domingo, 2 de abril de 2017

Alejandra Pizarnik (Avellaneda1936 - Buenos Aires1972)








Comunicaciones

El viento me había comido
parte de la cara y las manos.
Me llamaban ángel harapiento.

Yo esperaba.



Fiesta

He desplegado mi orfandad
sobre la mesa, como un mapa.
Dibujé el itinerario
hacia mi lugar al viento.
Los que llegan no me encuentran.
Los que espero no existen.
Y he bebido licores furiosos
para transmutar los rostros
en un ángel, en vasos vacíos.


 11

ahora
en esta hora inocente
yo y la que fui nos sentamos
en el umbral de mi mirada



25
                            (exposición Goya)
un agujero en la noche
súbitamente invadido por un ángel


Poema para el padre

Y fue entonces
que con la lengua muerta y fría en la boca
cantó la canción que le dejaron cantar
en este mundo de jardines obscenos y de sombras
                           que venían a deshora a recordarle
                           cantos de su tiempo de muchacho
en el que no podía cantar la canción que quería cantar
la canción que le dejaron cantar
sino a través de sus ojos azules ausentes
de su boca ausente
de su voz ausente.
Entonces, desde la torre más alta de la ausencia
su canto resonó en la opacidad de lo ocultado
en la extensión silenciosa
llena de oquedades movedizas como las palabras que escribo.



Sombras de los días a venir
                                               a Ivonne A. Bordelois


Mañana
me vestirán con cenizas al alba,
me llenarán la boca de flores.
Aprenderé a dormir
en la memoria de un muro,
en la respiración de un animal que sueña.

William Ospina (Padua, Tolima, 1954)



 Franz Kafka

 Padre, le digo, dame tres granos de cebada para despertar al

durmiente.
Pero mi padre no responde:
es un enorme jinete de bronce, alto sobre colinas y sinagogas.
Madre, le digo, aparta tanta niebla,
muéstrame un rostro dulce, del que broten palabras ingenuas.
Pero ella se ha perdido por los callejones de piedra
y sólo encuentro en el espejo sus ojos inmensos.
Abuelo, digo entonces, ya no luches más con el ángel,
ven a contarme historias junto al fuego, mientras se hiela el Elba.
Pero el viejo me mira con ojos ausentes, y comprendo
que no es éste mi abuelo sino un viejo gitano que quiere venderme
un recuerdo.
Hermana, bella hermana, le digo,
toma mi mano que está oscuro en esta casa inmensa.
Pero a mi lado pasa una condesa polaca monumental y arrogante
y se escucha un violín, y se cierra una puerta.
Hermano, digo, qué bello cabalgas sobre el potro de madera y
de laca,
¿hacia dónde nos llevan estas tardes inciertas?
Pero él es sólo una imagen, una gris fotografía en mis manos,
y a lo lejos, atroces, los cañones resuenan.
Goethe, le digo, cántame una canción romana,
haz que yo sienta en mi corazón esta antigua tristeza.
Pero la tumba calla y sobre ella vuelan grises palomas
y no puedo abrir este libro porque sus páginas son de ceniza.
Milena, digo luego, tal vez tú puedas finalmente salvarme,
dime que soy de carne y de sangre, que esto que me atenaza es un deseo
Pero ella se afantasma entre miles de seres escuálidos
y apenas si percibo dos llamas que se apagan muy lejos.

¿Entonces es delirio todo esto? ¿A quién puedo llamar que me
salve?
Su reino es de este mundo. Todos están aceptados y absueltos.
Son demasiado humanos, son demasiado justos,
y yo no logro hablarles con mi estruendo de élitros.
y no aprendí a cruzar las puertas,
y no sé defenderme.

Si ves dos grises ojos de gato en la gótica noche de Praga
comprenderás que temo morir si me duermo.
Si oyes una canción en la gótica noche de Praga
comprenderás que intento saber dónde me encuentro.
Si oyes un corazón en la gótica noche de Praga
comprenderás quién sostiene todo este sueño.

sábado, 25 de marzo de 2017

Cristina Peri Rossi ( Montevideo 1941)






El Museo de los Esfuerzos Inútiles

Todas las tardes voy al Museo de los Esfuerzos Inútiles. Pido el catálogo y me siento frente a la gran mesa de madera. Las páginas del libro están un poco borrosas, pero me gusta recorrerlas lentamente, como si pasara las hojas del tiempo. Nunca encuentro a nadie leyendo; será por eso que la empleada me presta tanta atención. Como soy uno de los pocos visitantes, me mima. Seguramente tiene miedo de perder el empleo por falta de público. Antes de entrar miro bien el cartel que cuelga de la puerta de vidrio, escrito con letras de imprenta. Dice: «Horario: Mañanas, de 9 a 14 horas. Tardes, de 17 a 20. Lunes, cerrado». Aunque casi siempre sé qué Esfuerzo Inútil me interesa consultar, igual pido el catálogo para que la muchacha tenga algo que hacer.
—¿Qué año quiere? —me pregunta muy atentamente. —El catálogo de mil novecientos veintidós —le contesto, por ejemplo.
Al rato ella aparece con un grueso libro forrado en piel color morado y lo deposita sobre la mesa, frente a mi silla. Es muy amable, y si le parece que la luz que entra por la ventana es escasa, ella misma enciende la lámpara de bronce con tulipán verde y la acomoda de modo que la claridad se dirija sobre las páginas del libro. A veces, al devolver el catálogo, le hago algún comentario breve. Le digo, por ejemplo:
—El año mil novecientos veintidós fue un año muy intenso. Mucha gente estaba empeñada en esfuerzos inútiles. ¿Cuántos tomos hay?
—Catorce —me contesta ella muy profesionalmente.
Y yo observo alguno de los esfuerzos inútiles de ese año, miro niños que intentan volar, hombres empeñados en hacer riqueza, complicados mecanismos que nunca llegaron a funcionar, y numerosas parejas.
—El año mil novecientos setenta y cinco fue mucho más rico —me dice con un poco de tristeza—. Aún no hemos registrado todos los ingresos.
—Los clasificadores tendrán mucho trabajo —reflexiono en voz alta.
—Oh, sí —responde ella—. Recién están en la letra C y ya hay varios tomos publicados. Sin contar los repetidos.
Es muy curioso que los esfuerzos inútiles se repitan, pero en el catálogo no se los incluye: ocuparían mucho espacio. Un hombre intentó volar siete veces, provisto de diferentes aparatos; algunas prostitutas quisieron encontrar otro empleo; una mujer quería pintar un cuadro; alguien procuraba perder el miedo; casi todos intentaban ser inmortales o vivían como si lo fueran.
La empleada asegura que sólo una ínfima parte de los esfuerzos inútiles consigue llegar al museo. En primer lugar, porque la administración pública carece de dinero y prácticamente no se pueden realizar compras, o canjes, ni difundir la obra del museo en el interior y en el exterior; en segundo lugar, porque la exorbitante cantidad de esfuerzos inútiles que se realizan continuamente exigiría que mucha gente trabajara, sin esperar recompensa ni comprensión pública. A veces, desesperando de la ayuda oficial, se ha apelado a la iniciativa privada, pero los resultados han sido escasos y desalentadores. Virginia —así se llama la gentil empleada del museo que suele conversar conmigo— asegura que las fuentes particulares a las cuales se recurrió se mostraron siempre muy exigentes y poco comprensivas, falseando el sentido del museo.
El edificio se levanta en la periferia de la ciudad, en un campo baldío, lleno de gatos y de desperdicios, donde todavía se pueden encontrar, sólo un poco más abajo de la superficie del terreno, balas de cañón de una antigua guerra, pomos de espadas enmohecidos, quijadas de burro carcomidas por el tiempo.
—¿Tiene un cigarrillo? —me pregunta Virginia con un gesto que no puede disimular la ansiedad.
Busco en mis bolsillos. Encuentro una llave vieja, algo mellada; la punta de un destornillador roto, el billete de regreso del autobús, un botón de mi camisa, algunos níqueles y, por fin, dos cigarrillos estrujados. Fuma disimuladamente, escondida entre los gruesos volúmenes de lomos desconchados, el marcador del tiempo que contra la pared siempre indica una hora falsa, generalmente pasada, y las viejas molduras llenas de polvo. Se cree que allí donde ahora se eleva el museo, antes hubo una fortificación, en tiempos de guerra. Se aprovecharon las gruesas piedras de la base, algunas vigas, se apuntalaron las paredes. El museo fue inaugurado en 1946. Se conservan algunas fotografías de la ceremonia, con hombres vestidos de frac y damas con faldas largas, oscuras, adornos de estraza y sombreros con pájaros o flores. A lo lejos se adivina una orquesta que toca temas de salón; los invitados tienen el aire entre solemne y ridículo de cortar un pastel adornado con la cinta oficial.
Olvidé decir que Virginia es ligeramente estrábica. Este pequeño defecto le da a su rostro un toque cómico que disminuye su ingenuidad. Como si la desviación de la mirada fuera un comentario lleno de humor que flota, desprendido del contexto.
Los Esfuerzos Inútiles se agrupan por letras. Cuando las letras se acaban, se agregan números. El cómputo es largo y complicado. Cada uno tiene un casillero, su folio, su descripción. Andando entre ellos con extraordinaria agilidad, Virginia parece una sacerdotisa, la virgen de un culto antiguo y desprendido del tiempo.
Algunos son Esfuerzos Inútiles bellos; otros, sombríos. No siempre nos ponemos de acuerdo acerca de esta clasificación.
Hojeando uno de los volúmenes, encontré a un hombre que durante diez años intentó hacer hablar a su perro. Y otro, que puso más de veinte en conquistar a una mujer. Le llevaba flores, plantas, catálogos de mariposas, le ofrecía viajes, compuso poemas, inventó canciones, construyó una casa, perdonó todos sus errores, toleró a sus amantes y luego se suicidó.
—Ha sido una empresa ardua —le digo a Virginia—. Pero, posiblemente, estimulante.
—Es una historia sombría —responde Virginia—. El museo posee una completa descripción de esa mujer. Era una criatura frívola, voluble, inconstante, perezosa y resentida. Su comprensión dejaba mucho que desear y además era egoísta.
Hay hombres que han hecho largos viajes persiguiendo lugares que no existían, recuerdos irrecuperables, mujeres que habían muerto y amigos desaparecidos. Hay niños que emprendieron tareas imposibles, pero llenas de fervor. Como aquellos que cavaban un pozo que era continuamente cubierto por el agua.
En el museo está prohibido fumar y también cantar. Esta última prohibición parece afectar a Virginia tanto como la primera.
—Me gustaría entonar una cancioncilla de vez en cuando —confiesa, nostálgica.
Gente cuyo esfuerzo inútil consistió en intentar reconstruir su árbol genealógico, escarbar la mina en busca de oro, escribir un libro. Otros tuvieron la esperanza de ganar la lotería.
—Prefiero a los viajeros —me dice Virginia.
Hay secciones enteras del museo dedicadas a esos viajes. En las páginas de los libros los reconstruimos. Al cabo de un tiempo de vagar por diferentes mares, atravesar bosques umbríos, conocer ciudades y mercados, cruzar puentes, dormir en los trenes o en los bancos del andén, olvidan cuál era el sentido del viaje y, sin embargo, continúan viajando. Desaparecen un día sin dejar huella ni memoria, perdidos en una inundación, atrapados en un subterráneo o dormidos para siempre en un portal. Nadie los reclama.
Antes, me cuenta Virginia, existían algunos investigadores privados; aficionados que suministraban materiales al museo. Incluso puedo recordar un período en que estuvo de moda coleccionar Esfuerzos Inútiles, como la filatelia o los formicantes.
—Creo que la abundancia de piezas hizo fracasar la afición —declara Virginia—. Sólo resulta estimulante buscar lo que escasea, encontrar lo raro.
Entonces llegaban al museo de lugares distintos, pedían información, se interesaban por algún caso, salían con folletos y regresaban cargados de historias, que reproducían en los impresos, adjuntando las fotografías correspondientes. Esfuerzos Inútiles que llevaban al museo, como mariposas, o insectos extraños. La historia de aquel hombre, por ejemplo, que estuvo cinco años empeñado en evitar una guerra, hasta que la primera bala de un mortero lo descabezó. O Lewis Carroll, que se pasó la vida huyendo de las corrientes de aire y murió de un resfriado, una vez que olvidó la gabardina.
No sé si he dicho que Virginia es ligeramente estrábica. A menudo me entretengo persiguiendo la dirección de esa mirada que no sé adónde va. Cuando la veo atravesar el salón, cargada de folios, de volúmenes, toda clase de documentos, no puedo menos que levantarme de mi asiento e ir a ayudarla.
A veces, en medio de la tarea, ella se queja un poco.
—Estoy cansada de ir y venir —dice—. Nunca acabaremos de clasificarlos a todos. Y los periódicos también. Están llenos de Esfuerzos Inútiles.
Como la historia de aquel boxeador que cinco veces intentó recuperar el título, hasta que lo descalificaron por un mal golpe en el ojo. Seguramente ahora vagabundea de café en café, en algún barrio sórdido, recordando la edad en que veía bien y sus puños eran mortíferos. O la historia de la trapecista con vértigo, que no podía mirar hacia abajo. O la del enano que quería crecer y viajaba por todas partes buscando un médico que lo curara.
Cuando se cansa de trasladar volúmenes se sienta sobre una pila de diarios viejos, llenos de polvo, fuma un cigarrillo —con disimulo, pues está prohibido hacerlo— y reflexiona en voz alta.
—Sería necesario tomar otro empleado —dice con resignación.
 



 —No sé cuándo me pagarán el sueldo de este mes.
La he invitado a caminar por la ciudad, a tomar un café o ir al cine. Pero no ha querido. Sólo consiente en conversar conmigo entre las paredes grises y polvorientas del museo.
Si el tiempo pasa, yo no lo siento, entretenido como estoy todas las tardes. Pero los lunes son días de pena y de abstinencia, en los que no sé qué hacer, cómo vivir.
El museo cierra a las ocho de la noche. La propia Virginia coloca la simple llave de metal en la cerradura, sin más precauciones, ya que nadie intentaría asaltar el museo. Sólo una vez un hombre lo hizo, me cuenta Virginia, con el propósito de borrar su nombre del catálogo. En la adolescencia había realizado un esfuerzo inútil y ahora se avergonzaba de él, no quería que quedaran huellas.
—Lo descubrimos a tiempo —relata Virginia—. Fue muy difícil disuadirlo. Insistía en el carácter privado de su esfuerzo, deseaba que se lo devolviéramos. En esa ocasión me mostré muy firme y decidida. Era una pieza rara, casi de colección, y el museo habría sufrido una grave pérdida si ese hombre hubiera obtenido su propósito.
Cuando el museo cierra abandono el lugar con melancolía. Al principio me parecía intolerable el tiempo que debía transcurrir hasta el otro día. Pero aprendí a esperar. También me he acostumbrado a la presencia de Virginia y, sin ella, la existencia del museo me parecería imposible. Sé que el señor director también lo cree así (ése, el de la fotografía con una banda bicolor en el pecho), ya que ha decidido ascenderla. Como no existe escalafón consagrado por la ley o el uso, ha inventado un nuevo cargo, que en realidad es el mismo, pero ahora tiene otro nombre. La ha nombrado vestal del templo, no sin recordarle el carácter sagrado de su misión, cuidando, a la entrada del museo, la fugaz memoria de los vivos.