Hace algún tiempo me paseaba yo por una florida campiña
estival, en compañía de un amigo taciturno y de un joven pero ya célebre poeta
que admiraba la belleza de la naturaleza circundante, mas sin poder solazarse
con ella, pues le preocupaba la idea de que todo ese esplendor estaba condenado
a perecer, de que ya en el invierno venidero habría desaparecido, como toda
belleza humana y como todo lo bello y noble que el hombre haya creado y pudiera
crear. Cuanto habría amado y admirado, de no mediar esta circunstancia, le parecía
carente de valor por el destino de perecer a que estaba condenado. Sabemos que
esta preocupación por el carácter perecedero de lo bello y perfecto puede
originar dos tendencias psíquicas distintas. Una conduce al amargado hastío del
mundo que sentía el joven poeta; la otra, a la rebeldía contra esa pretendida
fatalidad. ¡No! ¡Es imposible que todo ese esplendor de la Naturaleza y del
arte, de nuestro mundo sentimental y del mundo exterior, realmente esté
condenado a desaparecer en la nada! Creerlo sería demasiado insensato y sacrílego.
Todo eso ha de poder subsistir en alguna forma, sustraído a cuanto influjo
amenace aniquilarlo. Mas esta pretensión de eternidad traiciona demasiado clara
mente su filiación de nuestros deseos como para que pueda pretender se le
conceda valía de realidad. También lo que resulta doloroso puede ser cierto;
por eso no pude decidirme a refutar la generalidad de lo perecedero ni a
imponer una excepción para lo bello y lo perfecto. En cambio, le negué al poeta
pesimista que el carácter perecedero de lo bello involucrase su
desvalorización. Por el contrario, ¡es un incremento de su valor! La cualidad
de perecedero comporta un valor de rareza en el tiempo. Las limitadas
posibilidades de gozarlo lo tornan tanto más precioso. Manifesté, pues, mi incomprensión
de que la caducidad de la belleza hubiera de enturbiar el goce que nos
proporciona. En cuanto a lo bello de la Naturaleza, renace luego de cada
destrucción invernal, y este renacimiento bien puede considerarse eterno en
comparación con el plazo de nuestra propia vida. En el curso de nuestra
existencia vemos agotarse para siempre la belleza del rostro y el cuerpo humano ,
mas esta fugacidad agrega a sus encantos uno nuevo. Una flor no nos parece
menos espléndida porque sus pétalos sólo estén lozanos durante una noche.
Tampoco logré comprender por qué la limitación en el tiempo habría de
menoscabar la perfección y belleza de la obra artística o de la producción
intelectual. Llegue una época en la cual queden reducidos a polvo los cuadros y
las estatuas que hoy admiramos: sucédanos una generación de seres que ya no
comprendan las obras de nuestros poetas y pensadores; ocurra aun una era
geológica que vea enmudecida toda vida en la tierra…, no importa; el valor de
cuanto bello y perfecto existe sólo reside en su importancia para nuestra
percepción; no es menester que la sobreviva y, en consecuencia, es
independiente de su perduración en el tiempo. Aunque estos argumentos me
parecían inobjetables, pude advertir que no hacían mella en el poeta ni en mi
amigo. Semejante fracaso me llevó a presumir que éstos debían estar embargados
por un poderoso factor afectivo que enturbiaba la claridad de su juicio, factor
que más tarde creí haber hallado. Sin duda, la rebelión psíquica contra la
aflicción, contra el duelo por algo perdido, debe haberles malogrado el goce de
lo bello. La idea de que toda esta belleza sería perecedera produjo a ambos,
tan sensibles, una sensación anticipada de la aflicción que les habría de
ocasionar su aniquilamiento, y ya que el alma se aparta instintivamente de todo
lo doloroso, estas personas sintieron inhibido su goce de lo bello por la idea
de su índole perecedera. Al profano le parece tan natural el duelo por la pérdida
de algo amado o admirado, que no vacila en calificarlo de obvio y evidente.
Para el psicólogo, en cambio, esta aflicción representa un gran problema, uno
de aquellos fenómenos que, si bien incógnitos ellos mismos, sirven para reducir
a ellos otras incertidumbres. Así, imaginamos poseer cierta cuantía de
capacidad amorosa —llamada «libido»— que al comienzo de la evolución se orientó
hacia el propio yo, para más tarde —aunque en realidad muy precozmente—
dirigirse a los objetos, que de tal suerte quedan en cierto modo incluidos en
nuestro yo. Si los objetos son destruidos o si los perdemos, nuestra capacidad
amorosa (libido) vuelve a quedar en libertad, y puede tomar otros objetos como
sustitutos, o bien retornar transitoriamente al yo. Sin embargo, no logramos
explicarnos —ni podemos deducir todavía ninguna hipótesis al respecto— por qué
este desprendimiento de la libido de sus objetos debe ser, necesariamente, un
proceso tan doloroso. Sólo comprobamos que la libido se aferra a sus objetos y
que ni siquiera cuando ya dispone de nuevos sucedáneos se resigna a
desprenderse de los objetos que ha perdido. He aquí, pues, el duelo. La plática
con el poeta tuvo lugar durante el verano que precedió a la guerra. Un año
después se desencadenó ésta y robó al mundo todas sus bellezas. No sólo
aniquiló el primor de los paisajes que recorrió y las obras de arte que rozó en
su camino, sino que también quebró nuestro orgullo por los progresos logrados
en la cultura, nuestro respeto ante tantos pensadores y artistas, las
esperanzas que habíamos puesto en una superación definitiva de las diferencias
que separan a pueblos y razas entre sí. La guerra enlodó nuestra excelsa
ecuanimidad científica, mostró en cruda desnudez nuestra vida instintiva,
desencadenó los espíritus malignos que moran en nosotros y que suponíamos
domeñados definitivamente por nuestros impulsos más nobles, gracias a una
educación multisecular. Cerró de nuevo el ámbito de nuestra patria y volvió a
tornar lejano y vasto el mundo restante. Nos quitó tanto de lo que amábamos y
nos mostró la caducidad de mucho que creíamos estable. No es de extrañar que
nuestra libido, tan empobrecida de objetos, haya ido a ocupar con mayor intensidad
aquellos que nos quedaron; no es curioso que de pronto haya aumentado nuestro
amor por la patria, el cariño por los nuestros y el orgullo que nos inspira lo
que poseemos en común. Pero esos otros bienes, ahora perdidos, ¿acaso quedaron
realmente desvalorizados ante nuestros ojos sólo porque demostraran ser tan
perecederos y frágiles? Muchos de nosotros lo creemos así; pero injustamente,
según pienso una vez más. Me parece que quienes opinan de tal manera y parecen
estar dispuestos a renunciar de una vez por todas a lo apreciable, simplemente
porque no resultó ser estable, sólo se encuentran agobiados por el duelo que
les causó su pérdida. Sabemos que el duelo, por más doloroso que sea, se
consume espontáneamente. Una vez que haya renunciado a todo lo perdido se habrá
agotado por sí mismo y nuestra libido quedará nuevamente en libertad de
sustituir los objetos perdidos por otros nuevos, posiblemente tanto o más
valiosos que aquéllos, siempre que aún seamos lo suficientemente jóvenes y que
conservemos nuestra vitalidad. Cabe esperar que suceda otro tanto con las
pérdidas de esta guerra. Una vez superado el duelo, se advertirá que nuestra
elevada estima de los bienes culturales no ha sufrido menoscabo por la
experiencia de su fragilidad. Volveremos a construir todo lo que la guerra ha
destruido, quizá en terreno más firme y con mayor perennidad.