lunes, 12 de febrero de 2018

"Michel" de Marco Denevi







Qué voy a llamarme Michel, che, avisá. Me llamo Gonzalo Maritti. Yo nunca había sabido por qué mi vieja, que se llamaba Rosina Maritti y era tana, me había puesto ese nombre gallego. Pero en Le matelot todos los mozos teníamos que tener nombres franceses. Una chifladura de Gastón, del trompa, que en realidad se llamaba Héctor. Lo de Michel me lo eligió Freddy, porque yo, la verdad, de francés no manyo ni medio. Hacía una semana que trabajaba en Le matelot. Era mi primer laburo, sabés, porque mientras vivió la vieja me mantenía para que yo estudiase. No estudiaba, pero a la vieja, con tal de que se quedara tranquila, le engrupía que sí. Bueno, cuando la vieja sonó me encontré en la más porca miseria. Freddy, que conocía al país, me consiguió ese rebusque en la whisquería. Era amigo de Gastón y Gastón, apenas me vio, lo miró a Freddy y le dijo que sí, que yo le servía.
No iba a servirle, yo. Diez y ocho años y una pinta que rajaba los cielos. Ahora me ves muy chanfleado, pero imagínate entonces. A los dos días ya era el mozo más popular. El gordo primero me mandó a las mesas, pero después manyó el juego de miradas y me puso a atender el bar. Tendrías que haber visto a la mariconería de la barra. Me daban la mano, me buscaban conversación, me tuteaban, a cada rato me pedían fuego. Pero yo me quedaba en la cochera. Atento, eso sí, pero en la cochera. Porque, ¿quiénes eran, todos ésos? Pendejos como yo. Eso es lo que tenía de malo Le matelot. Que estaba lleno de pibes. Y yo para qué quería pibes, querés decirme. Yo esperaba otra cosa, me comprendés. Una cosa como Freddy, cuando Freddy era un bacán y tenia tres años menos. Pero Freddy se había secado y de golpe se había vuelto un jovato que era más de Dios que de nosotros, te juro, por la enfermedad.
Cuando el punto apareció aquella noche, toda la mariconería de la barra hizo silencio, calcula cómo sería, y le clavó los carozos. Después meta codearse entre ellos y mover las plumas. O como decía Gastón: sacaron las polveras. Uno bueno para cargar a los maricones. Pero el punto no miraba a nadie. Me miraba a mí, sabes, a mi desde el primer momento.
Un tipo como de cuarenta años, con cuerpo de pato vica, rubio, la piel tostada. Parecido, para que te des una idea, a Buster Crabbe. No sabés quién es. No importa. Uno que hacía de Tarzán cuando vos no habías nacido. Yo tenía la foto de Buster Crabbe en mi pieza (me la había regalado Freddy, vestido con un taparrabo de piel de tigre, acariciando a un león y sonriéndose cancheramente. Un punto así, sí, pensé. Hasta era capaz de hacérselo gratarola. Bueno, gratarola del todo no. Pero me conformaba con que me invitase a morfar o me regalase una corbata. Claro que para qué macanear: lo lindo hubiera sido que me nombrara guardaespaldas o secretario privado. De día todo normal. Y a la noche, me entendés. O que me adoptara como hijo. ¿Te imaginás? ¿Quién iba a avivarse? Y de paso tenía el vento asegurado.
Le caí como un águila. Juná mi técnica. Apoyo las dos manos en el borde del mostrador, me inclino delante del cliente y en voz baja, bien serio, sabés, pero amable, le pregunto:
—¿Qué le sirvo, señor?
Porque hay bonchas que dicen:
—¿Qué se sirve?
¿Pero dónde creen que están? ¿En un café al paso? En cambio yo siempre preguntaba:
—¿Qué le sirvo, señor?
¿Te das cuenta la diferencia? Qué le sirvo yo. Yo a usted. Porque yo estoy aquí para eso, para servirlo a usted, y usted está aquí para pedirme. Usted pide y yo obedezco. Un cliente con categoría sabe apreciar esas cosas. Las pescan en el aire y te las agradecen.
Me contestó:
—Un Vat.
Fenómeno, pensé. Éste no es de los amarras que piden jugo de fruta o querosén nacional.
Tenía voz de macho y una cara que vista de cerca era impresionante, te juro. ¡Y las pilchas del loco! Corbata italiana, camisa de poplín, una tragedia gris clarito que era un sueño. Yo, que entonces tenía al berretín de la ropa, se la tasé de una ojeada.
Seguía inclinado delante de él.
—¿Hielo? ¿Agua? ¿Soda?
—Hielo.
—Sí, señor.
Y mientras tanto lo miraba en los ojos, un cacho de ojos verdes, viejo, que te daban chuchos de frío, y él también me miraba. Los dos serios, me entendés. Nada de sonrisitas. Pero una seriedad, no sé cómo explicártelo, una seriedad como de dos que se pasan el dato y no quieren que los demás se aviven.
Yo me iba a buscar el whisky cuando vi que se ponía un faso en la boca. Como una luz me acerqué y le di fuego con mi Dupont de oro. El Dupont me lo había regalado Freddy. No fallaba nunca y en la oscuridad del boliche brillaba como una alhaja. Me lo agradeció con un movimiento de zabeca sin dejar de campanearme. Ya había algo, todavía poco, pero algo entre los dos.
Ahora venía un rato de mozo puro. Me fui hasta la coctelería, busqué la botella de Vat, el vaso, el baldecito con hielo, la medida, le pedí a Gastón el tíquet, todo eso sin mirarlo, dándole casi siempre la espalda, pero todo muy rápido, me entendés, para que viera si por ahí me vigilaba, que yo me había dado cuenta de que era un cliente distinguido y que a un cliente distinguido no hay que hacerlo esperar.
Volví y le serví el Vat en su presencia, una atención que no le hacía a cualquiera, por más importado que pidiese, y le pregunté:
—¿Uno? ¿Dos?
—Dos, por favor.
Le eché los dos cubitos, pinché el tiquet, y ahora la tercera parte de mi técnica. Vos te quedás bien cerca del cliente, te quedás derecho, sin mirarlo, te ponés a mirar el salón o la gente que pasa por la calle. Pero sí el punto saca otro faso corrés a encendérselo. Así el tipo carbura que aunque vos mirabas para otro lado en realidad estabas pendiente de él, y si no lo mirabas era para no cargosearlo y dejar que tomara su trago tranquilo, pero vos seguías allí, bien cerquita, listo para satisfacerle cualquier deseo. Mirá, un cliente con clase aprecia esas cosas.
Lástima que la maríconería de la barra, alborotados como estaban, quisieron arruinarme la estrategia. Querían llamar la atención del candidato y no encontraban mejor forma que pedirme a los gritos:
—Michel, un vaso de agua.
—Michel, otro Daikiri.
—Michel, me das fuego.
Y Michel de aquí y de allá. Bueno, de todos modos así él se enteraba de mí nombre. Podía ver que los clientes me tuteaban y aunque me daban un poco de calce yo sabía responder sin abusar, me entendés. Que si yo no era un levante fácil, bueno, tampoco era un intocable.
Él, cada tanto, junaba los alrededores. Los pibes, creyendo que buscaba conexiones, se ponían frenéticos. Pero él en seguida volvía a mirarme a mí o miraba el vaso, y fumaba. Yo me daba cuenta de todo sin necesidad de clavarle el telescopio, y me hacía el plato. Los pibes también se avivaron, porque tienen una cancha para eso. Pero nadie me dijo nada. Es la ley del ambiente, sabés. Si yo hubiera estado del otro lado del mostrador, entonces sí, entonces más de uno hubiera venido a decirme:
—Te felicito, muñeco. Parece que te levantaste a aquella divinura.
Pero yo era un mozo y no podían dar el brazo a torcer.
Y a lo mejor, de bronca, para joderme, nada más, me tenían loco a pedidos. Joderme a mí. Pobres de ellos.
Justo cuando uno de la barra, ya no me acuerdo quién, me obligaba a cambiarle el vaso, vi que Jorge, alias Jorgelina, un maricón que se drogaba y daba unas festicholas en su casa que madre querida, según me contaron porque yo no fui nunca, con tal de entrar en conversación con Buster Crabbe le había volcado medio vaso de cuba libre en la manga.
Al tipo que quería que le cambiase el vaso lo dejé plantado y corrí a la otra punta de la barra, donde estaba Buster Crabbe. Así le hacía ver que él era, para mí, más importante que todos aquellos mariconcitos juntos.
Jorge, con esa voz de gallina clueca, le decía:
—Oh, perdone, perdone.
Y sacaba un pañuelo y se lo pasaba por la manga. Buster Crabbc, sin siquiera mirar lo que hacia el otro, le contestó:
—Está bien, no es nada.
Y siguió tomando su whisky.
Cuando yo me acerqué me parecía que me sonreía con los ojos, como diciéndome: ¿Pero te das cuenta, pibe, a lo que llega este pulastro? Yo me mantuve serio, sabés, porque a ver si lo hacía cabrear a la Jorgelina, que al fin y al cabo dejaba sus tres lucas todas las noches, y dije:
—Permítame, señor.
Y saqué yo también mi pañuelo, el único que me quedaba de los que me había regalado Freddy, de hilo irlandés, bacanísimo.
Él me atajó:
—No se moleste, muchas gracias.?
Pero entendeme, sin agresividad. Qué cosa, digo agresividad y se me viene a la piojera una punta de recuerdos. Agresividad. Era la palabra preferida de Freddy. Para Freddy estabas o no estabas agresivo, un tipo se reía con agresividad o te cargaba sin agresividad. Yo comprendo lo que quería decir. Por ejemplo Buster Crabbe me contestó:
—No se moleste.
Y estaba serio, pero sin agresividad. Al contrario. Mirá, como si estuviera serio nada más que para demostrarme que allí, entre todos aquellos pibes, el único que estaba a su altura era yo, pero que no podía o no quería deschavarse delante de todos, se deschavaba de a poquito, en una forma para que nadie se avivara, para que únicamente yo, si era piola, me diese cuenta. Qué querés, eso me gustó. Y decidí seguirle el juego.
Así que cuando a continuación del «No se moleste» me pidió otro trago, le contesté lo más serio y sin mirarlo:
—Sí, señor.
Y me largué derecho a buscar el Vat. Oí la voz de gallina clueca de Jorge:
—¿Estoy perdonado?
Y la voz machaza de Buster Crabbe:
—Siempre que me deje solo, sí.
¡Bárbaro! ¡Era bárbaro aquel tipo! Tuve ganas de reírme, te juro. Ganas de darme vuelta y ver la jeta que había puesto la otra loca. Pero cuando llegué al bar y pude mirar ya Jorge se había hecho humo y Buster Crabbe fumaba otro faso, y yo me había perdido la oportunidad de encendérselo y por ahí, quién sabe, de empezar a conversar.
Se quedó toda la noche. Cada tanto campaneaba a los pibes de la barra o a las parejas del salón, pero con una mirada sobradora, me entendés, de tipo caminado que sabe lo que es el escalope. No como esos grasas que alguna veces caían de casualidad en Le matelot y cuando se avivaban ponían una cara que vos te dabas cuenta que tenían ganas de repartir castañazos. No, mirá. Él los relojeaba como balconeando una cosa divertida. Pero a eso de las dos ya empezó a poner cara de aburrido. Lógico. Quería que toda esa manga de maricones se las picara y lo dejaran solo conmigo, y así podríamos hablar tranquilamente. Porque un caballero inglés como él no iba a deschavarse delante de todos ésos. Eso sí, me miraba cada vez más seguido. Fijate un poco lo que hacía: me miraba fijo, en seguida desviaba la vista, otra vez me miraba fijo, de vuelta desviaba la vista, y así, che, un rato largo. Igualito que Freddy, cuando Freddy me conoció en La farola. Seguro que estaba preparando el levante en serio.
Yo quería también que se fueran todos. Pero no se iban. Y cuando se iban dos entraban tres, y la barra seguía repleta de pibes. Pensé que ya era hora de darle a entender que yo me había avivado y que estaba con él, porque a ver si el punto, podrido de hacer amansadora, se las tomaba. Así que empecé a sonreirle. Pero entendeme. Tengo mi técnica. Freddy siempre decía que yo era el único que sabía sonreírse sin estirar los labios. Decía que yo era un ventrílocuo de la sonrisa. Y él se avivó en seguida, me di cuenta, porque empezaron a reírsele los ojos.
El tercer trago se lo ofrecí yo sin pedirle permiso a Gastón.




—Una atención de la casa, señor.
Se lo serví y le serví los dos cubitos, y me pareció que saber que le gustaba solo con hielo, con dos cubitos, y servírselo sin preguntarle nada era como conocerle todos sus gustos, como empezar a ser su secretario privado, su hombre de confianza. Era lindo.
Y cuando iba a dejarlo otra vez solo para colocarme, como te dije, a pocos pasos de él, me mandó en voz baja un:
—Muchas gracias, Michel.
Que me hizo cosquillas. ¿Te das cuenta? Me había llamado Michel. Un punto que era la primera vez que venía a Le matelot, un tipo bacán, un señorito inglés, y con esa pinta. No, si Buster Crabbe ya era mío.
Pero para que nadie se avivara empecé a poner jeta de velorio. Bueno, te diré. Un poco para que nadie se avivara y otro poco porque cuando un punto de ésos me levantaba, no sé por qué, me venía la neura. Con Freddy me pasó lo mismo. Vos tendrías que haber visto lo que era Freddy cuando lo conocí y yo era un pibe de quince años. Bueno, quién se acuerda de Freddy, ahora. La cuestión es que si vos en ese momento entrabas en Le matelot y me veías, creías que yo andaba con toda la mufa de Nemesio.
Por fin, a las cuatro y media, en la barra no quedó nadie más que él, y una pareja franeleando en el salón.
Entonces vi, aunque me mandaba la parte de mirar para otro lado, que me llamaba con la mano. Corrí a atenderlo.
Otra vez puse las dos manos en el borde del mostrador, me incliné delante de él, como la primera vez, te acordás que te dije cómo era mi técnica, pero ahora lo miré bien en los ojos y le sonreí con toda la cara. A la madrugada yo estaba más pintón que nunca. Me ponía pálido y se me marcaban unas ojeras que todo el mundo me decía que parecía James Dean. A esa hora más de una noche algún cliente, en curda, me preguntaba con la lengua hecha un trapo:
—Michel, Michel, ¿cuánto cobrás?
Pero lo que él me dijo fue:
—El último.
Y me señaló el vaso.
Le serví el cuarto Vat. La cuenta acusaba mil doscientos mangos. Y me quedé junto a él, delante de él, sin ningún disimulo, como esperando algo, como para darle calce. Él también me miraba y se sonreía, un poco en curda, pensé. En curda hasta el más estrecho tira la chancleta. Entonces, bajito, no sé por qué porque Gastón en la otra punta del mostrador hacía cuentas, y la parejita franeleaba a treinta metros de distancia, a lo mejor para darle intimidad a la conversación o para que todo el fato fuera una cosa así, misteriosa, me preguntó:
—¿De veras te llamás Michel?
Me tuteaba, el guacho. Y de golpe se me cruzó que era un tira. Otra vez me mandé la parte de tristón, pero lo que tenía era julepe y bronca.
—No, señor. Aquí me obligaron a cambiarme el nombre.
—¿Y cómo te llamás?
—Gonzalo.
Bajó los ojos y se mandó una sonrisíta Kolynos.
—Lindo nombre. Me gusta más que Gastón.
—A mí también.
Es cierto. Michel suena un poco amariconado. Michel estará bien para un peluquero de mujeres o para un modisto, pero no para mí. Gonzalo es un nombre fetén fetén, de macho, gallego pero de macho.
Se mandó el whisky como muerto de sed, como si fuera coca-cola. Yo, pensando siempre que era un tira, miraba la calle y hacía rostro, pero por las dudas ponía cara de cabrero.
—¿Hace mucho que trabajás aquí?
—Una semana.
—¿Y te gusta este trabajo?
Me iba a agarrar. Ni anestesiado.
—No, señor. Qué va a gustarme.
—¿Y entonces por qué lo hacés?
—A la fuerza ahorcan. No conseguí nada mejor.
—¿Qué edad tenés?
—Dieciocho años, casi diecinueve.
—¿Y tus padres están conformes?
Hablábamos como en un confesionario. Sin querer parecía que andábamos en algún balurdo raro. Gastón, desde la otra punta, se avivó, como me di cuenta después. Pero si vos no nos oías, te hubieras creído que yo tocaba el piano en la cana. Lo digo por mí, porque contestaba agresivamente. Te das cuenta, la palabrita de Freddy. Se me pegó, desde entonces, y todavía me dura. Bueno, te decía que yo contestaba agresivamente. En cambio él me preguntaba de lo más amable.
—No tengo padres, señor. No tengo a nadie. Estoy solo en el mundo.
Se lo dije de un saque. Si era de la Federal, eso me serviría. Ser huérfano, tener dieciocho años, estar solo en el mundo.
Él se quedó un rato callado. Un rato tan largo que me animé a mirarlo. Le brillaban los ojos. ¡Qué ojos, mamita querida! Como si se hubiese mandado la falopa. Era más pintón que Buster Crabbe.
Para disimular esa mirada de tigre otra vez bajó los ojos.
—¿Dónde vivís?
—En Canning y Las Heras.
—¿Solo?
Vivir solo, para la cana, es un tanto en contra. Pero a lo mejor me lo preguntaba para ver si yo tenía comodidad donde llevarlo. De cualquier manera con doña Zulma no podía arriesgarme. Así que lo mejor, pensé, es decirle la verdad.
—No. Alquilo una pieza en una casa de familia. Yo ya vivía allí con mi madre. Pero ahora que mi madre murió…
—¿Hace mucho?
—Diez días.
—Ah, cuánto lo siento.
Qué iba sentir. Se mandaba la milanesa de puro educado, pero por adentro, pensé, estará que baila en una pata.
Yo, por las dudas, por si era un tira, aunque pinta de tira no tenía, le daba más explicaciones.
—Antes alquilábamos dos piezas, mi madre y yo. Pero ahora con una basta.
—Comprendo.
—Tuve que ajustarme el cinturón.
—Comprendo, comprendo.
Se quedó otro rato callado, mirando el vaso y haciéndolo dar vueltas entre las manos. Ya no tenía más whisky. Solamente un cubito medio derretido. Yo esperaba. Sabía, por Freddy, que un punto joven, pintón y tirado es la mejor carnada.
—Michel.
—Sí, señor.
Seguía callado, mirando el vaso. Le gustaba más Gonzalo pero me llamaba Michel. No se atrevía a deschavarse. Era más tímido que Freddy. O más señor. Y yo lo miraba desesperado, quería decirle: Pero sí, mi amor, si ya lo entendí todo y aquí estoy, soy para vos. Ser su guardaespaldas, pensé. Ser su hijo adoptivo. Llamarlo papá delante de todo el mundo y hasta hacerle alguna caricia y que nadie se avivara, y a la noche ser su amante y seguir llamándolo papá. Ése había sido siempre mi sueño. Pero Freddy no quería que lo llamase papá.
Por fin se largó.
—Michel. ¿A qué hora salís de aquí?
—A las cinco cerramos. Y cuarto estoy en la calle.
Había empezado la atropellada final. Te juro que me palpitaba el corazón, de la emoción y al mismo tiempo del cagazo de que fuera no más un tira. O que fuese un tira y un entendido también me habría gustado. Un tira, un militar, un aviador, y que sin embargo me buscase a mí para la joda. Otro de mis sueños.
De golpe me clavó los carozos. Comprendí por qué. Porque si me lo pedía con los ojos bajos hubiera parecido que me pedía una limosna, algo que le daba vergüenza, pero tenía que hacerme creer que no me pedía ninguna porquería, y así no me ofendía, no me alarmaba, comprendés.
—Michel, te espero afuera en mí coche. Lo tengo estacionado en la esquina de Libertador. Es un Thunderbird negro.
Un tira no tiene un Thunderbird negro, por más entorchados que lleve. Un tira no se queda toda una noche chupando whisky. ¿Para qué? ¿Para saber si Le matelot es lo que saben hasta los zorros grises, hasta doña Zulma? ¿Para prepararme un entre? ¿A mí? ¿Y quién era yo? ¿Era el pibe Villarino de la rara para andar con tantos miramientos conmigo? No. Toda esa milonga no era la de un tira. Era la de un tipo como Freddy, más delicado que Freddy.
Así que tranquilamente, como si tal cosa, le contesté:
—Cinco y cuarto estoy ahí.
De yapa, si había sentido vergüenza, yo le hacía ver que no tenía por qué.
Pagó, me dejó medía luca de propina que yo cacé sin armar escombro, y salió sin saludarme. Ves, me gustó que no me saludara. Era una manera de decirme: te espero.
Gastón me preguntó:
—Che, ¿qué te decía el tipo ese?
—¿Cuál?
—Ese que acaba de salir.
Yo miré para la puerta como sí no me acordara.
—¿Uno rubión…?
—Ma sí, ése.
—Creo que era uno de la cana.
—¿Por?
—Me anduvo averiguando cosas.
— ¿Qué cosas?
—Si por aquí venía un maricón bajito, gordito, canoso, un tal Ruddy.
—Por aquí no.
—Eso le contesté.
—¿Y no te dijo para qué lo buscaba?
—¿Estás loco? Me lo iba a decir.
—¿Y por qué creés que es de la cana?
—No sé. Me lo imagino yo.
—No, qué va a ser.




A las cinco y cuarto estaba en la esquina de Libertador, junto al Thunderbird negro, tapizado en rojo, un sueño. Yo me sentía tranquilo. Me había mirado en el espejo del vestuario y qué querés, mirarme en un espejo me daba coraje.
Porque con esa cara tenía derecho a todo. A levantarme a Buster Crabbe la primera noche que venía a Le matelot, yo, el mozo del bar, y no los mariquitas de la barra con sus Rolex y sus Peugeot en la puerta. Y a que Buster Crabbe me comprara trajes, camisas, corbatas, me dejara manejarle el Thunderbird, y a lo mejor un día me llevara con él a Europa y allá en Europa, quién te dice, me levantaba a un punto todavía con más guita.
Prímero hablamos de boludeces. Que el coche andaba mal de frenos, que mantenerlo le costaba un huevo y la mitad del otro, que quería cambiarlo por uno de fabricación nacional. Me acuerdo que con Freddy pasó lo mismo. ¿Sabés por qué? Porque en un primer momento se sienten un poco emocionados, un poco cortados. El clima, qué querés, es algo violento, y en cambio así, hablando de cualquier macana, como dos amigos como dos tipos normales, la situación se hace más fácil. O a lo mejor, quién sabe, che, la alegría es tan grande que no pueden creerlo, y tratan de ir entrando de a poquito para acostumbrarse, para no dejarse dominar por los nervios, o para convencerse de que no están soñando, como habrán soñado tantas otras veces con algún pibe que al final se les iba del brazo de una mina, y en cambio a mí me tenían ahí en el coche, al lado de ellos, dispuesto para la joda, a mí, con aquella cara y aquel físico.
Pero a los tres minutos, sin mirarme, mirando por el parabrisas, me preguntó:
—Y antes de trabajar en la whisquería, ¿que hacías?
—Estudiaba.
—¿Y de qué vivías?
No tenía que macanearle.
—Mi madre ganaba un buen sueldo y nos alcanzaba para los dos.
— ¿Qué estudiabas?
Ahora no tenía más remedio que venderle un boleto.
—Industrial.
—Estarías en el último año, me imagino.
—En el ultimo. Y justo ahora tuve que abandonar.
—¿Qué te hubiera gustado ser?
—Ingeniero.
—Linda carrera.
Mirá, hay que aguantarles que te pregunten por tu familia, por el perro y hasta por el loro del vecino. Porque un amigo ya lo sabe y no necesita preguntarte nada. Pero ellos, pensá, no te conocen. Así que tienen que dar un curso acelerado porque si no, qué querés, van a estar en seguida en la cama con vos y desconfían, o les parece que se encaman con un marinero del puerto, y si son señoritos ingleses como Freddy eso no les gusta.
—¿No pudiste encontrar otro trabajo? Porque disculpame, pero Le matelot es un lugar siniestro.
Me dio un poco de bronca, che, con tanto hacerse el exquisito. Así que le dije:
—¿Y usted?
Se lo dije tan agresivamente que me arrepentí y cambié el disco:
—¿Usted es la primera vez que va?
—La primera y la última.
—¿Y cómo fue a parar allí?
—Por casualidad. Yo no vivo en Buenos Aires. Vivo casi todo el año afuera.
—¿En Europa?
—No, en Córdoba.
Me reí bajito, pero para que me oyese.
—¿De qué te reís?
—De nada. ¿Sabe lo que creí que era usted? Polícía.
Él también se rió, pero fuerte.
—¿Qué te hizo pensar que yo era policía?
—No sé. Las cosas que me preguntó.
—¿Te molestaron?
—No.
—Tenes algún problema con la policía.
—Ninguno. ¿Qué problema?
—Pero le tenés miedo.
—Tampoco. ¿Por qué voy a tenerle miedo? Pero como Le matelot goza de mala fama, por ahí, sin comerla ni bebería, la liga uno.
Habíamos llegado a la placita esa que hay cuando termina la avenida Alvear. Paró el coche, se dio vuelta con todo el cuerpo y me miró de frente. Yo me senté de costado, contra la carrocería, y también lo miré de frente. Llegó el momento de deschavarnos, pensé.
—¿Acostumbras a aceptar invitaciones de clientes de ese bar?
La salida, imagínate, no me gustó. Pero me di cuenta de que Buster Crabbe era como Freddv. Freddy iba a los mismos lugares, le gustaban las mismas cosas, hacía las mismas porquerías que los otros, pero no quería que lo confundieran con los otros. Hay que saber distinguir, decía siempre. ¿Distinguir qué? Que una loca como Jorge te lo diga en la cara apenas te ve, y éstos, en cambio, primero te hablan de que el coche anda mal de frenos. Pero está bien, seguiles la corriente. De todos modos me gustaba que fueran así. Te voy a decir más: Freddy iba siempre a los boliches de la rara, andaba siempre rodeado de pendejos y maricas, y después se desestimaba porque todo el mundo sabía que era marcha atrás. Eso sí que no lo entenderé nunca.
Le contesté, sin hacerme el ofendido:
—Ésta es la primera vez.
—¿Y esta vez por qué aceptaste?
—Porque sé distinguir.
A Freddy le hubiera caído bien ese piropo. Pero me pareció que a él no. Resultaba más complicado que Freddy.
—Pero creías que yo era policía.
—Mayor valor de que haya aceptado.
Atajate esa pelota, pensé. No tuvo más remedio que sonreírse.
—¿Ese ambiente no te corrompió?
Ya lo iba junando. Le gustaban los estrenos. Pero me hice el gil:
—¿Corromperme en qué sentido?
—No sé. Pienso que en Le matelot debe haber drogadictos, ladrones de automóviles, prostitutas…
Yo esperaba la palabrita. Y la dijo:
—… amorales.
Yo seguía con mi mejor cara de inocente.
—No creo. Son todos muchachos de familia bien.
—Sin embargo vos mismo dijiste que Le matelot tiene mala fama.
Había sido un boludo, un ganso. Traté de arreglar ese refalón.
—Sí, como todos los boliches de la zona. La gente habla, pero…
—No todos los boliches tienen mala fama.
—Usted vio, está lleno de parejas.
—Me refiero a los del mostrador.
—Si son amorales, yo no lo sé. Yo los conozco únicamente como clientes de la whisquería. Y allí lo único que hacen es tomar una copa y conversar entre ellos.
—Y con vos.
—¿Conmigo qué conversan? Servime un whisky, dame fuego, cóbrate, y nada más.
—¿Nada más?
Empezó a darme bronca. Lo miré:
—¿Qué más?
—Invitarte a salir con ellos.
—Nunca.
—Así que yo soy el primero. Claro que hace apenas una semana que trabajas ahí. Todavía no te tendrán confianza.
Me cargaba el guacho, y en qué forma. Me dio una bronca bárbara.
—Sí, señor. El primero. El primero aunque hiciese diez años.
También él parecía cabrero:
—¿Y a qué debo el honor de que conmigo hayas aceptado?
Me puse agresivo:
—Ya se lo dije. Porque sé distinguir a la gente. Y creí que también usted sabía distinguir. Pero si me equivoqué, disculpe.
Pensé: aquí se cabrea en serio. Pero no, se rió.
—No te enojés. No te lo pregunto con ninguna mala intención. ¿Pero no te parece un poco extraño salir con un hombre la primera vez que lo ves?
Me encogí en el asiento, miré para afuera, hablé como si tuviera un nudo en la garganta.
—Muy, muy extraño, la verdad. Menos cuando uno está solo en el mundo y no tiene parientes, ni amigos, ni nadie. Lo único que uno conoce son nenes de mamá que lo tratan como si uno fuera un sirviente. Entonces no es tan extraño que uno se agarre al primer cable que le tiran. Pero a un cable de cariño, de afecto. A algo que lo haga sentirse una persona, no un mozo.
Me di vuelta y lo miré fijo, dispuesto a tirarme a fondo. Sé cómo hay que hacer para que los ojos se me llenen de lágrimas.
—Pero si me equivoqué con usted, o usted se equivocó conmigo, puedo bajarme aquí y me vuelvo a pie hasta mi casa.
Pensé: o me da una zalipa o me besa.
No hizo ninguna de las dos cosas. Me miró un rato largo, con una cara, che, como estudiándome. Éste es más revirado que Freddy, pensé. Después me palmeó la pierna, me la palmeó un poco más de lo necesario (habrá apreciado la calidad, pensé) y me dijo:
—Está bien.
Nada más que eso:
—Está bien.
Puso otra vez el motor en marcha, tomó por Cerrito, dos cuadras más adelante dobló y detuvo el coche. Me señaló una puerta:
—Ahí tengo un departamento, donde paro cuando bajo a Buenos Aires. Vení conmigo.
Y como creyó que yo había hecho algún ademán (yo no había hecho nada), me miró:
—Vení. No tengas miedo.
Otra vez la sonrisa Kolynos:
—No soy lo que vos pensás.
Las mismas palabras de Freddy. Le contesté, como a Freddy:
—Ya lo sé, señor.
De nuevo se quedó un rato estudiándome (se me ocurrió que pensaba: a ver si con este turro me ensarté). Después dijo:
—Tengo que hablarte.
Igualito que Freddy. Freddy, cuando me llevó la primera noche al bulín, tenía que hablarme. Y apenas entramos empezó a sacarse la ropa.
Abrió la puerta del coche. Yo bajé por la otra puerta. En la calle no había nadie. Entramos en una casa de departamentos. Nadie nos vio entrar. Cruzamos un vestíbulo casi tan grande como Le matelot, todo alfombrado. Al fondo estaban los ascensores. Tomamos uno, también alfombrado y con espejos. Me miré y me vi tan pintón que comprendí que Buster Crabbe había estado defendiéndose hasta último momento porque sabía que conmigo se perdería. Llegamos a un piso, abrió la puerta de un departamento, prendió una luz, yo empezaba a fichar aquel cotorro de cine cuando él ya me abrazaba.
—Gonzalo —dijo a media voz, y me pareció que jadeaba— Gonzalo.
Yo también empecé a abrazarlo, pero despacito, para hacerme desear.
—Gonzalo —dijo, y me agarró la cara con una mano—. Tengo que decirte una cosa.
—No es necesario —dije yo—. Ya lo sé.
Y ahí lo besé en la boca.
Mira, todo fue tan rápido y tan inesperado que no me acuerdo bien. Sé que con las dos manos separó mis brazos de su cuerpo. Vi que había puesto una cara espantosa. Y en seguida empezó a fajarme.
Vos sabés, yo no aguanto que nadie me ponga la mano encima. Ni la vieja me fajó nunca. Menos uno de esos cosos. Así que cuando el punto me dio las primeras piñas me vino una locura. No sé lo que hice. Lo único que sé es que lo vi tirado en el suelo, con los ojos abiertos y el pelo rubio todo mojado de sangre. Le palpé el pecho. Estaba muerto.
Me entró un jabón de la gran puta, imagínate. Rajé del cotorro. A las seis estaba de vuelta en casa.
Por un rato no me pude dormir. Pensaba que nadie me había visto con el punto, así que cuando descubrieran el cadáver, la cana, por más vueltas que diese, no iba a poder complicarme. Y si averiguaban lo de la visita a Le matelot, bueno, ¿y qué?, yo no lo conocía, le había servido copas hasta las cuatro y media, y después se había ido y no lo había visto más, y encima les contaría la historia que ya le había vendido a Gastón, sobre aquel marica bajito, gordito, canoso, un tal Rudy, y Gastón me saldría de testigo, y la cana pensaría que era un crimen entre amorales. También pensaba por qué me había fajado. ¿Dónde estaba la metida de pata mía? Pensé que a lo mejor era un neura de esos que primero te dan piola y después te fajan, o primero te fajan y después se encaman con vos. Al final me dormí y apolillé hasta las dos de la tarde.
A las dos entró doña Zulma.
—Levantate, che —gritó—. ¿A qué hora vas a almorzar?
Mirá, te lo cuento todo de un saque porque yo, primero medio dormido, no entendía qué me preguntaba y no le contestaba nada, y después, cuando empecé a darme cuenta, me agarró tal desesperación que casi me vuelvo loco.
—Oíme, ¿no fue a verte un señor, anoche, en la whisquería? ¿Uno alto, rubio, muy buen mozo? Porque anoche, apenas te fuiste, vino por aquí y preguntó por vos. Le dije que no estabas, que habías salido. Quiso averiguar algo más pero yo, imagínate, como no sabía quién era no quería decirle, nada, porque pensé quién sabe quién es éste y seguro que aquel atorrante hizo alguna de las suyas. Pero cuando me mostró el sobre con la carta y reconocí la letra de tu pobre madre cambió la cosa. Sí, nunca te dije nada porque Rosina me pidió que no te dijera nada. Pero ahora te lo digo. Resulta que el día antes de morir Rosina me dio un sobre cerrado con una carta adentro, para que yo la pusiera en el buzón después que ella se muriese. Pero Rosina, le dije yo, qué se va a morir usted. Se lo dije para consolarla, porque yo sabía que no iba a durar más de veinticuatro horas. Y ella también lo sabía, pobrecita. Bueno, así fue. Dos o tres días después que la enterramos puse el sobre en el correo. Iba dirigido a un tal Gonzalo de no sé cuántos, dos apellidos de lo más copetudos, y la dirección era una estancia en Córdoba. Rosina me había pedido que no te dijera nada, porque si la carta no daba resultado vos no tenías que enterarte, pero por lo visto dio y por eso te lo digo. Así que cuando el señor me mostró el sobre con la carta me di cuenta de que él era el tal Gonzalo de la estancia en Córdoba y entonces le conté todo. Estuvo como una hora preguntándome de Rosina y de vos, sobre todo de vos. Quería saber cómo eras, qué hacías, qué no hacías. Yo le dije que antes estudiadas, pero ahora, con la muerte de la finada, habías tenido que ponerte a trabajar, eso sí, de mozo, y en un lugar que francamente a mí no me gustaba nada. Me dijo que iba para allá, a conocerte. ¿No fue? Preferirá encontrarse con vos aquí. Y hace bien, porque ese bar, m’hijito, que querés que te diga. Andá, levantate y vestite, que a lo mejor de un momento a otro cae por aquí y no está bien que lo hagas esperar. Porque se ve que es un señor, y qué auto tiene, che, de lo más lujoso. No habrá venido expresamente de Córdoba para darte el pésame. Yo no sé nada, pero por algo Rosina te puso el mismo nombre que él. Pobre Rosina, siempre tan orgullosa. Nunca se lo habrá dicho, pero cuando supo que te quedarías solo en el mundo le mandó la carta. Andá, levantate y vestite, que éste puede ser tu gran día.
En eso sonó el timbre.
—¿Qué te dije? ¿A que es él?
Era la cana. Me habían localizado por la carta de la vieja que le encontraron en un bolsillo. Todavía no sospechaban de mí. Venían a averiguar, nada más. Pero yo en seguida confesé todo.

miércoles, 7 de febrero de 2018

Ryunosuke Akutagawa ( El biombo del infierno 1918)


                                                       

                  
                                                                     I


Difícilmente habrá existido otra persona como el señor de Horikawa, ni existirá en el futuro. De él se decía que antes de su nacimiento, en los sueños de su señora madre había aparecido el Matatejas ¹, lo que prueba que desde el comienzo de su vida le estuvo concedido ser muy diferente al común de las personas. Cada uno de sus actos conquistaba de inmediato la admiración de todos. Por ejemplo, la arquitectura del palacio; no sé si llamarla imponente o suntuosa, pero tiene algo, realmente extraordinario, que escapa al criterio de gentes comunes como nosotros. Como es de suponer, hay quienes lo calumnian, calificando de deplorable la conducta del señor, y llegan a compararlo con el emperador de Ch'in, Shih Huang Ti ² o con Yang Kuang ³, de Sui; pero tales calumnias están muy lejos de la verdad. Las intenciones del señor de Horikawa nunca fueron egoístas, ni tampoco aspiró a la gloria o a la fama. Se preocupaba por las cosas más insignificantes, y siendo hombre de gran carácter deseaba que todos pudieran gozar de la vida en la medida en que él la disfrutaba. Así, cuando sostuvo un incidente con los malhechores que merodeaban por el Tempo Nijá, no dio muestras de alterarse en lo más mínimo. Se dice que el espíritu de Táru-no- Sadaijin ⁴, que se aparecía por las noches en el Templo Kawahara (situado en la Avenida Higashi Sanjá y famoso por el mural del paisaje Shiogama de la provincia de Michinoku), desapareció repentinamente al ser ahuyentado por el propio señor de Horikawa. Tales eran el carácter y el poder del hombre que gozaba de enorme popularidad en toda la capital, donde se lo veneraba como a la reencarnación de un santo. Cierta vez, de regreso de la fiesta del ciruelo, soltóse un toro de su carroza y embistió y derribó a un anciano que pasaba por el lugar; el anciano, lejos de protestar, juntó las manos y bendijo la gracia del haber sido alcanzado por un toro de señor tan principal. Tan cierto es esto como otros muchos hechos que acontecieron a lo largo de su vida, dignos de perdurar en el recuerdo de la posteridad. Otro día, en ocasión de una gran fiesta realizada en la corte, el señor obsequió treinta caballos blancos; en otra ocasión se hizo extirpar una pústula del muslo por un sacerdote de Shintan ⁵. Referir todas sus anécdotas sería tarea interminable.
 Pero de todos los episodios, ninguno tan terrible como aquel que se refiere al" Biombo del Infierno", hoy uno de los tesoros artísticos que poseía la secreta técnica del Gatha... En fin, noble familia. El señor de Horikawa, que de ordinario se mostraba imperturbable, pareció profundamente afectado por aquel incidente. Se explica, entonces, que quienes estábamos a su lado nos hayamos conmovido de verdad. Sobre todo yo, que le había servido durante veinte años, en los que nunca me había tocado presenciar una escena parecida. Pero para narrar debidamente esta historia, es preciso que antes os haga conocer algunos detalles acerca del carácter de su protagonista, el pintor Yoshihide, autor del biombo que representa el Infierno.


                                                                   II



 Al nombrarlo, es posible que algunos de vosotros lo recordéis. Fue un célebre artista que en su tiempo no tuvo rival. Cuando ocurrió el episodio que os voy a narrar, tendría ya unos cincuenta años. Era un hombre bajo, delgado, con toda la apariencia de un ser perverso. Se presentaba en palacio vistiendo kariginu, estampado en color jiroflé y tocado con el momieboshi ; pero todo su aspecto despedía cierto aire de bajeza, y los labios rosados y húmedos, en contraste con su edad, hacían que su presencia resultase particularmente desagradable. Algunos deducían que el color de los labios provenía de tanto mojar los pinceles en la boca; pero personas peor intencionadas le bautizaron con el nombre de Saruhide , por su parecido con este animal. A propósito de este apodo hay una anécdota. Por ese entonces, la hija única de Yoshihide, de quince años, servía en palacio como konyobo; era una joven muy afable que en nada se parecía a su padre. Como había perdido a su madre siendo muy pequeña, era una niña precoz, gentil y muy inteligente, que a pesar de su juventud cuidaba de su trabajo hasta en los más mínimos detalles. Estas cualidades no tardaron en conquistar la simpatía de la señora de Horíkawa y de las demás nyobo ¹¹. Cierto día, alguien obsequió al señor de Horikawa un mono amaestrado de la provincia de Tamba; el hijo del señor, que estaba en la edad de las travesuras, lo llamó Yoshihide. Era un animal muy gracioso. Y al llevar tal nombre no faltaron en palacio quienes empezaron a burlarse del mono con doble intención. Pero lo malo era que no contentos con burlarse, inventaban cargos contra él, acusándolo, por ejemplo, de haber subido al pino del jardín, o de haber ensuciado el piso de la habitación de las doncellas, y se divertían maltratándolo. Un día en que la hija de Yoshihide, llevando una espuela en una rama de ciruelo, caminaba por un largo pasillo, se le apareció el mono por una de las puertas corredizas. Venía huyendo en dirección a ella, y al parecer lastimado, pues en lugar de trepar velozmente a las columnas como era su costumbre, se le acercó cojeando. Detrás del animal venía el hijo del señor de Horikawa, blandiendo una delgada rama y amenazándolo.

 -¡Ladrón de naranjas!¡ Te castigaré, te castigaré! Y lo perseguía por el corredor. La joven observaba indecisa, cuando en un instante el animal se prendió de su amplia falda, al tiempo que chillaba lastimosamente... Ella no pudo menos que compadecerse, y sosteniendo en una mano la rama de ciruelo, con la otra abrió rápidamente la manga del uchigi ¹² de color violeta y lo acogió con cariño; luego saludó al niño con una profunda reverencia, a la vez que le decía con su voz suave y fresca: -Señor, es un pobre animal; os ruego le tengáis compasión. Pero el niño, que estaba excitado y de mal humor, al oír estas palabras se enardeció aún más y pateó el suelo repetidas veces. -¿Por qué lo protegéis?- protestó-. Es un mono ladrón de naranjas. -Puesto que es un pobre animal...- repitió la muchacha, y agregó con sonrisa triste- y como lleva el nombre de Yoshihide, mi padre, me parece que lo castigáis a él; no puedo soportarlo. Pronunció estas palabras con cierta dureza. El joven señor pareció ceder y dijo: -Bien, ya que lo pedís en nombre de vuestro padre, lo perdono. Hizo esta concesión con visible contrariedad, y arrojando la rama al suelo volvió sobre sus pasos en dirección a la puerta corrediza.

                                                                   III 

Después de este incidente, la hija de Yoshihide y el mono fueron grandes compañeros. La muchacha le colgó al cuello un cascabel de oro atado con una cinta roja, y él no se apartaba por nada de su lado. Una vez en que ella se resfrió y se vio obligada a guardar cama, el mono permaneció a su lado con cara compungida, mordiéndose las uñas continuamente. Ante esta situación, y aunque pueda parecer extraño, ya nadie se atrevió a maltratar al animal; por el contrario, todos empezaron a quererlo, y hasta el joven hijo del señor de Horikawa, no sólo empezó a darle kakis y castañas, sino que llegó a enfurecerse cuando supo que un samurai le había hecho daño. Se cuenta también que el señor de Horikawa hizo comparecer a la joven juntamente con el mono, cuando tuvo conocimiento de la conducta de su hijo. Desde luego, no ignoraba la amistad que existía entre ella y el mono. -Sois fiel a vuestro padre- dijo el señor-; os recompensaré. La muchacha recibió del señor de Horikawa un akome ¹³ de color rojo vivo, en premio a su buen corazón. El propio mono puso una nota graciosa en esta escena cuando se adelantó reverente a recibir la recompensa de su ama, hecho que dibujó el buen humor en el rostro del señor. Desde aquel día, el señor de Horikawa comenzó a sentir una viva simpatía por la muchacha, tanto por su actitud con el mono como por el amor filial que implicaba la defensa del animal, y nunca por motivos inconfesables, como murmuraba la gente. Aunque debo admitir que en realidad hubo ciertas cosas oscuras que pudieron dar lugar a tales murmuraciones; de ello me ocuparé más adelante. Aquí sólo quiero aclarar que, por hermosa que ella fuera, un señor como mi amo no podía soñar en correr ninguna aventura con la que era hija de un simple pintor a su servicio. Después de haber sido honrada con esta audiencia, la muchacha, que era inteligente y modesta, no fue objeto de envidia por parte de las otras doncellas de la corte. Tanto ella como el mono, fueron desde entonces queridos por todos y en particular por la hija del señor, quien hizo de ella su compañera de todos los momentos, y la llevaba consigo siempre que salía en su carroza.

Pero dejaré un poco a la hija para seguir ocupándome del padre. Todos simpatizaban con el mono, mas a Yoshihide, que era un ser humano, seguían despreciándolo, y no cesaban de burlarse de él y de llamarlo" Saruhide". Y esto no sólo ocurría en palacio. El Sõzu ¹ de Yokawa lo detestaba con tanta vehemencia que a la sola mención de su nombre se horrorizaba como si se tratase del mismo demonio. Aquí conviene señalar que esta aversión se atribuía al hecho de que cierta vez Yoshihide había hecho unas caricaturas alusivas a la conducta del sacerdote; pero, como comprenderéis, son habladurías de la gente de la calle y no conviene otorgarles mayor crédito. Sea como fuere, la antipatía que inspiraba Yoshihide era compartida en todas las castas sociales. Sólo uno que otro pintor amigo y algunas personas más, que lo conocían por su obra y no personalmente, se eximían de hablar mal de él. Pues aparte de su aspecto repulsivo, Yoshihide reunía otros defectos no menos importantes, de manera que el ser tenido como persona ingrata obedecía a su misma naturaleza.

                                                


                                                             IV


Era desvergonzado, haragán, avaro y codicioso, pero lo que más irritaba en él eran su prepotencia y ese enfermizo orgullo de considerarse el mejor pintor del Japón, convicción que él pregonaba como si llevase un cartel colgado de la nariz. Y como si esto fuera poco, se creía superior también en otros aspectos, y así se burlaba, por ejemplo, de las buenas costumbres y de la rectitud de los demás. Cierto día- así lo refirió un discípulo que trabajó varios años en su taller-, cuando en el palacio de un noble un espíritu vengativo que había poseído a la famosa médium de Higaki anunció que por intermedio de ella transmitiría su terrible mensaje, Yoshihide tomó tranquilamente el pincel y la tinta china que estaban a su alcance y empezó a dibujar el rostro espantosamente transfigurado de la médium, desentendiéndose por completo del mensaje. La venganza del espíritu era para él una puerilidad. A tal punto era perverso que a la sagrada Mahâs’ri  la pintaba con el rostro de una vulgar prostituta, y al Acalanatha  lo mostraba como a un villano infame. Siempre adoptaba actitudes insolentes, y si alguien se lo reprochaba, él respondía con sorna: "Dificulto que los dioses que pinto quieran vengarse de mí". Al escuchar tales herejías de boca del maestro, los mismos discípulos quedaban pasmados, y algunos, temiendo un castigo divino, abandonaban el taller para siempre. En una palabra, se podría decir que era un hombre soberbio en extremo, que vivía convencido de ser el más genial pintor del universo. Dicho todo esto, se comprende fácilmente lo que Yoshihide pensaba de su posición en el mundo pictórico. Su pintura era personalísima, tanto por el empleo del pincel como por la combinación de los colores, y por esa causa sus colegas lo consideraban farsante. Ellos aducían que mientras se hablara de un Kawanari o un Kanaoka , u otro pintor clásico, se podía decir, por ejemplo,
que en una noche de luna parecía percibirse el exquisito aroma de las flores de ciruelo junto a las persianas de madera, o escucharse las dulces melodías de la flauta del cortesano, en fin, que sugerían hermosas ideas y sabían traducir bellos motivos; pero la obra de Yoshihide sólo hablaba de cosas desagradables y sombrías. En la época en que ilustró el pórtico del Templo Ryugaiji con el Círculo de los Cinco Destinos , se decía que quien pasaba a medianoche cerca del lugar podía escuchar los llantos y los lamentos de las figuras pintadas. Se contaba también que cuando ejecutó por encargo del señor de Horikawa los retratos de varias cortesanas, las retratadas fallecieron en menos de tres años víctimas de una extraña enfermedad. En opinión de personas malignas, esto se debía a que la pintura de Yoshihide era como él: irreverente y demoníaca. Como os iba diciendo, Yoshihide era un hombre poco común, de modo que lejos de afligirse se jactaba de suscitar estos rumores. En cierta oportunidad, el mismo señor de Horikawa, bromeando, le dijo: - Entiendo que a vos sólo os agradan las cosas feas. ¿No es así, Yoshihide? A lo que él contestó con inaudito descaro, y con una sonrisa sarcástica en sus labios colorados: - Exactamente. La belleza de lo feo es lo que no pueden comprender esos pintores ordinarios. Aunque fuese el primer pintor del Japón, no se justificaba la insolencia que había gastado con el señor. El discípulo que os mencioné antes, le puso el apodo de Chira Eiju para satirizar su insolencia y su vanidad; como sabréis, Chira Eiju es un tengu que en una época pasada vino desde la China. Pero este Yoshihide, este descarado Yoshihide tenía, a pesar de todo, una virtud: la capacidad de amar humanamente.


                                                                   V


Yoshihide sentía un cariño entrañable por su única hija, joven bondadosa de temperamento sensible, que correspondía a ese amor de padre. Pero este cariño del pintor por su hija excedía los límites normales. Os parecerá increíble, pero cuando se trataba de comprarle kimonos o accesorios para su peinado, Yoshihide, que siempre había negado hasta el más pequeño óbolo a los templos, gastaba su dinero con largueza.
Quería y cuidaba celosamente de su hija, mas sin ningún propósito definido, como el de tener un buen yerno, por ejemplo, cosa en que no había pensado ni en sueños. Si alguien hubiese pretendido acercarse a ella con propósitos deshonestos, no habría vacilado en reunir a unos cuantos forajidos para que lo apalearan cualquier noche. Este desdén por el porvenir de la muchacha se puso de manifiesto cuando ésta fue requerida por el señor de Horikawa para servir en palacio. El pintor no ocultó su contrariedad, y aun después de transcurrido un tiempo, cuando comparecía ante el señor no podía disimular su disgusto. Al difundirse el rumor de que el señor de Horikawa había llamado a la joven sugestionado por su belleza, y la había llevado a pesar de la disconformidad del padre, la actitud de Yoshihide hacia el señor se tornó más suspicaz y desconfiada.
Aunque el rumor carecía de todo fundamento, lo cierto era que el pintor deseaba que su hija volviera a su lado cuanto antes. Por encargo de nuestro señor, Yoshihide pintó el Mañjusri , atribuyéndole el rostro de un joven favorito de aquél.
Como el retrato resultara excelente, el señor de Horikawa le anunció:
-Os recompensaré por vuestro magnífico trabajo. Pedid lo que deseéis.
¿Qué os pensáis que respondió el atrevido a tamaña generosidad? He aquí sus palabras:
-Deseo que me devolváis a mi hija.
Este deseo hubiera podido ser satisfecho de servir su hija en otro palacio que no fuera el del señor Horikawa; pero estando donde estaba, semejante irreverencia resultaba imperdonable. Ante este pedido, al buen señor, que era asimismo sumamente generoso, le asaltó un acceso de mal humor, y después de mirarlo un instante con expresión severa, le dijo secamente:
 -Eso jamás.

Se levantó y se retiró disgustado. Hechos de esta naturaleza se produjeron repetidas veces. Recordándolo ahora, me viene a la memoria que a partir de entonces el señor empezó a mirar a Yoshihide con creciente frialdad. Y conforme esta actitud se iba acentuando, aumentaba la aflicción de la hija, que pensaba en la suerte que podía correr su padre, y cuando se retiraba a su habitación a menudo se la veía llorar, conteniendo los sollozos con la manga del kimono. Entonces empezó a crecer el rumor de que el señor se había enamorado de la joven. Algunos opinarían que la tragedia relacionada con el Biombo del Infierno habría ocurrido por negarse la hija del pintor a acceder a los requerimientos del señor. Pero es absurdo suponer que haya podido suceder tal cosa.
A nuestro parecer, el motivo de que el señor de Horikawa no quisiera restituir la joven a su hogar era justamente la conveniencia para ella de vivir en palacio sin ninguna preocupación, en lugar de hacerlo al lado de un hombre tan siniestro. Por supuesto, nadie niega que el señor sintiera simpatía Por esa muchacha de virtudes tan señaladas; mas os repito: no era porque la desease, como muchas personas malintencionadas se empeñaron en sostener. Lo sensato es afirmar que fueron invenciones de las malas lenguas. Pero dejemos de lado estas habladurías y pasemos a referir lo que sucedió en el momento en que el señor se encontraba muy disgustado con Yoshihide. Repentinamente mandó llamar al pintor a palacio, y le encomendó la ejecución de un biombo que representase el Infierno.



                                           VI

 

Al mencionar el Biombo del Infierno, vuelve a mis pupilas el violento colorido del cuadro tal como si lo tuviera delante de mis ojos.
Aun tratándose del mismo motivo, el haber sido pintado por Yoshihide ya indica un trabajo totalmente distinto al de cualquier otro pintor. En uno de los ángulos del biombo hallábanse, en pequeña escala, los Diez Reyes  y los guardianes, y el resto del cuadro aparecía cubierto en su totalidad por una hoguera infernal con llamaradas en remolino. Fuera de los puntos amarillos y azules de los kimonos al estilo T'ang de los myõkan , dominaba el rojo agresivo de las llamas, y mezcladas entre el vivo color resaltaban las manchas de la tinta china, del negro humo y del oro de las chispas, en un fuego que parecía danzar alocadamente.
Sólo esta furia del pincel habría bastado para asombrar a los espectadores, sin contar los condenados que sufrían al ser pasto de las llamas, muy diferentes a los de los cuadros que uno solía ver. Eso se explicaba, ya que los condenados, desde los nobles más eminentes hasta los más míseros mendigos, habían sido tomados de la realidad. Nobles de la corte con sus kimonos de ceremonia, atrayentes cortesanas con sus itsutsu- ginu , sacerdotes orando con sus rosarios budistas, samuráis, estudiantes en alta geta , doncellas ataviadas lujosamente, hechiceros con sus equipos mágicos... Enumerar los motivos pintados sería interminable. Personajes fustigados por carceleros con cabezas de toro o de caballo huían en desorden en medio de las llamas y del humo sofocante; la mujer a quien le arrancaba la cabellera con el sasumata  podría ser una kamunagi ; en el hombre que tenía atravesado el pecho por un tehoko ² y se precipita cabeza abajo como un murciélago, se reconocería a un joven funcionario del gobierno; además los había que eran azotados con látigos de hierro o aplastados por enormes piedras; algunos eran picoteados por extrañas aves de rapiña y otros mordidos por dragones venenosos...
 Se hallaba tanta variedad en las formas de castigo como en las clases de condenados allí registradas...

Pero en medio de este heterogéneo mundo de tortura, el cuadro más impresionante y terrible era el que representaba un carruaje tirado por bueyes que caía del cielo, atravesando un extraño árbol cuyas ramas semejaban espadas, y en cuya copa se amontonaban los espíritus condenados, todos con el cuerpo atravesado. La cortina de la carroza era agitada por el viento infernal, y en su interior se veía a una cortesana ataviada con un lujo propio de las nyõgo o de las kõi, debatiéndose desesperadamente, con sus negros cabellos revueltos y un cuello de impresionante blancura entre el rojo de las llamas. Tanto la doncella como la carroza envuelta en ese denso fuego, reflejaban el atroz padecimiento y la terrorífica visión del Infierno. Me atrevo a deciros que todo el horror del cuadro estaba simbolizado en esa sola persona. Era tan magistral la ejecución del Biombo que el que lo veía creía oír las desgarradas voces de los condenados.
Pero temo haber alterado el orden de la historia en mi apresuramiento por hablaros del Biombo del Infierno. Seguiré con Yoshihide, a partir del momento en que el señor de Horikawa le encargó la ejecución de la referida obra.

                                                            VII 



Durante cinco o seis meses consecutivos Yoshihide vivió encerrado en su taller sin visitar el palacio. Conducta extraña en aquel hombre que tanto amaba a su hija, cuando empezó a trabajar se olvidó inclusive de ella. El discípulo de quien os hablé refería que, cuando Yoshíhide empezaba a pintar, se abstraía totalmente y parecía iluminado por algún espíritu superior o imbuido de algún encantamiento. Lo cierto es que en ese tiempo se comentaba que e1 secreto de su éxito estaba en sus plegarias al Fukutok-no-ókarni  con quien había sellado un pacto. Esto sostenían quienes decían haberlo espiado mientras pintaba y habían visto a los fantasmas de varios zorros rondándolo. Según he oído decir, cuando empezaba a pintar se olvidaba de todo; se encerraba en el taller día y noche y muy raramente lo abandonaba. Particularmente en el caso que nos ocupa pudo verse que su inspiración y fervor artístico cobraban especial intensidad.
Su aislamiento de todos lo llevó a bajar las persianas en pleno día, preparar a la luz de la lámpara de aceite los colores que eran su secreto y vestir a los discípulos con diversos trajes para posar. Pero su febril inspiración no se detenía allí. Aun sin tratarse del Biombo del Infierno, el solo hecho de pintar era suficiente para inspirarle rarezas, que él consideraba lo más natural del mundo. Por ejemplo, cuando ejecutó el Círculo de los Cinco Destinos del Templo Ryugai-ji, se colocó tranquilamente frente a los cadáveres que encontró en el camino, de los que las personas comunes apartaban la vista horrorizadas y se dedicó a dibujar detenidamente esos rostros y cuerpos putrefactos.
¿Qué os quise decir cuando afirmé que su fervor había cobrado especial intensidad? Seguramente muchos lo encontrarán inexplicable. Pero aunque me faltaría aquí el espacio para detallar todos los sucesos, os narraré los puntos principales. Los hechos fueron más o menos los siguientes:
Cierto día el discípulo de quien ya os hablé, estaba atareado en mezclar los colores, cuando se le presentó inesperadamente el maestro:
-Pensaba hacer una siesta- dijo-, pero esto días duermo muy mal.
Como no le pareció extraño que el maestro no pudiera dormir, el discípulo contestó indiferentemente, sin interrumpir su labor:

 -¿De modo que no puede conciliar el sueño?

Mas, cosa insólita, el maestro mostróse entristecido y continuó:
-Quiero pedirle que se quede a mi lado mientras yo esté acostado.
Pronunció estas palabras con visible timidez. Al discípulo le pareció extraño que el maestro se afligiera por los sueños, pero como nada le costaba complacerlo aceptó, diciendo que no tenía ningún inconveniente, a lo que Yoshihide, aún preocupado, le dijo titubeando:
-Bueno; quiero que me acompañe al cuarto interior. Y cuando vengan los demás discípulos, no les permita pasar.
Esa habitación era el estudio de Yoshihide. Como de costumbre, las persianas estaban cerradas, y a la débil claridad de una lámpara podía verse el boceto del biombo hecho con yakifude y colocado en posición vertical. El maestro se acostó, y poco después dormitaba con la cabeza apoyada sobre un brazo. Antes de una hora, el discípulo fue sorprendido por extrañas e incomprensibles voces que provenían de la cabecera del lecho junto a la que se hallaba sentado velando el sueño de Yoshihide.
                                                           



                                                                         VIII 



Al principio eran sólo sonidos, pero al rato llegó a percibir palabras entrecortadas, como de alguien que se estuviera ahogando y pidiera auxilio dentro del agua. Finalmente comprendió algunas frases.
-¿Qué? ¿Que vaya yo?... ¿Adónde?... ¿Que vaya adónde? ¿Al fin del mundo?... ¿Que vaya al Infierno? ¿Quién habla? ¿Quién dice semejante cosa? ¿Quién es? ¡Ah! Con que eres tú...
El discípulo detuvo la mano que revolvía la pintura y escrutó el rostro del maestro, pálido y cubierto por gruesas gotas de sudor, la boca abierta desdentada y los labios trémulos y arrugados. Dentro esa boca algo se movía como manejado por un hilo: era la lengua; de ella salían las palabras delirantes.
-Con que eres tú... Tú. Desde un principio supe que eras tú. ¿Qué? ¿Que viniste a buscarme? Por eso quieres que vaya al Infierno, a ese Infierno... ¿Qué? ¿Que mi hija me espera allí?
En este punto el discípulo fue presa de tal terror que creyó ver bajar una sombra misteriosa rozando la superficie del cuadro. Tomó por la mano al Maestro. Y lo sacudió con fuerza, pero no consiguió arrancarlo de su postración y continuó oyendo frases incoherentes. Le arrojó entonces al rostro el agua que tenía al lado para lavar los pinceles.
-¿Que me estás esperando, y que suba a la carroza?...¿ En esta carroza?...¿ Al Infierno?...- proseguía delirante.
Al decir estas últimas palabras su voz se convirtió en un lamento agudo, estrangulado. Por fin abrió los ojos y se levantó sobresaltado. Tenía la mirada perdida y el semblante demudado, como si en el fondo de los ojos continuase viendo los fantasmas del sueño. Volvió en sí, se levantó y dijo ásperamente al discípulo:
-Puede retirarse.
Éste se retiró sin protestar porque sabía que las órdenes del maestro no se discutían. Cuando vio la luz del día se preguntó si no acababa de vivir una pesadilla. Luego se tranquilizó.
Pero puedo deciros que esto no fue nada. Un mes más tarde, otro discípulo fue llamado al taller. El maestro lo recibió con la punta del pincel en la boca y ordenó:
- Lo siento, pero tendrá que desnudarse como la vez pasada.



Como ya anteriormente le había pedido que posara desnudo, no le asombró la orden y se apresuró a cumplirla. Cuando terminó de desvestirse, Yoshihide le dirigió una mirada extraña y agregó:
- Pero, esta vez quiero dibujarlo con cadenas de modo que aunque lo lamento mucho, tendrá que hacer lo que le mando.
Hablaba fríamente; no parecía lamentarlo mucho. El discípulo era un hombre robusto que se diría nacido para manejar la espada y no el pincel, pero las palabras del maestro lo dejaron tieso. Comentaba luego cada vez que recordaba ese momento: " Creí que había enloquecido y que me mataría".
Un poco fastidiado por el aire irresoluto del discípulo, Yoshihide extrajo de no se sabe dónde una fina cadena de hierro, y haciéndola sonar, se le abalanzó por la espalda y lo maniató en un momento; rodeó su cuerpo con varias vueltas oprimiéndolo con brutalidad, y ajustó con tanta violencia la punta de la cadena que el discípulo perdió el equilibrio cayendo ruidosamente sobre el piso.

                                                               IX 


Podría agregar que en tal estado el pobre discípulo tenía la apariencia de un tonel, estrechamente atado de pies y manos. La única parte del cuerpo que podía mover era el cuello. Además, tratándose de un hombre robusto y sanguíneo, el rostro, el torso y los muslos se le iban enrojeciendo por la intensa y persistente presión de las cadenas. A Yoshihide parecía importarle poco la situación del discípulo, y no cesaba de dar vueltas en torno de él, dibujándolo detenidamente. No creo necesario describiros el suplicio del discípulo durante ese tiempo.
Sin embargo, ese sufrimiento sería sólo el comienzo. Por fortuna (aunque más adecuado sería decir por desgracia) un momento después, desde una tinaja colocada en un rincón del taller, partió serpenteando una mancha larga y angosta, como de aceite negro. Al principio se movía lentamente, como si fuera algo pegajoso, pero luego se deslizó con suavidad, brillando con intermitencias, hasta llegar a las propias narices del discípulo. Éste, al verla, gritó, aterrado:
-¡Una serpiente, una serpiente!
Como él mismo diría después, sintió que se le helaba la sangre, y con sobrada razón.
En ese momento la serpiente tendió la fría punta de su lengua hacía la blanca piel del cuello que la cadena ceñía dolorosamente. Ante esta eventualidad, el mismo Yoshihide se precipitó. Arrojó el pincel, se agachó y rápidamente tomó el reptil por la cola y lo suspendió en el aire. La serpiente, retorciendo el cuerpo y alzando la cabeza, trataba en vano de alcanzar la mano que la aprisionaba.
¡Diablos! -gritó Yoshihide. ¡Me arruinaste un dibujo! Enfurecido, arrojó la serpiente en la tinaja, desencadenó de mala gana al discípulo y ni siquiera le dio las gracias ni lo consoló, Era evidente que le preocupaba más el dibujo fracasado que el peligro corrido por su discípulo. Debo deciros que la serpiente que había aparecido tan importunamente era uno de los elementos de trabajo que el maestro acostumbraba manejar; de eso habría de enterarme tiempo después.
Con la sola mención de estas locuras habréis comprendido a qué grado de desenfreno llegaba el entusiasmo pictórico de Yoshihide. Pero antes de terminar, tengo que contaros una anécdota más. Se refiere esta vez a un muchacho de trece o catorce años, que por causa del Biombo sufrió un accidente que casi le cuesta la vida.


Una noche este discípulo, que tenía cutis blanco como una mujer, fue llamado al taller del maestro. Yoshihide estaba junto a una lámpara, y en la palma de la mano tenía un trozo de carne o algo parecido, que daba a comer a un ave rara, nunca vista por el muchacho. Su tamaño podía ser el de un gato común. ¿Semejante a un gato? Sí; mirando con atención, las plumas de la cabeza sobresalían como orejas y los ojos blancos, grandes y redondos eran como los de un gato.

                                                                 X 


Yoshihide era un hombre al que no le agradaba ver mezclados a los demás en sus asuntos. Entre otras cosas, nunca mostraba a sus discípulos lo que tenía en el taller, un cúmulo de objetos entre los que figuraba la serpiente que ya os mencioné. A veces aparecía una calavera sobre la mesa, o bien eran bolas de plata o algún takatsuki  adornado con motivos demaki- e , que formaban parte de la extensa variedad de objetos extravagantes que, según lo exigía el cuadro que pintaba, iban sirviendo como modelo. Lo raro era que no se supiera dónde guardaba todo ese arsenal de rarezas cuando no lo utilizaba. Es probable que la creencia de que Yoshihide tenía un pacto con el Dios de la Suerte y de la Fortuna tuviera su origen en misterios como éste. El discípulo observaba con temor el ave de orejas de gato, mientras tomaba el alimento, y pensó que se la utilizaría en la ilustración del Biombo. Preguntó respetuosamente si deseaba algo, pero Yoshihide, como si no lo oyera, se lamió los rojos labios y señalándole el ave con el mentón, le dijo: -¿ Qué le parece?¿ Verdad que está domesticado? -¿ Qué clase de ave es?- preguntó el discípulo-. Es la primera vez que veo un pájaro semejante. El discípulo observaba con temor el ave de orejas de gato. Con sonrisa burlona, Yoshihide replicó: -¿Cómo, dice que nunca lo vio? La gente de la ciudad no sabe nada. Esta ave se llama mimizuku ³; me la trajo un cazador hace tres días de Kurama. Pero amaestrada como ésta no debe haber muchas. Y diciendo esto, al ver que había terminado de comer la carne, levantó la mano lentamente y acarició el lomo del ave de abajo hacia arriba. Como si esto fuera una orden, el ave lanzó un graznido corto y agudo, y alzando vuelo atacó sorpresivamente al discípulo en el rostro. Si en ese momento el muchacho no se hubiese cubierto con la manga del kimono, es seguro que habría recibido más de dos rasguños. Intentó espantarla, pero ésta, revoloteando y lanzando chillidos siniestros, renovó el ataque... Olvidado de la presencia del maestro y atento tan sólo a defenderse, el discípulo, levantando o agachando el cuerpo, corría despavorido por la pequeña habitación.
El ave seguía todos sus movimientos, acechándolo para atacarlo directamente a los ojos. En cada embestida batía las alas furiosamente; aquello tenía algo de macabro que producía un malestar indefinible, como el olor de las hojas muertas o las salpicaduras de las cascadas, o como el agrio aroma del sarusake. Al decir del discípulo, creía hallarse sumergido en un valle solitario, y hasta la luz mortecina de la lámpara le pareció el pálido reflejo de la luna.
Pero, aunque horrorizado por el ataque del ave, lo que estremeció al muchacho fue ver cómo el maestro, con pasmosa tranquilidad, se deleitaba reproduciendo el terrible momento. Por un instante creyó que moriría en manos de Yoshihide.

                                                                    XI 

Era lógico suponer que el maestro podría ocasionar la muerte de su discípulo, puesto que lo había llamado con la expresa intención de pintar una escena fríamente planeada por él, adiestrando de antemano al pajarraco. Esto lo vio claramente el joven cuando comprendió su situación, y volvió a cubrirse el rostro con las mangas del kimono para defenderse del asedio. Gritó algo ininteligible y se acurrucó en un rincón del cuarto al lado de la puerta corrediza. En ese momento, Yoshihide gritó a su vez y pareció que se había levantado, mientras el batir de alas se hacía más intenso, seguido de un estrépito de objetos rotos. Volvió a alarmarse el discípulo, y cuando trató de ver se encontró con el taller a oscuras y el maestro llamando furiosamente a los otros discípulos.
Instantes después se oyó una voz y apareció alguien con una lámpara en la mano. A la luz intensa se vio un cuadro desastroso; el aceite de la otra lámpara se había derramado por el piso, y el ave, con las plumas empapadas en el líquido, se debatía afanosamente. Yoshihide contemplaba la escena con espanto desde el lado opuesto de la mesa, mientras mascullaba frases ininteligibles. No era para menos; una víbora negra se había enroscado al ave, apresándole el cuello y una de las alas. Posiblemente el discípulo, al agacharse, había volcado la tinaja donde estaba la serpiente, y cuando el ave quiso atraparla se habían trabado en lucha. Los dos discípulos se miraron estupefactos, y por un instante contemplaron asombrados el extraño espectáculo, pero se apresuraron a saludar al maestro y a retirarse del taller. De cómo terminó el duelo entre el ave y la serpiente, nadie supo decir nunca nada.
Incidentes de esta especie continuaron sucediéndose. Había olvidado deciros que cuando fue encargada a Yoshihide la ejecución del cuadro estábamos a principios de otoño, y como la extraña conducta del maestro duró hasta finalizar el invierno, durante este período los discípulos vivieron en un temor constante. Al fin del invierno, algo pareció dificultar la labor de Yoshihide. Se tornó más sombrío y cada día hablaba con mayor irritación. Al mismo tiempo, y cuando parecía concluido, el cuadro quedó paralizado. No sólo no había adelantado el trabajo, sino que hasta parecía haber borrado algunas partes.
Pero nadie sabía qué parte de la obra era la que no podía terminar, ni nadie se preocupó por saberlo. Los discípulos, hastiados ya de la conducta del maestro, no quisieron acercársele; era como compartir la jaula con un tigre o un lobo.


                                                                  XII


En realidad, nada especial puedo contaros sobre lo que aconteció durante ese tiempo. Podría agregar, eso sí, que el caprichoso anciano se había vuelto muy sentimental, y cuando estaba solo lloraba silenciosamente. Cierto día, un discípulo debía llegar hasta el jardín, y allí encontró al maestro con los ojos llenos de lágrimas, contemplando distraídamente el cielo primaveral. Al verlo así, el discípulo se sintió inexplicablemente avergonzado y se alejó rápidamente. ¿No os parece sugestivo que ese arrogante artista, que para pintar el Círculo de los Cinco Destinos había dibujado tranquilamente los cadáveres del camino, empezara de pronto a llorar como un niño porque no conseguía un efecto para el Biombo del Infierno?
Mientras Yoshihide se entregaba con ardor a la creación del Biombo, la hija se volvía cada vez más taciturna, a tal punto que nosotras mismas llegamos a ver huellas de lágrimas en sus ojos. En esa muchacha de rostro lánguido, de tez blanca y de aire modesto, el estar triste parecía tornar sus pestañas más espesas sombreándole los ojos y acentuando aun más su abatimiento. Al principio se pensó que obedecería a una lógica preocupación por su padre, a quien profesaba tanto cariño, o bien que estaría enamorada; pero con el tiempo la gente lo atribuyó a que el señor de Horikawa le habría exigido que se le entregase. Cuando esta versión se generalizó, ya nadie habló más de ella.
En ese tiempo ocurrió algo que pasaré a referiros.
Una noche, a hora muy avanzada iba yo por un corredor, cuando de algún lado saltó sorpresivamente el mono Yoshihide, y empezó a tirarme de la falda del kimono. Era una tibia noche de luna, en la que empezaba a insinuarse el aroma de los ciruelos en flor.
Bajo la luz de la luna me asombró ver al mono chillar como enloquecido, arrugando la nariz y mostrando sus blancos dientes. Confieso que en ese momento sentí algún miedo, y temerosa de que me rasgara el kimono nuevo, al principio pensé darle un puntapié, pero me acordé de aquel samurai que lo había maltratado; por otra parte, la actitud del mono era bien extraña y me dejé conducir unos pasos sin pensar en nada preciso.
Al llegar a un ángulo del corredor desde donde se dominaba el amplio jardín con su fuente resplandeciente bajo la luz de la luna, vinieron a mis oídos unos ruidos ligeros como de personas que lucharan en silencio. Hallé insólito este ruido repentino en medio de aquella quietud, quebrada sólo por el chasquido de los peces en la fuente. Me detuve, y al acercarme a la puerta corrediza de donde provenía, escuché con atención para ver si se trataba de ladrones, en cuyo caso pensaba enfrentarlos decididamente.

                                                                   XIII 



Al mono parecía resultarle demasiado lento mi proceder, y comenzó a dar saltos a mi alrededor lanzando sus agudos chillidos. De pronto, se encaramó en mis hombros. Quise evitarlo y aparté instintivamente el cuello para eludir sus uñas, pero él se me aferró a la manga del kimono para evitar su caída. Perdí el equilibrio, y al trastabillar golpeé con la espalda en la puerta corrediza. No quedaba otro recurso: me puse en acción.
Abrí rápidamente la puerta y me dispuse a penetrar en el oscuro recinto hasta donde no llegaba la luz de la luna. Pero en ese instante algo obstaculizó mi visión... Mejor dicho, me sorprendió una mujer que salía corriendo del cuarto y que en su precipitación tropezó con algo y cayó de rodillas. Jadeante, me miró atemorizada, como si encontrara terrible mi presencia.
Que esa persona era la hija de Yoshihide no creo necesario aclararlo; aunque esa noche la encontré totalmente distinta y convertida en una mujer atractiva. Tenía un brillo particular en los ojos y el rostro se adivinaba encendido. El desorden en las faldas del kimono le confería una voluptuosidad contraria, a su modalidad casi infantil. ¿Era ésta la modesta y frágil muchacha de siempre?... Apoyándome en la puerta corrediza, y oyendo aún los pasos nerviosos de alguien que se alejaba, observé a la hermosa muchacha a la claridad de la luna; mis ojos, al mirarla, le preguntaban quién era esa persona.
La hija del pintor apretó los labios y sacudió la cabeza en un gesto lleno de angustia. No me quedaba duda de que era presa de una gran contrariedad.
Me acerqué a su oído y le pregunté en voz baja:
-¿Quién es?
Mas la joven hizo un signo negativo con la cabeza y no hablé. Las lágrimas le humedecían las pestañas y un rictus de amargura se dibujaba en su boca.
Comprenderéis que soy de esas personas que nada comprenden fuera de lo que ven, de modo que tampoco en este caso pude deducir exactamente lo que había sucedido. Nada podía decir a la joven puesto que ella callaba; por un largo rato permanecí de pie, a su lado, como para escuchar mejor el acelerado latir de su corazón. Al mismo tiempo, tuve una sensación de culpa y me arrepentí de mi insistencia.


No recuerdo exactamente el tiempo que había transcurrido cuando atiné a cerrar la puerta. Entonces me dirigí con amabilidad a la muchacha, que ya estaba más tranquila, y la insté a que volviese a su habitación. Regresé por el corredor un poco avergonzada y con un peso en mi conciencia, al saber que había sido testigo de algo que no me concernía, y me asaltó un temor irracional. No había andado diez pasos cuando sentí que alguien tiraba tímidamente de mis faldas. ¿Quién pensáis que era? Nada menos que el mono, que haciendo gestos como si fuera una persona, inclinaba la cabeza repetidas veces haciendo sonar el cascabel de oro que llevaba al cuello.
                                                        


                                                                    XIV 



Unos quince días después de aquella noche, Yoshihide se presentó en palacio y solicitó una audiencia al señor de Horikawa. A pesar de pertenecer Yoshihide a una casta muy inferior, en razón de las circunstancias especiales que ya conocemos, el señor le concedió gustosamente una entrevista, si bien no tenía por costumbre hacerlo, cualquiera fuese la persona que lo solicitara.
El pintor vestía el kimono de siempre y un gastado sombrero; era evidente que estaba preocupado y de mal humor. Saludó al señor con reverencia y dijo:
-El Biombo del Infierno que me habéis encargado ya se encuentra casi concluido pues he trabajado con sostenido empeño por espacio de muchos días.
-Os congratulo por vuestro esfuerzo. Me siento satisfecho.
No sé por qué, la voz del señor me pareció débil y poco entusiasta.
-No merezco ninguna felicitación- dijo el pintor, con la cabeza inclinada y gesto hosco-. Falta poco para que esté terminado, pero hay una sola parte que no consigo lograr.
- ¿Cómo? ¿Hay algo que no conseguís pintar?
-Os lo digo. En general me es difícil pintar lo que no veo. Y aunque llegase a pintarlo, nunca resultaría bueno, lo cual equivale a decir que no lo puedo pintar.
Al escuchar estas explicaciones, el señor de Horikawa sonrió irónicamente.
-¿Queréis decir que para pintar el Infierno tendríais que estar viendo el mismo Infierno?
-Exactamente. El año pasado pude presenciar un voraz incendio, cuyas violentas llamas eran comparables a las del Infierno; por eso me fue posible pintar el Yojiri-Fud. Vos ya conocéis esa obra.
-Pero ¿cómo representaréis las almas condenadas y los guardianes del infierno.
 Ya he visto, señor, a hombres atados con cadenas. También tuve ocasión de pintar a una persona defendiéndose del ataque de un ave de rapiña. Os puedo decir que ya conozco los tormentos de los condenados. Respecto de los guardianes... Yoshihide sonrió maliciosamente -, a los guardianes los he visto varias veces en mis sueños. Algunos con cabeza de toro otros de caballo; los había con tres cabezas, seis brazos y seis piernas. Esos demonios golpeaban las manos sin hacer ruido, abrían la boca sin emitir sonido alguno y aparecían casi todas las noches para torturarme. Pero lo que yo deseo y no consigo es independiente de todo esto.

El señor parecía sorprendido. Por un instante miró el rostro de Yoshihide con irritación, y frunciendo el ceño le preguntó secamente:
- Entonces, ¿cuál es el motivo que no podéis pintar?


                                                               XV
 -Tengo pensado, señor, pintar en el centro del biombo un biroge  cayendo del cielo.

Dicho esto, levantó los ojos por primera vez y los detuvo en el señor. Se había hablado con harta insistencia de que cuando se trataba de su arte los ojos de Yoshihide adquirían un brillo especial.
En esa ocasión pude confirmarlo: su mirada era diabólica. Prosiguió:
-En el interior de la carroza, habrá una noble dama, con los cabellos revueltos y debatiéndose entre las llamas infernales. Tendrá una expresión de terror, mirando el techo y procurando protegerse con la cortina para que no la alcancen las chispas. Alrededor de ella me gustaría hacer revolotear diez o veinte pájaros fantásticos. ¡Ay! ¡Esta es la escena que no puedo lograr!...
Por algún motivo que no alcancé a comprender, el señor pareció entusiasmarse. Su enigmática sonrisa incitaba al pintor a extenderse en sus visiones.
Y ya con los labios temblorosos y como dominado por un fuego interior, prosiguió ensimismado:
-No puedo pintar eso...
Repitió de nuevo lo que ya había dicho y, súbitamente, exclamó con vehemencia:
-Os ruego, señor, hagáis que se queme una carroza delante de mis ojos. Y si fuera posible, dentro de la carroza... - se interrumpió bruscamente.
El señor de Horikawa sintió un estremecimiento y su noble rostro se ensombreció. De pronto estalló en una carcajada, y sin dejar de reír, respondió:
-Seréis complacido en todos vuestros deseos. No os aflijáis más, os lo ruego.
Al oír estas palabras en boca del señor tuve el vago presentimiento de que algo funesto habría de ocurrir. Parecía haberse contagiado de la locura de Yoshihide. Así lo creí al ver sus labios húmedos y su frente contraída por los nervios.
 Tras un breve silencio, el señor lanzó de nuevo una siniestra carcajada, como si algo le hubiera estallado adentro:

-Pondré fuego a la carroza; tendréis también a la bella dama vestida lujosamente en su interior; no dudo de que solamente siendo el mejor pintor del país pudisteis pensar en pintar a esa mujer sufriendo entre llamas voraces y asfixiada por el negro humo... Os felicito, os felicito...
Yoshihide empalideció súbitamente y comenzó a mover los labios con nerviosidad; pero eso sólo duró un instante. Luego inclinó el rostro, y como si sus músculos se hubieran relajado repentinamente, dijo respetuoso y con voz apagada:
-Os agradezco la merced.
Quizá Yoshihide comprendió lo horrible de su idea a través de las palabras del señor, y eso habría hecho cambiar su actitud. Aquella fue la única vez que sentí alguna compasión por Yoshihide.

                                                          XVI 



Pasados tres días, el señor de Horikawa llamó por la noche a Yoshihide y, fiel a su promesa, incendió una carroza en su presencia. Naturalmente, esto no podía hacerse en el palacio de los Horikawa; se eligió como escenario una antigua residencia que había pertenecido a la hermana del señor, situada en las afueras de la ciudad.
Hacia mucho tiempo que la vieja residencia había sido abandonada, y era en el inmenso jardín donde resultaban más visibles los estragos del tiempo. El aspecto abandonado había dado origen a rumores sobre la aparición del espíritu de la difunta hermana del señor, y se decía que en las noches sin luna, vistiendo una extraña falda de color rojo encima del kimono, recorría los largos corredores sin rozar el piso...
Os puedo asegurar que este rumor no era del todo inverosímil si se piensa que aun en pleno día el sitio es de los más desolados de la región, y cuando se pone el sol, el agua de la fuente suena lúgubremente y las garzas que cruzan el espacio estrellado se parecen a sombras monstruosas.
Era una noche oscura sin luna. A la luz de los faroles el señor, vistiendo el atavío de color amarillo pálido que usa la alta nobleza, con el escudo violeta grabado en relieve sobre el kimono, ocupaba en la terraza un asiento especial, del que se destacaban los bordes del almohadón forrado en seda blanca. Creo innecesario añadir que en torno de él había unas seis personas destinadas a su custodia. De un modo especial se destacaba la figura de un samurai, que después de la batalla de Michinoku, en la que a causa del hambre se había visto forzado a comer carne humana, había adquirido tal fortaleza que podía quebrar las astas de un ciervo vivo. Tenla puesto al parecer el haramaki y llevaba la katana al modo kamomejiri, o sea con la punta hacia arriba. Permanecía sentado gravemente al lado del amo. Los circunstantes formaban un cuadro fantasmagórico, entrevisto sólo fugazmente a la luz movediza de los faroles agitados por el viento.
La parte superior de la carroza que se encontraba en el jardín se perdía en la oscuridad, tenía las varas apoyadas en una especie de mesa, y sus ornamentos de oro refulgían como estrellas. El hecho de ser primavera no evitaba el escalofrío que provocaba la escena.
El carruaje lucía una pesada cortina azul profusamente adornada, que no dejaba ver su interior, y próximos se hallaban, estratégicamente situados, los sirvientes con las antorchas encendidas cuidando de que el humo no fuese en dirección a la casa.
 Un poco más apartado, sentado delante de la residencia, se veía a Yoshihide; vestía las ropas de costumbre, probablemente de color ocre, ajadas.

Parecía más pequeño e insignificante que nunca, como aplastado por el inmenso cielo estrellado.
Detrás había otro hombre tocado con momieboshi, sin duda un discípulo. Como ambos se hallaban en la penumbra y distantes de la terraza en que yo me encontraba, no podía distinguir el color de sus vestidos.

                                                        XVII


Se acercaba la medianoche. Las sombras que envolvían el jardín se hacían cada vez más espesas y parecían sofocar la respiración; oíase el leve murmullo del viento trayendo el olor de la resina de las antorchas. El señor de Horikawa observó un instante más el extraño cuadro y luego, adelantándose, gritó con voz sonora:
-¡Yoshihide!
Este contestó algo, pero sólo fue una exclamación.
-¡Yoshihide! Esta noche incendiaré la carroza, como me lo habéis pedido.
Y miró de soslayo a los guardianes. Pudo ser una ilusión, pero me pareció ver que el señor y esos hombres cambiaban sonrisas de inteligencia.
-Observad bien. Esta carroza, como sabéis, es la que siempre acostumbro usar. Dentro de un instante ordenaré que le prendan fuego, y os mostraré las llamas del Infierno.
Dicho esto el señor miró de nuevo a los guardianes, y prosiguió en tono áspero.
-Dentro de la carroza se ha atado a una mujer.
Al arder el carruaje, esa mujer perecerá, sufriendo los tormentos del Infierno. Se quemarán su carne y sus huesos: será el modelo exacto que necesitáis para terminar el Biombo. No perdáis detalle cuando se derrita su carne, blanca como la nieve. Tampoco dejéis de ver cómo los negros cabellos se transforman en chispas y se elevan hacia el cielo.
El señor se interrumpió; una sonrisa silenciosa le sacudía los hombros.
-Será un espectáculo nunca visto -dijo-. Yo también estaré presente. Vosotros, apartad la cortina para que pueda verse a la mujer.
Uno de los sirvientes se acercó a la carroza, y mientras con una mano sostenía la antorcha levantó con la otra la cortina. La antorcha, crepitando, pareció arder con más fuerza en ese instante; y cuando iluminó el reducido interior de la carroza, se vio a una mujer que parecía atada en forma brutal.
 Esa mujer... ¿Quién no la reconocería? Sobre el lujoso kimono de ceremonia de las damas de la corte, bordado con motivos de cerezos, caían sus largos brazos y negros cabellos adornados con sashi de oro que despedía intensos destellos. Esa mujer, que aquella noche lucía atavíos tan distinguidos y había sido atada y amordazada, esa pequeña mujer de perfil modesto y triste, era la hija de Yoshihide. Al reconocerla ahogué un grito.

En ese momento, el samurai que tenía adelante de mí se levantó rápidamente, y con la mano en la katana miró a Yoshihide. Sorprendida, miré a mi vez en esa dirección y vi cómo Yoshihide, seguramente sobrecogido de espanto por lo que acababa de ver, se había levantado de un salto y agitando los brazos intentaba correr hacia el carruaje. No le vi ninguna expresión, debido a la oscuridad y a la distancia.
Esta escena duró contados segundos. Un violento resplandor iluminó a Yoshihide -que parecía flotar atraído por una fuerza invisible-, y mostró la palidez mortal de su rostro.
La carroza ya era presa de las llamas cuando Yoshihide quiso correr en auxilio de su hija. El señor había dado la orden, y los sirvientes habían arrojado las antorchas dentro de la carroza.


                                                              XVIII



El fuego se propagó rápidamente. Los flecos violáceos que bajaban del techo ardieron de un solo golpe, y por debajo de ellos salía un humo blanquecino, mientras las cortinas, las mangas del kimono y los adornos metálicos del cielorraso se consumían con increíble rapidez. El espectáculo era alucinante. Las llamas se alzaban al cielo y lo teñían de rojo, semejantes a una bola de fuego que al caer estallara en mil fragmentos. Yo había gritado un momento antes, pero viendo ahora el irreparable siniestro no hallé otro consuelo que contemplarlo, aturdida y desconcertada.
Pero ese padre, Yoshihide... No podré olvidar la expresión de su rostro. Su primer impulso fue precipitarse a la carroza, y al estallar el fuego quedó paralizado, con las manos en alto. Con ojos despavoridos escrutó la carroza en llamas; al resplandor del fuego pude ver hasta la raíz de la barba en aquel rostro apergaminado y sombrío. Los ojos desorbitados, los labios apretados y los músculos de la cara contrayéndosele nerviosamente reflejaban su miedo, su infinita angustia y un inmenso estupor ante la espeluznante escena. Ni el reo cuando es decapitado, ni el asesino cuando comparece ante los Reyes del Infierno mostrarían tanto horror y padecimiento. Hasta el famoso samurai que ya os cité, palideció a la vista de aquel hombre, y dirigió una tímida mirada al amo.
Pero éste, a su vez con los labios apretados y sonriendo a intervalos con sarcasmo, no apartaba la vista del carruaje. Y en medio de las llamas... ¡Ay! No tengo fuerzas para daros los detalles del suplicio. La blancura de su rostro ahogado por el humo, los largos cabellos en desorden arrebatados por las llamas y sus hermosas ropas ardiendo como una tea... Imposible concebir una visión más despiadada. Sobre todo, cuando el viento cesó por un instante, el humo se desplazó hacia el lado opuesto a donde nos hallábamos, y pudimos ver con verdadero horror cómo en medio de esa hoguera, que parecía despedir chispas de oro, agonizaba una bella criatura forcejeando dolorosamente por quitarse las cadenas de su cuerpo. El espectáculo mostraba con elocuencia los tormentos del Infierno. Un estremecimiento nos sacudió a todos.
En ese momento, como si el viento hubiese renovado su intensidad, vimos un remolino en las copas de los árboles agitados de pronto por una ráfaga o un ruido extraño. Súbitamente, una bola negra se desprendió del techo y volando, o corriendo, pero sin tocar el suelo, se arrojó al carruaje en llamas. Saltó por entre las rejas ardientes a los hombros de la joven, lanzando un agudo grito de desesperación, y su eco dolorido se prolongó como un lamento detrás de la humareda. Una exclamación de espanto brotó de todas las gargantas: era el mono, que había quedado atado en el palacio de los Horikawa y que acaba de cruzar el cerco de fuego para prenderse a los hombros de la infeliz muchacha.

                                                                     XIX 


Pero sólo fugazmente pudo verse el animal. El fuego estalló en sonora lluvia de chispas, y el mono y la muchacha se perdieron en el seno de una negra nube. En medio del jardín, la carroza refulgía devorada por las llamas crepitantes. Más que una carroza ardiendo parecía una espiral de fuego evolucionando con estrépito hacia el cielo oscuro.
Yoshihide se hallaba de pie ante la columna ardiente. ¡Qué caso tan extraño! El mismo que momentos antes viéramos sufrir como arrojado en el mismo Infierno, daba ahora muestras de un júbilo incontenible. Estaba fascinado, y sin reparar en la presencia del señor, contemplaba extasiado la macabra escena, ajeno al tormento de su hija. Parecía enajenado por la violenta llamarada y el suplicio de la desdichada.
Pero lo extraño no residía en esta bárbara actitud; por encima de ella se notaba que ese hombre insignificante había adquirido un aire de soberbia y de poder semejante al que simbolizan los leones de los sueños . Quizá por eso las numerosas aves ahuyentadas por el fuego parecían evitar el sombrero de Yoshihide. Probablemente hasta los pájaros habían presentido esa extraña majestad que parecía ceñirlo como en una aureola de inmortalidad, y se mostraban sobrecogidos por su actitud.
Todos nosotros, conteniendo el aliento, sentíamos el irresistible hechizo de esa alegría incontenible, y creíamos estar en presencia de un Buda milagroso. No podíamos dejar de mirarlo. Las llamas tiñendo de rojo la negra espesura de la noche, Yoshihide en arrobada contemplación. Era un cuadro solemne y excitante.
El señor de Horikawa se había transformado: intensamente pálido, despedía espuma por la boca, apretaba fuertemente las rodillas bajo el vestido violeta, jadeaba como una bestia sedienta.
                                                                   
                                                                       XX


Ignoro quién pudo lanzarla, lo cierto es que la noticia de que el señor había quemado su carroza en los jardines de Yukige, se propagó por toda la ciudad y dio origen a las más variadas conjeturas. Lo primero que se preguntaban era el por qué de esa muerte tan horrible para la hija del pintor.
La mayoría opinaba que podía ser en venganza por no haber podido conquistar su amor. Creo, no obstante, que si el señor de Horikawa llegó a cometer esa enormidad, lo hizo con la expresa intención de que sirviera a Yoshihide de ejemplar castigo. Esto lo escuché una vez de los propios labios del señor.
También se le criticaba a Yoshihide su alma endurecida, ya que pretendía continuar el Biombo pese a haber causado la muerte de su propia hija. No faltaban quienes lo maldecían, y no lo distinguían de una bestia, por haber confundido los alcances de su amor de padre. El Sózu Yokawa se contaba entre los que así pensaban, y solía decir al respecto: " Aunque sea un gran artista, desde que olvida los cinco deberes del hombre, no merece otro destino que el Infierno eterno"
Un mes después el Biombo estuvo terminado. Yoshihide lo llevó a palacio para someterlo al juicio del señor. Se hallaba presente el Sózu Yokawa, quien al ver la obra quedó estupefacto; todo el horror de una tempestad de fuego vibraba en la superficie con increíble fidelidad. El Sózu, que habitualmente menospreciaba a Yoshihide, frente al Biombo no pudo menos que exclamar: "¡Magnífico!" Estaba maravillado. Recuerdo también la amarga sonrisa del señor al escuchar el elogio.
Desde que concluyó el cuadro nadie, por lo menos en palacio, se atrevió a hablar mal de Yoshihide. Era comprensible que cuantos veían el Biombo, aunque sintieran aversión por el autor, se impresionaran por tan extremado realismo.
Pero cuando su obra comenzaba a ser la admiración de todos, Yoshihide dejó de pertenecer a este mundo. A la noche siguiente de terminar el biombo se suicidó en su propia habitación, ahorcándose con una cuerda. Acaso le resultó insoportable sobrevivir a la hija que tanto había amado.
El cuerpo del pintor fue sepultado en los fondos de su casa. De la pequeña tumba, azotada por el viento y las lluvias, ha de quedar una lápida borrosa sobre las piedras cubiertas de musgo.