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sábado, 26 de octubre de 2024

La vegetariana (en alfabeto hangul: 채식주의자, Chaesikjuuija) es una novela surcoreana escrita por Han Kang

 



Así empieza

Antes de que mi mujer se hiciera vegetariana, nunca pensé que fuera una persona especial. Para ser franco, ni siquiera me atrajo cuando la vi por primera vez. No era ni muy alta ni muy baja, llevaba una melena ni larga ni corta, tenía la piel seca y amarillenta, sus ojos eran pequeños, los pómulos algo prominentes, y vestía ropas sin color como si tuviera miedo de verse demasiado personal. Calzada con unos zapatos negros muy sencillos, se acercó a la mesa en la que yo estaba sentado con pasos que no eran ni rápidos ni lentos, ni enérgicos ni débiles. Si me casé con ella fue porque, así como no parecía tener ningún atractivo especial, tampoco parecía tener ningún defecto en particular. Su manera de ser, sobria y sin ninguna traza de frescura, ingenio o elegancia, me hacía sentir a mis anchas. No hacía falta que me mostrara culto para atraer su atención ni tenía que andarme con prisas para llegar a tiempo a nuestras citas. Tampoco había razón para que me sintiera menos cuando me comparaba a solas con los modelos que aparecían en los catálogos de moda masculina. Ni mi barriga, que había comenzado a abultar a partir de los veintitantos, ni mis delgados brazos y piernas, que no ganaban músculo a pesar de los esfuerzos que hacía —ni siquiera mi pequeño pene, que era la causa de un secreto complejo de inferioridad—, me preocupaban lo más mínimo cuando estaba con ella. Nunca he pretendido más de lo que creo merecer. Cuando era pequeño me las di de bravucón en las calles poniéndome al frente de una banda de chiquillos que eran menores que yo. Cuando me hice mayor, solicité ingresar en la universidad que me concedía la beca más jugosa y luego me di por satisfecho entrando en una pequeña compañía que, además de apreciar mi escasa capacidad, me entregaba todos los meses un sueldo modesto. Así pues, fue natural que eligiera casarme con ella, que tenía el aspecto de ser la mujer más corriente del mundo. De hecho, jamás he podido sentirme cómodo con las mujeres bonitas, inteligentes, sensuales o provenientes de familias adineradas.

domingo, 18 de agosto de 2024

Cinthya Ozick ( 1928 , Nueva York, Nueva York, Estados Unidos) " La habitación de Freud "













   No hace mucho que convirtieron la casa vienesa de Freud en un museo, pero son pocas las visitas que recibe. Incluso es difícil saber que está ahí: los grandes hoteles no la mencionan en los tablones de anuncios, nadie la considera parte del circuito turístico. Si alguien quiere encontrarla, el único sitio donde preguntar es en la comisaría de policía.

       No he estado allí en persona (jamás piso ningún territorio que lamiera la bota de los nazis), pero a menudo he soñado con las fotografías de las reducidas dependencias donde Sigmund Freud redactaba sus tratados, citaba a sus pacientes y guardaba, en una vitrina, su colección de estatuillas antiguas y animales de piedra. Hay una imagen de Freud sentado delante de su escritorio, mirando un manuscrito a través de unos lentes perfectamente redondos con montura negra; a su espalda está la vitrina reluciente sobre la que se ve un camello de buen tamaño, tallado en madera o piedra, y una magnífica urna griega a uno de los lados. Hay una pared de libros, un jarrón con flores de sauce blanco y, en cada estante y superficie útil, cálices, copas, bestezuelas y cientos de esas extrañas deidades.
       Supongo que los restos egipcios ya no se conservan en el museo, a menos que por alguna razón los hayan llevado de nuevo para ocupar el vacío de las habitaciones del refugiado.
       En otra de esas famosas fotografías se da una curiosa yuxtaposición. La imagen está dividida exactamente en dos por el pie de una lámpara. A la izquierda aparece la multitud de deidades de piedra; a la derecha, el diván en el que se tumbaban los pacientes de Freud durante las sesiones de psicoanálisis. En la pared detrás del diván hay una alfombra persa colgada a modo de tapiz; el diván propiamente dicho aparece cubierto con poco arte por otra tosca alfombra que oculta el cabezal, sobre el que hay un cojín mullido de terciopelo calado como una boina hundida. El centro de la fotografía lo ocupa el sillón bajo de terciopelo donde se sentaba Freud. Los brazos del sillón parecen gastados, la pequeña estancia da la sensación de estar abarrotada por el exceso de objetos, la abundancia de marcos que cuelgan en torpe desorden a lo largo y ancho de la pared detrás del sillón y del diván. En uno de los marcos, protegidas por el cristal, relucen las ijadas de un galgo. Todo este desorden, por supuesto, se corresponde con la idea que nos hemos hecho del abigarramiento victoriano, y uno compadece a la doncella que entraba tímidamente en el gabinete empuñando un peligroso plumero. Aun así, si se mira por segunda vez, no hay tal desorden. Todo en la estancia es necesario, desde el diván a los dioses. Incluso el perro escuálido que corre y aúlla en la pared.
       Sobre todo los dioses. ¡Los dioses, ah, los dioses!
       No es la yuxtaposición que suponen. Lo que están pensando es: estos objetos de piedra primitivos, alineados como pequeños y decididos soldados de infantería en mesas y estantes (porque, ¿no es asombroso el modo en que muchos de ellos tienen un pie adelantado, igual que los hombres que marcharon después en Viena, o es simplemente que el escultor requiere esa postura en aras del equilibrio, pues de otro modo su dios se haría añicos?), estos objetos de piedra, pues, representan la veta primitiva y profunda de la mente que buscaba Freud. La mujer o el hombre del diván eran una empresa arqueológica, que capa tras capa había que excavar y cribar, con la misma delicadeza que ponen los arqueólogos con su fino pincel, igual que la doncella que entra todas las mañanas a pasar el plumero por el borde de cada una de las cabezas de piedra con el temor delicado de un escultor a despojar la materia misma que el dios-espíritu le ha confiado.
       (La palabra alemana para “materia” es excelente, y arroja luz sobre el uso que se le da en inglés: der Stoff. Como en: “la materia del universo”. Lo asombroso del término estriba en su cosicidad. Las solemnes deidades del consultorio de Freud son materia, estofa, pedazos de roca; escombros.)
       No, la yuxtaposición en la que estoy pensando no es la mera tangencia de lo primitivo con lo primitivo. Es otra cosa. La proliferación de dioses, en hordas y bandadas, las alfombras con sus rombos y sus motivos florales, las borlas que cuelgan lánguidamente, el mantón con recargados dibujos y flecos aún más largos que cubre la mesa, sobre el que un puñado de dioses desfilan ciegamente, los marcos de madera oscura barnizada, los jarrones curvos o de líneas rectas, los cálices de libación secos, los pesados tomos recios como las pirámides… Es la estancia de un rey.
       El aliento de esta habitación reverbera con los sueños de un rey que ansía convertirse en un dios absoluto como la piedra. Los sueños que se elevan del diván y el sillón se mezclan y se entrelazan en el aire: la paciente cuenta que ha soñado con un gato, el cual simboliza la severidad de una madre y, tras este sueño, al doctor lo acecha su propio sueño. Los dioses que caminan por el mantón de largos flecos que cubre la mesa han elegido a su rey.
       Respetado lector: si da la impresión de que estoy diciendo que Sigmund Freud deseaba ser un dios, no me malinterprete. No soy poeta, y desprecio las metáforas. Soy una persona de mentalidad literal. No tengo paciencia con las figuras retóricas. La música es un territorio que me ha sido vedado, y del arte no he visto gran cosa. He padecido las crueles vicisitudes del refugiado y me he ganado la vida comerciando con telas. Estoy familiarizado con las texturas: puedo distinguir con los ojos cerrados el rayón de la seda, la lana virgen de la sintética, el nailon puro del que lleva mezcla con algodón, el raso basto del fino. Me inclino por completo hacia lo tangible y lo palpable. Conozco la diferencia entre lo que está y lo que no está; entre lo vacío y lo lleno. No tengo nada que ver con la fantasía.
       Afirmo que Sigmund Freud deseaba ser un dios.
       Unos pocos hombres a lo largo de la historia lo han deseado y, de no ser por su naturaleza mortal, lo habrían conseguido. Algunos por medio de la tiranía: los faraones, indiscutiblemente, y también aquel Luis que fue rey Sol de Francia. Algunos gracias a las grandes victorias: Napoleón y Aníbal. Algunos en el ajedrez: esos maestros campeones del mundo que asesinan en efigie a las poderosas reinas de su imaginación. Algunos mediante la escritura de novelas: aquel conquistador, Tolstói, que se valió solo de sí mismo, disfrazado y con el pelo teñido, oculto bajo otros nombres, y también de sus tías y sus hermanos y de su pobre esposa, Sonia (pragmática y sensata como yo). Algunos gracias a la medicina y la odontología, prodigios de las prótesis y los trasplantes.
       Hay quienes, en cambio, al intrigar para convertirse en dioses utilizan recursos de muy distinta especie. Para los reyes, los generales, los maestros del ajedrez, los cirujanos, incluso para quienes dan rienda suelta a inmensas obras de la imaginación, los recursos son en última instancia su cordura, su sobriedad, su probidad burguesa. (¿Burguesa? ¿También los sagrados monarcas? Sí; para vivir decentemente en el Egipto de las antiguas dinastías, disponer de alimentos que no se pudrieran con facilidad, de alcantarillas limpias y lechos confortables, era necesario tener mil esclavos.) El concepto del genio loco es un tópico falso y estúpido. La ambición rastrea el filón de la lógica y la posibilidad. El genio no reclama lo grotesco, sino la verosimilitud: lo que se asemeja a la vida, lo contrario a la magia. Quien aspire a convertirse en un dios terrenal debe seguir el ejemplo de la tierra.
       Unos pocos no lo hacen. O al menos dos de ellos no lo han hecho. El inventor del sabbat —llamémosle Moisés, si quieren— declaró nulo el ciclo de la tierra. ¿Qué saben las aves, los gusanos de los que se alimentan, el maíz de los campos, los hombres y los animales que duermen y se despiertan hambrientos, qué saben ellos del sabbat, ese mandato arbitrario para interrumpir el ritmo cotidiano, de apartarse conscientemente de la progresión natural de los días? Únicamente Dios, por estar al margen de la naturaleza, puede ordenar que la naturaleza se detenga, puede obrar milagros, puede desbaratar la lógica.
       Después de Moisés, Freud. No son iguales. Lo que el sabbat y sus emanaciones procuraban reprimir, Freud se propuso revelarlo; todo lo bárbaro y lo atroz, lo velado y lo terrorífico: las uñas y las fauces mismas. Lo que la cristiandad turbulenta y medio salvaje de la edad de las tinieblas llamaba infierno, Freud lo denominó id, y lo describió asimismo como un “caldero”. Y al igual que el cura de pueblo con dotes para sembrar el temor poblaba el infierno con tal o cual demonio, Belcebú, Eblis, Apolión, Mefisto, esos ayudantes o dobles de Satán con nombres curiosos, Freud pobló el inconsciente con la maldición del id, el ego y el superego, poderosos fantasmas en danza que campan a su antojo por nuestras anatomías mientras fingimos que no están ahí. Y esto también atenta contra el ritmo diario de las cosas. La naturaleza no se detiene a preguntarse si ella misma es sospechosa del subterfugio cotidiano. Al inventar esa interrupción, Freud impuso sobre nuestra coherencia superficial un sabbat del alma.
       Y eso es dar vueltas en círculo sobre lo evidente: que Freud se sentía atraído por lo que se apartaba de la “cordura”. La atracción de lo irracional plantea en sí misma una cuestión profunda: ¿en qué medida es investigación y en qué medida es búsqueda? ¿Es el científico, el médico inteligente, el filósofo escéptico atraído por lo irracional, un ser racional? ¿Cómo explicar la atracción? Pienso en aquel majestuoso erudito de Jerusalén sentado en el estudio de la universidad, elaborando, con distancia y objetividad libresca, un volumen tras otro sobre la historia del misticismo judío…, ¿hay en ello un “interés científico” objetivo, o todo interés es solo un engaño? Y a propósito de Freud: ¿no será el estudioso de los sueños —esa gruta subterránea anegada y llena de penumbras, horadada con la furia de la angustia y el deseo—, no será el estudioso de los sueños un cautivo perdidamente enamorado de ellos? ¿Y no será el caldero oculto una trampa y una tentación para su inventor? ¿No acabará el doctor del subconsciente devorado por su propia creación, como le ocurrió a aquel rabino de Praga que construyó un gólem?
       O por decirlo en términos aún más terribles: tal vez la presa está en todo momento dentro del perseguidor.

domingo, 14 de julio de 2024

Juan José Arreola: Parábola del trueque

 

Juan José Arreola - Parábola del trueque


Al grito de «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» el mercader recorrió las calles del pueblo arrastrando su convoy de pintados carromatos.

Las transacciones fueron muy rápidas, a base de unos precios inexorablemente fijos. Los interesados recibieron pruebas de calidad y certificados de garantía, pero nadie pudo escoger. Las mujeres, según el comerciante, eran de veinticuatro quilates. Todas rubias y todas circasianas. Y más que rubias, doradas como candeleros.

Al ver la adquisición de su vecino, los hombres corrían desaforados en pos del traficante. Muchos quedaron arruinados. Sólo un recién casado pudo hacer cambio a la par. Su esposa estaba flamante y no desmerecía ante ninguna de las extranjeras. Pero no era tan rubia como ellas.

Yo me quedé temblando detrás de la ventana, al paso de un carro suntuoso. Recostada entre almohadones y cortinas, una mujer que parecía un leopardo me miró deslumbrante, como desde un bloque de topacio. Presa de aquel contagioso frenesí, estuve a punto de estrellarme contra los vidrios. Avergonzando, me aparté de la ventana y volví el rostro para mirar a Sofía.

Ella estaba tranquila, bordando sobre un nuevo mantel las iniciales de costumbre. Ajena al tumulto, ensartó la aguja con sus dedos seguros. Sólo yo que la conozco podía advertir su tenue, imperceptible palidez. Al final de la calle, el mercader lanzó por último la turbadora proclama: «¡Cambio esposas viejas por nuevas!» Pero yo me quedé con los pies clavados en el suelo, cerrando los oídos a la oportunidad definitiva. Afuera, el pueblo respiraba una atmósfera de escándalo.

Sofía y yo cenamos sin decir una palabra, incapaces de cualquier comentario.

—¿Por qué no me cambiaste por otra? —me dijo al fin, llevándose los platos.

No puede contestarle, y los dos caímos más hondo en el vacío. Nos acostamos temprano, pero no podíamos dormir. Separados y silenciosos, esa noche hicimos un papel de convidados de piedra.

Desde entonces vivimos en una pequeña isla desierta, rodeados por la felicidad tempestuosa. El pueblo parecía un gallinero infestado de pavos reales. Indolentes y voluptuosas, las mujeres pasaban todo el día echadas en la cama. Surgían al atardecer, resplandecientes a los rayos del sol, como sedosas banderas amarillas.

Ni un momento se separaban de ellas los maridos complacientes y sumisos. Obstinados en la miel, descuidaban su trabajo sin pensar en el día de mañana.

Yo pasé por tonto a los ojos del vecindario, y perdí los pocos amigos que tenía. Todos pensaron que quise darles una lección, poniendo el ejemplo absurdo de la fidelidad. Me señalaban con el dedo, riéndose, lanzándome pullas desde sus opulentas trincheras. Me pusieron sobrenombres obscenos, y yo acabé por sentirme como una especie de eunuco en aquel edén placentero.

Por su parte, Sofía se volvió cada vez más silenciosa y retraída. Se negaba a salir a la calle conmigo, para evitarme contrastes y comparaciones. Y lo que es peor, cumplía de mala gana con sus más estrictos deberes de casada. A decir verdad, los dos nos sentíamos apenados de unos amores tan modestamente conyugales.

Su aire de culpabilidad era lo que más me ofendía. Se sintió responsable de que yo no tuviera una mujer como las otras. Se puso a pensar desde el primer momento que su humilde semblante de todos los días era incapaz de apartar la imagen de la tentación que yo llevaba en la cabeza. Ante la hermosura invasora, se batió en retirada hasta los últimos rincones del mudo resentimiento. Yo agoté en vano nuestras pequeñas economías, comprándole adornos, perfumes, alhajas y vestidos.

—¡No me tengas lástima!

Y volvía la espalda a todos los regalos. Si me esforzaba en mimarla, venía su respuesta entre lágrimas:

—¡Nunca te perdonaré que no me hayas cambiado!

Y me echaba la culpa de todo. Yo perdía la paciencia. Y recordando a la que parecía un leopardo, deseaba de todo corazón que volviera a pasar el mercader.

Pero un día las rubias comenzaron a oxidarse. La pequeña isla en que vivíamos recobró su calidad de oasis, rodeada por el desierto. Un desierto hostil, lleno de salvajes alaridos de descontento. Deslumbrados a primera vista, los hombres no pusieron realmente atención en las mujeres. Ni les echaron una buena mirada, ni se les ocurrió ensayar su metal. Lejos de ser nuevas, eran de segunda, de tercera, de sabe Dios cuántas manos… El mercader les hizo sencillamente algunas reparaciones indispensables, y les dio un baño de oro tan bajo y tan delgado, que no resistió la prueba de las primeras lluvias.

El primer hombre que notó algo extraño se hizo el desentendido, y el segundo también. Pero el tercero, que era farmacéutico, advirtió un día entre el aroma de su mujer la característica emanación del sulfato de cobre. Procediendo con alarma a un examen minucioso, halló manchas oscuras en la superficie de la señora y puso el grito en el cielo.

Muy pronto aquellos lunares salieron a la cara de todas, como si entre las mujeres brotara una epidemia de herrumbre. Los maridos se ocultaron unos a otros las fallas de sus esposas, atormentándose en secreto con terribles sospechas acerca de su procedencia. Poco a poco salió a relucir la verdad, y cada quien supo que había recibido una mujer falsificada.

El recién casado que se dejó llevar por la corriente del entusiasmo que despertaron los cambios, cayó en un profundo abatimiento. Obsesionado por el recuerdo de un cuerpo de blancura inequívoca, pronto dio muestras de extravío. Un día se puso a remover con ácidos corrosivos los restos de oro que había en el cuerpo de su esposa, y la dejó hecha una lástima, una verdadera momia.

Sofía y yo nos encontramos a merced de la envidia y del odio. Ante esa actitud general, creí conveniente tomar algunas precauciones. Pero a Sofía le costaba trabajo disimular su júbilo, y dio en salir a la calle con sus mejores atavíos, haciendo gala entre tanta desolación. Lejos de atribuir algún mérito a mi conducta, Sofía pensaba naturalmente que yo me había quedado con ella por cobarde, pero que no me faltaron las ganas de cambiarla.

Hoy salió del pueblo la expedición de los maridos engañados, que van en busca del mercader. Ha sido verdaderamente un triste espectáculo. Los hombres levantaban al cielo los puños, jurando venganza. Las mujeres iban de luto, lacias y desgreñadas, como plañideras leprosas. El único que se quedó es el famoso recién casado, por cuya razón se teme. Dando pruebas de un apego maniático, dice que ahora será fiel hasta que la muerte lo separe de la mujer ennegrecida, esa que él mismo acabó de estropear a base de ácido sulfúrico.

Yo no sé la vida que me aguarda al lado de una Sofía quién sabe si necia o si prudente. Por lo pronto, le van a faltar admiradores. Ahora estamos en una isla verdadera, rodeada de soledad por todas partes. Antes de irse, los maridos declararon que buscarán hasta el infierno los rastros del estafador. Y realmente, todos ponían al decirlo una cara de condenados.

Sofía no es tan morena como parece. A la luz de la lámpara, su rostro dormido se va llenando de reflejos. Como si del sueño le salieran leves, dorados pensamientos de orgullo.

domingo, 23 de junio de 2024

La loteria de Shirley Jackson

 


La mañana del 27 de junio amaneció clara y soleada con el calor lozano de un día de pleno estío; las plantas mostraban profusión de flores y la hierba tenía un verdor intenso. La gente del pueblo empezó a congregarse en la plaza, entre la oficina de correos y el banco, alrededor de las diez; en algunos pueblos había tanta gente que la lotería duraba dos días y tenía que iniciarse el día 26, pero en aquel pueblecito, donde apenas había trescientas personas, todo el asunto ocupaba apenas un par de horas, de modo que podía iniciarse a las diez de la mañana y dar tiempo todavía a que los vecinos volvieran a sus casas a comer.

Los niños fueron los primeros en acercarse, por supuesto. La escuela acababa de cerrar para las vacaciones de verano y la sensación de libertad producía inquietud en la mayoría de los pequeños; tendían a formar grupos pacíficos durante un rato antes de romper a jugar con su habitual bullicio, y sus conversaciones seguían girando en torno a la clase y los profesores, los libros y las reprimendas. Bobby Martin ya se había llenado los bolsillos de piedras y los demás chicos no tardaron en seguir su ejemplo, seleccionando las piedras más lisas y redondeadas; Bobby, Harry Jones y Dickie Delacroix acumularon finalmente un gran montón de piedras en un rincón de la plaza y lo protegieron de las incursiones de los otros chicos. Las niñas se quedaron aparte, charlando entre ellas y volviendo la cabeza hacia los chicos, mientras los niños más pequeños jugaban con la tierra o se agarraban de la mano de sus hermanos o hermanas mayores.

Pronto empezaron a reunirse los hombres, que se dedicaron a hablar de sembrados y lluvias, de tractores e impuestos, mientras vigilaban a sus hijos. Formaron un grupo, lejos del montón de piedras de la esquina, y se contaron chistes sin alzar la voz, provocando sonrisas más que carcajadas. Las mujeres, con descoloridos vestidos de andar por casa y suéteres finos, llegaron poco después de sus hombres. Se saludaron entre ellas e intercambiaron apresurados chismes mientras acudían a reunirse con sus maridos. Pronto, las mujeres, ya al lado de sus maridos, empezaron a llamar a sus hijos y los pequeños acudieron a regañadientes, después de la cuarta o la quinta llamada. Bobby Martin esquivó, agachándose, la mano de su madre cuando pretendía agarrarlo y volvió corriendo, entre risas, hasta el montón de piedras. Su padre lo llamó entonces con voz severa y Bobby regresó enseguida, ocupando su lugar entre su padre y su hermano mayor. La lotería -igual que los bailes en la plaza, el club juvenil y el programa de la fiesta de Halloween- era dirigida por el señor Summers, que tenía tiempo y energía para dedicarse a las actividades cívicas.

El señor Summers era un hombre jovial, de cara redonda, que llevaba el negocio del carbón, y la gente se compadecía de él porque no había tenido hijos y su mujer era una gruñona. Cuando llegó a la plaza portando la caja negra de madera, se levantó un murmullo entre los vecinos y el señor Summers dijo: «Hoy llego un poco tarde, amigos». El administrador de correos, el señor Graves, venía tras él cargando con un taburete de tres patas, que colocó en el centro de la plaza y sobre el cual instaló la caja negra el señor Summers. Los vecinos se mantuvieron a distancia, dejando un espacio entre ellos y el taburete, y cuando el señor Summers preguntó: «¿Alguno de ustedes quiere echarme una mano?», se produjo un instante de vacilación hasta que dos de los hombres, el señor Martin y su hijo mayor, Baxter, se acercaron para sostener la caja sobre el taburete mientras él revolvía los papeles del interior.

Los objetos originales para el juego de la lotería se habían perdido hacía mucho tiempo y la caja negra que descansaba ahora sobre el taburete llevaba utilizándose desde antes incluso de que naciera el viejo Warner, el hombre de más edad del pueblo. El señor Summers hablaba con frecuencia a sus vecinos de hacer una caja nueva, pero a nadie le gustaba modificar la tradición que representaba aquella caja negra. Corría la historia de que la caja actual se había realizado con algunas piezas de la caja que la había precedido, la que habían construido las primeras familias cuando se instalaron allí y fundaron el pueblo. Cada año, después de la lotería, el señor Summers empezaba a hablar otra vez de hacer una caja nueva, pero cada año el asunto acababa difuminándose sin que se hiciera nada al respecto. La caja negra estaba cada vez más gastada y ya ni siquiera era completamente negra, sino que le había saltado una gran astilla en uno de los lados, dejando a la vista el color original de la madera, y en algunas partes estaba descolorida o manchada. El señor Martin y su hijo mayor, Baxter, sujetaron con fuerza la caja sobre el taburete hasta que el señor Summers hubo revuelto a conciencia los papeles con sus manos. Dado que la mayor parte del ritual se había eliminado u olvidado, el señor Summers había conseguido que se sustituyeran por hojas de papel las fichas de madera que se habían utilizado durante generaciones.

Según había argumentado el señor Summers, las fichas de madera fueron muy útiles cuando el pueblo era pequeño, pero ahora que la población había superado los tres centenares de vecinos y parecía en trance de seguir creciendo, era necesario utilizar algo que cupiera mejor en la caja negra. La noche antes de la lotería, el señor Summers y el señor Graves preparaban las hojas de papel y las introducían en la caja, que trasladaban entonces a la caja fuerte de la compañía de carbones del señor Summers para guardarla hasta el momento de llevarla a la plaza, la mañana siguiente. El resto del año, la caja se guardaba a veces en un sitio, a veces en otro; un año había permanecido en el granero del señor Graves y otro año había estado en un rincón de la oficina de correos y, a veces, se guardaba en un estante de la tienda de los Martin y se dejaba allí el resto del año.

Había que atender muchos detalles antes de que el señor Summers declarara abierta la lotería. Por ejemplo, había que confeccionar las listas de cabezas de familia, de cabezas de las casas que constituían cada familia, y de los miembros de cada casa. También debía tomarse el oportuno juramento al señor Summers como encargado de dirigir el sorteo, por parte del administrador de correos. Algunos vecinos recordaban que, en otro tiempo, el director del sorteo hacía una especie de exposición, una salmodia rutinaria y discordante que se venía recitando año tras año, como mandaban los cánones. Había quien creía que el director del sorteo debía limitarse a permanecer en el estrado mientras la recitaba o cantaba, mientras otros opinaban que tenía que mezclarse entre la gente, pero hacía muchos años que esa parte de la ceremonia se había eliminado. También se decía que había existido una salutación ritual que el director del sorteo debía utilizar para dirigirse a cada una de las personas que se acercaban para extraer la papeleta de la caja, pero también esto se había modificado con el tiempo y ahora solo se consideraba necesario que el director dirigiera algunas palabras a cada participante cuando acudía a probar su suerte. El señor Summers tenía mucho talento para todo ello; luciendo su camisa blanca impoluta y sus pantalones tejanos, con una mano apoyada tranquilamente sobre la caja negra, tenía un aire de gran dignidad e importancia mientras conversaba interminablemente con el señor Graves y los Martin.

En el preciso instante en que el señor Summers terminaba de hablar y se volvía hacia los vecinos congregados, la señora Hutchinson apareció a toda prisa por el camino que conducía a la plaza, con un suéter sobre los hombros, y se añadió al grupo que ocupaba las últimas filas de asistentes.

-Me había olvidado por completo de qué día era -le comentó a la señora Delacroix cuando llegó a su lado, y las dos mujeres se echaron a reír por lo bajo-. Pensaba que mi marido estaba en la parte de atrás de la casa, apilando leña -prosiguió la señora Hutchinson-, y entonces miré por la ventana y vi que los niños habían desaparecido de la vista; entonces  recordé que estábamos a veintisiete y vine corriendo.

Se secó las manos en el delantal y la señora Delacroix respondió:

-De todos modos, has llegado a tiempo. Todavía están con los preparativos.

La señora Hutchinson estiró el cuello para observar a la multitud y localizó a su marido y a sus hijos casi en las primeras filas. Se despidió de la señora Delacroix con unas palmaditas en el brazo y empezó a abrirse paso entre la multitud. La gente se apartó con aire festivo para dejarla avanzar; dos o tres de los presentes murmuraron, en voz lo bastante alta como para que les oyera todo el mundo: «Ahí viene tu mujer, Hutchinson», y, «Finalmente se ha presentado, Bill». La señora Hutchinson llegó hasta su marido y el señor Summers, que había estado esperando a que lo hiciera, comentó en tono jovial:

-Pensaba que íbamos a tener que empezar sin ti, Tessie.

-No querrías que dejara los platos sin lavar en el fregadero, ¿verdad, Joe? -respondió la señora Hutchinson con una sonrisa, provocando una ligera carcajada entre los presentes, que volvieron a ocupar sus anteriores posiciones tras la llegada de la mujer.

-Muy bien -anunció sobriamente el señor Summers-, supongo que será mejor empezar de una vez para acabar lo antes posible y volver pronto al trabajo. ¿Falta alguien?

-Dunbar -dijeron varias voces-. Dunbar, Dunbar.

El señor Summers consultó la lista.

-Clyde Dunbar -comentó-. Es cierto. Tiene una pierna rota, ¿no es eso? ¿Quién sacará la papeleta por él?

-Yo, supongo -respondió una mujer, y el señor Summers se volvió hacia ella.

-La esposa saca la papeleta por el marido -anunció el señor Summers, y añadió-: ¿No tienes ningún hijo mayor que lo haga por ti, Janey?

Aunque el señor Summers y todo el resto del pueblo conocían perfectamente la respuesta, era obligación del director del sorteo formular tales preguntas oficialmente. El señor Summers aguardó con expresión atenta la contestación de la señora Dunbar.

-Horace no ha cumplido aún los dieciséis -explicó la mujer con tristeza-. Me parece que este año tendré que participar yo por mi esposo.

-De acuerdo -asintió el señor Summers. Efectuó una anotación en la lista que sostenía en las manos y luego preguntó-: ¿El chico de los Watson sacará papeleta este año?

Un muchacho de elevada estatura alzó la mano entre la multitud.

-Aquí estoy -dijo-. Voy a jugar por mi madre y por mí.

El chico parpadeó, nervioso, y escondió la cara mientras varias voces de la muchedumbre comentaban en voz alta: «Buen chico, Jack», y, «Me alegro de ver que tu madre ya tiene un hombre que se ocupe de hacerlo».

-Bien -dijo el señor Summers-, creo que ya estamos todos. ¿Ha venido el viejo Warner?

-Aquí estoy -dijo una voz, y el señor Summers asintió.

Un súbito silencio cayó sobre los reunidos mientras el señor Summers carraspeaba y contemplaba la lista.

-¿Todos preparados? -preguntó-. Bien, voy a leer los nombres (los cabezas de familia, primero) y los hombres se adelantarán para sacar una papeleta de la caja. Guarden la papeleta cerrada en la mano, sin mirarla, hasta que todo el mundo tenga la suya. ¿Está claro?

Los presentes habían asistido tantas veces al sorteo que apenas prestaron atención a las instrucciones; la mayoría de ellos permaneció tranquila y en silencio, humedeciéndose los labios y sin desviar la mirada del señor Summers. Por fin, este alzó una mano y dijo, «Adams». Un hombre se adelantó a la multitud. «Hola, Steve», le saludó el señor Summers. «Hola, Joe», le respondió el señor Adams. Los dos hombres intercambiaron una sonrisa nerviosa y seca; a continuación, el señor Adams introdujo la mano en la caja negra y sacó un papel doblado. Lo sostuvo con firmeza por una esquina, dio media vuelta y volvió a ocupar rápidamente su lugar entre la multitud, donde permaneció ligeramente apartado de su familia, sin bajar la vista a la mano donde tenía la papeleta.

-Allen -llamó el señor Summers-. Anderson… Bentham.

-Ya parece que no pasa el tiempo entre una lotería y la siguiente -comentó la señora Delacroix a la señora Graves en las filas traseras-. Me da la impresión de que la última fue apenas la semana pasada.

-Desde luego, el tiempo pasa volando -asintió la señora Graves.

-Clark… Delacroix…

-Allá va mi marido -comentó la señora Delacroix, conteniendo la respiración mientras su esposo avanzaba hacia la caja.

-Dunbar -llamó el señor Summers, y la señora Dunbar se acercó con paso firme mientras una de las mujeres exclamaba: «Animo, Janey», y otra decía: «Allá va».

-Ahora nos toca a nosotros -anunció la señora Graves y observó a su marido cuando este rodeó la caja negra, saludó al señor Summers con aire grave y escogió una papeleta de la caja. A aquellas alturas, entre los reunidos había numerosos hombres que sostenían entre sus manazas pequeñas hojas de papel, haciéndolas girar una y otra vez con gesto nervioso. La señora Dunbar y sus dos hijos estaban muy juntos; la mujer sostenía la papeleta.

-Harburt… Hutchinson…

-Vamos allá, Bill -dijo la señora Hutchinson, y los presentes cercanos a ella soltaron una carcajada.

-Jones…

-Dicen que en el pueblo de arriba están hablando de suprimir la lotería -comentó el señor Adams al viejo Warner. Este soltó un bufido y replicó:

-Hatajo de estúpidos. Si escuchas a los jóvenes, nada les parece suficiente. A este paso, dentro de poco querrán que volvamos a vivir en cavernas, que nadie trabaje más y que vivamos de ese modo. Antes teníamos un refrán que decía: «La lotería en verano, antes de recoger el grano». A este paso, pronto tendremos que alimentarnos de bellotas y frutos del bosque. La lotería ha existido siempre -añadió, irritado-. Ya es suficientemente terrible tener que ver al joven Joe Summers ahí arriba, bromeando con todo el mundo.

-En algunos lugares ha dejado de celebrarse la lotería -apuntó la señora Adams.

-Eso no traerá más que problemas -insistió el viejo Warner, testarudo-. Hatajo de jóvenes estúpidos.

-Martin… -Bobby Martin vio avanzar a su padre.- Overdyke… Percy…

-Ojalá se den prisa -murmuró la señora Dunbar a su hijo mayor-. Ojalá acaben pronto.

-Ya casi han terminado -dijo el muchacho.

-Prepárate para ir corriendo a informar a tu padre -le indicó su madre.

El señor Summers pronunció su propio apellido, dio un paso medido hacia adelante y escogió una papeleta de la caja. Luego, llamó a Warner.

-Llevo sesenta y siete años asistiendo a la lotería -proclamó el señor Warner mientras se abría paso entre la multitud-. Setenta y siete loterías.

-Watson… -el muchacho alto se adelantó con andares desgarbados. Una voz exhortó: «No te pongas nervioso, muchacho», y el señor Summers añadió: «Tómate el tiempo necesario, hijo». Después, cantó el último nombre.

-Zanini…

Tras esto se produjo una larga pausa, una espera cargada de nerviosismo hasta que el señor Summers, sosteniendo en alto su papeleta, murmuró:

-Muy bien, amigos.

Durante unos instantes, nadie se movió; a continuación, todos los cabezas de familia abrieron a la vez la papeleta. De pronto, todas las mujeres se pusieron a hablar a la vez:

-Quién es? ¿A quién le ha tocado? ¿A los Dunbar? ¿A los Watson?

Al cabo de unos momentos, las voces empezaron a decir:

-Es Hutchinson. Le ha tocado a Bill Hutchinson.

-Ve a decírselo a tu padre -ordenó la señora Dunbar a su hijo mayor.

Los presentes empezaron a buscar a Hutchinson con la mirada. Bill Hutchinson estaba inmóvil y callado, contemplando el papel que tenía en la mano. De pronto, Tessie Hutchinson le gritó al señor Summers:

-¡No le has dado tiempo a escoger qué papeleta quería! Te he visto, Joe Summers. ¡No es justo!

-Tienes que aceptar la suerte, Tessie -le replicó la señora Delacroix, y la señora Graves añadió:

-Todos hemos tenido las mismas oportunidades.

-Vamos, Tessie, cierra el pico! -intervino Bill Hutchinson.

-Bueno -anunció, acto seguido, el señor Summers-. Hasta aquí hemos ido bastante deprisa y ahora deberemos apresurarnos un poco más para terminar a tiempo.

Consultó su siguiente lista y añadió:

-Bill, tú has sacado la papeleta por la familia Hutchinson. ¿Tienes alguna casa más que pertenezca a ella?

-Están Don y Eva -exclamó la señora Hutchinson con un chillido-. ¡Ellos también deberían participar!

-Las hijas casadas entran en el sorteo con las familias de sus maridos, Tessie -replicó el señor Summers con suavidad-. Lo sabes perfectamente, como todos los demás.

-No ha sido justo -insistió Tessie.

-Me temo que no -respondió con voz abatida Bill Hutchinson a la anterior pregunta del director del sorteo-. Mi hija juega con la familia de su esposo, como está establecido. Y no tengo más familia que mis hijos pequeños.

-Entonces, por lo que respecta a la elección de la familia, ha correspondido a la tuya -declaró el señor Summers a modo de explicación-. Y, por lo que respecta a la casa, también corresponde a la tuya, ¿no es eso?

-Sí -respondió Bill Hutchinson.

-Cuántos chicos tienes, Bill? -preguntó oficialmente el señor Summers.

-Tres -declaró Bill Hutchinson-. Está mi hijo, Bill, y Nancy y el pequeño Dave. Además de Tessie y de mí, claro.

-Muy bien, pues -asintió el señor Summers-. ¿Has recogido sus papeletas, Harry?

El señor Graves asintió y mostró en alto las hojas de papel.

-Entonces, ponlas en la caja -le indicó el señor Summers-. Coge la de Bill y colócala dentro.

-Creo que deberíamos empezar otra vez -comentó la señora Hutchinson con toda la calma posible-. Les digo que no es justo. Bill no ha tenido tiempo para escoger qué papeleta quería. Todos lo han visto.

El señor Graves había seleccionado cinco papeletas y las había puesto en la caja. Salvo estas, dejó caer todas las demás al suelo, donde la brisa las impulsó, esparciéndolas por la plaza.

-Escúchenme todos! -seguía diciendo la señora Hutchinson a los vecinos que la rodeaban.

-¿Preparado, Bill? -inquirió el señor Summers, y Bill Hutchinson asintió, después de dirigir una breve mirada a su esposa e hijos.

-Recuerden -continuó el director del sorteo-: Saquen una papeleta y guárdenla sin abrir hasta que todos tengan la suya. Harry, tú ayudarás al pequeño Dave.

El señor Graves tomó de la manita al niño, que se acercó a la caja con él sin ofrecer resistencia.

-Saca un papel de la caja, Davy -le dijo el señor Summers. Davy introdujo la mano donde le decían y soltó una risita-. Saca solo un papel -insistió el señor Summers-. Harry, ocúpate tú de guardarlo.

El señor Graves tomó la mano del niño y le quitó el papel de su puño cerrado; después lo sostuvo en alto mientras el pequeño Dave se quedaba a su lado, mirándolo con aire de desconcierto.

-Ahora, Nancy -anunció el señor Summers. Nancy tenía doce años y a sus compañeros de la escuela se les aceleró la respiración mientras se adelantaba, agarrándose la falda, y extraía una papeleta con gesto delicado-. Bill, hijo -dijo el señor Summers, y Billy, con su rostro sonrojado y sus pies enormes, estuvo a punto de volcar la caja cuando sacó su papeleta-. Tessie…

La señora Hutchinson titubeó durante unos segundos, mirando a su alrededor con aire desafiante y luego apretó los labios y avanzó hasta la caja. Extrajo una papeleta y la sostuvo a su espalda.

-Bill… -dijo por último el señor Summers, y Bill Hutchinson metió la mano en la caja y tanteó el fondo antes de sacarla con el último de los papeles.

Los espectadores habían quedado en silencio.

-Espero que no sea Nancy -cuchicheó una chica, y el sonido del susurro llegó hasta el más alejado de los reunidos.

-Antes, las cosas no eran así -comentó abiertamente el viejo Warner-. Y la gente tampoco es como en otros tiempos.

-Muy bien -dijo el señor Summers-. Abran las papeletas. Tú, Harry, abre la del pequeño Dave.

El señor Graves desdobló el papel y se escuchó un suspiro general cuando lo mostró en alto y todos comprobaron que estaba en blanco. Nancy y Bill, hijo, abrieron los suyos al mismo tiempo y los dos se volvieron hacia la multitud con expresión radiante, agitando sus papeletas por encima de la cabeza.

-Tessie… -indicó el señor Summers. Se produjo una breve pausa y, a continuación, el director del sorteo miró a Bill Hutchinson. El hombre desdobló su papeleta y la enseñó. También estaba en blanco.

-Es Tessie -anunció el señor Summers en un susurro-. Muéstranos su papel, Bill.

Bill Hutchinson se acercó a su mujer y le quitó la papeleta por la fuerza. En el centro de la hoja había un punto negro, la marca que había puesto el señor Summers con el lápiz la noche anterior, en la oficina de la compañía de carbones. Bill Hutchinson mostró en alto la papeleta y se produjo una reacción agitada entre los congregados.

-Bien, amigos -proclamó el señor Summers-, démonos prisa en terminar.

Aunque los vecinos habían olvidado el ritual y habían perdido la caja negra original, aún mantenían la tradición de utilizar piedras. El montón de piedras que los chicos habían reunido antes estaba preparado y en el suelo; entre las hojas de papel que habían extraído de la caja, había más piedras. La señora Delacroix escogió una piedra tan grande que tuvo que levantarla con ambas manos y se volvió hacia la señora Dunbar.

-Vamos -le dijo-. Date prisa.

La señora Dunbar sostenía una piedra de menor tamaño en cada mano y murmuró, entre jadeos:

-No puedo apresurarme más. Tendrás que adelantarte. Ya te alcanzaré.

Los niños ya tenían su provisión de piedras y alguien le puso en la mano varias piedrecitas al pequeño Davy Hutchinson. Tessie Hutchinson había quedado en el centro de una zona despejada y extendió las manos con gesto desesperado mientras los vecinos avanzaban hacia ella.

-¡No es justo! -exclamó.

Una piedra la golpeó en la sien.

-¡Vamos, vamos, todo el mundo! -gritó el viejo Warner. Steve Adams estaba al frente de la multitud de vecinos, con la señora Graves a su lado.

-¡No es justo! ¡No hay derecho! -siguió exclamando la señora Hutchinson. Instantes después todo el pueblo cayó sobre ella.

FIN

sábado, 1 de junio de 2024

"En verdad os digo " de Juan José Arreola

 









Todas las personas interesadas en que el camello pase por el ojo de la aguja, deben inscribir su nombre en la lista de patrocinadores del experimento Niklaus.

Desprendido de un grupo de sabios mortíferos, de esos que manipulan el uranio, el cobalto y el hidrógeno, Arpad Niklaus deriva sus investigaciones actuales a un fin caritativo y radicalmente humanitario: la salvación del alma de los ricos.

Propone un plan científico para desintegrar un camello y hacerlo que pase en chorro de electrones por el ojo de una aguja. Un aparato receptor (muy semejante en principio a la pantalla de televisión) organizará los electrones en átomos, los átomos en moléculas y las moléculas en células, reconstruyendo inmediatamente el camello según su esquema primitivo. Niklaus ya logró cambiar de sitio, sin tocarla, una gota de agua pesada. También ha podido evaluar, hasta donde lo permite la discreción de la materia, la energía cuántica que dispara una pezuña de camello. Nos parece inútil abrumar aquí al lector con esa cifra astronómica.

La única dificultad seria en que tropieza el profesor Niklaus es la carencia de una planta atómica propia. Tales instalaciones, extensas como ciudades, son increíblemente caras. Pero un comité especial se ocupa ya en solventar el problema económico mediante una colecta universal. Las primeras aportaciones, todavía un poco tímidas, sirven para costear la edición de millares de folletos, bonos y prospectos explicativos, así como para asegurar al profesor Niklaus el modesto salario que le permite proseguir sus cálculos e investigaciones teóricas, en tanto se edifican los inmensos laboratorios.

En la hora presente, el comité sólo cuenta con el camello y la aguja. Como las sociedades protectoras de animales aprueban el proyecto, que es inofensivo y hasta saludable para cualquier camello (Niklaus habla de una probable regeneración de todas las células), los parques zoológicos del país han ofrecido una verdadera caravana. Nueva York no ha vacilado en exponer su famosísimo dromedario blanco.

Por lo que toca a la aguja, Arpad Niklaus se muestra muy orgulloso, y la considera piedra angular de la experiencia. No es una aguja cualquiera, sino un maravilloso objeto dado a luz por su laborioso talento. A primera vista podría ser confundida con una aguja común y corriente. La señora Niklaus, dando muestra de fino humor, se complace en zurcir con ella la ropa de su marido. Pero su valor es infinito. Está hecha de un portentoso metal todavía no clasificado, cuyo símbolo químico, apenas insinuado por Niklaus, parece dar a entender que se trata de un cuerpo compuesto exclusivamente de isótopos de níkel. Esta sustancia misteriosa ha dado mucho que pensar a los hombres de ciencia. No ha faltado quien sostenga la hipótesis risible de un osmio sintético o de un molibdeno aberrante, o quien se atreva a proclamar públicamente las palabras de un profesor envidioso que aseguró haber reconocido el metal de Niklaus bajo la forma de pequeñísimos grumos cristalinos enquistados en densas masas de siderita. Lo que se sabe a ciencia cierta es que la aguja de Niklaus puede resistir la fricción de un chorro de electrones a velocidad ultracósmica.

En una de esas explicaciones tan gratas a los abstrusos matemáticos, el profesor Niklaus compara el camello en tránsito con un hilo de araña. Nos dice que si aprovecháramos ese hilo para tejer una tela, nos haría falta todo el espacio sideral para extenderla, y que las estrellas visibles e invisibles quedarían allí prendidas como briznas de rocío. La madeja en cuestión mide millones de años luz, y Niklaus ofrece devanarla en unos tres quintos de segundo.

Como puede verse, el proyecto es del todo viable y hasta diríamos que peca de científico. Cuenta ya con la simpatía y el apoyo moral (todavía no confirmado oficialmente) de la Liga Interplanetaria que preside en Londres el eminente Olaf Stapledon.

En vista de la natural expectación y ansiedad que ha provocado en todas partes la oferta de Niklaus, el comité manifiesta un especial interés llamando la atención de todos los poderosos de la tierra, a fin de que no se dejen sorprender por los charlatanes que están pasando camellos muertos a través de sutiles orificios. Estos individuos, que no titubean en llamarse hombres de ciencia, son simples estafadores a caza de esperanzados incautos. Proceden de un modo sumamente vulgar, disolviendo el camello en soluciones cada vez más ligeras de ácido sulfúrico. Luego destilan el líquido por el ojo de la aguja, mediante una clepsidra de vapor, y creen haber realizado el milagro. Como puede verse, el experimento es inútil y de nada sirve financiarlo. El camello debe estar vivo antes y después del imposible traslado.

En vez de derretir toneladas de cirios y de gastar dinero en indescifrables obras de caridad, las personas interesadas en la vida eterna que posean un capital estorboso, deben patrocinar la desintegración del camello, que es científica, vistosa y en último término lucrativa. Hablar de generosidad en un caso semejante resulta del todo innecesario. Hay que cerrar los ojos y abrir la bolsa con amplitud, a sabiendas de que todos los gastos serán cubiertos a prorrata. El premio será igual para todos los contribuyentes: lo que urge es aproximar lo más que sea posible la fecha de entrega.

El monto del capital necesario no podrá ser conocido hasta el imprevisible final, y el profesor Niklaus, con toda honestidad, se niega a trabajar con un presupuesto que no sea fundamentalmente elástico. Los suscriptores deben cubrir con paciencia y durante años, sus cuotas de inversión. Hay necesidad de contratar millares de técnicos, gerentes y obreros. Deben fundarse subcomités regionales y nacionales. Y el estatuto de un colegio de sucesores del profesor Niklaus, no tan sólo debe ser previsto, sino presupuesto en detalle, ya que la tentativa puede extenderse razonablemente durante varias generaciones. A este respecto no está de más señalar la edad provecta del sabio Niklaus.

Como todos los propósitos humanos, el experimento Niklaus ofrece dos probables resultados: el fracaso y el éxito. Además de simplificar el problema de la salvación personal, el éxito de Niklaus convertirá a los empresarios de tan mística experiencia en accionistas de una fabulosa compañía de transportes. Será muy fácil desarrollar la desintegración de los seres humanos de un modo práctico y económico. Los hombres del mañana viajarán a través de grandes distancias, en un instante y sin peligro, disueltos en ráfagas electrónicas.

Pero la posibilidad de un fracaso es todavía más halagadora. Si Arpad Niklaus es un fabricante de quimeras y a su muerte le sigue toda una estirpe de impostores, su obra humanitaria no hará sino aumentar en grandeza, como una progresión geométrica, o como el tejido de pollo cultivado por Carrel. Nada impedirá que pase a la historia como el glorioso fundador de la desintegración universal de capitales. Y los ricos, empobrecidos en serie por las agotadoras inversiones, entrarán fácilmente al reino de los cielos por la puerta estrecha (el ojo de la aguja), aunque el camello no pase.

domingo, 19 de mayo de 2024

"El almohadón de plumas" cuento de Horacio Quiroga

 




Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.

 

Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.

Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.

La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado. Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa, como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.

En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada hasta que llegaba su marido.

No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él. Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una palabra.

Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.

-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que no me explico, y sin vómitos, nada… Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.

Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima, completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte. Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida. Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a su mujer cada vez que caminaba en su dirección.

Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.

-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.

Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.

-¡Soy yo, Alicia, soy yo!

Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido, acariciándola temblando.

Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos, que tenía fijos en ella los ojos.

Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa, desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.

-Pst… -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio… poco hay que hacer…

-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.

Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida, en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima. Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.

Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa, no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos de Jordán.

Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato extrañada el almohadón.

-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.

Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.

-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.

-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.

La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando. Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.

-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.

-Pesa mucho  -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.

Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.

Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había vaciado a Alicia.

Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro hallarlos en los almohadones de pluma.

 

sábado, 17 de febrero de 2024

"Con legitimo orgullo" de Julio Cortazar

 


Ninguno de nosotros recuerda el texto de la ley que obliga a recoger las hojas secas, pero estamos convencidos de que a nadie se le ocurriría que puede dejar de recogerla; es una de esas cosas que vienen desde muy atrás, con las primeras lecciones de la infancia, y ya no hay demasiada diferencia entre los gestos elementales de atarse los zapatos o abrir los paraguas y los que hacemos al recoger las hojas secas a partir del dos de noviembre a las nueve de la mañana.
Tampoco a nadie se le ocurriría discutir la oportunidad de esa fecha, es algo que figura en las costumbres del país y que tiene su razón de ser. La víspera nos dedicamos a visitar el cementerio, no se hace otra cosa que acudir a las tumbas familiares, barres las hojas secas que las ocultan y confunden, aunque ese día las hojas secas no tienen importancia oficial, por así decir, a lo sumo son una penosa molestia de la que hay que librarse para luego cambiar el agua a los floreros y limpiar las huellas de los caracoles en las lápidas. Alguna vez se ha podido insinuar que la campaña contra las hojas secas podría adelantarse en dos o tres días, de manera que, al llegar el primero de noviembre, el cementerio estuviera ya limpio y las familias pudieran recogerse ante las tumbas sin el molesto barrido previo que suele provocar escenas penosas y nos distrae de nuestros deberes en ese día de recordación. Pero nunca hemos aceptado esas insinuaciones, como tampoco hemos creído que se pudieran impedir las expediciones a las selvas del norte, por más que nos cuesten. Son costumbres tradicionales que tienen su razón de ser, y muchas veces hemos oído a nuestros abuelos contestar severamente a esas voces anárquicas, haciendo notar que la acumulación de hojas secas en las tumbas sirve precisamente para mostrar a la colectividad la molestia que representan una vez avanzado el otoño, e incitarla así a participar con más entusiasmo en la labor que ha de iniciarse al día siguiente.
Toda la población está llamada a desempeñar una tarea en la campaña. La víspera, cuando regresamos del cementerio, la municipalidad ya ha instalado su quiosco pintado de blanco en medio de la plaza y, a medida que vamos llegando, nos ponemos en fila y esperamos nuestro turno. Como la fila es interminable, la mayoría sólo puede volver muy tarde a su casa, pero tenemos la satisfacción de haber recibido nuestra tarjeta de manos de un funcionario municipal.
En esa forma y, a partir de la mañana siguiente, nuestra participación quedará registrada día tras día en las casillas de la tarjeta, que una máquina especial va perforando a medida que entregamos las bolsas de hojas secas o las jaulas con las mangostas, según la tarea que nos haya correspondido. Los niños son los que más se divierten porque les dan una tarjeta muy grande, que les encanta mostrar a sus madres, y los destinan a diversas tareas livianas pero sobre todo a vigilar el comportamiento de las mangostas. A los adultos nos toca el trabajo más pesado, puesto que, además de dirigir a las mangostas, debemos llenar las bolsas de arpillera con las hojas secas que han recogido las mangostas, y llevarlas a hombros hasta los camiones municipales. A los viejos se les confían las pistolas de aire comprimido con las que se pulveriza la esencia de serpiente sobre las hojas secas. Pero el trabajo de los adultos es el que exige la mayor responsabilidad, porque las mangostas suelen distraerse y no rinden lo que se espera de ellas; en ese caso, nuestras tarjetas mostrarán al cabo de pocos días la insuficiencia de la labor realizada, y aumentarán las probabilidades de que nos envíen a las selvas del norte. Como es de imaginar hacemos todo lo posible para evitarlo aunque, llegado el caso, reconocemos que se trata de una costumbre tan natural como la campaña misma, y no se nos ocurriría protestar; pero es humano que nos esforcemos lo más posible en hacer trabajar a las mangostas para conseguir el máximo de puntos en nuestras tarjetas, y que para ello seamos severos con las mangostas, los ancianos y los niños, elementos imprescindibles para el éxito de la campaña.
Nos hemos preguntado alguna vez cómo pudo nacer la idea de pulverizar las hojas secas con esencia de serpiente, pero después de algunas conjeturas desganadas acabamos por convenir en que el origen de las costumbres, sobre todo cuando son útiles y atinadas, se pierde en el fondo de la raza. Un buen día la municipalidad debió reconocer que la población no daba abasto para recoger las hojas que caen en otoño, y que sólo la utilización inteligente de las mangostas, que abundan en el país, podría cubrir el déficit. Algún funcionario proveniente de las ciudades linderas con la selva advirtió que las mangostas, indiferentes por completo a las hojas secas, se encarnizaban con ellas si olían a serpiente. Habrá hecho falta mucho tiempo para llegar a esos descubrimientos, para estudiar las reacciones de las mangostas frente a las hojas secas, para pulverizar las hojas secas a fin de que las mangostas las recogieran vindicativamente. Nosotros hemos crecido en una época en que ya todo estaba establecido y codificado, los criaderos de mangostas contaban con el personal necesario para adiestrarlas, y las expediciones a las selvas volvían cada verano con una cantidad satisfactoria de serpientes. Esas cosas nos resultan tan naturales que sólo muy pocas veces y con gran esfuerzo volvemos a hacernos las preguntas que nuestros padres contestaban severamente en nuestra infancia, enseñándonos así a responder algún día a las preguntas que nos harían nuestros hijos. Es curioso que ese deseo de interrogarse sólo se manifieste, y aun así muy raramente, antes o después de la campaña. El dos de noviembre, apenas hemos recibido nuestras tarjetas y nos entregamos a las tareas que nos han sido asignadas, la justificación de cada uno de nuestros actos nos parece tan evidente que sólo un loco osaría poner en duda la utilidad de la campaña y la forma en que se la lleva a cavo. Sin embargo, nuestras autoridades han debido prever esa posibilidad porque en el texto de la ley impresa en el dorso de las tarjetas se señalan los castigos que se impondrían en tales casos; pero nadie recuerda que haya sido necesario aplicarlos.
Siempre nos ha admirado cómo la municipalidad distribuye nuestras labores de manera que la vida del estado y del país no se vean alteradas por la ejecución de la campaña. Los adultos dedicamos cinco horas diarias a recoger las hojas secas, antes o después de cumplir nuestro horario de trabajo en la administración o en el comercio. Los niños dejan de asistir a las clases de gimnasia y a las de entrenamiento cívico y militar, y los viejos aprovechan las horas de sol para salir de los asilos y ocupar sus puestos respectivos. Al cabo de dos o tres días la campaña ha cumplido su primer objetivo, y las calles y plazas del distrito central quedan libres de hojas secas. Los encargados de las mangostas tenemos entonces que multiplicar las precauciones, porque a medida que progresa la campaña, las mangostas muestran menos encarnizamiento en su trabajo, y nos incumbe la grave responsabilidad de señalar el hecho al inspector municipal de nuestro distrito para que ordene un refuerzo de las pulverizaciones. Esta orden sólo la da el inspector después de haberse asegurado de que hemos hecho todo lo posible para que las mangostas sigan recogiendo las hojas, y si se comprobara que nos hemos apresurado frívolamente a pedir que se refuercen las pulverizaciones, correríamos el riesgo de ser inmediatamente movilizados y enviados a las selvas. Pero cuando decimos riesgo es evidente que exageramos, porque las expediciones a las selvas forman parte de las costumbres del estado a igual título que la campaña propiamente dicha, y a nadie se le ocurriría protestar por algo que constituye un deber como cualquier otro.
Se ha murmurado alguna vez que es un error confiar a los ancianos las pistolas pulverizadoras. Puesto que se trata de una antigua costumbre no puede ser un error, pero, a veces, ocurre que los ancianos se distraen y gastan una buena parte de la esencia de serpiente en un pequeño sector de una calle o una plaza, olvidando que deben distribuirlo en una superficie lo más amplia posible. Ocurre así que las mangostas se precipitan salvajemente sobre un montón de hojas secas, y en pocos minutos las recogen y las traen hasta donde las esperamos con las bolsas preparadas; pero después, cuando confiadamente creemos que van a seguir con el mismo tesón, las vemos detenerse, olisquearse entre ellas como desconcertadas, y renunciar a su tarea con evidentes signos de fatiga y hasta de disgusto. En esos casos el adiestrador apela a su silbato y, por un momento, consigue que las mangostas junten algunas hojas, pero no tardamos en darnos cuenta de que la pulverización ha sido despareja y que las mangostas se resisten con razón a una tarea que de golpe ha perdido todo interés para ellas. Si se contara con suficiente cantidad de esencia de serpiente, jamás se plantearían estas situaciones de tensión en las que los ancianos, nosotros y el inspector municipal nos vemos abocados a nuestras respectivas responsabilidades y sufrimos enormemente; pero desde tiempo inmemorial se sabe que la provisión de esencia apenas alcanza para cubrir las necesidades de la campaña, y que en algunos casos las expediciones a las selvas no han alcanzado su objetivo, obligando a la municipalidad a apelar a sus exiguas reservas para hacer frente a una nueva campaña. Esta situación acentúa el temor de que la próxima movilización abarque un número mayor de reclutas, aunque al decir temor es evidente que exageramos, porque el aumento del número de reclutas forma parte de las costumbres del estado a igual título que la campaña propiamente dicha, y a nadie se le ocurriría protestar por algo que constituye un deber como cualquier otro. De las expediciones a las selvas se habla poco entre nosotros, y los que regresan están obligados a callar por un juramento del que apenas tenemos noticia. Estamos convencidos de que nuestras autoridades procuran evitarnos toda preocupación referente a las expediciones a las selvas del norte, pero desgraciadamente nadie puede cerrar los ojos a las bajas. Sin la menos intención de extraer conclusiones, la muerte de tantos familiares o conocidos en el curso de cada expedición nos obliga a suponer que la búsqueda de las serpientes en las selvas tropieza cada año con la despiadada resistencia de los habitantes del país fronterizo, y que nuestros conciudadanos han tenido que hacer frente, a veces con graves pérdidas, a su crueldad y a su malicia legendarias. Aunque no lo digamos públicamente, a todos nos indigna que una nación que no recoge las hojas secas se oponga a que cacemos serpientes en sus selvas. Nunca hemos dudado de que nuestras autoridades están dispuestas a garantizar que la entrada de las expediciones en ese territorio no obedece a otro motivo, y que la resistencia que encuentran se debe únicamente a un estúpido orgullo extranjero que nada justifica.
La generosidad de nuestras autoridades no tiene límites, incluso en aquellas cosas que podrían perturbar la tranquilidad pública. Por eso nunca sabremos - ni queremos saber, conviene subrayarlo - qué ocurre con nuestros gloriosos heridos. Como si quisieran evitarnos inútiles zozobras, sólo se da a conocer la lista de los expedicionarios ilesos y la de los muertos, cuyos ataúdes llegan en el mismo tren militar que trae a los expedicionarios y a las serpientes. Dos días después las autoridades y la población acuden al cementerio para asistir al entierro de los caídos. Rechazando el vulgar expediente de la fosa común, nuestras autoridades han querido que cada expedicionario tuviera su tumba propia, fácilmente reconocible por su lápida y las inscripciones que la familia puede hacer grabar sin impedimento alguno; pero como en los últimos años el número de bajas ha sido cada vez más grande, la municipalidad ha expropiado los terrenos adyacentes para ampliar el cementerio. Puede imaginarse entonces cuántos somos los que al llegar el primero de noviembre acudimos desde la mañana al cementerio para honrar las tumbas de nuestros muertos. Desgraciadamente el otoño ya está muy avanzado, y las hojas secas cubren de tal manera las calles y las tumbas que resulta muy difícil orientarse; con frecuencia nos confundimos completamente y pasamos varias horas dando vueltas y preguntando hasta ubicar la tumba que buscábamos. Casi todos llevamos nuestra escoba, y suele ocurrirnos barrer las hojas secas de una tumba creyendo que es la de nuestro muerto, y descubrir que estamos equivocados. Pero poco a poco vamos encontrando las tumbas, y ya mediada la tarde podemos descansar y recogernos. En cierto modo nos alegra haber tropezado con tantas dificultades para encontrar las tumbas porque eso prueba la utilidad de la campaña que va a comenzar a la mañana siguiente, y nos parece como si nuestros muertos nos alentaran a recoger las hojas secas, aunque no contemos con la ayuda de las mangostas que sólo intervendrán al día siguiente cuando las autoridades distribuyan la nueva ración de esencia de serpiente traída por los expedicionarios junto con los ataúdes de los muertos, y que los ancianos pulverizarán sobre las hojas secas para que las recojan las mangostas.

Terremoto de Etgar Keret





Para Diego

Dos días después de que Gabriella y yo nos separamos, me uní a la vigilancia del barrio. Cuando vivíamos juntos, teníamos una clara división del trabajo: Yo me ocupaba de los aspectos burocráticos de la vida -bancos, impuestos, facturas de servicios públicos- y Gabriella se encargaba de todo lo relacionado con la generosidad y la bondad: dar de comer a los gatos callejeros; ayudar a nuestra anciana vecina de pelo azul, Paula; preparar cada mañana un bocadillo de salame para el vagabundo adicto de la esquina de nuestra calle. A veces pensaba que sería bueno cambiar por un tiempo, aunque sólo fuera por una semana, para que mientras Gabriella estaba en el banco discutiendo sobre los pagos de la hipoteca, yo pudiera vagar por las calles haciendo buenas obras con una candida mirada. Pero no se lo propuse. Ni siquiera durante nuestras peores peleas. Sabía que, al igual que Gabriella no serviría para sentarse en las desagradables reuniones con el subdirector del banco, yo no tenía mucho talento para hacer el bien. Sin embargo, una vez que me independicé, no sólo tuve que luchar por la supervivencia diaria, sino que también tuve que esforzarme por contribuir a la sociedad. Puede que el voluntariado en la asociación de vecinos no resolviera todos los problemas de Ciudad de México, pero me ayudó mucho a limpiar mi conciencia.

 

            Vendimos nuestro piso a una pareja bien avenida con cuatro hijos educados y guapos. Cuando lo compramos, pensábamos que algún día tendríamos hijos, y por eso insistimos en tener un piso grande. Pero pronto estuvimos demasiado ocupados trabajando y peleándonos, y el plan de tener hijos se pospuso. Aun así, durante los tres años que duró nuestro matrimonio, no hubo un solo día en el que no me odiara por no haber presionado a Gabriella para que tuviera un hijo. Creo que, en el fondo, más que vivir con ella, quería tener un hijo suyo. Una criatura viva que tuviera su belleza, generosidad y positividad, pero también algo de mí: una versión mejorada y tolerable de mí mismo.

 

La pareja bien avenida me desangró. La mujer discutía por cada peso, mientras su marido recorría el apartamento como un perro de caza, golpeando las paredes para localizar fugas invisibles. Al final les vendimos el piso por mucho menos de lo que habíamos pagado por él, pero fue suficiente para pagar nuestra monstruosa hipoteca.

 

Después del divorcio, Gabriella y yo nos mudamos a un barrio más barato. Alquilé un apartamento de una habitación en la séptima planta de un edificio con un portero que debía de tener cien años. Su padre era un sacerdote que había luchado en la Guerra de los Cristeros, y el edificio tenía un ascensor que crujía, que era aún más viejo que el portero, y que dejé de usar después de quedarme atascado unas cuantas veces. Gabriella vivía a un par de manzanas, en un piso igual de pequeño pero mejor iluminado y más civilizado. Colocó una alfombra peruana tejida a mano en el suelo del salón, plantó flores silvestres en cajas junto a cada ventana e incluso colgó una de nuestras fotos de boda en la puerta de la nevera. Una vez le pregunté por qué, y me dijo que mi expresión en la foto le hacía reír. "Es el día de nuestra boda", me dijo sonriendo, "y mira tu cara, tus hombros encorvados, tu esfuerzo: pareces menos un novio que alguien estreñido".

 

Cenábamos juntos todos los martes, a veces en un restaurante y otras en su casa. Mientras comíamos, siempre me contaba historias sobre su trabajo y sobre todas sus ideas para empresas filantrópicas: una aplicación que permitiera a la gente rica enviar comida que no comía directamente de sus heladeras a las casas de familias necesitadas; una página web en la que se pudieran donar horas de voluntariado para una causa digna; una biblioteca móvil que recorriera barrios empobrecidos y organizara cuentacuentos y actividades para niños. Cuando estábamos casados, mi trabajo consistía en explicarle por qué todas sus maravillosas aunque ingenuas ideas nunca podrían funcionar, pero ahora que estábamos divorciados, podía limitarme a asentir y beber demasiado vino. Una vez me emborraché tanto que pasé la noche en su casa, sobre la alfombra. Y aunque ella seguía siendo tan hermosa como un ángel y yo seguía tan cachondo como un bonobo y estaba  tan solo como un perro, no intenté nada. Cuando nos conocimos, creí que si hablábamos, nos besábamos y teníamos sexo suficiente, algo de ella se me pegaría, y todas las cosas que a ella le fascinaban y a mí me aburrían mortalmente me parecerían de repente cautivadoras. Ella podría haber tenido pensamientos similares. Pero ahora los dos teníamos claro que eso nunca ocurriría. Que yo seguiría amándola con infinita bondad, y ella seguiría amando lo que fuera que hubiera encontrado para amar en mí, y que eso era exactamente lo más lejos que llegaría: sentimientos mutuos, cenas una vez a la semana y conversaciones inocentes que sonaban como si estuvieran comprometidas con nuestro mundo pero que en realidad flotaban un par de centímetros por encima de él.

 

 

Cuando le dije a Gabriella que me había apuntado a la Patrulla de Barrio, se mostró entusiasmada: "Seguro que allí conocerás a gente maja. La gente voluntaria siempre es simpática". Las reuniones semanales eran lo más raro del mundo. De las catorce personas que nos apuntamos, sólo yo y la instructora, Eva, teníamos menos de sesenta años, y era como ir a una reunión de Scouts: un poco de primeros auxilios, lecciones teóricas sobre cómo usar un arma e incluso algo de Krav Maga, que Eva siempre insistía en demostrarme. Cuando empezamos a salir, me dijo que era algo importante que me había perdido.

 

Eva sólo tenía cuatro años más que yo, pero ya había hecho más de lo que yo probablemente lograría en tres vidas. Había nacido en Buenos Aires, estudiaba filosofía en la universidad, tenía licencia para pilotar un avión bimotor y había realizado un curso de paracaidismo. También había viajado por todo el mundo, enseñado español en Europa, inglés en Japón y japonés en Uruguay. Se había trasladado a México ocho años antes, por un hombre. Se casaron, tuvieron un hijo y se divorciaron. "Pero no un buen divorcio como el tuyo", dijo, "el nuestro fue de la peor clase". Le dije que no existía el buen divorcio, pero ella discrepó: "Claro que existe, sólo que eres demasiado joven y malcriado para entenderlo".

 

Lo primero por lo que Eva y su marido se pelearon después de separarse fue por su hijo. El tribunal les concedió la custodia compartida, lo que significaba que Eva tenía que quedarse en Ciudad de México. Luego se pelearon por el poco dinero que tenían, y cuando terminaron de pelearse por eso, siguieron encontrando otras cosas por las que pelearse, y no hubo una sola vez en la que su marido viniera a recoger al niño que no terminara a gritos. Eva llamaba a su marido "el burro", incluso delante del niño, y según sus historias, él tenía apodos aún peores para ella.

 

Una noche, en la cama, empezó a insultarlo de nuevo y le pregunté por qué se había ido a vivir con él. Eva se lo pensó un momento, se río torpemente y dijo que era simplemente porque era el polvo más alucinante. "He estado con bastantes hombres", dijo, "¿pero con ese idiota? Fue celestial". Después de eso, tuvimos sexo. Fue un polvo terrenal, pero bueno. Y luego me dijo que, para mí 35 cumpleaños, en noviembre, nos había reservado un salto en paracaídas en tándem. Estaría atado a ella durante todo el descenso, me explicó, "y cuando se abra el paracaídas, por primera vez en tu confinada y rígida vida, sentirás alivio". "¿Es eso lo que piensas de mi vida?" pregunté, intentando sonar dolido. Eva me acarició el pelo del pecho y dijo: "Has dejado que la gravedad te aplastara durante treinta y cinco años, amigo. Es hora de soltarte".

 

Creo que ésa fue la noche en que Eva se quedó embarazada. Se enteró unas semanas después. Dijo que era su última oportunidad de tener otro hijo, y que, si era algo que yo quería, pues estupendo, y que, si no, ella no lo forzaría, que estaba dispuesta a abortar. Lo pensé durante dos días. Me imaginaba bañando al bebé en la bañera, dándole largos paseos por el parque. También me imaginaba a mí y a Eva teniendo peleas horribles, y a ella insultándome de forma humillante delante de la niña. Le expliqué que un matrimonio era reversible, pero tener un hijo no lo era. El hecho de que nos quisiéramos no garantizaba que fuéramos felices juntos, y yo no quería arriesgarme a criar a una niña infeliz. "Entonces, para asegurarnos de que no sea infeliz, ¿sugieres que la matemos antes de que nazca?". preguntó Eva con una sonrisa triste. Luego dijo: "Vale, llamaré a mi ginecólogo y pediré cita".

 

La llevé a la clínica en el coche de un amigo. No hablamos en todo el trayecto. De hecho, desde que le dije que quería que abortara, no nos habíamos visto y apenas habíamos hablado. No es que hubiéramos roto oficialmente, pero era obvio para ambos que era el final. La enfermera de la clínica nos recibió con expresión hosca y nos dijo que había habido una pequeña complicación en el último tratamiento y que se estaban retrasando. Le trajo a Eva un vaso de agua y nos pidió que esperásemos pacientemente. Mientras estábamos allí sentadas, Eva me recordó que dentro de cuatro semanas era mi cumpleaños. "Te enviaré por correo electrónico el vale para el paracaidismo", me dijo, "no te lo pierdas, es una experiencia increíble". Me di cuenta de que era su forma de decirme que no iba a venir: no estaría allí conmigo cuando se abriera el paracaídas, cuando por primera vez en mi vida sentiria alivio. Al cabo de dos horas, la hosca enfermera se acercó y dijo que Eva era la siguiente y que debía seguirla para ponerse una bata. Le pregunté si podía acompañarla, y la enfermera me dijo que no se permitían acompañantes en la zona de operaciones y que la vería después, en recuperación. Y entonces todo el edificio empezó a temblar. No duró mucho, pero me pareció una eternidad, y a través de las ventanas pudimos ver cómo se derrumbaba un rascacielos de treinta pisos. Daba miedo. Quizá lo más aterrador que había visto en mi vida, y en cuanto terminó, la enfermera gritó a todo el mundo que evacuara el edificio inmediatamente.

 

Eva no abortó aquel día. Ella y yo pasamos la semana siguiente al terremoto escarbando entre los escombros con un grupo de voluntarios de Neighborhood Watch. Durante los tres primeros días apenas hablamos, y al cuarto no apareció, y uno de los voluntarios me dijo que se iba a someter a "un procedimiento médico". Cuando le pregunté al día siguiente, se negó a decirme una palabra. No pudimos sacar a nadie con vida, pero recuperamos muchos cadáveres. Uno de los edificios a los que nos enviaron era en el que vivíamos Gabriella y yo. Todo el edificio se había derrumbado y, cuando excavamos en él, temí encontrar el cadáver de alguien conocido: la anciana Paula, o los hijos de la pareja de tacaños que había comprado nuestro piso. "Te dije que tenías un buen divorcio", dijo Eva, y me dedicó su sonrisa torcida. "Piénsalo: si Gabriella y tú siguierais juntos, ahora estaría sacándote de entre los escombros". Cerré los ojos e intenté imaginármelo, pero la única imagen que me vino a la mente fue la de aquel día en la clínica, cuando la tierra tembló como si alguien allí arriba quisiera que reconsiderara todo aquello.

 

El día de mi 35 cumpleaños hice paracaidismo. En lugar de estar atado a Eva, estaba atado a un instructor de voz grave llamado Carlos. Carlos era sordo, así que gritaba en vez de hablar. "¡No te preocupes!", me gritó al oído un segundo antes de que saltáramos del avión, "¡no tienes que hacer nada más que caer!". Caímos del avión juntos como piedras. Recordé que Eva me había dicho una vez que, antes de cada inmersión, se aseguraba de plegar ella misma el paracaídas y el paracaídas de reserva. "Después de saltar de un avión con alguien cuyo paracaídas no se abre, empiezas a plegar el tuyo", me había dicho. El suelo aún estaba lejos, pero se acercaba rápidamente. Pronto se abriría el paracaídas, y a eso podría seguirle el alivio. "¿Listo?" gritó Carlos. Asentí con la cabeza. Tiró de la cuerda.

 

 

For Diego

Two days after Gabriella and I broke up, I joined the Neighborhood Watch. When we lived together, we had a clear division of labor: I took care of the bureaucratic sides of life – banks, taxes, utility bills – and Gabriella was in charge of everything to do with generosity and kindness – feeding stray cats; helping our elderly, blue-haired neighbor, Paula; making a salami sandwich every morning for the homeless addict on our street corner. Sometimes I thought it would be good to switch for a while, even just for a week, so that while Gabriella was at the bank arguing over mortgage payments, I could wander the streets doing good deeds with a dreamy look on my face. But I didn’t suggest it. Not even during our ugliest fights. I knew that just as Gabriella wouldn’t be any good sitting through unpleasant meetings with the pocked-face deputy bank manager, I didn’t have much talent as a do-gooder. Once I was on my own, though, I not only had the usual struggle for daily survival, but I also had to take on the grind of contributing to society. Volunteering with the Neighborhood Watch might not have solved all of Mexico City’s problems, but it did a great job of clearing my conscience.

            We sold our apartment to a well-groomed couple with four polite and beautiful children. When we’d bought it, we thought we were going to have a few kids of our own one day, which is why we insisted on a big apartment. But we soon got too busy working and fighting, and the plan to have kids was postponed. Still, for the three years of our marriage, there wasn’t a day when I didn’t hate myself for not pressuring Gabriella to have a child. I think that, deep down, more than I wanted to live with her, I wanted a child from her. A living creature who would have her beauty, generosity, and positivity, but also something of me: a good-looking, tolerable version of myself.

The well-groomed couple bled me dry. The woman argued over every peso, while her husband walked around the apartment like a hunting dog, tapping on the walls to locate invisible leaks. In the end we sold them the apartment for much less than we’d bought if for, but it was enough to pay off our monstrous mortgage.

After the divorce, Gabriella and I both moved into a cheaper neighborhood. I rented a one-bedroom apartment on the seventh floor of a building with a doorman who must have been a hundred. His father was a priest who’d fought in the Cristero War, and the building had a creaky elevator that was even older than the doorman, which I stopped using after I got stuck a few times. Gabriella lived a couple of blocks away, in an equally tiny but better-lit and more civilized apartment. She put a hand-woven Peruvian rug on her living room floor, planted wildflowers in boxes outside every window, and even hung one of our wedding pictures on the refrigerator door. I once asked her why, and she said my expression in the photo made her laugh. “It’s our wedding day,” she said with a grin, “and look at your face, your hunched shoulders, your straining – you look less like a groom, more like someone with constipation.”

We had dinner together every Tuesday, sometimes at a restaurant and sometimes at her place. While we ate, she always told me stories about her work and about all her ideas for philanthropic startups: an app that would let wealthy people send food they weren’t eating straight from their fridges to the homes of needy families; a website where you could donate volunteer hours for a worthy cause; a mobile library that would drive around impoverished neighborhoods and hold story-times and activities for kids. When we were married, my job was to explain to her why all her wonderful yet naïve ideas could never work, but now that we were divorced, I could just nod and drink too much wine. One time I got so drunk that I spent the night at her place, on the rug. And even though she was still as beautiful as an angel and I was still as horny as a bonobo and as lonely as a dog, I didn’t try anything. When we’d first met, I believed that if we could only talk, kiss and fuck enough, something about her would stick to me, and all the things that fascinated her and bored me to death would suddenly seem captivating. She might have had similar thoughts. But now it was clear to us both that it would never happen. That I would keep loving her infinite kindness, and she would keep loving whatever it was she’d found to love in me, and that was exactly as far as it would go: mutual feelings, dinner once a week, and innocent conversations that sounded as if they were engaging with our world but in fact hovered a couple of inches above it.

* * *

When I told Gabriella I’d joined the Neighborhood Watch, she was enthusiastic: “I bet you'll meet some nice people there. People who volunteer are always nice.” The weekly meetings were the weirdest thing in the world. Of the fourteen people who joined, only me and the instructor, Eva, were under sixty, and it was like going to a Scouts meeting: a little first aid, theory lessons on how to use a weapon, and even some Krav Maga, which Eva always insisted on demonstrating on me. When we started going out, she told me that was a heavy hint that I’d missed.

Eva was only four years older than me, but she’d already done more than I would probably achieve in three lifetimes. She was born in Buenos Aires, studied philosophy at university, was licensed to fly a twin-engine plane, and had completed a sky-diving course. She’d also travelled all over the world, taught Spanish in Europe, English in Japan, and Japanese in Uruguay. She’d moved to Mexico eight years earlier, because of a man. They got married, had a child, and got divorced. “But not a good divorce like yours,” she said, “ours was the worst kind.” I told her there was no such thing as a good divorce, but she disagreed: “Of course there is, you’re just too young and spoiled to understand.”

The first thing Eva and her husband fought over after they split up was their son. The court gave them joint custody, which meant Eva had to stay in Mexico City. Then they fought over what little money they had, and after they were done fighting about that, they kept finding other things to fight about, and there wasn’t a single time her husband came to pick up the boy that didn’t end with a shouting match. Eva called her husband ‘the donkey,’ even in front of the kid, and according to her stories, he had even worse names for her.

One night in bed, she started trashing him again and I asked why she’d moved in with him in the first place. Eva thought for a moment, laughed awkwardly, and said it was simply because he was the most mind-blowing fuck. “I’ve been with quite a few men,” she said, “but with that asshole? It was celestial.” After that, we fucked too. It was an earthly fuck, but a good one. And then she told me that for my 35th birthday, in November, she’d booked us a tandem skydive. I would be tied to her the whole way down, she explained, “And when the parachute opens, for the first time in your confined, rigid life, you’ll sense relief.” “Is that what you think about my life?” I asked, trying to sound hurt. Eva stroked the hair on my chest and said, “You’ve let gravity crush you for thirty-five years, amigo. It’s time to let go.”

I think that was the night Eva got pregnant. She found out a few weeks later. She said it was her last chance to have another child, and that if this was something I wanted, then great, and if not, she wouldn’t force it, she was willing to have an abortion. I thought about it for two days. I could picture myself bathing the baby in the bathtub, taking her for long walks in the park. I also imagined me and Eva having horrible fights, and her calling me humiliating names in front of the girl. I explained to her that a marriage was reversible, but having a child was something you couldn’t take back. The fact that we loved each other didn’t guarantee that we could be happy together, and I didn’t want to risk raising an unhappy child. “So to make sure she isn’t unhappy, you’re suggesting we kill her before she’s born?” Eva asked with a doleful smile. Then she said, “Okay, I’ll call my gynecologist and make an appointment.”

I drove her to the clinic in a friend’s car. We didn’t talk the whole way. In fact, ever since I’d told her I wanted her to get the abortion, we hadn’t seen each other at all and had hardly spoken. It’s not that we’d officially broken up, but it was obvious to both of us that it was the end. The nurse at the clinic greeted us with a surly expression and said there’d been a slight complication in the last treatment and they were running late. She brought Eva a glass of water and asked us to wait patiently, and while we sat there, Eva reminded me that it was my birthday in four weeks. “I’ll email you the skydive voucher,” she said, “don’t miss out on it, it’s an incredible experience.” I realized that was her way of telling me she wasn’t coming: she wouldn’t be there with me when the parachute opened, when for the first time in my life I felt relief. After two hours, the surly nurse came over and said Eva was next and she should follow her to change into a gown. I asked if I could go with her, and the nurse said chaperones weren’t allowed in the surgery area and that I would see her afterwards, in recovery. And then the whole building started shaking. It didn’t last long, but it felt like an eternity, and through the windows we could see a thirty-floor skyscraper simply collapsing. It was scary. Maybe the scariest thing I’d ever seen, and the second it was over, the surly nurse yelled at everyone to evacuate the building immediately.

Eva did not get the abortion that day. She and I spent the week after the earthquake digging through the wreckage with a group of Neighborhood Watch volunteers. For the first three days we barely spoke, and on the fourth day she didn’t turn up, and one of the volunteers told me she was having “a medical procedure.” When I asked her about it the next day, she refused to say a word to me. We weren’t able to get anyone out alive, but we did recover a lot of bodies. One of the buildings we were sent to was the one Gabriella and I used to live in. The entire building had crumbled, and when we dug through it, I was afraid to find the body of someone I knew: the elderly Paula, or the kids of the cheapskate couple who’d bought our apartment. “I told you you had a good divorce,” said Eva, and gave me her crooked smile, “think about it: if you and Gabriella were still together, I’d be digging you out of the rubble now.” I closed my eyes and tried to imagine that, but the only picture that came to my mind was from that day at the clinic, when the earth shook as if someone up there wanted me to reconsider the whole thing.

On my 35th birthday, I went skydiving. Instead of being tied to Eva, I was tied to a gravelly-voiced instructor named Carlos. Carlos was hard of hearing, so he shouted instead of talking. “Don’t worry!” he screamed into my ear a second before we jumped out of the plane, “you don’t need to do anything except fall!” We dropped from the plane together like stones. I remembered Eva once telling me that before every dive, she made sure to fold the parachute and the reserve parachute herself. “After you jump out of a plane with someone whose parachute doesn’t open, you start folding your own,” she’d said. The ground beneath me was still far away but it was getting closer fast. Soon the parachute would open, and that might be followed by the relief. “Ready?” Carlos yelled. I nodded. He pulled the string.