domingo, 17 de abril de 2016

Ines Manzano (Buenos Aires)



En el asombro

No era aún la estación de la sangre
Nosotros
no debimos saberlo
en el asombro del recreo

pero ellas tomadas de la mano
dibujaban
dolorosos rubíes por sus piernas

un camino de joyas
desprendido
del fruto lastimado

No debimos saberlo en el recreo

Todavía no es la estación de la sangre
y ya estamos perdidas en un bosque

Mamá       cómo decirte
que este animal que nos descorazona
es el mismo que enreda
tu corazón a un yugo
cada noche

y que en nosotras un día y otro
día y otro día
horada un desfiladero que nos duele
para ocultar su filo

Aunque no sea la estación de la sangre
él la hace restallar
en las paredes de los muslos

Mamá       cómo decirte
tu amor nos amordaza

La trampa está en sus besos
que bajan de la frente
desde el ombligo    bajan
y enhebran una hilera
de cristalitos rojos
ahogados en veneno
detrás de su saliva

Mamá       un padre
cazador
nos acorrala

y somos

animalitos ciegos

sangrando en el recreo


lunes, 29 de febrero de 2016

Elisheba Grinbaum (1965-2004)




Primer día de clases

Un millón de niños acude hoy a la escuela,
uno de ellos se aferra a mi mano.

Emana un perfume de cuadernos y cartera de cuero nueva.
Su cabello recién lavado exhala conmoción.

Apretado murmullo de fin de sueños de verano
en las suelas de sus sandalias diminutas.

Tu pequeña mano húmeda aprieta la mía
al entrar en el patio, el terror conocido

de comenzar todo otra vez, nosotros dos
contra el mundo, dame un minuto más

antes de soltar tu mano, serás entonces tú solo,
un hombrecito de cabellos recortados frente al mundo.

Yo desviaré la mirada, mujer en cuyo cuerpo
muchos entraron
aunque nadie nunca salió,


y me iré.


Traducción: Gerardo Lewin

tomado del blog decantasion.blogspot.com

Vilma Sastre (Alpachiri,La Pampa 1950)



Retrato que no fue

                                                           A Vicente, mi abuelo
                        y vi en mis ojos rehacer a las estrellas espléndidas muertes
                                                             Ernesto Carrión

me veo afuera (ya) en la entrada
de bruces sobre el espacio que aún me queda
levanto mi mano próxima al estallido y regresa la aldea
tus faldas alzadas al bailar
tus muslos fuertes entre mis piernas y yo jadeando como de oleajes
rozaré apenas tu preñez y vendrás afanosa
                          con los niños a este sitio ¿de bonanzas?
es cierto pronunciaste palabras (cuántas preguntas)
las suficientes para poblar el mundo
y yo en silencio ¡basta! me repliego en mi propia matriz
(aquí) el cielo fértil las espigas ondulando gajos
en algún sitio tu ceño me muestra el horizonte ¿lo ves?
la llanura vuelve a su sombra ¿dónde está el fondo? y de su sombra
a su aura salitrosa y de su sal afloran dos caldenes (apenas)
hacen falta molinos soy vicente y estaba hecho de otras tierras
no conozco tu dimensión paisaje
salvar los brotes de este suelo así de simple quise
                         soplar aguas (artificio verde)
nos llovieron cenizas siete plagas arriba eructando
un puñado de semillas qué sé yo de vihuelas
de coplas de chimangos menos de pumas
girando en médanos (allá tememos a los lobos)
volvamos a la aldea me dirás en lengua ansiosa mientras
migran las reses brote a brote
varias veces nos miramos hasta cerrar los ojos
con tu boca abierta insistirás pero no puedo irme
no se vuelve es mal agüero dicen las comadronas te nombro
para retenerte Luz
ahora que no me atrevo a girar el rostro
absorto ante una cifra cardinal (esto es el sur)
y caigo en la estirpe del solo que busca el porqué
de un río ajeno creciendo solo en siestas
mientras yo canturreo monte amargo de sorbos (voy fumando
caporal) me acerco al camino monteluna surco la tierra
es tan sencillo mi mano se acopla (ya entro) al disparo
que me redima ahora que llueve y vuelvo a tus faldas
como de oleajes

Del libro " Hacen falta molinos" Editorial Huesos de Jibia 2014

viernes, 26 de febrero de 2016

María Cecilia Micetich (Rosario 1979)







La Falta

Se anhela el silencio
cuando la voz retumba,
un lago de sal se repliega en la noche.
No siempre los setos desean el agua
ni la esperada cadencia sostiene
infinitamente el pasaje.

A veces, en raras ocasiones,
los vestidos desnudan
y la piel nos templa sin más.

Aunque todo parezca pleno
el estallido retumba en el filo del día,
la voracidad en celo entreteje la nada
murmurando una felicidad de otros.

Aquí es un no poder irme
sin poder quedarme.
Todos los días son extrañamente,
infaliblemente, fatales,
inexorables.


de " Una Partitura" de Editorial Huesos de Jibia 2015

domingo, 21 de febrero de 2016

La muerte y la brujula de Jorge Luis Borges




De los muchos problemas que ejercitaron la temeraria perspicacia de Lönnrot, ninguno tan extraño -tan rigurosamente extraño, diremos- como la periódica serie de hechos de sangre que culminaron en la quinta de Triste-le-Roy, entre el interminable olor de los eucaliptos. En verdad que Erik Lönnrot no logró impedir el último crimen, pero es indiscutible que lo previó. Tampoco adivinó la identidad del infausto asesino de Yarmolinsky, pero sí la secreta morfología de la malvada serie y la participación de Red Scharlach, cuyo segundo apodo es Scharlach el Dandy. Este criminal (como tantos) había jurado por su honor la muerte de Lönnrot, pero éste nunca se dejó intimidar. Lönnrot se creía un puro razonador, un Auguste Dupin, pero algo de aventurero había en él y hasta de tahúr. El primer crimen ocurrió en el Hôtel de Nord - ese alto prisma que domina el estuario cuyas aguas tienen el color del desierto. A esa torre (que muy notoriamente reúne la aborrecida blancura de un sanatorio, la numerada divisibilidad de una cárcel y la apariencia general de una casa mala) arribó el día 3 de diciembre el delegado de Podólsk al Tercer Congreso Talmúdico, doctor Marcelo Yarmolinsky, hombre de barba gris y ojos grises. Nunca sabremos si el Hôtel du Nord le agradó: lo aceptó con la antigua resignación que le había permitido tolerar tres años de guerra en los Cárpatos y tres mil años de opresión y de pogroms. Le dieron un dormitorio en el piso R, frente a la suite que no sin esplendor ocupaba el Tetrarca de Galilea. Yarmolinsky cenó, postergó para el día siguiente el examen de la desconocida ciudad, ordenó en un placard sus muchos libros y sus muy pocas prendas, y antes de media noche apagó la luz. (Así lo declaró el chauffer del Tetrarca, que dormía en la pieza contigua.) El 4, a las once y tres minutos a.m., lo llamó por teléfono un redactor de la Yidische Zeitung; el doctor Yarmolinsky no respondió; lo hallaron en su pieza, la levemente oscura la cara, casi desnudo bajo una gran capa anacrónica. Yacía no lejos de la puerta que daba al corredor; una puñalada profunda le había partido el pecho. Un par de horas después, en el mismo cuarto, entre periodistas, fotógrafos y gendarmes, el comisario Treviranus y Lönnrot debatían con serenidad el problema. - No hay que buscarle tres pies al gato - decía Treviranus, blandiendo un imperioso cigarro-. Todos sabemos que el Tetrarca de Galilea posee los mejores zafiros del mundo. Alguien, para robarlos, habrá penetrado por aquí por error. Yarmolinsky se ha levantado; el ladrón ha tenido que matarlo. ¿Qué le parece? - Posible, pero no interesante -respondió Lönnrot-. Usted replicará que la realidad no tiene la menor obligación de ser interesante. Yo le replicaré que la realidad puede prescindir de esa obligación, pero no las hipótesis. En la que usted ha improvisado, interviene copiosamente el azar. He aquí un rabino muerto; yo preferiría una explicación puramente rabínica, no los imaginarios percances de un imaginario ladrón. Treviranus repuso con mal humor: - No me interesan las explicaciones rabínicas; me interesa la captura del hombre que apuñaló a este desconocido. - No tan desconocido -corrigió Lönnrot- Aquí están sus obras completas. - Indico en el placard una fila de altos volúmenes: una Vindicación de la cábala; un Examen de la filosofía de Robert Flood; una traducción literal de Sepher Yezirah; una Biografía del Baal Shem; una Historia de la secta de los Hasidim; una monografía (en alemán) sobre el Tetragrámaton; otra, sobre la nomenclatura divina del Pentateuco. El comisario los miró con temor, casi con repulsión. Luego se echó a reír. - Soy un pobre cristiano -repuso-. Llévese todos esos mamotretos, si quiere; no tengo tiempo que perder en supersticiones judías. - Quizá este crimen pertenece a la historia de las supersticiones judías- murmuró Lönnrot. - Como el cristianismo -se atrevió a completar el redactor de la Yidische Zeitung. Era miope, ateo y muy tímido. Nadie le contestó. Uno de los agentes había encontrado en la pequeña máquina de escribir una hoja de papel con esta sentencia inconclusa: La primera letra del Nombre ha sido articulada. Lönnrot se abstuvo de sonreír. Bruscamente bibliófilo o hebraísta, ordenó que le hicieran un paquete con los libros del muerto y los llevó a su departamento. Indiferente a la investigación policial, se dedicó a estudiarlos. Un libro en octavo mayor le reveló las enseñanzas de Israel Baal Shem Tobh, fundador de la secta de los Piadosos; otro, las virtudes y terrores del Tetragramaton, que es el inefable Nombre de Dios; otro, la tesis de que Dios tiene un nombre secreto, en el cual está compendiado (como en la esfera de cristal que los persas atribuyen a Alejandro de Macedonia) su noveno atributo, la eternidad - es decir, el conocimiento inmediato de todas las cosas que sarán, que son y que han sido en el universo. La tradición enumera los noventa y nueve nombres de Dios; los hebraístas atribuyen ese imperfecto número al mágico temor de las cifras pares; los Hasidim razonan que ese hiato señala un centésimo nombre - el Nombre Absoluto. De esa erudición lo distrajo, a los pocos días, la aparición del redactor de la Yidische Zeitung. Éste quería hablar del asesinato; Lönnrot prefirió de los diversos nombres de Dios; el periodista declaró en tres columnas que el investigador Erik Lönnrot se había dedicado a estudiar los nombres de Dios para dar con el nombre del asesino. Lönnrot, habituado a las simplificaciones del periodismo, no se indignó. Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro, publicó una edición popular de la Historia de la secta de los Hasidim. El segundo crimen ocurrió la noche del 3 de enero, en el más desamparado y vacío de los huecos suburbios occidentales de la capital. Hacia el amanecer, uno de los gendarmes que vigilan a caballo esas soledades vio en el umbral de una antigua pinturería un hombre emponchado, yacente. El duro rostro estaba enmascarado de sangre; una puñalada profunda le había rajado el pecho. En la pared, sobre los rombos amarillos y rojos, había unas palabras con tiza. El gendarme las deletreó… Esa tarde, Treviranus y Lönnrot se dirigieron a la remota escena del crimen. A la izquierda y a la derecha del automóvil, la ciudad se desintegraba; crecía el firmamento y ya importaban poco las casas y mucho un horno de ladrillos o un álamo. Llegaron a su pobre destino: un callejón final de tapias rosadas que parecían reflejar de algún modo la desaforada puesta de sol. El muerto ya había sido identificado. Era Daniel Simón Azevedo, hombre de alguna fama en los antiguos arrabales del Norte, que había ascendido de carrero a guapo electoral, para degenerar después en ladrón y hasta en delator. (El singular estilo de su muerte les pareció adecuado: Azevedo era el último representante de una generación de bandidos que sabía el manejo del puñal, pero no del revólver.) Las palabras de tiza eran las siguientes: La segunda letra del Nombre ha sido articulada. El tercer crimen ocurrió la noche del 3 de febrero. Poco antes de la una, el teléfono resonó en la oficina del comisario Treviranus. Con ávido sigilo, habló un hombre de voz gutural; dijo que se llamaba Ginzberg (o Ginsburg) y que estaba dispuesto a comunicar, por una remuneración razonable. Los hechos de los dos sacrificios de Azevedo y Yarmolinsky. Una discordia de silbidos y de cornetas ahogó la voz del delator. Después, la comunicación se cortó. Sin rechazar aún la posibilidad de una broma (al fin, estaban en carnaval) Treviranus indagó que le había hablado desde Liverpool House, taberna de la Rue de Toulon - esa calle salobre en la que conviven el cosmorama y la lechería, el burdel y los vendedores de biblias. Treviranus habló con el patrón. Éste (Black Finnegan, antiguo criminal irlandés, abrumado y casi arruinado por la decencia) le dijo que la última persona que había empleado el teléfono de la casa era un inquilino, un tal Gryphius, que acababa de salir con unos amigos. Treviranus fue en seguida a Liverpool House. El patrón le comunicó lo siguiente: Hace ocho días, Gryphius había tomado una pieza en los altos del bar. Era un hombre de rasgos afilados, de nebulosa barba gris, trajeado pobremente de negro; Finnegan (que destinaba esa habitación a un empleo que Treviranus adivinó) le pidió un alquiler sin duda excesivo; Gryphius inmediatamente pagó la suma estipulada No salía casi nunca; cenaba y almorzaba en su cuarto; apenas si le conocían la cara en el bar. Esa noche, bajó a telefonear al despacho de Finnegan. Un cupé cerrado se detuvo ante la taberna. El cochero no se movió del pescante; algunos parroquianos recordaron que tenía una máscara de oso. Del cupé bajaron dos arlequines; eran de reducida estatura y nadie puedo no observar que estaban muy borrachos. Entre balidos de cornetas, irrumpieron en el escritorio de Finnegan; abrazaron a Gryphius, que pareció reconocerlos, pero les respondió con frialdad; cambiaron unas palabras en yidish - él en voz baja, gutural, ellos con voces falsas, agudas - y subieron a la pieza del fondo. Al cuarto de hora bajaron los tres, muy felices; Gryphius, tambaleante, parecía tan borracho como los otros. Iba, alto y vertiginoso, en el medio, entre los arlequines enmascarados. (Una de las mujeres del bar recordó los losanges amarillos, rojos y verdes.) Dos veces tropezó; dos veces lo sujetaron los arlequines. Rumbo a la dársena inmediata, de agua rectangular, los tres subieron al cupé y desaparecieron. Ya en el estribo del cupé, el último arlequín garabateó una figura obscena y una sentencia en una de las pizarras de la recova. Treviranus vio la sentencia. Era casi previsible, decía: La última de las letras del Nombre ha sido articulada. Examinó, después, la piecita de Gryphius - Ginzberg. Había en el suelo una brusca estrella de sangre; en los rincones, restos de cigarrillos de marca húngara; en un armario, un libro en latín - el Philologus hebraeograecus (1739) de Leusden - con varias notas manuscritas. Treviranus mirón con indignación e hizo buscar a Lönnrot. Éste, sin sacarse el sombrero, se puso a leer, mientras el comisario interrogaba a los contradictorios testigos del posible secuestro. A las cuatro salieron. En la torcida Rue de Toulon, cuando pisaban las serpentinas muertas del alba, Treviranus dijo: - ¿Y si la historia de esta noche fuera un simulacro? Erik Lönnrot sonrió y leyó con toda gravedad un pasaje (que estaba subrayado) de la disertación trigésima tercera del Philologus: Dies Judaeorum incipit a solis occasu usque ad solis occasum diei sequentis. Eso quiere decir - agregó-: El día hebreo empieza al anochecer y dura hasta el siguiente anochecer. El otro ensayó una ironía. - ¿Ese es el dato más valioso que usted ha recogido esta noche? - No. Más valiosa es una palabra que dijo Ginzberg. Los diarios de la tarde no descuidaron esas desapariciones periódicas. La Cruz de la Espada las contrastó con la admirable disciplina y el orden del último Congreso Eremítico; Ernst Palast, en El Mártir, reprobó "las demoras intolerables de un pogrom clandestino y frugal, que ha necesitado tres meses para eliminar tres judíos"; la Yidische Zeitung rechazó la hipótesis horrorosa de un complot antisemita, "aunque muchos espíritus penetrantes no admiten otra solución del triple misterio"; el más ilustre de los pistoleros del Sur, Dandy Red Scharlach, juró que en su distrito nunca se producirían crímenes de ésos y acusó de culpable negligencia al comisario Franz Treviranus. Éste recibió, la noche del 1° de marzo, un imponente sobre sellado. Lo abrió: el sobre contenía una carta firmada Baruj Spinoza y un minucioso plano de la ciudad, arrancado notoriamente de un Baedeker. La carta profetizaba que el 3 de marzo no habría un cuarto crimen, pues la pinturería del Oeste, la taberna de la Rue de Toulon y el Hôtel du Nord eran "los vértices perfectos de un triángulo equilátero y místico"; el plano demostraba en tinta roja la regularidad de ese triángulo. Treviranus leyó con resignación ese argumento more geométrico y mandó la carta y el plano a casa de Lönnrot - indiscutible merecedor de tales locuras. Erik Lönnrot las estudió. Los tres lugares, en efecto, eran equidistantes. Simetría en el tiempo (3 de diciembre, 3 de enero, 3 de febrero); simetría en el espacio, también… Sintió, de pronto que estaba por descifrar el misterio. Un compás y una brújula completaron esa brusca intuición. Sonrió. Pronunció la palabra Tetragrámaton (de adquisición reciente) y llamó por teléfono al comisario. Le dijo: - Gracias por ese triángulo equilátero que usted anoche me mandó. Me ha permitido resolver el problema. Mañana viernes los criminales estarán en la cárcel; podemos estar muy tranquilos. - Entonces ¿no planean un cuarto crimen? - Precisamente porque planean un cuarto crimen, podemos estar muy tranquilos. -Lönnrot colgó el tubo. Una hora después, viajaba en un tren de los Ferrocarriles Australes, rumbo a la quinta abandonada de Triste-le-Roy. Al sur de la ciudad de mi cuento fluye un ciego riachuelo de aguas barrosas, infamado de curtiembres y de basuras. Del otro lado hay un suburbio fabril donde, al amparo de un caudillo barcelonés, medran los pistoleros. Lönnrot sonrió al pensar que el más afamado -Red Scharlach- hubiera dado cualquier cosa por conocer esa clandestina visita. Azevedo fue compañero de Scharlach; Lönnrot consideró la remota posibilidad de que la cuarta víctima fuera Scharlach. Después, la desechó… Virtualmente, había descifrado el problema; las meras circunstancias, la realidad (nombres, arrestos, caras, trámites judiciales y carcelarios), apenas le interesaban ahora. Quería pasear, quería descansar de tres meses de sedentaria investigación. Reflexionó que la explicación de los crímenes estaba en el triángulo anónimo y en una polvorienta palabra griega, El misterio casi le pareció cristalino; se abochornó de haberle dedicado cien días. El tren paró en una silenciosa estación de cargas. Lönnrot bajó. Era una de esas tardes desiertas que parecen amaneceres. El aire de la turbia llanura era húmedo y frío. Lönnrot echó a andar por el campo. Vio perros, vio un furgón en una vía muerta, vio el horizonte, vio un caballo plateado que bebía agua crapulosa de un charco. Oscurecía cuando vio el mirador rectangular de la quinta de Triste-le-Roy, casi tan alto como los negros eucaliptos que lo rodeaban. Pensó que apenas un amanecer y un ocaso (un viejo resplandor en el oriente y otro en el occidente) lo separaban de la hora anhelada por los buscadores del Nombre. Una herrumbrada verja definía el perímetro irregular de la quinta. El portón principal estaba cerrado. Lönnrot, sin mucha esperanza de entrar, dio toda la vuelta. De nuevo ante el portón infranqueable, metió la mano entre los barrotes, casi maquinalmente, y dio con el pasador. El chirrido del hierro lo sorprendió. Con una pasividad laboriosa, el portón entero cedió. Lönnrot avanzó entre los eucaliptos, pisando confundidas generaciones de rotas hojas rígidas. Vista de cerca, la casa de la quinta de Triste-le-Roy abundaba en inútiles simetrías y en repeticiones maniáticas: una Diana glacial en un nicho lóbrego correspondía en un segundo nicho otra Diana; un balcón se reflejaba en otro balcón; dobles escalinatas se abrían en doble balaustrada. Un Hermes de dos caras proyectaba su sombra monstruosa. Lönnrot rodeó la casa como había rodeado la quinta. Todo lo examinó; bajo el nivel de la terraza vio una estrecha persiana. La empujó: unos pocos escalones de mármol descendían a un sótano. Lönnrot, que ya intuía las preferencias del arquitecto, adivinó que en el opuesto muro del sótano había otros escalones. Los encontró, subió, alzó las manos y abrió la trampa de salida. Un resplandor lo guió a una ventana. La abrió: una luna amarilla y circular definía en el triste jardín dos fuentes cegadas. Lönnrot exploró la casa. Por antecomedores y galerías salió a patios iguales y repetidas veces al mismo patio. Subió por escaleras polvorientas a antecámaras circulares; infinitamente se multiplicó en espejos opuestos; se cansó de abrir o entreabrir ventanas que le revelaban, afuera, el mismo desolado jardín desde varias alturas y varios ángulos; adentro, muebles con fundas amarillas y arañas embaladas en tarlatán. Un dormitorio lo detuvo; en ese dormitorio, una sola flor en una copa de porcelana; al primer roce los pétalos antiguos se deshicieron. En el segundo piso, en el último, la casa le pareció infinita y creciente. La casa no es tan grande, pensó. La agrandan la penumbra, la simetría, los espejos, los muchos años, mi desconocimiento, la soledad. Por una escalera espiral llegó al mirador. La luna de esa tarde atravesaba los losanges de las ventanas; eran amarillos, rojos y verdes. Lo detuvo un recuerdo asombrado y vertiginoso. Dos hombres de pequeña estatura, feroces y fornidos, se arrojaron sobre él y lo desarmaron; otro, muy alto, lo saludó con gravedad y le dijo: - Usted es muy amable. Nos ha ahorrado una noche y un día. Era Red Scharlach. Los hombres maniataron a Lönnrot. Éste, al fin, encontró su voz. - Scharlach, ¿usted busca el Nombre Secreto? Scharlach seguía de pie, indiferente. No había participado en la breve lucha, apenas si alargó la mano para recibir el revólver de Lönnrot. Habló; Lönnrot oyó en su voz una fatigada victoria, un odio del tamaño del universo, una tristeza no menor que aquel odio. No -dijo Scharlach-. Busco algo más efímero y deleznable, busco a Erik Lönnrot. Hace tres años, en un garito de la Rue de Toulon, usted mismo arrestó, e hizo encarcelar a mi hermano. En un cupé, mis hombres me sacaron del tiroteo con una bala policial en mi vientre. Nueve días y nueve noches agonicé en esta desolada quinta simétrica; me arrasaba la fiebre, el odioso Jano bifronte que mira los ocasos y las auroras daba horror a mi ensueño y a mi vigilia. Llegué a abominar mi cuerpo, llegué a sentir que dos ojos, dos manos, dos pulmones, son tan monstruosos como dos caras. Un irlandés trató de convertirme a la fe de Jesús; me repetía la sentencia de los goyim: Todos los caminos llevan a Roma. De noche, mi delirio se alimentaba de esa metáfora: yo sentía que el mundo es un laberinto, del cual era imposible huir, pues todos los caminos, aunque fingieran ir al norte o al sur, iban realmente a Roma, que era también la cárcel cuadrangular donde agonizaba mi hermano y la quinta de Triste-le-Roy. En esas noches yo juré por el dios que ve con dos caras y por todos los dioses de la fiebre y de los espejos tejer un laberinto en torno del hombre que había encarcelado a mi hermano. Lo he tejido y es firme: los materiales son un heresiólogo muerto, una brújula, una secta del siglo XVIII, una palabra griega, un puñal, los rombos de una pinturería. El primer término de la serie me fue deparado por el azar. Yo había tramado con algunos colegas - entre ellos, Daniel Azevedo - el robo de los zafiros del Tetrarca. Azevedo nos traicionó y acometió la empresa el día antes. En el enorme hotel se perdió; hacia las dos de la mañana irrumpió en el dormitorio de Yarmolinsky. Éste, acosado por el insomnio, se había puesto a escribir. Verosímilmente, redactaba unas notas o un artículo sobre el Nombre de Dios; había escrito ya las palabras: La primera letra del Nombre ha sido articulada. Azevedo le intimó al silencio; Yarmolinsky alargó la mano hacia el timbre que despertaría todas las fuerzas del hotel; Azevedo le dio una sola puñalada en el pecho. Fue casi un movimiento reflejo; medio siglo de violencia le había enseñado que lo más fácil y seguro es matar… A los diez días yo supe por la Yidische Zeitung que usted buscaba en los escritos de Yarmolinsky la clave de la muerte de Yarmolinsky. Leí la Historia de la secta de los Hasidim; supe que el miedo reverente de pronunciar el Nombre de Dios había originado la doctrina de que ese Nombre es todopoderoso y recóndito. Supe que algunos Hasidim, en busca de ese Nombre secreto habían llegado a cometer sacrificios humanos… Comprendí que usted conjeturaba que los Hasidim habían sacrificado al rabino; me dediqué a justificar esa conjetura. Marcelo Yarmolinsky murió la noche del 3 de diciembre; para el segundo "sacrificio" elegí la noche del 3 de enero. Murió en el Norte; para el segundo "sacrificio" nos convenía un lugar del Oeste. Daniel Azevedo fue la víctima necesaria. Merecía la muerte: era un impulsivo, un traidor; su captura podía aniquilar todo el plan. Uno de los nuestros lo apuñaló; para vincular su cadáver al anterior, yo escribí encima de los rombos de la pinturería La segunda letra del Nombre ha sido articulada. El tercer "crimen" se produjo el 3 de febrero. Fue, como Treviranus adivinó, un mero simulacro. Gryphius - Ginzberg - Ginsburg soy yo; una semana interminable sobrellevé (suplementado por una tenue barba postiza) en ese perverso cubículo de la Rue de Toulon, hasta que los amigos me secuestraron. Desde el estribo del cupé, uno de ellos escribió en un pilar La última de las letras del Nombre ha sido articulada. Esa escritura divulgó que la serie de crímenes era triple. Así lo entendió el público; yo, sin embargo, intercalé repetidos indicios para que usted, el razonador Erik Lönnrot, comprendiera que es cuádruple. Un prodigio en el norte, otros en el Este y en el Oeste, reclamaban un cuarto prodigio en el Sur; el Tetragrámaton - el nombre de Dios, JHVH - consta de cuatro letras; los arlequines y la muestra del pinturero sugieren cuatro términos. Yo subrayé cierto pasaje en el manual de Leusden; ese pasaje manifiesta que los hebreos computaban el día de ocaso a ocaso; ese pasaje da a entender que las muertes ocurrieron el cuatro de cada mes. Yo mandé el triángulo equilátero a Treviranus. Yo presentí que usted agregaría el punto que falta. El punto que determina un rombo perfecto, el punto que prefija el lugar donde la exacta muerte lo espera. Todo lo he premeditado, Erik Lönnrot, para traerlo a usted a las soledades de Triste-le-Roy. Lönnrot evitó los ojos de Scharlach. Miró los árboles y el cielo subdivididos en rombos turbiamente amarillos, verdes y rojos. Sintió un poco de frío y una tristeza impersonal, casi anónima. Ya era de noche; desde el polvoriento jardín subió el grito inútil de un pájaro. Lönnrot consideró por última vez el problema de las muertes simétricas y periódicas. - En su laberinto sobran tres líneas -dijo por fin-. Yo sé de un laberinto griego que es una línea única, recta. En esa línea se han perdido tantos filósofos que bien puede perderse un mero detective. Scharlach, cuando en otro avatar usted me dé caza, finja (o cometa) un crimen en A, luego un segundo crimen en B, a 8 kilómetros de A, luego un tercer crimen en C a 4 kilómetros de A y de B, a mitad de camino entre los dos. Aguárdeme después en D, a 2 kilómetros de A y de C, de nuevo a mitad de camino. Máteme en D, como ahora va a matarme en Triste-le-Roy. - Para la próxima vez que lo mate -replicó Scharlach- le prometo ese laberinto, que consta de una sola recta y que es invisible, incesante. Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente, hizo fuego.

sábado, 20 de febrero de 2016

Eduardo Chirinos (Lima, 1960- Missoula, Estados Unidos, 2016)








Raritan blues

Para Margarita Sánchez

Aqui no hay bulla ni miseria,
sólo un bosque de árboles mojados y cientos de ardillas
correteando vivaces o escarbando una nuez.
A lo lejos un puente
una interminable fila de automóviles retorna a sus hogares
y nubes balando ante un perro pastor y amarillo.
¿Eres tú quien camina en las riberas del Raritan?
Recuerdo un río triste y marrón donde las ratas
disputan su presa con los perros
y aburridos gallinazos espulgándose las plumas bajo el sol.
Ni bulla ni miseria.
El río fluye educado como en una tarjeta postal
y nos habla igual que hace siglos, congelándose y
descongelándose,
viendo crecer a sus orillas cabañas, iglesias, burdeles,
plantas refinadoras de petróleo.
Escucho el vasto rumor del Raritan, el silencio de los patos,
de los enormes gansos salvajes.
Han venido desde Ontario hasta New Brunswick,
con las primeras nieves volarán al sur.
Dicen que el río es la vida y el mar la muerte.
He aquí mi elegía:
un río es un río
y la muerte un asunto que no nos debe importar.


Derrota del otoño


Aquí no es bienvenido el otoño.
Nadie lo espera
a la orilla de ningún río melancólico
que esconda en su cauce los secretos del mundo.
El otoño reina en otras latitudes.
Allá lejos, donde los ciclos se cumplen, allá lejos
donde envejecen y renuevan las metáforas.
(El sol se hunde en un verdoso charco
donde flota, solitaria, una hoja de laurel).
Pero esta tarde no ha llovido. Las hojas
se aferran a sus ramas,
heroicamente luchan contra el viento
y en la noche celebran la derrota del otoño.
No saben que las hojas que caen son las escritas
y el árbol un seco y callado poema sin estrías.



 Retorno de los profetas

  los profetas


 Para Antonio Claros

El sol se hará oscuro para ellos 
pero pronto han de volver

Miqueas III, 6


Los profetas han muerto.
Cuernos de guerra anuncian la pronta llegada de la peste,
nuevos tiempos de miseria y escasez.
El campo de batalla está desierto, el cielo se oscurece, la infinita
rueda se ha quebrado.
Dicen que ángeles bellos y monstruosos nos vigilan
pero ya no tenemos ojos para verlos.
Los profetas han muerto.
Atrás los sucios velos que ocultaron la verdad de nuestros rostros,
las ramas que ocultaron la Serpiente cuando rogamos placer
y nos dieron a cambio la resignación.
Textos venerables son ahora pasto de las llamas,
sólo la lechuza mira con indiferencia la corona
que rueda a los pies del más miserable de los dioses.

Sólidas estatuas se arrodillan, gimen, se arrancan los cabellos,
los mástiles que antaño sujetarán los más bravos marinos
golpean la memoria de los dioses que quedan,
¿a quién debemos acudir cuando nos coja la peste?
Los mendigos del reino asaltan los jardines, desprecian los
oráculos, reparten por igual sus pertenencias. 
Los nobles del reino conservan sus arcas, sus vinos, sus mujeres, 
el miedo que gobierna la implacable voluntad de los presagios. 
Los profetas han muerto.
Nadie ahora nos engaña, nadie nos confunde, nadie 
nos dice la verdad, y estamos solos. 
Estamos solos esperando la señal que nos indique 
dónde hemos de ir para honrar con dolor a los profetas.