martes, 12 de julio de 2016

Hugo Von Hofmannsthal ( 1874 Viena , 1929 Viena )



La carta de Lord Chandos


 Esta es la carta que Philip, lord Chandos, hijo menor del conde de Bach, escribió a Francis Bacon, más tarde lord Verulam y vizconde de St. Alban, para disculparse ante este amigo por su renuncia total a la actividad literaria.

Es usted muy benévolo, mi apreciado amigo, en pasar por alto mi silencio de dos años y escribirme de este modo. Es más que benévolo al dar su preocupación por mí, a su extrañeza por el entumecimiento mental en que cree que estoy cayendo, la expresión de la ligereza y la broma que sólo dominan a los grandes hombres que están persuadidos de la peligrosidad de la vida, y sin embargo no se desaniman. Concluye usted con el aforismo de Hipocrates Qui gravi morbo correpti dolores non sentiunt, iis mens aeggrotat (Quienes no sienten que una grave enfermedad les aqueja están mentalmente enfermos), y opina que necesito la medicina no sólo para domeñar mi mal, sino más aun para aguzar mi mente para el estado de mi interior. Quisiera contestarle como le merece de mí, quisiera abrirme del todo a usted y no sé cómo proceder.  (...) ¡Quién es el hombre para hacer planes! Yo también juegue con otros planes. Su benévola carta también los resucita. Hinchados con una gota de mi sangre, revolotean todos ante mí como mosquitos tristes junto a un muro sombrío sobre el que ya no cae el sol luminoso de los días felices. Quería descifrar como jeroglíficos de una sabiduría inagotable y secreta, cuyo hálito creía percibir a veces como detrás de un velo, las fábulas, los relatos míticos que nos han legado los antiguos y por los que sienten un gusto infinito e irreflexivo los pintores y escultores. Recuerdo aquel proyecto. Se basaba en no sé qué placer sensual y espiritual: así como el ciervo acosado ansia sumergirse en el agua, ansiaba yo sumergirme en esos cuerpos rutilantes, desnudos, en esas sirenas y dríadas, en esos Narcisos y Proteos, Perseos y Acteones: desaparecer quería en ellos y hablar desde ellos con el don de las lenguas. Yo quería. Yo quería muchas cosas más. Pensaba reunir una colección de apotegmas, como la que recopiló Julio Cesar; usted recuerda la cita en una carta de Cicerón. Allí pensaba recoger las frases más curiosas que hubiese conseguido juntar en mis viajes a través del trato con los hombres sabios y las mujeres ingeniosas de nuestro tiempo o con gentes excepcionales del pueblo o personas cultas y notables; a ellas quería añadir hermosas sentencias y reflexiones de las obras de los antiguos y de los italianos, y todas las joyas intelectuales que encontrase en libros, manuscritos o conversaciones; además, la clasificación de fiestas y procesiones de especial belleza, crímenes y casos de demencia curiosos, la descripción de los edificios más grandes y singulares de los Países Bajos, Francia e Italia, y muchas cosas más. La obra entera se titularía Nosce te ipsum. En pocas palabras: sumido en una especie de embriaguez, toda la existencia se me aparecía en aquella época como una gran unidad: entre el mundo espiritual y el mundo físico no veía ninguna contradicción, como tampoco entre la naturaleza cortesana y animal, el arte y la carencia de arte, la soledad y la compañía; en todo sentía la naturaleza, en las aberraciones de la locura tanto como en el refinamiento extremos del ceremonial espa- ñol; en las torpezas de unos jóvenes campesinos no menos que en las dulces alegorías; en toda la naturaleza me sentía a mí mismo; cuando en mi cabaña de caza bebía de un cuenco de madera la leche espumeante y tibia que una mujeruca greñuda ordeñaba de las ubres de una hermosa vaca de ojos tiernos, aquello no era para distinto cuando, sentado en el banco de la ventana de mi estudio, bebía de un infolio el alimento dulce y espumeante del espíritu. Una experiencia era como la otra; ninguna era inferior, ni en naturaleza sobrenatural y fantástica, ni en fuerza material, y eso se repetía a todo lo ancho de la vida, a un lado y a otro; por todas parte estaba yo justo en medio y jamás percibí en ello una mera apariencia; o intuía que todo era una metáfora y cada criatura una llave de la otra y sentía que sería afortunado quien fuese capaz de empuñar unas tras otras y abrir con ellas tantas de las otras como pudiese abrir. Hasta aquí se explica el título que pensaba dar a aquel libro enciclopédico. Es posible que quien esté abierto a tales punto de vista crea que se debe al plan bien trazado de una providencia divina el hecho de que mi espíritu tuviese que caer desde una arrogancia tan hinchada a este extremo de pusilanimidad e impotencia que es ahora el estado permanente de mi interior. Pero tales apreciaciones religiosas no tienen ningún poder sobre mí; pertenecen a las telarañas por las que mis pensamientos pasan raudo al vacío, mientras tantos compañeros suyos se quedan atrapados allí y encuentra un des- 6 canso. Los misterios de la fe se me han condensado en una alegoría sublime que se tiende sobre los campos de mi vida como un arco iris, en una lejanía constante, siempre dispuesto a retroceder si se me ocurriese correr hacia él para envolverme en el borde de su manto. Sin embargo, mi estimado amigo, también los conceptos terrenales se me escapan de la misma manera. ¿Cómo tratar de describirle esos extraños tormentos del espíritu, ese brusco retirarse de las ramas cargadas de frutos que cuelgan sobre mis manos extendidas, ese retroceder ante el agua murmurante que fluye ante mis labios sedientos? Mi caso es, en resumen, el siguiente: he perdido por completo la capacidad de pensar o hablar coherentemente sobre ninguna cosa. Al principio se me iba haciendo imposible comentar un tema profundo o general y emplear sin vacilar esas palabras de las que suelen servirse habitualmente todas las personas. Sentía un incomprensible malestar a la hora de pronunciar siquiera las palabras "espíritu", "alma", o "cuerpo". En mi fuero interno me resultaba imposible emitir un juicio sobre los asuntos de la corte, los acontecimientos del parlamento o lo que usted quiera. Y no por escrúpulos de ningún género, pues usted conoce mi franqueza rayana en la imprudencia, sino más bien porque las palabras abstractas, de las que conforme a la naturaleza, se tiene que servir la lengua para manifestar cualquier opinión, se me desintegraban en la boca como saetas mohosas. Me ocurrió que por una mentira infantil, de la que se había hecho culpable mi hija de cuatro años Katharina Pompilia, quise reprenderla y guiarla hacia la necesidad de siempre sincera y, al hacerlo, los conceptos que afluyeron a mis labios adquirieron de pronto un color tan cambiante y se confundieron de tal modo que, balbuciendo, terminé la frase lo mejor que pude como si me sintiese indispuesto y, de hecho, con la cara pálida y una violenta presión en la frente, dejé sola a la niña, cerré de golpe la puerta detrás de mí y no me repuse suficientemente hasta que di a caballo una buena galopada por el prado solitario. Sin embargo, poco a poco se fue extendiendo esa tribulación como la herrumbre que corroe todo lo que tiene alrededor. Hasta en la conversación familiar y cotidiana se me volvieron dudosos todos los juicios que suelen emitirse con ligereza y seguridad sonámbula, que tuve que dejar de participar en tales conversaciones. Una ira inexplicable, que a duras penas podía ocultar, me invadía cuando escuchaba frases como: este asunto ha terminado bien o mal para tal y tal; el sheriff N. es una mala persona, el predicador T. es un buen hombre; el aparcero M. es digno de compasión, sus hijos son un derrochadores; otro es digno de envidia porque sus hijas son hacendosas; una familia está prosperando, otra decayendo. Todo esto me parecía sumamente indemostrable, falso e inconsistente. Mi espíritu me obligaba a ver con una proximidad inquietante todas las cosas que aparecían en tales conversaciones: igual que en una ocasión había visto a través de un cristal de aumento un trozo de piel de mi dedo meñique que semejaba una llanura con surcos y cuevas, me ocurría ahora con las personas y sus actos. Ya no lograba aprehenderlas con la mirada simplificadora de la costumbre. Todo se me desintegraba en partes, las partes otra vez en partes, y nada se dejaba ya abarcar con un concepto. Las palabras aisladas flotaba alrededor de mí; cuajaban en ojos que me miraban fijamente y de los que no puedo apartar la vista: son remolinos a los que me da vértigo asomarme, que giran sin cesar y a través de los cuales se llega al vacío.  Hice un esfuerzo por liberarme de ese estado refugiándome en el mundo espiritual de los antiguos. Evité a Platón; pues me aterraban los peligros de su vuelo metafórico. Sobre todo pensé en guiarme por los textos de Séneca y Cicerón. Esperaba curarme con esa armonía de conceptos limitados y ordenados. Pero no podía llegar hasta ellos. Comprendía esos conceptos: veía ascender ante mí su maravilloso juego con bolas doradas. Podía moverme a su alrededor y ver cómo jugaban entre sí; pero sólo ocupaban de ellos mismos, y lo más profundo, lo personal de mi pensamiento quedaba excluido de su corro. Entre ellos me invadió una sensación terrible de soledad; me sentía como alguien que estuviese encerrado en un jardín lleno de estatuas sin ojos; huí de nuevo al exterior. Desde entonces llevo una existencia que transcurre tan trivial e irreflexiva que usted, me temo, apenas podrá comprenderla; una existencia que, desde luego, apenas se diferencia de la de mis vecinos, mis parientes y la mayoría de los nobles terratenientes de este reino y que no está del todo exenta de momentos dichosos y estimulantes. No me resulta fácil explicarle a grandes rasgos en qué consisten esos buenos momentos; las palabras me vuelven a faltar. Pues es algo completamente innominado y probablemente apenas nominable lo que se me anuncia en tales momentos llenando como un recipiente cualquier aparición de mi entorno cotidiano con un caudal desbordante de vida superior. No puede esperar que me comprenda sin un ejemplo y debo pedirle indulgencia por la ridiculez de mis ejemplos. Una regadera, un rastrillo abandonado en el campo, un perro tumbado al sol, un cementerio pobre, un lisiado, una granja pequeña, todo eso puede convertirse en el recipiente de mi revelación. Cada uno de esos objetos, y los otros mil similares sobre los que suele vagar un ojo con natural indiferencia, puede de pronto adoptar para mí en cualquier momento, que de ningún modo soy capaz de propiciar, una singularidad sublime y conmovedora; para expresarla todas las palabras me aparecen demasiado pobres. Es más, también puede ser la idea determinada de un objeto ausente, a la que se depara la increíble opción de ser llenada hasta el borde con aquel caudal de sentimiento divino que crece suave y súbitamente. Así había dado yo recientemente la orden de echar abundante veneno a las ratas que había en los sótanos de una mis granjas. Partí a caballo hacia el atardecer y no pensé más en el asunto, como bien puede usted imaginar. Entonces, cuando voy cabalgando al paso por la profunda tierra arada, sin nada más grave a mi alrededor que una cría de codorniz espantada y a lo lejos, sobre los campos ondulados, el gran sol poniente, se abre de pronto a mi interior ese sótano lleno de la agonía de esa manada de ratas. Todo estaba dentro de mí: el aire fresco y lóbrego del sótano, saturado de olor fuerte y dulzón del veneno, y el eco de los chillidos de muerte que se estrellaban contra los muros enmohecidos; esas convulsiones apelotonadas de impotencia, de desesperaciones frenéticas; la búsqueda enloquecida de las salidas; la mirada fría de la cólera cuando coinciden dos ante la rendija taponada. Pero ¿por qué intento emplear de nuevo unas palabras de las que he renegado? ¿Recuerda, amigo mío, en Livio el maravilloso relato de Alba Longa? Cómo vagan sus habitantes por las calles que no han de volver a ver...cómo se despiden de las piedras del suelo! Le digo, amigo mío, que yo llevaba eso dentro de mí y, al mismo tiempo, Cartago en llamas; pero era más, era más divino, más animal; y era presente, el presente más pleno y sublime. ¡Allí estaba una madre que ten- ía alrededor a sus crías moribundas y temblorosas, y que dirigía sus miradas no a los muros implacables, sino al aire vacío o, a través del aire, al infinito, y que acompañaba esas miradas con un rechinar de dientes! Si un esclavo que servía se encontró lleno de horror impotente cerca de la Niobe petrificada, debió sufrir lo que yo sufrí cuando, dentro de mí, el alma de aquel animal enseñaba los dientes al atroz destino. Perdóneme esta descripción, pero no piense que era compasión lo que me llenaba. No debe pensarlo de ningún modo: si no, habría elegido mi ejemplo muy torpemente. Era mucho y mucho menos que compasión; una enorme participación, un transfundirse en aquellas criaturas o un sentimiento de que un fluido de la vida y la muerte, del sueño y la vigilia había pasado por un instante a ella...pero ¿de dónde? Pues que tiene que ver con la compasión, con una asociación de ideas humanas comprensible, si otro atardecer encuentro bajo un nogal una regadera medio llena que ha olvidado allí un jardinero, y si esa regadera, y el agua dentro de ella, obscurecida por la sombra del árbol, y un ditisco que rema en la superficie de esa agua de una obscura orilla a la otra, si esa combinación de nimiedades me estremece con tal presencia de lo infinito, me estremece desde las raíces de los pelos hasta los tuétanos del talón de tal manera que desearía prorrumpir en palabras de las que se que, si las encontrase, subyugarían a esos querubines en los que no creo; y que luego me aparte en silencio de aquel lugar y al cabo de las semanas, cuando divise ese nogal, pase de largo con una esquiva mirada, porque no quiero ahuyentar la postrera sensación de lo maravilloso que flota allí alrededor del tronco, porque no quiero expulsar lo más que terrenales escalofríos que todavía siguen vibrando cerca de allí, alrededor de los arbustos. En esos momentos, una criatura insignificante, un perro, una rata, un escarabajo, un manzano raquítico, un camino de carros que serpentea por la colina, una piedra cubierta de musgos, se convierte en más de lo que haya podido ser jamás la amada más apasionada y hermosa de la noche más feliz. Esas criaturas mudas y a veces animadas se alzan hacia mí con tal abundancia, con tal presencia de amor, que mi mirada dichosa no es capaz de caer sobre ningún lugar muerto alrededor de mí. Todo, todo lo que existe, todo lo que recuerdo, todo lo que tocan mis pensamientos más confusos, me parece ser algo. También mí propia pesadez, el restante embotamiento de mi cerebro, se me aparece como algo; siento en mí y alrededor de mí una equivalencia maravillosa, absolutamente infinita y entre las materias que juegan contraponiéndose no hay ninguna en la que yo no pudiese transfundirme. Entonces es como si mi cuerpo estuviese compuesto de claves que me lo revelasen todo. O como si pudiésemos establecer una nueva y premonitoria relación con toda la existencia, si empezásemos a pensar con el corazón. Pero cuando me abandona ese extraño embelesamiento, no se decir nada sobre ello; y entonces no podría describir con palabras razonables en qué había consistido esa armonía que me invade a mí y al mundo entero no como se me había hecho perceptible, del mismo que tampoco podría decir algo concreto sobre los movimientos internos de mis entrañas o los estancamientos de mi sangre. Aparte de estas curiosas casualidades, que, por cierto, no sé si debo atribuir al espíritu o al cuerpo, vivo una vida de un vacío apenas imaginable y me cuesta ocultar ante mi mujer el entumecimiento de mi interior o ante mis gentes la indiferencia que me infunden los asuntos de la propiedad. La buena y severa educación que debo a mi difunto padre y el haberme habituado tempranamente a no dejar desocupada ninguna hora del día, es, así me parece, lo único que, hacia afuera, sigue dando a mi vida una consistencia suficiente y una apariencia adecuada a mi condición y a mi persona. Estoy reformando un ala de mi casa y de cuando en cuando logro departir con el arquitecto sobre los progresos de su trabajo; administro mis fincas, y mis aparceros y empleados me encontrarán probablemente más parco en palabras, pero no menos amable que antes. Ninguno de los que están con la gorra quitada delante de la puerta de su casa, cuando paso cabalgando al atardecer, se imaginara que mi mirada, que están acostumbrados a acoger respetuosamente, vaga con callada añoranza sobre los tablones podridos, bajo los cuales suelen buscar los gusanos para pescar; que se sumerge a través de la  estrecha ventana enrejada en el lúgubre cuarto donde, en un rincón, la cama baja con sábanas multicolores parece esperar siempre a alguien que quiere morir o a alguien que debe nacer; que mi ojo se detiene largamente en los feos perros jóvenes o en el gato que se desliza elástico entre macetas; y que, entre todos los objetos pobres y toscos de una vida campesina, busca aquello cuya forma insignificante, cuyo estar tumbado o apoyado no advertido por nadie, cuya muda esencia se puede convertir en fuente de aquel enigmático, mudo y desenfrenado embelesamiento. Pues mi dichoso e innominado sentimiento surgirá para mí antes de un solitario y lejano fuego de pastores que de la visión del cielo estrellado; antes del canto de un último grillo próximo a la muerte cuando el viento de otoño arrastra nubes invernales sobre los campos desiertos, que del majestuoso fragor del órgano. Y a veces me comparo en pensamiento con aquel Craso, el orador, del que cuentan que tomo un cariño tan extraordinario a una morena mansa de su estanque, un pez opaco, mudo, de ojos rojos, que se convirtió en tema de conversación de la ciudad; y cuando en cierta ocasión, Domiciano, queriendo tacharle de chiflado, le reprocho en el senado haber vertido lágrimas por la muerte de aquel pez, Craso le contestó: "De ese manera hice yo a la muerte de mi pez lo que vos no hicisteis al morir vuestra primera, ni vuestra segunda mujer". No sé cuantas veces ese craso con su morena me viene a la cabeza como un reflejo de mi propio yo, arrojado sobre mí por encima del abismo de los siglos. Pero no por la respuesta que dio a Domiciano. La respuesta puso a los reidores de su lado, de manera que el asunto se disolvió en una broma. Pero a mí el asunto me afecta, el asunto, que habría seguido siendo el mismo, aunque Domiciano hubiese vertido por sus mujeres lágrimas de sangre del más sincero dolor. En tal caso, Craso aún seguiría estando enfrente de él con sus lágrimas por su morena. Y sobre esa figura, cuya ridiculez y abyección salta tanto a la vista en medio de un senado que dominaba el mundo, que debatía las cuestiones más sublimes, sobre esa figura, un algo innombrable me obliga a pensar de una manera que me parece completamente insensata en el momento en que trato de expresarla con palabras. La imagen de esa Craso está a veces en mi cerebro como una astilla alrededor de la que todo supura, pulsa y hierve. Entonces siento como si yo mismo entrase en fermentación, formase pompas, bullese y reluciese. Y el conjunto es una especie de pensar febril, pero un pensar con un material que es más directo, líquido y ardiente que las palabras. Son también remolinos, pero no parecen conducir, como los remolinos del lenguaje, a un fondo sin límite sino, de algún modo, a mí mismo y al más profundo seno de la paz. Le he molestado en demasía, mi querido amigo, con esta extendida descripción de un estado inexplicable que normalmente permanece encerrado en mí. Fue usted muy benévolo al manifestar su descontento por el hecho de que ya no llegue a usted ningún libro escrito por mí "que le resarza de verse privado de mi trato". Yo sentí en ese momento, con una certeza que no estaba del todo exenta de un sentimiento doloroso, que tampoco el año que viene, ni el otro, ni en todos los años de mi vida escribiré un libro en inglés ni en latín; y eso por un solo motivo cuya rareza, para mí embarazosa, dejo a la discreción de su infinita superioridad mental el ordenarla, con mirada no cegada, en el reino de los fenómenos espirituales y corpóreos extendido armónicamente ante usted: es decir, porque la lengua, en que tal vez me estaría dado no sólo escribir sino también pensar, no es ni el latín, ni el inglés, ni el italiano, ni el español, sino una lengua de cuyas palabras no conozco ni un sola, una lengua en la que me hablan las cosas mudas y en la que quizá un día, en la tumba, rendiré cuentas ante un juez desconocido. Quisiera que me fuera dado comprimir en las últimas palabras de esta probablemente última carta que escribo a Francis Bacon, todo el amor y agradecimiento, toda la inmensa admiración que por el benefactor de mi espíritu, por el primer inglés de mi época, llevo en mi corazón y llevaré en él hasta que la muerte lo haga estallar.

(*) Anno Domini 1603, este 22 de agosto Phi. Chandos

Alba editorial, traducción Antón Dieterich

sábado, 9 de julio de 2016

Cartas a un joven poeta de Rainer María Rilke








Extractos de las cartas dirigidas a Franz Xaver Kappus

 

"Muy distinguido señor:
Hace sólo pocos días que me alcanzó su carta, por cuya grande y afectuosa confianza quiero darle las gracias. Sabré apenas hacer algo más. No puedo entrar en minuciosas consideraciones sobre la índole de sus versos, porque me es del todo ajena cualquier intención de crítica. Y es que, para tomar contacto con una obra de arte, nada, en efecto, resulta menos acertado que el lenguaje crítico, en el cual todo se reduce siempre a unos equívocos más o menos felices.
Las cosas no son todas tan comprensibles ni tan fáciles de expresar como generalmente se nos quisiera hacer creer. La mayor parte de los acontecimientos son inexpresables; suceden dentro de un recinto que nunca holló palabra alguna. Y más inexpresables que cualquier otra cosa son las obras de arte: seres llenos de misterio, cuya vida, junto a la nuestra que pasa y muere, perdura."



 "Usted pregunta si sus versos son buenos. Me lo pregunta a mí, como antes lo preguntó a otras personas. Envía sus versos a las revistas literarias, los compara con otros versos, y siente inquietud cuando ciertas redacciones rechazan sus ensayos poéticos. Pues bien -ya que me permite darle consejo- he de rogarle que renuncie a todo eso. Está usted mirando hacia fuera, y precisamente esto es lo que ahora no debería hacer. Nadie le puede aconsejar ni ayudar. Nadie... No hay más que un solo remedio: adéntrese en sí mismo. Escudriñe hasta descubrir el móvil que le impele a escribir. Averigüe si ese móvil extiende sus raíces en lo más hondo de su alma. Y, procediendo a su propia confesión, inquiera y reconozca si tendría que morirse en cuanto ya no le fuere permitido escribir. Ante todo, esto: pregúntese en la hora más callada de su noche: "¿Debo yo escribir?" Vaya cavando y ahondando, en busca de una respuesta profunda. Y si es afirmativa, si usted puede ir al encuentro de tan seria pregunta con un "Si debo" firme y sencillo, entonces, conforme a esta necesidad, erija el edificio de su vida. Que hasta en su hora de menor interés y de menor importancia, debe llegar a ser signo y testimonio de ese apremiante impulso. Acérquese a la naturaleza e intente decir, cual si fuese el primer hombre, lo que ve y siente y ama y pierde. No escriba versos de amor. Rehuya, al principio, formas y temas demasiado corrientes: son los más difíciles. Pues se necesita una fuerza muy grande y muy madura para poder dar de sí algo propio ahí donde existe ya multitud de buenos y, en parte, brillantes legados. Por esto, líbrese de los motivos de índole general. Recurra a los que cada día le ofrece su propia vida. Describa sus tristezas y sus anhelos, sus pensamientos fugaces y su fe en algo bello; y dígalo todo con íntima, callada y humilde sinceridad. Valiéndose, para expresarse, de las cosas que lo rodean. De las imágenes que pueblan sus sueños. Y de todo cuanto vive en el recuerdo.

 Si su diario vivir le parece pobre, no lo culpe a él. Acúsese a sí mismo de no ser bastante poeta para lograr descubrir y atraerse sus riquezas. Pues, para un espíritu creador, no hay pobreza. Ni hay tampoco lugar alguno que le parezca pobre o le sea indiferente. Y aun cuando usted se hallara en una cárcel, cuyas paredes no dejasen trascender hasta sus sentidos ninguno de los ruidos del mundo, ¿no le quedaría todavía su infancia, esa riqueza preciosa y regia, ese camarín que guarda los tesoros del recuerdo? Vuelva su atención hacia ella. Intente hacer resurgir las inmersas sensaciones de ese vasto pasado. Así verá cómo su personalidad se afirma, cómo se ensancha su soledad convirtiéndose en penumbrosa morada, mientras discurre muy lejos el estrépito de los demás. Y si de este volverse hacia dentro, si de este sumergirse en su propio mundo, brotan luego unos versos, entonces ya no se le ocurrirá preguntar a nadie si son buenos. Tampoco procurará que las revistas se interesen por sus trabajos. Pues verá en ellos su más preciada y natural riqueza: trozo y voz de su propia vida."

 "
 
.... algo acerca de la ironía. No se deje dominar por ella, y menos que en cualquier otra ocasión, en los momentos de esterilidad. En los que sean fecundos, procure aprovecharla como un medio más para comprender la vida. Empleada con pureza, también la ironía es pura, y no hay por qué avergonzarse de ella. Pero si usted siente que le es ya demasiado familiar y teme su creciente intimidad, vuélvase entonces hacia grandes y serios asuntos, ante los cuales ella quedará siempre pequeña y desamparada. Busque la profundidad de las cosas: hasta allí nunca logra descender la ironía... Y cuando la haya llevado así al borde de lo sublime, averigüe al mismo tiempo si ese modo de entender la vida brota de una necesidad propia y esencial. Pues entonces, bajo el influjo de las cosas serias, acabará por desprenderse de usted -si es algo meramente accidental-; o bien -si es que realmente le pertenece como algo innato- cobrará fuerza, y se convertirá en un instrumento serio para incluirse entre los medios con que usted habrá de plasmar su arte."



"Las obras de arte viven en medio de una soledad infinita, y a nada son menos accesibles como a la crítica. Sólo el amor alcanza a comprenderlas y hacerlas suyas: sólo él puede ser justo para con ellas. Dese siempre la razón a sí mismo y a su propio sentir, frente a todas esas discusiones, glosas o introducciones. Si luego resulta que no está en lo cierto, ya se encargará el natural desarrollo de su vida interna de llevarle paulatinamente y con el tiempo hacia otros criterios. Deje que sus juicios tengan quedamente y sin estorbo alguno su propio desenvolvimiento. Como todo progreso, éste ha de surgir desde dentro, desde lo más profundo, sin ser apremiado ni acelerado por nada. Todo está en llevar algo dentro hasta su conclusión, y luego darlo a luz; dejar que cualquier impresión, cualquier sentimiento en germen, madure por entero en sí mismo, en la oscuridad, en lo indecible, inconsciente e inaccesible al propio entendimiento: hasta quedar perfectamente acabado, esperando con paciencia y profunda humildad la hora del alumbramiento, en que nazca una nueva claridad. Este y no otro es el vivir del artista: lo mismo en el entender que en el crear.
Ahí no cabe medir por el tiempo. Un año no tiene valor y diez años nada son. Ser artista es: no calcular, no contar, sino madurar como el árbol que no apremia su savia, mas permanece tranquilo y confiado bajo las tormentas de la primavera, sin temor a que tras ella tal vez nunca pueda llegar otro verano. A pesar de todo, el verano llega. Pero sólo para quienes sepan tener paciencia, y vivir con ánimo tan tranquilo, sereno, anchuroso, como si ante ellos se extendiera la eternidad. Esto lo aprendo yo cada día. Lo aprendo entre sufrimientos, a los que, por ello, quedo agradecido."


" Lo ha caracterizado usted muy bien con las palabras "vivir y crear como en celo". Así es: el vivir las cosas como las vive el artista se halla tan increíblemente cerca del mundo sexual, del sufrimiento y del goce que éste entraña, que ambos fenómenos no son, bien mirados, sino distintas formas de un mismo anhelo, de una misma bienandanza. Y si en lugar de celo se pudiera decir "sexo", en el sentido elevado, amplio y puro de este concepto, libre y por encima de todas las sospechas con que haya podido enturbiarlo algún error o prejuicio dogmático"




















































jueves, 30 de junio de 2016

Credo del poeta de Jorge Luis Borges



 Mi propósito era hablar del credo del poeta, pero, al examina rme, me he dado cuenta de yo sólo tengo un credo vacilante. Este credo quizá me sea útil a mí, pero difícilmente servirá a otros.
De hecho, considero todas las teorías poéticas meras herramientas para escribir un poema. Supongo que deben de existir muchos credos, tantos como religiones o poetas. Aunque al final diré algo sobre mis gustos y mis aversiones a la hora de escribir poesía, creo que empezaré con algunos recuerdos personales, los recuerdos no sólo de un escritor sino también de un lector.

Me considero esencialmente un lector.Como saben ustedes, me he atrevido a escribir; pero creo que lo que he leído es mucho más importante que lo que he escrito.Pues uno lee lo que quiere, pero no escribe lo que quisiera, sino lo que puede.

Mi memoria me devuelve a una tarde de hace sesenta años, a la biblioteca de mi padre en Buenos Aires.Estoy viendo a mi padre; veo la luz de gas; podría tocar los anaqueles.Sé exactamente dónde encontrar Las mil y una noches de Burton y La conquista del Perú de Prescott, aunque la biblioteca ya no exista. Vuelvo a aquella vieja tarde suramericana y veo a mi padre. Lo estoy viendo ahora mismo y oigo su voz, que pronuncia palabras que yo no entendía, pero que sentía.Esas palabras procedían de Keats, de su Oda a un ruiseñor .Las he vuelto a leer muchas veces, como ustedes, pero me gustaría repasarlas de nuevo.Creo que le gustará al fantasma de mi padre, si está cerca.
Los versos que recuerdo son los que en este momento les vienen a ustedes a la memoria:

Thou wast not born for death,
inmortal Bird!
No hungry generations tread
thee down; The voice I hear this passing
night was heard In ancient days by emperor and
clown: Perhaps the self-same song that
found a path Through the sad heart of Ruth,
when, sick for home, She stood in tears amid the alien
corn.

Tú no has nacido para la muerte,
¡inmortal pájaro!
No han de pisotearte otras gentes
hambrientas; la voz que oigo esta noche fugaz
es la que oyeron en los días antiguos el labriego
y el rey; quizá este mismo canto se abrió
camino al triste corazón de Ruth, cuando, con
nostalgia de hogar, llorando se detuvo en el trigal
ajeno.

 Yo creía saberlo todo sobre las palabras, sobre el lenguaje (cuando uno es niño, tiene la sensación de que sabe muchas cosas), pero aquellas palabras fueron para mí una especie de revelación. Evidentemente, no las entendía. ¿Cómo podía entender aquellos versos que consideraban a los pájaros -a los animales- como algo eterno, atemporal, porque vivían en el presente? Somos mortales porque vivimos en el pasado y el futuro: porque recordamos un tiempo en el que no existíamos y prevemos un tiempo en el que estaremos muertos.Esos versos me llegaban gracias a su música. Yo había considerado el lenguaje como una manera de decir cosas, de quejarse, o de decir que uno estaba alegre, o triste. Pero cuando oí aquellos versos (y, en cierto sentido, llevo oyéndolos desde entonces) supe que el lenguaje también podía ser una música y una pasión. Y así me fue revelada la poesía.

Le doy vueltas a una idea: la idea de que, a pesar de que la vida de un hombre se componga de miles y miles de momentos y días, esos muchos instantes y esos muchos días pueden ser reducidos a uno: el momento en que un hombre averigua quién es, cuando se ve cara a cara consigo mismo. Imagino que cuando Judas besó a Jesús (si es verdad que lo besó) sentiría en ese momento que era un traidor, que ser un traidor era su destino y que le era leal a ese destino aciago. Todos recordamos La roja insigna del valor , la historia de un hombre que no sabía si era un cobarde o un valiente. Entonces llega el momento y averigua quién es. Cuando yo oí aquellos versos de Keats, inmediatamente me di cuenta de que aquello era una experiencia importante. Y no he dejado de darme cuenta desde entonces. Y quizá desde aquel momento (debo exagerar por el bien de la conferencia) me consideré un "literato".

Es decir, me han sucedido muchas cosas, como a todos los hombres. He encontrado placer en muchas cosas: nadar, escribir, contemplar un amanecer o un atardecer, estar enamorado. Pero el hecho central de mi vida ha sido la existencia de las palabras y la posibilidad de entretejer y transformar esas palabras en poesía. Al principio, ciertamente, yo sólo era un lector. Pero pienso que la felicidad del lector es mayor que la del escritor, pues el lector no tiene por qué sentir preocupaciones ni angustia: sólo aspira a la felicidad. Y la felicidad, cuando eres lector, es frecuente.Así, antes de pasar a hablar de mi obra literaria, me gustaría decir unas palabras sobre los libros que han sido importantes para mí.Sé que esa lista abundará en omisiones, como todas las listas. De hecho, el peligro de hacer listas es que las omisiones prevalecen y hay quien piensa que uno carece de sensibilidad.

Hablaba hace un momento de Las mil y una noches de Burton. Cuando pienso estrictamente en Las mil y una noches , no pienso en los múltiples, pesados y pedantes (o, mejor, afectados) volúmenes, sino en lo que yo llamaría las verdaderas Mil y una noches : las de Galland y, quizá, las de Edward William Lane. La mayoría de mis lecturas ha sido en inglés; la mayoría de los libros me ha llegado en lengua inglesa, y estoy profundamente agradecido por ese privilegio.
Cuando pienso en Las mil y una noches , lo primero que tengo es una sensación de inmensa libertad. Pero, a la vez, sé que el libro, aunque inmenso y libre, obedece a un número limitado de esquemas. Por ejemplo, el número tres aparece con mucha frecuencia. Y no encontramos personajes; o, mejor, encontramos personajes planos (con excepción, quizá, del barbero silencioso).Encontramos hombres perversos y hombres buenos, recompensas y castigos, anillos mágicos y talismanes.

Aunque somos propensos a pensar que el tamaño, en sí mismo, puede ser algo brutal, creo que abundan los libros cuya esencia radica en su gran extensión. Por ejemplo, en el caso de Las mil y una noches , cabe pensar que el libro es voluminoso, que la historia no termina nunca, que jamás llegaremos al fin.Puede que nunca recorramos las mil y una noches, pero el hecho de que estén ahí añade, en cierta medida, grandeza al asunto. Sabemos que podemos ahondar más, que podemos seguir recorriendo las páginas, y que las maravillas, los magos, las tres bellas hermanas siempre estarán ahí, esperándonos.

Hay otros libros que me gustaría recordar: Huckleberry Finn , por ejemplo, que fue uno de los primeros que leí. He vuelto a leerlo muchas veces desde entonces, y también Roughing It (los primeros días en California), Life on the Mississippi , y otros. Si yo analizara Huckleberry Finn , diría que, para crear un gran libro, quizá lo único necesario, fundamental y sencillísimo, sea esto: debe haber algo grato a la imaginación en la estructura del libro. En el caso de Huckleberry Finn , sentimos que la idea del negro, del chico, de la balsa, del Mississippi, de las largas noches, son ideas gratas a la imaginación, y la imaginación las acepta.
También me gustaría decir algo sobre el Quijote. Fue uno de los primeros libros que leí de principio a fin.Recuerdo los grabados. Uno sabe tan poco sobre sí mismo que, cuando leí el Quijote , pensaba que lo leía por el placer que encontraba en el estilo arcaico y en las aventuras del caballero y el escudero.Ahora pienso que mi placer tenía otra raíz: que procedía de la personalidad del caballero. Ya no estoy seguro de que me crea las aventuras ni las conversaciones entre el caballero y el escudero, pero sé que creo en el personaje del caballero, y supongo que las aventuras fueron inventadas por Cervantes para mostrarnos el carácter del héroe.

Lo mismo cabría decir de otro libro, que podríamos llamar un clásico menor. Lo mismo podría decirse del señor Sherlock Holmes y el doctor Watson. No estoy seguro de si creo en el sabueso de los Baskerville. Estoy seguro de que no creo que me aterrorice un perro pintado de pintura luminosa. Pero estoy seguro de que creo en el señor Sherlock Holmes y en la extraña amistad entre éste y el doctor Watson.
Evidentemente, uno nunca sabe lo que traerá el futuro.Supongo que el futuro, a la larga, traerá todas las cosas, así que podemos imaginar un día en el que donQuijote ySancho, Sherlock Holmes y el doctor Watson seguirán existiendo, aunque todas sus aventuras hayan sido olvidadas. Pero los hombres, en otros idiomas, seguirán inventando historias para atribuírselas a esos personajes: historias que serán espejos de los personajes. Es algo, a mi entender, posible.

Ahora saltaré por encima de los años e iré a Ginebra. Yo era entonces un joven muy desdichado.Supongo que los jóvenes son aficionados a la infelicidad: ponen lo mejor de sí mismos en ser infelices, y generalmente lo consiguen. Entonces descubrí a un autor que, sin duda, era un hombre muy feliz. Debió de ser en 1916 cuando accedí a Walt Whitman, y entonces sentí vergüenza de mi infelicidad. Sentí vergüenza , pues había intentado ser aun más infeliz gracias a la lectura de Dostoievski. Ahora, cuando he vuelto a leer a Walt Whitman, y también algunas biografías suyas, supongo que quizá cuando Walt Whitman leía sus Hojas de hierba se decía a sí mismo: "Oh! if only I were Walt Whitman, a kosmos, of Manhattan the son!" ("Ah, ¡si yo fuera Walt Whitman, un cosmos, el hijo de Manhattan!"). Porque indudablemente extrajo a "Walt Whitman" de sí mismo: una especie de proyección fantástica.

Al mismo tiempo, descubrí también a un escritor muy distinto.Descubrí también -y también me impresionó mucho- a Thomas Carlyle. Leí Sartor Resartus y puedo recordar muchas de sus páginas: me las sé de memoria.Carlyle me empujó a estudiar alemán. Me acuerdo de que compré el Lyrisches Intermezzo de Heine y un diccionario alemán-inglés. Al poco tiempo, me di cuenta de que podía prescindir del diccionario y continuar la lectura sobre sus ruiseñores, sus lunas, sus pinos, su amor.

Pero lo que yo realmente buscaba y no encontré en aquel tiempo fue la idea de germanismo. La idea, a mi parecer, no había sido desarrollada por los propios germanos, sino por un caballero romano, Tácito. Carlyle me indujo a pensar que podría encontrarla en la literatura alemana.Encontré otras muchas cosas; le estoy muy agradecido a Carlyle por haberme remitido a Schopenhauer, a Hölderlin, a Lessing, y otros. Pero la idea que yo tenía -la idea de unos hombres que no tenían nada de intelectuales, sino que vivían entregados a la lealtad, al valor y a una varonil sumisión al destino- no la encontré, por ejemplo, en el Cantar de los nibelungos . Aquello me parecía demasiado romántico. Muchos años después encontré lo que buscaba en las sagas escandinavas y en el estudio de la antigua poesía inglesa.

Allí encontré por fin lo que había buscado cuando era joven. En el inglés antiguo descubrí una lengua áspera, pero cuya aspereza producía cierta belleza y cierta emoción profunda (aunque, quizá, careciera de un pensamiento profundo). Creo que, en poesía, la emoción es suficiente. Si hay emoción, ya es bastante. Me llevó a estudiar inglés antiguo mi inclinación por la metáfora. Había leído en Lugones que la metáfora era el elemento esencial de la literatura, y acepté aquel aforismo.Lugones escribió que todas las palabras eran originariamente metáforas. Es cierto, pero también es verdad que, para comprender la mayoría de las palabras, hemos de olvidar el hecho de que sean metáforas. Por ejemplo, si digo "El estilo debe ser llano", no creo que debamos recordar que "estilo" ("stylus") significaba Ôpluma´ y que "llano" significa Ôplano´, porque en ese caso nunca lo entenderíamos.

Permítanme volver de nuevo a los días de mi juventud y recordar a otros autores que me impresionaron. Me pregunto si se ha destacado muchas veces que Poe y Wilde son en realidad escritores para jóvenes. Por lo menos, los cuentos de Poe me impresionaron cuando yo era un muchacho, pero apenas si soy capaz de volver a leerlos ahora sin una sensación de incomodidad por el estilo del autor. De hecho, casi puedo entender lo que Emerson quería decir cuando llamó a Edgar Allan Poe el hombre ripio. Supongo que el hecho de ser un escritor para jóvenes puede ser aplicado a otros muchos.En algunos casos, tal descripción es injusta: en Stevenson, por ejemplo, o Kipling; pues, aunque escriben para jóvenes, también escriben para hombres. Pero hay otros escritores a los que uno debe leer cuando es joven, porque si uno se acerca a ellos cuando es viejo y canoso, cargado de años, entonces su lectura difícilmente será un placer. Quizá sea una blasfemia decir que para disfrutar a Baudelaire y Poe tenemos que ser jóvenes. Después es difícil. Uno tiene que aguantar demasiado; uno tiene que pensar en la historia.
En cuanto a la metáfora, debo añadir que ahora sé que la metáfora es mucho más complicada de lo que yo creía. No es simplemente una comparación entre dos cosas: decir, "la luna es como...". No. Exige un método más sutil. Pensemos en Robert Frost. Ustedes, por supuesto, recuerdan los versos:
For I have promises to keep,
And miles to go before I sleep,
And miles to go before I sleep.
Pues tengo promesas que cumplir
 y millas por hacer antes de dormir,
 y millas por hacer antes de dormir.

 Si tomamos los dos últimos versos, el primero -"y millas por hacer antes de dormir"- es una afirmación: el poeta piensa en las millas y el sueño. Pero, cuando lo repite, "y millas por hacer antes de dormir", el verso se convierte en una metáfora; pues "millas" significa Ôdías´, mientras "dormir" presumiblemente signifique Ômorir´. Quizá yo no debería señalarles esto.Quizá el placer no radique en que traduzcamos "millas" por Ôaños´ y "sueño" por Ômuerte´, sino, más bien, en intuir la implicación.
Lo mismo podríamos decir de otro excelente poema de Frost,

"Acquainted with the Night".

Al principio, "I have been one acquainted with the night" quizá signifique literalmente lo que dice. Pero el verso se repite al final:

One luminary clock against the sky, Proclaimed the time was neither
wrong nor right.
I have been one acquainted with
the night.

Un reloj luminaria en el cielo proclamaba que el tiempo no era
falso ni verdadero.
He sido uno de los que ha conocido
la noche.

 Y entonces nos inclinamos a considerar la noche como una imagen del mal (del mal sexual, me parece).
He hablado hace un momento de don Quijote y Sherlock Holmes; he dicho que puedo creer en los personajes pero no en sus aventuras, y difícilmente en las palabras que los autores ponen en sus labios.Ahora nos preguntamos si es posible encontrar un libro donde ocurriera exactamente lo contrario. ¿Podríamos encontrar un libro cuyos personajes nos parecieran inverosímiles, pero en el que la historia nos pareciera creíble? Recuerdo, en este punto, otro libro que me impresionó: MobyDick, de Melville.No estoy seguro de si creo en el capitán Ahab, no estoy seguro de creer en su pugna con la ballena blanca; apenas si puedo distinguir a los personajes. Pero me creo la historia: es decir, creo en ella como en una especie de parábola (aunque no sé exactamente sobre qué: quizá sea una parábola sobre la lucha contra el mal, sobre la manera errada de combatir el mal). Me pregunto si hay otros libros sobre los que se pueda decir lo mismo. En The Pilgrim´s Progress , pienso que creo tanto en la alegoría como en los personajes. Pero habría que mirarlo.

Recuerden que los gnósticos decían que la única manera de librarse de un pecado era cometerlo, porque después uno se arrepentía. En lo que se refiere a la literatura, esencialmente tenían razón. Si he alcanzado la felicidad de escribir cuatro o cinco páginas tolerables después de escribir quince volúmenes intolerables, logré esa proeza no sólo a través de muchos años sino también gracias al método de la tentativa y el error. Creo que no he cometido todos los errores posibles -porque los errores son innumerables-, pero sí muchos de ellos.

Por ejemplo, yo empecé, como la mayoría de los jóvenes, creyendo que el verso libre era más fácil que las formas sujetas a reglas. Hoy estoy casi seguro de que el verso libre es mucho más difícil que las formas medidas y clásicas. La prueba -si es necesaria- es que la literatura comienza con el verso.Supongo que la explicación podría ser que una vez que se desarrolla un modelo -un modelo de rimas, de asonancias, de aliteraciones, de sílabas largas y breves- sólo hay que repetirlo. Mientras que, si se ensaya la prosa (y la prosa, evidentemente, aparece después del verso), entonces se necesita, como señaló Stevenson, un modelo más sutil. Pues el oído, por inducción, espera algo, pero no llega a obtener lo que espera. Recibe otra cosa; y esa otra cosa puede ser, en cierto sentido, una decepción y también una satisfacción.Así que, a menos que tomen ustedes la precaución de ser Walt Whitman o Carl Sandburg, el verso libre es más difícil. Al menos, yo he llegado a saber, ahora que estoy cerca del final del viaje, que las formas poéticas clásicas son más fáciles. Otra ventaja, otra comodidad, puede radicar en el hecho de que, una vez que se escribe cierto verso, una vez que uno se conforma con cierto verso, ya se ha sometido a cierta rima. Y, dado que las rimas no son infinitas, el trabajo será más fácil.

Evidentemente, lo importante es lo que hay detrás del verso. Empecé intentando -como todos los jóvenes- disfrazarme. Al principio estaba tan despistado que, en la época en que leía a Carlyle y Whitman, creía que la forma de escribir en prosa de Carlyle era la única posible, y que la forma de escribir poesía de Whitman era la única posible. No hice nada en absoluto por conciliar el hecho verdaderamente extraño de que esos dos hombres antagónicos hubieran alcanzado la perfección de la prosa y el verso.
Cuando empecé a escribir, siempre me decía que mis ideas eran muy superficiales, que si las conociera el lector, me despreciaría. Así que me disfrazaba. Al principio, intenté ser un escritor español del siglo XVII con cierto conocimiento del latín. Mi conocimiento del latín era más bien escaso. Ya no me considero un escritor español del siglo XVII, y mi intento de ser Sir Thomas Browne en español fracasó por completo. O quizá estos personajes produjeron una docena de líneas sonoras. Evidentemente, yo aspiraba al estilo artificioso, a los pasajes decorativos. Ahora pienso que el estilo artificioso es un error, porque es un signo de vanidad, y el lector lo considera un signo de vanidad. Si el lector piensa que tienes un defecto moral, no existe la más mínima razón para que te admire o te soporte.

Entonces incurrí en un error muy común: hice cuanto pude por ser -entre todas las cosas- moderno. Hay un personaje en los Wilhelm Meisters Lehrjahre de Goethe que dice:"Sí, puedes decir de mí lo que te parezca, pero nadie negará que soy un contemporáneo". No veo diferencia entre ese personaje absurdo de la novela de Goethe y el deseo de ser moderno. Porque somos modernos; no tenemos que afanarnos en ser modernos. No es un caso de contenidos ni de estilo.
Si consideramos Ivanhoe de Sir Walter Scott, o (por poner otro ejemplo muy distinto)Salammbô de Flaubert, podríamos decir la fecha en que esos libros fueron escritos. Aunque Flaubert llamó a Salammbô un roman cartaginois ("novela cartaginesa"), cualquier lector que se precie sabrá después de leer la primera página que el libro no fue escrito en Cartago, sino que lo escribió un francés muy inteligente del siglo XIX. En cuanto a Ivanhoe , no nos engañan los castillos ni los caballeros ni los porqueros sajones, ni nada por el estilo. En todo momento, sabemos que estamos leyendo a un escritor de los siglos XVIII o XIX.
Además, somos modernos por el simple hecho de que vivimos en el presente. Nadie ha descubierto todavía el arte de vivir en el pasado, y ni siquiera los futuristas han descubierto el secreto de vivir en el futuro. Somos modernos, lo queramos o no. Quizá el hecho mismo de mi modernidad galopante sea una forma de ser moderno.

Cuando empecé a escribir relatos, hice lo posible por adornarlos. Trabajé el estilo, y alguna vez aquellos relatos quedaron ocultos bajo múltiples capas. Por ejemplo, imaginé un argumento bastante bueno, y escribí el cuento "El inmortal". La idea que subyace al relato -y la idea podría sorprender a cualquiera de ustedes que lo haya leído- es que, si un hombre fuera inmortal, con el correr de los años (y, evidentemente, el correr duraríamuchos años), lo habría dicho todo, hecho todo, escrito todo. Tomé como ejemplo a Homero; me lo imaginaba (si realmente existió) en el trabajo de escribir su Ilíada . Luego Homero seguiría viviendo y cambiaría conforme cambiaran las generaciones. Con el tiempo, evidentemente, olvidaría el griego, y un día olvidaría que había sido Homero. Llegaría un momento en que no sólo consideraríamos la traducción de Homero que hizo Pope como una obra de arte admirable (cosa que, evidentemente, es), sino como fiel al original. La idea de Homero que olvida que fue Homero se esconde bajo las múltiples estructuras que yo entretejo alrededor del libro. De hecho, cuando volví a leer ese cuento hace un par de años, me pareció pesado, y tuve que remontarme a mi antiguo proyecto para ver que hubiera sido un buen relato si yo me hubiera limitado a escribirlo con sencillez y no hubiera consentido tantos pasajes decorativos ni tantas metáforas ni adjetivos tan extraños.

Creo que he alcanzado, si no cierta sabiduría, quizá cierto sentido común. Me considero un escritor. ¿Qué significa para mí ser escritor? Significa simplemente ser fiel a mi imaginación. Cuando escribo algo no me lo planteo como objetivamente verdadero (lo puramente objetivo es una trama de circunstancias y accidentes), sino como verdadero porque es fiel a algo más profundo. Cuando escribo un relato, lo escribo porque creo en él: no como uno cree en algo meramente histórico, sino, más bien, como uno cree en un sueño o en una idea.
Creo que quizá nos despiste uno de los estudios que más valoro: el estudio de la historia de la literatura.Me pregunto (espero que no sea una blasfemia) si no le prestamos demasiada atención a la historia. Atender a la historia de la literatura -o de cualquiera otra arte, si vamos a eso- es en realidad una forma de incredulidad, de escepticismo. Si me digo, por ejemplo, que Wordsworth y Verlaine fueron excelentes poetas del siglo XIX, corro el peligro de pensar que el tiempo los ha destruido en cierta medida, que ya no son tan buenos como fueron.Creo que la idea antigua de que podemos reconocer la perfección del arte sin tener en cuenta las fechas era mejor.
He leído algunas historias de la filosofía india. Los autores (ingleses, alemanes, franceses, americanos) siempre se asombran de que en la India la gente no tenga sentido de la historia, de que traten a todos los pensadores como si fueran contemporáneos. Traducen las palabras de la filosofía antigua a la moderna jerga de la filosofía de hoy. Pero esto significa algo magnífico: confirma la idea de que uno cree en la filosofía o de que uno cree en la poesía; de que las cosas que fueron bellas pueden ser bellas aún.

Aunque supongo que soy completamente antihistórico cuando digo esto (puesto que, evidentemente, los significados y connotaciones de las plabras cambian), sigo pensando que hay versos -por ejemplo, cuando Virgilio escribió "Ibant obscuri sola sub nocte per umbram" (me pregunto si habré escandido el verso como debiera: mi latín está bastante oxidado), o cuando un antiguo poeta inglés escribió "Norban sniwde...", o cuando leemos "Music to hear, why hear´st thou music sadly?/ Sweets with sweets war not, joy delights in joy"- en los que, en cierta medida, estamos más allá del tiempo. Pienso que hay eternidad en la belleza; y esto, por supuesto, es lo que Keats tenía en mente cuando escribió "A thing of beauty is a joy forever" ("Lo bello es gozo para siempre"). Aceptamos este verso, y lo aceptamos como una especie de verdad, como una especie de fórmula. Alguna vez tengo el coraje y la esperanza suficientes para pensar que puede ser verdad: que, aunque todos los hombres escriben en el tiempo, envueltos en circunstancias y accidentes y frustraciones temporales, es posible alcanzar, de algún modo, un poco de belleza eterna.

Cuando escribo intento ser leal a los sueños y no a las circunstancias. Evidentemente, en mis relatos (la gente me dice que debo hablar de ellos) hay circunstancias verdaderas, pero, por alguna razón, he creído que esas circunstancias deben siempre contarse con cierta dosis de mentira. No hay placer en contar una historia como sucedió realmente. Tenemos que cambiar alguna cosa, aunque nos parezca insignificante; si no es así, no nos consideramos artistas sino, quizá, meros periodistas o historiadores. Aunque imagino que los verdaderos historiadores siempre han sabido que pueden ser tan imaginativos como los novelistas. Por ejemplo, cuando leemos a Gibbon, el placer que nos causa es equiparable al de leer a un gran novelista. Después de todo, sabe muy poco sobre sus personajes. Me figuro que hubo de imaginar las circunstancias. Debió de pensar que había creado, en cierto sentido, la decadencia y caída del Imperio Romano. Y lo hizo tan maravillosamente que no necesito otra explicación.

Si tuviera que aconsejar a algún escritor (y no creo que nadie lo necesite, pues cada uno debe aprender por sí mismo), yo le diría simplemente lo siguiente: lo invitaría a manosear lo menos posible su propia obra. No creo que retocar y retocar haga ningún bien. Llega un momento en que uno descubre sus posibilidades: su voz natural, su ritmo. No creo que ninguna corrección superficial resulte útil entonces.
Cuando escribo, no pienso en el lector (porque el lector es un personaje imaginario) ni pienso en mí (quizá porque yo también soy un personaje imaginario), sino que pienso en lo que quiero transmitir y hago cuanto puedo para no malograrlo. Cuando yo era joven creía en la expresión. Había leído a Croce, y la lectura de Croce no me hizo ningún bien. Yo quería expresarlo todo. Pensaba, por ejemplo, que, si necesitaba un atardecer, podía encontrar la palabra exacta para un atardecer; o, mejor, la metáfora más sorprendente. Ahora he llegado a la conclusión (y esta conclusión puede parecer triste) de que ya no creo en la expresión.

Sólo creo en la alusión. Después de todo, ¿qué son las palabras? Las palabras son símbolos para recuerdos compartidos. Si yo uso una palabra, ustedes deben tener alguna experiencia de lo que representa esa palabra. Si no, la palabra no significará nada para ustedes. Pienso que sólo podemos aludir, sólo podemos intentar que el lector imagine. Al lector, si es lo bastante despierto, puede bastarle nuestra simple alusión.
Es algo que favorece la eficacia, y en mi caso también la pereza.Me han preguntado por qué nunca he intentado escribir una novela. La pereza, por supuesto, es la primera explicación. Pero hay otra. Nunca he leído una novela sin cierta sensación de aburrimiento. Las novelas inlcuyen material de relleno; creo, por lo que sé, que el material de relleno puede ser una parte esencial de la novela. Pero he leído y vuelto a leer una y otra vez muchos relatos breves. Entiendo que en un relato breve de, por ejemplo, Henry James o Rudyard Kipling podemos encontrar tanta complejidad -y de un modo más agradable- como en una larga novela.
Pienso que mi credo se reduce a esto. Cuando prometí un "credo de poeta" yo pensaba, demasiado crédulo, que, después de dar cinco conferencias, desarrollaría en el proceso alguna especie de credo. Pero entiendo que debo decirles que no tengo ningún credo en particular, excepto las pocas precauciones y dudas sobre las que les he venido hablando.

Cuando escribo algo, procuro no comprenderlo. No creo que la inteligencia tenga demasiada relación con el trabajo del escritor. Pienso que uno de los pecados de la literatura moderna es que tiene demasiada conciencia de sí misma. Por ejemplo, considero a la literatura francesa una de las mayores literaturas del mundo (y supongo que nadie lo pone en duda). Pero me he visto obligado a pensar que los autores franceses son, por lo general, demasiado conscientes de sí mismos. Lo primero que hace un escritor francés es definirse a sí mismo, antes, incluso, de saber lo que va a escribir. Dice: "¿Qué escribiría, por ejemplo, un católico nacido en tal o cual provincia, y socialista hasta cierto punto?" O: "¿Cómo deberíamos escribir después de la Segunda Guerra Mundial?" Supongo que hay mucha gente en el mundo que se agobia con estos problemas ilusorios.

Cuando escribo (pero quizá yo no sea un buen ejemplo, sino sólo una terrible advertencia), intento olvidarlo todo sobre mí. Me olvido de mis circunstancias personales. No intento, como alguna vez lo intenté, ser un "escritor suramericano". Sólo intento transmitir el sueño. Y si el sueño es confuso (en mi caso, suele serlo), no intento embellecerlo, ni siquiera comprenderlo. Quizá haya hecho bien, pues cada vez que leo un artículo sobre mí -y, no sé por qué, parece haber muchísima gente dedicándose precisamente a eso-, generalmente quedo sorprendido y muy agradecido por los profundos significados que descifran en esos más bien azarosos apuntes míos. Evidentemente, les estoy agradecido, pues considero la literatura como una especie de colaboración. Es decir, el lector contribuye a la obra, enriquece el libro. Y sucede lo mismo cuando se da una conferencia.
Quizá piensen ustedes que han oído una buena conferencia. En ese caso, debo darles las gracias, porque, después de todo, ustedes han trabajado conmigo. Si no hubiera sido por ustedes, no creo que las conferencias hubieran sido especialmente buenas, ni siquiera tolerables. Espero que hayan colaborado conmigo esta noche. Y puesto que esta noche es distinta de otras noches, me gustaría decirles algo sobre mí mismo.

Llegué a Estados Unidos hace seis meses. En mi país soy prácticamente (para repetir el título de un famoso libro de Wells) el Hombre Invisible. Aquí soy, en cierta medida, visible. Aquí la gente me ha leído; me han leído hasta tal punto que me interrogan severamente sobre relatos que yo he olvidado por completo. Me preguntan por qué Fulano guardaba silencio antes de contestar, y yo me pregunto de qué Fulano se trataba, por qué guardaba silencio, qué contestó. Dudo si decirles la verdad. Digo que Fulano guardaba silencio antes de contestar porque generalmente uno guarda silencio antes de contestar. Y, sin embargo, todas estas cosas me han hecho feliz. Creo que ustedes se equivocan totalmente si admiran (me pregunto si es así) mi literatura. Pero lo considero un error muy generoso. Creo que uno debería tratar de creer en las cosas, aunque las cosas acaben defraudándonos.
Si ahora bromeo, lo hago porque siento algo en mi interior. Estoy bromeando porque siento lo que esto significa para mí. Sé que recordaré esta noche. Y me preguntaré:"¿Por qué no dije lo que tenía que decir? ¿Por qué no dije lo que han significado para mí estos meses en Estados Unidos, lo que tantos amigos conocidos y desconocidos han significado para mí?" Pero supongo que, en cierta medida, les llega mi emoción.

Me han pedido que diga algunos versos míos, así que voy a recordar un soneto, el soneto sobre Spinoza. El hecho de que muchos de ustedes no sepan español mejorará el soneto. Como he dicho, el significado no es importante: lo que importa es cierta música, cierta manera de decir las cosas. Quizá, incluso si la música falta, ustedes la sientan. O, mejor, puesto que sé que son tan amables, la inventen por mí.

Y ahora pasemos al soneto,

"Spinoza":

 Las traslúcidas manos del judío
 labran en la penumbra los cristales
 y la tarde que muere es miedo y frío.
Las tardes a las tardes son iguales.

Las manos y el espacio de jacinto
que palidece en el confín del Ghetto
casi no existen para el hombre quieto
que está soñando un claro laberinto.

No lo turba la fama, ese reflejo
de sueños en el sueño de otro espejo,
ni el temeroso amor de las doncellas.

Libre de la metáfora y del mito,
labra un arduo cristal: el infinito
mapa de Aquél que es todas Sus estrellas.

Traducción de Justo Navarro

https://www.youtube.com/watch?v=hB4sDgiz9CY
recitado por Borges