martes, 26 de marzo de 2024
EDVARD MUNCH: EL GRITO
sábado, 17 de febrero de 2024
"Con legitimo orgullo" de Julio Cortazar
Ninguno de nosotros recuerda el texto de la ley que
obliga a recoger las hojas secas, pero estamos convencidos de que a nadie se le
ocurriría que puede dejar de recogerla; es una de esas cosas que vienen desde
muy atrás, con las primeras lecciones de la infancia, y ya no hay demasiada
diferencia entre los gestos elementales de atarse los zapatos o abrir los
paraguas y los que hacemos al recoger las hojas secas a partir del dos de
noviembre a las nueve de la mañana.
Tampoco a nadie se le ocurriría discutir la oportunidad de esa fecha, es algo
que figura en las costumbres del país y que tiene su razón de ser. La víspera
nos dedicamos a visitar el cementerio, no se hace otra cosa que acudir a las
tumbas familiares, barres las hojas secas que las ocultan y confunden, aunque
ese día las hojas secas no tienen importancia oficial, por así decir, a lo sumo
son una penosa molestia de la que hay que librarse para luego cambiar el agua a
los floreros y limpiar las huellas de los caracoles en las lápidas. Alguna vez
se ha podido insinuar que la campaña contra las hojas secas podría adelantarse
en dos o tres días, de manera que, al llegar el primero de noviembre, el
cementerio estuviera ya limpio y las familias pudieran recogerse ante las
tumbas sin el molesto barrido previo que suele provocar escenas penosas y nos
distrae de nuestros deberes en ese día de recordación. Pero nunca hemos
aceptado esas insinuaciones, como tampoco hemos creído que se pudieran impedir
las expediciones a las selvas del norte, por más que nos cuesten. Son
costumbres tradicionales que tienen su razón de ser, y muchas veces hemos oído
a nuestros abuelos contestar severamente a esas voces anárquicas, haciendo
notar que la acumulación de hojas secas en las tumbas sirve precisamente para
mostrar a la colectividad la molestia que representan una vez avanzado el
otoño, e incitarla así a participar con más entusiasmo en la labor que ha de
iniciarse al día siguiente.
Toda la población está llamada a desempeñar una tarea en la campaña. La
víspera, cuando regresamos del cementerio, la municipalidad ya ha instalado su
quiosco pintado de blanco en medio de la plaza y, a medida que vamos llegando,
nos ponemos en fila y esperamos nuestro turno. Como la fila es interminable, la
mayoría sólo puede volver muy tarde a su casa, pero tenemos la satisfacción de
haber recibido nuestra tarjeta de manos de un funcionario municipal. En esa forma y, a partir de la mañana siguiente,
nuestra participación quedará registrada día tras día en las casillas de la
tarjeta, que una máquina especial va perforando a medida que entregamos las
bolsas de hojas secas o las jaulas con las mangostas, según la tarea que nos
haya correspondido. Los niños son los que más se divierten porque les dan una
tarjeta muy grande, que les encanta mostrar a sus madres, y los destinan a
diversas tareas livianas pero sobre todo a vigilar el comportamiento de las
mangostas. A los adultos nos toca el trabajo más pesado, puesto que, además de
dirigir a las mangostas, debemos llenar las bolsas de arpillera con las hojas secas
que han recogido las mangostas, y llevarlas a hombros hasta los camiones
municipales. A los viejos se les confían las pistolas de aire comprimido con
las que se pulveriza la esencia de serpiente sobre las hojas secas. Pero el
trabajo de los adultos es el que exige la mayor responsabilidad, porque las
mangostas suelen distraerse y no rinden lo que se espera de ellas; en ese caso,
nuestras tarjetas mostrarán al cabo de pocos días la insuficiencia de la labor
realizada, y aumentarán las probabilidades de que nos envíen a las selvas del
norte. Como es de imaginar hacemos todo lo posible para evitarlo aunque,
llegado el caso, reconocemos que se trata de una costumbre tan natural como la
campaña misma, y no se nos ocurriría protestar; pero es humano que nos esforcemos
lo más posible en hacer trabajar a las mangostas para conseguir el máximo de
puntos en nuestras tarjetas, y que para ello seamos severos con las mangostas,
los ancianos y los niños, elementos imprescindibles para el éxito de la
campaña.
Nos hemos preguntado alguna vez cómo pudo nacer la idea de pulverizar las hojas
secas con esencia de serpiente, pero después de algunas conjeturas desganadas
acabamos por convenir en que el origen de las costumbres, sobre todo cuando son
útiles y atinadas, se pierde en el fondo de la raza. Un buen día la
municipalidad debió reconocer que la población no daba abasto para recoger las
hojas que caen en otoño, y que sólo la utilización inteligente de las
mangostas, que abundan en el país, podría cubrir el déficit. Algún funcionario
proveniente de las ciudades linderas con la selva advirtió que las mangostas,
indiferentes por completo a las hojas secas, se encarnizaban con ellas si olían
a serpiente. Habrá hecho falta mucho tiempo para llegar a esos descubrimientos,
para estudiar las reacciones de las mangostas frente a las hojas secas, para
pulverizar las hojas secas a fin de que las mangostas las recogieran
vindicativamente. Nosotros hemos crecido en una época en que ya todo estaba
establecido y codificado, los criaderos de mangostas contaban con el personal
necesario para adiestrarlas, y las expediciones a las selvas volvían cada
verano con una cantidad satisfactoria de serpientes. Esas cosas nos resultan
tan naturales que sólo muy pocas veces y con gran esfuerzo volvemos a hacernos
las preguntas que nuestros padres contestaban severamente en nuestra infancia,
enseñándonos así a responder algún día a las preguntas que nos harían nuestros
hijos. Es curioso que ese deseo de interrogarse sólo se manifieste, y aun así
muy raramente, antes o después de la campaña. El dos de noviembre, apenas hemos
recibido nuestras tarjetas y nos entregamos a las tareas que nos han sido
asignadas, la justificación de cada uno de nuestros actos nos parece tan
evidente que sólo un loco osaría poner en duda la utilidad de la campaña y la
forma en que se la lleva a cavo. Sin embargo, nuestras autoridades han debido
prever esa posibilidad porque en el texto de la ley impresa en el dorso de las
tarjetas se señalan los castigos que se impondrían en tales casos; pero nadie
recuerda que haya sido necesario aplicarlos.
Siempre nos ha admirado cómo la municipalidad distribuye nuestras labores de
manera que la vida del estado y del país no se vean alteradas por la ejecución
de la campaña. Los adultos dedicamos cinco horas diarias a recoger las hojas
secas, antes o después de cumplir nuestro horario de trabajo en la
administración o en el comercio. Los niños dejan de asistir a las clases de
gimnasia y a las de entrenamiento cívico y militar, y los viejos aprovechan las
horas de sol para salir de los asilos y ocupar sus puestos respectivos. Al cabo
de dos o tres días la campaña ha cumplido su primer objetivo, y las calles y
plazas del distrito central quedan libres de hojas secas. Los encargados de las
mangostas tenemos entonces que multiplicar las precauciones, porque a medida
que progresa la campaña, las mangostas muestran menos encarnizamiento en su
trabajo, y nos incumbe la grave responsabilidad de señalar el hecho al
inspector municipal de nuestro distrito para que ordene un refuerzo de las
pulverizaciones. Esta orden sólo la da el inspector después de haberse
asegurado de que hemos hecho todo lo posible para que las mangostas sigan
recogiendo las hojas, y si se comprobara que nos hemos apresurado frívolamente
a pedir que se refuercen las pulverizaciones, correríamos el riesgo de ser
inmediatamente movilizados y enviados a las selvas. Pero cuando decimos riesgo
es evidente que exageramos, porque las expediciones a las selvas forman parte
de las costumbres del estado a igual título que la campaña propiamente dicha, y
a nadie se le ocurriría protestar por algo que constituye un deber como
cualquier otro.
Se ha murmurado alguna vez que es un error confiar a los ancianos las pistolas
pulverizadoras. Puesto que se trata de una antigua costumbre no puede ser un
error, pero, a veces, ocurre que los ancianos se distraen y gastan una buena
parte de la esencia de serpiente en un pequeño sector de una calle o una plaza,
olvidando que deben distribuirlo en una superficie lo más amplia posible.
Ocurre así que las mangostas se precipitan salvajemente sobre un montón de
hojas secas, y en pocos minutos las recogen y las traen hasta donde las
esperamos con las bolsas preparadas; pero después, cuando confiadamente creemos
que van a seguir con el mismo tesón, las vemos detenerse, olisquearse entre
ellas como desconcertadas, y renunciar a su tarea con evidentes signos de
fatiga y hasta de disgusto. En esos casos el adiestrador apela a su silbato y,
por un momento, consigue que las mangostas junten algunas hojas, pero no
tardamos en darnos cuenta de que la pulverización ha sido despareja y que las
mangostas se resisten con razón a una tarea que de golpe ha perdido todo
interés para ellas. Si se contara con suficiente cantidad de esencia de
serpiente, jamás se plantearían estas situaciones de tensión en las que los
ancianos, nosotros y el inspector municipal nos vemos abocados a nuestras
respectivas responsabilidades y sufrimos enormemente; pero desde tiempo
inmemorial se sabe que la provisión de esencia apenas alcanza para cubrir las
necesidades de la campaña, y que en algunos casos las expediciones a las selvas
no han alcanzado su objetivo, obligando a la municipalidad a apelar a sus
exiguas reservas para hacer frente a una nueva campaña. Esta situación acentúa
el temor de que la próxima movilización abarque un número mayor de reclutas,
aunque al decir temor es evidente que exageramos, porque el aumento del número
de reclutas forma parte de las costumbres del estado a igual título que la
campaña propiamente dicha, y a nadie se le ocurriría protestar por algo que
constituye un deber como cualquier otro. De las expediciones a las selvas se
habla poco entre nosotros, y los que regresan están obligados a callar por un
juramento del que apenas tenemos noticia. Estamos convencidos de que nuestras
autoridades procuran evitarnos toda preocupación referente a las expediciones a
las selvas del norte, pero desgraciadamente nadie puede cerrar los ojos a las
bajas. Sin la menos intención de extraer conclusiones, la muerte de tantos
familiares o conocidos en el curso de cada expedición nos obliga a suponer que
la búsqueda de las serpientes en las selvas tropieza cada año con la despiadada
resistencia de los habitantes del país fronterizo, y que nuestros conciudadanos
han tenido que hacer frente, a veces con graves pérdidas, a su crueldad y a su
malicia legendarias. Aunque no lo digamos públicamente, a todos nos indigna que
una nación que no recoge las hojas secas se oponga a que cacemos serpientes en
sus selvas. Nunca hemos dudado de que nuestras autoridades están dispuestas a
garantizar que la entrada de las expediciones en ese territorio no obedece a
otro motivo, y que la resistencia que encuentran se debe únicamente a un
estúpido orgullo extranjero que nada justifica.
La generosidad de nuestras autoridades no tiene límites, incluso en aquellas
cosas que podrían perturbar la tranquilidad pública. Por eso nunca sabremos -
ni queremos saber, conviene subrayarlo - qué ocurre con nuestros gloriosos
heridos. Como si quisieran evitarnos inútiles zozobras, sólo se da a conocer la
lista de los expedicionarios ilesos y la de los muertos, cuyos ataúdes llegan
en el mismo tren militar que trae a los expedicionarios y a las serpientes. Dos
días después las autoridades y la población acuden al cementerio para asistir
al entierro de los caídos. Rechazando el vulgar expediente de la fosa común,
nuestras autoridades han querido que cada expedicionario tuviera su tumba
propia, fácilmente reconocible por su lápida y las inscripciones que la familia
puede hacer grabar sin impedimento alguno; pero como en los últimos años el
número de bajas ha sido cada vez más grande, la municipalidad ha expropiado los
terrenos adyacentes para ampliar el cementerio. Puede imaginarse entonces cuántos
somos los que al llegar el primero de noviembre acudimos desde la mañana al
cementerio para honrar las tumbas de nuestros muertos. Desgraciadamente el
otoño ya está muy avanzado, y las hojas secas cubren de tal manera las calles y
las tumbas que resulta muy difícil orientarse; con frecuencia nos confundimos
completamente y pasamos varias horas dando vueltas y preguntando hasta ubicar
la tumba que buscábamos. Casi todos llevamos nuestra escoba, y suele ocurrirnos
barrer las hojas secas de una tumba creyendo que es la de nuestro muerto, y
descubrir que estamos equivocados. Pero poco a poco vamos encontrando las
tumbas, y ya mediada la tarde podemos descansar y recogernos. En cierto modo
nos alegra haber tropezado con tantas dificultades para encontrar las tumbas
porque eso prueba la utilidad de la campaña que va a comenzar a la mañana
siguiente, y nos parece como si nuestros muertos nos alentaran a recoger las
hojas secas, aunque no contemos con la ayuda de las mangostas que sólo
intervendrán al día siguiente cuando las autoridades distribuyan la nueva
ración de esencia de serpiente traída por los expedicionarios junto con los
ataúdes de los muertos, y que los ancianos pulverizarán sobre las hojas secas
para que las recojan las mangostas.
Terremoto de Etgar Keret
Para
Diego
Dos
días después de que Gabriella y yo nos separamos, me uní a la vigilancia del
barrio. Cuando vivíamos juntos, teníamos una clara división del trabajo: Yo me
ocupaba de los aspectos burocráticos de la vida -bancos, impuestos, facturas de
servicios públicos- y Gabriella se encargaba de todo lo relacionado con la
generosidad y la bondad: dar de comer a los gatos callejeros; ayudar a nuestra
anciana vecina de pelo azul, Paula; preparar cada mañana un bocadillo de salame
para el vagabundo adicto de la esquina de nuestra calle. A veces pensaba que
sería bueno cambiar por un tiempo, aunque sólo fuera por una semana, para que
mientras Gabriella estaba en el banco discutiendo sobre los pagos de la
hipoteca, yo pudiera vagar por las calles haciendo buenas obras con una candida
mirada. Pero no se lo propuse. Ni siquiera durante nuestras peores peleas.
Sabía que, al igual que Gabriella no serviría para sentarse en las
desagradables reuniones con el subdirector del banco, yo no tenía mucho talento
para hacer el bien. Sin embargo, una vez que me independicé, no sólo tuve que
luchar por la supervivencia diaria, sino que también tuve que esforzarme por
contribuir a la sociedad. Puede que el voluntariado en la asociación de vecinos
no resolviera todos los problemas de Ciudad de México, pero me ayudó mucho a
limpiar mi conciencia.
Vendimos nuestro piso a una pareja bien
avenida con cuatro hijos educados y guapos. Cuando lo compramos, pensábamos que
algún día tendríamos hijos, y por eso insistimos en tener un piso grande. Pero
pronto estuvimos demasiado ocupados trabajando y peleándonos, y el plan de
tener hijos se pospuso. Aun así, durante los tres años que duró nuestro
matrimonio, no hubo un solo día en el que no me odiara por no haber presionado
a Gabriella para que tuviera un hijo. Creo que, en el fondo, más que vivir con
ella, quería tener un hijo suyo. Una criatura viva que tuviera su belleza,
generosidad y positividad, pero también algo de mí: una versión mejorada y
tolerable de mí mismo.
La
pareja bien avenida me desangró. La mujer discutía por cada peso, mientras su
marido recorría el apartamento como un perro de caza, golpeando las paredes
para localizar fugas invisibles. Al final les vendimos el piso por mucho menos
de lo que habíamos pagado por él, pero fue suficiente para pagar nuestra
monstruosa hipoteca.
Después
del divorcio, Gabriella y yo nos mudamos a un barrio más barato. Alquilé un
apartamento de una habitación en la séptima planta de un edificio con un
portero que debía de tener cien años. Su padre era un sacerdote que había
luchado en la Guerra de los Cristeros, y el edificio tenía un ascensor que crujía,
que era aún más viejo que el portero, y que dejé de usar después de quedarme
atascado unas cuantas veces. Gabriella vivía a un par de manzanas, en un piso
igual de pequeño pero mejor iluminado y más civilizado. Colocó una alfombra
peruana tejida a mano en el suelo del salón, plantó flores silvestres en cajas
junto a cada ventana e incluso colgó una de nuestras fotos de boda en la puerta
de la nevera. Una vez le pregunté por qué, y me dijo que mi expresión en la
foto le hacía reír. "Es el día de nuestra boda", me dijo sonriendo,
"y mira tu cara, tus hombros encorvados, tu esfuerzo: pareces menos un
novio que alguien estreñido".
Cenábamos
juntos todos los martes, a veces en un restaurante y otras en su casa. Mientras
comíamos, siempre me contaba historias sobre su trabajo y sobre todas sus ideas
para empresas filantrópicas: una aplicación que permitiera a la gente rica
enviar comida que no comía directamente de sus heladeras a las casas de
familias necesitadas; una página web en la que se pudieran donar horas de
voluntariado para una causa digna; una biblioteca móvil que recorriera barrios
empobrecidos y organizara cuentacuentos y actividades para niños. Cuando
estábamos casados, mi trabajo consistía en explicarle por qué todas sus
maravillosas aunque ingenuas ideas nunca podrían funcionar, pero ahora que
estábamos divorciados, podía limitarme a asentir y beber demasiado vino. Una
vez me emborraché tanto que pasé la noche en su casa, sobre la alfombra. Y
aunque ella seguía siendo tan hermosa como un ángel y yo seguía tan cachondo
como un bonobo y estaba tan solo como un
perro, no intenté nada. Cuando nos conocimos, creí que si hablábamos, nos
besábamos y teníamos sexo suficiente, algo de ella se me pegaría, y todas las
cosas que a ella le fascinaban y a mí me aburrían mortalmente me parecerían de
repente cautivadoras. Ella podría haber tenido pensamientos similares. Pero
ahora los dos teníamos claro que eso nunca ocurriría. Que yo seguiría amándola
con infinita bondad, y ella seguiría amando lo que fuera que hubiera encontrado
para amar en mí, y que eso era exactamente lo más lejos que llegaría:
sentimientos mutuos, cenas una vez a la semana y conversaciones inocentes que
sonaban como si estuvieran comprometidas con nuestro mundo pero que en realidad
flotaban un par de centímetros por encima de él.
Cuando
le dije a Gabriella que me había apuntado a la Patrulla de Barrio, se mostró
entusiasmada: "Seguro que allí conocerás a gente maja. La gente voluntaria
siempre es simpática". Las reuniones semanales eran lo más raro del mundo.
De las catorce personas que nos apuntamos, sólo yo y la instructora, Eva,
teníamos menos de sesenta años, y era como ir a una reunión de Scouts: un poco
de primeros auxilios, lecciones teóricas sobre cómo usar un arma e incluso algo
de Krav Maga, que Eva siempre insistía en demostrarme. Cuando empezamos a
salir, me dijo que era algo importante que me había perdido.
Eva
sólo tenía cuatro años más que yo, pero ya había hecho más de lo que yo
probablemente lograría en tres vidas. Había nacido en Buenos Aires, estudiaba
filosofía en la universidad, tenía licencia para pilotar un avión bimotor y
había realizado un curso de paracaidismo. También había viajado por todo el
mundo, enseñado español en Europa, inglés en Japón y japonés en Uruguay. Se
había trasladado a México ocho años antes, por un hombre. Se casaron, tuvieron
un hijo y se divorciaron. "Pero no un buen divorcio como el tuyo",
dijo, "el nuestro fue de la peor clase". Le dije que no existía el
buen divorcio, pero ella discrepó: "Claro que existe, sólo que eres
demasiado joven y malcriado para entenderlo".
Lo
primero por lo que Eva y su marido se pelearon después de separarse fue por su
hijo. El tribunal les concedió la custodia compartida, lo que significaba que
Eva tenía que quedarse en Ciudad de México. Luego se pelearon por el poco
dinero que tenían, y cuando terminaron de pelearse por eso, siguieron
encontrando otras cosas por las que pelearse, y no hubo una sola vez en la que
su marido viniera a recoger al niño que no terminara a gritos. Eva llamaba a su
marido "el burro", incluso delante del niño, y según sus historias,
él tenía apodos aún peores para ella.
Una
noche, en la cama, empezó a insultarlo de nuevo y le pregunté por qué se había
ido a vivir con él. Eva se lo pensó un momento, se río torpemente y dijo que
era simplemente porque era el polvo más alucinante. "He estado con
bastantes hombres", dijo, "¿pero con ese idiota? Fue celestial".
Después de eso, tuvimos sexo. Fue un polvo terrenal, pero bueno. Y luego me
dijo que, para mí 35 cumpleaños, en noviembre, nos había reservado un salto en
paracaídas en tándem. Estaría atado a ella durante todo el descenso, me
explicó, "y cuando se abra el paracaídas, por primera vez en tu confinada
y rígida vida, sentirás alivio". "¿Es eso lo que piensas de mi
vida?" pregunté, intentando sonar dolido. Eva me acarició el pelo del
pecho y dijo: "Has dejado que la gravedad te aplastara durante treinta y
cinco años, amigo. Es hora de soltarte".
Creo
que ésa fue la noche en que Eva se quedó embarazada. Se enteró unas semanas
después. Dijo que era su última oportunidad de tener otro hijo, y que, si era
algo que yo quería, pues estupendo, y que, si no, ella no lo forzaría, que
estaba dispuesta a abortar. Lo pensé durante dos días. Me imaginaba bañando al
bebé en la bañera, dándole largos paseos por el parque. También me imaginaba a
mí y a Eva teniendo peleas horribles, y a ella insultándome de forma humillante
delante de la niña. Le expliqué que un matrimonio era reversible, pero tener un
hijo no lo era. El hecho de que nos quisiéramos no garantizaba que fuéramos
felices juntos, y yo no quería arriesgarme a criar a una niña infeliz.
"Entonces, para asegurarnos de que no sea infeliz, ¿sugieres que la
matemos antes de que nazca?". preguntó Eva con una sonrisa triste. Luego
dijo: "Vale, llamaré a mi ginecólogo y pediré cita".
La llevé a la
clínica en el coche de un amigo. No hablamos en todo el
trayecto. De hecho, desde que le dije que quería que abortara, no nos habíamos
visto y apenas habíamos hablado. No es que hubiéramos roto oficialmente, pero
era obvio para ambos que era el final. La enfermera de la clínica nos recibió
con expresión hosca y nos dijo que había habido una pequeña complicación en el
último tratamiento y que se estaban retrasando. Le trajo a Eva un vaso de agua
y nos pidió que esperásemos pacientemente. Mientras estábamos allí sentadas,
Eva me recordó que dentro de cuatro semanas era mi cumpleaños. "Te enviaré
por correo electrónico el vale para el paracaidismo", me dijo, "no te
lo pierdas, es una experiencia increíble". Me di cuenta de que era su forma de decirme que no iba
a venir: no estaría allí conmigo cuando se abriera el paracaídas, cuando por
primera vez en mi vida sentiria alivio. Al cabo de dos horas, la
hosca enfermera se acercó y dijo que Eva era la siguiente y que debía seguirla
para ponerse una bata. Le pregunté si podía acompañarla, y la enfermera me dijo
que no se permitían acompañantes en la zona de operaciones y que la vería
después, en recuperación. Y entonces todo el edificio empezó a temblar. No duró mucho, pero me pareció una eternidad, y a
través de las ventanas pudimos ver cómo se derrumbaba un rascacielos de treinta
pisos. Daba
miedo. Quizá lo más aterrador
que había visto en mi vida, y en cuanto terminó, la enfermera gritó a todo el
mundo que evacuara el edificio inmediatamente.
Eva no abortó aquel día. Ella y yo pasamos la semana
siguiente al terremoto escarbando entre los escombros con un grupo de
voluntarios de Neighborhood Watch. Durante los tres primeros días apenas
hablamos, y al cuarto no apareció, y uno de los voluntarios me dijo que se iba
a someter a "un procedimiento médico". Cuando le pregunté al día
siguiente, se negó a decirme una palabra. No pudimos sacar a nadie con vida,
pero recuperamos muchos cadáveres. Uno de los edificios a los que nos enviaron
era en el que vivíamos Gabriella y yo. Todo el edificio se había derrumbado y,
cuando excavamos en él, temí encontrar el cadáver de alguien conocido: la
anciana Paula, o los hijos de la pareja de tacaños que había comprado nuestro
piso. "Te dije que tenías un buen divorcio", dijo Eva, y me dedicó su
sonrisa torcida. "Piénsalo: si Gabriella y tú siguierais juntos, ahora
estaría sacándote de entre los escombros". Cerré los ojos e intenté
imaginármelo, pero la única imagen que me vino a la mente fue la de aquel día
en la clínica, cuando la tierra tembló como si alguien allí arriba quisiera que
reconsiderara todo aquello.
El día de mi 35 cumpleaños hice paracaidismo. En lugar
de estar atado a Eva, estaba atado a un instructor de voz grave llamado Carlos.
Carlos era sordo, así que gritaba en vez de hablar. "¡No te
preocupes!", me gritó al oído un segundo antes de que saltáramos del
avión, "¡no tienes que hacer nada más que caer!". Caímos del avión
juntos como piedras. Recordé que Eva me había dicho una vez que, antes de cada
inmersión, se aseguraba de plegar ella misma el paracaídas y el paracaídas de
reserva. "Después de saltar de un avión con alguien cuyo paracaídas no se
abre, empiezas a plegar el tuyo", me había dicho. El suelo aún estaba
lejos, pero se acercaba rápidamente. Pronto se abriría el paracaídas, y a eso
podría seguirle el alivio. "¿Listo?"
gritó Carlos. Asentí con la cabeza. Tiró de la cuerda.
For Diego
Two days after
Gabriella and I broke up, I joined the Neighborhood Watch. When we lived
together, we had a clear division of labor: I took care of the bureaucratic
sides of life – banks, taxes, utility bills – and Gabriella was in charge of
everything to do with generosity and kindness – feeding stray cats; helping our
elderly, blue-haired neighbor, Paula; making a salami sandwich every morning
for the homeless addict on our street corner. Sometimes I thought it would be
good to switch for a while, even just for a week, so that while Gabriella was
at the bank arguing over mortgage payments, I could wander the streets doing
good deeds with a dreamy look on my face. But I didn’t suggest it. Not even
during our ugliest fights. I knew that just as Gabriella wouldn’t be any good
sitting through unpleasant meetings with the pocked-face deputy bank manager, I
didn’t have much talent as a do-gooder. Once I was on my own, though, I not
only had the usual struggle for daily survival, but I also had to take on the
grind of contributing to society. Volunteering with the Neighborhood Watch
might not have solved all of Mexico City’s problems, but it did a great job of
clearing my conscience.
We sold our apartment to a well-groomed couple with four polite and beautiful
children. When we’d bought it, we thought we were going to have a few kids of
our own one day, which is why we insisted on a big apartment. But we soon got
too busy working and fighting, and the plan to have kids was postponed. Still,
for the three years of our marriage, there wasn’t a day when I didn’t hate
myself for not pressuring Gabriella to have a child. I think that, deep down,
more than I wanted to live with her, I wanted a child from her. A living
creature who would have her beauty, generosity, and positivity, but also something
of me: a good-looking, tolerable version of myself.
The well-groomed
couple bled me dry. The woman argued over every peso, while her
husband walked around the apartment like a hunting dog, tapping on the walls to
locate invisible leaks. In the end we sold them the apartment for much less
than we’d bought if for, but it was enough to pay off our monstrous mortgage.
After the divorce,
Gabriella and I both moved into a cheaper neighborhood. I rented a one-bedroom
apartment on the seventh floor of a building with a doorman who must have been
a hundred. His father was a priest who’d fought in the Cristero War, and the
building had a creaky elevator that was even older than the doorman, which I
stopped using after I got stuck a few times. Gabriella lived a couple of blocks
away, in an equally tiny but better-lit and more civilized apartment. She put a
hand-woven Peruvian rug on her living room floor, planted wildflowers in boxes
outside every window, and even hung one of our wedding pictures on the
refrigerator door. I once asked her why, and she said my expression in the
photo made her laugh. “It’s our wedding day,” she said with a grin, “and look
at your face, your hunched shoulders, your straining – you look less like a
groom, more like someone with constipation.”
We had dinner together
every Tuesday, sometimes at a restaurant and sometimes at her place. While we
ate, she always told me stories about her work and about all her ideas for
philanthropic startups: an app that would let wealthy people send food they
weren’t eating straight from their fridges to the homes of needy families; a
website where you could donate volunteer hours for a worthy cause; a mobile
library that would drive around impoverished neighborhoods and hold story-times
and activities for kids. When we were married, my job was to explain to her why
all her wonderful yet naïve ideas could never work, but now that we were
divorced, I could just nod and drink too much wine. One time I got so drunk
that I spent the night at her place, on the rug. And even though she was still
as beautiful as an angel and I was still as horny as a bonobo and as lonely as
a dog, I didn’t try anything. When we’d first met, I believed that if we could
only talk, kiss and fuck enough, something about her would stick to me, and all
the things that fascinated her and bored me to death would suddenly seem
captivating. She might have had similar thoughts. But now it was clear to us
both that it would never happen. That I would keep loving her infinite
kindness, and she would keep loving whatever it was she’d found to love in me,
and that was exactly as far as it would go: mutual feelings, dinner once a
week, and innocent conversations that sounded as if they were engaging with our
world but in fact hovered a couple of inches above it.
* * *
When I told Gabriella
I’d joined the Neighborhood Watch, she was enthusiastic: “I bet you'll meet
some nice people there. People who volunteer are always nice.” The weekly
meetings were the weirdest thing in the world. Of the fourteen people who
joined, only me and the instructor, Eva, were under sixty, and it was like
going to a Scouts meeting: a little first aid, theory lessons on how to use a
weapon, and even some Krav Maga, which Eva always insisted on demonstrating on
me. When we started going out, she told me that was a heavy hint that I’d
missed.
Eva was only four
years older than me, but she’d already done more than I would probably achieve
in three lifetimes. She was born in Buenos Aires, studied philosophy at
university, was licensed to fly a twin-engine plane, and had completed a
sky-diving course. She’d also travelled all over the world, taught Spanish in
Europe, English in Japan, and Japanese in Uruguay. She’d moved to Mexico eight
years earlier, because of a man. They got married, had a child, and got
divorced. “But not a good divorce like yours,” she said, “ours was the worst
kind.” I told her there was no such thing as a good divorce, but she disagreed:
“Of course there is, you’re just too young and spoiled to understand.”
The first thing Eva
and her husband fought over after they split up was their son. The court gave
them joint custody, which meant Eva had to stay in Mexico City. Then they
fought over what little money they had, and after they were done fighting about
that, they kept finding other things to fight about, and there wasn’t a single
time her husband came to pick up the boy that didn’t end with a shouting match.
Eva called her husband ‘the donkey,’ even in front of the kid, and according to
her stories, he had even worse names for her.
One night in bed, she
started trashing him again and I asked why she’d moved in with him in the first
place. Eva thought for a moment, laughed awkwardly, and said it was simply
because he was the most mind-blowing fuck. “I’ve been with quite a few men,”
she said, “but with that asshole? It was celestial.” After that, we fucked too.
It was an earthly fuck, but a good one. And then she told me that for my 35th
birthday, in November, she’d booked us a tandem skydive. I would be tied to her
the whole way down, she explained, “And when the parachute opens, for the first
time in your confined, rigid life, you’ll sense relief.” “Is that what you
think about my life?” I asked, trying to sound hurt. Eva stroked the hair on my
chest and said, “You’ve let gravity crush you for thirty-five years, amigo.
It’s time to let go.”
I think that was the
night Eva got pregnant. She found out a few weeks later. She said it was her
last chance to have another child, and that if this was something I wanted,
then great, and if not, she wouldn’t force it, she was willing to have an abortion.
I thought about it for two days. I could picture myself bathing the baby in the
bathtub, taking her for long walks in the park. I also imagined me and Eva
having horrible fights, and her calling me humiliating names in front of the
girl. I explained to her that a marriage was reversible, but having a child was
something you couldn’t take back. The fact that we loved each other didn’t
guarantee that we could be happy together, and I didn’t want to risk raising an
unhappy child. “So to make sure she isn’t unhappy, you’re suggesting we kill
her before she’s born?” Eva asked with a doleful smile. Then she said, “Okay,
I’ll call my gynecologist and make an appointment.”
I drove her to the
clinic in a friend’s car. We didn’t talk the whole way. In fact, ever since I’d
told her I wanted her to get the abortion, we hadn’t seen each other at all and
had hardly spoken. It’s not that we’d officially broken up, but it was obvious
to both of us that it was the end. The nurse at the clinic greeted us with a
surly expression and said there’d been a slight complication in the last
treatment and they were running late. She brought Eva a glass of water and
asked us to wait patiently, and while we sat there, Eva reminded me that it was
my birthday in four weeks. “I’ll email you the skydive voucher,” she said,
“don’t miss out on it, it’s an incredible experience.” I realized that was her
way of telling me she wasn’t coming: she wouldn’t be there with me when the
parachute opened, when for the first time in my life I felt relief. After two
hours, the surly nurse came over and said Eva was next and she should follow
her to change into a gown. I asked if I could go with her, and the nurse said
chaperones weren’t allowed in the surgery area and that I would see her
afterwards, in recovery. And then the whole building started shaking. It didn’t
last long, but it felt like an eternity, and through the windows we could see a
thirty-floor skyscraper simply collapsing. It was scary. Maybe the scariest
thing I’d ever seen, and the second it was over, the surly nurse yelled at
everyone to evacuate the building immediately.
Eva did not get the
abortion that day. She and I spent the week after the earthquake digging
through the wreckage with a group of Neighborhood Watch volunteers. For the
first three days we barely spoke, and on the fourth day she didn’t turn up, and
one of the volunteers told me she was having “a medical procedure.” When I
asked her about it the next day, she refused to say a word to me. We weren’t
able to get anyone out alive, but we did recover a lot of bodies. One of the
buildings we were sent to was the one Gabriella and I used to live in. The
entire building had crumbled, and when we dug through it, I was afraid to find
the body of someone I knew: the elderly Paula, or the kids of the cheapskate
couple who’d bought our apartment. “I told you you had a good divorce,” said
Eva, and gave me her crooked smile, “think about it: if you and Gabriella were
still together, I’d be digging you out of the rubble now.” I closed my eyes and
tried to imagine that, but the only picture that came to my mind was from that
day at the clinic, when the earth shook as if someone up there wanted me to
reconsider the whole thing.
On my 35th birthday, I
went skydiving. Instead of being tied to Eva, I was tied to a gravelly-voiced
instructor named Carlos. Carlos was hard of hearing, so he shouted instead of
talking. “Don’t worry!” he screamed into my ear a second before we jumped out
of the plane, “you don’t need to do anything except fall!” We dropped from the
plane together like stones. I remembered Eva once telling me that before every
dive, she made sure to fold the parachute and the reserve parachute herself.
“After you jump out of a plane with someone whose parachute doesn’t open, you
start folding your own,” she’d said. The ground beneath me was still far away
but it was getting closer fast. Soon the parachute would open, and that might
be followed by the relief. “Ready?” Carlos yelled. I nodded. He pulled the
string.
jueves, 15 de febrero de 2024
Esta noche en Samarcanda , fabula de origen persa
La
historia más célebre que se refiere a la muerte es de origen persa. Así la
cuenta Farid ud-Din Attar.
Una mañana, el califa de una gran ciudad vio que su primer visir se presentaba
ante él en un estado de gran agitación. Le preguntó por la razón de aquella
aparente inquietud y el visir le dijo:
—Te lo suplico, deja que me vaya de la ciudad hoy mismo.
—¿Por qué?
—Esta mañana, al cruzar la plaza para venir a palacio, he notado un golpe en el
hombro. Me he vuelto y he visto a la muerte mirándome fijamente.
—¿La muerte?
—Sí, la muerte. La he reconocido, toda vestida de negro con un chai rojo. Allí
estaba, y me miraba para asustarme. Porque me busca, estoy seguro. Deja que me
vaya de la ciudad ahora mismo. Cogeré mi mejor caballo y esta noche puedo
llegar a Samarkanda.
—¿De verdad que era la muerte? ¿Estás seguro?
—Totalmente. La he visto como te veo a ti. Estoy seguro de que eres tu y estoy
seguro de que era ella. Deja que me vaya, te lo ruego.
El califa, que sentía un gran afecto por su visir, lo dejó partir. El hombre
regresó a su morada, ensilló el mejor de sus caballos y, en dirección a
Samarkanda, atravesó al galope una de las puertas de la ciudad.
Un instante después el califa, a quien atormentaba un pensamiento secreto,
decidió disfrazarse, como hacía a veces, y salir de su palacio. Solo, fue hasta
la gran plaza, rodeado por los ruidos del mercado, buscó a la muerte con la
mirada y la vio, la reconoció. El visir no se había equivocado lo más mínimo.
Ciertamente era la muerte, alta y delgada, vestida de negro, con el rostro
medio cubierto por un chai rojo de algodón. Iba por el mercado de grupo en
grupo sin que nadie se fijase en ella, rozando con el dedo el hombro de un
hombre que preparaba su puesto, tocando el brazo de una mujer cargada de menta,
esquivando a un niño que corría hacia ella.
El califa se dirigió hacia la muerte. Esta, a pesar del disfraz, lo reconoció
al instante y se inclinó en señal de respeto.
—Tengo que hacerte una pregunta —le dijo el califa en voz baja.
—Te escucho.
—Mi primer visir es todavía un hombre joven, saludable, eficaz y probablemente
honrado. Entonces, ¿por qué esta mañana cuando él venía a palacio, lo has
tocado y asustado? ¿Por qué lo has mirado con aire amenazante?
La muerte pareció ligeramente sorprendida y contestó al califa:
—No quería asustarlo. No lo he mirado con aire amenazante. Sencillamente,
cuando por casualidad hemos chocado y lo he reconocido, no he podido ocultar mi
sorpresa, que él ha debido tomar como una amenaza.
—¿Por qué sorpresa? —preguntó el califa.
—Porque —contestó la muerte— no esperaba verlo aquí. Tengo una cita con él esta noche en Samarkanda.
sábado, 9 de diciembre de 2023
Diti Ronen (1952, Tel Aviv, Israel)
Pesadillas
1. escribo, vale decir, intento hacerlo
Separar un abismo de otro,
oscuridad de oscuridad,
dolor de dolor.
Separar un temor de otro,
miedos de miedos,
preocupaciones.
Separar una angustia de otra angustia
un apremio de otro,
silencios entre sí.
Diferenciar un mundo de otro mundo
encontrar el camino
volver a mí.
Tal vez las palabras
triunfen
retomen sus lugares:
el llanto de un bebé
será sólo
el llanto de un bebé
y golpes en la puerta
serán simples
golpes en la puerta.
2.
de pronto, en mitad de esta maldita guerra
El lastimoso piar
de un pajarito
desgarra
el silencio nocturno
e intento hallar mi rumbo
descalza, hasta el árbol,
para salvarlo
en medio de la gran oscuridad
que nos rodea.
Traducción: Gerardo Lewin
viernes, 24 de noviembre de 2023
Yevgueni Yevtushenko ( Nizhneúdinsk, provincia de Irkutsk, 1932-Tulsa, Oklahoma; 2017)
Intentando Maldecir
Acercándome una vez a la búsqueda de lo eterno Y Dios nos perdona y nos arrulla Es claro que sus propias criaturas asustan a Dios. Si él pudiera hacerse inmaterial Pero esconderse no tiene sentido para él Y cuando descuidemos nuestras propias obligaciones, |