domingo, 10 de enero de 2016

Alejandro Mendez Casariego (Buenos Aires 1952)





La cuchara
Ataban
un cable a una cuchara
introducían la parte oval, convexa
hasta donde pudieran
sin dejar de apretarla
entre el pulgar y el índice
en el útero
dejando afuera, más o menos
un centímetro
como para que el otro cable
tuviera suficiente punto de contacto.
La descarga duraba 
una fracción de segundo
el tiempo necesario
para que el próximo a nacer
ahuecado en su mundo
percibiera
en su pequeño cerebro constelado 
por diminutas chispas
una imagen radiada
feroz
de la existencia.

 "poema inedito"

Perspectiva

La enorme catedral que desafía
el aluvión de los años
es similar
en lo que importa
a una piedra al borde del camino
y toda pasmosa construcción de los hombres
mirada en perspectiva
es una suma variable de ingenios geométricos
adornados por relieves
y cargados
de materiales con peso y volumen
en delicada proporción.
Levantá en esta esquina
un minúsculo altar con unos pocos ladrillos
y resultará que la creencia
de que el mundo es un espejo
que refleja los actos transformándolos
despertará masivas peregrinaciones
singulares ofrendas
mientras en aquella empinada catedral
ladra un silencio de ausencia
y ese abrumador vacío
sugiere que lo que no existe
reside, efectivamente,
en todas partes, y lo que varía es
en definitiva
el estilo, el tamaño y la forma.

Thomas Moore

Mi Dios se oculta
tras láminas de cortesía
cornisas talladas en madera
y hierros de dolor
entre los cuales la apariencia franca
es para mí, ceniza fría.
Las paredes y la cama desnuda
no prestan debido testimonio
y la ley
tozudamente
calla.
Al consumirse
las horas
escribo esto y algunas
memorias familiares
mientras empiezo a padecer
la llama de los solos.
Y en el canasto vacío de las lágrimas
deposito una para mí
pero sin pena
simplemente
porque llorar es dulce
y acompaña.

Del libro "Los Dioses del Hogar" Editorial Deaca 2015


Testamento del  escriba

¿Donde fue dicha la mejor palabra ?
El buhonero del pueblo
extremando su garganta  entre el bullicio callejero,
el murmullo de la machi
mientras hierve o ahuma las yerbas del misterio,
el loco que descubre
y silabea
lo ambiguo de lo cierto frente a una pared
que ni siquiera le devuelve el eco,
el chico que describe
lo elemental y absurdo de su descubrimiento :soy
y uno supone que es mucho
lo que le queda por saber.

O nosotros, llamados o elegidos al azar
garabateando con frecuencia
lo que creemos belleza perdurable
y  habitualmente
no es otra cosa que una lira pulsada
por la impotencia de lo limitado.

Emoción o ternura
verdad desfigurada por el pulido cóncavo
de un quebrado cristal,
no somos más que el sumidero del olvido,
materia orgánica que al descomponerse
en el mejor de los casos
hará  crecer una preciosa flor
que también morirá

Del libro " Los Reprobos" 2007

Borges y la cuestion judia

El golem

Si (como afirma el griego en el Cratilo)
el nombre es arquetipo de la cosa
en las letras de 'rosa' está la rosa
y todo el Nilo en la palabra 'Nilo'.

Y, hecho de consonantes y vocales,
habrá un terrible Nombre, que la esencia
cifre de Dios y que la Omnipotencia
guarde en letras y sílabas cabales.

Adán y las estrellas lo supieron
en el Jardín. La herrumbre del pecado
(dicen los cabalistas) lo ha borrado
y las generaciones lo perdieron.

Los artificios y el candor del hombre
no tienen fin. Sabemos que hubo un día
en que el pueblo de Dios buscaba el Nombre
en las vigilias de la judería.

No a la manera de otras que una vaga
sombra insinúan en la vaga historia,
aún está verde y viva la memoria
de Judá León, que era rabino en Praga.

Sediento de saber lo que Dios sabe,
Judá León se dio a permutaciones
de letras y a complejas variaciones
y al fin pronunció el Nombre que es la Clave,

la Puerta, el Eco, el Huésped y el Palacio,
sobre un muñeco que con torpes manos
labró, para enseñarle los arcanos
de las Letras, del Tiempo y del Espacio.

El simulacro alzó los soñolientos
párpados y vio formas y colores
que no entendió, perdidos en rumores
y ensayó temerosos movimientos.

Gradualmente se vio (como nosotros)
aprisionado en esta red sonora
de Antes, Después, Ayer, Mientras, Ahora,
Derecha, Izquierda, Yo, Tú, Aquellos, Otros.

(El cabalista que ofició de numen
a la vasta criatura apodó Golem;
estas verdades las refiere Scholem
en un docto lugar de su volumen.)

El rabí le explicaba el universo
"esto es mi pie; esto el tuyo, esto la soga."
y logró, al cabo de años, que el perverso
barriera bien o mal la sinagoga.

Tal vez hubo un error en la grafía
o en la articulación del Sacro Nombre;
a pesar de tan alta hechicería,
no aprendió a hablar el aprendiz de hombre.

Sus ojos, menos de hombre que de perro
y harto menos de perro que de cosa,
seguían al rabí por la dudosa
penumbra de las piezas del encierro.

Algo anormal y tosco hubo en el Golem,
ya que a su paso el gato del rabino
se escondía. (Ese gato no está en Scholem
pero, a través del tiempo, lo adivino.)

Elevando a su Dios manos filiales,
las devociones de su Dios copiaba
o, estúpido y sonriente, se ahuecaba
en cóncavas zalemas orientales.

El rabí lo miraba con ternura
y con algún horror. '¿Cómo' (se dijo)
'pude engendrar este penoso hijo
y la inacción dejé, que es la cordura?'

'¿Por qué di en agregar a la infinita
serie un símbolo más? ¿Por qué a la vana
madeja que en lo eterno se devana,
di otra causa, otro efecto y otra cuita?'

En la hora de angustia y de luz vaga,
en su Golem los ojos detenía.
¿Quién nos dirá las cosas que sentía
Dios, al mirar a su rabino en Praga?


La llave de Salonica

Abarbanel, Farías o Pinedo, 
arrojados de España por impía 
persecución, conservan todavía 
la llave de una casa de Toledo. 

Libres ahora de esperanza y miedo, 
miran la llave al declinar el día; 
en el bronce hay ayeres, lejanía, 
cansado brillo y sufrimiento quedo. 

Hoy que su puerta es polvo, el instrumento 
es cifra de la diáspora y del viento, 
afín a esa otra llave del santuario 

que alguien lanzó al azul cuando el romano 
acometió con fuego temerario, 
y que en el cielo recibió una mano.

Spinoza

Las traslúcidas manos del judío
labran en la penumbra los cristales
y la tarde que muere es miedo y frío.
(Las tardes a las tardes son iguales.)
Las manos y el espacio de jacinto
que palidece en el confín del Ghetto
casi no existen para el hombre quieto
que está soñando un claro laberinto.
No lo turba la fama, ese reflejo
de sueños en el sueño de otro espejo,
ni el temeroso amor de las doncellas.
Libre de la metáfora y del mito
labra un arduo cristal: el infinito
mapa de Aquel que es todas Sus estrellas.

Baruch Spinoza

Bruma de oro, el Occidente alumbra
la ventana. El asiduo manuscrito
aguarda, ya cargado de infinito.
Alguien construye a Dios en la penumbra.
Un hombre engendra a Dios. Es un judío
de tristes ojos y de piel cetrina;
lo lleva el tiempo como lleva el río
una hoja en el agua que declina.
No importa. El hechicero insiste y labra
a Dios con geometría delicada;
desde su enfermedad, desde su nada,
sigue erigiendo a Dios con la palabra.
El más pródigo amor le fue otorgado,
el amor que no espera ser amado.


¿Quién me dirá si estás en el perdido
laberinto de ríos seculares
de mi sangre, Israel? ¿Quién los lugares
que mi sangre y tu sangre han recorrido?
No importa. Sé que estás en el sagrado
libro que abarca el tiempo y que la historia
del rojo Adán rescata y la memoria
y la agonía del Crucificado.
En ese libro estás, que es el espejo
de cada rostro que sobre él se inclina
y del rostro de Dios, que en su complejo
y arduo cristal, terrible se adivina.
Salve, Israel, que guardas la muralla
de Dios, en la pasión de tu batalla.

Israel 1969

Temí que en Israel acecharía
con dulzura insidiosa
la nostalgia que las diásporas seculares
acumularon como un triste tesoro
en las ciudades del infiel, en las juderías,
en los ocasos de la estepa, en los sueños,
la nostalgia de aquellos que te anhelaron,
Jerusalén, junto a las aguas de Babilonia,
¿Qué otra cosa eras, Israel, sino esa nostalgia,
sino esa voluntad de salvar,
entre las inconstantes formas del tiempo,
tu viejo libro mágico, tus liturgias,
tu soledad con Dios?
No así. La más antigua de las naciones
es también la más joven.
No has tentado a los nombres con jardines,
con el oro y su tedio
sino con el rigor, tierra última.
Israel les ha dicho sin palabras:
olvidarás quién eres.
Olvidarás al otro que dejaste.
Olvidarás quién fuiste en las tierras
que te dieron sus tardes y sus mañanas
y a las que no darás tu nostalgia.
Olvidarás la lengua de tus padres y aprenderás la lengua del Paraíso.
Serás un israelí, serás un soldado.
Edificarás la patria con ciénagas: la levantarás con desiertos.
Trabajará contigo tu hermano, cuya cara no has visto nunca.
Una sola cosa te prometemos:tu puesto en la batalla.

Rafael Cansino Arens====

La imagen de aquel pueblo lapidado
y execrado, inmortal en su agonía,
en las negras vigilias lo atraía
con una suerte de terror sagrado.
Bebió como quien bebe un hondo vino
los Psalmos y el Cantar de la Escritura
y sintió que era suya esa dulzura
y sintió que era suyo aquel destino.
Lo llamaba Israel. Íntimamente
la oyó Cansinos como oyó el profeta
en la secreta cumbre la secreta
voz del Señor desde la zarza ardiente.
Acompáñeme siempre su memoria;
las otras cosas las dirá la gloria.

Israel

Un hombre encarcelado y hechizado,
un hombre condenado a ser la serpiente
que guarda un oro infame,
un hombre condenado a ser Shylock
un hombre que se inclina sobre la tierra
y que sabe que estuvo en el Paraíso,
un hombre viejo y ciego que ha de romper
las columnas del templo,
un rostro condenado a ser una máscara,
un hombre que ha pesar de los nombres
es Spinoza y el Baal Shem y los cabalistas,
un hombre que es el Libro,
una boca que alaba desde el abismo
la justicia del firmamento,
un procurador o un dentista
que dialogó con Dios en una montaña,
un hombre condenado a ser el escarnio,
la abominación, el judío,
un hombre lapidado, incendiado
y ahogado en cámaras letales,
un hombre que se obstina en ser inmortal
y que ahora ha vuelto a su batalla,
a la violenta luz de la victoria,
hermoso como un león al mediodía.

Del  libro “Elogio de la sombra” (1969)


París 1856

La larga postración lo ha acostumbrado 
a anticipar la muerte. Le daría 
miedo salir al clamoroso día 
y andar entre los hombres. Derribado,
Enrique Heine piensa en aquel río, 
el tiempo, que lo aleja lentamente 
de esa larga penumbra y del doliente 
destino de ser hombre y ser judío.
Piensa en las delicadas melodías 
cuyo instrumento fue, pero bien sabe 
que el trino no es del árbol ni del ave
sino del tiempo y de sus vagos días. 
No han de salvarte, no, tus ruiseñores, 
tus noches de oro y tus cantadas flores.


domingo, 27 de diciembre de 2015

El idioma de los gatos , un cuento de Spencer Holst




Hubo una vez un caballero. Era un científico. Después de su nombre, venían letras. Hablaba cien idiomas, del iroqués al esperanto. Era autor de varios folletos sobre matemática astral. Tenía treinta y cinco años, era autoritario y hablaba en voz baja. Su hobby era jugar al ajedrez en un tablero tridimensional. Su trabajo era el más dramático entre los eruditos, y el más frenético. Las fuerzas armadas lo contrataban para descifrar claves, y durante la guerra había hecho un trabajo brillante, pasando días enteros sin dormir. Los generales se habían asombrado ante él porque varias veces —decían— había salvado, literalmente, la guerra, al descifrar las claves maestras del enemigo. Y, en verdad, eso significaba que había salvado al mundo. Pero en toda su vida no pudo acordarse de poner los cigarrillos en los ceniceros, así que todo el mobiliario estaba marcado con pequeñas quemaduras pardas. Su mujer era rubia y menuda y delgada, y era un ama de casa muy prolija. Él la arrastraba a la desesperación. Él estaba siempre haciendo desastres en toda la casa, comiendo en el living, dejando sus medias tiradas por el piso, sus zapatos en el alféizar de la ventana; y, de vez en cuando, un pucho tirado sin apagar en el cesto de papeles provocaba llamaradas; pero, afortunadamente, la casa estaba todavía en pie. Lo que hizo de su mujer una rezongona. Ella le gritaba diez veces al día, hasta que él ya no lo pudo soportar; no podía ni quería discutir con ella semejantes tonterías; su mente estaba llena de fórmulas y cifras y extrañas palabras de idiomas antiguos, y, además, era un caballero. Un día, él la dejó. Hizo sus valijas y se fue a una casa de campo, ahí cerca, en West Virginia, con un gato siamés.  El gato lo hipnotizaba. Era un hermoso siamés de cola azul que hablaba mucho; es decir, maullaba, maullaba, maullaba, maullaba todo el tiempo. El sabio se sentaba en su cama y se quedaba mirándolo durante horas, mientras el gato jugaba con pelotas de celofán y saltaba de la cama a la cómoda, después al  lavatorio, al piso y luego de vuelta, una y otra vez, a la cama. De vez en cuando le daba un arañazo al aire. De pronto se detenía y se dormía. El sabio se sentaba y miraba esa pelota de piel gris pálido que respiraba tranquilamente, y sus pensamientos divagaban por las insatisfacciones de su vida. Voltaire había dicho una vez que despreciaba todas las profesiones que debían su existencia sólo al resentimiento de los hombres. Y la suya era por cierto una de ellas. Él había perdido todo interés en sus amigos, y en las mujeres. Encontraba vacía y vulgar a la mayoría de la gente. Algunas noches hacía la ronda de los bares, como buscando a alguien, sin tan siquiera el éxito ocasional de emborracharse alguna vez. Los libros lo hacían dormir. Y finalmente el gato se convirtió en el centro de su vida, su única compañía. Una noche, mientras estaba sentado mirándolo, creció en él un peculiar deseo. Quiso comunicarse con él. Decidió hacer algunos experimentos. De modo que tapizó las paredes de su garaje con mil jaulitas y en cada una de ellas puso un gato. La mayoría de los gatos los compró, a otros los recogió directamente de la calle, y algunos hasta los robó a amigos casuales, tan imbuido estaba este hombre de ciencia de su proyecto. En un magnetófono empezó a recopilar todos los sonidos gatunos. Grabó sus aullidos de hambre, distinguiendo entre los que querían atún y los que querían salmón. Algunos querían pulmón, hígado o pájaros. Y todos estos sonidos los archivó sistemáticamente en su creciente cintoteca. Cuidadosamente, comparó el grito cuando era amputada una pata delantera derecha, con el grito lanzado cuando se cortaba una pata delantera izquierda. Registró todos los sonidos que los gatos hacían al aparearse, pelear, morir y parir. Entonces abandonó su trabajo gubernamental y comenzó a estudiar ansiosamente los miles de gritos y ronroneos que había grabado y, después de un tiempo, los sonidos empezaron a adquirir significado. Después empezó a practicar, imitando sus registros hasta que dominó el vocabulario básico del idioma. Hacia el final, ensayó ronronear. Nunca había experimentado con su propio gato. Quería sorprenderlo. Una noche entró en su departamento, colgó su saco en el placard, como siempre, se volvió hacia su gato y le dijo: “¡MIAU!”.  Así era como los gatos decían, al encontrarse, “Buenas noches”. Pero el gato no se mostró sorprendido. Contestó: “Mrrrrouarroau”, que quiere decir: “Ya era hora”. El gato le hizo entender que lo ayudaría en las más complejas sutilezas del idioma, que estaba bien al tanto de lodos sus experimentos, y que si el hombre no prestaba atención a sus lecciones, sería mraur... ¡perdón! Al deslizarse las semanas, el hombre descubrió, para su continuo asombro, la fantástica inteligencia de su gato siamés. Poco a poco, aprendió la historia de los gatos. Miles de años atrás, los gatos tenían una tremenda civilización; tenían un gobierno mundial que funcionaba perfectamente; tenían naves espaciales y habían investigado el universo; tenían grandes plantas energéticas que utilizaban una energía que no era  atómica; no necesitaban ni radios ni televisión, porque usaban una especie de telepatía y algunos otros portentos. Pero una cosa que los gatos descubrieron fue que la importancia de cualquier experiencia dependía de la intensidad con la cual era vivida. Se dieron cuenta de que su civilización se había vuelto demasiado compleja, de modo que decidieron simplificar sus vidas. Por supuesto, no pretendieron tan sólo “volver a la naturaleza” —eso habría sido demasiado—, así que crearon una raza de robots para que los cuidaran. Estos robots eran un progreso, mecánicamente estaban por encima de cualquier cosa producida por la naturaleza. Un par de sus más grandes inventos fueron el “pulgar oponible” y la “postura erguida”. No quisieron molestarse en arreglar los robots cuando se rompían, de modo que les dieron una inteligencia elemental y la facultad de reproducirse. Por supuesto, nosotros somos los robots a los que el gato se refería. Y ahora el científico entendió por qué los gatos habían parecido siempre tan desdeñosos de sus amos. El gato le explicó que ellos no temían a la muerte; en verdad, vivían vidas constantemente apasionadas y heroicas, y cuando estaban bien preparados, cuando les llegaba la hora, daban la bienvenida a la muerte. Pero no querían una muerte atómica. Y los robots habían desarrollado una mezquina e irracional actitud hacia los ratones. “Se nos ocurrió que bastaría barrer con la raza, pero entonces tendríamos que volver a tomarnos el trabajo de crear una nueva”, dijo el gato (a su manera, por supuesto), “de modo que decidimos intentar algo que, francamente, muchos gatos pensaron que sería imposible: ¡enseñarle a un robot cómo hablar el idioma de los gatos, para que pudiera transmitir nuestras órdenes al mundo!” “Te elegimos a ti”, dijo el gato condescendientemente, acaso como le hablarían nuestros científicos a un mono al que hubieran enseñado a hablar, “porque de todos los robots nos pareciste el más promisorio y receptivo, y la mayor autoridad en tu pequeño terreno”. El gato le dio al hombre una lista de reglas, que él copió en un pedazo de papel.
Las reglas eran:
 NO PATEES A LOS GATOS.
NADA DE GUERRAS ATÓMICAS.
 NADA DE TRAMPAS PARA RATONES.
MATA A LOS PERROS.
 “Si el mundo no obedece estas reglas, simplemente eliminaremos la raza”, dijo el gato, y después cerró sus ojos y bostezó y se estiró e inmediatamente se quedó dormido. “¡Espera un momento! ¡Despiértate! ¡Por favor!”, rogó el hombre, tocando tímidamente al gato en la frente. “¡Déjame dormir!”, gruñó el gato. “Tienes un trabajo que hacer. ¡Hazlo!” “Pero yo no puedo llevarle estas reglas a la gente y decirle que un gato me las dio. ¡Nadie me creería! El gato frunció el ceño y dijo: “¿Y si te diéramos una pequeña demostración de nuestro poder? Entonces la gente comprendería que esto no es una broma. En una semana a partir de hoy, haré que algunos gatos atraviesen Moscú y Washington  desparramando un gas que enloquecerá a todos durante veinticuatro horas. El gas desatará todos sus impulsos destructivos. No se harán daño entre sí, pero destruirán todo aquello a lo que puedan echar mano, todos los edificios, puentes, obras públicas, todos los documentos y hasta todas sus ropas”. Entonces el gato bostezó de nuevo y se volvió a dormir. El hombre, con la lista de reglas en la mano, salió a la calle para hacer lo que le habían indicado, pero primero, y apenas si sabía lo que estaba haciendo, una extraña malicia iluminó sus ojos al pensar en sus vecinos. Abrió las mil jaulas. Una brisa de octubre lo golpeó en la cara, hojas del color de la llama crujieron bajo sus pies, el sol poniente enrojeció todo con sus últimos, espléndidos rayos, los ruidos callejeros invadieron sus oídos como en un sueño, y una campana tañía patéticamente ante la proximidad de la negra noche de invierno, o así le pareció a él mientras caminaba, marcado por la tremenda responsabilidad que le habían conferido, con su mente girando en grandes círculos, encontrando desesperadamente poesía y hermosura en las grietas de la acera, en las rayas de las insignias de los barberos, en los fragmentos de conversaciones de muchachitas que oía al pasar junto a ellas, en los ofensivos olores de las latas de basura, con la totalidad de la escena ciudadana que realmente él nunca había advertido antes y por la cual había transitado a ciegas, con los ojos vueltos hacia adentro, en su trabajo, pero que ahora tragaba a grandes sorbos con regocijada ansiedad: ¡pero si tan sólo pudiera escapar! Para escapar de su fantástico deber para con el mundo, se perdía en todas sus bellezas, pero este nuevo mundo que él veía era visto por otros, estoy seguro, que se hallaban en situaciones muy distintas, y como es este extraño mundo que él veía el que estoy tratando de describir, haré un digresión momentánea: imagínense a un chico en Inglaterra, un par de siglos atrás, que hubiera robado un pedazo de pan o un pañuelo o una media corona, y a quien algún juez severo y estúpido hubiera mandado a prisión, para hacerse hombre en la cárcel, sin conocer nunca la suavidad de una mujer, sin conocer nunca una comida dada con amor, sin probar nunca una golosina, sin ver nunca un espectáculo, o cualquiera de nuestros placeres más comunes; al ser liberado, podemos fácilmente imaginar su asombro, deleite y terror, su gran ansia de tocar a cuanta chica encuentra, su necesidad de un amor paciente y de interminables explicaciones (pues él no entendería casi nada de nuestro mundo libre), y que, al no encontrar una persona con tal paciencia, pronto estaría de vuelta en la prisión; pero todo eso está fuera de la cuestión, la cuestión es que el mundo de este científico que escapa de su responsabilidad y el mundo del muchacho que acaba de ser rudamente vomitado de una cárcel, se verían igual; y así, para comprender cómo aparecía esta noche de octubre a través de su mareo y su confusión, imagínense cómo se le aparecería el mundo a una persona después de terminar una condena tan ridículamente larga y sin sentido.

 Las luces empezaron a titilar a medida que la oscuridad descendía. Un convertible color crema, dentro del cual cuatro estudiantes secundarios borrachos estaban cantando alegremente y gritándole profusamente a los transeúntes, de pronto se salió de la calzada, arrancó la tapa de una toma de agua, arrojó a dos de los muchachos a través de la vidriera de una joyería, lanzó a otro a veinte pies por el aire, haciéndolo aterrizar sobre su espalda y encima del pavimento, y dejó al otro, el único sobreviviente, gimiendo miserablemente con costillas rotas contra el volante; las llamas brotaron de abajo de esa ruina retorcida que abruptamente se detuvo sobre el hidrante roto; el agua empapó la parte de atrás del automóvil pero no tocó la parte delantera en llamas. Una multitud excitada empezó a congregarse alrededor de la catástrofe y a devorar, hambrienta, el espectáculo. El científico, que estaba del otro lado de la calle, testigo de todo el accidente, lo vio como si fuera un accidente en el cine, y continuó su deambular entre sueños y sin meta; y aferraba en su puño la lista de reglas, aunque ni se daba cuenta de ello, tan perdido estaba en los hermosos movimientos, luces y ruidos de la ciudad. Aunque todavía caminaba, su mente volvió a sumergirse en él mismo, y se preguntó a quién diablos le llevaría esas reglas: no conocía al Presidente, y cualquier funcionario al que le hablara se le reiría, sin duda. Reflexionó largamente sobre este problema. Volvió a asomarse al mundo de afuera y descubrió con sorpresa que estaba frente a su antigua casa. Las luces estaban prendidas. Desde el día en que se fue, no se había comunicado con su mujer. Enderezó por el angosto sendero y entró en la casa sin llamar, por hábito, como lo había hecho siempre. Su mujer tenía el sombrero puesto. “¡Vete de aquí!”, le gritó. “¡Tengo una cita! ¡No quiero volver a verte nunca!” El científico echó una mirada a su antigua casa. Todo estaba igual. Hasta los muebles estaban colocados de la misma manera prolija, nítida. ¡Los muebles! Estos muebles habían sido los causantes de la separación. Ella amaba más a sus muebles que a él. Él agarró un florero. Ella amaba este florero más que a él. Él lo tiró contra la pared. ¡Smash! Su mujer gritó. Enseguida, esta silla antigua que a ella le gustaba tanto. ¡Smash! Se rompió en tres pedazos. Él tiró la lámpara por la ventana. ¡Crash! “¡Basta!”, gritó su mujer. “¿Estás loco?” Él fue a la cocina y tomó un cuchillo, tirando algunos ceniceros en el suelo y derribando la biblioteca que se le interpuso en el camino, y empezó a destripar las sillas tapizadas. “¡Basta! ¡Basta!”, gritó su mujer, ahora histérica y sollozante. Pero el científico apenas si la escuchaba. Estaba desgarrando, rompiendo, arrancando, destrozando, demoliendo, en verdad, en un frenesí de rabia más poderoso que las lágrimas de ella, todos los muebles de la casa. Después se detuvo. Y ella dejó de llorar. Sus ojos se encontraron y cayeron el uno contra el otro, más enamorados que nunca. La violenta escena de alguna manera los había cambiado a ambos. Los ojos del hombre estaban claros ahora, y su ceño había perdido la gravedad. La voz de ella era suave y cálida. Después el hombre se acordó de los gatos y de lo que iban a hacer. “Vámonos de Washington por un tiempo. Vámonos en una segunda luna de miel. Agarremos el auto y vámonos al oeste, a las montañas, alejémonos de todo y de todos.  Encontraremos algún lugar salvaje y viviremos allí. No me hagas preguntas. Haz lo que te digo”. Ella hizo lo que él le decía, y una hora después estaban saliendo de Washington rumbo al oeste. “¡Querido!”, le dijo su mujer súbitamente. “¡Vamos a tener que volver!” “¿Por qué?” “¿No tienes un gato siamés en tu casa de campo? Se morirá de hambre. No puedes dejarlo encerrado ahí. Y si volvemos, podrás recoger alguna ropa. Parece tonto comprar ropa nueva cuando todo lo que tenemos que hacer es volver a la casa de campo”. “¡Mira!”, le dijo su marido, apretando el acelerador, aumentando perceptiblemente la velocidad del coche. “¡Ese gato puede cuidarse a sí mismo!”  Viajando en etapas, les llevó tres días y medio llegar al linde de las montañas, donde compraron un rifle, mochilas, bolsas de dormir, utensilios de cocina y toda la parafernalia que necesitarían para vivir fuera de la civilización por un tiempo. Empezaron su viaje a pie, sudando y gruñendo bajo el peso de sus mochilas. Por un par de meses no vieron a otro ser humano. Pero en una ocasión, mientras caminaban a corta distancia de su campamento, se encontraron con un gato montés. El gato montés gruñó amenazadoramente. El hombre había dejado su rifle en el campamento. El gato montés estaba entre ellos y el campamento. Así que el hombre de ciencia empujó a su esposa detrás de él y empezó a gruñir y miaurra-miauuuu. Durante varios minutos hablaron, y luego el gato montés se dio vuelta y escapó. “Querido, ¿qué estabas haciendo? Parecía como si realmente estuvieras hablando con ese gato montés”. Y así el hombre le contó toda la historia de cómo había aprendido a hablar el idioma de los gatos, y que ahora probablemente Washington y Moscú estarían en ruinas, y pronto toda la raza humana sería destruida. Explicó que había sido demasiado. La raza humana no valía la pena. Y así, él había resuelto alejarse de todo y obtener la pequeña felicidad que pudiera de esos pocos días restantes. “No tengo idea de cómo o cuándo los gatos nos destruirán, pero lo harán, porque tienen poderes que nunca podríamos imaginar”, y su voz se apagó con tristeza. Ella lo tomó de la mano y volvieron lentamente a su campamento. Ahora ella entendía los ojos brillantes de él y esta nueva energía que tenía, su nueva juventud —su locura se le estaba volviendo aparente ante ella—; y, encontró raro que, aun así, lo amara más ahora que antes.  Un par de semanas más tarde, estaban sentados junto al fuego de su campamento. La nieve los rodeaba, y mientras el científico miraba las estrellas en silencio, la mujer tuvo frío y empezó a temblar. Por fin se puso de pie y empezó a caminar de arriba abajo. “¿Qué día es hoy?” “No sé”, contestó el hombre, ausente. “Debemos de estar cerca de Navidad”, dijo ella. El hombre la miró, penetrante, y después se puso pensativo. Pocos minutos más tarde saltó sobre sus pies y gritó: “¿Qué fue eso? Oí ruidos”. Su mujer escuchó por un instante y respondió: “Yo no oí nada”. “¡Oye! ¡Ahí está otra vez! Son como cascos de caballos”. “Pero, querido, yo no oigo nada”. “Bueno, ¡saldré a ver qué es!”, dijo su marido con decisión. Y salió a la oscuridad. Su mujer lo oyó hablar en voz alta, como con alguien, pero no escuchó otras voces. Lo llamó: “¡Querido! ¿Quién está ahí? ¿Con quién estás hablando?” Él le contestó a los gritos: “Nada, está bien. Es Papá Noel, nada más. Los que oímos eran sus renos”. Su mujer se dijo a sí misma, tristemente: “Para qué le voy a decir que no hay Papá Noel”.  Él volvió con una planta verde, un cactus que obviamente había arrancado de la nieve, y con una gran reverencia de viejo estilo se la entregó, diciéndole: “Papá Noel me dio esto para que yo te lo diera a ti como regalo de Navidad. Se molestó en venir expresamente hasta acá, a fin de que no te quedaras sin tu regalo”. Ella tomó la planta en sus manos y se acercó más al fuego. Estas ráfagas de locura la aterraban, ¿o era que él bromeaba, simplemente? ¿O es que era galante? Lo miró; él miraba fijamente más allá de las montañas, hacia aquellas estrellas lejanas. Cuán noble y loco parecía. Pero entonces el terror la tocó nuevamente, y ella dijo, con bastante timidez: “Sabes, querido, cuando estábamos en casa, cuando te enfurecías tanto, fuiste muy bueno al no pegarme”. Él la miró un instante, un poco incómodo, pero guardó silencio y volvió a mirar el horizonte. “Pero, claro —agregó ella—, no tenía por qué preocuparme. Eres tan caballero”. Poco después de esto, volvieron a la civilización. Moscú y Washington no estaban en ruinas. Y, para gran asombro de su mujer, resultó que su marido no estaba loco: el loco era aquel gato siamés. Descubrieron su cadáver en la casa de campo: había muerto de hambre. Porque hay un idioma de los gatos, pero todos los gatos siameses son locos: siempre están hablando de telepatía mental, poderes cósmicos, tesoros fabulosos, naves espaciales y grandes civilizaciones del pasado, pero no son más que maullidos; son impotentes: ¡sólo maullidos! ¡Maullidos! ¡Maullidos! ¡Maullidos! ¡Maullidos! Maullidos..

Padeletti: “Escribir poesía es la alegría”

.



Extracto de la nota del diario Perfil del sabado 26 de diciembre por Osvaldo Aguirre

Padeletti dice que nunca se preocupó por el prestigio ni por el éxito, y una carta natal le auguró fama póstuma: “Yo era feliz escribiendo, porque es un placer tremendo encontrar las palabras para lo que uno siente; me preguntaban cuándo iba a publicar y yo decía que más adelante iba a ir a Buenos Aires; pero siempre era más adelante. Mi poesía no había trascendido”.
Escribir, asegura, “no depende de la edad, sino de los estados por los que uno pasa: de grande, ahora inclusive, tengo más audacia y más fuerza que de jovencito, cuando era más tímido”. La atención como punto de contacto con el mundo, el instante como continuidad de la vida y la muerte, entre otros de sus temas, tienen “variantes de intensidad, por enriquecimiento de la experiencia con los años”. Y su concepción del tiempo: “Hablar del pasado y del futuro es estar soñando. La realidad es ahora. Las cosas hay que hacerlas cuando se tiene energía, no dejarlas para después. Ahora es ahora”.
El punto de partida es imprevisible. “Ver una hoja temblar en un árbol, una palabra, pueden ser el detonante –explica Padeletti–. También algo que leo en el diario, una imagen. O un verso de un poema anterior. Dejo salir todo lo que aparece y después podo; cuanto más sintético, el poema tiene más poder evocativo. Si sobran palabras el poema pierde fuerza y capacidad de sugestión. La poesía no es una prosa donde uno da informaciones”.
En ese proceso, “los recursos propiamente poéticos son el ritmo, la rima, las aliteraciones, los juegos de palabras, los elementos que hacen que la cabeza se vaya del orden lógico a otro lado. La poesía es eso en todas las lenguas y a través de la historia, no las ideas: las ideas se escriben en los ensayos o en otro tipo de textos”.

Isabella Leardini ( Rímini Italia ,1978 )







Y dicen que cuando tú estás
parezco menos nerviosa…
Es que me quitas los nervios y te vas…
Solo sé que la curva de tu cuello
es el lugar más perfecto que existe
para esta frente
y si me abrazas es como entrar en casa
sabiendo que no puede una quedarse.




E dicono che se ci sei anche tu
sembro meno nervosa...
 E che mi togli
i nervi e te ne vai..
So solo che la curva del tuo collo
è il posto più
perfetto che ci sia
per questa fronte
e se mi abbracci è come entrare in casa
sapendo che non ci si può restare.




De niña daba portazos...
¿Cuando me convertí en una que se queda
sentada, que vacía los veranos
mirando el cuarto desde el balcón
para ver si al volver a entrar
ni siquiera el último fantasma se ha ido?
Tengo un perro nuevo que duerme a mi lado,
pero vuelven las mismas largas noches
las puertas que se caen encima
sin la sacudida encendida del fragor...
Hay que tener el carácter de quien se queda
para saber sostener los ojos en los adioses
que duran más si es una sola la que lo hace.

Da piccola sbattevo le porte…
Quando sono diventata una che resta
seduta, che svuota le estati
a guardare la stanza dal balcone
per vedere se rientrando
neanche l’ultimo fantasma se n’è andato?
Ho un nuovo cane che dorme di fanco,
ma tornano le stesse sere lunghe
le porte che sbattono addosso
senza la scossa accesa del fragore…
Bisogna avere la natura di chi resta
per saper tenere gli occhi sugli addii
che durano di più a farli da soli.


Quien pierde el tiempo de ser feliz
primero pierde las carcajadas
que quitan la respiración, luego alguien
desciende dentro de la mirada y la vuelve negra
como plata guardada en los cajones.
Siempre la misma edad el mismo día…
Quien pierde el tiempo de ser feliz
tiene el aspecto de una casa estacional
que se prepara para ser habitada,
toda la frente cerrada dentro de un relámpago
que no se cumple jamás en el temporal.

Chi perde il tempo di essere felice
 per prima cosa perde le risate
 che tolgono il respiro, poi qualcuno
 scende dentro lo sguardo lo fa nero
 come l’argento chiuso nei cassetti.
 Sempre la stessa età lo stesso giorno...
 Chi perde il tempo di essere felice
 ha l’aria di una casa stagionale
 che si prepara a vivere e riempirsi,
 tutta la fronte chiusa dentro un lampo
 che non si compie mai nel temporale.



Traducción  de María Cecilia Micetich.
seleccionado del libro Esplendor en las sombras Tres voces italianas contemporáneas Edición bilingüe Selección, traducción y notas de Elena Tardonato Faliere y María Cecilia Micetich

Editorial Huesos de Jibia 2015

viernes, 25 de diciembre de 2015

Francesca Serragnoli ( Bolonia 1972)




Cierras mal la puerta
entra la luz, voces
y mientras espío, llueve.

Entra para mí en el labio
como hacen los peces
silenciosos lentamente
soy puente de campo
avanzo entre las gotas
río, resbalo.

Tus brazos
son una gruta
donde reposo.

Tengo miedo de que el agua se lleve
la luz que se desplaza mirándote.


Chiudi male la porta
entrano luce, voci
e mentre spio, piove.

Entra per me nel labbro
come fanno i pesci
silenziosi adagio
sono ponte di campagna
avanzo fra le gocce
rido, scivolo.

Le tue braccia
sono una grotta
dove riposo.

Ho paura che l’acqua porti via
la luce che transita guardandoti.


Date cuenta
parece doloroso empujar
esparcir el espacio de gestos.

El aire está atestado de columnas
no te veo
el pasado es el puño que abro
develo, tú te acercas
cada giro es un temor que desnudo
llegará el corte.
Sentirás mi pulso donde he castigado
el nacimiento a golpe de brazos.

Me caigo y pido que gires
sobre las escaleras de cristal
me he deslizado con la fe en andas.

Ya no sé dónde me encuentro
luz de quirófano cielo doloroso…
este es el lugar
donde arrojo mis miedos como aves
o  ya no tendré un hijo


 Accorditi
 sembra doloroso spingere
 spargere lo spazio di gesti.

L’aria è ftta di colonne
non ti vedo
il passato è il pugno che apro
sbendo, ti avvicini
ogni fro è una paura che svesto
arriverà il taglio.
Sentirai pulsare dove ho punito
le nascite a colpi di braccia.

 Cado e chiedo di girarti
 sulle scale di cristallo
 sono scivolata con la fede in braccio.

 Non so più dove mi trovo
 luce operatoria cielo doloroso...
 questo è il luogo
 dove lancio le mie paure come uccelli
 o non avrò più un fglio.


Traducción  de María Cecilia Micetich.

seleccionado del libro Esplendor en las sombras Tres voces italianas contemporáneas Edición bilingüe Selección, traducción y notas de Elena Tardonato Faliere y María Cecilia Micetich

Editorial Huesos de Jibia 2015