sábado, 13 de septiembre de 2025

Sara Herrera Peralta (Trebujena, Andalucía, 1980)






 Contra este mundo

Pues más allá de nuestro sueño
las palabras, que no nos pertenecen,
se asocian como nubes
que un día el viento precipita
sobre la tierra
para cambiar, no inútilmente, el mundo.

                                                                                                                           José Ángel Valente

 

De qué sirve un país muerto de tristeza,
un pájaro queriendo
volar en una jaula,
tener apego a algo
que mañana no tendremos.

De qué sirve la flor oscura, el poema,
la madeja deshecha,
un lugar en el mundo
cuando ya no es tu casa.

Hay días como puñales
en que los habitantes se hartan del miedo
y del fondo frío y fragmentado
de esta ciudad que nos retiene.

No sirve de nada.
En tiempos de horror y abatimiento
reclamo la alegría
como arma y sostén
contra este mundo.

 

 

Del poemario Hombres que cantan nanas al amanecer y comen cebolla (La Bella Varsovia)


 Anda y sueña


¿Por qué te vas tan lejos?,
me preguntó la abuela.
Tengo que trabajar, le dije.

Nosotros también nos fuimos,
igual nuestros hermanos:
ellos no volvieron.

Te vas tan joven y sola, decía,
serás extranjera.
Y señaló el mapa.

¿Por qué te vas tan lejos?,
repetía, con lo bien que estabas
aquí – coche, hipoteca, préstamo –.

Voy a buscar una vida grande, abuela.
Y la abuela me miró a los ojos,
acariciando mi cara con sus manos:

que el viaje no sea duro,
que el país sea una casa,
que los amigos te duren para siempre.

 

Del poemario Hay una araña en mi clavícula (La Garúa)

 

Juan Jose Saer( Serodino1935 - Paris 2005)

 




Un comerciante de muebles que acababa de comprar un sillón de segunda mano descubrió una vez que en un hueco del respaldo una de sus antiguas propietarias había ocultado su diario íntimo.

Por alguna razón -muerte, olvido, fuga precipitada, embargo- el diario había quedado ahi, y el comerciante, experto en construcción de muebles, lo había encontrado por casualidad al palpar el respaldo para probar su solidez.
Ese día se quedó hasta tarde en el negocio abarrotado de camas, sillas, mesas y roperos, leyendo en la trastienda el diario íntimo a la luz de la lámpara, inclinado sobre el escritorio.
El diario revelaba, día a día, los problemas sentimentales de su autora, y el mueblero, que era un hombre inteligente y discreto, comprendió enseguida que la mujer había vivido disimulando su verdadera personalidad y que por un azar inconcebible, el la conocía mucho mejor que las personas que habían vivido junto a ella y que aparecían mencionadas en el diario.
El mueblero se quedó pensativo. Durante un buen rato, la idea de que alguien pudiese tener en su casa, al abrigo del mundo, algo escondido -un diario, o lo que fuese-, le parecía extraña, casi imposible, hasta que unos minutos después, en el momento en que se levantaba y empezaba a poner en orden su escritorio antes de irse para su casa, se percató, no sin estupor, de que él mismo tenía, en alguna parte, cosas ocultas de las que el mundo ignoraba la existencia.
En su casa, por ejemplo, en el altillo, en una caja de lata desimulada entre revistas viejas y trastos inútiles, el mueblero tenía guardado un rollo de billetes, que iba engrosando de tanto en tanto, y cuya existencia hasta su mujer y sus hijos desconocían; el mueblero no podía decir de un modo preciso con qué objeto guardaba esos billetes, pero poco a poco lo fue ganando la desagradable certidumbre de que su vida entera se definía no por sus actividades cotidianas ejercidads a la luz del día, sino por ese rollo de billetes que se carcomía en el desván. Y que de todos los actos, el fundamental era, sin duda, el de agregar de vez en cuando un billete al rollo carcomido.
Mientras encendía el letrero luminoso que llenaba de una luz violeta el aire negro por encima de la vereda, el mueblero fue asaltado por otro recuerdo: buscando un sacapuntas en la pieza de su hijo mayor, había encontrado por casualidad una serie de fotografías pornográficas que su hijo escondía en el cajón de la cómoda. El mueblero las había vuelto a dejar rápidamente en su lugar, menos por pudor que por el temor de que su hijo pensase que el tenía la costumbre de hurgar en sus cosas.
Durante la cena, el mueblero se puso a observar a su mujer: por primera vez después de treinta años le venía a la cabeza la idea de que también ella debía guardar algo oculto, algo tan propio y tan profundamente hundido que, aunque ella misma lo quisiese, ni siquiera la tortura podría hacérselo confesar.
El mueblero sintió una especie de vértigo. No era el miedo banal a ser traicionado o estafado lo que le hacía dar vueltas en la cabeza como un vino que sube, sino la certidumbre de que, justo cuando estaba en el umbral de la vejez, iba tal vez a verse obligado a modificar las nociones mas elementales que constituían su vida.
O lo que el había llamado su vida: porque su vida, su verdadera vida, según su nueva intuición, transcurría en alguna parte, en lo negro, al abrigo de los acontecimientos, y parecía mas inalcanzable que el arrabal del universo.

domingo, 7 de septiembre de 2025

Extracto del libro : " Veinticuatro horas en la vida de una mujer" de Stefan Zweig

 


Y digo con gran atención, la que mi difunto esposo me había enseñado en cierta ocasión en la que, cansada de mirar, me quejé de que me aburría viendo siempre las mismas caras: mujeres ancianas y marchitas que permanecían sentadas allí durante horas en sus sillones, antes de que se atrevieran a apostar una ficha; astutos profesionales y las cocottes de la mesa de juego, toda esa sociedad cuestionable y avejentada que, ya sabe, es significativamente menos pintoresca y romántica de lo que siempre se describe en novelas miserables, como si fuera la fleur d’élégance y de la aristocracia de Europa. Y que conste que hace veinte años el casino era infinitamente más atractivo de lo que lo es hoy en día; en aquel entonces todavía rodaba el dinero en efectivo, el dinero tangible y visible, en billetes crujientes, en napoleones de oro, o en insolentes monedas de cinco francos, mientras hoy en el pomposo sancta sanctorum del juego, recientemente construido según la última moda, un público burgués de Viajes Cook pulveriza en vano aburridas fichas de juego carentes de todo carácter. Pero ya entonces encontraba muy poca atracción en esta monotonía de rostros indiferentes hasta que mi esposo, cuya pasión privada era la quiromancia, la  interpretación de las manos, me mostró una forma muy especial de observar aquel entorno, de hecho mucho más interesante, mucho más excitante y tenso que el desordenado y mero ir de mesa en mesa, a saber: no mirar nunca a la cara, sino solo el cuadrado de la mesa y allí, a su vez, solo observar las manos de la gente, ver su peculiar comportamiento. No sé si usted ha tenido la oportunidad de observar con sus propios ojos esos tapetes verdes, ese verde cuadrilátero en cuyo centro la bola va tropezando como un borracho de número en número y, dentro de los campos delimitados por cuadrados, caen girando, como si fuera una siembra, trozos de papel o redondas piezas de plata y oro, que a continuación el rastrillo del croupier con un crujido estridente como el de una guadaña o bien los recoge o bien los agavilla para el ganador. Desde este posicionamiento de perspectiva, lo único que cambia son las manos, las numerosas manos que, pálidas y siempre en movimiento, están expectantes en torno a la mesa verde, asomando desde las cuevas cambiantes de una manga, cada una de las cuales es un animal depredador al acecho, cada una diferente en forma y color: algunas limpias y otras enjaezadas con anillos y cadenas que tintinean; algunas peludas como de animales salvajes y otras húmedas y torcidas como anguilas, pero todas vibrantes y presas de una inmensa impaciencia. Siempre, de manera instintiva me venía a la mente la imagen de una pista de carreras, en la que, al comienzo, los excitados caballos son dominados a duras penas para que no salgan disparados antes de tiempo: de igual manera tiemblan, se agitan y piafan esas manos. A través de esas manos, por la forma cómo esperan, cómo agarran y flaquean se puede reconocer a cualquiera: al codicioso por el agarrotamiento; al derrochador por la soltura; al calculador por la calma; el desesperado por la muñeca temblorosa. Cientos de caracteres se manifiestan de inmediato a través del gesto de cómo agarran el dinero, ya sea que alguien se desmorone o se doble nerviosamente o que, agotado, con las palmas cansadas, las pose mientras la ruleta está circulando. En el juego, el hombre se manifiesta a sí mismo con una docena de palabras, lo sé, pero le digo que sus propias manos le traicionan aún más claramente durante el juego. Debido a que todos o casi todos los jugadores que están apostando pronto han aprendido a domeñar sus rostros, por encima del cuello de su camisa usan la fría máscara de la impasibilidad, fuerzan el gesto alrededor de la boca, y dominan su excitación apretando los dientes, mientras con sus ojos niegan la evidente inquietud, suavizan los músculos del rostro que se abren en una indiferencia artificial, elegantemente estilizada. Pero, debido a que precisamente toda su atención se concentra espasmódicamente en dominar su rostro como la parte más visible de su ser, se olvidan de sus manos y no se dan cuenta de que hay personas que adivinan a través de ellas todo lo que, arriba, sus labios, rizados por una sonrisa, y sus miradas, aposta impasibles, quieren esconder. Pero sus manos manifiestan de una manera descarada su más profunda intimidad. Porque inevitablemente llega un momento en el que todos esos dedos, a duras penas dominados, aparentemente dormidos, se arrancan de su noble indiferencia. En el segundo ardiente en que la bola de la ruleta cae en la pequeña casilla y se canta el número ganador, en ese preciso segundo cada una de esas cien o quinientas manos hace de manera instintiva un movimiento personalísimo, individual que responde a un instinto primigenio. Y si estás acostumbrado a observar ese estadio en el que son las manos las que compiten, tal y como mi esposo me enseñó esta especie de hobby, el estallido, siempre diferente e inesperado, de temperamentos es más emocionante que el teatro o los conciertos. No puedo enumerarle en absoluto cuántas variedades de manos hay: las hay de bestias salvajes, con dedos peludos y torcidos que atrapan el dinero como una araña; las hay nerviosas, temblorosas, con uñas pálidas que apenas se atreven a tocarlo; las hay nobles y bajas, brutales y tímidas, astutas, y otras que parecen vacilar, pero cada una actúa de manera diferente, pues cada uno de estos pares de manos expresa una vida particular, a excepción de los cuatro o cinco de los croupiers. Las de estos son máquinas perfectas que, en comparación con las otras, vivas hasta el extremo, funcionan con una precisión objetiva y profesional, y actúan con una total indiferencia como si se tratara de cajas registradoras que se cierran con su sonido metálico. Pero incluso estas manos sobrias impresionan tanto más profundamente gracias al contraste con sus hermanas, que están apasionadamente avizor. Podría decirse que es como si estuvieran con diferente uniforme, como agentes de policía en medio de una enardecida revuelta popular que crece. A esto se añade el incentivo personal que supone el que a los pocos días uno ha podido familiarizarse con las múltiples costumbres y pasiones de las manos individuales. Después de unos días ya había trabado conocimiento con algunas de ellas y, como si fueran personas, las dividí en simpatizantes y hostiles; algunas me repugnaban tanto por su picardía y codicia que siempre apartaba la mirada de ellas como si de una indecencia se tratara. Pero cada nueva mano en la mesa era una experiencia y una curiosidad para mí: a menudo me olvidaba de observar la cara, que, arriba, sujeta al cuello, permanecía impasible como una fría máscara social puesta encima de la camisa del smoking o una brillante pechera

viernes, 5 de septiembre de 2025

Berthold Brecht (Augsburgo, 1898-Berlín Este, 1956)

 


ANTE LA NOTICIA DE LA ENFERMEDAD DE UN PODEROSO ESTADISTA

 Si el hombre imprescindible arruga la frente

tiemblan dos imperios planetarios.

 Si el hombre imprescindible muere

 el mundo mira a su alrededor

como una madre sin leche para su niño.

 Si el hombre imprescindible volviera una semana después de su muerte,

 no se le encontraría en todo el imperio ni un puesto de portero.

 

 

LA MÁSCARA DEL MAL

En mi pared cuelga un trabajo japonés en madera,

 la máscara de un demonio malo, dorada con laca.

Identificándome con su sentir,

 observo las hinchadas venas de la frente,

 que indican qué esfuerzo cuesta ser malo

 

 

HOLLYWOOD

Todas las mañanas,

 para ganarme el pan,

 salgo al mercado donde se compran mentiras.

Esperanzado me alineo entre los vendedores.

 

VERIFICACIÓN

Al volver todavía no tenía el pelo gris.

 Entonces me alegré.

 Las fatigas de las montañas quedan detrás de nosotros.

Ante nosotros quedan las fatigas de las llanuras.

 

SOBRE UN LEÓN CHINO DE RAÍCES DE TÉ

Los malos temen tus garras.

Los buenos disfrutan con tu gracia.

Algo así

 me gustaría oír decir

de mi verso.


Poemas traducidos por Josi María Valverde


viernes, 29 de agosto de 2025

Parrafo de " La gesta del marrano" de Marcos Aguinis

 



—Todos los mártires cristianos fueron delincuentes para los paganos —señala Francisco.
—Eran paganos —replica el jesuita—: no podían conocer la verdad.
—Los protestantes son herejes y por lo tanto delincuentes para los católicos, de la misma forma que a la inversa. Todos los herejes que persigue la Inquisición creen en Cristo y juran por la cruz, sin embargo.
—La herejía nació para socavar a la Iglesia y la Iglesia fue creada por Nuestro Señor sobre la persona de Pedro. La inversa no tiene sentido.
—Así hablan los católicos. Pero las guerras de religión demuestran que este argumento no rige al otro lado de la frontera. ¿Por qué unos quieren imponerse a los otros? ¿No confían en la fuerza de la verdad? ¿Siempre deben recurrir a la fuerza del asesinato? ¿La luz necesita el apoyo de las tinieblas?

Hernández se pone de pie. No lo enoja la respuesta de Francisco, sino su propia incapacidad de mantener el diálogo en un carril que le permita meterse bajo su piel. Ocurre lo que pretendía evitar: un enfrentamiento. De esta forma reproduce las estériles controversias y estimula la obstinación del descarriado. Se sienta, bebe otro sorbo de agua, seca la boca con el dorso de la mano y dice que advierte en Francisco una naturaleza muy sensible.

Por lo tanto, desea que reflexionen juntos sobre el maravilloso sacrificio de Nuestro Señor Jesucristo para salvar a la humanidad y la maravillosa eucaristía que lo renueva por todos los tiempos y espacios. Este sacrificio sin par ha eliminado definitivamente el sacrificio de seres humanos (que los indígenas de este continente venían practicando) y también el de animales (que se cumplía de acuerdo a la ley de Moisés). ¿Cómo un espíritu tan delicado no va a reconocer y apreciar este extraordinario avance?

Hernández le muestra con ansiedad creciente que así como una fruta está primero verde y después madura, o el día amanece con rayos tibios y después brinda la luz plena, así la revelación ha seguido dos etapas: el Antiguo Testamento anuncia y prepara al Nuevo como el alba al mediodía.

Francisco medita. También desea mantener la conversación en un clima cordial, pero es torpe como el jesuita. Responde que, en efecto, ha escuchado en otras oportunidades —también en sermones— marcar diferencias con los antiguos hebreos y con los salvajes. Cristo no admite más sacrificios humanos porque Él se sacrificó en el lugar de todos. Calla dos segundos y articula una parrafada brutalmente irónica.

—Pero si bien los cristianos no comen a un hombre como los caníbales —le clava la mirada—, lo desgarran con suplicios mientras está lleno de vida y en muchos casos lo asan lentamente en la hoguera; sus restos mortales son arrojados a los perros. Este horror se comete y repite en nombre de la piedad, la verdad y el amor divino, ¿no es cierto? Hay una gran diferencia con el salvaje —enfatiza—, porque éste mata primero a su víctima y recién después la come...

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Ambos hombres se miran en la tenue luz del pabilo: los ojos brillan. El sacerdote no ha sido explícito, pero insinúa evitar la ejecución. Le está ofreciendo la vida a cambio de modificar su creencia. En su fibra íntima, a este bondadoso calificador del Santo Oficio no le importa que él siga viviendo —piensa Francisco— sino que modifique su fe. Le ofrece la vida como un soborno. El silencio, la quietud y la tensa expectativa magnetizan el estrecho calabozo. Comienza a doler el frío húmedo. Hernández recoge una manta abollada a los pies del lecho y la extiende sobre la espalda de Francisco, luego se aprieta la capucha de su hábito en torno al cuello. Francisco se estremece con el gesto paternal; sólo puede retribuirle con su franqueza hiriente. Farfulla, en un tono de gratitud, un reproche:

—Es violencia moral exigir el cambio de fe. Un hombre es más alto que otro, más inteligente que otro, más sensible que otro, pero todos somos iguales en el derecho de pensar y creer. Si mis convicciones son un crimen contra Dios, sólo a Él corresponde juzgarlo. El Santo Oficio usurpa a Dios y comete atrocidades en su nombre. Para mantener su poder basado en el terror prefiere que yo finja un cambio de creencia —hace una larga pausa, después enarbola la flagrante contradicción—. El Evangelio dice «amarás a tu enemigo»... ¿Por qué no me aman? ¿Es más fácil amar a quienes se someten?

Andrés Hernández junta las manos.
—¡Por favor! —ruega—. ¡Apártese de su mal sueño! ¡Salga de la confusión! Cristo lo ama, retorne a sus brazos. Por favor...

—Cristo no es la Inquisición, sino lo opuesto. Yo estoy más cerca de Cristo que usted, padre.

A Hernández le saltan las lágrimas.
—¿Cómo va a estar cerca de Cristo si lo niega?

—Cristo humano conmueve: es la víctima, el cordero, el amor, la belleza. Cristo Dios en cambio, para mí, para quienes somos objeto de persecución e injusticia, es el emblema de un poder voraz que exige delatar hermanos, abandonar la familia, traicionar a los padres, quemar las propias ideas. Cristo humano pereció a manos de la misma máquina que pondrá fin a mis días. A esa máquina ustedes llaman Cristo Dios.

El jesuita se persigna, reza y pide que le sean perdonadas estas blasfemias. «No sabe lo que dice», parafrasea al Evangelio. Francisco también pide disculpas para formular otro pensamiento. Hernández endereza el torso y aleja el mentón, como si estuviese por recibir un puñetazo.

—¿No está relacionada mi condena a muerte —dice— con la poca confianza que ustedes depositan en su propia fe?

—Es absurdo... Por favor, por piedad, por el cielo... —implora el jesuita—. No se cierre a la luz, a la vida.

Francisco mantiene una calma sobrenatural y desmigaja sus ideas lentamente. Le repite que no combate a la Iglesia (ya dijo que ama al cristianismo porque ha desparramado la Sagrada Escritura y ha acercado millones de seres al Dios único). Combate por su libertad de conciencia. No tiene la culpa de que su libertad sea tomada como una impugnación.

Andrés Hernández se seca las mejillas y oprime el crucifijo con ambas manos.
—No quiero que lo lleven a la hoguera. Usted es mi hermano —exclama—. Le he escuchado decir de memoria las Bienaventuranzas con emoción cristiana. Su obstinación, aunque la atiza el diablo, implica coraje. Una persona como usted no debería morir.

Francisco levanta sus manos llagadas, calientes, y las apoya sobre las que oprimen el crucifijo.
—No soy yo —la ironía es triste— quien condena.

—Su testarudez lo condena.

—El Santo Oficio, padre, el Santo Oficio, y en nombre de la cruz, de la Iglesia y de Dios. En nombre de todos ellos. El Santo Oficio, ni siquiera para condenar a muerte, asume su responsabilidad. Pretende tener las manos limpias, hipócritamente, como Poncio Pilatos.

Hernández se arrodilla frente al reo, le oprime los hombros y lo sacude levemente.
—Se lo pido de rodillas. Me humillo para hacerlo despertar. ¿Qué más necesita para volver al redil?

Francisco cierra los párpados para frenar sus propias lágrimas. ¿Cómo hacerle entender que está más despierto que nunca? El sollozo se abre como un manantial avergonzado. Ambos han llegado al límite de sus fuerzas, pero sus pensamientos no logran confluir. Ambos sienten un desborde de cariño: admiran la respectiva perseverancia. Se despiden con un gesto que casi es un abrazo.

El resplandor del ventanuco se intensifica, testigo de un hecho inverosímil. Con los párpados enrojecidos, el jesuita Andrés Hernández informa al Tribunal sobre su fracaso y ruega misericordia por el reo. Mañozca insiste en que ese hombre ha perdido la razón, lo cual no modifica la sentencia: será quemado vivo en el próximo Auto de Fe.

martes, 5 de agosto de 2025

"La intrusa" de Pedro Orgambide

 


Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día que llegó, nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo, o de planchar con mis propias manos el papel carbónico. El año pasado, sin ir muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En cuanto a esa, me pareció sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas ínfulas a la oficina. Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios. Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté por eso, señor Juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. "González —me dijo el Gerente— lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus servicios". Veinte años, señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis fuerzas. Fui yo quien le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera, la vida de un hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata, como quien dice.

sábado, 14 de junio de 2025

Alfonsina Storni ( Capriasca , Suiza 1892-Mar del Plata 1938)​​​​




Tú me quieres alba


Tú me quieres alba,

me quieres de espumas,

me quieres de nácar.

Que sea azucena

sobre todas, casta.

De perfume tenue.

corola cerrada.


Ni un rayo de luna

filtrado me haya.

Ni una margarita

se diga mi hermana.

Tú me quieres nívea,

tú me quieres blanca,

tú me quieres alba.


Tú que hubiste todas

las copas a mano,

de frutos y mieles

los labios morados.

Tú que en el banquete

cubierto de pámpanos

dejaste las carnes

festejando a Baco.

Tú que en los jardines

negros del Engaño

vestido de rojo

corriste al Estrago.

Tú que el esqueleto

conservas intacto

no sé todavía

por cuáles milagros,

me pretendes blanca

(Dios te lo perdone),

me pretendes casta

(Dios te lo perdone),

¡Me pretendes alba!


Huye hacia los bosques,

vete a la montaña;

límpiate la boca;

vive en las cabañas;

toca con las manos

la tierra mojada;

alimenta el cuerpo

con raíz amarga;

bebe de las rocas;

duerme sobre escarcha;

renueva tejidos

con salitre y agua;

habla con los pájaros

y lévate al alba.

Y cuando las carnes

te sean tornadas,

y cuando hayas puesto

en ellas el alma

que por las alcobas

se quedó enredada,

entonces, buen hombre,

preténdeme blanca,

preténdeme nívea,

preténdeme casta.

 


  

domingo, 20 de abril de 2025

Miniaturas en el sendero poético de Andrés Bohoslavsky

 




Salmo 68.10

En la mitad del salmo 68.10

justo cuando Dios provee al pobre

me acercó su cajita para depositar donaciones.

Puse un billete de veinte mil

me agradeció con una mueca de sorpresa.

En ese instante pensé en el dinero

como un objeto religioso

y mi correcta decisión de continuar su falsificación.

Cuando alcé la vista para irme

el cordero de Dios que perdona

los pecados del mundo

parecía sonreírme.



El laberinto

Encerrado durante años en el laberinto

agotado, explorando una salida

decidí un día detenerme y dejar de buscar.

En el mismo instante, el concepto de encierro

se esfumó de mi mente.

Ahora, los límites del mundo

son los bordes de esta hoja

que me impiden salir


Los ciegos y los lobos disfrazados de corderos

La asociación de ciegos decidió festejar

su aniversario

la sala de festejos desbordaba de no videntes

el plato principal del banquete fue cordero asado

exquisito menú, sostenían los comensales.

Mi tarea de organizador llegaba a su fin

todo había salido como ellos lo soñaron

guardé las pieles en una bolsa, encendí un cigarrillo

y partí


La casa de empeños

Entré de madrugada a la casa de empeños

el boquete que había abierto desde una pared lateral

me dejó junto a las obras de arte más valiosas

tomé todas las que pude y al pasar alcancé a guardar

diamantes y otras joyas preciosas en mis bolsillos.

Al costado de esta sala estaban las almas empeñadas

la mía seguía colgada en la misma percha de siempre

todas parecidas, sin signos de envejecimiento


El malentendido

Frotó la lámpara de los deseos

y pidió los tres que primero vinieron a su mente

antes de que venciera el tiempo que le otorgaron

el tercer deseo, el de la vida tranquila

debe haber sido el problema

nadie sueña ser el guardián del cementerio


Buda en el infierno

Cuando bajamos con Buda al infierno

dejamos nuestras identificaciones, abonamos

la entrada

descendimos en el ascensor hasta el subsuelo

más profundo

recorrimos todos los pisos tomando nota

de las diferentes formas del sufrimiento humano.

Al volver a la superficie

yo aún seguía horrorizado por lo que había visto

para Buda, el más estremecedor era el piso

de los que no pueden sonreír


sábado, 19 de abril de 2025

Microrrelato de Juan Manuel Ramírez: Sísifo

 



A pesar de su fortaleza, nuestro personaje ya sentía cómo la debilidad conquistaba su cuerpo, igual que un río desbordado que inunda los campos colindantes, arrasando cosechas, destruyendo caminos y cubriendo de lodo cuanto encuentra a su paso.
Jamás en su vida había enfrentado una pendiente tan implacable como aquella, una cuesta traicionera que le impedía avanzar mientras intentaba sostener la pesada carga que debía transportar hasta su destino.
Si pudiera pensar con claridad, sin la bruma del agotamiento, o si su naturaleza le hubiese privado del don del raciocinio, acaso recordaría la titánica empresa —más bien un castigo divino— que condenó a Sísifo a empujar su roca una y otra vez por la ladera del inframundo, solo para verla rodar cuesta abajo, obligándolo a recomenzar eternamente.
Pero nuestro personaje no piensa. Y, en realidad, no hay comparación posible. Sísifo luchaba contra una montaña infinita, mientras que él solo debe superar un diminuto montículo: un leve desnivel de tierra y guijarros cubiertos de barro, de no más de quince centímetros de altura.
Porque nuestro héroe no es un hombre castigado por los dioses, sino un humilde escarabajo pelotero, empeñado en llevar hasta su refugio una esfera de excrementos que, para él, es el tesoro más preciado del mundo.


tomado de https://narrativabreve.com/2025/03/microrrelato-de-juan-manuel-ramirez-sisifo.html