domingo, 25 de junio de 2023

Wakefield de Nathaniel Hawthorne

 



 

En un periódico antiguo o en una vieja revista leí hace algún tiempo cierta historia, que se relataba como verdadera, según la cual un hombre —llamémosle Wakefield— se había ausentado de la casa que compartía con su esposa. El caso así expuesto no es, puede decirse, poco común, ni puede considerarse como absurdo o reprobable sin conocer los detalles y circunstancias de la situación de los protagonistas. Sin embargo, la historia que leí constituye, sin duda, si no el más grave, sí el más extraño caso de conducta marital de todos los que han llegado a mi conocimiento, y a la vez la extravagancia más increíble y notable de todas las que jamás haya cometido un hombre. El matrimonio al que me refiero vivía en Londres. El marido notificó que debía emprender un viaje, tomó en alquiler un cuarto de la calle inmediata a la suya y aquí, inadvertido por su esposa y por sus amigos, y sin que hubiera razón para tal comportamiento, permaneció durante veinte años. En el curso de su ausencia caminó día tras día enfrente de su casa y observó a menudo a Mrs. Wakefield a través de sus ventanas. Después de esta laguna en su dicha matrimonial, cuando su muerte era tenida por cierta, después de que se había designado su herencia, de que había desaparecido su nombre de la memoria de los vivos y de que su esposa se había resignado a una prematura viudez, un buen día el desaparecido atravesó el umbral de su casa, como si volviera de una ausencia de uno o dos días y fue hasta su muerte un esposo amante y ejemplar. Estos hechos son todo lo que recuerdo de la historia. El caso, por extraño que sea, creo que merece la simpatía generosa de todo el mundo. Todos nosotros sabemos que ninguno en particular cometeríamos semejante locura, pero todos nos percatamos a la vez de que es posible que otro la cometiera. A mí, al menos, los hechos se me presentan una y otra vez en la mente, provocando en mis sentimientos una suerte de asombro, pero siempre acompañados por la certeza de que la historia tiene que haber sido verdadera, delineándose a su lado una cierta concepción del carácter y naturaleza del protagonista. Siempre que un asunto se aferra de esta manera al pensamiento, puede decirse que está bien empleado el tiempo en que se reflexiona sobre él. Si el lector quiere pensar por su cuenta en este punto, dejémosle entregado a sus propias meditaciones; si, por el contrario, prefiere acompañarme a través de los veinte años que duró la ausencia de Wakefield, sea bienvenido. Pensemos que el extraño sucedido debe tener una moraleja —aunque nosotros no logremos encontrarla— y que será posible trazar límpidamente sus contornos y condensarla al final de nuestro relato. ¿No tiene todo pensamiento su eficacia y todo hecho asombroso su moraleja? ¿Qué clase de hombre era Wakefield? Estamos en libertad para llevar adelante, nuestra propia idea al darle ese nombre. Cuando comienza nuestra historia, Wakefield se encuentra en el meridiano de su vida; sus afectos matrimoniales, nunca violentos, se habían serenado convirtiéndose en un sentimiento habitual y tranquilo; de todos los maridos, puede decirse que era el más constante, porque una cierta lentitud hacía que su corazón permaneciera allí, donde se había detenido una vez. Era intelectual, pero no en el sentido profesional, de la palabra; sus pensamientos raras veces eran tan intensos como para plasmarse en palabras. La imaginación —entendida en su verdadero sentido— no figuraba entre los atributos de Wakefield. Con un corazón frío, pero no depravado ni inconstante, con una mente nunca enfebrecida por pensamientos turbulentos ni paralizada por afanes de originalidad, ¿quién hubiera podido profetizar que nuestro héroe iba a conquistar por sí mismo un lugar de primer orden entre todos los excéntricos del mundo entero? Si se hubiera preguntado a sus amistades quién era el hombre en Londres del que podía decirse con certeza que cada día hacía cosas que se olvidaban al día siguiente, todos hubieran pensado inmediatamente en Wakefield. Sólo su esposa tal vez hubiera dudado. Aun sin haber analizado su carácter, Mrs. Wakefield se había percatado de un cierto amor propio que se había introducido en la mente inactiva de su esposo, de una especie singular de vanidad, la peor de las cualidades, de una tendencia leve a la superchería, que raras veces se había manifestado de otra forma que en el malentendimiento de algunos secretos nimios y sin ninguna importancia; y, finalmente, de lo que ella misma llamaba “un algo extraño” en su marido. Esta última cualidad es indefinible y es probable incluso que no existiera. Imaginemos a Wakefield despidiéndose de su esposa. Estamos en el atardecer de un día de octubre. Su equipaje consiste en una bufanda de un gris amarillento, un sombrero cubierto por una tela impermeable, botas altas, un paraguas en la mano y una ligera maleta en la otra. Dijo a su esposa que piensa tomar la diligencia de la noche y dirigirse al campo. Mrs. Wakefield hubiera querido preguntarle cuánto duraría su ausencia, su objeto y cuándo regresaría, pero indulgente con la inocente afición al misterio que caracteriza a su marido, se contenta con interrogarlo con la mirada Wakefield a su vez le advierte que no lo espere desde luego en la diligencia de regreso y que piensa estar ausente tres o cuatro días; en todo caso, podría contar con él para la cena del viernes próximo. Wakefield mismo —esto debemos tenerlo presente— no sabe lo que hará. Tiende sus manos a Mrs. Wakefield y ésta le entrega las suyas, cambian un beso de despedida a la manera rutinaria que corresponde a un matrimonio de diez años, y así tenemos a Wakefield dispuesto a intrigar a su esposa con la ausencia de una semana. Después de que la puerta se ha cerrado tras de él, su esposa vuelve a abrirla un poco y ve a través de la apertura el rostro de su esposo sonriendo y desapareciendo inmediatamente. En aquel momento, este hecho insignificante se desvanece sin dejar rastro. Mucho más tarde, sin embargo, cuando había sido más años viuda que esposa, aquella sonrisa vuelve y se mezcla con todos los recuerdos de su marido. En sus largos ratos de ocio, la esposa abandonada decora aquella sonrisa con toda una especie de fantasías que la hacen extraña y repulsiva. Si imagina, por ejemplo, a su esposo en un ataúd, aquella mirada de despedida se encuentra helada en sus rasgos lívidos; si en cambio lo imagina en el cielo, su espíritu sagrado muestra todavía una sonrisa tranquila y enigmática. Es el recuerdo de esta sonrisa, también, lo que hace que, mientras todos los demás lo han dado ya por muerto hace mucho tiempo, Mrs. Wakefield dude a veces de esto y se resista a creerse verdaderamente una viuda. Pero quien nos importa es Mr. Wakefield. Debemos correr detrás de él, a lo largo de la calle, antes de que pierda su individualidad y se mezcle y desaparezca en la gran masa de la vida de Londres. Una vez aquí, será en vano que lo busquemos. Sigámosle pues sin perderlo de vista hasta que después de varios rodeos y caminatas inútiles lo encontramos confortablemente sentado al calor de la chimenea en un cuarto que reservó previamente. Este lugar se encuentra en la calle inmediata a la casa de Wakefield, y lo encontramos en su primer día de ausencia; no puede concebir la buena suerte que lo ha acompañado hasta ahora y gracias a la cual ha podido pasar inadvertido; piensa en un momento en que la multitud lo empujó justamente debajo del resplandor de un farol iluminado; piensa en que en un momento le pareció escuchar algunos pasos que seguían a los suyos y que se distinguían perfectamente del paso monótono del resto de la gente y piensa, finalmente, en el momento en que oyó una voz llamando a alguien a gritos y que le pareció que pronunciaba su propio nombre. No hay duda de que detrás de él había una docena de agentes que lo delatarán ante su esposa. ¡Pobre Wakefield! ¡Cuánto desconoces tu propia insignificancia en el seno de este mundo! Ninguna mirada ni ningún rostro humano han seguido tu ruta. Duerme tranquilamente y mañana por la mañana, si quieres proceder sensatamente, reintégrate al lado de Mrs. Wakefield y confiesa toda la verdad. No te apartes, ni siquiera por una semana, del lugar que tienes por derecho propio en su corazón casto y sereno. Si ella llegara a suponer por un solo momento que moriste separado de ella, pronto te darías cuenta para tu desdicha de que un cambio se había operado en tu esposa, un cambio quizás para siempre, y es muy peligroso producir una fisura en los afectos humanos, no porque la herida se mantenga durante mucho tiempo abierta, sino porque se cierra tan rápidamente... Casi arrepentido de su travesura —o como quiera llamarse a su actitud—, Wakefield se acostó temprano. Al despertar de su primer sueño, extendió los brazos en el amplio y solitario lecho: —No —pensó cobijándose de nuevo—. Esta es la última noche que duermo solo. A la mañana siguiente se levantó más temprano que de costumbre y se detuvo un momento para considerar qué era lo que realmente se proponía hacer. Tan desintegrados y vagos son los caminos de su pensamiento, que ha tomado este singular propósito en que se halla envuelto, con la conciencia de hacer algo, pero incapaz de definirlo incluso para su propia consideración. El proyecto impreciso y el esfuerzo convulso con que trata de ejecutarlo, son característicos de un hombre débil. Wakefield analiza y examina, no obstante, sus ideas, con toda la minuciosidad posible, se interesa por conocer los efectos que su decisión ha causado: cómo soportará su esposa los efectos de la viudez de una semana, cómo afectará su ausencia al pequeño círculo de amigos del que él es el centro. Una vanidad morbosa se halla, pues, en el fondo de todo el asunto. Ahora bien ¿cómo saber qué desea? Desde luego, no quedarse para siempre en su cómodo alojamiento, en el que aun cuando duerma y despierte en la calle inmediata a la suya, se encuentra en realidad tan ausente como si la diligencia en la que supuestamente iría hubiera rodado durante toda la noche. Si reaparece en su casa, todo su proyecto se viene abajo. Atormentado su pobre cerebro con este dilema, se aventura a cruzar el extremo de la calle y mirar su abandonado domicilio. La costumbre —pues Wakefield es un hombre de costumbres— lo conduce sin que lo perciba hasta la misma puerta de su casa, donde en aquel mismo momento el ruido que producen sus pasos sobre el primer escalón le hace volver en sí: ¡Wakefield! ¿A dónde ibas? En aquel momento su destino acababa de realizar un cambio decisivo. Sin soñar siquiera en el abismo al que lo arroja este paso que dio atrás, Wakefield se aleja velozmente de su domicilio, sin aliento, con una agitación hasta entonces no sentida, y apenas se atreve a volver la cabeza desde la primera esquina. ¿Es posible que nadie lo haya visto? ¿No tocarán a rebato por las calles de Londres los habitantes de su casa, la dulce Mrs. Wakefield, todos, la elegante doncella y el descuidado lacayo, pidiendo la búsqueda y captura de su dueño y señor? Su fuga ha sido un milagro. Reúne todo su valor para detenerse un momento y mirar hacia atrás, pero su corazón se siente oprimido al ver que su casa ha experimentado un cambio, tal como suele parecernos cuando, después de meses o años de ausencia, vemos nuevamente una colina o un lago o una obra de arte que nos son conocidos desde antes. Ordinariamente este sentimiento indescriptible está causado por la comparación y el contraste entre las reminiscencias imperfectas y la realidad. En Wakefield, el prodigio de una sola noche había producido esa transformación, porque en aquel breve período un gran cambio moral había tenido lugar en él. Este es un secreto que sólo a él le pertenece. Antes de abandonar el lugar en que se encuentra, Wakefield puede todavía captar la imagen lejana y momentánea de su esposa que pasa a través de las ventanas con el rostro vuelto hacia el extremo de la calle. El pobre necio huye sin esperar más, despavorido ante la idea de que entre miles de seres mortales, la mirada de su esposa haya podido descubrirlo. Aun cuando su cerebro se sienta confuso, se encuentra alegre, sin embargo, pocos minutos después, cuando se sienta al fin ante la chimenea de su nuevo domicilio. Con lo anteriormente escrito, hemos trazado el comienzo de este largo desvarío. Una vez sentada la primera idea y la extravagante terquedad del hombre de ponerla en práctica, el asunto sigue su camino casi automáticamente. Podemos imaginar a Wakefield comprando, después de largas reflexiones, una nueva peluca de pelo rojizo, escogiendo de un ropavejero judío unas prendas de color café, de corte distinto al de las que había acostumbrado usar hasta entonces. Todo está consumado, Wakefield es otra persona. Una vez establecido el nuevo sistema, todo movimiento que intente volver al anterior tendrá que ser tan difícil al menos como el que lo condujo a la extraña situación en que se encuentra. Además, su obstinación se hace mayor por el enojo que le produce pensar que su ausencia ha producido con seguridad una reacción inadecuada en el ánimo de su esposa. Ahora está decidido a no volver a su casa hasta que su esposa sienta un sobresalto de muerte. Dos o tres veces ha caminado Mrs. Wakefield ante los ojos de su esposo oculto, cada vez con pasos más lentos y difíciles, cada vez con las mejillas más pálidas y la frente más surcada de arrugas. En la tercera semana de su ausencia, Wakefield vio un heraldo de desgracias entrando en su casa bajo la forma de un farmacéutico. Al día siguiente, la campana de la puerta es envuelta con un lienzo para mitigar los sonidos. Al anochecer, aparece la carroza de un médico que deposita a su dueño solemne y empelucado en la casa de Wakefield, de donde sale, al cabo de media hora, como el anuncio posible de un funeral. ¿Morirá quizás? —piensa Wakefield, y su corazón se hiela sólo de suponerlo. En aquellos días siente una excitación semejante a la energía, pero se mantiene lejos de la cabecera de su esposa, pues sería contraproducente perturbarla en aquellos momentos. Si algo distinto de esto lo detiene, él lo ignora. En el curso de unas pocas semanas, Mrs. Wakefield se recobra; la crisis ha pasado; su corazón está triste, quizás, pero sereno; ahora podría regresar Wakefield, o más tarde: su esposa no volverá a sentir angustia por él. Estas ideas lucen a veces a través del extravío que se ha apoderado del cerebro de Wakefield y le dan una conciencia oscura de que algo así como un abismo infranqueable separa su nuevo alojamiento de su antiguo hogar. —¡Pero si está en la calle próxima! —se dice, a veces, a sí mismo. En realidad, su casa está en otro mundo; hasta ahora Wakefield había retardado su regreso de un día a otro; desde este momento es indeterminado el momento del regreso; no mañana, sino, probablemente, la semana próxima; de cualquier manera, muy pronto. ¡Pobre Wakefield! Desterrado por propia voluntad, tiene tantas probabilidades de regresar a su casa como los muertos de volver a su antigua condición en la tierra. Ojalá tuviera que escribir un libro en lugar de un cuento de doce páginas, entonces, podría manifestar cómo una fuerza fuera de nuestro control puede influir sobre nuestras acciones y tejer con sus consecuencias un manto de hierro que nos aprisiona. Wakefield ha sido descrito. Ahora debemos abandonarlo por unos diez años, imaginarlo rondar alrededor de su casa sin cruzar una sola vez el umbral, siempre fiel a su esposa, con todo el amor de que es capaz su corazón, mientras que por otra parte su recuerdo desaparece poco a poco de Mrs. Wakefield. Desde hace mucho tiempo —hay que enfatizarlo—, el desterrado voluntario perdió la conciencia de lo extraño de su situación. Relatemos ahora una escena. Entre la multitud que ocupa una calle de Londres, podemos ver a un hombre, ahora de mayor edad, con pocos rasgos característicos para atraer la atención de los distraídos transeúntes, pero lleva en su rostro el testimonio de un destino poco común. Es un hombre delgado, su frente estrecha y pronunciada se encuentra cubierta de arrugas profundas; sus ojos pequeños y sin brillo giran algunas veces temerosamente a su alrededor, pero más a menudo parecen mirar hacia su interior. Lleva la cabeza encorvada y se mueve con un paso curiosamente oblicuo, como si quisiera robarle al mundo su presencia real y directa. Al mirarlo con atención puede percibirse cuanto se ha descrito de él aquí, puesto que las circunstancias —que a veces hacen grandes personalidades de una materia tosca— han producido a este individuo. Si lo abandonamos para atravesar la calle y dirigimos nuestra mirada en dirección opuesta, veremos a una mujer de porte distinguido, ya en el ocaso de su vida, que se dirige a la iglesia con un devocionario en la mano. El dolor ha desaparecido de su ánimo o se ha hecho tan consustancial a él, que no lo cambiaría ya por la alegría. En el momento exacto en que el hombre delgado y la viuda se cruzan, hay un pequeño embotellamiento en la circulación y las dos figuras entran en contacto. Sus manos se tocan, la presión de la multitud hace que el pecho de ella alcance los hombros de él; se detienen y se miran a los ojos. Después de diez años de separación, así es cómo Wakefield se encuentra por primera vez con su propia esposa. Después la multitud los separa. La viuda recupera su paso anterior y se dirige a la iglesia; en el atrio se detiene un instante y su mirada recorre con expresión de perplejidad la masa de gente que discurre por la calle. Sin embargo es sólo un instante; después entra en el templo mientras abre su libro. ¿Y Wakefield? Con una expresión irritada vuelve su rostro a la ciudad ocupada y egoísta y se precipita a su alojamiento, corre el cerrojo de la puerta y se arroja sobre la cama. Los sentimientos latentes durante tantos años surgen a la superficie; todo el terrible desatino de su vida se le revela de un golpe en su mente débil y entonces grita con un acento increíble: —¡Wakefield! ¡Wakefield! ¡Estás loco! Quizás era verdad. La singularidad de su situación tiene que haber moldeado a este hombre de tal suerte que comparado con los demás hombres y con los problemas de la vida, no puede aceptarse que estaba en su sano juicio. Se las había ingeniado para separarse por sí mismo del mundo, para desvanecerse, para abandonar el lugar y los privilegios que le correspondían entre los vivos, sin conquistar tampoco un lugar entre los muertos. La vida de un ermitaño no podía compararse con la suya en absoluto. Se hallaba sumido en el bullicio de la ciudad, como antes también lo había estado, pero la multitud caminaba a su lado y no lo veía; podemos decir que figuradamente está al lado de su esposa y en su hogar, pero condenado a no sentir jamás ni el calor de uno ni el amor de otra; el destino singular de Wakefield consistía en que su ánimo conservaba los afectos pasados y participaba en la red de los intereses humanos, pero desprovisto de toda posibilidad de influir en ninguno. Sería algo sugerente escribir en detalle los efectos de esta situación en su cerebro y en su corazón, separadamente y en una combinación recíproca. Sin embargo, después de sufrir el cambio que había sufrido, es seguro que él mismo no se percatara de esto y le pareciera, al contrario, como si continuara siendo el hombre de siempre: algunos relámpagos de verdad le iluminarían, es cierto, algunas veces, pero sólo durante un instante. En esos momentos su respuesta era: “Dentro de poco volveré”, sin percibir que lo mismo se decía desde hacía veinte años. Asimismo pienso que estos veinte años se aparecían ante Wakefield, cuando dirigía su mirada hacia el pasado no más largos que la semana que se había fijado como límite de su ausencia, cuando abandonó a su esposa. Para él seguramente este espacio de tiempo no era más que un intermedio o entreacto en el curso general de su existencia. Cuando después de algún tiempo creyera que había llegado el momento de volver a casa, Mrs. Wakefield juntaría sus manos loca de alegría y examinaría a su marido, un hombre todavía maduro. ¡Qué terrible error! Si el tiempo se detuviera y esperara el final de nuestras locuras, todos nosotros seríamos jóvenes y continuaríamos siéndolo hasta el día del juicio final. Una tarde, ahora que ya hacía veinte años que había desaparecido, Wakefield realiza su acostumbrado paseo hacia la casa que sigue considerando suya. Es una noche tormentosa de otoño, con frecuentes lluvias que se descargan contra el suelo y desaparecen antes de que una persona alcance a abrir su paraguas. Detenido frente a su casa, Wakefield puede ver a través de las ventanas del segundo piso el resplandor rojo y los reflejos de un fuego confortable encendido en la habitación. En el techo puede verse la figura monstruosa u oscilante de Mrs. Wakefield. La capa, la nariz, el mentón y el robusto talle forman una admirable caricatura, que baila según ascienden o descienden las llamas del fuego, trazando curvas y figuras demasiado alegres para una viuda entrada en años. En aquel mismo momento la lluvia cae de nuevo repentinamente, y arrojada por un viento otoñal, azota el rostro y el pecho de Wakefield, que se siente penetrado por un escalofrío. ¿Debe permanecer mojado y temblando mientras en su casa arde un amable fuego dispuesto a calentarlo, mientras que su esposa podría correr a buscar su bata y su ropa de abrigo, que sin duda ha mantenido cuidadosamente guardadas en el armario de la alcoba matrimonial? ¡Wakefield no es tan loco como para hacerlo! Asciende los peldaños lentamente y sin casi percatarse ejecuta una acción a la que sus piernas se han resistido durante veinte años. ¡Wakefield! ¿Vas a entrar a la casa que tú mismo te has vedado? La puerta se abre. Cuando penetra en el vestíbulo, aún podemos ver su rostro y vemos en él la misma sonrisa taimada que fue precursora de la pequeña broma que ha estado representado desde entonces a costa de su esposa. ¡Qué despiadadamente estuvo probando a su mujer! Finalmente, todo ha terminado y una velada amable espera a Wakefield. Esta feliz ocurrencia —si es que efectivamente lo fue — sólo pudo ocurrir en un momento impremeditado. No seguiremos a nuestro personaje a través del umbral de su casa; ya nos ha dejado material suficiente para la reflexión, una parte del cual debe suministrarnos una moraleja que trataremos de condensar en unas cuantas palabras. Entre la aparente confusión de nuestro misterioso mundo, los individuos se hallan tan definitivamente insertos en un sistema y cada sistema se encuentra tan estrechamente vinculado a otro o a otros y finalmente a un total de sistemas, que el hecho de salir por un instante del propio sistema, expone al hombre al riesgo espantoso de perder para siempre su propio lugar en el mundo. De manera semejante a Wakefield, uno puede convertirse fácilmente, como éste se convirtió, en el Apátrida del Universo.


Traducción de Felipe González Vicens


lunes, 19 de junio de 2023

"PATRÓN". Cuento de Abelardo Castillo

 

I


La vieja Tomasina, la partera se lo dijo, tas preñada, le dijo, y ella sintió un miedo oscuro y pegajoso: llevar una criatura aden­tro como un bicho enrollado, un hijo, que a lo mejor un día iba a tener los mismos ojos duros, la misma piel áspera del viejo. Estás segura, Tomasina, preguntó, pero no preguntó: asintió. Porque ya lo sabía; siempre supo que el viejo iba a salirse con la suya. Pero m’hija, había dicho la mujer, llevo anunciando más partos que po­tros tiene tu marido. La miraba. Va a estar contento Anteno, agre­gó. Y Paula dijo sí, claro. Y aunque ya no se acordaba, una tarde, hacía cuatro años, también había dicho:

–Sí, claro.

Esa tarde quería decir que aceptaba ser la mujer de don Antenor Domínguez, el dueño de La Cabriada: el amo.

–Mire que no es obligación. –La abuela de Paula tenía los ojos bajos y se veía de lejos que sí, que era obligación. –Ahora que usté sabe cómo ha sido siempre don Anteno con una, lo bien que se portó de que nos falta su padre. Eso no quita que haga su voluntad.

Sin querer, las palabras fueron ambiguas; pero nadie duda­ba de que, en toda La Cabriada, su voluntad quería decir siempre lo mismo. Y ahora quería decir que Paula, la hija de un puestero de la estancia vieja –muerto, achicharrado en los corrales por salvar la novillada cuando el incendio aquel del 30– podía ser la mujer del hombre más rico del partido, porque, un rato antes, él había entra­do al rancho y había dicho:

–Quiero casarme con su nieta –Paula estaba afuera, dán­doles de comer a las gallinas; el viejo había pasado sin mirarla. –Se me ha dado por tener un hijo, sabes. –Señaló afuera, el cam­po, y su ademán pasó por encima de Paula que estaba en el patio, como si el ademán la incluyera, de hecho, en las palabras que iba a pronunciar después. –Mucho para que se lo quede el gobierno, y muy mío. ¿Cuántos años tiene la muchacha?

–Diecisiete, o dieciséis –la abuela no sabía muy bien; tampoco sabía muy bien cómo hacer para disimular el asombro, la alegría, las ganas de regalar, de vender a la nieta. Se secó las manos en el delantal.

El dijo:

–Qué me miras. ¿Te parece chica? En los bailes se arquea para adelante, bien pegada a los peones. No es chica. Y en la casa grande va a estar mejor que acá. Qué me contestas.

–Y yo no sé, don Anteno. Por mí no hay… –y no alcanzó a decir que no había inconveniente porque no le salió la palabra. Y entonces todo estaba decidido. Cinco minutos después él salió del rancho, pasó junto a Paula y dijo “vaya, que la vieja quiere hablar­la”. Ella entró y dijo:

–Sí, claro.

Y unos meses después el cura los casó. Hubo malicia en los ojos esa noche, en el patio de la estancia vieja. Vino y asado y malicia. Pau­la no quería escuchar las palabras que anticipaban el miedo y el dolor.

–Un alambre parece el viejo.

Duro, retorcido como un alambre, bailando esa noche, de­mostrando que de viejo sólo tenía la edad, zapateando un malambo hasta que el peón dijo está bueno, patrón, y él se rió, sudado, brillándole la piel curtida. Oliendo a padrillo.

Solos los dos, en sulky la llevó a la casa. Casi tres leguas, solos, con todo el cielo arriba y sus estrellas y el silencio. De golpe, al subir una loma, como un aparecido se les vino encima, torva, la silueta del Cerro Negro. Dijo Antenor:

–Cerro Patrón.

Y fue todo lo que dijo.

Después, al pasar el último puesto, Tomás, el cuidador, lo saludó con el farol desde lejos. Cuando llegaron a la casa, Paula no vio más que a una mujer y los perros. Los perros que se abalanzaban y se frenaron en seco sobre los cuartos, porque Antenor los enmu­deció, los paró de un grito. Paula adivinó que esa mujer, nadie más, vivía ahí dentro. Por una oscura asociación supo también que era ella quien cocinaba para el viejo: el viejo le había preguntado “comieron”, y señaló los perros.

Ahora, desde la ventana alta del caserón se ven los pinos, y los perros duermen. Largos los pinos, lejos.

–Todo lo que quiero es mujer en la casa, y un hijo, un macho en el campo –Antenor señaló afuera, a lo hondo de la noche agujereada de grillos; en algún sitio se oyó un relincho–. Vení, arrímate.

Ella se acercó.

–Mande –le dijo.

–Todo va a ser para él, entendés. Y también para vos. Pero anda sabiendo que acá se hace lo que yo digo, que por algo me he ganao el derecho a disponer. –Y señalaba el campo, afuera, hasta mucho más allá del monte de eucaliptos, detrás de los pinos, has­ta pasar el cerro, abarcando aguadas y caballos y vacas. Le tocó la cintura, y ella se puso rígida debajo del vestido. –Veintiocho años tenía cuando me lo gané –la miró, como quien se mete dentro de los ojos–, ya hace arriba de treinta.

Paula aguantó la mirada. Lejos, volvió a escucharse el relin­cho. El dijo:

–Vení a la cama.

II

No la consultó. La tomó, del mismo modo que se corta una fruta del árbol crecido en el patio. Estaba ahí, dentro de los límites de sus tierras, a este lado de los postes y el alambrado de púas. Una noche –se decía–. muchos años antes, Antenor Domínguez subió a caballo y galopó hasta el amanecer. Ni un minuto más. Porque el trato era “hasta que amanezca”, y él estaba acostumbrado a estas cláusulas viriles, arbitrarias, que se rubricaban con un apretón de manos o a veces ni siquiera con eso.

–De acá hasta donde llegues –y el caudillo, mirando al hombre joven estiró la mano, y la mano, que era grande y dadivosa, quedó como perdida entre los dedos del otro–. Clavas la estaca y te volvés. Lo alambras y es tuyo.

Nadie sabía muy bien qué clase de favor se estaba cobrando Antenor Domínguez aquella noche; algunos, los más suspicaces, ase­guraban que el hombre caído junto al mostrador del Rozas tenía algo que ver con ese trato: toda la tierra que se abarca en una noche de a caballo. Y él salió, sin apuro, sin ser tan zonzo como para re­ventar el animal a las diez cuadras. Y cuando clavó la estaca empezó a ser don Antenor. Y a los quince años era él quien podía, si cuadra­ba, regalarle a un hombre todo el campo que se animara a cabalgar en una noche. Claro que nunca lo hizo. Y ahora habían pasado trein­ta años y estaba acostumbrado a entender suyo todo lo que había de este lado de los postes y el alambre. Por eso no la consultó. La cortó.

Ella lo estaba mirando. Pareció que iba a decir algo, pero no habló. Nadie, viéndola, hubiera comprendido bien este silencio: la muchacha era una mujer grande, ancha y poderosa como un ani­mal, una bestia bella y chucara a la que se le adivinaba la violencia debajo de la piel. El viejo, en cambio, flaco, áspero como una rama.

–Contesta, che. ¡Contesta, te digo! –se le acercó. Paula sentía ahora su aliento junto a la cara, su olor a venir del campo. Ella dijo:

–No, don Anteno.

–¿Y entonces? ¿Me querés decir, entonces…?

Obedecer es fácil, pero un hijo no viene por más obediente que sea una, por más que aguante el olor del hombre corriéndole por el cuerpo, su aliento, como si entrase también, por más que se quede quieta boca arriba. Un año y medio boca arriba, viejo macho de sementera. Un año y medio sintiéndose la sangre tumultuosa galopándole el cuerpo, queriendo salírsele del cuerpo, saliendo y encontrando sólo la dureza despiadada del viejo. Sólo una vez lo vio distinto; le pareció distinto. Ella cruzaba los potreros, buscándolo, y un peón asomó detrás de una parva; Paula había sentido la mira­da caliente recorriéndole la curva de la espalda, como en los bailes, antes. Entonces oyó un crujido, un golpe seco, y se dio vuelta. Antenor estaba ahí, con el talero en la mano, y el peón abría la boca como en una arcada, abajo, junto a los pies del viejo. Fue esa sola vez. Se sintió mujer disputada, mujer nomás. Y no le importó que el viejo dijera yo te voy a dar mirarme la mujer, pión rotoso, ni que dijera:

–Y vos, qué buscas. Ya te dije dónde quiero que estés.

En la casa, claro. Y lo decía mientras un hombre, todavía en el suelo, abría y cerraba la boca en silencio, mientras otros hom­bres empezaron a rodear al viejo ambiguamente, lo empezaron a rodear con una expresión menos parecida al respeto que a la ame­naza. El viejo no los miraba:

–Qué buscas.

–La abuela –dijo ella–. Me avisan que está mala –y repentinamente se sintió sola, únicamente protegida por el hombre del talero; el hombre rodeado de peones agresivos, ambiguos, que ahora, al escuchar a la muchacha, se quedaron quietos. Y ella com­prendió que, sin proponérselo, estaba defendiendo al viejo.

–Qué miran ustedes –la voz de Antenor, súbita. El viejo sabía siempre cuál era el momento de clavar una estaca. Los miró y ellos agacharon la cabeza. El capataz venía del lado de las cabañas, gritando alguna cosa. El viejo miró a Paula, y de nuevo al peón que ahora se levantaba, encogido como un perro apaleado–. Si andas alzado, en cuanto me dé un hijo te la regalo.

III

A los dos años empezó a mirarla con rencor. Mirada de es­tafado, eso era. Antes había sido impaciencia, apuro de viejo por tener un hijo y asombro de no tenerlo: los ojos inquisidores del viejo y ella que bajaba la cabeza con un poco de vergüenza. Después fue la ironía. O algo más bárbaro, pero que se emparentaba de algún modo con la ironía y hacía que la muchacha se quedara con la vista fija en el plato, durante la cena o el almuerzo. Después, aquel insul­to en los potreros, como un golpe a mano abierta, prefigurando la mano pesada y ancha y real que alguna vez va a estallarle en la cara, porque Paula siempre supo que el viejo iba a terminar golpeando. Lo supo la misma noche que murió la abuela.

–O cuarenta y tantos, es lo mismo.

Alguien lo había dicho en el velorio: cuarenta y tantos. Los años de diferencia, querían decir. Paula miró de reojo a Antenor, y él, más allá, hablando de unos cueros, adivinó la mirada y entendió lo que todos pensaban: que la diferencia era grande. Y quién sabe entonces si la culpa no era de él, del viejo.

–Volvemos a la casa –dijo de golpe.

Ésa fue la primera noche que Paula le sintió olor a caña. Después –hasta la tarde aquella, cuando un toro se vino resoplan­do por el andarivel y hubo gritos y sangre por el aire y el viejo se quedó quieto como un trapo– pasó un año, y Antenor tenía siem­pre olor a caña. Un olor penetrante, que parecía querer meterse en las venas de Paula, entrar junto con el viejo. Al final del tercer año, quedó encinta. Debió de haber sido durante una de esas noches furi­bundas en que el viejo, brutalmente, la tumbaba sobre la cama, como a un animal maneado, poseyéndola con rencor, con desespe­ración. Ella supo que estaba encinta y tuvo miedo. De pronto sin­tió ganas de llorar; no sabía por qué, si porque el viejo se había sa­lido con la suya o por la mano brutal, pesada, que se abría ahora: ancha mano de castrar y marcar, estallándole, por fin, en la cara.

–¡Contesta! Contéstame, yegua.

El bofetón la sentó en la cama; pero no lloró. Se quedó ahí, odiando al hombre con los ojos muy abiertos. La cara le ardía.

–No –dijo mirándolo–. Ha de ser un retraso, nomás. Como siempre.

–Yo te voy a dar retraso –Antenor repetía las palabras, las mordía–. Yo te voy a dar retraso. Mañana mismo le digo al Fabio que te lleve al pueblo, a casa de la Tomasina. Te voy a dar retraso.

La había espiado seguramente. Había llevado cuenta de los días; quizá desde la primera noche, mes a mes, durante los tres años que llevó cuenta de los días.

–Mañana te levantas cuando aclare. Acostate ahora.

Una ternera boca arriba, al día siguiente, en el campo. Paula la vio desde el sulky, cuando pasaba hacia el pueblo con el viejo Fabio. Olor a carne quemada y una gran “A”, incandescente, cha­muscándole el flanco: Paula se reconoció en los ojos de la ternera.

Al volver del pueblo, Antenor todavía estaba ahí, entre los peones. Un torito mugía, tumbado a los pies del hombre; nadie como el viejo para voltear un animal y descornarlo o caparlo de un tajo. Antenor la llamó, y ella hubiera querido que no la llamase: hubiera querido seguir hasta la casa, encerrarse allá. Pero el viejo la llamó y ella ahora estaba parada junto a él.

–Ceba mate. –Algo como una tijera enorme, o como una tenaza, se ajustó en el nacimiento de los cuernos del torito. Paula frunció la cara. Se oyeron un crujido y un mugido largo, y del hueso brotó, repentino, un chorro colorado y caliente. –Qué fruncís la jeta, vos.

Ella le alcanzó el mate. Preñada, había dicho la Tomasina. Él pareció adivinarlo. Paula estaba agarrando el mate que él le devolvía, quiso evitar sus ojos, darse vuelta.

–Che –dijo el viejo.

–Mande –dijo Paula.

Estaba mirándolo otra vez, mirándole las manos anchas, llenas de sangre pegajosa: recordó el bofetón de la noche anterior. Por el andarivel traían un toro grande, un pinto, que bufaba y ha­cía retemblar las maderas. La voz de Antenor, mientras sus manos desanudaban unas correas, hizo la pregunta que Paula estaba te­miendo. La hizo en el mismo momento que Paula gritó, que todos gritaron.

–¿Qué te dijo la Tomasina? –preguntó.

Y todos, repentinamente, gritaron. Los ojos de Antenor se habían achicado al mirarla, pero de inmediato volvieron a abrirse, enormes, y mientras todos gritaban, el cuerpo del viejo dio una vuelta en el aire, atropellado de atrás por el toro. Hubo un revuelo de hombres y animales y el resbalón de las pezuñas sobre la tierra. En mitad de los gritos, Paula seguía parada con el mate en la mano, mirando absurdamente el cuerpo como un trapo del viejo. Había quedado sobre el alambrado de púas, como un trapo puesto a secar.

Y todo fue tan rápido que, por encima del tumulto, los sobresaltó la voz autoritaria de don Antenor Domínguez.

–¡Ayúdenme, carajo!

IV

Esta orden y aquella pregunta fueron las dos últimas cosas que articuló. Después estaba ahí, de espaldas sobre la cama, sudan­do, abriendo y cerrando la boca sin pronunciar palabra. Quebrado, partido como si le hubiesen descargado un hachazo en la columna, no perdió el sentido hasta mucho más tarde. Sólo entonces el mé­dico aconsejó llevarlo al pueblo, a la clínica. Dijo que el viejo no volvería a moverse; tampoco, a hablar. Cuando Antenor estuvo en condiciones de comprender alguna cosa, Paula le anunció lo del chico.

–Va a tener el chico –le anunció–. La Tomasina me lo ha dicho.

Un brillo como de triunfo alumbró ferozmente la mirada del viejo; se le achisparon los ojos y, de haber podido hablar, acaso hubiera dicho gracias por primera vez en su vida. Un tiempo des­pués garabateó en un papel que quería volver a la casa grande. Esa misma tarde lo llevaron.

Nadie vino a verlo. El médico y el capataz de La Cabriada, el viejo Fabio, eran las dos únicas personas que Antenor veía. Salvo la mujer que ayudaba a Paula en la cocina –pero que jamás entró en el cuarto de Antenor, por orden de Paula–, nadie más andaba por la casa. El viejo Fabio llegaba al caer el sol. Llegaba y se que­daba quieto, sentado lejos de la cama sin saber qué hacer o qué decir. Paula, en silencio, cebaba mate entonces.

Y súbitamente, ella, Paula, se transfiguró. Se transfiguró cuando Antenor pidió que lo llevaran al cuarto alto; pero ya desde antes, su cara, hermosa y brutal, se había ido transformando. Ha­blaba poco, cada día menos. Su expresión se fue haciendo cada vez más dura –más sombría–, como la de quienes, en secreto, se han propuesto obstinadamente algo. Una noche, Antenor pareció aho­garse; Paula sospechó que el viejo podía morirse así, de golpe, y tuvo miedo. Sin embargo, ahí, entre las sábanas y a la luz de la lám­para, el rostro de Antenor Domínguez tenía algo desesperado, emperradamente vivo. No iba a morirse hasta que naciera el chico; los dos querían esto. Ella le vació una cucharada de remedio en los la­bios temblorosos. Antenor echó la cabeza hacia atrás. Los ojos, por un momento, se le habían quedado en blanco. La voz de Paula fue un grito:

–¡Va a tener el chico, me oye! –Antenor levantó la cara; el remedio se volcaba sobre las mantas, desde las comisuras de una sonrisa. Dijo que sí con la cabeza.

Esa misma noche empezó todo. Entre ella y Fabio lo su­bieron al cuarto alto. Allí, don Antenor Domínguez, semicolgado de las correas atadas a un travesaño de fierro, que el doctor había hecho colocar sobre la cama, erguido a medias podía contemplar el campo. Su campo. Alguna vez volvió a garrapatear con lentitud unas letras torcidas, grandes, y Paula mandó llamar a unos hombres que, abriendo un boquete en la pared, extendieron la ventana hacia abajo y a lo ancho. El viejo volvió a sonreír entonces. Se pasaba horas con la mirada perdida, solo, en silencio, abriendo y cerrando la boca como si rezara –o como si repitiera empecinadamente un nombre, el suyo, gestándose otra vez en el vientre de Paula–, mirando su tierra, lejos hasta los altos pinos, más allá del Cerro Negro. Contra el cielo.

Una noche volvió a sacudirse en un ahogo. Paula dijo:

–Va a tener el chico. El asintió otra vez con la cabeza.

Con el tiempo, este diálogo se hizo costumbre. Cada noche lo repetían.

V

El campo y el vientre hinchado de la mujer: las dos únicas cosas que veía. El médico, ahora, sólo lo visitaba si Paula –de tanto en tanto, y finalmente nunca– lo mandaba llamar, y el mismo Fabio, que una vez por semana ataba el sulky e iba a comprar al pueblo los encargos de la muchacha, acabó por olvidarse de subir al piso alto al caer la tarde. Salvo ella, nadie subía.

Cuando el vientre de Paula era una comba enorme, tirante bajo sus ropas, la mujer que ayudaba en la cocina no volvió más. Los ojos de Antenor, interrogantes, estaban mirando a Paula.

–La eché –dijo Paula.

Después, al salir, cerró la puerta con llave (una llave grande, que Paula llevará siempre consigo, colgada a la cintura), y el viejo tuvo que acostumbrarse también a esto. El sonido de la llave giran­do en la antigua cerradura anunciaba la entrada de Paula –sus pa­sos, cada día más lerdos, más livianos, a medida que la fecha del parto se acercaba–, y por fin la mano que dejaba el plato, mano que Antenor no se atrevía a tocar. Hasta que la mirada del viejo también cambió. Tal vez, alguna noche, sus ojos se cruzaron con los de Paula, o tal vez, simplemente, miró su rostro. El silencio se le pobló entonces con una presencia extraña y amenazadora, que acaso se parecía un poco a la locura, sí, alguna noche, cuando ella venía con la lámpara, el viejo miró bien su cara: eso como un gesto estáti­co, interminable, que parecía haberse ido fraguando en su cara o quizá sólo en su boca, como si la costumbre de andar callada, apre­tando los dientes, mordiendo algún quejido que le subía en pun­tadas desde la cintura, le hubiera petrificado la piel. O ni necesitó mirarla. Cuando oyó girar la llave y vio proyectarse larga la sombra de Paula sobre el piso, antes de que ella dijera lo que siempre decía, el viejo intuyó algo tremendo. Súbitamente, una sensación que nunca había experimentado antes. De pronto le perforó el cerebro, como una gota de ácido: el miedo. Un miedo solitario y poderoso, incomunicable. Quiso no escuchar, no ver la cara de ella, pero adi­vinó el gesto, la mirada, el rictus aquel de apretar los dientes. Ella dijo:

–Va a tener el chico.

Antenor volvió la cara hacia la pared. Después, cada noche la volvía.

VI

Nació en invierno; era varón. Paula lo tuvo ahí mismo. No mandó llamar a la Tomasina: el día anterior le había dicho a Fabio que no iba a necesitar nada, ningún encargo del pueblo.

–Ni hace falta que venga en la semana –y como Fabio se había quedado mirándole el vientre, dijo: –Mañana a más tardar ha de venir la Tomasina.

Después pareció reflexionar en algo que acababa de decir Fabio; él había preguntado por la mujer que ayudaba en la casa. No la he visto hoy, había dicho Fabio.

–Ha de estar en el pueblo –dijo Paula. Y cuando Fabio ya montaba, agregó: –Si lo ve al Tomás, mándemelo. Luego vino Tomás y Paula dijo:

–Podes irte nomás a ver tu chica. Fabio va a cuidar la casa esta semana.

Desde la ventana, arriba, Antenor pudo ver cómo Paula se quedaba sola junto al aljibe. Después ella se metió en la casa y el viejo no volvió a verla hasta el día siguiente, cuando le trajo el chico.

Antes, de cara contra la pared, quizá pudo escuchar algún quejido ahogado y, al acercarse la noche, un grito largo retumban­do entre los cuartos vacíos; por fin, nítido, el llanto triunfante de una criatura. Entonces el viejo comenzó a reírse como un loco. De un súbito manotón se aferró a las correas de la cama y quedó sentado, riéndose. No se movió hasta mucho más tarde.

Cuando Paula entró en el cuarto, el viejo permanecía en la misma actitud, rígido y sentado. Ella lo traía vivo: Antenor pudo escuchar la respiración de su hijo. Paula se acercó. Desde lejos, con los brazos muy extendidos y el cuerpo echado hacia atrás, apartan­do la cara, ella, dejó al chico sobre las sábanas, junto al viejo, que ahora ya no se reía. Los ojos del hombre y de la mujer se encontra­ron luego. Fue un segundo: Paula se quedó allí, inmóvil, detenida ante los ojos imperativos de Antenor. Como si hubiera estado es­perando aquello, el viejo soltó las correas y tendió el brazo libre hacia la mujer; con el otro se apoyó en la cama, por no aplastar al chico. Sus dedos alcanzaron a rozar la pollera de Paula, pero ella, como si también hubiese estado esperando el ademán, se echó hacia atrás con violencia. Retrocedió unos pasos; arrinconada en un án­gulo del cuarto, al principio lo miró con miedo. Después, no. An­tenor había quedado grotescamente caído hacia un costado: por no aplastar al chico estuvo a punto de rodar fuera de la cama. El chico comenzó a llorar. El viejo abrió la boca, buscó sentarse y no dio con la correa. Durante un segundo se quedó así, con la boca abierta en un grito inarticulado y feroz, una especie de estertor mudo e impo­tente, tan salvaje, sin embargo, que de haber podido gritarse habría conmovido la casa hasta los cimientos. Cuando salía del cuarto, Paula volvió la cabeza. Antenor estaba sentado nuevamente: con una mano se aferraba a la correa; con la otra, sostenía a la criatura. Delante de ellos se veía el campo, lejos, hasta el Cerro Patrón.

Al salir, Paula cerró la puerta con llave; después, antes de atar el sulky, la tiró al aljibe.

 

"Rubi y el lago danzante" un cuento de Marcelo Cohen

 


Esto sucede en la época de la piedad absoluta por todas las criaturas. La conciencia de la igualdad de las especies culminó en nuevas leyes y varios gobiernos isleños han redimido a los animales de cualquier tipo de sujeción a los humanos, e incluso han exonerado a los animales electrónicos de ayudar a los ciborgues. Dicho esto, veamos. Una tarde, al volver a casa desde el educatorio, Munruf ve, acurrucada contra la pared de un edifico, una perrita manchada de hocico largo, orejas cortas y ojos de uva moscata, como las perras de las películas antiguas. Le tiembla el cuello, a la perrita; y es que está a punto de atacarla un lince de los que a veces se cuelan en la ciudad desde los campos vallados que el gobierno creó para que las bestias vivan y se devoren entre ellas a sus anchas. Ningún nene de nueve años ha visto nunca un perro fuera de los muestrarios de cuadernaclo, pero pocos soportarían que muriese esa cachorra tibia e indefensa, y Munruf no es de esos pocos. Instintivamente echa mano de su desintegrátor de juguete y ahuyenta al lince con una ráfaga de chispas. Recoge a la perrita y se la lleva bajo el gabán. Le pone Rubí, un nombre que ve en una de las casillas que en este barrio de módulos familiares subsisten como recuerdo o santuario de los animales que albergaron tiempo atrás. Rubí y Munruf se tienen un cariño tan inmediato y enternecedor que el padre del brachito, un obrero contestatario, acepta que el chico transgreda la prohibición específica de poseer mascotas. Con los días, la madre y hasta la hermana de Munruf, una quinceañera coquetona, vencen la repugnancia y se tiran con él en la alfombra a jugar con Rubí, rodar, enredarse con ella y recibir sus husmeos, moqueos y lengüetazos. Pero están los peliagudos trabajos de eliminar la caca, impedir que rezumen otros olores inhabituales, mantener a la perra alejada del minúsculo jardín del módulo y acallar el menor ladrido, y hay vecinos rastreros que hacen preguntas oblicuas, y a poco empieza a haber insólitos inspectores de la Bedelía de Diversidad rondando el barrio. Como encima es imposible disimular la cara de asfixia que da tener ese cuerpo extraño siempre adentro, el padre de Munruf empieza a temer por la familia, y por su trabajo de laminador en una planta metalúrgica de bambuminio. Y sin duda porque alrededor se palpa que en la casa hay una situación rara, una noche llama a la puerta un hombre gordo y pelilargo, de túnicat aceitunada, que viene a proponerles un trato. Entre los animales con que adornan sus casas los ricachones petulantes y los funcionarios traficantes de fauna, el ejemplar canino se cotiza muy bien porque ya no quedan muchos; pero la hermandad que representa el gordo está empeñada en dar a los animales una ocupación, restaurar el vínculo con los humanos y promover la diversión conjunta. Los hermanos son nativos del poniente de la isla, donde han heredado la reprimida creencia de que en el desenfado de las bestias hay una enseñanza para la gente. Están lo bastante bien ocultos y armados para proteger su causa y propagarla, y pagan mejor que los traficantes. Para desconsuelo de Munruf, no sólo por el dinero sino por el bien de todos, el padre acuerda. Dos días después se presenta un par de supuestos técnicos de ventilación que ahogan los gemidos de Rubí con caricias expertas, la meten en una caja de respuestos y la retiran en un furgonet. El gordo envía al cabeza de familia un mensaje neural con una hoja de ruta y un horario, y una reflexión difícil de calibrar: “Poquísimos animales domésticos sobrevivieron a la convivencia con los salvajes, y si hay perros que siguen coleando es porque son aguerridos”. El chico Munruf está decaído; lo aburren los librátors del cole. El padre lo lleva a visitar la nueva vida de Rubí. El último tramo del viaje es a pie. Dos millatros fuera de un caserío de la tundra hay una mina de orgeladio agotada. Hombres y mujeres con vibradoras bajo las túnicats vigilan la entrada del túnel hacia una bóveda presidida por un carteluz, El Gran Ruedo de Diversiones, bajo el cual se paga la entrada. Es día de torneo y hay buena concurrencia, bulliciosa y masticadora de golosinas, e intercambio y compraventa de patas de conejo, collares con púas, bozales, plumas de corneja, gorros de cuero de minorco. La competencia empieza con una riña de cherpias semiorgánicas; se picotean, se espolean, mientras la gente grita y tira tarbits a la arena, hasta que una destroza a la otra, aunque en seguida se rasga también dejando un reguero de cuajarones y tripálitos. Tras la limpieza desfilan los animalitos de veras, enmascarados y ataviados con túnicats aceitunadas. A uno le tiembla la careta como si hocicara. Munruf estruja la mano del padre. Retiran a todos menos dos y los desnudan; son dos perritas, una aleonada, la otra Rubí. Suena un triángulo. Acicateadas por el griterío, las contrincantes arrufan, gruñen, se abalanzan y se esquivan. Munruf murmura como si orase o diese instrucciones; se niega a irse; ni siquiera deja que el padre le tape los ojos. Pero si las perritas se mordisquean es precavidamente, casi con remilgos, y en seguida se cansan y caen en una serie de amagos inofensivos, tan lentos que la gente deja de apostar. Después estalla un abucheo enardecido por el fiasco. Las perritas se sientan. Rubí se mea. Cuando Munruf salta al ruedo y la levanta y se refriegan, antes que parar ese número empalagoso la mujerona despacha a niño y perra fuera de la arena. El padre de Munruf departe con el gordo, que pide dinero por devolverla, y mira de reojo el idilio de su hijo, sin duda debatiéndose entre dejar a la perra ahí, donde mal que mal terminará aprendiendo una profesión y está resguardada por expertos, dejarla en una libertad donde no va a durar mucho o llevársela de nuevo a casa con riesgo para la familia. Pero resulta que los hermanos animalistas no son tan expertos ni seguros. De hecho se han dejado reducir. La prueba es que un pelotón de frigatas y brachos vestidos con levitas multicolores irrumpe ágilmente en la bóveda, encañona al gordo con lanzagujas y sofrena a los espectadores. Disimulado hasta ahora en la platea, un veterano de sonrisa arrugada se levanta de la butaca para encarar al padre de Munruf haciendo caso omiso del gordo. Se presenta como Dun Aires. El grupo no pertenece a una secta; no alardean de creencias reverenciales; vienen de las serranías del sudeste, donde sus ancestros se preocupaban por dar a los animales otra suerte que la vagancia absurda o la servidumbre, y el sonriente Dun Aires es administrador de un circo furtivo. Munruf desconfía; se pone a Rubí bajo el capotín. El padre entorna los ojos como si otease memorias de circo que a lo mejor ni son suyas, pero la afabilidad de ese hombre todo menos seguro, incluso cauto, lo anima a dejar que pruebe convencerlo. El público encañonado se remueve en las gradas. Dun Aires habla no solo para el padre; se echa a gesticular para todos con una afabilidad propagantística. Él fue en su tiempo de aquellos cuyos bisabuelos contaban cómo sus vidas esplendían una vez por año con la llegada de los furgonetes del circo. Bajo la carpa del circo, entre fanfarrías y redobles, humanos y animales duchos en diversas artes se repartían papeles en insólitos números de habilidad, gracia desopilante, elegancia, valentía, poder y carácter para incomparable fascinación de gentes de siete a setenta años. Pero a la par que entendía mal las necesidades de las especies, la ley propició el descrédito de los espectáculos de habilidad y riesgo, y así cayó la infamia no sólo sobre la doma de fieras sino sobre la amazona, los trapecistas, los funámbulos, los simios bufones, los ballets ratoniles y las fieras mismas que sabían perfectamente cuándo aceptar una orden y cuándo transgredirla. ¿Quién se atreve hoy a devolver al público el goce de esas atracciones? ¿Qué público será tan cagón como para negárselas? La gradas enmudecen. Dun Aires se aparta con el padre de Munruf; lo instruye en que, a diferencia de mutantes como los huargos o tegraptores, los perros tienen una inteligencia reforzada por ciclos de resistencia evolutiva y son muy simpáticos. El padre acepta donarle a Rubí. Munruf se niega. Con el forcejeo, Rubí empieza a soltar ladriditos y el niño se desboca en unos alaridos tales que al padre le da una cachetada. Cae la mano, estupefacta de haber estropeado una historia de comprensión. Acariciando a los dos, Dun Aires disipa las vergüenzas acomodando a Rubí en un capacho. La perrita se calma, y padre e hijo se van. Durante el contrito millatro de caminata por la tundra, un rumor de rotores les revela que tal vez no hayan dado tan mal paso: al mirar hacia atrás ven que de un gavilónaro con una dudosa divisa oficial se está desprendiendo sobre la mina del Ruedo de Diversiones una tropa de asalto; pero al mismo tiempo, una bandada de alegres levitas multicolores se pierde ya veloz, levemente en el ocaso volando en alademoscas. En la casa de Munruf transcurren los días sin perra; la ausencia escuece la rutina cálida de la vida de la familia tanto como un extraño agujero que ha aparecido en el suelo de diminuto jardín: es un boquete sin fondo visible, con la boca rodeada de un anillo de materiales subterráneos, no sólo tierra sino escamas de adoblástice y ladrillina de cimientos, que se hace cada vez un poco más sin que el padre logre detectar cómo se origina. La cavidad parece un síntoma de que la casa está incompleta. En ese período de entendimiento, la madre de Munruf pone el colofón. Dice que es al ñudo debatirse, la vida nada más que de personas es así. Pero desde el ángulo de Munruf la cavidad del jredincito está además velada en brumas; y desde el ángulo del espectador, Munruf se ha vuelto un chico triste como no era al comienzo. Pero ya cuando se presagia que una apatía melancólica va a adueñarse de todos, una mañana se encuentran, no con un anuncio neural de publicidad, sino un panfletito impreso que durante la noche alguien deslizó por debajo de la puerta. En negro sobre amarillo, primorosas letras informa:

¡EL CIRCO REGRESA! BAJO SUS CANDILES DE FIESTA ESTARÁN UNA VEZ MÁS OVISTIA LA GALOPERA, DURUBÓ EL HOMBRE LÁSER, LAS GOLONDRINAS DEL TRAPECIO, BUFONES, ILUSIONISTAS, HUARGOS FEROCES Y LA LEYENDA DEL LOS CUZCOS DEL LAGO DANZANTE.

Se avisa que la ocasión no es muy frecuente y hay una fecha y detalladas instrucciones para llegar. Una nota al pie indica: Memorice los datos incluidos; este escrito se autoeliminará dos horas después de haber sido tocado. Munruf ha visto poco papel; pero cuando este se prende fuego no lo lamenta; más bien se ilusiona, como si la magia del circo se hubiera infiltrado en la casa y la llamita hubiera consumido algo de tristeza. Por eso, cuando la víspera de la excursión el padre le pregunta si encontrarse con Rubí no le abrirá de nuevo la herida, Munruf dice que no ve la hora de estar ahí. Al día siguiente los cuatro toman un autobús hasta una estación fluvial secundaria. Una hora después se bajan de la lancha en el muelle de una aldea ribereña. Las lomas donde se escalonan los últimos módulos están surcadas de sendas; por una casi borrada por matas de eubermia suben una cuesta, bajan por el otro lado, vadean un arroyo y entran en un bosque, y en la otra linde salen a una suerte de olla arcillosa al fondo de la cual, pespunteada de lucecitas, rodeada de ligeros flayfurgones camuflados, la carpa deja escapar una música. Desde otros puntos llegan niños, padres y abuelos. Delante de una cortina, un sosia de Dun Aires con la cara entalcada parlotea sin cesar mientras cobra las entradas. A lo largo de los tablones que rodean una pista circular las caras se expanden en la espera ferviente de lo nunca visto. De la musicaja brota un redoble y una fanfarria: Dun Aires anuncia a ¡Ovistia la galopante! La señorita que va cabeza abajo sobre la montura, desnudas las piernas y cubierto el torso por la levita caída, puede ser admirable, pero no supera el trote del palafreno negro, tan esbelto, tan brioso en sus vueltas por el anillo, tan fabulosamente animal, que el público no sabe si aplaudir o frotarse los ojos. Algunos fuman como chimeneas, otros se devoran las golosinas que han comprado casi sin masticarlas, otros simplemente aspiran el tufo del olor del caballo, y eso es apenas el comienzo, porque después el domador, a fuerza de vibrazots, negocia con el huargo amarillo hasta que la fiera, no por eso sin rugir, acepta pararse en dos patas para fundirse con el otro en un abrazo. Luego Merasju la hechicera parte en dos al bufón Froto, que corre por la arena como loco buscando el torso que le falta, y el mico Troyo hace cadena con las Golondrinas del Trapecio. Contando las que siguen, quizá las atracciones sean demasiadas; algunas dan cierta angustia, en otras los humanos no dominan bien el afán de protagonismo y mientras tanto la musicaja, a falta de orquesta, se va poniendo machacona. Las caras cuajan en sonrisas inmóviles. Los viejos se han empachado de caramelis. Entonces Dun Aires, todo ademanes, pide un aplauso para recibir a los Cuzcos del Lago Danzante. No es el lago, claro, el que danza, sino un mixto humano-canino que, al compás de un plácido merigüel, entra en fila india, forma una rueda, la desdobla, inicia desplazamientos enfrentados y poco a poco se desintegra en hileras más cortas que confluyen, pero sólo para divergir como fragmentos de frases enredadas, como varillas a la deriva en propiamente un lago. Si hay una leyenda implícita, no se entiende. Pero a Munruf no puede importarle. En medio de esa pequeña muchedumbre caligráfica está Rubí. Llevan un chal estampado, bonete, gafas oscuras de marco turquesa y, aunque las patitas traseras casi no se reconocen por el esfuerzo de mantenerse erguida sobre los zapatos de tacón, el hocico en punta es inconfundible, y se diría que la naricita húmeda ya tiembla por el influjo del olor de su amigo. Pero no mueve la cabeza. Concentrada en la música, avanza tres pasitos, se para, repite y a los seis da marcha atrás, sólo tres cada vez, como para recuperar algo que olvidó o recoger un herido en combate; como, si realmente en el agua, surfeara sobre una ola que se repliega para ir después un poco más lejos. Es prodigioso. La familia toda se babea, pero Munruf ha apoyado la cabeza en las manos. Los ojos le resplandecen, de lágrimas o de estupor, y del foco en el taconeo ondulante de la perrita la mirada que no pestañea se eleva al techo de la carpa, sale al cielo, da la curva a la bóveda del cielo y se desliza hacia atrás, hasta caer en la tierra y hundirse, mientras la imagen de Rubí se le desvanece en la oscuridad de un túnel que alguien cava en el subsuelo. De esa vuelta completa hacia atrás el bracho surge con una expresión inquisitiva. Se rasca la cabeza. Tanto le acaba de pasar que se ha perdido una parte del espectáculo, sin gran perjuicio porque, a juzgar por los demás, parece que empezó a reiterarse. Gentes y bestezuelas flaquean un purlín. El merigüel languidece. A tiempo se apaga para que todavía Dun Aires pueda repetir Damas y Caballeros: ¡Los Cuzcos del Lago Danzantes! y el público ovacione, larga, vivazmente, y la familia de Munruf de la impresión de convencerse de que, entre la inocultable humillación de los animales y la brillantez que les da la displina, el saldo para ellos es que han disfrutado. Estarían contentísimos si ahora que los bailarines saludan y se retiran no les quedase con la diversión un nudo en el estómago. Seguramente sienten un vacío, si no no se apurarían, padre y hermana de Munruf, a interceptar a Dun Aires para preguntar cuándo es la próxima función. Por desgracia, Dun Aires no lo sabe todavía. Sale de la carpa con ellos, señala los furgonetos, la actividad de los artistas, el trajín de los guardias y les pide que vean si no están ya están desmontando. Partirán a medianoche. No pueden jugar con el albur de que los ubique una brigada de la Bedelía, una horda de traficantes de fauna o una banda de las dos cosas juntas. La desanimada familia pregunta entonces cuándo. Dun Aires abre los brazos como un político triunfador. Que esperen el panfletito, les dice. Que esperen confiados. Lo que más hacen los circos es volver. Ellos también vuelven, más bien cabizbajos, desposeídos, inermes frente a un desquicio de sensaciones, aunque Munruf no del todo. ¿Qué te pareció, le pregunta el padre? No sé, papi; está muy profesional, ¿no? La madre opina que Rubí les ha enseñado que la vida es así: verdor, desierto y al final del desierto otra vez los árboles. Munruf asiente, alejado como si todavía estuviese rumiando el paseo por el cielo y el subuelo. Y cuando después de un viaje encima pesadísimo llegan a la casa, antes que nada sale al jardinet, se agacha ante del agujero, tantea un rato por dentro y, sin limpiarse mucho la mano, va a en busca de un librator de dibujos y le muestra uno al padre. Señala algo. Le pregunta si sabe qué es eso. Sí, hijo; es un topo, hijo, un animalito industrioso que cava túneles bajo la tierra. Munruf golpetea el dibujo con un dedo. Ya terminó de pensar. Está tan agitado que por poco se le cae el librátor. Claro, papá, dice; ¿te das cuenta?; es un topo; mejor lo dejo que siga escondido.

 Este cuento lo lei del libro de Hernan Casciari , donde cuenta el cuento :


Este cuento es de Marcelo Cohen, el gran autor y gran traductor argentino. Esta historia ocurre en un archipiélago más o menos futurista y dice así: 

En un futuro próximo, el Gobierno llegó a la con­clusión de que los animales debían vivir aislados, en una zona con vallas, donde pudieran interactuar de forma salvaje. Por eso las personas tenían prohibido, entre otras cosas, alimentarse con animales o tener mascotas. 

Por eso cuando Benjamín, un nene de nueve años, vio un perrito abandonado en la calle, se quedó duro: nunca había visto un perro de verdad, todo lo que sabía de los perros lo había leído en la enciclopedia. 

El perrito estaba muerto de miedo, porque seguro se había escapado de la zona de vallas, y Benjamín lo metió en su mochila. En su casa le puso nombre, Rubí. No fue fácil convencer a sus padres, porque tener un animal estaba penado con cárcel. Pero los padres de Benjamín también estaban maravillados. Dejaban dormir al perro en la cama, lo adoraban y ti­ raban la caca a escondidas. Una noche Rubí se escapó al patio y empezó a ladrarle a un agujero en la tierra. Salió toda la familia corriendo a guardar al perro, y al otro día tuvieron que mentirles a los vecinos. 

Hasta que un día pasó lo que temían: golpearon la puerta. Por suerte no era la Brigada, sino un tipo flaco, con túnica, que fue al grano: ya todo el barrio sabía que en la casa había un animal, y el perro tenía los días contados. O llegaba un agente del Gobierno a llevarse al perro y encarcelar al padre, o venía un traficante a robarles el perro y quizás hacer daño a alguien más. O… (tercera opción) podían venderle el perro a él, que trabajaba en un circo clandestino. 

¡¿Un circo?! Los padres de Benjamín trataron de re­cordar. Les sonaba el nombre, a veces sus abuelos ha­blaban de eso. El flaquito de túnica les explicó qué era un circo, y les compró el animal por muy buena plata. 

Los padres de Benjamín aceptaron, porque tener una mascota era, cada día, un peligro mayor. A pesar de la tristeza, la familia sintió alivio. Pero con el paso de las semanas empezaron a extrañar a Rubí. Y descu­brieron algo: la vida, si era solo entre personas, estaba incompleta. 

Un día, cuando no daban más de tristeza, por de­bajo de la puerta alguien deslizó un panfleto clandes­tino que decía: «¡Volvió el circo!». 

El papel daba precisiones para llegar al espectáculo y advertía que, tras memorizar la dirección exacta de la carpa, había que destruir el panfleto. 

Benjamín no podía creer que volvería a ver a Rubí.

Al día siguiente los tres tomaron un barco, bajaron en una isla y caminaron por una zona salvaje has­ta llegar a la carpa. Una vez adentro, se encontraron con todo eso que nosotros todavía recordamos, pero que nadie en el futuro ha visto nunca: monos acró­batas, domadores de leones, osos bailarines, tigres de bengala saltando en aros de fuego. La gente aplaudía, gritaba y lloraba de emoción. 

Hasta que, en un momento, el flaquito de túnica (al que ellos conocían muy bien) se paró en el centro de la pista y pidió un aplauso para recibir a «Rubí y el lago danzante», un nombre pomposo para bautizar a un perro que bailaba en una fuente de agua. Y ahí es­taba Rubí, envuelto en un chal, con sombrero y ante­ojos oscuros de marco turquesa, haciendo el esfuerzo por mantenerse erguido sobre sus patas traseras. 

Benjamín lloraba mirando a su perro. Pero no de emoción. Imaginaba lo que su mascota había sufrido para aprender a hacer esa idiotez. Pero nadie más que él lloraba. Cuando terminó el acto todos aplaudieron de pie esa humillación que los hombres hacían sobre los animales. 

Después, tan pronto como el de túnica se fue con el perro, la familia sintió un vacío. Se apuraron a pre­guntar cuándo sería la próxima función, pero les di­jeron que el circo se iba, a medianoche, antes de que la Brigada o los traficantes les cayeran encima. 

La familia volvió, cabizbaja, sin saber si habían vis­to algo extraordinario o algo terrible. Cuando llega­ron a casa, Benjamín se fue a llorar al patio, frente al pozo al que le ladraba Rubí en sus tiempos de masco­ta. Lloró y lloró, hasta que dentro del pozo Benjamín escuchó un ruido. Se secó las lágrimas, se agachó, y con la linterna del teléfono miró dentro del pozo. 

Después entró a su casa, buscó una enciclopedia, le señaló al padre un dibujo y le preguntó qué era eso. El papá le dijo: «¿Eso? Era un topo. ¿Por qué pregun­tás?». Benjamín respondió: «No. Por nada». 

Y después hizo un gran esfuerzo para que nadie, nunca, descubriera su felicidad.