Dante y la langosta
Era de
mañana y Belacqua estaba atascado en el primero de los
cantos
de la luna. Estaba tan empantanado que no podía moverse ni
hacia
adelante ni hacia atrás. La feliz Beatriz estaba allá, también
Dante,
y ella le explicaba las manchas de la luna. Ella le indicó
en
primer lugar donde estaba su error, y luego expuso su propia
explicación.
La había recibido de Dios, por lo tanto él podía confiar
en que
sería exacta en cada detalle. Todo lo que tenía que hacer era
seguirla
paso a paso. La primera parte, la refutación, se deslizaba
sobre
ruedas. Ella fue claramente al grano, dijo lo que tenía que
decir
sin confusión ni pérdida de tiempo. Pero la segunda parte,
la
demostración, era tan densa que para Belacqua no tenía ni pies
ni
cabeza. La desaprobación, la reprobación, eso era evidente. Pero
luego
llegó la prueba, una rápida taquigrafía de los hechos reales, y
Belacqua
quedó verdaderamente empantanado. También aburrido,
impaciente
por llegar a Piccarda. Sin embargo, siguió meditando
sobre
el enigma; no se consideraría vencido, entendería al menos
los
significados de las palabras, el orden en el cual fueron dichas
y la
naturaleza de la satisfacción que estas le brindaron al mal
informado
poeta, de manera tal que cuando concluyeron se sintió
reconfortado
y pudo alzar su pesada cabeza con la intención de
agradecer,
y ofrecer una retractación formal de su anterior opinión.
Estaba
aún devanándose los sesos con este impenetrable
pasaje
cuando escuchó que daban las doce del mediodía. De
inmediato
su mente pasó a otra cosa. Ahuecó los dedos bajo el libro
y lo
deslizó hasta que descansó completamente sobre sus palmas. La
Divina Comedia quedó abierta en el atril de sus palmas. Así
como
estaba
la levantó hasta su nariz y la cerró de golpe. La sostuvo por un
tiempo
en alto mirándola de soslayo con enojo, presionando el lomo
con
los bordes de las muñecas. Entonces la dejó a un lado.
Se
recostó hacia atrás en la silla para sentir que su mente se
apaciguaba
y que el escozor provocado por ese quodlibet se aliviaba.
Nada
se podía hacer hasta que sintiera su mente mejor y más serena,
lo que
gradualmente consiguió. Entonces se aventuró a considerar lo
que
debería hacer después. Siempre hay algo que uno tiene que hacer
después.
Tres importantes obligaciones se le presentaron. Lo primero,
el
almuerzo, luego la langosta, y por último la lección de italiano.
Eso
tendría que hacerlo. Después de la lección de italiano no tenía
bien
clara la idea de qué haría. Sin ninguna duda algún minucioso
currículum
ya había sido escrito por alguien para el atardecer y
la
noche, pero él no sabía cuál. De todas maneras no importaba.
Lo que
sí importaba era: uno, el almuerzo; dos, la langosta, y tres,
la
lección de italiano. Tenía todo esto por delante, y era más que
suficiente.
El
almuerzo, si había de salir bien, era toda una tarea.
Para
que su almuerzo resultara placentero, y podía serlo sin duda,
él
necesitaba absoluta tranquilidad para prepararlo. Pero si fuera
molestado
ahora, si algún ruidoso charlatán entrara alborotando
con
alguna gran idea o pedido, sería mejor para él no comer
pues
la comida se tornaría amarga en su paladar o peor aun, no
tendría
gusto a nada. Se lo debía dejar totalmente solo, debería
tener
completa privacidad y calma para preparar la comida de su
almuerzo.
Lo
primero era cerrar la puerta con llave. Ahora nadie
podría
llegar hasta él. Desplegó un viejo Herald y suavemente
lo
alisó sobre la mesa. La cabeza bastante hermosa de Mc Cabe
el
asesino lo miraba desde allí. Entonces encendió la hornalla y
descolgó
la delgada tostadora cuadrada de amianto de su clavo y
la puso
con precisión sobre la llama. Se dio cuenta de que debía
bajar
la llama. Las tostadas por ninguna razón deben ser hechas con
apuro,
pues el pan, para ser tostado como se debe, vuelta y vuelta,
debe
hacerse sobre una llama no muy fuerte y constante. De otra
manera
lo único que se logra es quemar lo exterior y dejar el centro
tan
húmedo como antes. Si había algo que abominaba más que
nada
era sentir sus dientes hundirse en la decepción de un interior
de
miga. Y era tan fácil hacer las cosas con propiedad. Entonces,
pensó,
habiendo regulado la llama y ajustado la parrilla, en cuanto
el pan
esté cortado, ese sería el momento correcto. Ya la hogaza salió
de la
lata de galletas y un extremo emparejado por el cuchillo cayó
sobre
el rostro de Mc Cabe. Dos inexorables tajos y un par de prolijas
rebanadas
de pan crudo, los principales elementos de su almuerzo
yacían
frente a él, esperando su placer. El resto de la hogaza volvió
a la
prisión, las migas como si no existiera ni un solo gorrión en
el
amplio mundo, fueron barridas febrilmente, y entonces levantó
las
rebanadas para llevarlas a la parrilla. Todos estos preliminares
fueron
apresurados e impersonales.
Era
ahora cuando la verdadera destreza se ponía en acción,
era en
este punto que la persona común comenzaba a embrollar
el
procedimiento. Apoyó la mejilla contra lo blando del pan,
estaba
esponjoso y cálido, vivo. Pero pronto podría desechar esa
aterciopelada
textura; por Dios que él eliminaría rápidamente ese
aspecto
de carnosa blancura del pan. Bajó la llama del gas una pizca
y
soltó de golpe una blanda tajada sobre la textura radiante con
gesto
firme y preciso, de manera que todo adquirió la apariencia de
la
bandera japonesa. En la parte superior, no habiendo lugar para
que
dos rebanadas cupieran parejas, una al lado de la otra, que si
no se
las hace parejas puede uno ahorrarse la molestia de hacerlas,
llegó
el turno de las otras tajadas. Cuando la primera candidata
estuvo
lista, cosa que ocurrió cuando estaba negra de lado a lado,
cambió
lugar con su camarada, de esta manera quedó arriba de
todas,
completamente cocinada, oscura y humeante, hasta que se
pudiera
decir lo mismo de la otra.
Para
el labrador del campo esta era una tarea simple, la
había
heredado de su madre. Las manchas mostraban a Caín con su
hato
de espinas desposeído, maldito, fugitivo de la tierra y vagabundo.
La
luna era ese semblante caído y manchado, cauterizado con el
primer
estigma de la piedad de Dios, que un descastado no pueda
morir
rápidamente. Todo estaba mezclado en la mente del labrador,
pero
eso no importaba. Si había sido lo suficientemente bueno para
su
madre, era suficientemente bueno para él.
Belacqua
arrodillado ante la llama contemplando la
parrilla
controlaba cada fase de la cocción. Tomó tiempo pero si
había
algo por hacer, debía hacerse bien, ese dicho era verdad.
Mucho
antes de terminar, la habitación estaba llena de humo y olor
a
quemado.
Apagó
el gas cuando ya todo había sido hecho, y repuso la
tostadora
en su clavo. Fue un acto de deterioro porque chamuscó una
gran
mancha en el papel. Era vandalismo puro y simple. ¿Qué diablos
le
importaba? ¿Era acaso su pared? Ese mismo papel desesperanzado
había
estado allí durante cincuenta años, descolorido por el tiempo.
Nada
podía empeorarlo más.
Lo
siguiente era una capa gruesa de mostaza, sal y pimienta
de
cayena en cada tajada, bien distribuidas mientras los poros
estaban
aún abiertos por el calor. Sin manteca, Dios no lo permita,
simplemente
un buen toque de mostaza y sal y pimienta en cada
rebanada.
La manteca era un error, convertía la tostada en algo
húmedo.
Las tostadas enmantecadas estaban bien para los jubilados
y los
del Ejército de Salvación porque no tenían más que dientes
postizos
en la boca. No estaban bien para un joven fuerte y lozano
como
Belacqua. Esta comida que tanto le había costado preparar,
la
devoraría con una sensación de euforia y victoria, sería como
castigar
los trineos de los polacos en el hielo. La trituraría con los ojos
cerrados,
la masticaría hasta hacerla papilla, la vencería totalmente
con
sus colmillos. Luego la angustia de lo picante, el dolor de las
especias
a medida que cada bocado moría quemando su paladar
hasta
arrancarle lágrimas.
Pero
no estaba aún todo listo, quedaba mucho por hacer.
Había
quemado su ofrenda pero no le había puesto todo el aderezo.
Sí,
había puesto el caballo detrás del carro.
Golpeó
las rebanadas una contra otra, las enfrentó
decididamente
como címbalos, las metió una a una en el emplasto
viscoso
de la mostaza. Entonces las envolvió por el momento en una
hoja
vieja de papel. Se alistó para emprender su camino.
Ahora
lo importante era evitar ser abordado. Ser detenido
en
esta etapa y tener que soportar sobre él charlas fastidiosas, sería
un
desastre. Todo su ser con mucho esfuerzo seguía hacia delante,
hacia
la alegría que le estaba reservada. Si lo abordaban ahora,
posiblemente
tiraría su almuerzo en la alcantarilla y volvería derecho
a su
casa. A veces su hambre, más mental, no necesito decirlo, que
del
cuerpo, ya que esta comida organizada con tal frenesí que no
hubiera
dudado en golpear a cualquier hombre lo suficientemente
imprudente
como para obstaculizar su marcha, lo hubiera arrojado
fuera
de su camino sin ceremonias. Pobre del entrometido que lo
cruzara
cuando su mente estaba totalmente centrada en esta comida.
Se
abrió paso rápidamente, su cabeza inclinada, a través
de un
familiar laberinto de callejuelas y súbitamente se zambulló en
un
pequeño almacén conocido. En el negocio no se sorprendieron. La
mayoría
de los días, a esa hora, él entraba de la calle de esta manera.
La
tajada de queso estaba preparada. Separada desde la
mañana
de la horma, estaba simplemente esperando a Belacqua
para
que la llevara. Queso gorgonzola. Conocía a un hombre que
vino
desde Gorgonzola, su nombre era Angelo. Había nacido en
Niza
pero había pasado toda su juventud en Gorgonzola. Sabía
dónde
buscarlo. Todos los días estaba allí, en el mismo rincón,
esperando
que se lo llevaran. Era gente muy comedida y decente.
Miró
escépticamente la tajada de queso. La dio vuelta para
ver si
del otro lado estaba mejor. El otro lado era peor. Habían
puesto
el lado mejor hacia arriba, habían llevado a cabo esa pequeña
artimaña.
¿Quién los podría culpar? La raspó. Estaba sudando.
Era
algo. Se agachó y la olió. Una leve fragancia de corrupción.
¿De
qué servía eso? No quería una fragancia, no era un maldito
gourmet,
quería un buen hedor. Lo que quería era un buen pedazo
de
maloliente y podrido queso gorgonzola, vivo, y por Dios que lo
tendría.
Miró
fieramente al almacenero.
“Qué
es esto?”, preguntó.
El
almacenero se encogió.
“¿Y?”,
preguntó Belacqua, no sentía miedo cuando estaba
airado,
“¿esto es lo mejor que puede ofrecer?”.
“A lo
largo y ancho de Dublín”, dijo el almacenero, “no
encontrará
un bocado más podrido a esta hora”.
Belacqua
estaba furioso. El descaro del dependiente, un
poco
más y lo hubiera atacado.
“No
sirve”, gritó, “¿me escucha?, no sirve para nada. No lo
quiero”.
Rechinaba los dientes.
El almacenero,
en vez de simplemente lavarse las manos
como
Pilatos, extendió sus brazos en cruz en un salvaje gesto de
súplica.
Sin más palabras, Belacqua deshizo su paquete y deslizó la
tajada
cadavérica de queso entre las frías, oscuras y duras tostadas.
Caminó
pisando fuerte hasta la puerta donde giró, sin embargo,
sobre
sí mismo.
“¿Me
escuchó?”, gritaba.
“Señor”,
dijo el almacenero. No era un pedido, tampoco
una
expresión de asentimiento. El tono en que fue dicho hacía
imposible
saber lo que pasaba por la mente del hombre. Era una
respuesta
bien ingeniosa.
“Escuche”,
dijo Belacqua acalorado, “esto no sirve para
nada.
Si no puede esforzarse un poco más”, levantó la mano que
sostenía
el paquete, “me veré obligado a ir por mi queso a cualquier
otra
parte. ¿Me entiende?”.
“Señor”,
dijo el almacenero.
Fue
hasta el umbral de su negocio y observó al indignado
cliente
irse cojeando. Belacqua tenía una marcha dificultosa, sus
pies
estaban a la miseria y sufría de ellos casi continuamente.
Inclusive
durante la noche no descansaban, o apenas. Para entonces
los
calambres sustituían a los callos y los dedos deformes, y aun más.
Entonces
él presionaba los bordes de sus pies desesperadamente contra
la
piecera de la cama, o mejor aun, los tomaba con las manos y los
movía
hacia atrás y hacia el empeine. Habilidad y paciencia podían
borrar
el dolor, pero allí estaba, complicando su descanso nocturno.
El
almacenero sin cerrar los ojos o dejar de mirar la figura
que se
alejaba, se sonó la nariz en un ángulo de su delantal. Como
era un
hombre de buen corazón sentía compasión y pena por este
extraño
cliente que siempre lucía enfermo y abatido. Pero al mismo
tiempo
era un pequeño comerciante, no hay que olvidarlo, con el
típico
sentido personal de dignidad de un vendedor y lo que eso
significaba.
Tres centavos, los arrojó por el aire, tres centavos de
queso
por día, un peso y chirolas por semana. No, no se humillaría
ante
ningún hombre por esto, no, ni aun por los mejores del país.
Tenía
su orgullo.
Tropezando
a lo largo de sinuosos caminos hacia el
humilde
bar donde se lo esperaba, en el sentido de que la entrada
de su
grotesca persona no provocaría comentario o risa, Belacqua
gradualmente
se sobrepuso a su cólera. Ahora que el almuerzo era ya
tan
bueno como un fait
accompli, porque los incontinentes
patanes
de su
clase, impacientes por trasmitir una gran idea o imponer una
cita,
estaban pocas veces sueltos en este desagradable y descuidado
barrio
de la ciudad; él estaba en libertad de considerar los ítems dos
y
tres, la langosta y la lección, en detalle.
A las
tres menos cuarto tenía que estar en la escuela. Digamos
las
tres menos cinco. El bar estaba cerrado, el pescadero reabría a las
dos y
media. Entonces, asumiendo que la bruja perversa de su tía
había
hecho el pedido con tiempo esa mañana, con estrictas órdenes
de que
estuviera listo y esperándolo de manera tal que el sinvergüenza
de su
sobrino por ninguna razón fuera demorado cuando apareciera
a
primera hora en la tarde, habría tiempo de sobra si él se iba del
bar
cuando cerraba, y podía quedarse allí hasta último momento.
Benissimo. Tenía media corona. Esto representaba dos pintas
de
cerveza y quizás una botella como broche. La cerveza negra
embotellada
era en verdad excelente y tenía cuerpo. Y todavía le
quedarían
unos cobres para comprar el Herald y
tomar un tranvía
si se
sentía cansado, o estaba apremiado por el tiempo. Siempre
suponiendo
naturalmente que la langosta estuviera lista para la
entrega.
Al diablo con estos comerciantes, pensó, nunca se puede
confiar
en ellos. No había hecho un ejercicio pero no importaba. Su
Professoressa era tan encantadora y notable. ¡Signorina
Adriana
Ottolenghi!
No creía posible que una mujer pudiera ser más
inteligente
o mejor informada que la pequeña Ottolenghi. De esta
manera
él la había colocado en un pedestal en su mente, separada de
otras
mujeres. Ella había dicho el último día que leerían Il Cinque
Maggio juntos. Pero a ella no le importaría si él ahora le decía como
tenía
la intención, en italiano, él armaría una frase brillante en su
camino
desde el bar, que él prefería posponer Il Cinque Maggio
para
otra ocasión. Manzoni era una mujer anciana, Napoleón era
otra. Napoleone di
mezza calzetta, fa l´amore a Giacominetta.
¿Por
qué pensaba en Manzoni como en una mujer mayor? ¿Por qué
le
hacía esa injusticia? Pellico era otra. Eran todas viejas solteronas,
suffragettes. Debía preguntar a su Signorina de dónde pudo haber
sacado
esa impresión de que el siglo XIX en Italia estaba lleno de
viejas
gallinas tratando de cloquear como Píndaro. Carducci era
otra.
También acerca de las manchas en la luna. Si ella no se lo
podía
aclarar allí mismo, seguramente lo inventaría de muy buena
gana
para la próxima clase. Todo estaba ahora dispuesto y en orden.
Sin
contar, por supuesto, la langosta que debía permanecer como
un
factor incalculable. Debe esperar lo mejor pero anticipar lo peor,
pensó
alegremente, zambulléndose en el bar, como siempre.
Belacqua
se acercaba a la escuela muy contento pues todo
había
ido como una seda. El almuerzo había sido un éxito notable,
y
permanecería en su memoria como un referente. Sin duda, no
imaginaba
que pudiera ser superado. Y que semejante pedazo de
queso
pálido con apariencia de jabón ¡resultara tener un gusto tan
fuerte!
Solo podía concluir que había estado maltratándose a sí
mismo
todos estos años al relacionar el fuerte sabor con lo verde del
queso.
Vivimos y aprendemos, hay verdad en ese dicho. También sus
dientes
y mandíbulas habían estado en el cielo, las astillas de una
tostada
destruida esparciéndose a cada mordida. Era como comer
vidrio.
Le quemaba y dolía la boca con cada mordisco. Además
la
comida había sido otra vez aderezada por la información,
trasmitida
en una trágica voz baja a través del mostrador por
Oliver,
el aprendiz, que el pedido de misericordia para el asesino de
Malahide,
firmado por la mitad del país, habiendo sido rechazado,
el
hombre debe hamacarse al amanecer en Mountjoy pues ya nada
podía
salvarlo. Ellis el verdugo estaba en ese momento en camino.
Belacqua
comiendo a tirones el sándwich y tragando la buena
cerveza
pensaba en Mc Cabe en su celda.
La
langosta estaba lista después de todo, el hombre se la
alcanzó
al instante, con una sonrisa amable. Realmente una pizca
de
cortesía y buena voluntad daban buenos resultados en este mundo.
Una
sonrisa y una palabra vivaz de un trabajador común y el rostro
del
mundo se iluminaba. Y era tan fácil, una simple cuestión de
control
muscular.
“Lepping”, dijo alegremente, alcanzándosela.
“¿Lepping?”, dijo Belacqua, “¿Qué es eso?”
“Lepping fresco, señor”, dijo el hombre, “fresco de
esta
mañana”.
Ahora
Belacqua, en analogía con la caballa y otros
pescados
había escuchado que los describían como lepping fresco
cuando
habían sido pescados solo una o dos horas antes, y supuso
que el
hombre quería decir que la langosta había sido matada
recientemente.
La Signorina Adriana Ottolenghi estaba esperando en la
pequeña
habitación del frente lejos del hall, que Belacqua estaba
naturalmente
inclinado a considerar como un vestíbulo. Esa era
la
habitación de ella, la habitación italiana. Del mismo lado,
pero
atrás, estaba la habitación francesa. Dios sabe dónde estaba
la
habitación alemana. Por otra parte ¿a quién le puede importar
dónde
estaba la habitación alemana?
Colgó
su saco y sombrero, depositó el gran paquete envuelto
en
papel marrón y atado con piolín sobre la mesa del hall, y se
dirigió
prestamente a lo de la Ottolenghi.
Después
de media hora de hablar de esto y aquello, ella lo
halagó
por su dominio del lenguaje.
“Ud.
hace rápidos progresos” dijo con su voz deteriorada.
Todavía
quedaba en ella mucho de los Ottolenghi, tanto
como
se podría esperar de una dama de cierta edad que había
descubierto
que ser bella y joven y pura era más aburrido que otra
cosa.
Belacqua,
disimulando su gran placer, le expuso el enigma
de la
luna.
“Si”,
dijo ella, “conozco el pasaje. Es una famosa chanza.
Ahora
no te puedo contestar, pero lo buscaré cuando llegue a casa”.
¡Dulce
criatura! Lo buscaría en su gran Dante cuando
llegara
a su casa. ¡Qué mujer!
“Se me
ocurrió”, dijo ella, “a causa de no sé qué, que no
sería
conveniente que describieras los singulares movimientos de
compasión
de Dante en el ‘Infierno’. Solían ser (sus tiempos pretéritos
siempre
eran un horror) un asunto favorito”.
Él
adoptó una expresión de profundidad.
“En
ese aspecto”, dijo él, “recuerdo un soberbio juego de
palabras”:
“qui vive la
pietà quando è ben morta”.
Ella
no dijo nada.
“¿Acaso
no es una gran frase?”, preguntó él efusivamente.
Ella
no dijo nada.
“Ahora”,
dijo él como un tonto, “me pregunto cómo la
traduciría
usted”.
Ella
siguió sin decir nada. Después murmuró:
“¿Piensa
usted que sería absolutamente necesario
traducirla?”.
Sonidos
como de un conflicto provenían del hall. Después
silencio.
Un nudillo tamborileó en la puerta, que se abrió de golpe,
y he
aquí que apareció Mlle. Glain, la instructora de francés,
aferrándose
a su gato, los ojos salidos de las órbitas, en estado de
gran
agitación.
“Oh”,
jadeó, “perdónenme. Interrumpo, pero ¿qué había
en la
bolsa?”.
“¿La
bolsa?”, dijo la Ottolenghi.
Mlle.
Glain hizo un paso francés hacia delante.
“El
paquete”, ella escondió su rostro en el gato, “el paquete
en el
hall”.
Belacqua
contestó con compostura.
“Mío”,
dijo, “un pescado”.
No
conocía la palabra francesa para langosta. Pescado iba
bien.
El pescado había sido lo suficientemente bueno para Cristo,
hijo
de Dios, el Salvador. Era lo suficientemente bueno para Mlle.
Gain.
“Oh”,
dijo Mlle. Gain inexpresivamente aliviada, “Lo
detuve
justo a tiempo”. Palmeó al gato. “Si no, lo hubiera deshecho
en
tiras”.
Belacqua
empezó a sentirse un poco ansioso.
“¿Llegó
a abrirlo?”
“No,
no”, dijo Mlle. Gain, “Lo agarré justo a tiempo, pero
no
sabía”, con una risa afectada, “lo que podía haber dentro, así que
pensé
que sería mejor que viniera y preguntara”.
Rastrera
entrometida.
La
Ottolenghi estaba ligeramente divertida.
“ Puisqu’il n’y a
pas de mal...”, dijo con gran esfuerzo y
elegancia.
“ Heuresement”, se notó enseguida que Mlle. Gain era una
devota,
“ heuresement”.
Castigando
al gato con leves palmaditas, se fue. Las canas
de su
cabeza de solterona gritaron a Belacqua. Una devota y virginal
sabihonda
a la pesca de un poco de escándalo.
“¿Dónde
estábamos?”, dijo Belacqua.
Pero
la paciencia napolitana tiene sus límites.
“¿Dónde
estamos siempre?”, exclamó la Ottolenghi, “donde
estábamos,
como estábamos”.
Belacqua
se acercó a la casa de su tía. Digamos que es
invierno,
y que el crepúsculo puede caer ahora y salir la luna. En
la
esquina de la calle se veía un caballo caído y un hombre sentado
sobre
su cabeza. Yo sé, pensó Belacqua, que esto es considerado lo
correcto.
Pero ¿por qué? El farolero pasó volando en su bicicleta,
inclinando
su palo sobre las lámparas que arrojaron un poco de
luz
amarilla en el atardecer. Una pareja pobremente vestida estaba
parada
a la entrada de una pretenciosa reja, ella se curvaba contra
los
barrotes, su cabeza gacha, él de pie la enfrentaba. Parado cerca
de
ella, las manos le colgaban a los costados. Donde estábamos, pensó
Belacqua,
como estábamos. Siguió de largo aferrado a su paquete.
¿Por
qué no piedad y compasión aun acá abajo? ¿Por qué no piedad
y
Misericordia juntas? Un poco de piedad en la tensión del sacrificio,
una
pizca de merced para regocijarnos contra el Juicio. Pensó en
Jonás
y en la calabaza y en la compasión de un dios celoso en Nínive.
Y
pobre Mc Cabe, que la recibiría alrededor del cuello al alba. ¿Qué
estaba
haciendo ahora, cómo se sentía? Gozaría con fruición una
comida
más, una noche más.
Su tía
estaba en el jardín, cuidando las flores que morían
en
esta época del año. Lo abrazó y juntos bajaron a las entrañas de la
tierra,
a la cocina en el subsuelo. Ella tomó el paquete, lo desenvolvió
y
abruptamente la langosta apareció sobre la mesa, sobre el hule,
descubierta.
“Me
aseguraron que era fresca”, dijo Belacqua.
Súbitamente
vio que la criatura se movía, esa criatura
neutra.
Definitivamente cambió de posición. Se tapó la boca con
la
mano.
“Por
Dios”, gimió, “está viva”.
Su tía
miró la langosta que volvió a moverse. Hizo un
débil
movimiento nervioso de vida sobre el hule. De pie, miraban
desde
arriba la forma cruciforme sobre el hule. Se sacudió otra vez.
Belacqua
sintió náuseas.
“Por
Dios”, se lamentó, “está viva, ¿qué haremos?”.
La tía
no pudo menos que reír. Presurosa se dirigió a la
despensa
para buscar su preparado delantal, dejando que mirara
con
ojos desorbitados a la langosta, y volvió con este puesto y las
mangas
arremangadas, todo listo.
“Bueno”,
dijo ella, “era de esperarse ¿no es cierto?”.
“Todo
este tiempo”, murmuró Belacqua. Entonces y de
golpe
consciente del espantoso atuendo de ella: “¿Qué estás por
hacer?”,
gritó.
“Hervir
a la bestia”, le contestó, “¿qué otra cosa?”.
“Pero
no está muerta”, protestó Belacqua, “no la puedes
hervir
así”.
Ella
lo miró con asombro. ¿Se había vuelto loco?
“Piensa”,
dijo cortante, “las langostas siempre se hierven
vivas.
Así debe ser”. Tomó la langosta, que temblaba, y la dio vuelta.
“No
sienten nada”, dijo.
En la
profundidad del mar se había arrastrado para caer
en esa
olla cruel. Durante horas, en medio de sus enemigos, había
respirado
secretamente. Había sobrevivido al gato de la francesa y
a sus
estúpidas garras. Y ahora iba a caer viva en el agua hirviente.
Tenía
que ser así. Lleva al aire mi silencioso aliento.
Belacqua
miraba el apergaminado rostro de su tía en la
tenue
luz de la cocina.
“Haces
un escándalo”, dijo enojada, “y me trastornas, para
después
lanzarte ávidamente sobre tu cena”.
Levantó
la langosta de la mesa. Tenía más o menos treinta
segundos
de vida.
Bueno,
pensó Belacqua, es una muerte rápida, Dios nos
ayude.
No lo es.
“Dante and de lobster”, en BECKETT, S.: I can’t go on, I’ll go on,
Grove Press Inc., Nueva York , 1976.
Publicado en Presencia del canon dantesco en la literatura de lengua inglesa
del siglo XX/ Elena Tardonato Faliere
–1ª ed. Buenos Aires, 2016– Editorial Huesos de Jibia