martes, 28 de octubre de 2025

" Cómo hacemos la guerra " de Keret, Etgar Un cuento del libro : Los siete años de abundancia




Cómo hacemos la guerra

 

Ayer llamé a la gente de la compañía telefónica para gritarles. El día antes, mi amigo me contó que había llamado y les había gritado un poco, amenazándolos con cambiar de proveedor. Y ellos inmediatamente le bajaron el precio 50 shékels al mes. «¿Te lo puedes creer? —me dijo mi amigo entusiasmado—. Hablas con ellos cinco minutos cabreado y te ahorras 600 shékels al año.» La operadora del servicio de Atención al Cliente se llamaba Tali. Escuchó en silencio todas mis quejas y amenazas y, cuando terminé, me dijo con una voz ronca y profunda: —Señor, ¿no le da vergüenza? Estamos en guerra. A la gente la están matando. Están cayendo misiles en Haifa y Tiberíades, y ¿en lo único que piensa usted es en sus 50 shékels? Había algo en lo que dijo, algo que me hizo sentir ligeramente incómodo. Me disculpé enseguida y la noble Tali me perdonó al instante. Al fin y al cabo, en tiempos de guerra no se trata de guardarle rencor a uno de los tuyos. Esa tarde decidí probar la efectividad del argumento de Tali con un taxista cabezota que se negaba a llevarnos a mí y a mi hijo en su taxi, porque no había llevado conmigo la sillita para el coche. —¿No le da vergüenza? —dije, tratando de citar a Tali con la mayor precisión posible—. Estamos en guerra. A la gente la están matando. Están cayendo misiles en Haifa y Tiberíades, y ¿en lo único que piensa usted es en la silla para el coche? El argumento también funcionó en este caso y el conductor, avergonzado, se disculpó rápidamente y me indicó que me montara. Cuando llegamos a la autopista, en parte a mí, en parte a sí mismo, dijo: «Esta guerra es de verdad, ¿eh?». Y después de dar un largo suspiro, añadió nostálgicamente: «Justo como en los viejos tiempos». Ahora ese «Justo como en los viejos tiempos» sigue resonando en mi cabeza y, de repente, veo todo el conflicto con el Líbano bajo una luz completamente distinta. Echando la vista atrás, intentando recrear mis conversaciones con amigos preocupados por esta guerra con el Líbano, por los misiles iraníes, por las maquinaciones sirias y la suposición de que el líder de Hezbollah, Sheik Hassan Nasrallah, tiene la capacidad de atacar cualquier lugar del país, incluso Tel Aviv, me doy cuenta de que había un pequeño resplandor en los ojos de casi todos, una especie de respiro de alivio inconsciente. Y no, no es que nosotros, los israelíes, anhelemos la guerra, la muerte o el dolor, pero sí anhelamos esos «viejos tiempos» de los que hablaba el taxista. Anhelamos una guerra de verdad que reemplace todos esos agotadores años de Intifada, cuando nada era blanco ni negro, solo gris; cuando no nos enfrentábamos a ejércitos, sino a jóvenes resueltos cargando cinturones de explosivos; años en los que el aura del valor dejó de existir, reemplazada por largas colas de gente que esperaba en nuestros puestos de control, mujeres a punto de dar a luz y ancianos luchando por resistir el sofocante calor. De pronto, la primera salva de misiles nos devolvió esa sensación familiar de guerra contra un enemigo despiadado que ataca nuestras fronteras, un enemigo realmente feroz, no uno que lucha por su libertad y autodeterminación, no del tipo que nos hace tartamudear y nos sume en la confusión. Volvemos a estar seguros de la pertinencia de nuestra causa y regresamos a la velocidad de la luz al seno del patriotismo que casi habíamos abandonado. De nuevo, somos un pequeño país rodeado de enemigos, luchando por nuestras vidas; no un país fuerte, invasor, obligado a luchar diariamente contra la población civil. Así que, ¿es de extrañar que todos nos sintamos secretamente un poco aliviados? Dadnos Irán, dadnos un pellizco de Siria, dadnos un poco de Sheik Nasrallah y los devoraremos de un bocado. Al fin y al cabo, no somos mejores que los demás resolviendo ambigüedades morales. Pero siempre hemos sabido cómo ganar una guerra


martes, 30 de septiembre de 2025

Rosita Kalina (1934 San Jose de Costa Rica-2005)

 




Soy de la tribu de Yehudá

La de mis abuelos y bisabuelos.

La de Salomón, de Jesús y Einstein.

Por no citar a Freud,

cuyo valioso secreto cabalístico

saltó a la silla del terapeuta.

No perdono los miles de holocaustos

que en nombre de fementidas verdades

se urdieron contra mi pueblo,

contra otros pueblos antiquísimos,

más sabios que la ley del blanco.

Me horroriza el hombre integrado

a religiosas guerras.

Que somos uno en la inmensa nave

madre tierra, que nos transporta

a ilimitadas dimensiones.

Que todos respiramos un mismo destino.

Soy universal. Simplemente una mujer

que se atreve a soñar con una hermandad

de almas y de alas.

Precisamente por mi origen,

comprendo bien la tristeza de otros

venidos a menos por color o ángulo de los ojos.

¡Que venga la era del hombre,

maravilloso ser que puebla la existencia!

En él veo único, irrepetible,

mi orgullo de ser mujer.

También amo al animal y a las plantas

que vivan mis soledades.

Soy judía. Tersa hasta la caricia.

Amorosa hasta el éxtasis.

 

sábado, 27 de septiembre de 2025

Extracto °De repente en lo profundo del bosque" Libro de Amos Oz





 Era un pez pequeño, un pececillo, como de medio dedo de largo, y tenía escamas de plata, delicadas aletas de encaje y branquias transparentes y temblorosas. Un ojo de pez redondo y abierto de par en par los miró a los dos un momento como si estuviese insinuando a Maya y a Mati que todos nosotros, todos los seres vivos de este planeta, personas y animales, aves, reptiles y peces, somos en realidad muy parecidos, a pesar de las muchas diferencias que hay entre nosotros: casi todos tenemos ojos para ver formas, movimientos y colores, y casi todos oímos sonidos y ecos, o al menos sentimos los cambios de luz y oscuridad a través de nuestra piel. Y todos percibimos y clasificamos sin cesar olores, sabores y sensaciones. 

Y no sólo eso: todos nosotros sin excepción nos asustamos en algún momento, e incluso nos embarga el pánico, y a veces todos estamos cansados, o hambrientos, y hay cosas que a todos y cada uno de nosotros nos atraen y cosas que nos repelen y nos provocan inquietud y repugnancia. Además, todos nosotros sin excepción somos muy vulnerables. Y todos, personas, reptiles, insectos y peces, dormimos, nos despertamos y volvemos a dormirnos y a despertarnos, todos nos esforzamos por estar a gusto, ni con mucho calor ni con mucho frío, todos sin excepción intentamos casi siempre cuidarnos y protegernos de todo aquello que corta, muerde o pica. Para todos nosotros es muy fácil aplastar. Y todos, pájaros y gusanos, gatos, niños y lobos, intentamos estar lo más precavidos posible ante el dolor y el peligro, y a pesar de todo nos arriesgamos muchas veces al salir una y otra vez a buscar comida, diversión y también aventuras, sensaciones, poder y placer.


- Hasta el punto -dijo Maya después de pensar un rato sobre eso-, hasta el punto de que puede decirse que todos sin excepción estamos en el mismo barco: no sólo todos los niños, no sólo todo el pueblo, no sólo todos los seres humanos, sino también todos los seres vivos. Todos nosotros. Y aún no estoy segura de cuál es la respuesta correcta a la pregunta ¿las plantas son también parientes lejanos nuestros?

lunes, 22 de septiembre de 2025

Pablo Neruda (Parral , Chile , 1904-Santiago 1973)



 Cuánto vive el hombre, por fin?

Vive mil días o uno solo?
Una semana o varios siglos?
Por cuánto tiempo muere el hombre?
Qué quiere decir "Para siempre"?

Preocupado por este asunto
me dediqué a aclarar las cosas.

Busqué a los sabios sacerdotes,
los esperé después del rito,
los aceché cuando salían
a visitar a Dios y al Diablo.

Se aburrieron con mis preguntas.
Ellos tampoco sabían mucho,
eran sólo administradores.

Los médicos me recibieron,
entre una consulta y otra,
con un bisturí en cada mano,
saturados a aureomicina,
más ocupados cada día.
Según supe por lo que hablaban
el problema era como sigue:
nunca murió tanto microbio,
toneladas de ellos caían,
pero los pocos que quedaron
se manifestaban perversos.

Me dejaron tan asustado
que busqué a los enterradores.
Me fui a los ríos donde queman
grandes cadáveres pintados,
pequeños muertos huesudos,
emperadores recubiertos
por escamas aterradoras,
mujeres aplastadas de pronto
por una ráfaga de cólera.
Eran riberas de difuntos
y especialistas cenicientos.

Cuando llegó mi oportunidad
les largué unas cuantas preguntas,
ellos me ofrecieron quemarme:
era todo lo que sabían.

En mi país los enterradores
me contestaron, entre copas:
"-Búscate una moza robusta,
y déjate de tonterías".

Nunca vi gentes tan alegres.
Cantaban levantando el vino
por la salud y la muerte.
Eran grandes fornicadores.

Regresé a mi casa más viejo
después de recorrer el mundo.

No le pregunto a nadie nada.

Pero sé cada día menos.

sábado, 13 de septiembre de 2025

Sara Herrera Peralta (Trebujena, Andalucía, 1980)






 Contra este mundo

Pues más allá de nuestro sueño
las palabras, que no nos pertenecen,
se asocian como nubes
que un día el viento precipita
sobre la tierra
para cambiar, no inútilmente, el mundo.

                                                                                                                           José Ángel Valente

 

De qué sirve un país muerto de tristeza,
un pájaro queriendo
volar en una jaula,
tener apego a algo
que mañana no tendremos.

De qué sirve la flor oscura, el poema,
la madeja deshecha,
un lugar en el mundo
cuando ya no es tu casa.

Hay días como puñales
en que los habitantes se hartan del miedo
y del fondo frío y fragmentado
de esta ciudad que nos retiene.

No sirve de nada.
En tiempos de horror y abatimiento
reclamo la alegría
como arma y sostén
contra este mundo.

 

 

Del poemario Hombres que cantan nanas al amanecer y comen cebolla (La Bella Varsovia)


 Anda y sueña


¿Por qué te vas tan lejos?,
me preguntó la abuela.
Tengo que trabajar, le dije.

Nosotros también nos fuimos,
igual nuestros hermanos:
ellos no volvieron.

Te vas tan joven y sola, decía,
serás extranjera.
Y señaló el mapa.

¿Por qué te vas tan lejos?,
repetía, con lo bien que estabas
aquí – coche, hipoteca, préstamo –.

Voy a buscar una vida grande, abuela.
Y la abuela me miró a los ojos,
acariciando mi cara con sus manos:

que el viaje no sea duro,
que el país sea una casa,
que los amigos te duren para siempre.

 

Del poemario Hay una araña en mi clavícula (La Garúa)

 

Juan Jose Saer( Serodino1935 - Paris 2005)

 




Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió una vez que en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo.

Por alguna razón -muerte, olvido, fuga precipitada, embargo- el diario había quedado ahi, y el comerciante, experto en construcción de muebles, lo había encontrado por casualidad al palpar el respaldo para probar su solidez.
Ese día se quedó hasta tarde en el negocio abarrotado de camas, sillas, mesas y roperos, leyendo en la trastienda el diario íntimo a la luz de la lámpara, inclinado sobre el escritorio.
El diario revelaba, día a día, los problemas sentimentales de su autora, y el mueblero, que era un hombre inteligente y discreto, comprendió enseguida que la mujer había vivido disimulando su verdadera personalidad y que por un azar inconcebible, el la conocía mucho mejor que las personas que habían vivido junto a ella y que aparecían mencionadas en el diario.
El mueblero se quedó pensativo. Durante un buen rato, la idea de que alguien pudiese tener en su casa, al abrigo del mundo, algo escondido -un diario, o lo que fuese-, le parecía extraña, casi imposible, hasta que unos minutos después, en el momento en que se levantaba y empezaba a poner en orden su escritorio antes de irse para su casa, se percató, no sin estupor, de que él mismo tenía, en alguna parte, cosas ocultas de las que el mundo ignoraba la existencia.
En su casa, por ejemplo, en el altillo, en una caja de lata desimulada entre revistas viejas y trastos inútiles, el mueblero tenía guardado un rollo de billetes, que iba engrosando de tanto en tanto, y cuya existencia hasta su mujer y sus hijos desconocían; el mueblero no podía decir de un modo preciso con qué objeto guardaba esos billetes, pero poco a poco lo fue ganando la desagradable certidumbre de que su vida entera se definía no por sus actividades cotidianas ejercidads a la luz del día, sino por ese rollo de billetes que se carcomía en el desván. Y que de todos los actos, el fundamental era, sin duda, el de agregar de vez en cuando un billete al rollo carcomido.
Mientras encendía el letrero luminoso que llenaba de una luz violeta el aire negro por encima de la vereda, el mueblero fue asaltado por otro recuerdo: buscando un sacapuntas en la pieza de su hijo mayor, había encontrado por casualidad una serie de fotografías pornográficas que su hijo escondía en el cajón de la cómoda. El mueblero las había vuelto a dejar rápidamente en su lugar, menos por pudor que por el temor de que su hijo pensase que el tenía la costumbre de hurgar en sus cosas.
Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la cabeza la idea de que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y tan profundamente hundido que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la tortura podría hacérselo confesar.
El mueblero sintió una especie de vértigo. No era el miedo banal a ser traicionado o estafado lo que le hacía dar vueltas en la cabeza como un vino que sube, sino la certidumbre de que, justo cuando estaba en el umbral de la vejez, iba tal vez a verse obligado a modificar las nociones mas elementales que constituían su vida.
O lo que el había llamado su vida: porque su vida, su verdadera vida, según su nueva intuición, transcurría en alguna parte, en lo negro, al abrigo de los acontecimientos, y parecía mas inalcanzable que el arrabal del universo.

domingo, 7 de septiembre de 2025

Extracto del libro : " Veinticuatro horas en la vida de una mujer" de Stefan Zweig

 


Y digo con gran atención, la que mi difunto esposo me había enseñado en cierta ocasión en la que, cansada de mirar, me quejé de que me aburría viendo siempre las mismas caras: mujeres ancianas y marchitas que permanecían sentadas allí durante horas en sus sillones, antes de que se atrevieran a apostar una ficha; astutos profesionales y las cocottes de la mesa de juego, toda esa sociedad cuestionable y avejentada que, ya sabe, es significativamente menos pintoresca y romántica de lo que siempre se describe en novelas miserables, como si fuera la fleur d’élégance y de la aristocracia de Europa. Y que conste que hace veinte años el casino era infinitamente más atractivo de lo que lo es hoy en día; en aquel entonces todavía rodaba el dinero en efectivo, el dinero tangible y visible, en billetes crujientes, en napoleones de oro, o en insolentes monedas de cinco francos, mientras hoy en el pomposo sancta sanctorum del juego, recientemente construido según la última moda, un público burgués de Viajes Cook pulveriza en vano aburridas fichas de juego carentes de todo carácter. Pero ya entonces encontraba muy poca atracción en esta monotonía de rostros indiferentes hasta que mi esposo, cuya pasión privada era la quiromancia, la  interpretación de las manos, me mostró una forma muy especial de observar aquel entorno, de hecho mucho más interesante, mucho más excitante y tenso que el desordenado y mero ir de mesa en mesa, a saber: no mirar nunca a la cara, sino solo el cuadrado de la mesa y allí, a su vez, solo observar las manos de la gente, ver su peculiar comportamiento. No sé si usted ha tenido la oportunidad de observar con sus propios ojos esos tapetes verdes, ese verde cuadrilátero en cuyo centro la bola va tropezando como un borracho de número en número y, dentro de los campos delimitados por cuadrados, caen girando, como si fuera una siembra, trozos de papel o redondas piezas de plata y oro, que a continuación el rastrillo del croupier con un crujido estridente como el de una guadaña o bien los recoge o bien los agavilla para el ganador. Desde este posicionamiento de perspectiva, lo único que cambia son las manos, las numerosas manos que, pálidas y siempre en movimiento, están expectantes en torno a la mesa verde, asomando desde las cuevas cambiantes de una manga, cada una de las cuales es un animal depredador al acecho, cada una diferente en forma y color: algunas limpias y otras enjaezadas con anillos y cadenas que tintinean; algunas peludas como de animales salvajes y otras húmedas y torcidas como anguilas, pero todas vibrantes y presas de una inmensa impaciencia. Siempre, de manera instintiva me venía a la mente la imagen de una pista de carreras, en la que, al comienzo, los excitados caballos son dominados a duras penas para que no salgan disparados antes de tiempo: de igual manera tiemblan, se agitan y piafan esas manos. A través de esas manos, por la forma cómo esperan, cómo agarran y flaquean se puede reconocer a cualquiera: al codicioso por el agarrotamiento; al derrochador por la soltura; al calculador por la calma; el desesperado por la muñeca temblorosa. Cientos de caracteres se manifiestan de inmediato a través del gesto de cómo agarran el dinero, ya sea que alguien se desmorone o se doble nerviosamente o que, agotado, con las palmas cansadas, las pose mientras la ruleta está circulando. En el juego, el hombre se manifiesta a sí mismo con una docena de palabras, lo sé, pero le digo que sus propias manos le traicionan aún más claramente durante el juego. Debido a que todos o casi todos los jugadores que están apostando pronto han aprendido a domeñar sus rostros, por encima del cuello de su camisa usan la fría máscara de la impasibilidad, fuerzan el gesto alrededor de la boca, y dominan su excitación apretando los dientes, mientras con sus ojos niegan la evidente inquietud, suavizan los músculos del rostro que se abren en una indiferencia artificial, elegantemente estilizada. Pero, debido a que precisamente toda su atención se concentra espasmódicamente en dominar su rostro como la parte más visible de su ser, se olvidan de sus manos y no se dan cuenta de que hay personas que adivinan a través de ellas todo lo que, arriba, sus labios, rizados por una sonrisa, y sus miradas, aposta impasibles, quieren esconder. Pero sus manos manifiestan de una manera descarada su más profunda intimidad. Porque inevitablemente llega un momento en el que todos esos dedos, a duras penas dominados, aparentemente dormidos, se arrancan de su noble indiferencia. En el segundo ardiente en que la bola de la ruleta cae en la pequeña casilla y se canta el número ganador, en ese preciso segundo cada una de esas cien o quinientas manos hace de manera instintiva un movimiento personalísimo, individual que responde a un instinto primigenio. Y si estás acostumbrado a observar ese estadio en el que son las manos las que compiten, tal y como mi esposo me enseñó esta especie de hobby, el estallido, siempre diferente e inesperado, de temperamentos es más emocionante que el teatro o los conciertos. No puedo enumerarle en absoluto cuántas variedades de manos hay: las hay de bestias salvajes, con dedos peludos y torcidos que atrapan el dinero como una araña; las hay nerviosas, temblorosas, con uñas pálidas que apenas se atreven a tocarlo; las hay nobles y bajas, brutales y tímidas, astutas, y otras que parecen vacilar, pero cada una actúa de manera diferente, pues cada uno de estos pares de manos expresa una vida particular, a excepción de los cuatro o cinco de los croupiers. Las de estos son máquinas perfectas que, en comparación con las otras, vivas hasta el extremo, funcionan con una precisión objetiva y profesional, y actúan con una total indiferencia como si se tratara de cajas registradoras que se cierran con su sonido metálico. Pero incluso estas manos sobrias impresionan tanto más profundamente gracias al contraste con sus hermanas, que están apasionadamente avizor. Podría decirse que es como si estuvieran con diferente uniforme, como agentes de policía en medio de una enardecida revuelta popular que crece. A esto se añade el incentivo personal que supone el que a los pocos días uno ha podido familiarizarse con las múltiples costumbres y pasiones de las manos individuales. Después de unos días ya había trabado conocimiento con algunas de ellas y, como si fueran personas, las dividí en simpatizantes y hostiles; algunas me repugnaban tanto por su picardía y codicia que siempre apartaba la mirada de ellas como si de una indecencia se tratara. Pero cada nueva mano en la mesa era una experiencia y una curiosidad para mí: a menudo me olvidaba de observar la cara, que, arriba, sujeta al cuello, permanecía impasible como una fría máscara social puesta encima de la camisa del smoking o una brillante pechera