¿Qué podían hacer conmigo? ¿Qué debían hacer
conmigo? Ambas preguntas eran una y la misma. Las posibilidades, limitadas. La
familia las debatía todas, sombría y exhaustivamente, sentados a la mesa de la
cocina por las noches, con los postigos cerrados, mientras comían sus
salchichas secas y correosas y su sopa de patata. En mis fases de lucidez, me
sentaba con ellos y participaba como podía en la conversación mientras
rebuscaba los pedazos de patata en mi cuenco. Si no, me recluía en el rincón
más oscuro, maullaba para mis adentros y escuchaba aquel abejorreo en mi cabeza
que nadie más oía.
—Con lo preciosa que era de chiquitina —decía mi
madre—. No tenía nada malo.
Le entristecía haber traído al mundo a una cosa como
yo: era como un reproche, como un castigo. ¿Qué había hecho ella mal?
—Será una maldición —decía mi abuela, tan seca y
correosa como las salchichas, aunque eso en ella era natural dada su edad.
—Con lo bien que estuvo tanto tiempo… —decía mi
padre—. Fue después de que pillara el sarampión aquel, a los siete años.
Después de eso.
— ¿Y quién iba a echarnos una maldición? —preguntaba
mi madre.
Mi abuela fruncía el entrecejo. A ella se le ocurría
una larga lista de candidatos. Pero aun así, no era capaz de señalar a ninguno.
La nuestra siempre había sido una familia respetada, incluso apreciada, en
cierto modo. Y seguía siéndolo. Y seguiría siéndolo, si podía hacerse algo
conmigo. Antes de que lo mío saliera en la colada, por así decirlo.
—Según el médico es una enfermedad —decía mi padre.
Mi padre se tenía por un hombre racional. Leía los periódicos. Fue él quien
insistió en que aprendiera a leer, y había persistido en el empeño, pese a
todo. Sin embargo, ya no me acurrucaba en sus brazos. Hacía que me sentara al
otro lado de la mesa y, aunque esa distancia obligada me entristecía, era de
entender.
—Entonces ¿por qué no nos dio ninguna medicina? —
replicaba mi madre.
Mi abuela bufaba con sorna. Ella tenía sus propios
remedios, entre los que se incluían bejines y brebajes. Una vez me sumergió la
cabeza en el barreño en que se remojaba la ropa sucia sin dejar de rezar
mientras lo hacía. Fue para expulsar el demonio que estaba convencida de que me
había entrado volando por la boca y se me había instalado cerca del esternón.
Mi madre decía que, en el fondo, lo hizo con la mejor de las intenciones.
"Denle pan —había sugerido el doctor—. Le
conviene comer mucho pan. Pan y patatas. Y beber sangre. Sangre de pollo mismo,
o de ternera. Pero no la dejen que se exceda." Nos dijo cómo se llamaba la
enfermedad, un nombre con pes y erres que no habíamos oído nunca. Sólo había
visto un caso como el mío en una ocasión, nos contó mientras me exploraba los
ojos amarillentos, los dientes rosáceos, las uñas rojas, la pelambrera oscura
que había empezado a brotarme por el pecho y los brazos. Quiso llevarme a la
capital, para que me vieran otros médicos, pero mi familia se negó.
—La niña es un lusus naturae —dijo el doctor. — ¿Y
eso qué quiere decir? —preguntó mi abuela.
—Un capricho de la naturaleza —contestó él. Era
forastero: habíamos recurrido a él porque nuestro médico habría hecho correr la
voz—. Es una expresión latina. Viene a decir que es un monstruo. —El médico
pensaba que yo no lo oía, porque estaba maullando—. Nadie tiene la culpa —
añadió.
—La niña es un ser humano —replicó mi padre y le
pagó un buen montón de dinero para que se marchara a su tierra y nunca más
volviera.
— ¿Por qué nos ha mandado esto Dios? —dijo mi madre.
—Maldición o enfermedad, da lo mismo —dijo mi hermana mayor—. Sea lo que sea,
como se descubra nadie querrá casarse conmigo.
Asentí con la cabeza: mi hermana tenía razón. Ella
era una chica bonita, y nosotros no éramos pobres, éramos casi señoritos. Sin
mí tendría el camino despejado.
Durante el día, me pasaba el tiempo encerrada dentro
de mi habitación en penumbra: lo mío empezaba a resultar alarmante. A mí no me
importaba, porque no soportaba la luz del sol. De noche, insomne, vagaba por la
casa, escuchando los ronquidos de los demás, sus gañidos de pesadilla. El gato
me hacía compañía. Era el único ser vivo que quería acercárseme. Yo olía a
sangre, a sangre reseca: tal vez por eso el gato me seguía a todas partes, por
eso se me subía a la falda y me daba lametazos.
A los vecinos les habían contado que padecía una
enfermedad consuntiva, unas fiebres, un delirio. Ellos me mandaban huevos y
coles; acudían de vez en cuando a visitarme, para enterarse de algo, pero no
tenían muchas ganas de verme: fuera lo que fuese podía ser contagioso.
Se decidió que lo mejor sería que muriera. Así no
supondría un estorbo para mi hermana, no pendería sobre ella como un sino
fatal. "Mejor una feliz que dos desgraciadas", dijo mi abuela, a
quien le había dado por colgar ristras de ajos en el marco de mi puerta. Yo me
avine al plan, quería ser de ayuda.
Al cura se le sobornó, aunque apelamos también a su
compasión. A todo el mundo le gusta pensar que hace el bien a la vez que se
embolsa un buen dinero, y nuestro párroco no era una excepción. Me dijo que
Dios me había escogido porque era una niña especial, como una especie de novia,
podría decirse. Me dijo que estaba llamada al sacrificio. Que el sufrimiento
purificaría mi alma. Y que era una chica afortunada, porque me mantendría
inocente toda la vida, ningún hombre desearía corromperme, y luego iría directa
al cielo.
Les dijo a los vecinos que había muerto como una
santa. Me exhibieron dentro de un ataúd muy profundo en una habitación muy
oscura, con un vestido blanco con mucho tul blanco por encima, un atuendo
propio de una virgen y útil para ocultar mi pelambrera. Allí yací durante dos
días, aunque de noche me dejaban salir, claro. Cuando entraba alguien, contenía
la respiración. Se movían de puntillas, hablaban entre susurros, sin acercarse
mucho, todavía tenían miedo de mi enfermedad. A mi madre le decían que su hija
parecía talmente un ángel.
Ella se sentaba en la cocina y lloraba como si yo
hubiera muerto de verdad; incluso mi hermana consiguió aparentar tristeza. Mi
padre vistió su traje negro. Mi abuela hizo pasteles. Todos se pusieron las
botas. Al tercer día, llenaron el ataúd de paja húmeda, lo llevaron al
cementerio en una carreta y lo enterraron, con responsos y una lápida sencilla,
y tres meses más tarde mi hermana contrajo matrimonio. Llegó a la iglesia
montada en coche de caballos, la primera que lo hacía en la familia. Mi féretro
fue un peldaño en su escalada.
Una vez muerta, contaba con más libertad. Nadie
salvo mi madre podía entrar en mi habitación, mi antigua habitación, como la
llamaban. A los vecinos les dijeron que querían preservarla como un santuario a
mi memoria. Colgaron una fotografía mía en la puerta, una tomada cuando aún
parecía un ser humano. Aunque yo no sabía qué aspecto tenía ya, porque siempre
evitaba los espejos.
En la penumbra leía a Pushkin, a Lord Byron y la
poesía de John Keats. Aprendía sobre amores malogrados, sobre el despecho y la
dulzura de la muerte. Y encontraba consuelo en esos pensamientos. Mi madre me
traía el pan, las patatas y la taza de sangre de costumbre, y se llevaba el
orinal. En otro tiempo solía cepillarme el pelo, cuando aún no se me caía a
puñados, y tenía la costumbre de abrazarse a mí y sollozar, pero todo eso ya
había quedado atrás. Ahora entraba y salía tan rápido como podía. Por mucho que
intentara ocultarlo, yo era un incordio para ella, naturalmente. Uno puede
compadecerse de alguien sólo hasta cierto punto, luego llegas a sentir que su
desgracia es un acto de maldad dirigido contra ti.
De noche podía campar a mis anchas por la casa, y
luego camparía por el jardín, y más adelante por el bosque. Ya no tenía que
preocuparme de si era un estorbo para los demás o para su futuro. En cuanto a
mí, el futuro no existía. Sólo el presente, un presente que iba cambiando, o
así me lo parecía, al ritmo de la luna. De no ser por los ataques, por las
horas de dolor, y por aquel abejorreo incomprensible en mi cabeza, podría haber
dicho que era feliz.
Primero murió mi abuela, después mi padre. El gato
se hizo mayor. Mi madre cada vez estaba más desesperada.
—Mi pobre niñita —decía, aunque ya no era lo que se
dice una niña—. ¿Quién cuidará de ti cuando yo no esté?
Esa pregunta sólo tenía una respuesta: tendría que
hacerlo yo. Empecé a explorar los límites de mi poder. Descubrí que tenía mucho
más cuando no se me veía que cuando se me veía, y sobre todo cuando se me veía
sólo a medias. Una vez asusté a dos niños en el bosque, a cosa hecha: les
mostré los dientes rosáceos, el rostro peludo, las uñas rojas, les maullé, y
echaron a correr dando voces. La gente no tardó en evitar aquella parte del
bosque. Me asomé a una ventana una noche y le provoqué un ataque de histeria a
una joven. "¡Una cosa! ¡He visto una cosa!", gritaba entre sollozos.
O sea, que yo era una cosa. Lo estuve meditando: ¿en qué sentido una cosa no es
una persona?
Un forastero presentó una oferta por nuestra granja.
Mi madre quería vender e irse a vivir con mi hermana, el señorito de su marido
y sus saludables y cada vez más numerosos hijos, a quienes acababan de
retratar; ya no era capaz de sacar la granja adelante ella sola, pero ¿cómo iba
a dejarme?
—Véndela —le dije. Mi voz ya era una especie de
gruñido—. Desocuparé la habitación. Sé de un sitio donde instalarme.
La pobre mujer me lo agradeció. Me tenía apego, como
se le tiene a un padrastro en la uña, a una verruga: era carne de su carne.
Pero se alegró de librarse de mí. Había cumplido su deber con creces.
Mientras recogían y vendían los muebles yo pasaba el
día en un almiar. Me bastaba con él, pero en invierno no serviría. Cuando los
nuevos inquilinos se hubieron instalado, no fue difícil deshacerse de ellos. Yo
conocía la casa mejor que ellos, sus entradas, sus salidas. Podía moverme por
ella a oscuras. Pasé a ser un espectro, y luego otro; fui una mano de uñas
rojas que acariciaba un rostro a la luz de la luna; fui el ruido de un gozne
oxidado que hice sin querer. Salieron de allí a escape, y dijeron de nuestra
granja que estaba encantada. Entonces fue toda para mí.
Me alimentaba de las patatas que robaba escarbando
en los huertos al caer la noche, de los huevos que sisaba de los corrales. De
vez en cuando me llevaba alguna gallina, y lo primero que hacía era beberme su
sangre. Había perros guardianes, pero aunque me aullaban, nunca me atacaban: no
sabían a qué se enfrentaban. Un día, en casa, probé a mirarme en un espejo.
Dicen que los muertos no ven su reflejo, y era verdad; no me veía. Veía algo,
pero algo que no era yo: no guardaba ningún parecido con la niña buena y bonita
que me sabía en el fondo.
• • •
Pero ahora las cosas han llegado a su fin. Me he
hecho demasiado visible.
Así fue cómo ocurrió. Estaba un día recogiendo moras
al atardecer, donde el prado linda con la arboleda, cuando vi a dos personas
que se acercaban, desde direcciones opuestas. Un muchacho y una muchacha. Él
mejor vestido que ella. Calzado también.
Los dos se comportaban con un aire furtivo. Yo
conocía ese aire —esas ojeadas por encima del hombro, esas paradas y esos
arranques repentinos— porque yo misma era inusualmente furtiva. Me agazapé
entre las zarzas para espiarlos. Se agarraron el uno al otro, se entrelazaron y
se dejaron caer al suelo. De ellos brotaban maullidos, gruñidos, grititos.
Quizá estuvieran sufriendo un ataque, los dos a la vez. Quizá fueran — ¡ay, por
fin!— seres como yo. Me acerqué con mucho sigilo para verlos mejor. No tenían
el mismo aspecto que yo —no tenían pelo, por ejemplo, salvo en la cabeza, lo
que pude apreciar porque se habían quitado casi toda la ropa—; por otra parte,
yo había tardado un tiempo en convertirme en lo que era. Estarán en las fases
preliminares, pensé. Saben que están cambiando, se han buscado el uno al otro
para hacerse compañía y para compartir sus ataques.
Parecían obtener placer de aquellas sacudidas, pese
a que de vez en cuando se mordían. Entendía a la perfección que llegaran a eso.
¡Qué consuelo encontraría yo si pudiera participar con ellos de ese placer! Con
el correr de los años, la soledad me había endurecido; de pronto sentí que ese
caparazón se reblandecía. Aun así, no tuve valor para abordarlos.
Una noche el muchacho se quedó dormido. Ella lo tapó
con la camisa que había dejado a un lado y le dio un beso en la frente. Luego
se alejó sin hacer ruido.
Yo me aparté de las zarzas y me encaminé con sigilo
hacia él. Allí lo tenía, dormido en un óvalo de hierba aplastada, como tendido
en una bandeja. Lamento decir que perdí los estribos. Le eché las zarpas rojas
encima. Le mordí en el cuello. ¿Era deseo o hambre? ¿Cómo iba a saber yo la
diferencia? El muchacho despertó, me vio los dientes rosáceos, los ojos
amarillentos; vio el revoloteo de mi vestido negro; vio cómo huía. Y hacia
dónde huía.
Aquel muchacho se lo contó al resto del pueblo, y
todos empezaron a elucubrar. Desenterraron mi ataúd y, al encontrarlo vacío,
temieron lo peor. Ahora mismo vienen todos hacia esta casa, está anocheciendo;
portan largas estacas, antorchas. Mi hermana va entre ellos, y su marido, y el
muchacho al que besé. Yo pretendía que fuera un beso.
¿Qué puedo decirles, qué explicación puedo dar?
Cuando se buscan demonios siempre habrá alguien que satisfaga el papel, y a fin
de cuentas da lo mismo entregarse que rendirse. "Soy un ser humano",
podría aducir. Pero ¿qué pruebas tengo de ello? "¡Soy un lusus
naturae! ¡Llévenme a la capital! ¡Deberían estudiarme!" No serviría de
nada. Me temo que al gato no le espera nada bueno. Lo que me hagan a mí, se lo
harán también a él.
Soy una persona de temperamento indulgente, sé que
en el fondo lo hacen con la mejor intención. Me he puesto el vestido blanco del
entierro, con mi velo blanco, como corresponde a una virgen. Hay que estar a la
altura de la ocasión. Oigo el abejorreo en mi cabeza cada vez más fuerte: ha
llegado la hora de levantar el vuelo. Caeré del tejado en llamas como un
cometa, arderé como una hoguera. Tendrán que pronunciar muchos conjuros sobre
mis cenizas para cerciorarse de que esta vez estoy muerta de verdad. Andando el
tiempo me convertiré en una santa invertida; los huesos de mis dedos se
venderán como talismanes siniestros. Seré una leyenda, para entonces.
A lo mejor en el cielo pareceré un ángel. O tal vez
los ángeles se parezcan a mí. Si así fuera, ¡qué sorpresa para los demás! Ya
tengo algo con lo que ilusionarme.