En mi casa
En mi casa
Algunos
hombres
llevan
tan honda en
los huesos la tristeza
que no se
sabe
si alguna
vez
les ha
correspondido la felicidad
o están
hechos
para la
pena.
Conocí
a un hombre
que llevaba
entre las
manos
aguas
tristes.
Ríos mansos
caían de sus
dedos,
inundaban
la tierra.
Sobre el
agua
su paso
se extendía
como el de
un pequeño rey
de una
patria salvaje
que ha
perdido
su reino
para
siempre.
Observo
mi cuerpo,
la sombra de mi cuerpo extendida en la tierra,
esa porción de mundo
que no es mía y me apropio
tapando el sol.
Mi oscuridad es otra;
lo que espera en la calma del viento,
inasible
como el polvo suspendido en el aire.
Lo que hace hermosa la carne,
me digo,
es la fragilidad.
Mi cuerpo,
que aún huele a fruto devorado en la tarde,
aprende a ser leve y fugaz.
Ben David
Siento a veces que mis gestos
la voz, el pensamiento y aun este cansancio,
son ya los de mi padre.
Que este cuerpo mío no lo perpetúa
sino que lo encarna;
que yo soy el hombre de más de
setenta años
que agobiado y lejos de donde vivo,
avanza al alba, insomne, lento, solo
y jadea su fatiga en un sillón en sombra
bajo el peso del dolor indeclinable,
de culpas que no han envejecido,
mientras siente con alivio que su hijo
en otros sitios, lejos de él,
ha ido más allá de su tormento,
doblegó los demonios,
no lo ha repetido.
de Santiago Kovadloff
Teoría del aullido
La luna se ha hecho la difunta para los hombres, pero está
viva y radiante para los perros. Desde su alzada distancia
los conmueve, los hechiza, les promete que en cada uno de
sus cráteres, escarbando apenas, una yacimiento de huesos
tibios y robustos los aguarda. El día que la invadan, es
decir, que sea poseída por los perros, estos ya no serán
más los mejores amigos del hombre. Defenderán el paraíso
alcanzado contra toda intrusión terrestre, formando huestes
de jaurías, veloces y libres como el polvo en el viento e
invencibles como este. Perderán el don humano, indecoroso
y servil de la melancolía, y no habrá perdón, sino condena
para los reminiscentes que persistan en aullar a una luz
en la noche. Y en especial recordarán las pedradas en la
pelambre, los terrores de la escarcha en los baldíos, el
estruendo del mar en las playas desoladas, el amor medroso
que idearon a cambio de un hueso sin alma roído bajo las
mesas sobre las cuales el festín humeante no tenía término;
recordarán el instinto castrado, los puntapiés, los gritos,
la cadena. Y después de recordarlo todo, se reunirán, porque
los perros -como los dioses imaginados- no olvidan la
desdicha; a ciertas horas irreprimibles de cada día, se
reunirán, apretujados como en una conjura, e irán descargando
la lluvia de sus orines dorados sobre la tierra, que desde
entonces tendrá para ellos la apariencia de un árbol. Por
eso la luna se ha hecho la difunta para los hombres, y se
deja aullar por los perros, mientras fríamente los espera.
Mi amigo y yo,
que algo sabemos de bosques y distancias, nunca nos ponemos de acuerdo sobre
ese pájaro. Ese, ese mismo que ahora salta de la rama de un árbol y en vez de
volar permanece inmóvil en el aire, como si fuera la escultura de un pájaro,
que es. Él, mi amigo, dice que ese pájaro es un artista, y que solo los pájaros
artistas se posan en el aire. Yo no. Yo le digo que es un simulador, y que cualquiera,
aun los cuervos que solo saben ver la carroña, se darán cuenta que ese pájaro no
está parado en el aire, sino sobre el hombro de un fantasma.
Pero nunca
nos ponemos de acuerdo. Así es que después de una breve discusión, mi amigo se
va volando hacia el norte, y yo volando hacia el sur.
Libertad
Escribimos sobre ella
Para no ser demolidos por el día (monótono
elefante)
ni por la noche (jauría en la memoria).
Para que en esta ciudad tan fría
Su nombre abrigue más que una barricada
de lana.
Para que los amantes incendiarios no cesen
de brillar como meteoros cuando se apaga
la noche.
Para que la oscuridad no presida
la mesa, el sueño, lo imposible, el mundo.
Escribimos sobre ella, en fin,
Para no volvernos radiactivos.
Otros poetas, que la ignoran, son felices
o triunfan.
Los misterios de
la poesía
El poeta Ezra Kiesinsky, famoso por sus
visiones que la realidad prontamente imitaba, hacía meses que no escribía una
sola línea, ni una palabra o sílaba o letra. Se estaba allí, de pie frente a la
ventana que daba al patio de su vieja casa, esperando una sorpresa: la caída de
algún fragmento de otra dimensión, de una hoja de otoño vestida de escarcha, o
de una gota del sudor del sol, en fin, algo, alguna de esas súbitas apariciones
que, como solía sucederle, le abrieran la puerta de entrada al tembladeral del
poema. Entonces vio al elefante, que lo miraba desde el patio. Era de un color
gris violáceo y tan enorme su edificio de carne que pareció cubrir de sombra la
ventana y aun la casa entera. Debía pesar, se dijo, más de tres toneladas.
Antes de que la sobrenatural imagen
desapareciera tan súbitamente como había llegado, el poeta Ezra Kiesinsky se
sentó, puso una hoja bajo su mano y, sin agitar la respiración, escribió un
admirable poema sobre una insignificante hormiga.
Yo compartía un país delicado y terrible; amaba
todo candor, toda barbarie.
Las tormentas abrían las puertas de mi casa.
Viajero: la piedra en que tropiezas también es
el mundo.
Vidalero
Hombre que cantas pendiente de una caja, empinado en
tu vino, desnudo de tu voz, harto de tu miseria sin saberlo: el silencio no te
apisonará.
El Silencio sólo muele silencios.
sus manos en el aire
en una el peine en la otra la tijera
van y vienen
entretejiendo pelos
enhebrando el etéreo tejido
las voces de las mujeres
se entremezclan se elevan
bajan son susurros
que nació el hijo de aquella
que murió el marido de esta
que una le fue infiel
que la otra se quedó sola
catástrofes y desconsuelos
alegrías y certezas
sus manos toman un mechón
y realizan el sueño
sus manos
llenas de claridad
sobre el aire en el aire
5
no conozco el mar
muy pocos lo conocen
el mar no es esa tarde azul de primavera
mis huellas detrás de sus huellas
un cielo de gaviotas dibujándose a los lejos
el mar es una memoria de infinitos naufragios
el dolor de ese hombre que va solo y un día
al pie de la tristeza se acuesta con la muerte
no conozco la muerte
nadie la conoce
la muerte es el vértigo que dibuja lo vacío
el no decir que desbautiza las cosas
un salto y la caída
las llagas violentas del amor