da el cambio exacto.

Cuando haya un tiroteo en la calle, no te acerques a la ventana.



Versión ©Silvia Camerotto





How to Be Perfect
 



                                                                       Everything is perfect, dear friend.
                                                                                                   —
KEROUAC



Get some sleep.

Don't give advice.

Take care of your teeth and gums.

Don't be afraid of anything beyond your control. Don't be afraid, for
instance, that the building will collapse as you sleep, or that someone
you love will suddenly drop dead.

Eat an orange every morning.

Be friendly. It will help make you happy.

Raise your pulse rate to 120 beats per minute for 20 straight minutes
four or five times a week doing anything you enjoy.

Hope for everything. Expect nothing.

Take care of things close to home first. Straighten up your room
before you save the world. Then save the world.

Know that the desire to be perfect is probably the veiled expression
of another desire—to be loved, perhaps, or not to die.

Make eye contact with a tree.

Be skeptical about all opinions, but try to see some value in each of
them.

Dress in a way that pleases both you and those around you.

Do not speak quickly.

Learn something every day. (Dzien dobre!)

Be nice to people before they have a chance to behave badly.

Don't stay angry about anything for more than a week, but don't
forget what made you angry. Hold your anger out at arm's length
and look at it, as if it were a glass ball. Then add it to your glass ball
collection.

Be loyal.

Wear comfortable shoes.

Design your activities so that they show a pleasing balance
and variety.

Be kind to old people, even when they are obnoxious. When you
become old, be kind to young people. Do not throw your cane at
them when they call you Grandpa. They are your grandchildren!

Live with an animal.

Do not spend too much time with large groups of people.

If you need help, ask for it.

Cultivate good posture until it becomes natural.

If someone murders your child, get a shotgun and blow his head off.

Plan your day so you never have to rush.

Show your appreciation to people who do things for you, even if you
have paid them, even if they do favors you don't want.

Do not waste money you could be giving to those who need it.

Expect society to be defective. Then weep when you find that it is far
more defective than you imagined.

When you borrow something, return it in an even better condition.

As much as possible, use wooden objects instead of plastic or metal
ones.

Look at that bird over there.

After dinner, wash the dishes.

Calm down.

Visit foreign countries, except those whose inhabitants have
expressed a desire to kill you.

Don't expect your children to love you, so they can, if they want to.

Meditate on the spiritual. Then go a little further, if you feel like it.
What is out (in) there?

Sing, every once in a while.

Be on time, but if you are late do not give a detailed and lengthy
excuse.

Don't be too self-critical or too self-congratulatory.

Don't think that progress exists. It doesn't.

Walk upstairs.

Do not practice cannibalism.

Imagine what you would like to see happen, and then don't do
anything to make it impossible.

Take your phone off the hook at least twice a week.

Keep your windows clean.

Extirpate all traces of personal ambitiousness.

Don't use the word extirpate too often.

Forgive your country every once in a while. If that is not possible, go
to another one.

If you feel tired, rest.

Grow something.

Do not wander through train stations muttering, "We're all going to
die!"

Count among your true friends people of various stations of life.

Appreciate simple pleasures, such as the pleasure of chewing, the
pleasure of warm water running down your back, the pleasure of a
cool breeze, the pleasure of falling asleep.

Do not exclaim, "Isn't technology wonderful!"

Learn how to stretch your muscles. Stretch them every day.

Don't be depressed about growing older. It will make you feel even
older. Which is depressing.

Do one thing at a time.

If you burn your finger, put it in cold water immediately. If you bang
your finger with a hammer, hold your hand in the air for twenty
minutes. You will be surprised by the curative powers of coldness and
gravity.

Learn how to whistle at earsplitting volume.

Be calm in a crisis. The more critical the situation, the calmer you
should be.

Enjoy sex, but don't become obsessed with it. Except for brief periods
in your adolescence, youth, middle age, and old age.

Contemplate everything's opposite.

If you're struck with the fear that you've swum out too far in the
ocean, turn around and go back to the lifeboat.

Keep your childish self alive.

Answer letters promptly. Use attractive stamps, like the one with a
tornado on it.

Cry every once in a while, but only when alone. Then appreciate
how much better you feel. Don't be embarrassed about feeling better.

Do not inhale smoke.

Take a deep breath.

Do not smart off to a policeman.

Do not step off the curb until you can walk all the way across the
street. From the curb you can study the pedestrians who are trapped
in the middle of the crazed and roaring traffic.

Be good.

Walk down different streets.

Backwards.

Remember beauty, which exists, and truth, which does not. Notice
that the idea of truth is just as powerful as the idea of beauty.

Stay out of jail.

In later life, become a mystic.

Use Colgate toothpaste in the new Tartar Control formula.

Visit friends and acquaintances in the hospital. When you feel it is
time to leave, do so.

Be honest with yourself, diplomatic with others.

Do not go crazy a lot. It's a waste of time.

Read and reread great books.

Dig a hole with a shovel.

In winter, before you go to bed, humidify your bedroom.

Know that the only perfect things are a 300 game in bowling and a
27-batter, 27-out game in baseball.

Drink plenty of water. When asked what you would like to drink,
say, "Water, please."

Ask "Where is the loo?" but not "Where can I urinate?"

Be kind to physical objects.

Beginning at age forty, get a complete "physical" every few years
from a doctor you trust and feel comfortable with.

Don't read the newspaper more than once a year.

Learn how to say "hello," "thank you," and "chopsticks"
in Mandarin.


Be especially cordial to foreigners.

See shadow puppet plays and imagine that you are one of the
characters. Or all of them.

Take out the trash.

Love life.

Use exact change.

When there's shooting in the street, don't go near the window.





En Collected Poems. Coffee House Press, 2013

tomado del blog http://desibilasypitias.blogspot.com.ar/

lunes, 12 de febrero de 2018

"Michel" de Marco Denevi







Qué voy a llamarme Michel, che, avisá. Me llamo Gonzalo Maritti. Yo nunca había sabido por qué mi vieja, que se llamaba Rosina Maritti y era tana, me había puesto ese nombre gallego. Pero en Le matelot todos los mozos teníamos que tener nombres franceses. Una chifladura de Gastón, del trompa, que en realidad se llamaba Héctor. Lo de Michel me lo eligió Freddy, porque yo, la verdad, de francés no manyo ni medio. Hacía una semana que trabajaba en Le matelot. Era mi primer laburo, sabés, porque mientras vivió la vieja me mantenía para que yo estudiase. No estudiaba, pero a la vieja, con tal de que se quedara tranquila, le engrupía que sí. Bueno, cuando la vieja sonó me encontré en la más porca miseria. Freddy, que conocía al país, me consiguió ese rebusque en la whisquería. Era amigo de Gastón y Gastón, apenas me vio, lo miró a Freddy y le dijo que sí, que yo le servía.
No iba a servirle, yo. Diez y ocho años y una pinta que rajaba los cielos. Ahora me ves muy chanfleado, pero imagínate entonces. A los dos días ya era el mozo más popular. El gordo primero me mandó a las mesas, pero después manyó el juego de miradas y me puso a atender el bar. Tendrías que haber visto a la mariconería de la barra. Me daban la mano, me buscaban conversación, me tuteaban, a cada rato me pedían fuego. Pero yo me quedaba en la cochera. Atento, eso sí, pero en la cochera. Porque, ¿quiénes eran, todos ésos? Pendejos como yo. Eso es lo que tenía de malo Le matelot. Que estaba lleno de pibes. Y yo para qué quería pibes, querés decirme. Yo esperaba otra cosa, me comprendés. Una cosa como Freddy, cuando Freddy era un bacán y tenia tres años menos. Pero Freddy se había secado y de golpe se había vuelto un jovato que era más de Dios que de nosotros, te juro, por la enfermedad.
Cuando el punto apareció aquella noche, toda la mariconería de la barra hizo silencio, calcula cómo sería, y le clavó los carozos. Después meta codearse entre ellos y mover las plumas. O como decía Gastón: sacaron las polveras. Uno bueno para cargar a los maricones. Pero el punto no miraba a nadie. Me miraba a mí, sabes, a mi desde el primer momento.
Un tipo como de cuarenta años, con cuerpo de pato vica, rubio, la piel tostada. Parecido, para que te des una idea, a Buster Crabbe. No sabés quién es. No importa. Uno que hacía de Tarzán cuando vos no habías nacido. Yo tenía la foto de Buster Crabbe en mi pieza (me la había regalado Freddy, vestido con un taparrabo de piel de tigre, acariciando a un león y sonriéndose cancheramente. Un punto así, sí, pensé. Hasta era capaz de hacérselo gratarola. Bueno, gratarola del todo no. Pero me conformaba con que me invitase a morfar o me regalase una corbata. Claro que para qué macanear: lo lindo hubiera sido que me nombrara guardaespaldas o secretario privado. De día todo normal. Y a la noche, me entendés. O que me adoptara como hijo. ¿Te imaginás? ¿Quién iba a avivarse? Y de paso tenía el vento asegurado.
Le caí como un águila. Juná mi técnica. Apoyo las dos manos en el borde del mostrador, me inclino delante del cliente y en voz baja, bien serio, sabés, pero amable, le pregunto:
—¿Qué le sirvo, señor?
Porque hay bonchas que dicen:
—¿Qué se sirve?
¿Pero dónde creen que están? ¿En un café al paso? En cambio yo siempre preguntaba:
—¿Qué le sirvo, señor?
¿Te das cuenta la diferencia? Qué le sirvo yo. Yo a usted. Porque yo estoy aquí para eso, para servirlo a usted, y usted está aquí para pedirme. Usted pide y yo obedezco. Un cliente con categoría sabe apreciar esas cosas. Las pescan en el aire y te las agradecen.
Me contestó:
—Un Vat.
Fenómeno, pensé. Éste no es de los amarras que piden jugo de fruta o querosén nacional.
Tenía voz de macho y una cara que vista de cerca era impresionante, te juro. ¡Y las pilchas del loco! Corbata italiana, camisa de poplín, una tragedia gris clarito que era un sueño. Yo, que entonces tenía al berretín de la ropa, se la tasé de una ojeada.
Seguía inclinado delante de él.
—¿Hielo? ¿Agua? ¿Soda?
—Hielo.
—Sí, señor.
Y mientras tanto lo miraba en los ojos, un cacho de ojos verdes, viejo, que te daban chuchos de frío, y él también me miraba. Los dos serios, me entendés. Nada de sonrisitas. Pero una seriedad, no sé cómo explicártelo, una seriedad como de dos que se pasan el dato y no quieren que los demás se aviven.
Yo me iba a buscar el whisky cuando vi que se ponía un faso en la boca. Como una luz me acerqué y le di fuego con mi Dupont de oro. El Dupont me lo había regalado Freddy. No fallaba nunca y en la oscuridad del boliche brillaba como una alhaja. Me lo agradeció con un movimiento de zabeca sin dejar de campanearme. Ya había algo, todavía poco, pero algo entre los dos.
Ahora venía un rato de mozo puro. Me fui hasta la coctelería, busqué la botella de Vat, el vaso, el baldecito con hielo, la medida, le pedí a Gastón el tíquet, todo eso sin mirarlo, dándole casi siempre la espalda, pero todo muy rápido, me entendés, para que viera si por ahí me vigilaba, que yo me había dado cuenta de que era un cliente distinguido y que a un cliente distinguido no hay que hacerlo esperar.
Volví y le serví el Vat en su presencia, una atención que no le hacía a cualquiera, por más importado que pidiese, y le pregunté:
—¿Uno? ¿Dos?
—Dos, por favor.
Le eché los dos cubitos, pinché el tiquet, y ahora la tercera parte de mi técnica. Vos te quedás bien cerca del cliente, te quedás derecho, sin mirarlo, te ponés a mirar el salón o la gente que pasa por la calle. Pero sí el punto saca otro faso corrés a encendérselo. Así el tipo carbura que aunque vos mirabas para otro lado en realidad estabas pendiente de él, y si no lo mirabas era para no cargosearlo y dejar que tomara su trago tranquilo, pero vos seguías allí, bien cerquita, listo para satisfacerle cualquier deseo. Mirá, un cliente con clase aprecia esas cosas.
Lástima que la maríconería de la barra, alborotados como estaban, quisieron arruinarme la estrategia. Querían llamar la atención del candidato y no encontraban mejor forma que pedirme a los gritos:
—Michel, un vaso de agua.
—Michel, otro Daikiri.
—Michel, me das fuego.
Y Michel de aquí y de allá. Bueno, de todos modos así él se enteraba de mí nombre. Podía ver que los clientes me tuteaban y aunque me daban un poco de calce yo sabía responder sin abusar, me entendés. Que si yo no era un levante fácil, bueno, tampoco era un intocable.
Él, cada tanto, junaba los alrededores. Los pibes, creyendo que buscaba conexiones, se ponían frenéticos. Pero él en seguida volvía a mirarme a mí o miraba el vaso, y fumaba. Yo me daba cuenta de todo sin necesidad de clavarle el telescopio, y me hacía el plato. Los pibes también se avivaron, porque tienen una cancha para eso. Pero nadie me dijo nada. Es la ley del ambiente, sabés. Si yo hubiera estado del otro lado del mostrador, entonces sí, entonces más de uno hubiera venido a decirme:
—Te felicito, muñeco. Parece que te levantaste a aquella divinura.
Pero yo era un mozo y no podían dar el brazo a torcer.
Y a lo mejor, de bronca, para joderme, nada más, me tenían loco a pedidos. Joderme a mí. Pobres de ellos.
Justo cuando uno de la barra, ya no me acuerdo quién, me obligaba a cambiarle el vaso, vi que Jorge, alias Jorgelina, un maricón que se drogaba y daba unas festicholas en su casa que madre querida, según me contaron porque yo no fui nunca, con tal de entrar en conversación con Buster Crabbe le había volcado medio vaso de cuba libre en la manga.
Al tipo que quería que le cambiase el vaso lo dejé plantado y corrí a la otra punta de la barra, donde estaba Buster Crabbe. Así le hacía ver que él era, para mí, más importante que todos aquellos mariconcitos juntos.
Jorge, con esa voz de gallina clueca, le decía:
—Oh, perdone, perdone.
Y sacaba un pañuelo y se lo pasaba por la manga. Buster Crabbc, sin siquiera mirar lo que hacia el otro, le contestó:
—Está bien, no es nada.
Y siguió tomando su whisky.
Cuando yo me acerqué me parecía que me sonreía con los ojos, como diciéndome: ¿Pero te das cuenta, pibe, a lo que llega este pulastro? Yo me mantuve serio, sabés, porque a ver si lo hacía cabrear a la Jorgelina, que al fin y al cabo dejaba sus tres lucas todas las noches, y dije:
—Permítame, señor.
Y saqué yo también mi pañuelo, el único que me quedaba de los que me había regalado Freddy, de hilo irlandés, bacanísimo.
Él me atajó:
—No se moleste, muchas gracias.?
Pero entendeme, sin agresividad. Qué cosa, digo agresividad y se me viene a la piojera una punta de recuerdos. Agresividad. Era la palabra preferida de Freddy. Para Freddy estabas o no estabas agresivo, un tipo se reía con agresividad o te cargaba sin agresividad. Yo comprendo lo que quería decir. Por ejemplo Buster Crabbe me contestó:
—No se moleste.
Y estaba serio, pero sin agresividad. Al contrario. Mirá, como si estuviera serio nada más que para demostrarme que allí, entre todos aquellos pibes, el único que estaba a su altura era yo, pero que no podía o no quería deschavarse delante de todos, se deschavaba de a poquito, en una forma para que nadie se avivara, para que únicamente yo, si era piola, me diese cuenta. Qué querés, eso me gustó. Y decidí seguirle el juego.
Así que cuando a continuación del «No se moleste» me pidió otro trago, le contesté lo más serio y sin mirarlo:
—Sí, señor.
Y me largué derecho a buscar el Vat. Oí la voz de gallina clueca de Jorge:
—¿Estoy perdonado?
Y la voz machaza de Buster Crabbe:
—Siempre que me deje solo, sí.
¡Bárbaro! ¡Era bárbaro aquel tipo! Tuve ganas de reírme, te juro. Ganas de darme vuelta y ver la jeta que había puesto la otra loca. Pero cuando llegué al bar y pude mirar ya Jorge se había hecho humo y Buster Crabbe fumaba otro faso, y yo me había perdido la oportunidad de encendérselo y por ahí, quién sabe, de empezar a conversar.
Se quedó toda la noche. Cada tanto campaneaba a los pibes de la barra o a las parejas del salón, pero con una mirada sobradora, me entendés, de tipo caminado que sabe lo que es el escalope. No como esos grasas que alguna veces caían de casualidad en Le matelot y cuando se avivaban ponían una cara que vos te dabas cuenta que tenían ganas de repartir castañazos. No, mirá. Él los relojeaba como balconeando una cosa divertida. Pero a eso de las dos ya empezó a poner cara de aburrido. Lógico. Quería que toda esa manga de maricones se las picara y lo dejaran solo conmigo, y así podríamos hablar tranquilamente. Porque un caballero inglés como él no iba a deschavarse delante de todos ésos. Eso sí, me miraba cada vez más seguido. Fijate un poco lo que hacía: me miraba fijo, en seguida desviaba la vista, otra vez me miraba fijo, de vuelta desviaba la vista, y así, che, un rato largo. Igualito que Freddy, cuando Freddy me conoció en La farola. Seguro que estaba preparando el levante en serio.
Yo quería también que se fueran todos. Pero no se iban. Y cuando se iban dos entraban tres, y la barra seguía repleta de pibes. Pensé que ya era hora de darle a entender que yo me había avivado y que estaba con él, porque a ver si el punto, podrido de hacer amansadora, se las tomaba. Así que empecé a sonreirle. Pero entendeme. Tengo mi técnica. Freddy siempre decía que yo era el único que sabía sonreírse sin estirar los labios. Decía que yo era un ventrílocuo de la sonrisa. Y él se avivó en seguida, me di cuenta, porque empezaron a reírsele los ojos.
El tercer trago se lo ofrecí yo sin pedirle permiso a Gastón.




—Una atención de la casa, señor.
Se lo serví y le serví los dos cubitos, y me pareció que saber que le gustaba solo con hielo, con dos cubitos, y servírselo sin preguntarle nada era como conocerle todos sus gustos, como empezar a ser su secretario privado, su hombre de confianza. Era lindo.
Y cuando iba a dejarlo otra vez solo para colocarme, como te dije, a pocos pasos de él, me mandó en voz baja un:
—Muchas gracias, Michel.
Que me hizo cosquillas. ¿Te das cuenta? Me había llamado Michel. Un punto que era la primera vez que venía a Le matelot, un tipo bacán, un señorito inglés, y con esa pinta. No, si Buster Crabbe ya era mío.
Pero para que nadie se avivara empecé a poner jeta de velorio. Bueno, te diré. Un poco para que nadie se avivara y otro poco porque cuando un punto de ésos me levantaba, no sé por qué, me venía la neura. Con Freddy me pasó lo mismo. Vos tendrías que haber visto lo que era Freddy cuando lo conocí y yo era un pibe de quince años. Bueno, quién se acuerda de Freddy, ahora. La cuestión es que si vos en ese momento entrabas en Le matelot y me veías, creías que yo andaba con toda la mufa de Nemesio.
Por fin, a las cuatro y media, en la barra no quedó nadie más que él, y una pareja franeleando en el salón.
Entonces vi, aunque me mandaba la parte de mirar para otro lado, que me llamaba con la mano. Corrí a atenderlo.
Otra vez puse las dos manos en el borde del mostrador, me incliné delante de él, como la primera vez, te acordás que te dije cómo era mi técnica, pero ahora lo miré bien en los ojos y le sonreí con toda la cara. A la madrugada yo estaba más pintón que nunca. Me ponía pálido y se me marcaban unas ojeras que todo el mundo me decía que parecía James Dean. A esa hora más de una noche algún cliente, en curda, me preguntaba con la lengua hecha un trapo:
—Michel, Michel, ¿cuánto cobrás?
Pero lo que él me dijo fue:
—El último.
Y me señaló el vaso.
Le serví el cuarto Vat. La cuenta acusaba mil doscientos mangos. Y me quedé junto a él, delante de él, sin ningún disimulo, como esperando algo, como para darle calce. Él también me miraba y se sonreía, un poco en curda, pensé. En curda hasta el más estrecho tira la chancleta. Entonces, bajito, no sé por qué porque Gastón en la otra punta del mostrador hacía cuentas, y la parejita franeleaba a treinta metros de distancia, a lo mejor para darle intimidad a la conversación o para que todo el fato fuera una cosa así, misteriosa, me preguntó:
—¿De veras te llamás Michel?
Me tuteaba, el guacho. Y de golpe se me cruzó que era un tira. Otra vez me mandé la parte de tristón, pero lo que tenía era julepe y bronca.
—No, señor. Aquí me obligaron a cambiarme el nombre.
—¿Y cómo te llamás?
—Gonzalo.
Bajó los ojos y se mandó una sonrisíta Kolynos.
—Lindo nombre. Me gusta más que Gastón.
—A mí también.
Es cierto. Michel suena un poco amariconado. Michel estará bien para un peluquero de mujeres o para un modisto, pero no para mí. Gonzalo es un nombre fetén fetén, de macho, gallego pero de macho.
Se mandó el whisky como muerto de sed, como si fuera coca-cola. Yo, pensando siempre que era un tira, miraba la calle y hacía rostro, pero por las dudas ponía cara de cabrero.
—¿Hace mucho que trabajás aquí?
—Una semana.
—¿Y te gusta este trabajo?
Me iba a agarrar. Ni anestesiado.
—No, señor. Qué va a gustarme.
—¿Y entonces por qué lo hacés?
—A la fuerza ahorcan. No conseguí nada mejor.
—¿Qué edad tenés?
—Dieciocho años, casi diecinueve.
—¿Y tus padres están conformes?
Hablábamos como en un confesionario. Sin querer parecía que andábamos en algún balurdo raro. Gastón, desde la otra punta, se avivó, como me di cuenta después. Pero si vos no nos oías, te hubieras creído que yo tocaba el piano en la cana. Lo digo por mí, porque contestaba agresivamente. Te das cuenta, la palabrita de Freddy. Se me pegó, desde entonces, y todavía me dura. Bueno, te decía que yo contestaba agresivamente. En cambio él me preguntaba de lo más amable.
—No tengo padres, señor. No tengo a nadie. Estoy solo en el mundo.
Se lo dije de un saque. Si era de la Federal, eso me serviría. Ser huérfano, tener dieciocho años, estar solo en el mundo.
Él se quedó un rato callado. Un rato tan largo que me animé a mirarlo. Le brillaban los ojos. ¡Qué ojos, mamita querida! Como si se hubiese mandado la falopa. Era más pintón que Buster Crabbe.
Para disimular esa mirada de tigre otra vez bajó los ojos.
—¿Dónde vivís?
—En Canning y Las Heras.
—¿Solo?
Vivir solo, para la cana, es un tanto en contra. Pero a lo mejor me lo preguntaba para ver si yo tenía comodidad donde llevarlo. De cualquier manera con doña Zulma no podía arriesgarme. Así que lo mejor, pensé, es decirle la verdad.
—No. Alquilo una pieza en una casa de familia. Yo ya vivía allí con mi madre. Pero ahora que mi madre murió…
—¿Hace mucho?
—Diez días.
—Ah, cuánto lo siento.
Qué iba sentir. Se mandaba la milanesa de puro educado, pero por adentro, pensé, estará que baila en una pata.
Yo, por las dudas, por si era un tira, aunque pinta de tira no tenía, le daba más explicaciones.
—Antes alquilábamos dos piezas, mi madre y yo. Pero ahora con una basta.
—Comprendo.
—Tuve que ajustarme el cinturón.
—Comprendo, comprendo.
Se quedó otro rato callado, mirando el vaso y haciéndolo dar vueltas entre las manos. Ya no tenía más whisky. Solamente un cubito medio derretido. Yo esperaba. Sabía, por Freddy, que un punto joven, pintón y tirado es la mejor carnada.
—Michel.
—Sí, señor.
Seguía callado, mirando el vaso. Le gustaba más Gonzalo pero me llamaba Michel. No se atrevía a deschavarse. Era más tímido que Freddy. O más señor. Y yo lo miraba desesperado, quería decirle: Pero sí, mi amor, si ya lo entendí todo y aquí estoy, soy para vos. Ser su guardaespaldas, pensé. Ser su hijo adoptivo. Llamarlo papá delante de todo el mundo y hasta hacerle alguna caricia y que nadie se avivara, y a la noche ser su amante y seguir llamándolo papá. Ése había sido siempre mi sueño. Pero Freddy no quería que lo llamase papá.
Por fin se largó.
—Michel. ¿A qué hora salís de aquí?
—A las cinco cerramos. Y cuarto estoy en la calle.
Había empezado la atropellada final. Te juro que me palpitaba el corazón, de la emoción y al mismo tiempo del cagazo de que fuera no más un tira. O que fuese un tira y un entendido también me habría gustado. Un tira, un militar, un aviador, y que sin embargo me buscase a mí para la joda. Otro de mis sueños.
De golpe me clavó los carozos. Comprendí por qué. Porque si me lo pedía con los ojos bajos hubiera parecido que me pedía una limosna, algo que le daba vergüenza, pero tenía que hacerme creer que no me pedía ninguna porquería, y así no me ofendía, no me alarmaba, comprendés.
—Michel, te espero afuera en mí coche. Lo tengo estacionado en la esquina de Libertador. Es un Thunderbird negro.
Un tira no tiene un Thunderbird negro, por más entorchados que lleve. Un tira no se queda toda una noche chupando whisky. ¿Para qué? ¿Para saber si Le matelot es lo que saben hasta los zorros grises, hasta doña Zulma? ¿Para prepararme un entre? ¿A mí? ¿Y quién era yo? ¿Era el pibe Villarino de la rara para andar con tantos miramientos conmigo? No. Toda esa milonga no era la de un tira. Era la de un tipo como Freddy, más delicado que Freddy.
Así que tranquilamente, como si tal cosa, le contesté:
—Cinco y cuarto estoy ahí.
De yapa, si había sentido vergüenza, yo le hacía ver que no tenía por qué.
Pagó, me dejó medía luca de propina que yo cacé sin armar escombro, y salió sin saludarme. Ves, me gustó que no me saludara. Era una manera de decirme: te espero.
Gastón me preguntó:
—Che, ¿qué te decía el tipo ese?
—¿Cuál?
—Ese que acaba de salir.
Yo miré para la puerta como sí no me acordara.
—¿Uno rubión…?
—Ma sí, ése.
—Creo que era uno de la cana.
—¿Por?
—Me anduvo averiguando cosas.
— ¿Qué cosas?
—Si por aquí venía un maricón bajito, gordito, canoso, un tal Ruddy.
—Por aquí no.
—Eso le contesté.
—¿Y no te dijo para qué lo buscaba?
—¿Estás loco? Me lo iba a decir.
—¿Y por qué creés que es de la cana?
—No sé. Me lo imagino yo.
—No, qué va a ser.




A las cinco y cuarto estaba en la esquina de Libertador, junto al Thunderbird negro, tapizado en rojo, un sueño. Yo me sentía tranquilo. Me había mirado en el espejo del vestuario y qué querés, mirarme en un espejo me daba coraje.
Porque con esa cara tenía derecho a todo. A levantarme a Buster Crabbe la primera noche que venía a Le matelot, yo, el mozo del bar, y no los mariquitas de la barra con sus Rolex y sus Peugeot en la puerta. Y a que Buster Crabbe me comprara trajes, camisas, corbatas, me dejara manejarle el Thunderbird, y a lo mejor un día me llevara con él a Europa y allá en Europa, quién te dice, me levantaba a un punto todavía con más guita.
Prímero hablamos de boludeces. Que el coche andaba mal de frenos, que mantenerlo le costaba un huevo y la mitad del otro, que quería cambiarlo por uno de fabricación nacional. Me acuerdo que con Freddy pasó lo mismo. ¿Sabés por qué? Porque en un primer momento se sienten un poco emocionados, un poco cortados. El clima, qué querés, es algo violento, y en cambio así, hablando de cualquier macana, como dos amigos como dos tipos normales, la situación se hace más fácil. O a lo mejor, quién sabe, che, la alegría es tan grande que no pueden creerlo, y tratan de ir entrando de a poquito para acostumbrarse, para no dejarse dominar por los nervios, o para convencerse de que no están soñando, como habrán soñado tantas otras veces con algún pibe que al final se les iba del brazo de una mina, y en cambio a mí me tenían ahí en el coche, al lado de ellos, dispuesto para la joda, a mí, con aquella cara y aquel físico.
Pero a los tres minutos, sin mirarme, mirando por el parabrisas, me preguntó:
—Y antes de trabajar en la whisquería, ¿que hacías?
—Estudiaba.
—¿Y de qué vivías?
No tenía que macanearle.
—Mi madre ganaba un buen sueldo y nos alcanzaba para los dos.
— ¿Qué estudiabas?
Ahora no tenía más remedio que venderle un boleto.
—Industrial.
—Estarías en el último año, me imagino.
—En el ultimo. Y justo ahora tuve que abandonar.
—¿Qué te hubiera gustado ser?
—Ingeniero.
—Linda carrera.
Mirá, hay que aguantarles que te pregunten por tu familia, por el perro y hasta por el loro del vecino. Porque un amigo ya lo sabe y no necesita preguntarte nada. Pero ellos, pensá, no te conocen. Así que tienen que dar un curso acelerado porque si no, qué querés, van a estar en seguida en la cama con vos y desconfían, o les parece que se encaman con un marinero del puerto, y si son señoritos ingleses como Freddy eso no les gusta.
—¿No pudiste encontrar otro trabajo? Porque disculpame, pero Le matelot es un lugar siniestro.
Me dio un poco de bronca, che, con tanto hacerse el exquisito. Así que le dije:
—¿Y usted?
Se lo dije tan agresivamente que me arrepentí y cambié el disco:
—¿Usted es la primera vez que va?
—La primera y la última.
—¿Y cómo fue a parar allí?
—Por casualidad. Yo no vivo en Buenos Aires. Vivo casi todo el año afuera.
—¿En Europa?
—No, en Córdoba.
Me reí bajito, pero para que me oyese.
—¿De qué te reís?
—De nada. ¿Sabe lo que creí que era usted? Polícía.
Él también se rió, pero fuerte.
—¿Qué te hizo pensar que yo era policía?
—No sé. Las cosas que me preguntó.
—¿Te molestaron?
—No.
—Tenes algún problema con la policía.
—Ninguno. ¿Qué problema?
—Pero le tenés miedo.
—Tampoco. ¿Por qué voy a tenerle miedo? Pero como Le matelot goza de mala fama, por ahí, sin comerla ni bebería, la liga uno.
Habíamos llegado a la placita esa que hay cuando termina la avenida Alvear. Paró el coche, se dio vuelta con todo el cuerpo y me miró de frente. Yo me senté de costado, contra la carrocería, y también lo miré de frente. Llegó el momento de deschavarnos, pensé.
—¿Acostumbras a aceptar invitaciones de clientes de ese bar?
La salida, imagínate, no me gustó. Pero me di cuenta de que Buster Crabbe era como Freddv. Freddy iba a los mismos lugares, le gustaban las mismas cosas, hacía las mismas porquerías que los otros, pero no quería que lo confundieran con los otros. Hay que saber distinguir, decía siempre. ¿Distinguir qué? Que una loca como Jorge te lo diga en la cara apenas te ve, y éstos, en cambio, primero te hablan de que el coche anda mal de frenos. Pero está bien, seguiles la corriente. De todos modos me gustaba que fueran así. Te voy a decir más: Freddy iba siempre a los boliches de la rara, andaba siempre rodeado de pendejos y maricas, y después se desestimaba porque todo el mundo sabía que era marcha atrás. Eso sí que no lo entenderé nunca.
Le contesté, sin hacerme el ofendido:
—Ésta es la primera vez.
—¿Y esta vez por qué aceptaste?
—Porque sé distinguir.
A Freddy le hubiera caído bien ese piropo. Pero me pareció que a él no. Resultaba más complicado que Freddy.
—Pero creías que yo era policía.
—Mayor valor de que haya aceptado.
Atajate esa pelota, pensé. No tuvo más remedio que sonreírse.
—¿Ese ambiente no te corrompió?
Ya lo iba junando. Le gustaban los estrenos. Pero me hice el gil:
—¿Corromperme en qué sentido?
—No sé. Pienso que en Le matelot debe haber drogadictos, ladrones de automóviles, prostitutas…
Yo esperaba la palabrita. Y la dijo:
—… amorales.
Yo seguía con mi mejor cara de inocente.
—No creo. Son todos muchachos de familia bien.
—Sin embargo vos mismo dijiste que Le matelot tiene mala fama.
Había sido un boludo, un ganso. Traté de arreglar ese refalón.
—Sí, como todos los boliches de la zona. La gente habla, pero…
—No todos los boliches tienen mala fama.
—Usted vio, está lleno de parejas.
—Me refiero a los del mostrador.
—Si son amorales, yo no lo sé. Yo los conozco únicamente como clientes de la whisquería. Y allí lo único que hacen es tomar una copa y conversar entre ellos.
—Y con vos.
—¿Conmigo qué conversan? Servime un whisky, dame fuego, cóbrate, y nada más.
—¿Nada más?
Empezó a darme bronca. Lo miré:
—¿Qué más?
—Invitarte a salir con ellos.
—Nunca.
—Así que yo soy el primero. Claro que hace apenas una semana que trabajas ahí. Todavía no te tendrán confianza.
Me cargaba el guacho, y en qué forma. Me dio una bronca bárbara.
—Sí, señor. El primero. El primero aunque hiciese diez años.
También él parecía cabrero:
—¿Y a qué debo el honor de que conmigo hayas aceptado?
Me puse agresivo:
—Ya se lo dije. Porque sé distinguir a la gente. Y creí que también usted sabía distinguir. Pero si me equivoqué, disculpe.
Pensé: aquí se cabrea en serio. Pero no, se rió.
—No te enojés. No te lo pregunto con ninguna mala intención. ¿Pero no te parece un poco extraño salir con un hombre la primera vez que lo ves?
Me encogí en el asiento, miré para afuera, hablé como si tuviera un nudo en la garganta.
—Muy, muy extraño, la verdad. Menos cuando uno está solo en el mundo y no tiene parientes, ni amigos, ni nadie. Lo único que uno conoce son nenes de mamá que lo tratan como si uno fuera un sirviente. Entonces no es tan extraño que uno se agarre al primer cable que le tiran. Pero a un cable de cariño, de afecto. A algo que lo haga sentirse una persona, no un mozo.
Me di vuelta y lo miré fijo, dispuesto a tirarme a fondo. Sé cómo hay que hacer para que los ojos se me llenen de lágrimas.
—Pero si me equivoqué con usted, o usted se equivocó conmigo, puedo bajarme aquí y me vuelvo a pie hasta mi casa.
Pensé: o me da una zalipa o me besa.
No hizo ninguna de las dos cosas. Me miró un rato largo, con una cara, che, como estudiándome. Éste es más revirado que Freddy, pensé. Después me palmeó la pierna, me la palmeó un poco más de lo necesario (habrá apreciado la calidad, pensé) y me dijo:
—Está bien.
Nada más que eso:
—Está bien.
Puso otra vez el motor en marcha, tomó por Cerrito, dos cuadras más adelante dobló y detuvo el coche. Me señaló una puerta:
—Ahí tengo un departamento, donde paro cuando bajo a Buenos Aires. Vení conmigo.
Y como creyó que yo había hecho algún ademán (yo no había hecho nada), me miró:
—Vení. No tengas miedo.
Otra vez la sonrisa Kolynos:
—No soy lo que vos pensás.
Las mismas palabras de Freddy. Le contesté, como a Freddy:
—Ya lo sé, señor.
De nuevo se quedó un rato estudiándome (se me ocurrió que pensaba: a ver si con este turro me ensarté). Después dijo:
—Tengo que hablarte.
Igualito que Freddy. Freddy, cuando me llevó la primera noche al bulín, tenía que hablarme. Y apenas entramos empezó a sacarse la ropa.
Abrió la puerta del coche. Yo bajé por la otra puerta. En la calle no había nadie. Entramos en una casa de departamentos. Nadie nos vio entrar. Cruzamos un vestíbulo casi tan grande como Le matelot, todo alfombrado. Al fondo estaban los ascensores. Tomamos uno, también alfombrado y con espejos. Me miré y me vi tan pintón que comprendí que Buster Crabbe había estado defendiéndose hasta último momento porque sabía que conmigo se perdería. Llegamos a un piso, abrió la puerta de un departamento, prendió una luz, yo empezaba a fichar aquel cotorro de cine cuando él ya me abrazaba.
—Gonzalo —dijo a media voz, y me pareció que jadeaba— Gonzalo.
Yo también empecé a abrazarlo, pero despacito, para hacerme desear.
—Gonzalo —dijo, y me agarró la cara con una mano—. Tengo que decirte una cosa.
—No es necesario —dije yo—. Ya lo sé.
Y ahí lo besé en la boca.
Mira, todo fue tan rápido y tan inesperado que no me acuerdo bien. Sé que con las dos manos separó mis brazos de su cuerpo. Vi que había puesto una cara espantosa. Y en seguida empezó a fajarme.
Vos sabés, yo no aguanto que nadie me ponga la mano encima. Ni la vieja me fajó nunca. Menos uno de esos cosos. Así que cuando el punto me dio las primeras piñas me vino una locura. No sé lo que hice. Lo único que sé es que lo vi tirado en el suelo, con los ojos abiertos y el pelo rubio todo mojado de sangre. Le palpé el pecho. Estaba muerto.
Me entró un jabón de la gran puta, imagínate. Rajé del cotorro. A las seis estaba de vuelta en casa.
Por un rato no me pude dormir. Pensaba que nadie me había visto con el punto, así que cuando descubrieran el cadáver, la cana, por más vueltas que diese, no iba a poder complicarme. Y si averiguaban lo de la visita a Le matelot, bueno, ¿y qué?, yo no lo conocía, le había servido copas hasta las cuatro y media, y después se había ido y no lo había visto más, y encima les contaría la historia que ya le había vendido a Gastón, sobre aquel marica bajito, gordito, canoso, un tal Rudy, y Gastón me saldría de testigo, y la cana pensaría que era un crimen entre amorales. También pensaba por qué me había fajado. ¿Dónde estaba la metida de pata mía? Pensé que a lo mejor era un neura de esos que primero te dan piola y después te fajan, o primero te fajan y después se encaman con vos. Al final me dormí y apolillé hasta las dos de la tarde.
A las dos entró doña Zulma.
—Levantate, che —gritó—. ¿A qué hora vas a almorzar?
Mirá, te lo cuento todo de un saque porque yo, primero medio dormido, no entendía qué me preguntaba y no le contestaba nada, y después, cuando empecé a darme cuenta, me agarró tal desesperación que casi me vuelvo loco.
—Oíme, ¿no fue a verte un señor, anoche, en la whisquería? ¿Uno alto, rubio, muy buen mozo? Porque anoche, apenas te fuiste, vino por aquí y preguntó por vos. Le dije que no estabas, que habías salido. Quiso averiguar algo más pero yo, imagínate, como no sabía quién era no quería decirle, nada, porque pensé quién sabe quién es éste y seguro que aquel atorrante hizo alguna de las suyas. Pero cuando me mostró el sobre con la carta y reconocí la letra de tu pobre madre cambió la cosa. Sí, nunca te dije nada porque Rosina me pidió que no te dijera nada. Pero ahora te lo digo. Resulta que el día antes de morir Rosina me dio un sobre cerrado con una carta adentro, para que yo la pusiera en el buzón después que ella se muriese. Pero Rosina, le dije yo, qué se va a morir usted. Se lo dije para consolarla, porque yo sabía que no iba a durar más de veinticuatro horas. Y ella también lo sabía, pobrecita. Bueno, así fue. Dos o tres días después que la enterramos puse el sobre en el correo. Iba dirigido a un tal Gonzalo de no sé cuántos, dos apellidos de lo más copetudos, y la dirección era una estancia en Córdoba. Rosina me había pedido que no te dijera nada, porque si la carta no daba resultado vos no tenías que enterarte, pero por lo visto dio y por eso te lo digo. Así que cuando el señor me mostró el sobre con la carta me di cuenta de que él era el tal Gonzalo de la estancia en Córdoba y entonces le conté todo. Estuvo como una hora preguntándome de Rosina y de vos, sobre todo de vos. Quería saber cómo eras, qué hacías, qué no hacías. Yo le dije que antes estudiadas, pero ahora, con la muerte de la finada, habías tenido que ponerte a trabajar, eso sí, de mozo, y en un lugar que francamente a mí no me gustaba nada. Me dijo que iba para allá, a conocerte. ¿No fue? Preferirá encontrarse con vos aquí. Y hace bien, porque ese bar, m’hijito, que querés que te diga. Andá, levantate y vestite, que a lo mejor de un momento a otro cae por aquí y no está bien que lo hagas esperar. Porque se ve que es un señor, y qué auto tiene, che, de lo más lujoso. No habrá venido expresamente de Córdoba para darte el pésame. Yo no sé nada, pero por algo Rosina te puso el mismo nombre que él. Pobre Rosina, siempre tan orgullosa. Nunca se lo habrá dicho, pero cuando supo que te quedarías solo en el mundo le mandó la carta. Andá, levantate y vestite, que éste puede ser tu gran día.
En eso sonó el timbre.
—¿Qué te dije? ¿A que es él?
Era la cana. Me habían localizado por la carta de la vieja que le encontraron en un bolsillo. Todavía no sospechaban de mí. Venían a averiguar, nada más. Pero yo en seguida confesé todo.