Mostrando entradas con la etiqueta cuentos memorables. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta cuentos memorables. Mostrar todas las entradas

lunes, 4 de mayo de 2020

" Donde el fuego nunca se acaba" de May Sinclair




No había nadie en el huerto. Enriqueta Leigh salió furtivamente al campo por el portón de hierro sin hacer ruido. Jorge Waring, teniente de Marina, la esperaba allí.

Muchos años después, siempre que Enriqueta pensaba en Jorge Waring, revivía el suave y tibio olor de vino de las flores de saúco, y siempre que olía flores de saúco reveía a Jorge con su bella y noble cara como de artista y sus ojos de azul negro.

Ayer mismo la había pedido en matrimonio, pero el padre de ella la creía demasiado joven, y quería esperar. Ella no tenía diecisiete años todavía, y él tenía veinte, y se creían casi viejos ya.

Ahora se despedían hasta tres meses más tarde, para la vuelta del buque de él. Después de pocas palabras de fe, se estrecharon en un largo abrazo, y el suave y tibio olor de vino de las flores de saúco se mezclaba en sus besos bajo el árbol.

El reloj de la iglesia de la aldea dio las siete, al otro lado de campos de mostaza silvestre. Y en la casa sonó un gong.

Se separaron con otros rápidos y fervientes besos. Él se apuró por el camino a la estación del tren, mientras ella volvía despacio por la senda, luchando con sus lágrimas.

–Volverá en tres meses. Puedo vivir tres meses más –se decía.

Pero no volvió nunca. Su buque se hundió en el Mediterráneo, y Jorge con él.

Pasaron quince años.

Inquieta esperaba Enriqueta Leigh, sentada en la sala de su casita de Maida Vale, donde habitaba solo desde hacía pocos años, después de la muerte de su padre. No alejaba su vista del reloj, esperando las cuatro, la hora que Oscar Wade había fijado. Pero no estaba segura de que él viniera, después de haber sido rechazado el día antes.

Y se preguntaba ella por qué razones lo recibía hoy, cuando el rechazo de ayer parecía definitivo, y había pensado ya que no debía verlo nunca más, y se lo había dicho bien claro.

Se veía a sí misma, erguida en su silla, admirando su propia integridad, mientras él queda de pie, cabizbajo, abochornado, vencido; volvía a oírse repetir que no podía y no debía verlo más, que no se olvidara de su esposa, Muriel, a quién él no debía abandonar por un capricho nuevo.

A lo que había respondido él, irritado y violento:

–No tengo por qué ocuparme de ella. Todo acabó entre nosotros. Seguimos viviendo juntos solo por el qué dirán.

Y ella, con serena dignidad:

–Y por el qué dirán, Oscar, debemos dejar de vernos. Le ruego que se vaya.

–¿De veras lo dice?

–Sí. No nos veremos nunca más. No debemos.

Y él se había ido, cabizbajo, abochornado y vencido, cuadrando sus espaldas para soportar el golpe.

Ella sentía pena por él, había sido dura sin necesidad. Ahora que ella le había trazado su límite, ¿no podrían, quizá, seguir siendo amigos? Hasta ayer no estaba claro ese límite, pero hoy quería pedirle que se olvidara él de lo que había dicho.

Y llegaron las cuatro, las cuatro y media y las cinco. Ya había acabado ella con el té, y renunciado a esperar más, cuando cerca de las seis llegó él como había venido una docena de veces ya, con su paso medido y cauto, con su porte algo arrogante, sus anchas espaldas alzándose en ritmo. Era hombre de unos cuarenta años, alto y robusto, de cuello corto y ancha cara cuadrada y rósea, en la que parecían chicos sus rasgos, por lo finitos y bellos. El corto bigote, pardo rojizo, erizaba su labio, que avanzaba, sensual. Sus ojillos brillaban, pardos rojizos, ansiosos y animales.

Cuando no estaba él cerca, Enriqueta gustaba de pensar en él; pero siempre recibía un choque al verlo, tan diferente, en lo físico al menos, de su ideal, que seguía siendo su Jorge Waring.

Se sentó frente a ella, en un silencio molesto, que rompió al fin:

–Buen; usted me dijo que podía venir, Enriqueta.

Parecía echar sobre ella toda la responsabilidad.

–¡Oh, sí; ya lo he perdonado, Oscar!

Y él dijo que mejor era demostrárselo cenando con él, a lo que ella no supo negarse, y, simplemente, fueron a un restaurante en Soho.

Oscar comía como gourmet, dando a cada plato su importancia, y ella gustaba de su liberalidad ostentosa sin la menor mezquindad.

Al fin terminó la cena. El silencio embarazoso de él, su cara encendida le decían lo que estaba pensando. Pero, de vuelta, juntos, él la había dejado en la puerta del jardín. Lo había pensado mejor.

Ella no estaba segura de si se alegraba o no por ello. Había tenido su momento de exaltación virtuosa, pero no hubo alegría en las semanas siguientes. Había querido dejarlo porque no se sentía atraída, y ahora, después de haber renunciado, por eso mismo lo buscaba.

Cenaron juntos otra y otra vez, hasta que ella se conoció el restaurante de memoria: las blancas paredes con paneles de marcos dorados; las blandas alfombras turcas, azul y punzó; los almohadones de terciopelo carmesí que se prendían a su saya; los destellos de la platería y cristalería en las innúmeras mesitas; y las fachas de todos colores, rasgos y expresiones de los clientes; y las luces en su pantallitas rojas, que teñían el aire denso de tabaco perfumado, como el vino tiñe al agua; y la cara encendida de Oscar, que se encendía más y más con la cena. Siempre, cuando él se echaba atrás con su silla y pensaba, y cuando alzaba los párpados y la miraba fijo, cavilando, ella sabía qué era, aunque no en qué acabaría.

Recordaba a Jorge Waring y toda su propia vida desencantada, sin ilusiones ya. No lo había elegido a Oscar, y en verdad, no lo había estimado antes, pero ahora que él se había impuesto a ella no podía dejarlo ir. Desde que Jorge había muerto, ningún hombre la había amado, ninguno la amaría ya. Y había sentido pena por él, pensando cómo se había retirado, vencido y avergonzado.

Estuvo cierta del final antes que él. Solo que no sabía cómo y cuándo. Eso lo sabía él.

De tiempo en tiempo repitieron las furtivas entrevistas allí, en casa de ella.

Oscar se declaraba estar en el colmo de la dicha. Pero Enriqueta no estaba del todo segura; eso era el amor, lo que nunca había tenido, lo deseado y soñado con ardor. Siempre esperaba algo más, y más allá, algún éxtasis, celeste, supremo, que siempre se anunciaba y nunca llegaba. Algo había en él que la repelía; pero por ser él, no quería admitir que le hallaba un cierto dejo de vulgaridad.

Para justificarse, pensaba en todas sus buenas cualidades, en su generosidad, su fuerza de carácter, su dignidad, su éxito como ingeniero.

Lo hacía hablar de negocios, de su oficina, de su fábrica y máquinas: se hacía prestar los mismos libros que él leía, pero siempre que ella empezaba a hablar, tratando de comprenderlo y acercársele, él no la dejaba, le hacía ver que se salía de su esfera, que toda la conversación que un hombre necesita la tiene con sus amigos los hombres.

En la primera ocasión y pretexto que hubo en asuntos de él, fueron a París por separado.

Por tres días Oscar estuvo loco por ella, y ella por él.

A los seis empezó la reacción. Al final del décimo día, volviendo de Montmartre, estalló ella en un ataque de llanto, y contestó al azar cuando él le inquirió la causa, que el hotel Saint-Pierre era horrible, que le daba en los nervios y no lo soportaba más. Oscar, con indulgencia, explicó su estado como fatiga subsiguiente a la continua agitación de esos días.

Ella trató con energía de creer que su abatimiento creciente venía de que su amor era mucho más puro y espiritual que el de él; pero sabía perfectamente que había llorado de puro aburrimiento.

Estaba enamorada de él, y él la aburría hasta desesperarla; y con Oscar sucedía más o menos lo mismo. Al final de la segunda semana ella empezó a dudar de si alguna vez, en algún momento, lo había podido amar realmente.

Pero la pasión retornó por corto tiempo en Londres.

En cambio, se les fue despertando el temor al peligro, que en los primeros tiempos del encanto quedaba en segundo término. Luego, al miedo de ser descubiertos, después de una enfermedad de Muriel, la esposa de Oscar, se agregó para Enriqueta el terror de la posibilidad de casarse con él, que seguía jurando que sus intenciones eran serias, y que se casaría con ella en cuanto fuera libre.

Esta idea la asustaba a veces en presencia de Oscar, y entonces él la miraba con expresión extraña, como si adivinara, y ella veía claro que él pensaba en lo mismo y del mismo modo.

Así que la vida de Muriel se hizo preciosa para ambos, después de su enfermedad: era lo que les impedía una unión definitiva. Pero un buen día, después de unas aclaraciones y reproches mutuos, que ambos se sabían desde mucho antes, vino la ruptura y la iniciativa fue de él.

Tres años después fue Oscar quien se fue del todo ya, en un ataque de apoplejía, y su muerte fue un inmenso alivio para ella. Sin embargo, en los primeros momentos se decía que así estaría más cerca de él que nunca, olvidando cuán poco había querido estarlo en vida. Y antes de mucho se persuadió de que nunca habían estado realmente juntos. Le parecía cada vez más increíble que ella hubiera podido ligarse a un hombre como Oscar Wade.

Y a los cincuenta y dos años, amiga y ayudante del vicario de Santa María Virgen en Maida Vale, diácona de su parroquia, con capa y velo, cruz y rosario, y devota sonrisa, secretaria del Hogar de Jóvenes Caídas, le llegó la culminación de sus largos años de vida religiosa y filantrópica, en la hora de su muerte. Al confesarse por última vez, su mente retrocedió al pasado y encontrose otra vez con Oscar Wade. Caviló algo si debía hablar de él, pero se dio cuenta de que no podría, y de que no era necesario: por veinte años había estado él fuera de su vida y de su mente.

Murió con su mano en la mano del vicario, el que la oyó murmurar:

–Esto es la muerte. Creía que sería horrible, y no. Es la dicha; la mayor dicha.

La agonía le arranchó la mano del vicario, y enseguida terminó todo.

Por algunas horas se detuvo ella vacilante en su cuarto, y remirando todo lo tan familiar, lo veía algo extraño y antipático ahora.

El crucifijo y las velas encendidas le recordaban alguna tremenda experiencia, cuyos detalles no alcanzaba a definir; pero que parecían tener una relación con el cuerpo cubierto que hacía en la cama, que ella no asociaba a su persona.

Cuando la enfermera vino y lo descubrió, vio Enriqueta el cadáver de una mujer de edad mediana, y su propio cuerpo vivo era el de una joven de unos treinta y dos años. Su frente no tenía pasado ni futuro, y ningún recuerdo coherente o definido, ninguna idea de lo que iba a ocurrirle. Luego, de repente, el cuarto empezó a dividirse ante su vista, a partirse en zonas y hacer de piso, muebles y cielo raso, que se dislocaban y proyectaban hacia planos diversos, se inclinaban en todo sentido, se cruzaban, se cubrían con una mezcla transparente, de perspectivas distintas, como reflejos de exterior en vidrios de interior.

La cama y el cuerpo se deslizaron hacia cualquier parte, hasta perderse de vista. Ella estaba de pie al lado de la puerta, que aún quedaba firme: la abrió y se encontró en una calle, fuera de un edificio grisáceo, con gran torre de alta aguja de pizarra, que reconoció con un choque palpable de su mente: era la iglesia de Santa María Virgen, de Maida Vale, su iglesia, de la que podía oír ahora el zumbido del órgano. Abrió la puerta y entró. Ahora volvía a tiempo y espacio definidos, y recuperaba todos los detalles de la iglesia, en cierto modo permanentes y reales, ajustados a la imagen que tomaba posesión de ella. Sabía para qué había ido allí.

El servicio religioso había terminado, el coro se había retirado, y el sacristán apagaba las velas del altar. Ella caminó por la nave central hasta un asiento conocido, cerca del púlpito, y se arrodilló. La puerta de la sacristía se abrió y el reverendo vicario salió de allí en su sotana negra, pasó muy cerca de ella y se detuvo, esperándola: tenía algo que decirle. Ella se levantó y se acercó a él, que no se movió, y parecía seguir esperando, aunque ella se le acercó luego más que nunca, hasta confundir sus rasgos. Entonces se apartó para ver mejor, y se encontró con que miraba la cara de Oscar Wade, que se estaba quieto, horriblemente quieto, cortándole el paso.

Ella retrocedió, y las anchas espaldas la siguieron, inclinándose a ella, y sus ojos la envolvían. Abrió ella la boca para gritar, pero no salió sonido alguno; quería huir, pero temía que él se moviera con ella; así quedó, mientras las luces de las naves literales se apagaban una por una, hasta la última. Ahora debía irse, si no, quedaría encerrada con él en esa espantosa oscuridad. Al final consiguió moverse, llegar a tientas, como arrastrándose, cerca de un altar. Cuando miró atrás, Oscar Wade había desparecido.

Entonces recordó que él había muerto. Lo que había visto no era Oscar, pues, sino su fantasma. Había muerto hacía diecisiete años. Ahora se sentía libre de él para siempre.

Salió al atrio de la iglesia, pero no recordaba ya la calle que veía. La acera de su lado era una larga galería cubierta, que limitaban altos pilares de un lado, y brillantes vidrieras de lujosos negocios del otro; iba por los pórticos de la calle Rívoli, en París. Allí estaba el pórtico del hotel Saint-Pierre. Pasó la puerta giratoria de cristales, pasó el vestíbulo gris, de aire denso, que ya conocía bien. Fue derecho a la gran escalera de alfombra gris, subió los innumerables peldaños en espiral alrededor de la jaula que encerraba al ascensor, hasta un conocido rellano, y un largo corredor gris, que alumbraba una opaca ventana al final.

Y entonces, el horror del lugar la asaltó, y como no tenía ningún recuerdo ya de su iglesia y de su Hogar de Jóvenes, no se daba cuenta de que retrocedía en el tiempo. Ahora todo el tiempo y todo el espacio eran lo presente allí.

Recordaba que debía torcer a la izquierda, donde el corredor llegaba a la ventana, y luego ir hasta el final de todos los corredores; pero temía algo que había allí, no sabía bien qué. Tomando por la derecha podría escaparse, lo sabía; pero el corredor terminaba en un muro liso; tuvo que volver a la izquierda, por un laberinto de corredores hasta un pasaje oscuro, secreto y abominable, con paredes manchadas y una puerta de madera torcida al final, con una raya de luz encima. Podía ver ya el número de esa puerta: 107.

Algo había pasado allí, alguna vez, y si ella entraba se repetiría lo mismo. Sintió que Oscar Wade estaba en el cuarto, esperándola tras la puerta cerrada; oyó sus pasos mesurados desde la ventana hasta la puerta.

Ella se volvió horrorizada y corrió, con las rodillas que se le doblaban, hundiéndose, a lo lejos, por larguísimos corredores grises, escaleras abajo, ciega y veloz como animal perseguido, oyendo los pies de él que la seguía hasta que la puerta giratoria de cristales la recibió y la empujó a la calle.

Lo más extraño de su estado era que no tenía tiempo. Muy vagamente recordaba que una vez había habido algo que llamaban tiempo, pero ella ya no sabía qué era. Se daba cuenta de lo que ocurría o estaba por ocurrir, y lo situaba por el lugar que ocupaba, y medía su duración por el espacio que cruzaba mientras ello ocurría. Así que ahora pensaba: “Si pudiera ir hacia atrás hasta el lugar en que eso no había pasado aún. Más atrás aún”.

Ahora iba por un camino blanco, entre campos y colonias envueltas en leve niebla. Llegó al puente de dorso alzado; cruzó el río y vio la vieja casa gris que sobrepasaba el alto muro del jardín. Entró por el gran portón de hierro y se halló en una gran sala de cielo raso bajo, ante la gran cama de su padre. Un cadáver estaba en ella, bajo una sábana blanca, y era el de su padre, que se modelaba claramente. Levantó entonces la sábana, y la cara que vio fue la de Oscar Wade, quieta y suave, con la inocencia del sueño y de la muerte. Con la vista clavada en esa cara, ella, fascinada, con una alegría fría y despiadada: Oscar estaba muerto sin duda ninguna ya. Pero la cara muerta le daba miedo al fin e iba a cubrirla, cuando notó un leve movimiento en el cuerpo. Aterrorizada alzó la sábana y la estiró con toda su fuerza, pero las otras manos empezaron a luchar convulsivas, aparecieron los anchos dedos por los bordes, con más fuerza que los de ella, y de un tirón apartaron la sábana del todo, mostrando los ojos que se abrían, y la boca que se abría, y toda la cara que la miraba con agonía y horror; y luego se irguió el cuerpo y se sentó, con sus ojos clavados en los de ella, y ambos se inmovilizaron un momento, contenidos por mutuo miedo.

De repente se recobró ella, se volvió y corrió fuera del salón, fuera de la casa. Se detuvo en el portón, indecisa hacia dónde huir. Por un lado, el puente y el camino la llevarían a la calle Rívoli y a los lóbregos corredores del hotel; por el otro lado, el camino cruzaba la aldea de su niñez.

¡Ah si pudiera huir más lejos, hacia atrás, fuera del alcance de Oscar, estaría al fin segura! Al lado de su padre, en su lecho de muerte, había sido más joven; pero no lo bastante. Tendría que volver a lugares donde fuera más joven aún, y sabía dónde hallarlos. Cruzó por la aldea, corriendo, pasando el almacén, y la fonda y el correo, y la iglesia, y el cementerio, hasta el portón sur del parque de su niñez.

Todo eso parecía más y más insustancial, se retiraba tras una capa de aire que brillaba sobre ello como vidrio. El paisaje se rajaba, se dislocaba, y flotaba a la deriva, le pasaba cerca, en viaje hacia lo lejos, desvaneciéndose, y en vez del camino real y de los muros del parque, vio una calle de Londres, con sucias fachadas, claras, y en vez del portón sur del parque, la puerta giratoria del restaurante en Soho, la que giró a su paso y la empujó al comedor que se le impuso con la solidez y precisión de su realidad, lleno de conocidos detalles: las blancas paredes con paneles de marcos dorados, las blandas alfombras turcas, las fachas de los clientes, moviéndose como máquinas, y las luces de pantallitas rojas. Un impulso irresistible la llevó hasta una mesa en un rincón, donde un hombre estaba solo, con su servilleta tapándole el pecho y la mitad de la cara. Se puso ella a mirar, dudosa, la parte superior de esa cara. Cuando la servilleta cayó, era Oscar Wade. Sin poder resistir, se le sentó al lado; él se reclinó tan cerca que ella sintió el calor de su cara encendida y el olor del vino, mientras él le murmuraba:

–Ya sabía que vendrías.

Comieron y bebieron en silencio.

–Es inútil que me huyas así –dijo él.

–Pero todo eso terminó –dijo ella.

–Allí, sí; aquí, no.

–Terminó para siempre.

–No. Debemos empezar otra vez. Y seguir, y seguir.

–¡Ah, no! Cualquier cosa menos eso.

–No hay otra cosa.

–No, no podemos. ¿No recuerdas cómo nos aburríamos?

–¿Que recuerde? ¿Te figuras que yo te tocaría si pudiera evitarlo?… Para eso estamos aquí. Debemos: hay que hacerlo.

–No, no. Me voy ahora mismo.

–No puedes –dijo él–. La puerta está con llave.

–Oscar, ¿por qué la cerraste?

–Siempre fui así. ¿No recuerdas?

Ella volvió a la puerta, y no pudiendo abrirla, la sacudió, la golpeó, frenética.

–Es inútil, Enriqueta. Si ahora consigues salir, tendrás que volver. Lo dilatarás una hora o dos, pero ¿qué es eso en la inmortalidad?

–Habrá tiempo para hablar de la inmortalidad cuando hayamos muerto. ¡Ah!…

Eso pasó. Ella se había ido muy lejos, hacia atrás, en el tiempo, muy atrás, donde Oscar no había estado nunca, y no sabría hallarla, al parque de su niñez. En cuanto pasó el portón sur, su memoria se hizo joven y limpia: flexible y liviana, se deslizaba de prisa sobre el césped, y en sus labios y en todo su cuerpo sentía la dulce agitación de su juventud. El olor de las flores de saúco llegó hasta ella a través del parterre, Jorge Waring estaba esperándola bajo el saúco, y lo había visto. Pero de cerca, el hombre que la esperaba era Oscar Wade.

–Te dije que era inútil querer escapar, Enriqueta. Todos los caminos te retornan a mí. En cada vuelta me encontrarás. Estoy en todos tus recuerdos.

–Mis recuerdos son inocentes. ¿Cómo pudiste tomar el lugar de mi padre y de Jorge Waring? ¿Tú?

–Porque los reemplacé.

–Nunca. Mi cariño por ellos era inocente.

–Tu amor por mí era parte de eso. Crees que lo pasado afecta lo futuro. ¿No se te ocurrió nunca pensar que lo futuro pueda afectar lo pasado?

–Me iré lejos, muy lejos –dijo ella.

–Y esta vez iré contigo –dijo él.

El saúco, el parque y el portón flotaron lejos de ella y se perdieron de vista. Ella iba sola hacia la aldea, pero se daba cuenta de que Oscar Wade la acompañaba detrás de los árboles, al lado del camino, paso a paso, como ella, árbol a árbol. Pronto sintió que pisaba un pavimento gris, y una fila de pilares grises a su derecha y de vidrieras a su izquierda la llevaban, al lado de Oscar Wade, por la calle Rívoli. Ambos tenían los brazos caídos y flojos, y sus cabezas divergían, agachadas.

–Alguna vez ha de acabar esto –dijo ella–. La vida no es eterna: moriremos al fin.

–¿Moriremos? Hemos muerto ya. ¿No sabes qué es esto y dónde estamos? Esta es la muerte, Enriqueta. Somos muertos. Estamos en el infierno.

–Sí. No puede haber nada peor que esto.

–Esto no es lo peor. No estamos plenamente muertos aún, mientras tengamos fuerzas para volvernos y huirnos, mientras podamos ocultarnos en el recuerdo. Pero pronto habremos llegado al más lejano recuerdo, y ya no habrá nada más allá, y no habrá otro recuerdo que este.

–Pero ¿por qué?, ¿por qué? –gritó ella.

–Porque eso es lo único que nos queda.

Ella iba por un jardín entre plantas más altas que ella. Tiró de unos tallos y no podía romperlos. Era una criatura.

Se dijo que ahora estaría segura. Tan lejos había retrocedido que había llegado a ser niña otra vez. Ser inocente sin ningún recuerdo, con la mente en blanco, era estar segura al fin.

Llegó a un jardín de brillante césped, con un estanque circular rodeado de rocalla y flores blancas, amarillas y purpúreas. Peces de oro nadaban en el agua verde oliva. El más viejo, de escamas blancas, se acercaba primero, alzando su hocico, echando burbujas.

Al fondo del jardín había un seto de alheñas cortado por un amplio pasaje. Ella sabía a quién hallaría más allá, en el huerto: su madre, que la alzaría en brazos para que jugara con las duras bolas rojas que eran las manzanas colgando de su árbol. Había ido ya hasta su más lejano recuerdo, no había nada más atrás. En la pared del huerto tenía que haber un portón de hierro que daba a un campo. Pero algo era diferente allí, algo que la asustó. Era una puerta gris en vez del portón de hierro. La empujó y entró al último corredor del hotel Saint-Pierre.

martes, 31 de marzo de 2020

"De que hablamos cuando hablamos de Amor " de Raymond Carver ( extracto)





—¿Qué pasó con la pareja de ancianos? —Quiso saber Laura—. No has acabado de contar la historia.
 Laura tenía dificultades para encender su cigarrillo. Las cerillas se le apagaban una y otra vez.
La luz del sol, dentro de la cocina, era ahora diferente; cambiaba, se hacía más tenue. Pero las hojas del otro lado de la ventana seguían trémulas, y me puse a mirar las formas que dibujaban en los cristales y en el tablero de fórmica. No eran formas iguales, claro está.
—¿Qué pasó con los viejos? —pregunté.
—Más viejos pero más sabios —comentó Terri.
Mel la miró con fijeza.
Terri prosiguió: —Sigue con la historia, cariño. Era una broma. ¿Qué pasó?
 —Terri, a veces... —empezó Mel. —
Mel, por favor —le interrumpió Terri—. No seas tan serio siempre, cariño. ¿No soportas una broma?
 —¿Dónde está la broma? —inquirió Mel. Mantuvo el vaso en la mano y miró fijo a su mujer.
 —¿Qué pasó? —insistió Laura. Mel clavó la mirada en Laura.
 Dijo: —Laura, si no tuviera a Terri y si no la amara tanto, y si Nick no fuera mi mejor amigo, me enamoraría de ti. Y te raptaría.
 —Cuéntanos la historia —le instó Terri—. Y luego nos vamos a ese restaurante nuevo, ¿de acuerdo?
 —De acuerdo —dijo Mel—. ¿Dónde estaba?
—Se quedó mirando la mesa; luego siguió con la historia
—: Iba a verlos a los dos todos los días, y hasta dos veces al día cuando tenía que quedarme a visitar a otros enfermos. Escayolas y vendajes, de la cabeza a los pies, ambos. Ya sabéis, lo habéis visto en las películas. Ese era el aspecto que tenían, igual que en las películas. Sólo unos agujeritos para los ojos y para la nariz y para la boca. Y ella, para colmo, con las piernas en alto. Bien, pues el marido estaba deprimido la mayor parte del tiempo. Incluso después de enterarse de que su mujer saldría de aquélla. Seguía muy deprimido. Pero no por el accidente. Me refiero a que el accidente era una cosa, sí, pero no lo era todo. Yo me acercaba al agujero de su boca, y  él me decía que no, que no era por el accidente exactamente, sino porque no podía verla por los agujeros de los ojos. Decía que era eso lo que le hacía sentirse así de mal. ¿Os lo imagináis? Podéis creerme, al hombre le rompía el corazón no poder volver la maldita cabeza para ver a su maldita esposa. Mel nos miró a unos y a otros y, ante lo que estaba a punto de decir, meneó la cabeza.
 —Digo que lo que estaba matando a aquel pendejo era que no podía mirar a su jodida mujer. Los tres miramos a Mel.
—¿Entendéis lo que quiero decir? —preguntó

viernes, 27 de marzo de 2020

Marcelo Caruso "Difícil relación"




Cuando tenía 25 años heredé de mi hermana melliza a Bernardo, el perro más antiperro que jamás haya podido ver. Ella acababa de separarse, estaba bastante deprimida, había vuelto a vivir con nuestra madre y me había prestado su departamento con mascota incluida. Un año después, al mudarnos a nuestra primera casa, (un dúplex de 45 metros cuadrados, pegado a la fábrica Atanor, en Munro), mi mujer y yo decidimos conservar a Bernardo con nosotros.



Era un mestizo de color negro, no muy alto, que, aunque resulte difícil de creer, desteñía. Todas las paredes blancas a estrenar de nuestro pequeño dúplex pasaron al tiempo a tener una suerte de boiserie gris oscura debido a que Bernardo se frotaba y rascaba continuamente porque (el colmo de un perro, si lo hay) además de desteñir, era alérgico a las pulgas y las picaduras lo brotaban de manera espantable.
El animal, encima, tenía el pelo tan graso que lo volvía virtualmente impermeable, con lo cual bañarlo era una tarea de horas: los chorros de manguera y los jarros de agua tibia luchaban con serias desventajas para llegar hasta el cuero. El champú casi no hacía espuma, pero cuando lográbamos atravesar ese pelo hirsuto, cuando conseguíamos crear espuma blanca, dejándolo como una oveja con hocico de lobo, la lucha pasaba a ser de inmediato la tarea titánica de secarlo.

Permanecía varios días en estado de humedad, algo más que maloliente, con nosotros cuidando que no se revolcara en la tierra o en superficies aún peores, cosa que irremediablemente sucedía al primer descuido. Bernardo había sido criado con un régimen de libertad algo caótico por mi hermana y su ex. Durante su breve matrimonio vivían en un PH de pasillo al fondo, que siempre tenía la puerta de entrada abierta de par en par, y el perro iba y venía a su antojo hasta la calle. Esa costumbre nos torturó, porque nuestro dúplex se alzaba en una zona donde resultaba poco menos que suicida tener algo abierto.

Bernardo pedía salir y pedía entrar decenas de veces al día, y rascaba la madera de la puerta, tanto de un lado como del otro, con unas uñas semejantes a formones de carpintero. Además, tampoco estaba acostumbrado a salir con collar y correa. Al ponérselos, se echaba cuan largo era, con cara de animal castigado. Cuando le decía: “¡Bernardo, vamos, levantate!”, él pegaba un salto todo lo que le permitía la correa, para volver a quedar desparramado en el piso.

Las veces que intenté acostumbrarlo lo llevé a los saltos, como si hubiera paseado un sapo de quince kilos. Otra costumbre adquirida con el ex marido de mi hermana: Bernardo me acompañaba a comprar cigarrillos y saltaba como un condenado si no le daba el paquete para que lo llevara en la boca. Al principio era gracioso, amo caminando y mascota llevando la compra lo más campante. Pero más pronto que tarde comprobé que se distraía con gran facilidad, y escupía el atado en cualquier parte, incluso en el agua de la calle.

Como sus saltos eran totalmente irrefrenables, me resigné a comprar siempre dos atados, uno para mí y otro para que lo llevara él; si tenía suerte y lo seguía sin distraerme, a este último atado llegaba a rescatarlo. Amén de no poder sacarlo con correa, lo que más dificultaba las salidas con él eran dos cuestiones que me trajeron no pocos problemas: la primera fue que era furiosamente belicoso con otros perros, sin hacer caso de los tamaños relativos de sus contrincantes, y la segunda que, en las paradas de colectivos, se acercaba con extremo sigilo por detrás de los que esperaban y les orinaba arteramente los pantalones, los bolsos, y cualquier objeto que apoyaran en el piso.

Seguramente el lector se esté preguntando qué hacíamos con semejante engendro. La respuesta es simple: éramos jóvenes, no teníamos hijos y amábamos a los animales. Pero es necesario ser justos con Bernardo. Así como nos torturaba con su inconducta, así también era amoroso con nosotros y nos sorprendió el día que llevamos un gatito de menos de veinte días, al que la madre no amamantaba.

Pensamos que, perdido por perdido, quizá lograra sobrevivir, si es que el perro no se lo comía. No sólo no se lo comió: entre las mamaderas que le daba mi mujer, Bernardo hacía guardia junto a la caja de zapatos donde lo habíamos colocado, y, si el gatito lograba salir, lo tomaba delicadamente de la cabeza con su bocaza y volvía a depositarlo en su interior.

Lo lavaba como si hubiera sido la misma madre. Y no pocos de sus cuidados hicieron que ese gato, cuyo nombre fue Fidel, viviera con nosotros más de dieciocho años. Fue un dúo verdaderamente insólito. Jugaban el día entero, comían del mismo plato, dormían uno junto al otro. Cuando castramos a Fidel, el perro volvió a montar guardia a su lado hasta que despertó de la anestesia. Como parecía borracho, lo apuntalaba contra las paredes con el hocico y lo ayudaba a caminar corrigiendo sus pasos tambaleantes.

Cuatro años después las cosas dieron un giro, digamos, complicado, con el embarazo de mi mujer. Haciendo gala de una intuición formidable, Bernardo lo supo antes incluso que mi esposa. Y aunque resulte difícil de creer, cambió su mala conducta para peor. Destrozó cortinas, orinó nuestra cama, masticó muebles y prendas a conciencia. Vivimos el primer mes de aquel embarazo festejando la futura llegada del bebé, pero también en un continuo estado de zozobra debido a las sorpresas que nos deparaba cada regreso al dúplex después del trabajo.

Así y todo, compramos el moisés y preparamos el ajuar de quien en poco tiempo se llamaría Marcia. Yo llevé un balde de pintura y blanqueé a conciencia las paredes. Porque queríamos que nuestra hija habitara en cuarenta y cinco metros cuadrados de pulcritud.

Una tarde de abril o de principios de mayo llegué al dúplex antes que mi esposa. Bernardo no había destrozado nada durante todo ese día. Fidel hacía gala de su felina indiferencia. Me hice unos mates y fui a sentarme al minúsculo jardín del minúsculo fondo. El sol declinante daba sobre una de las paredes recién pintadas y, a medida que descendía en el oeste, hacía subir su haz de luz sobre la superficie blanca.

Yo, que ingenuamente esperaba verla inmaculada, descubrí una cantidad de pequeños puntos oscuros. Parecía el efecto que produce el sol en los ojos cuando lo miramos de frente y no le di mayor importancia. Pero a medida que se acababa la tarde noté que las manchas, lejos de desaparecer, seguían al haz de luz y parecían agruparse. Bastó acercarme para reconocer garrapatas, cientos de garrapatas, que ascendían por la pared siguiendo la tibieza del sol. Lo que sentí fue horror. “¿Adónde traigo a vivir a mi bebé?”, me pregunté, mientras les echaba veneno.

En ese mismo momento tomé la decisión de regalar a Bernardo. Mi esposa estuvo de acuerdo. Mi hermana, que a esa altura había perdido, digamos, la patria potestad sobre el animal, se limitó a un silencio ambiguo. Tomar la decisión fue en cierto modo fácil. Lo difícil sería encontrar a alguien lo suficientemente “raro” como para querer a ese desteñible perro negro eczematoso y semipelado. Y sin embargo, lo encontré. Dios tenga en su gloria a esa venerable viejecita que vivía con un nieto a metros de mi trabajo, y a unas doce cuadras de nuestro dúplex, y que me dijo que justamente necesitaba un perro que cuidara la casa y jugara con el niño.

De modo que un día de abril, o de comienzos de mayo, llevé a Bernardo hasta allí. Volví llorando al dúplex, tratando de reconocerme en ese hombre insensible, capaz de deshacerse de una mascota con la que había vivido varios años. Pero a los pocos días prácticamente bailaba de felicidad, al sentir la paz descendiendo sobre nuestro hogar como un manto bendito.

Fueron meses maravillosos. La panza crecía y latía. Mi compañera se redondeaba día a día. Era la embarazada más hermosa de la tierra. Yo escribía, y de algún modo también gestaba lo que sería mi primer libro. Plenitud, esa es la palabra que define con justeza ese período. El tiempo se desplegó con tersura. Mi esposa entró en licencia de trabajo. El seis o siete de enero hubo una tormenta que precipitó el nacimiento de Marcia.

Qué decir cuando vi a Marcia abriéndose camino hacia la vida, en la sala de parto. Toda una entera persona de dos kilos setecientos cincuenta gramos, un milagrito perfecto, con potentes pulmones para llorar, ávida de leche y de ternura.

Hay algo innegablemente adánico en la primera contemplación de esos diminutos rasgos únicos, en las manitas completas, en la sedosa sutileza del cabello de un hijo recién venido. Ser padre, dar vida, me pareció lo más cercano a sentirme Dios, y tuve una arrasadora certeza de eternidad, de perpetuación, frente a quien continuaría las palpitaciones de nuestra sangre y nuestra carne.

Recuerdo que bajé a la avenida y desde el teléfono público de un bar me dispuse a dar la buena nueva. Por esa época había una publicidad televisiva, no recuerdo de qué producto, en la que un joven avisaba el nacimiento de su hijo desde un teléfono público, y lo hacía con tal ternura que la gente que hacía cola para usar el teléfono le permitía seguir hablando y llamando indefinidamente. Bueno, eso mismo me sucedió a mí. Sólo que a la publicidad yo le agregué torrentes de itálicas lágrimas, sin el más mínimo pudor.

Ese día y el siguiente fui al dúplex a bañarme y a dormir, y luego nuevamente a la clínica donde estaban mis chicas. Supongo que no soy nada original al decir que mi cabeza era un menjunje de entusiasmos y planes para el futuro. De alguna forma poco clara, presentía que estaba viviendo un momento crucial, en que se debilitaba, se alejaba de mí, la figura de hijo que me había habitado desde mi propio nacimiento, y comenzaba a gravitar el papel de padre, algo que me llenaba la mente de exaltada responsabilidad.

Mi hija hoy tiene 31 años y un hermano maravilloso. Mi papel en la paternidad, seguramente, estuvo lleno de baches, frutos de mi propio mal carácter, de la inexperiencia, los miedos, la impotencia en la resolución de cuestiones diversas, la falta de tiempo y demasiados etcéteras más. Pero treinta y un años atrás éramos hojas en blanco esperando ser escritas. Y el mío era ocuparme de llevar a nuestro dúplex a mi esposa y a la recién venida.

Mi hermana mayor me prestó su auto y partí hacia la clínica. Allí fue la alegría de caminar por primera vez con Marcia en mis brazos, tan frágil y liviana que me hacía pensar que cargaba un copo de algodón. Debo decir que ni mi esposa ni yo queríamos que hubiera gente en el dúplex, esperándonos. Nada de suegras, ni cuñados, ni amigos, ni vecinos, ni flamantes tíos y tías. Nosotros tres, el gato y nadie más.

Y así fue, con una sola excepción. Al estacionar el auto frente al dúplex, sentado y alerta, con una rara expresión, estaba Bernardo. Se había escapado de la casa de la viejita. A mi mujer y a mí algo nos apuñaló de golpe el corazón ¿Sabía? ¿Casualidad?

Al abrir la puerta, saludó a Fidel y fue con nosotros hasta el dormitorio donde colocamos el moisés. Se paró en dos patas sobre el borde, olió y observó a la beba alrededor de medio minuto, y luego de recibir algunas caricias, enfiló hacia la puerta. Le abrí. Le dije: “Bueno, Bernardo, andate a la casa de la abuelita”. Aunque sea difícil de creer, lo vimos alejarse. Fui al otro día a ver si había vuelto con ella. Había vuelto. Tiempo después, frente a la reja de la casa, lo vi y probé a llamarlo, para saludarlo. Nunca más se me acercó.

miércoles, 11 de marzo de 2020

" La fiesta ajena" por Liliana Heker




Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre, ¿monos en un cumpleaños?, le había dicho; ¡por favor! Vos sí te crees todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.—No me gusta que vayas —le había dicho—. Es una fiesta de ricos. —Los ricos también se van a cielo —dijo la chica, que aprendía religión en el colegio. —Qué cielo ni cielo —dijo la madre—. Lo que pasa es que a usted, m’hijita le gusta cagar más arriba del culo. A la chica no le parecía nada bien la forma de hablar de su madre: ella tenía nueve años y era una de las mejores alumnas de su grado. —Yo voy a ir porque estoy invitada —dijo—. Y estoy invitada porque Luciana es mi amiga. Y se acabó. —Ah, sí, tu amiga —dijo la madre. Hizo una pausa. —Oíme, Rosaura —dijo por fin—, ésa no es tu amiga. ¿Sabés lo que sos vos para todos ellos? Sos la hija de la sirvienta, nada más. Rosaura parpadeó con energía: no iba a llorar. —Cállate —gritó—. ¡Qué vas a saber vos lo que es ser amiga! Ella iba casi todas las tardes a la casa de Luciana y preparaban juntas los deberes mientras su madre hacía la limpieza. Tomaban la leche en la cocina y se contaban secretos. A Rosaura le gustaba enormemente todo lo que había en esa casa. Y la gente también le gustaba. —Yo voy a ir porque va a ser la fiesta más hermosa del mundo, Luciana me lo dijo. Va a venir un mago y va a traer un mono y todo. La madre giró el cuerpo para mirarla bien y ampulosamente apoyó las manos en las caderas. —¿Monos en un cumpleaños? —dijo—. ¡Por favor! Vos sí que te crees todas las pavadas que te dicen. Rosaura se ofendió mucho. Además le parecía mal que su madre acusara a las personas de mentirosas simplemente porque eran ricas. Ella también quería ser rica, ¿qué? Si un día llegaba a vivir en un hermoso palacio, ¿su madre no la iba a querer tampoco a ella? Se sintió muy triste. Deseaba ir a esa fiesta más que nada en el mundo. —Si no voy me muero —murmuró, casi sin mover los labios. Y no estaba muy segura de que se hubiera oído, pero lo cierto es que la mañana de la fiesta descubrió que su madre le había almidonado el vestido de Navidad. Y a la tarde, después de que le lavó la cabeza, le enjuagó el pelo con vinagre de manzanas para que le quedara bien brillante. Antes de salir Rosaura se miró en el espejo, con el vestido blanco y el pelo brillándole, y se vio lindísima. La señora Inés también pareció notarlo. Apenas la vio entrar, le dijo: —Qué linda estás hoy, Rosaura. Ella, con las manos, impartió un ligero balanceo a su pollera almidonada: entró a la fiesta con paso firme. Saludó a Luciana y le preguntó por el mono. Luciana puso cara de conspiradora; acercó su boca a la oreja de Rosaura. —Está en la cocina —le susurró en la oreja—. Pero no se lo digás a nadie porque es un secreto. Rosaura quiso verificarlo. Sigilosamente entró en la cocina y lo vio. Estaba meditando en su jaula. Tan cómico que la chica se quedó un buen rato mirándolo y después, cada tanto, abandonaba a escondidas la fiesta e iba a verlo. Era la única que tenía permiso para entrar en la cocina, la señora Inés se lo había dicho: “Vos sí, pero ningún otro, son muy revoltosos, capaz que rompen algo” . Rosaura en cambio, no rompió nada. Ni siquiera tuvo problemas con la jarra de naranjada, cuando la llevó desde la cocina al comedor. La sostuvo con mucho cuidado y no volcó ni una gota. Eso que la señora Inés le había dicho: ”¿Te parece que vas a poder con esa jarra tan grande?”. Y claro que iba a poder: no era de manteca, como otras. De manteca era la rubia del moño en la cabeza. Apenas la vio, la del moño le dijo: —¿Y vos quién sos? —Soy amiga de Luciana —dijo Rosaura. —No —dijo la del moño —, vos no sos amiga de Luciana porque yo soy la prima y conozco a todas sus amigas. Y a vos no te conozco. —Y a mí qué me importa —dijo Rosaura—, yo vengo todas las tardes con mi mamá y hacemos los deberes juntas. —¿Vos y tu mamá hacen los deberes juntas? —dijo la del moño, con una risita. —Yo y Luciana hacemos los deberes juntas —dijo Rosaura muy seria. La del moño se encogió de hombros. —Eso no es ser amiga —dijo—. ¿Vas al colegio con ella? —No. —¿Y entonces de dónde la conoces? —dijo la del moño, que empezaba a impacientarse. Rosaura se acordaba perfectamente de las palabras de su madre. Respiró hondo: —Soy hija de la empleada —dijo. Su madre se lo había dicho bien claro: Si alguno te pregunta, vos le decís que sos la hija de la empleada, y listo. También le había dicho que tenía que agregar: y a mucha honra. Pero Rosaura pensó que nunca en su vida se iba a animar a decir algo así. —¿Qué empleada? —dijo la del moño—. ¿Vende cosas en una tienda? —No —dijo Rosaura con rabia—, mi mamá no vende nada, para que sepas. —Y entonces, ¿cómo es empleada? Dijo la del moño. Pero en ese momento se acercó la señora Inés haciendo shh shh, y le dijo a Rosaura si no la podía ayudar a servir las salchichitas, ella que conocía la casa mejor que nadie. —Viste —le dijo Rosaura a la del moño, y con disimulo le pateó un tobillo. Fuera de la del moño todos los chicos le encantaron. La que más le gustaba era Luciana, con su corona de oro; después los varones. Ella salió primera en la carrera de embolsados y en la mancha agachada nadie la pudo agarrar. Cuando los dividieron en equipos para jugar al delegado, todos los varones pedían a gritos que la pusieran en su equipo. A Rosaura le pareció que nunca en su vida había sido tan feliz. Pero faltaba lo mejor. Lo mejor vino después que Luciana apagó las velitas. Primero, la torta: la señora Inés le había pedido que la ayudara a servir la torta y Rosaura se divirtió muchísimo porque todos los chicos se le vinieron encima y le gritaban “a mí, a mí”. Rosaura se acordó de una historia donde había una reina que tenía derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Siempre le había gustado eso de tener derecho de vida y muerte. A Luciana y a los varones les dio los pedazos más grandes, y a la del moño una tajadita que daba lástima. Después de la torta llegó el mago. Era muy flaco y tenía una capa roja. Y era mago de verdad. Desanudaba pañuelos con un soplo y enhebraba argollas que no estaban cortadas por ninguna parte. Adivinaba las cartas y el mono era el ayudante. Era muy raro el mago: al mono le llamaba socio. “A ver, socio, dé vuelta una carta”, le decía. “No se me escape, socio, que estamos en horario de trabajo”. La prueba final era la más emocionante. Un chico tenía que sostener al mono en brazos y el mago lo iba a hacer desaparecer. —¿Al chico? —gritaron todos. —¡Al mono! —gritó el mago. Rosaura pensó que ésta era la fiesta más divertida del mundo. El mago llamó a un gordito, pero el gordito se asustó enseguida y dejó caer al mono. El mago lo levantó con mucho cuidado, le dijo algo en secreto, y el mono hizo que sí con la cabeza. —No hay que ser tan timorato, compañero —le dijo el mago al gordito. —¿Qué es timorato? —dijo el gordito. El mago giró la cabeza hacia un lado y otro lado, como para comprobar que no había espías. —Cagón —dijo—. Vaya a sentarse, compañero. Después fue mirando, una por una, las caras de todos. A Rosaura le palpitaba el corazón. —A ver, la de los ojos de mora —dijo el mago—. Y todos vieron cómo la señalaba a ella. No tuvo miedo. Ni con el mono en brazos, ni cuando el mago hizo desaparecer al mono, ni al final, cuando el mago hizo ondular su capa roja sobre la cabeza de Rosaura. Dijo las palabras mágicas… y el mono apareció otra vez allí, lo más contento, entre sus brazos. Todos los chicos aplaudieron a rabiar. Y antes de que Rosaura volviera a su asiento, el mago le dijo: —Muchas gracias, señorita condesa. Eso le gustó tanto que un rato después, cuando su madre vino a buscarla, fue lo primero que le contó. —Yo lo ayudé al mago y el mago me dijo: “Muchas gracias, señorita condesa”. Fue bastante raro porque, hasta ese momento, Rosaura había creído que estaba enojada con su madre. Todo el tiempo había pensado que le iba a decir: “Viste que no era mentira lo del mono”. Pero no. Estaba contenta, así que le contó lo del mago. Su madre le dio un coscorrón y le dijo: —Mírenla a la condesa. Pero se veía que también estaba contenta. Y ahora estaban las dos en el hall porque un momento antes la señora Inés, muy sonriente, había dicho: “Espérenme un momentito”. Ahí la madre pareció preocupada. —¿Qué pasa? —le preguntó a Rosaura. —Y qué va a pasar —le dijo Rosaura—. Que fue a buscar los regalos para los que nos vamos. Le señaló al gordito y a una chica de trenzas, que también esperaban en el hall al lado de sus madres. Y le explicó cómo era el asunto de los regalos. Lo sabía bien porque había estado observando a los que se iban antes. Cuando se iba una chica, la señora Inés le daba una pulsera. Cuando se iba un chico, le regalaba un yo-yo. A Rosaura le gustaba más el yo-yo porque tenía chispas, pero eso no se lo contó a su madre. Capaz que le decía: “Y entonces, ¿por qué no pedís el yo-yo, pedazo de sonsa?” Era así su madre. Rosaura no tenía ganas de explicarle que le daba vergüenza ser la única distinta. En cambio le dijo: —Yo fui la mejor de la fiesta. Y no habló más porque la señora Inés acababa de entrar al hall con una bolsa celeste y una rosa. Primero se acercó al gordito, le dio un yo-yo que había sacado de la bolsa celeste, y el gordito se fue con su mamá. Después se acercó a la de trenzas, le dio una pulsera que había sacado de la bolsa rosa, y la de trenzas se fue con su mamá. Después se acercó a donde estaban ella y su madre. Tenía una sonrisa muy grande y eso le gustó a Rosaura. La señora Inés la miró, después miró a la madre, y dijo algo que a Rosaura la llenó de orgullo. Dijo: —Qué hija que se mandó, Herminia. Por un momento, Rosaura pensó que a ella le iba a hacer dos regalos: la pulsera y el yo-yo. Cuando la señora Inés inició el ademán de buscar algo, ella también inició el movimiento de adelantar el brazo. Pero no llegó a completar ese movimiento. Porque la señora Inés no buscó nada en la bolsa celeste, ni buscó nada en la bolsa rosa. Buscó algo en su cartera. En su mano aparecieron dos billetes. —Esto te lo ganaste en buena ley —dijo, extendiendo la mano—. Gracias por todo, querida. Ahora Rosaura tenía los brazos muy rígidos, pegados al cuerpo, y sintió que la mano de su madre se apoyaba sobre su hombro. Instintivamente se apretó contra el cuerpo de su madre. Nada más. Salvo su mirada. Su mirada fría, fija en la cara de la señora Inés. La señora Inés, inmóvil, seguía con la mano extendida. Como si no se animara a retirarla. Como si la perturbación más leve pudiera desbaratar este delicado equilibrio.



miércoles, 26 de febrero de 2020

Cuando todo brille de Liliana Heker




Todo empezó con el viento. Cuando Margarita le dijo a su marido aquello del viento. El ni atinó a cerrar la puerta de su casa. Se quedó como congelado en la actitud de empujar, el brazo extendido hacia el picaporte, los ojos clavados en los ojos de su mujer. Pareció que iba a perpetuarse en esta situación pero al fin aulló. Fue sorprendente. Durante varios segundos los dos permanecieron estáticos, estudiándose, como si trataran de confirmar en la presencia del otro lo que acababa de suceder. Hasta que Margarita rompió el sortilegio. Con familiaridad, casi con ternura, como si en cierto modo nada hubiera pasado, apoyó una mano en el brazo de su marido para mantener el equilibrio mientras con la otra mano daba un suave empujón a la puerta y, con el pie derecho y un patín de fieltro, eliminaba del piso el polvo que había entrado.
–¿Cómo te fue hoy, querido? –preguntó. Y lo preguntó menos por curiosidad (dadas las circunstancias no esperaba una respuesta, y tampoco la obtuvo) que por restablecer un rito. Necesitaba comunicarse cifradamente con él, transmitirle un mensaje mediante su pregunta habitual de todos los atardeceres. Todo está en orden sin embargo. Nada ha pasado. Nada nuevo puede pasar.
Acabó de limpiar la entrada y soltó el brazo de su marido. El se alejó muy rápido camino del dormitorio y le dejó la impresión que deja en los dedos una mariposa a la que se ha tenido sujeta por las alas y a la que de pronto se libera. No había usado los patines para desplazarse; así pudo verificar Margarita que su marido estaba furioso. Sin duda exageraba: ella no le había pedido que se arrojara desnudo desde lo alto del Obelisco al fin y al cabo. Pero no le dijo nada. Con sus propios patines fue limpiando las marcas de zapatos que él había dejado. Sin embargo al dormitorio no entró: sabía que mejor es no echarle leña al fuego. Justo en la puerta desvió su trayectoria hacia la cocina; más tarde encontraría el momento oportuno para hablarle del viento.
Ya había terminado de preparar la cena (al principio, sólo por complacerlo y a pesar de que era miércoles había pensado en unos bifes con papas fritas pero enseguida desistió: la grasa vaporizada impregna las alacenas, impregna las paredes, impregna hasta las ganas de vivir; si una la deja desde un miércoles hasta un lunes, que es el día de la limpieza profunda, la grasitud tiene tiempo de penetrar hasta el fondo de los poros de las cosas y se queda para siempre; de modo que al fin Margarita sacó una tarta de la heladera y la puso en el horno) y estaba tendiendo la mesa cuando oyó que su marido entraba al baño. Un minuto después, como un buen agüero, el alegre zumbido de la ducha resonaba en la casa.
Era el momento de ir al dormitorio. Apenas entró, Margarita pudo comprobar que él había dejado todo en desorden. Cepilló el saco, cepilló el pantalón, los colgó, hizo un montoncito con la camisa y las medias, y fue a golpear la puerta del baño.
–Voy a entrar, querido –dijo con dulzura.
El no contestó, pero canturreaba. Margarita se llevó la camiseta y los calzoncillos y los agregó al montoncito. Lavó todo con entusiasmo. Cuando cerró la canilla lo oyó a él, en el living, tarareando el vals “Sobre las olas”. La tormenta había pasado.
Sin embargo recién a la mañana siguiente, mientras tomaban el desayuno, medio riéndose como para restarle importancia a la escena del día anterior, Margarita mencionó lo del viento. Una bobada, ella estaba dispuesta a admitirlo, pero costaba tan poco, ¿sí? Él no tenía que pensar que eso le iba a complicar la vida de algún modo. Simplemente, ella le pedía que cuando el viento soplaba del norte él entrara por la puerta del fondo que daba al sur; y cuando soplaba del sur, entrara por la puerta del frente, que daba al norte. Un caprichito, si a él le gustaba llamarlo así, pero la ayudaría tanto, él ni se imaginaba. Ella había notado que por más que barriera y lustrara, el piso de la entrada siempre se llenaba de tierra cuando había viento norte. Por supuesto, él podía entrar por donde se le antojase cuando el viento soplara del este o del oeste. Y ni que hablar de cuando no había viento.
–Vio, mi salvaje, vio, mi protestón, que no era para hacer tanto escándalo –dijo. Rió traviesamente.
El se puso de pie como quien va a pronunciar un discurso, gargajeó con sonoridad, casi con delectación. Después inclinó levemente el torso, escupió en el suelo, recuperó su posición erguida y, con pasos mesurados, salió de la cocina.
Margarita se quedó mirando el redondel, refulgente a la luz del sol matinal, como se debe mirar a un diminuto ser de otro planeta sentado muy orondo sobre el piso de nuestra cocina. Una puerta se cerró y se abrió, unas paredes retumbaron, pasos cruzaron la casa, otra puerta se cerró con estrépito. El cerebro de Margarita apenas detectó estos acontecimientos. Toda su persona parecía converger hacia el pequeño foco del suelo. Foco infeccioso. La expresión aleteó livianamente en su cabeza, se expandió como una onda, la inundó. En los colectivos, cuando la gente tose desparrama invisibles gotitas de saliva, cada gotita es portadora de millares de gérmenes, cuántos gérmenes hay en... Millares de millones de gérmenes se agitaron, se refocilaron y brincaron sobre el mosaico rojo. Mecánicamente Margarita tomó lo primero que tuvo a mano: una servilleta. De rodillas en el piso se puso a frotar con energía el mosaico. Fue inútil: por más que frotaba la zona pegajosa resaltaba como un estigma. Gérmenes achatados arrastrándose como amebas. Margarita dejó la servilleta sobre la mesa y fue a embeber una esponjita en detergente. Friccionó el mosaico con la esponjita y echó un balde de agua. Iba a secar el piso cuando se quedó paralizada. ¿Había estado loca ella? ¿No había usado una servilleta para? Dios mío, con lo fácil que es llevarse una servilleta a los labios. La tomó por una punta y la contempló con pavura. ¿Qué haría ahora? Lavarla le pareció poco prudente de modo que llenó una cacerola con agua, la puso al fuego, y echó la servilleta adentro.
Estaba friccionando la mesa con desinfectante (la servilleta había estado largo tiempo en contacto con la mesa) cuando sonó el teléfono. Fue a atender y apenas traspuso la puerta del dormitorio captó algo inusual, algo que se le manifestó bajo la forma de una opresión en el pecho y cuya realidad no pudo constatar hasta que colgó el teléfono y abrió la puerta del placard. Entonces si lo supo con certeza, la ropa de él no estaba, muy bien, se había ido, maravillosamente bien, ¿iba a llorar ella por eso? No iba a llorar. ¿Iba a arrancarse los pelos o tirarse de cabeza contra las paredes? No iba a arrancarse los pelos y mucho menos iba a tirarse de cabeza contra las paredes. ¿Acaso un hombre es algo cuya pérdida hay que lamentar? Tan desprolijos como son, tan sucios, cortan el pan sobre la mesa, dejan las marcas de sus zapatos embarrados, abren las puertas contra el viento, escupen en el suelo y una nunca puede tener su casa limpia, el cuerpo, una nunca puede tener su cuerpo limpio, de noche son como bestias babosas, oh su aliento y su sudor, oh su semen, la asquerosa humedad del amor, por qué, Dios mío, Tú que todo lo podías, por qué hiciste tan sucio el amor, el cuerpo de tus hijos tan lleno de inmundicia, el mundo que creaste tan colmado de basura. Pero nunca más. En su casa nunca más. Margarita arrancó las sábanas de la cama, sacó las cortinas de sus rieles, levantó las alfombras, removió almohadones, apiló carpetas.
Margarita fregó y sacudió y cepilló hasta que se le enrojecieron los nudillos y se le acalambraron los brazos. Lavó paredes, enceró pisos, bruñó metales, arrancó resplandores solares de las cacerolas, otorgó un centelleo diamantino a los caireles, bañó como a hijos adorados a bucólicas pastoras de porcelana, pulió maderas, perfumó armarios, blanqueó opalinas, abrillantó alabastros. Y a las siete de la tarde, como un pintor que le pone la firma al cuadro con que había soñado toda su vida, empuñó el escobillón y lo sacudió en el tacho de basura.
Después respiró profundamente el aire embalsamado de cera. Echó una lenta mirada de satisfacción a su alrededor. Captó fulgores, paladeó blancuras, degustó transparencias, advirtió que un poco de polvo había caído fuera del tacho al sacudir el escobillón. Lo barrió; lo recogió con la pala, vació la pala en el tacho. De nuevo sacudió el escobillón, pero esta vez con extrema delicadeza, para que ni una mota de polvo cayera afuera del tacho. Lo guardó en el armario e iba a guardar también la pala cuando un pensamiento la acosó: la gente suele ser ingrata con las palas; las usa para recoger cualquier basura pero nunca se le ocurre que un poco de esa basura ha de quedar por fuerza adherida a su superficie. Decidió lavar la pala. Le puso detergente y le pasó el cepillo, un líquido oscuro se desparramó sobre la pileta. Margarita hizo correr el agua pero quedaba como una especie de encaje negro en el fondo. Lo limpió con un trapo enjabonado, enjuagó la pileta y lavó el trapo. Entonces se acordó del cepillo. Lo lavó y se volvió a ensuciar la pileta. Fregó la pileta con el trapo y se dio cuenta de que si ahora lavaba el trapo en la pileta esto iba a ser un cuento de nunca acabar. Lo más razonable era quemar el trapo. Primero lo secó con el secador de pelo y después lo sacó a la calle y le prendió fuego. Justo cuando entraba a la casa vino un golpe de viento norte y Margarita no pudo evitar que algo de ceniza entrara en el living. Era mejor no usar el escobillón, ahora que ya estaba limpio. Utilizó un trapito con un poco de cera (con los trapitos siempre queda la posibilidad de prenderles fuego). Pero fue un error. El color quedaba desparejo. Lustró, extendió la cera a una zona más amplia: todo fue inútil.
Aproximadamente a las cinco de la mañana los pisos de toda la casa estaban rasqueteados pero un polvo rojo flotaba en el aire, cubría los muebles, se había adherido a los zócalos. Margarita abrió las ventanas, barrió (ya encontraría el momento de limpiar el escobillón y en el peor de los casos podía tirarlo), estaba terminando de lavar los zócalos cuando advirtió que un poco de agua se había derramado. Miró con desaliento las manchas de humedad en el suelo, le faltaban fuerzas, por el color del cielo debían ser casi las siete de la mañana. Decidió dejar eso para más tarde, con buena suerte no iba a tener que rasquetear todos los pisos otra vez. Se tiró en la cama vestida (no olvidarse, después, de cambiar nuevamente las sábanas) y se durmió de inmediato pero las manchas húmedas se expandieron, se ablandaron, extendían sus seudópodos. La atraparon. Eran una ciénaga donde Margarita se hundía, se hundía. Se despertó sobresaltada. No había dormido ni media hora. Se levantó y fue a ver las manchas: ya estaban bastante secas pero no habían desaparecido. Rasqueteó la zona pero nunca quedaba del mismo color. Un ligero desvanecimiento la hizo caer; abrió soñadoramente los ojos, vislumbró las vetas blancuzcas y dio un suspiro; calculó que no había comido nada en las últimas veinticuatro horas.
Se levantó y fue a la cocina. Una comida caliente tal vez la haría sentirse mejor pero no: después hay que lavar las ollas. Abrió la heladera e iba a sacar una manzana cuando la invadió una ola de terror: no había barrido el polvo del rasqueteo y las ventanas estaban abiertas. Retiró con brusquedad la mano de la heladera y tiró una canastita con huevos. Observó el charco amarillo que se dilataba lenta y viscosamente. Creyó que iba a llorar. De ninguna manera: cada cosa a su tiempo. Ahora, a barrer el polvo del rasqueteo; ya le llegaría su turno al piso de la cocina, no hay como el orden. Buscó el escobillón y la pala, fue hasta el living y cuando estaba por ponerse a barrer, reparó en las suela de sus zapatos; sin duda no estaban limpias: habían trazado sobre el parqué un discontinuo senderito de huevo. A Margarita casi le dio risa verse con el escobillón y la pala. Polvo del rasqueteo, murmuró, polvo del rasqueteo. Recordó que todavía no había comido nada, dejó el escobillón y la pala y se fue para la cocina.
La manzana estaba en el centro del charco amarillo. Margarita la alzó, ávidamente le dio unos mordiscos y de golpe descubrió que era absurdo no prepararse una comida caliente, ahora que todo estaba un poco sucio. Puso la plancha sobre el fuego, peló papas (era agradable dejar que las largas tiras en espiral se hundieran esponjosamente en las yemas y las claras ahora que las cosas habían empezado a ensuciarse y de cualquier manera habría que limpiar todo más tarde). Puso un bife sobre la plancha y aceite en la sartén. La grasa se achicharró alegremente, las papas chisporrotearon, Margarita se dio cuenta de que se había olvidado de abrir la ventana de la cocina pero de cualquier modo era demasiado tarde: la grasa vaporizada ya había penetrado en los poros de las cosas, y en sus propios poros, había impregnado su ropa y su pelo, espesaba el aire. Margarita aspiró profundamente. El olor de la carne y de lo frito entró por su nariz, la anegó, la hizo enloquecer de deleite.
La impaciencia puede volver a la gente un poco torpe. Algo de aceite se le volcó a Margarita al sacar las papas; ella disimuladamente lo desparramó con el pie, sacó el bife, se le cayó al suelo, al levantarlo la cercanía, el contacto, el maravilloso aroma de la carne asada la embriagaron: no pudo resistir darle algunas dentelladas antes de colocarlo en el plato.
Comió con ferocidad. Puso las cosas sucias en la pileta pero no las lavó: tenía mucho sueño, ya llegaría el momento de lavar todo. Abrió la canilla para que el agua corriera y se fue para el dormitorio. No llegó. Antes de salir de la cocina el aceite de las suelas la hizo patinar y cayó al suelo. De cualquier manera se sentía muy cómoda en el suelo. Apoyó la cabeza en los mosaicos y se quedó dormida. La despertó el agua. Ligeramente aceitosa, el agua serpenteaba por la cocina, se ramificaba en sutiles hilos por las junturas de los mosaicos y, adelgazándose pero persistente, avanzaba hacia el comedor. A Margarita le dolía un poco la cabeza. Hundió su mano en el agua y se refrescó las sienes. Torció el cuello, sacó la lengua todo lo que le fue posible, y consiguió beber: ahora ya se sentía mejor. Un poco descompuesta, nomás, pero le faltaban fuerzas para levantarse e ir al baño. Todo estaba ya bastante sucio de todos modos. No debía ensuciarse el vestidito. Margarita tenía seis años y no debía ensuciarse el vestidito. Ni las rodillas. Debía tener mucho cuidado de no ensuciarse las rodillas. Hasta que al caer la noche una voz gritaba: ¡a bañarse!, entonces ella corría frenéticamente al fondo de la casa, se revolcaba en la tierra, se llenaba el pelo y las uñas y las orejas de tierra, ella debía sentir que estaba sucia, que cada recoveco de su cuerpo estaba sucio para poder hundirse después en el baño purificador, el baño que arrastrará toda la mugre del cuerpo de Margarita y la dejará blanca y radiante como un pimpollo. ¿Hay pimpollos de margarita, mamá? Sintió una inefable sensación de bienestar. Se corrió un poco del lugar donde estaba tendida y tuvo ganas de reírse. Su dedo señaló un punto, próximo a ella, sobre el suelo. Caca, dijo. Su dedo se hundió voluptuosamente y después escribió su nombre en el piso. Margarita. Pero sobre el mosaico rojo no se notaba bien. Se levantó, ahora sin esfuerzo, y escribió sobre la pared. Mierda. Firmó: Margarita. Después envolvió toda la leyenda en un gran corazón. Una corriente en la espalda la hizo estremecer. El viento. Entraba por las ventanas abiertas, arrastraba el polvo de la calle, arrastraba la basura del mundo que se adhería a las paredes y a su nombre escrito en las paredes y a su corazón, se mezclaba con el agua que corría en el comedor, entraba por su nariz y por sus orejas y por sus ojos, le ensuciaba el vestidito.
Cinco días después, un luminoso día de sol con el cielo gloriosamente azul y pájaros cantando, el marido de Margarita se detuvo ante un puesto de flores.
–Margaritas –le dijo al puestero–. Las más blancas. Muchas margaritas.
Y con el ramo enorme caminó hasta su casa. Antes de introducir la llave hizo una travesura, un gesto pícaro y colmado de amor, digno de ser contemplado por una esposa amante que estuviera espiando detrás de los visillos: se chupó el dedo índice y, levantándolo como un estandarte, analizó la dirección del viento. Venía del norte. De modo que el hombre, dócilmente, alegremente, paladeando de antemano el inigualable sabor de la reconciliación, dio la vuelta a su casa. Silbando una canción festiva abrió la puerta. Un chapoteo blando, gorgoteante, le llegó desde la cocina.