viernes, 26 de enero de 2018

"El reino de las hormigas" de H. G. Wells








Capitulo 1

 Cuando el capitán Guérilleau recibió orden de conducir, el Beniamín Constant cañonero de su nuevo mando a lo largo del río Batemo para socorrer a los indígenas de Badama amenazados por una invasión de hormigas, sospechó que las autoridades navales trataban, por venganza, de ponerle en ridículo. En su reciente ascenso había influido de una manera novelesca y eficaz, para alterar la regularidad del escalafón, la azul languidez de sus ojos y el capricho de cierta noble dama brasileña; y con tal motivo O Diario, y O Futuro insinuaron capciosas ironías, cuyo recuerdo sólo estimulaba en él la decisión de evitar el menor pretexto a nuevas burlas. En su calidad de criollo, el capitán Guérilleau tenia de la etiqueta y de la disciplina una concepción exclusivamente portuguesa; y con el único que se franqueaba a bordo era con el ingeniero Holroyd, venido de Inglaterra para entregar el buque. Estas confidencias le permitían, de paso, practicar el idioma inglés con una pronunciación que siempre fue de lo más turbia. -Si me envían a esa comisión es para ponerme en ridículo -le dijo, arrugando colérico la orden-. ¿Qué puede hacer un hombre contra las hormigas sino dejarlas venir y marcharse cuando se les antoje? -Parece ser -respondió Holroyd-, que éstas vienen y no se van. Ese marinero que me ha dicho usted que es un zambo... -Sí, hijo de india y negro, mestizo. -Pues ése asegura que no serán las hormigas sino los hombres, los que cedan el terreno esta vez. El capitán fumó durante algunos instantes nerviosamente, y luego opinó: -¡Quién sabe si tenga razón! Nadie puede saber lo que se propone Dios con esas invasiones de hormigas. Ya en la Trinidad hubo una, pero fueron hormigas pequeñas de esas que cortan y trasportan hojas; y sin embargo todos los naranjos y manglares quedaron en esqueleto. ¿No es extraño ese poder de destrucción? A veces, verdaderos ejércitos de hormigas de una especie que pudiéramos llamar belicosa, han invadido aldehuelas enteras, y al volver los expulsados habitantes las hallaron limpias de todo insecto. ni pulgas, ni cucarachas, ni nada... -El mestizo -replicó el ingeniero- asegura que estas son de una especie mucho más terrible. Guérilleau se encogió de hombros y, taconeando irascible, se quedó contemplando su cigarrillo. No tardó mucho en expresar de nuevo su idea fija: -¿Me quiere usted decir, mi querido Holroyd, qué puedo yo hacer contra hormigas más o menos infernales? Y tras nueva reflexión, ratificó: -Nada. ¡Es absurdo... absurdo! A mediodía se puso el uniforme de gala y bajó a tierra, de donde no tardaron en llegar, precediéndole, toda suerte de bultos. Sentado bajo la toldilla para disfrutar del frescor vesperal, el ingeniero fumaba, absorto en la contemplación del paisaje. Estaban a seis días de la desembocadura del Amazonas y no muy lejos del opuesto océano, cuya vasta anchura recordaba muchas veces el gigantesco río; al sur divisábase una isla arenosa de escasísirna vegetación, y el agua corría continuamente espesa, turbia, como si viniera de una esclusa monstruosa perdida entre las dos filas de árboles milenarios... De una esclusa en la que por raro y poderoso capricho hubiesen puesto caimanes y toda suerte de fauna fluvial. El vasto silencio penetraba el espíritu, y la aldea de Lemquer, sobre la cual destacábase la iglesuca junto a ruinas delatoras de un pasado próspero, parcela entre la fronda lujuriante una moneda de plata caída en el desierto... El ingeniero inglés, que veía los trópicos por vez primera, recordaba el paisaje nativo donde vallas, fosos y canales reducen la naturaleza a la más perfecta sumisión. En los seis días que llevaban remontando el río, el esplendor indomado de aquel rincón del mundo habíale sugerido una idea hasta entonces no presentida: la insignificancia del hombre. Durante el viaje, apenas hablan El reino de las hormigas H. G. Wells encontrado rastros humanos; un día se cruzaron con una canoa, otro entrevieron en un repecho de la orilla un puesto de vigilancia, y otros, casi todos, nada... nadie. Holroyd comprendió durante este viaje que el hombre es un animal poco frecuente, cuyo dominio terrenal se reduce a una ínfima parte del globo. A medida que se prolongaba la sinuosa navegación hacia Badama, se daba más profunda cuenta de aquellas verdades. El pintoresco capitán, preocupado tan pronto de las hormigas como de la recomendación recibida de economizar las municiones del cañón de proa, no lograba apartar ambas ideas de su meditación. A pesar de aplicarse al estudio del castellano para entretenerse, en la práctica estaba constreñido aún a conjugar todos los verbos en presente y a emplear escueto el sustantivo, y la sola persona capaz de comprender el inglés, fuera de Guérilleau, era un fogonero negro, que mas que hablarlo lo tartamudeaba con fatigosa angustia; así que Holroyd no podía expansionarse mucho. El segundo comandante, Da Cunha, aseguraba hablar francés, pero debía ser un francés diferente del aprendido por el ingeniero en el colegio de Southport, y esto hacia que sus relaciones se limitaran a un cambio de cortesías y de breves observaciones sobre el tiempo que, como tantas otras cosas en el desconcertante Nuevo Mundo, carecía de cambios familiares, y era día y noche tórrido, saturado de humedad, surcado apenas por bocanadas caliginosas portadoras de miasmas de pútridas vegetaciones; y árboles, pájaros, insectos, imanas, serpientes y monos, en terrible variedad, parecían preguntar al hombre con monotonía hostil qué venia a buscar a aquellos parajes en cuyo cielo los soles carecían de júbilo y las noches de frescas brisas. Aún cuando los vestidos pesaban horriblemente sobre el cuerpo, era imposible desnudarse, a causa del calor durante el día y de los mosquitos por la noche. Sobre el puente, deslumbraba la luz, mientras en los camarotes sentíase un principio de asfixia. Moscas sutiles, ligeras y dañinas, picaban en los tobillos y en los puños; y el capitán Guérilleau, única y pintoresca compensación para Holroyd de tantas incomodidades físicas, habíase tornado fastidioso, repitiendo día tras día sus vulgares aventuras cual si desgranara un rosario. A veces, Da Cunha proponía una partida de caza, y disparaban algunos tiros contra los caimanes; de vez en cuando se detenían junto a los caseríos agazapados bajo los árboles e improvisaban festejos cuyos dos únicos números eran el baile y la bebida. Estas escalas constituían oasis momentáneos en la aridez tediosa del viaje sobre las aguas rápidas, aturdidos por el trepidar de los motores; y como no podían llevar a bordo a mujer alguna, contentábanse con reverenciar la damajuana, obesa y seductora deidad prodigadora de entusiasmos y olvidos, que erguíase a popa como sobre un altar. Holroyd pensaba con complacencia que debía haber otra divinidad de repuesto en el fondo de la bodega. A cada escala, Guérilleau recogía nuevos pormenores acerca de la invasión de las hormigas, y concluyó interesándose por su misión. -Se trata de una nueva especie -decía, al volver de interrogar a algún indígena-. Una especie desconocida que seremos los primeros en estudiar, pues vamos a convertirnos en... ¿cómo se llaman los que estudian bichejos? Entomólogos, sí... Dicen que son enormes, que algunas tienen cinco centímetros y aun más... ¿Verdad que es grotesco? ¡Eso de convertirnos en destructores de hormigas! ... Lo malo es que, según dicen, éstas lo devoran todo y están arrasando la comarca. Y, agitado de patriótica preocupación, prosiguió: -Supongamos que estalla inopinadamente una guerra con cualquier país de Europa y me coge a mi aquí, a seis días de viaje... Figúrese. ¡'Un cañón menos al servicio de la patria! Y, dándose palmaditas en la rodilla, volvió a su idea dominante, sin fijarse en la sonrisa irónica de¡ ingeniero. -Esas gentes en cuyo campamento bailamos ayer, son fugitivos, obligados a huir de sus hogares sin poder coger siquiera muebles ni ropa. Las hormigas llegaron un mediodía y fue preciso desalojarles el terreno inmediatamente y escapar; una sola hora de retraso habría bastado para que los devorasen. ¿Comprende? Por lo general, en cuanto se comen los granos y los insectos, vuelven a irse; pero esta vez no ha sido así. Y cuando trataron de ir a explorar y ver si tenían ya permiso para  volver a ocupar sus casas, sucedió una cosa espantosa. El primero que se atrevió a entrar fue un mozo, y las hormigas lo atacaron. -Pero, ¿cómo? ¿En grupos? ¿A picotazos? ¿A mordiscos? -No sé. Sus parientes lo vieron salir despavorido de la casa, pasar como un loco junto a ellos y tirarse de cabeza al río para ahogar las hormigas, que le daban un aspecto negro y horrible. Y acercando a la cara de Holroyd sus ojos límpidos y oprimiéndole las rodillas, terminó en voz baja y emocionada: -Por la noche el muchacho murió como si lo hubiera mordido una serpiente. -¿Envenenado por las hormigas? -¡Quién sabe! Acaso las mordeduras fueran tan tremendas que no hiciese falta veneno... ¡No nos debían mandar para esto! ... Yo estudié la carrera para luchar con hombres, no con bichos... Eso no debía de ser cosa nuestra. A partir de ese día, el capitán habló con frecuencia de las hormigas; y cada vez que la casualidad les deparaba el encuentro con un ser humano en aquella inmensidad de agua, de sol y de inmensos bosques distantes, Holroyd oía que la palabra indígena "sauba" (hormiga) se repetía como un leit motiv inquietante en las conversaciones. El interés crecía a medida que se aproximaban a la zona invadida. Esta curiosidad general hizo que el capitán depusiese su gesto autoritario para aceptar la conversación del segundo, que conocía acerca de las especies de hormigas comunes curiosas particularidades, reveladas a Holroyd a través de la traducción nada fluida de Guérilleau. Da Cunha habló del ejército anónimo de obreras que pululan y combaten guiadas por otras hormigas mayores, reinas al parecer, que cuando ya el enemigo está casi vencido trepan hasta su cuello, infligiendo picaduras de las cuales brota la sangre; explicó también con qué habilidad cortan las hojas para protegerse con ellas, y aseguró haber visto en Caracas hormigueros de más de cien metros... Durante tres días discutieron los tres si las hormigas tenían o no ojos; y la discusión llegó a exaltarse tanto, con peligro del respeto a la jerarquía, que Holroyd creyó oportuno ir a tierra en busca de una hormiga para decidir experimentalmente la duda. En efecto, capturó varias de distintas especies, y tras largos exámenes creyeron comprobar que unas tenían ojos y otras no. Entonces la discusión volvió a encresparse, so pretexto de si las hormigas mordían o picaban. -Estas que vamos a combatir -dijo el capitán, que aseguraba haber visto algunas en un rancho-, no sólo no carecen de ojos, sino que los tienen grandísimos, y en lugar de correr a ciegas como las comunes, permanecen quietas en un rincón y observan desde él antes de atacar. -Pero, ¿pican? -preguntó Holroyd. -SI, pican e infiltran la ponzoña en la picada... Mientras más pienso, menos me explico qué podremos hacer contra ellas. Acabarán por irse según han venido, y en paz. -¿Y si no se van? -Alguna vez han de irse, ¡qué caramba! -respondió Guérilleau. Pasado Tamandú, el río dilatábase en una solitaria extensión de ochenta millas, para estrecharse luego y confundirse con otro río aun más caudaloso. En la confluencia, tupidos bosques parecían querer encerrar la corriente; el aspecto no era ya el mismo: troncos y vegetaciones flotaban a la deriva, y por primera vez el Benjamín Constant pudo amarrarse aquella noche a los troncos seculares de árboles cuyo ramaje llegaba casi, hasta la borda. Holroyd y Guérilleau permanecieron despiertos hasta muy tarde, disfrutando de la deliciosa sensación de estar sumidos en una de las bellezas más grandes de la Naturaleza. Entre cigarro y cigarro, el capitán hablaba, sin lograr librarse de la obsesión de las hormigas; ya muy tarde, temeroso del calor, mandó tender una colcheta sobre el puente. Sus últimas palabras antes de dormirse fueron de medrosa perplejidad: -¿Qué vamos a hacer contra esas endiabladas hormigas? ¡Es absurdo, absurdo! Ya solo, Holroyd, clavándose de vez en cuando la uña para mitigar el dolor en la picadura de algún mosquito, se puso a meditar, sentado bajo la toldilla, mientras escuchaba la respiración intranquila de Guérilleau. Rumores extraños partían tan pronto del río como de la selva, y la misma impresión de grandeza que lo había. empequeñecido al ponerse por primera vez en contacto con el trópico, apoderóse de nuevo de él. Sólo una luz fulgía sobre la sombría masa del cañonero; la brisa traía de proa un bisbiseo de conversación, y luego volvía a quedar todo en calma. Sus ojos iban desde la obra muerta del buque a las aguas, que parecían muertas también, y a la masa profunda del bosque que dijérase deseoso de penetrar en el río. Entre la fronda, de tiempo en tiempo, palpitaba la llamita fosfórica de algún gusano de luz, y sin turbar el vasto silencio percibíanse crujidos, susurros, signos de esa actividad misteriosa y profunda que palpitaba durante la noche en los bosques. La selvática inmensidad del paraje lo conmovía. Como todo hombre, Holroyd sabia que los cielos son inmensos y el océano desmesurado e indomable; pero esta noción abstracta había sido modificada por la vida en su país natal, donde todo parece indicar que el mundo pertenece al hombre... Y esta afirmación orgullosa, en Inglaterra no era mentira: allí los animales no domésticos viven por tolerancia y crecen según contrato; por doquiera los caminos, las cercas, las precauciones, hablan de una seguridad establecida por el hombre a su exclusivo servicio; y desde la escuela, en los mapas, adquiérese la noción de que la Tierra pertenece al hombre, que colorea con agradables tintas las porciones ocupadas por cada pueblo, mientras deja en un azul monótono la amplia inmensidad de los mares... De este modo Holroyd, al igual de tantos, había aceptado sin casi pararse a considerarla la idea de que un día no habría sitio del globo en donde el arado no hubiese hecho surco, ni humano agrupamiento en que llanos caminos y ágiles tranvías no facilitasen el tráfico, llevando a todas partes la seguridad organizada. Mas ahora, ante la inmensidad americana, empezaba a dudar. El bosque rumoroso parecía responder a su duda diciéndole: "Soy invencible; si tolero la presencia del hombre es a titulo de intruso inofensivo a quien impongo la disyuntiva de abandonarme o perecer". Milla tras milla, enmarañándose, los troncos gigantescos, los tupidos arbustos y las enredaderas parásitas unen su barrera a las flores cuyo aroma pujante hace desfallecer las cabezas más fuertes; y a cada paso la tortuga, la serpiente, la variedad infinita de pájaros, insectos y fieras, parecen también decir al hombre: "Estamos en nuestros dominios; nada tienes que hacer aquí". La menor victoria sobre la selva cuesta tremendos sacrificios; hay que combatir la vegetación y los animales; hay que exponerse a sucumbir por la picadura, la garra y la fiebre... Y como prueba de la realidad de su meditación, aquí y allá una cabaña abandonada y un ajuar derruido decían a Holroyd la lección del hombre derrotado en su intento de conquistar los intrincados reinos del jaguar y del tigre. Pero, ¿eran los terribles felinos los verdaderos dueños? Holroyd pensó que selva adentro, a muy pocas millas, debía de haber más hormigas que hombres hay en el mundo; y tuvo de súbito esta idea absolutamente nueva y terrible: "Si en algunos millares de años el hombre ha pasado del estado bárbaro a un grado de civilización que le permite creerse dueño del porvenir soberano de la tierra, ¿quién impedirá a las hormigas evolucionar de manera análoga? Las conocidas por él vivían en pequeños grupos, sin esfuerzo alguno coordinado contra las fuerzas hostiles; mas si es innegable que poseen un lenguaje y no carecen de inteligencia, ¿por qué habrían de detenerse en su estado actual más de lo que se detuvo el hombre en el estado de barbarie? ... Supongamos que las hormigas comenzaran a metodizar sus conocimientos y que, así como nosotros centuplicamos nuestro poder merced a la tradición y a la escritura, inventaran armas, fundaran imperios y sostuvieran guerras organizadas estratégicamente ...¿Por que no pensar en la posibilidad de todo esto?... El ingeniero recordó los detalles recogidos por el capitán acerca de aquellas hormigas misteriosas y formidables contra las cuales iban a luchar. Según todos los testimonios, disponían de un veneno tan mortífero como el de las peores serpientes, y obedecían a jefes más aptos por lo visto que las hormigas cortadoras y acarreadoras a que se habla referido Da Cunha. Y por si esto fuese poco, eran carnívoras, valerosas, y en lugar de partir después de haber limpiado las casas de granos e insectos, permanecían irreductiblemente fieras, igualmente dispuestas a no compartir con hombre ningún dominio. Nada turbaba la quietud de la noche. El agua susurraba contra los costados del navío, y en lo alto, en torno de la luz del mástil, agitábase un zumbar de falenas. De pronto, la voz somnoliente de Guérilleau dijo en la oscuridad, mientras el cuerpo daba una vuelta para en seguida inmovilizarse de nuevo: -¿Qué podemos hacer contra esas hormigas? Y Holroyd fue rescatado del horror de su siniestro ensueño por el clarinear de un mosquito que giraba en torno de su frente, dispuesto a clavar su aguijón.



Capitulo II

 

Cuando supo Holroyd a la mañana siguiente que estaban a menos de cuarenta kilómetros de Badama, las riberas más próximas atrajeron su atención. A cada rato subía al puente para observar los alrededores; pero no advirtió el menor signo de vida humana, excepto las ruinas de alguna casa y la fachada musgosa del abandonado convento de Mojú, por una de cuyas ventanas, como legoría del triunfo de la Naturaleza, asomaba un árbol su ramaje, mientras enredaderas tupidísimas casi cubrían las desconchadas paredes. Extrañas mariposas amarillas, de alas casi translúcidas, cruzaban el río e iban de vez en cuando a posarse en cubierta, donde los marineros se entretenían en cazarlas... Próximamente a mediodía fue cuando vieron a lo lejos el lanchón arrastrado por la corriente. A primera vista no creyeron que navegase sin rumbo, pues las velas fláccidas parecían esperar la brisa y una forma humana divisábase a proa, sentada junto a los dos grandes remos. A popa también otra silueta semejaba dormir apoyada contra el extremo del puente central; pero pronto las oscilaciones del timón y la tendencia a ser atraída por la estela del cañonero, demostraron que algo insólito ocurría a su bordo. Guérilleau, que se puso a observarla con los gemelos, se asombró de la extraña negrura del rostro del hombre sentado a proa; y por más que graduó el anteojo, no pudo distinguir la nariz en la mancha negro-rojiza de la cara. El cuerpo parecía más desplomado que sentado, y a medida que se aminoraba la distancia, el capitán sentía nacer y crecer en si una especie de repugnancia hacia aquel misterio, del que, sin embargo, no podía apartar la atención. Cuando ya estuvo algo más cerca, llamó a Holroyd, y ordenó una maniobra para acortar aún más la distancia. Ya a simple vista veíase el nombre de la lancha -Santa Rosa- escrito a ambos lados de la proa que cada vez parecía buscar más decididamente la estela del Benjamín Constant. Al girar el cañonero para acercarse, la Santa Rosa oblicuó bruscamente; y la silueta del hombre sentado a proa se desplomó, como si todas sus articulaciones se hubiesen aflojado de súbito; el sombrero rodó por el puente y dejó al descubierto una cabeza de aspecto repugnante: -¡Caramba! ¿Ha visto usted? -exclamó Guérilleau saliendo al encuentro de Holroyd, que subía la escalerilla del puente. -Sin duda está muerto -contestó Holroyd-. Creo que lo mejor será arriar uno de nuestros botes e ir a ver. Algo raro pasa en ese lanchón. -¿Se ha fijado usted en la cara del hombre? -No. ¿Cómo la tiene? -No sé cómo -dijo el capitán, contrayendo la boca en un gesto de asco. Y volviendo bruscamente la espalda al inglés gritó varias órdenes... El cañonero volvió a virar para seguir una dirección paralela a la de la barca; se arrió un bote y embarcaron en él tres hombres al mando del segundo. Devorado por la curiosidad, el capitán maniobró para colocar su navío lo más cerca posible de la Santa Rosa, y mientras los remeros bogaban hacia ella, él y Holroyd eran todo ojos... Sin duda alguna sólo estaban a bordo los dos hombres, que parecían cadáveres; y aun cuando no podían distinguirse bien sus caras, la crispatura de las manos y la tumefacción de todos los miembros demostraban que habían sido sometidos a algún extraño proceso de descomposición. Durante un instante el interés de Guérilleau y Holroyd concentróse en los hatillos de ropas, extrañamente sucios a primera vista; luego, fue a fijarse en el entrepuente, donde apilábanse cajas y baúles. La puertecilla de la camareta estaba inexplicablemente abierta, y a medida que la distancia era menor comprobaron aquí y allá grandes manchas negras, movibles. Aquel vaivén oscuro los fascinó en seguida, y al verlo ensancharse en torno de los hombres caídos, les vino a la imaginación, sin necesidad de esforzarse, la imagen de las multitudes saliendo de la plaza al concluir una corrida de toros. Holroyd, que había cambiado de sitio para ver mejor, dióse cuenta de que el capitán estaba junto a él, y le dijo: -¿Tienes sus gemelos ahí? Fíjese bien en el aspecto de las manchas. Guérilleau miró con insistencia, balbuceó algunas frases y le tendió los anteojos al ingeniero, quien después de mirar otro rato repuso: -Son las hormigas, no cabe duda. Ya ve que salen a recibirnos. Se pusieron de nuevo a observarlas, y al pronto creyeron estar viendo hormigueros semejantes a los de la especie común; mas no tardaron en notar que las hormigas eran mayores, y que algunas de ellas llevaban una especie de manto grisáceo. El examen era tan dificultoso, a causa de la oscilación de la lancha, que no podían percibir los detalles. De pronto, la cabeza del segundo apareció tras la borda de la Santa Rosa, y entabló con el capitán un breve coloquio: -Suba a bordo -dijo el capitán. Como el teniente objetase que la barca estaba llena de hormigas, Guérilleau arguyó: -¿No tiene usted botas? Unos cuantos pisotones le bastarán para abrirse camino. Desviando la conversación, gritó el segundo: -¿Cómo habrán muerto estos pobres hombres? El capitán extendióse en hipótesis, que Holroyd no pudo seguir, y empezó luego a discutir con vehemencia creciente, mientras el ingeniero, tomando de su mano los anteojos, tornó a examinar las hormigas y el cadáver tendido sobre la cubierta central. He aquí la minuciosa descripción que más de una vez ha hecho de aquel examen, "Las hormigas eran mayores que las de todas las demás especies conocidas, y se movían con rapidez y precisión nada semejantes a los ciegos tanteos con que suele proceder la hormiga común. De cada veinte o veinticinco destacábase una más grande, cuya cabeza, sobre todo, tenía un tamaño desmesurado y viéndolas reunirse en torno a las otras, como si coordinaran su esfuerzo, pensé en seguida en capataces que capitanearan un grupo. Estas hormigas mayores recogían el cuerpo extrañamente antes de avanzar, al modo de minúsculos felinos, cual si quisieran servirse mejor de sus patas anteriores. Y más de una vez tuve la idea extraña, imposible de verificar por la distancia y la movilidad de la lancha y del cañonero, de que la mayor parte tenía, tanto en derredor del cuerpo como en la extremidad de sus patas, algo artificial, añadido para ampliar su poder de acción, algo que brillaba corno metal blanco." El conflicto de disciplina elevábase entre el capitán y su segundo con acres caracteres, y arrancó al ingeniero de su contemplación. Guérilleau vociferaba, crispando los puños: -¡Su deber es cumplir la orden y subir a la lancha! El teniente no parecía participar de esta opinión y para buscar testigos y apoyo volvía la vista hacia las cabezas cobrizas de los marineros mulatos que tenia cerca. Holroyd, para desviar la cuestión, dijo en inglés: -Me parece que esos pobres hombres han sido devorados por las hormigas. Pero, sin responderle, el capitán siguió interpelando colérico a Da Cunha: -¡Le intimo por última vez a subir, y si no cumple la orden incurre en el delito de insubordinación! ¿Lo oye? De insubordinación y cobardía...¿Es ése el valor que se le supone en la hoja de servicios? ¡Si tarda un minuto más en subir, lo meteré en el calabozo, le formaré consejo de guerra y hasta lo fusilaré si es preciso; sí, señor! Siguió lanzando un torrente de injurias, con los puños agarrotados y los pies trémulos, mientras el teniente, silencioso, lívido, lo miraba sin decidirse, pintada la angustia en los ojos. Toda la marinería se había reunido a proa, estupefacta... De pronto, en un instante en que el capitán se detuvo para tomar aliento, el segundo pareció adoptar una heroica resolución, y alzándose merced a una flexión de sus membrudos brazos, subió a la Santa Rosa. El capitán contuvo un nuevo alud de imprecaciones y cerró la boca en un "iah!" satisfecho. Holroyd vio a las hormigas retirarse ante los pesados pasos de Da Cunha, que, al llegar junto al cadáver caído en el puente, titubeó, se inclinó sobre él, y asiéndolo por la chaqueta le dio una vuelta para verlo de cara. Una verdadera oleada negra salió de¡ traje, y el teniente retrocedió con rapidez y pateó tres o cuatro veces violentamente. El ingeniero volvió a coger los anteojos, y pudo ver en torno a las recias botas del intruso dispersarse las hormigas y proceder de manera opuesta a la de sus hermanas de la especie común: En vez de perder terreno y tiempo en locas idas y venidas, apartábanse en línea recta y, agrupándose a poca distancia, parecían considerar a Da Cunha como lo haría un grupo de hombres ante un gigantesco monstruo que acabara de derrotarles. -¿De qué ha muerto? -gritó el capitán. Holroyd adivinó que el teniente explicaba que el cuerpo estaba demasiado desfigurado para darse cuenta de la causa de la defunción. La voz del capitán volvió a preguntar: -¿Qué hay en la camareta de proa? Da Cunha avanzó algunos pasos y comenzó a responder en portugués; de pronto se detuvo, sacudió con brusco ademán una pierna en movimientos extraños, como si tratara de pisotear objetos invisibles, y se encaminó de prisa hacia el bote; pero, dominado otra vez por el sentimiento del deber, dio media vuelta y después de bajar a la bodega se le vio escalar la proa e inclinarse un instante sobre el otro cadáver. Casi en seguida lanzó un gemido y volvió a desandar su camino a pasos rígidos, hasta que se detuvo y en tono respetuoso y frío, que contrastaba con la excitación anterior, se puso a dialogar con el capitán. Holroyd, no pudiendo comprenderlo bien, no abandonaba los gemelos, y observó que las hormigas habían desaparecido de todos los sitios visibles; pero en los rincones sombríos le pareció distinguir el brillo de innumerables ojuelos brillantes en acecho. Entre el capitán y el teniente decidióse que la Santa Rosa, demasiado llena de hormigas para consentir la permanencia de un destacamento, debía ser remolcada; y Da Cunha marchó de nuevo a proa para recibir el cable y amarrarlo, mientras los marineros, de pie en el bote del Benjamín Constant, miraban curiosos, sin poder prestarle ayuda. Cada vez mas impresionado, Holroyd dábase cuenta de que una actividad al mismo tiempo unánime y furtiva agitaba a los misteriosos Por lo pronto, descubrió que gran número de hormigas gigantes, no menores de tres o cuatro centímetros, iban de una zona obscura a otra arrastrando objetos no identificables. No marchaban en columnas compactas, sino en líneas que evocaban los avances, alternados de carreras y ocultaciones, de la moderna infantería bajo el fuego; y como hace ésta en cada trinchera o montículo, deteníanse en los accidentes favorables de la cubierta antes de ir a reunirse en multitud innúmera junto a la escalerilla de la bodega por donde indefectiblemente tenía Da Cunha que pasar al regreso. Holroyd, no las vio asaltar al teniente, pero tuvo la certeza de que el ataque había sido ejecutado con terrible método. El grito de Da Cunha fue tan repentino, tan angustioso, que les heló la sangre: -¡Me han picado, me han picado! Un instante le vieron volver hacia ellos su cara dolorida y rencorosa, correr a pasos inciertas hacia la borda y lanzarse al agua con tal violencia, que suscitó un gran remolino. Los marineros lo izaron al bote y lo condujeron a bordo, donde murió pocas horas
después.





Capitulo III


Al salir del camarote donde el cuerpo del desventurado Da Cunha yacía inflado y contorsionado por la terrible muerte, Holroyd y el capitán dirigiéronse a popa y permanecieron un rato contemplando la barca siniestra que seguía las aguas del Benjamín Constant. Las tinieblas de la noche sólo eran interrumpidas de tiempo en tiempo por relámpagos estivales azulosos y trémulos, y la barca de la muerte -vago triángulo obscuro- deslizábase tras ellos con su velamen fláccido sobre el cual el humo de las chimeneas del cañonero ponía un palio de sombra que a veces surcaban rojas chispas... El pensamiento de Guérilleau iba a posarse en el recuerdo del agrio coloquio sostenido por la mañana con su segundo, y en las palabras acusadoras proferidas por éste en el delirio de la fiebre postrera. -Es absurdo que haya dicho que yo lo asesiné... No le parece ¡Alguno tenla que subir a la lancha!..., ¿Es que no va a quedar otro remedio que dejarles el campo libre a esas condenadas hormigas en cuanto se presenten? Holroyd, sin responder, pensaba en el disciplina asalto de los diminutos e innumerables monstruos sobre la cubierta desnuda, bajo el fuego del sol. El capitán insistió aún: -Era a él a quien correspondía ir: yo no podía abandonar el mando. ¿Puede un militar quejarse de morir cumpliendo su deber? ... ¡Asesinado! Lo que pasa es que estaba... ¿cómo diré yo?. . ., loco, loco, si... quizá por el efecto del veneno. ¿No cree usted? Siguió un largo silencio a esta pregunta, e interpretándola como respuesta favorable el capitán prosiguió: -¡Hay que hundir esa maldita barca! ... Voy a mandar ahora mismo que le prendan fuego. -¿Para qué? La pregunta pareció irritarlo, y encogiéndose de hombros y cruzándose de brazos, preguntó a su vez: -¿Qué para qué]? Para hacer algo. Lo que es esas hormigas no volverán a matar a ningún hombre. Holroyd no tenía ganas de conversación y no contradijo a Guérilleau. Lejana algarabía de monos llenó de gritos agoreros la densa noche al acercaré la cañonera a la orilla frondosa y suscitar el croar áspero de las ranas. Después de un largo intervalo, durante el cual el capitán repitió varias veces sus propias palabras, para buscar la controversia, le invadió una cólera activa que se tradujo en blasfemias y órdenes. Toda la tripulación pareció alegrarse como si un deseo de venganza multiplicara su celo. Se cortó el cable, volvieron a arriar el bote, y brazos fornidos lanzaron a la barca siniestra pedazos de estopa saturados de petróleo y luego mechas encendidas. Poco después surgió detrás del cañonero una llama alegre y crujiente; y Holroyd veía la lanza de oro elevarse en la sombra e iluminar el agua, el buque, la ribera, con luz tan pronto amarilla como verdosa. Hasta los maquinistas subieron a ver el espectáculo... Detrás de Holroyd, la voz del mulato dijo, después de una gran esfuerzo filológico: -"Sauba" hacer crá crá... ¡Oh, yo contento, contento! Y estalló en una ancha risa, que no logró comunicar al ingeniero, quien, recordando el drama de la mañana, pensaba en que las innumerables hormigas abrasadas en la hoguera flotante, tenían también ojos para ver y cerebro para pensar. La interrogación desesperada de Guérilleau: "¿Que hacer contra ellas?", habíase también incrustado en su mente y se la repetía a si mismo todavia cuando el cañonero fondeó delante de Badama. El caserío con sus techos de palma seca, sus establos, su quieto molino verdecillo de enredaderas y su paseo ribereño orillado de rosales que se inclinaban para mirarse en la corriente, dormía en la quietud matinal; y a medida que el sol iba subiendo, parecía muerto en vez de dormido. En cuanto a las hormigas, su pequeñez y la distancia impedían comprobar su presencia. -Todos los habitantes deben haber huido -dijo Guérilleau-: pero como hay que hacer algo, pitaremos con la sirena por si queda alguno. Holroyd tiró del alambre del silbato, y un lamento agudo y tembloroso llenó el aire, suscitando ecos en el bosque. Cuando se extinguió, el capitán tuvo una idea laboriosamente concebida: -Podemos hacer una cosa -dijo. -Usted dirá. -Tocar la sirena otra vez. Y mientras el alarido volvió a vibrar en la quietud del día naciente, Guérilleau medía a grandes zancadas la cubierta, agitado por pensamientos múltiples que, a veces, temerosos de romper la prisión del cerebro, asomaban a los labios en fragmentos discordes, ya en español, ya en portugués. Parecía dirigirse a un tribunal invisible y justificar ante él su conducta; Holroyd percibió algunas frases referentes a las municiones y se puso a mirarlo extrañado. Entonces, Guérilleau le habló en inglés: -¿Quiere usted decirme, mi querido ingeniero, qué puede hacerse? Embarcaron en un bote y fueron acercándose a la playa para examinar minuciosamente con los anteojos “al enemigo". Poco a poco, las formidables hormigas fueron apareciendo en posturas inmóviles, con los ojos alerta, fijos en el botecillo que se aproximaba. Y cuando estuvieron cerca, ya una multitud estaba belicosamente apiñada junto al embarcadero en donde era necesario atracar, dispuestas sin duda a cerrarles el paso. Guérilleau sacó el revólver, y con cólera estéril se puso a dispararles tiros. Holroyd, apretándose contra las cavidades oculares los gemelos, creyó percibir que de casa a casa iban extrañas zanjas llenas de una actividad incansable. Cuando estuvieron a pocos metros, pudieron ver del otro lado del muelle un esqueleto perfectamente mondado y reluciente, cubierto a medias por los harápos del vestido ... Los marineros habían dejado de bogar para hablar mejor, y el capitán dijo, desesperad: -¡Y la nota del almirante me dice que todas las vidas de Badama están a mi cargo, ya ve usted! Y como también están las de la tripulación, no puedo mandar un destacamento a tierra: serian atacados y envenenados como Da Cunha; y a la vuelta los veríamos hincharse e insultarme lo mismo que él, para morir retorciéndose en contorsiones espantosas... No, no, es imposible. Caso de desembarcar alguien, debo ser yo... Iré con botas fuertes y decidido a todo. . Aunque me parece que tampoco yo debo desembarcar... ¡No sé, no sé! ... Holroyd comprendió que en estas dudas estaba implícita la decisión sensata de no exponerse, y nada dijo. La cólera del capitán volvió a recaer sobre su manía primitiva: -Esta comisión no ha tenido otro objeto que ponerme en ridículo. Anduvieron de aquí para allá, sin acercarse mucho, examinando el esqueleto desde diferentes lugares, y luego volvieron a bordo. La incertidumbre del capitán se exacerbaba por momentos. A mediodía levantaron presión y el cañonero dirigióse velozmente río abajo, como si fuese en busca de algo urgente, para girar a las pocas horas y volver a anclar al caer la tarde frente al caserío destruido, con su quietud hostil su muellecillo orlado de rosales, sus zanjas amenazadoras y su esqueleto que hablaba con muda elocuencia del dolor, la impotencia y la muerte. Una enorme turbonada agitó la atmósfera y tras la lluvia y los truenos vino la noche fresca, profunda, espléndida de astros; y tanto en el pueblo como en el buque pareció dormir todo, excepto Guérilleau, que paseaba como una fiera enjaulada, por el puente. Holroyd despertó con el alba, y dirigiéndose al insomne le preguntó: -¿Hay algo nuevo? -Nada, nada... pero ya he decidido. -¿Va usted a desembarcar Había en la pregunta del ingeniero una alegría maligna; mas Guérilleau no pareció percibirla, y poniendo a prueba la ansiedad del ingeniero, dijo: -He decidido, pero no eso... He decidido tirarles con el cañón de proa. Así lo hizo; y Dios sabe lo que las terribles hormigas pensaron de tan madura decisión. Dos veces, con belicosa solemnidad, mandó en persona el fuego, y toda la tripulación hubo de ponerse algodones en los oídos y formar en zafarrancho de combate, como si se tratase de una batalla. Al primer cañonazo, el antiguo molino de azúcar cayó a tierra, y al segundo, el almacén situado cerca del muelle se derribó con sordo estrépito. Sólo entonces tuvo lugar en el ánimo colérico del capitán la reacción razonable: -Todo es inútil, 'inútil -suspiró-. No nos queda mas que volver a pedir instrucciones precisas. ¡Y por si no era bastante, ahora me reñirán también por el despilfarro de municiones! ... ¡Han querido ponerme en ridículo! ... No me cabe duda, mi querido Holroyd. Todavia un momento, antes de decidir, permaneció con los ojos fijos en el vacío, presa de infinita perplejidad, y volvió a su estribillo doloroso: -¿Qué puede hacer el hombre contra las hormigas? ¡Nada, nada! Durante el día, el cañonero descendió perezosamente por el río, y a media tarde un destacamento fue a enterrar bajo los copudos árboles, en un lugar libre aún de la invasión, el cuerpo terriblemente desfigurado de Da Cunha.



Capitulo IV



Holroyd mismo me contó, aún no hará tres semanas, la historia transcrita anteriormente; y luego se la he oído referir también a otros. Llena la imaginación del recuerdo de las hormigas invencibles, ha regresado a Inglaterra con la idea, según dice, de concitar al país contra las invasoras antes de que sea demasiado tarde. Asegura que ya amenazan la Guayana, apenas separada por mil millas de su presente zona de acción y que el ministro de Colonias debe ocuparse sin tardanza del asunto. Si alguien sonríe al oírlo, se exalta y argumenta así: -¿Ha pensado usted en que se trata de hormigas inteligentes? Medite en lo que este hecho significa, y suponga que puedan, como nosotros, llegar a servirse de utensilios, a descubrir el fuego y los metales, y a ejecutar por verdaderos prodigios de mecánica, maravillas superiores a cuantas la ignorancia europea desconoce aún. ¿No saben ustedes que las Saubas en 1841 horadaron bajo el Parayba un túnel no menos ancho que el Támesis a su paso por Londres? Estoy seguro que se sirven de sus maravillosos medios actuales con un método lógico y minucioso, sin despreciar ninguna lección de la práctica, lo que equivale a nuestros libros guardadores y propulsores de cultura. Hasta ahora su acción se limita a una invasión progresiva, que fuerza a perecer o a huir a todo ser humano; pero su número aumenta formidablemente, y estoy persuadido de que pronto el hombre habrá tenido que abandonarles íntegra la América del Sur... -Usted no habla en serio; usted no cree... -Creo más. ¿Por qué han de detenerse en la América del Sur? En 1915 o poco más tarde habrán llegado, si no aumenta la velocidad de su avance, a las primeras estaciones del ferrocarril, y entonces los capitalistas europeos no tendrán otro remedio que ocuparse de ellas. Hacia 1920 poseerán de seguro la mitad de la cuenca del Marañón; y no me parece aventurado vaticinar para el 1950 o 60 la fecha de su descubrimiento de Europa.

viernes, 29 de diciembre de 2017

Huanchu Daoren ( Alrededor del 1600 , China)






Quienes viven de manera virtuosa pueden estar afligidos por un tiempo, pero quienes dependen de adular al poder se hallan siempre desamparados. Las personas que han despertado ven lo que está más allá de las circunstancias y reflexionan acerca de la vida y de la muerte, de manera que pueden experimentar pasajeramente la aflicción, pero no el desamparo permanente.

Se considera personas puras de corazón las que no se acercan al poder y a la fama; pero quienes pueden estar cerca sin verse afectadas son las más puras de todas. Se considera personas de espíritu elevado aquellas que ignoran cómo conspirar e intrigar; mas quienes saben cómo hacerlo pero no lo hacen, son las de espíritu más elevado.
Cuando estás oyendo constantemente palabras ofensivas y tienes siempre en mente algún asunto irritante, sólo entonces tienes una piedra de afilar para desarrollar el carácter. Si sólo oyes lo que te agrada y sólo actúas en aquello que te ilusiona, estás enterrando tu vida en un veneno mortal.
El universo es silencioso e inmóvil, pero las obras de la energía nunca descansan, ni siquiera por un instante. El sol y la luna están en movimiento día y noche, pero su luz nunca cambia. Así pues, las personas iluminadas han de tener un sentimiento de urgencia en los momentos de ocio y una actitud de descanso cuando están ocupadas.

Entrada la noche, cuando todo el mundo descansa, siéntate en soledad y observa dentro de tu mente; percibirás entonces cómo desaparece la ilusión y aparece la realidad. En cada una de estas ocasiones ganas un vasto sentimiento de lo que es posible. Una vez que has percibido cómo aparece la realidad, pero que es dificil escapar a la ilusión, te vuelves también más humilde.




Una oruga en la basura es algo sucio, pero se transforma en una cigarra que sorbe rocío en la brisa otoñal. Las plantas enterradas no tienen prestancia, pero se transforman en brillo incendiado a la luz de la luna estival. Así, sabemos que la pureza surge de la impureza, y que la luz nace de la oscuridad.

La diligencia consciente es una virtud, pero si es exagerada no aporta satisfacción y alegría. La sobriedad y la simplicidad son nobles virtudes, pero si son demasiado austeras no servirán para ayudar a los demás.

Cuando los ricos y bien aposentados, que debieran ser generosos, son por el contrario malévolos y crueles, hacen que su comportamiento sea infame y despreciable, a pesar de sus riquezas y posición. Cuando los que son intelectualmente brillantes, que debieran ser reservados, se muestran por el contrario ostentosos, son ignorantes y necios, a pesar de su brillantez.

Los deseos no dañan tanto la mente como la dañan las opiniones. Los sentidos no estorban tanto la iluminación como la estorba el intelecto

Las buenas personas son pacificas no sólo en la acción; sus espíritus son amables incluso en sueños. Las personas malvadas son perversas no sólo en sus acciones; incluso sus voces y risas son perjudiciales.

Si temes que la gente sepa que has hecho algo malo, hay algo bueno en lo malo. Si estás ansioso porque la gente sepa que has hecho algo bueno, entonces hay algo malo en lo bueno.
 

Un suelo con mucho abono produce abundantes cosechas; el agua demasiado clara no tiene peces. Por ello, las personas iluminadas deben mantener la capacidad de aceptar las impurezas y no ser perfeccionistas solitarias.

Incluso un caballo salvaje puede ser domado; hasta un difícil de trabajar acaba siendo moldeado. Si simplemente te relajas y no te agitas a ti mismo no harás ningún progreso. Se ha dicho : “ No es una desgracia tener muchas aflicciones, sería preocupante ninguna aflicción”

Los alimentos exquisitos son drogas que inflaman los intestinos y dañan los huesos, pero no hacen daño si se comen con moderación. Todas las cosas preciosas son portadoras de destrucción y decadencia, pero no son de lamentar si se disfrutan con mesura.

Cuando estás en medio de la adversidad, todo lo que te rodea es una especie de medicina que te ayuda a afinar tu conducta, aunque no te des cuenta de ello. En las situaciones agradables, te enfrentas a armas que te despedazarán, aunque no seas consciente de ello.

Contar con el éxito todavía no alcanzado no es tan provechoso como preservar el trabajo ya realizado. Lamentar errores pasados no es tan útil como prevenir futuras equivocaciones.

La tranquilidad en medio de la quietud no es verdadera tranquilidad; cuando puedes estar tranquilo en medio de la acción, éste es el verdadero estado de la naturaleza. La felicidad en la comodidad no es verdadera felicidad; cuando puedes ser feliz en medio de la adversidad, entonces ves el verdadero potencial de la mente.

Las personas sabias no tienen pensamientos o preocupaciones, mientras que las personas ignorantes no poseen conocimientos; ambas clases de personas pueden ser compañeras de estudios o negocios. Son sólo los intelectuales mediocres quienes piensan demasiado y poseen demasiada información, de manera que tienen mucho en lo que pensar y muchas dudas; como consecuencia, es difícil hacer absolutamente nada con ellos.

La enfermedad de caer en los deseos puede ser tratada, pero la enfermedad de aferrarse a principios abstractos es difícil de curar. Los obstáculos que presentan los acontecimientos y las cosas pueden eliminarse, pero los que presentan los principios sociales son difíciles de eliminar.

Para liberarse de los malvados y los bribones es necesario proporcionales una salida. Si no les dejas ningún escape, serán como ratas atrapadas. Si toda salida les está sellada , roerán todo lo que haya de provecho.

La oscuridad es mala para el mal, la luz es mala para el bien. Cuando el mal es manifiesto, el daño es menor, pero cuando es oculto, grande es su estrago. Cuando el bien es manifiesto poco es su merito, pero cuando está escondido su merito es mayor.

Para quienes meditan sobre sí mismos, cada cosa que encuentran es curativo. Para quienes atacan a los demás incluso el pensamiento es un arma. Lo uno es un camino para iniciar el bien, lo otro es un camino para iniciar el mal. Están tan separados entre si como el cielo y la tierra.

Aunque no te puedas librar del calor, mientras te puedas librar de la preocupación respecto del calor, tu cuerpo estará siempre como en una terraza fresca. Aunque no te puedas liberar de la pobreza, pero te puedas liberar de la tristeza de la pobreza , tu mente vivirá siempre en una morada confortable,
Intenta pensar en lo que eras antes de nacer y también en lo que serás después de morir. Entonces infinidad de pensamientos se calman, dejando serena toda tu esencia; de esta forma, serás capaza de trascender las cosas de manera espontanea y de vivir en un estado anterior a que las cosas tomaran forma.

Cuando nace un niño la madre está en peligro, cuando se amontona el dinero los ladrones observan; así pues ¿qué alegría no conlleva una preocupación? Cuando eres pobre, estas deseoso de ahorrar, si estás enfermo estas deseoso de cuidar tu cuerpo , así pues ¿ qué preocupación no conlleva una alegría? Por ello, las personas de gran realización deben mirar los altibajos como una sola cosa, y permitirse olvidar alegrías y penas.

(Fuente: “Retorno a los orígenes. Reflexiones sobre el Tao”, de Huanchu Daoren; editorial Edaf)


José Luis Díaz-Granados (Santa Marta, Colombia ,1946)





Fiesta invisible

Hoy he vuelto a ver a mi padre
treinta años después de haberlo acompañado
a la estación del silencio.
Y me he encontrado con un hombre muy joven,
concentrado sobre sus papeles,
inclinado sobre sus palabras,
fumando silencioso, impecable, sereno.
He vuelto a verlo.
Su presencia me ha visitado
durante algunos breves y largos minutos,
y han resurgido canciones e imágenes.
Le he hablado de mis hijos,
de mi nieto reciente.
Y me ha mostrado gestos y signos de regocijo
y de radiante ternura.
Hemos vuelto a recordar sus predicciones políticas
sobre América, y, como siempre, ha acertado.
Ha bebido sólo la mitad de la copa
y con nostálgico ademán se ha marchado de nuevo.
De pronto, viendo con estupor
cómo se escapaba de mi vista su fantasma,
me he encontrado a mí mismo
sediento de aire, oloroso a otro tiempo,
regocijado y a punto de llorar
en el momento en que mi niñez dejaba de existir nuevamente,
y me he mirado en el espejo
de ese rostro que mi inquietud habita
y he vuelto a ver el rostro de mi padre,
amoroso e inocente,
como si en la estación del silencio,
esta noche, y sólo por esta noche,
estuvieran de fiesta.

jueves, 28 de diciembre de 2017

"Asi fue salvado Wang-Fo" de Marguerite Youcenar





El viejo pintor Wang-Fo y su discípulo Ling erraban a lo largo de los caminos del reino de Han. Avanzaban lentamente porque Wang-Fo se detenía de noche a contemplar los astros, y de día para mirar las libélulas. Iban poco cargados, pues Wang-Fo amaba la imagen de las cosas y no a las cosas en sí mismas, y ningún objeto en, el mundo le parecía digno de ser adquirido, salvo pinceles, frascos de laca y de tintas de China, rollos de seda y de papel de arroz. Eran pobres porque Wang-Fo cambiaba sus pinturas por una ración de papilla de mijo, y desdeñaba las monedas de plata. Ling, su discípulo, doblado bajo el peso de una bolsa llena de bocetos, encorvaba respetuosamente la espalda como si cargara la bóveda celeste, pues esa bolsa, a los ojos de Ling, estaba repleta de montañas bajo la nieve, de ríos en primavera y del rostro de la luna de verano, Ling no había nacido para recorrer los caminos al lado de un viejo que se apoderaba de la aurora y apresaba el crepúsculo. Su padre cambiaba oro; su madre era la única hija de un mercader de jade que le había heredado sus bienes maldiciéndola por no haber nacido varón. Ling había crecido en una casa en donde la riqueza eliminaba los azares. Aquella existencia, cuidadosamente protegida, lo había vuelto tímido: le temía a los insectos, al trueno y al rostro de los muertos. Cuando cumplió quince años, su padre eligió una esposa para él, y cuidó de que fuera muy bella, pues la idea de la felicidad que procuraba a su hijo lo consolaba de haber alcanzado la edad en la que la noche sirve para dormir. La esposa de Ling era frágil como un junco, infantil como la leche, dulce como la saliva, salada como las lágrimas. Después de las nupcias, los padres de Ling llevaron la discreción hasta morir, y el hijo se quedó solo en su casa pintada de cinabrio, en compañía de su joven esposa que sonreía siempre, y de un ciruelo que cada primavera daba flores rosas. Ling amó a esa mujer de corazón cristalino como se ama a un espejo que no se empaña jamás, a un talismán que siempre protege. Frecuentaba las casas de té para obedecer a la moda y favorecía con moderación a los acróbatas y a las bailarinas. Una noche, en una taberna, le tocó Wang-Fo como compañero de mesa. El viejo había bebido para ponerse en estado de pintar mejor a un borracho; su cabeza se inclinaba de lado, como si se esforzara en medir la distancia que separaba su mano de la taza. El alcohol de arroz desataba la lengua de aquel artesano taciturno, y esa noche Wang hablaba como si el silencio fuera un muro; y las palabras, colores destinados a cubrirlo. Gracias a él, Ling conoció la belleza de los rostros de los bebedores desvanecidos por el humo de las bebidas calientes, el esplendor moreno de las carnes que el fuego había lamido desigualmente, y el rosado exquisito de las manchas de vino esparcidas en los manteles como pétalos marchitos. Una ráfaga de viento reventó la ventana; el aguacero se metió en la habitación. Wang-Fo se inclinó para hacer admirar a Ling el fulgor lívido del rayo; y Ling, maravillado, dejó de temerle a la tormenta. Ling pagó la cuenta del viejo pintor; y como WangFo no tenía dinero ni posada, humildemente le ofreció albergue. Caminaron juntos; Ling llevaba una linterna; su claridad proyectaba sobre los charcos fuegos inesperados. Aquella noche, Ling supo, no sin sorpresa, que los muros de su casa no eran rojos como él había creído sino que tenían el color de una naranja a punto de pudrirse. En el patio, Wang-Fo reparó en la forma delicada de un arbusto, al cual nadie había prestado atención hasta entonces, y lo comparó a una joven que deja secar sus cabellos. En el corredor, siguió maravillado el camino vacilante de una hormiga a lo largo de las grietas del muro, y el horror de Ling por aquellos bichos se desvaneció. Al comprender que Wang-Fo acababa de regalarle un alma y una percepción nuevas, Ling acostó respetuosamente al viejo pintor en la alcoba en donde su padre y su madre habían muerto. Desde hacía años, Wang-Fo soñaba con hacer el retrato de una princesa de antaño tocando el laúd bajo un sauce. Ninguna mujer era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling podía serlo puesto que no era mujer. Luego Wang-Fo habló de pintar a un joven príncipe tensando el arco al pie de un gran cedro. Ningún joven del tiempo presente era lo bastante irreal para servirle de modelo, pero Ling hizo posar a su propia mujer bajo el ciruelo del jardín. Luego, Wang-Fo la pintó vestida de hada entre las nubes del Poniente, y la joven lloró, pues era un presagio de muerte. Desde que Ling prefería los retratos que Wang-Fo hacía de ella, su rostro ¡se marchitaba como una flor expuesta al viento caliente o a las lluvias de verano. Una mañana la encontraron colgada de las ramas del ciruelo rosa: las puntas del chai que la estrangulaba flotaban mezcladas con su cabellera; parecía aún más delgada que de costumbre, y pura como las bellezas celebradas por los poetas de los tiempos cumplidos. Wang-Fo la pintó por última vez porque amaba ese tinte verdoso que cubre el rostro de los muertos. Su discípulo Ling molía los colores, y aquella tarea le exigía tanta dedicación que se olvidó de verter lágrimas. Ling vendió sucesivamente sus esclavos, sus jades y los peces de su estanque para procurar al maestro los frascos de tinta púrpura que venían de Occidente. Cuando la casa estuvo vacía, la dejaron, y Ling cerró tras él la puerta de su pasado. Wang-Fo estaba cansado de una ciudad en la cual los rostros no tenían ya ningún secreto de fealdad o de belleza que enseñarle; el maestro y el discípulo erraron juntos por los caminos del reino de Han. Su reputación los precedía en los pueblos, en el umbral de las fortalezas y bajo el pórtico de los templos donde los peregrinos inquietos se refugian en el crepúsculo. 



Se decía que Wang-Fo tenía el poder de dar vida a sus pinturas con el último toque de color que agregaba a los ojos. Los granjeros venían a suplicarle que pintara un perro guardián y los señores querían de él imágenes de soldados. Los sacerdotes honraban a Wang-Fo como a un sabio; el pueblo le temía como a un brujo. A Wang le alegraban estas diferencias de opinión que le permitían estudiar en su entorno las expresiones de gratitud, de temor o de veneración. Ling mendigaba el alimento, cuidaba el sueño del maestro y aprovechaba sus éxtasis para darle masaje en los pies. Al despuntar la aurora, mientras el anciano aún dormía, iba a la caza de paisajes tímidos, disimulados tras ramos de juncos. Por la tarde, cuando el maestro, desalentado, tiraba sus pinceles en el piso, los recogía. Cuando Wang-Fo estaba triste y hablaba de su vejez, Ling le mostraba sonriendo el sólido tronco de un viejo roble; cuando Wang estaba alegre y bromeaba, Ling fingía humildemente que lo escuchaba. Un día, a la hora en que el sol se pone, llegaron a los suburbios de la ciudad imperial, y Ling buscó para Wang-Fo una posada en donde pasar la noche. El viejo se envolvió en sus harapos y Ling se acostó junto a él para calentarlo, pues apenas acababa de nacer la primavera, y el piso de tierra aún seguía helado. Al romperse el alba, resonaron pasos pesados en los corredores de la posada; se escucharon los susurros asustados del posadero, y órdenes gritadas en una lengua bárbara. Ling se estremeció al recordar que la víspera había robado un pastel de arroz para la comida del maestro. No dudando de que habían venido a detenerlo, se preguntó quién ayudaría a Wang-Fo a pasar el vado del próximo río. Los soldados entraron con linternas. La llama que se filtraba a través del papel abigarrado lanzaba luces rojas o azules sobre sus cascos de cuero. La cuerda de un arco vibraba sobre su hombro, y los más feroces rugían de pronto sin razón. Pusieron pesadamente la mano sobre la nuca de Wang-Fo quien no pudo evitar fijarse en que sus mangas no hacían juego con el color de sus abrigos. Sostenido por su discípulo, tropezando a lo largo de los caminos disparejos, Wang-Fo siguió a los soldados. Los transeúntes, amontonados, se burlaban de aquellos dos criminales que sin duda llevaban a decapitar. A todas las preguntas de Wang, los soldados contestaban con una mueca salvaje. Sus manos atadas sufrían, y Ling, desesperado, miraba sonriendo a su maestro, lo que era para él la manera más tierna de llorar. Llegaron a la entrada del palacio imperial, que erguía sus muros violetas en pleno día como un lienzo de crepúsculo. Los soldados hicieron atravesar a Wang-Fo innumerables salas cuadradas o circulares cuyas formas simbolizaban las estaciones, los puntos cardinales, lo masculino y lo femenino, la longevidad, las prerrogativas del poder. Las puertas giraban sobre sí mismas, emitiendo una nota de música, y estaban dispuestas de tal manera que se recorría toda la escala musical al atravesar el palacio de Levante a Poniente. Todo se concertaba para dar la idea de un poder y una sutileza sobrehumanos, y se sentía que las mínimas órdenes pronunciadas allí, debían de ser definitivas y terribles como la sabiduría de los antepasados. Finalmente, el aire se enrareció; el silencio se volvió tan profundo que ni siquiera un ajusticiado se hubiera atrevido a gritar. Un eunuco levantó una cortina, los soldados temblaron como mujeres, y la pequeña tropa entró en el salón, donde presidía, desde su trono, el Hijo del Cielo. Era un salón desprovisto de muros, sostenido por gruesas columnas de piedra azul. Un jardín se abría al otro lado de los fustes de mármol, y cada flor contenida en sus bosquecillos pertenecía a una especie rara traída de más allá de los océanos. Pero ninguna tenía perfume, para que la meditación del Dragón Celeste no se viera turbada jamás por los bellos olores. En señal de respeto, por el silencio en que estaban inmersos sus pensamientos, ningún pájaro había sido admitido en el interior del recinto; y habían echado hasta las abejas. Un muro enorme separaba el jardín del resto del mundo, para que el viento que pasaba sobre los perros reventados y los cadáveres de los campos de batalla no pudiera permitirse ni rozar la manga del Emperador. El Amo Celestial estaba sentado sobre un trono de jade, y sus manos estaban arrugadas como las de un anciano aunque tenía apenas veinte años. Su traje era azul para figurar el invierno y verde para recordar la primavera. Su rostro era bello, pero impasible como un espejo colocado demasiado alto, que no reflejara más que los astros y el cielo implacable. Tenía a su derecha al Ministro de los Placeres Perfectos; y a su izquierda, al Consejero de los Justos Tormentos. Como sus cortesanos, alineados al pie de las columnas alertaban el oído para recoger la menor palabra salida de sus labios, se había acostumbrado a hablar siempre en voz baja. —Dragón Celeste —dijo Wang-Fo prosternándose—, soy viejo, soy pobre, soy débil. Eres como el verano; soy como el invierno. Tienes Diez Mil Vidas; no tengo más que una que está por terminar. ¿Qué te he hecho? Han atado mis manos que nunca te han dañado. —¿Me preguntas qué es lo que has hecho, viejo Wang-Fo? —dijo el Emperador. Su voz era tan melodiosa que daban ganas de llorar. Levantó la mano derecha, que los reflejos del pavimento de jade hacían parecer glauca como una planta submarina, y Wang-Fo, maravillado por el largo de aquellos dedos delgados, buscó en sus recuerdos si no había hecho del Emperador, o de sus ascendientes, un retrato mediocre que mereciera la muerte. Pero era poco probable, pues Wang-Fo hasta entonces no había frecuentado la corte de los emperadores, ya que había preferido las chozas de los granjeros o, en las ciudades, los suburbios de las cortesanas y las tabernas de los muelles en las que riñen los estibadores. —¿Me preguntas qué es lo que me has hecho, viejo Wang-Fo? —prosiguió el Emperador inclinando su endeble cuello hacia el anciano que lo escuchaba. Te lo voy a decir. Pero como el veneno del prójimo no puede deslizarse en nosotros más que por nuestras nueve aberturas, para ponerte en presencia de tus culpas, debo pasearte a lo largo de los corredores de mi memoria, y contarte toda mi vida. Mi padre había reunido una colección de tus pinturas en la habitación más secreta del palacio, pues era de la opinión que los personajes de los cuadros deben ser sustraídos a la vista de los profanos, en cuya presencia no pueden bajar los ojos. En esos salones fui educado, viejo Wang-Fo, porque habían organizado la soledad a mi alrededor, para permitirme crecer en ella. Con el propósito de evitar a mi candor la salpicadura de las almas, habían alejado de mí el oleaje agitado de mis futuros súbditos; y no le estaba permitido a nadie pasar frente al umbral de mi morada, por temor de que la sombra de aquel hombre o de aquella mujer se extendiera hasta mí. Los contados viejos servidores que me habían adjudicado se mostraban lo menos posible; las horas giraban en círculo; los colores de tus pinturas se avivaban con el alba y palidecían con el crepúsculo. Por la noche, cuando no lograba dormir, contemplaba tus cuadros, y, durante casi diez años, los miré todas las noches. De día, sentado sobre un tapete cuyo dibujo me sabía de memoria, con las palmas de las manos vacías reposando sobre mis rodillas de seda amarilla, soñaba con las dichas que me proporcionaría el porvenir. Me imaginaba al mundo, con el país de Han en el centro, igual al llano monótono y hueco de la mano que surcan las líneas fatales de los Cinco Ríos. A su alrededor, el mar donde nacen los monstruos; y más lejos aún, las montañas que sostienen el cielo. Y para ayudarme a representar mejor todas esas cosas, utilizaba tus pinturas. Me hiciste creer que el mar se parecía al vasto manto de agua extendido sobre tus telas, tan azul que una piedra, al caer, no podía sino convertirse en zafiro; que las mujeres se abrían y se cerraban como flores, iguales a las criaturas que avanzan, empujadas por el viento, en las veredas de tus jardines, y que los jóvenes guerreros de cintura delgada que velan en las fortalezas de las fronteras eran como flechas que podían atravesar el corazón. A los dieciséis años vi abrirse las puertas que me separaban del mundo: subí a la terraza del palacio para mirar las nubes, pero eran menos bellas que las de tus crepúsculos. Ordené mi litera: sacudido por los caminos, de los que no había previsto ni el lodo ni las piedras, recorrí las provincias del imperio sin encontrar tus jardines llenos de mujeres iguales a luciérnagas, tus mujeres cuyo cuerpo es como un jardín. Los guijarros de las costas me asquearon de los océanos; la sangre de los sacrificados es menos roja que la granada figurada sobre tus telas; la miseria de los pueblos me impide ver la belleza de los arrozales; la piel de las mujeres vivas me repugna como la carne muerta que cuelga de los ganchos de los carniceros; y la risa burda de mis soldados me revuelve el corazón. Me has mentido Wang-Fo, viejo impostor: el mundo no es más que un montón de manchas confusas, arrojadas sobre el vacío por un pintor insensato, siempre borradas por nuestras lágrimas. El reino de Han no es el más bello de los reinos, y no soy el Emperador. El único imperio sobre el cual vale la pena reinar es aquél en el que tú penetras, viejo Wang, por el camino de las Mil Cuevas y de los Diez Mil colores. Sólo tú reinas en paz sobre las montañas cubiertas de una nieve que no puede derretirse, y sobre campos de narcisos que no pueden morir. Y es por ello, Wang-Fo, que busqué cuál suplicio te sería reservado a ti, cuyos sortilegios me hastiaron de lo que poseo, y me dieron el deseo de lo que no poseeré. Y para encerrarte en el único calabozo del que no puedas salir, he decidido que se te quemen los ojos, puesto que tus ojos, Wang-Fo, son las dos puertas mágicas que te abren tu reino. Y como tus manos son los dos caminos de diez ramificaciones que te llevan al corazón de tu imperio, he decidido que te sean cortadas las manos. ¿Me has comprendido, viejo Wang-Fo? Al escuchar esta sentencia, el discípulo Ling arrancó de su cinturón un cuchillo mellado y se precipitó sobre el Emperador. Dos guardias lo apresaron. El Hijo del Cielo sonrió, y agregó en un suspiro: —Y te odio también, viejo Wang-Fo, porque has sabido hacerte amar. Maten a ese perro. Ling pegó un salto hacia adelante para evitar que su sangre manchara el traje de su maestro. Uno de los soldados levantó el sable, y la cabeza de Ling quedó separada de la nuca, igual a una flor cortada. Los servidores se llevaron los restos, y Wang-Fo, desesperado, admiró la hermosa mancha escarlata que la sangre de su discípulo hacía sobre el pavimento de piedra verde. El Emperador hizo una señal, y los eunucos enjugaron los ojos de Wang-Fo. Escucha, viejo Wang-Fo —dijo el Emperador—, y seca tus lágrimas pues no es el momento de llorar. Tus ojos deben permanecer limpios, para que la poca luz que les queda no sea enturbiada por tu llanto, puesto que no deseo tu muerte sólo por rencor; y no es sólo por crueldad que quiero verte sufrir. Tengo otros proyectos, viejo Wang-Fo. Poseo en mi colección de tus obras una pintura admirable en donde las montañas, el estero de los ríos y el mar se reflejan, infinitamente reducidos, sin duda, pero con una evidencia que sobrepasa la de los objetos mismos, como las figuras que se reflejan sobre las paredes de una esfera, Pero esta pintura no está terminada, WangFo, y tu obra maestra no es más que un boceto. Sin duda, en el momento en que pintabas, sentado en un valle solitario, reparaste en un pájaro que pasaba, o en un niño que perseguía a aquel pájaro. Y el pico del pájaro o las mejillas del niño te hicieron olvidar los párpados azules de las olas. No terminaste la orla del manto del mar, ni la cabellera de algas de las rocas. Wang-Fo, quiero que consagres las horas de luz que te quedan a terminar esta pintura, que contendrá así los últimos secretos acumulados en el curso de tu larga vida. Seguramente tus manos, tan próximas a caer, no temblarán sobre la tela de seda, y el infinito penetrará en tu obra por los plumeados de la desgracia. Y no hay duda de que tus ojos, tan cerca de ser aniquilados, descubrirán relaciones en el límite de los sentidos humanos. Ese es mi propósito, viejo Wang-Fo, y puedo forzarte a realizarlo. Si te rehúsas, antes de cegarte, haré quemar todas tus obras, y serás entonces igual a un padre cuyos hijos han sido asesinados, y destruidas las esperanzas de posteridad. Pero cree más bien, si quieres, que este último mandamiento no se debe más que a mi bondad, pues sé que la tela es la única amante que has acariciado en tu vida, y ofrecerte pinceles, colores y tinta para ocupar tus últimas horas es como dar de limosna una cortesana a un joven que va a ser ejecutado. Tras una señal del meñique del Emperador, dos eunucos trajeron respetuosamente la pintura inacabada en donde Wang-Fo había trazado la imagen del mar y del cielo. Wang-Fo secó sus lágrimas y sonrió, pues ese pequeño bosquejo le recordaba su juventud. Todo atestiguaba una frescura del alma a la cual Wang-Fo no podía aspirar más; sin embargo, algo le faltaba, pues en la época en que Wang la había pintado no había aún contemplado suficientes montañas, ni suficientes rocas bañando en el mar sus costados desnudos, y no se había impregnado lo bastante de la tristeza del crepúsculo. Wang-Fo escogió uno de los pinceles que le presentaba un esclavo, y se puso a extender sobre el mar inacabado largas corrientes azules. Un eunuco agachado a sus pies molía los colores; desempeñaba bastante mal aquella tarea, y más que nunca Wang-Fo añoró a su discípulo Ling. Wang comenzó por teñir de rosa la punta del ala de una nube posada sobre una montaña. Luego, agregó sobre la superficie del mar pequeñas arrugas que volvían más profundo el sentimiento de su serenidad. El empedrado de jade se tornaba singularmente húmedo, Pero Wang-Fo, absorto en su pintura, no se daba cuenta que trabajaba con los pies en el agua. La frágil barca que había crecido bajo las pinceladas del pintor, ocupaba ahora todo el primer plano del rollo de seda. El ruido cadencioso de los remos se levantó de pronto en la distancia, rápido y vivo como un aleteo. El ruido se acercó, llenó lentamente toda la sala, luego se detuvo y, suspendidas de los remos del barquero, unas gotas temblaban, inmóviles. Hacía tiempo ya que el hierro candente destinado a los ojos de Wang se había apagado sobre el brasero del verdugo. Los cortesanos, inmovilizados por el protocolo, con el agua hasta los hombros, se paraban sobre la punta de los pies. El agua alcanzó finalmente el nivel del corazón imperial. El silencio era tan profundo que se hubiera podido escuchar el caer de unas lágrimas. Sí, era Ling. Llevaba su viejo traje de todos los días, y su manga derecha aún tenía las huellas de un desgarrón que no había tenido tiempo de zurcir, en la mañana, antes de la llegada de los soldados. Pero lucía en torno al cuello una extraña bufanda roja. Wang-Fo le dijo quedamente mientras seguía pintando: —Te creía muerto. —Vivo usted —contestó respetuosamente Ling—, ¿cómo hubiera podido morir? Y ayudó al maestro a subir a la embarcación. El techo de jade se reflejaba sobre el agua, de manera que Ling parecía navegar en el interior de una gruta. Las trenzas de los cortesanos sumergidos ondulaban en la superficie como serpientes, y la cabeza pálida del Emperador flotaba como un loto. —Mira, discípulo mío —dijo melancólicamente Wang-Fo. Estos desgraciados van a perecer, si no es que ya han perecido. No sospechaba que hubiese bastante agua en el mar como para ahogar a un Emperador. ¿Qué hacer? —No tema, maestro —murmuró el discípulo. Pronto se volverán a encontrar secos y ni siquiera recordarán que su manga haya estado mojada. Sólo el Emperador conservará en el corazón algo de la amargura marina. Esta gente no está hecha para perderse en el interior de una pintura. Y agregó: —El mar es bello, el viento suave, los pájaros marinos hacen su nido. Partamos, maestro mío, hacia el país que se encuentra más allá de las aguas. —Partamos —dijo el viejo pintor. Wang-Fo se apoderó del timón, y Ling se inclinó sobre los avíos. La cadencia de los remos llenó de nuevo toda la sala; era firme y regular como el latido de un corazón. El nivel del agua disminuía insensiblemente en torno a las grandes rocas verticales que volvían a ser columnas. Pronto, escasos charcos brillaron solos en las depresiones del empedrado de jade. Los ropajes de los cortesanos estaban secos, pero el Emperador conservaba algunos copos de espuma en las franjas de su abrigo. El cuadro, terminado por Wang-Fo, estaba recargado contra una cortina. Una barca ocupaba todo el primer plano. Se alejaba poco a poco, dejando tras ella una delgada estela que se cerraba sobre el mar inmóvil. Ya no se distinguía el rostro de los dos hombres sentados en la embarcación. Pero aún se divisaba la bufanda roja de Ling, y la barba de WangFo que flotaba al viento. La pulsación de los remos se debilitó y cesó, obliterada por la distancia. El Emperador, inclinado hacia adelante, la mano sobre los ojos, miraba alejarse la barca de Wang que no era ya más que una mancha imperceptible en la palidez del crepúsculo. Un vaho de oro se elevó y se desplegó sobre el mar. Finalmente, la barca viró tras una roca que cerraba la entrada hacia el mar abierto; la sombra de un farallón cayó sobre ella; la estela se borró de la superficie desierta, y el pintor Wang-Fo y su discípulo Ling desaparecieron para siempre por aquel mar de jade azul que Wang-Fo acababa de inventar.

 (Tomado de Cuentos orientales, Gallimard, Francia, 1963; traducción de Patricia Daumas y Silvia Molina)