Al profesor lo irritaba la gente que se levantaba tarde, pero no quería despertar a Valeria, porque a ella le gustaba dormir. «Pone mucha aplicación», pensó, mientras contemplaba el delicado perfil y la efusión roja del pelo de la chica sobre la almohada blanca.
El profesor
se llamaba Félix Hernández. Parecía joven, como tantas personas de su edad en
aquella época (veinte años antes, hubieran sido viejos). Era famoso, aun fuera
del mundo universitario, y muy querido por los alumnos. Se consideraba
afortunado porque vivía con Valeria, una estudiante.
Entró en la
cocina, a preparar el desayuno. Cuidó las tostadas, para que se doraran sin
quemarse, y recordó: «Esta mañana Valeria defiende la tesis. No tiene que
olvidar los tres períodos de la historia». Después de una pausa, dijo: «Últimamente
me dio por hablar solo».
Llevó la
bandeja al dormitorio en el momento en que la muchacha volvía de la ducha, aún
mojada y envuelta en una toalla. Al arrimarle una taza vio en el espejo su
propia cara, con esa barba a retazos blanquísima, a retazos negra, que recién
afeitada parecía de tres días. Miró a la chica, volvió a mirar el espejo y se
dijo: «Qué contraste. Realmente, soy un hombre de suerte». La chica exclamó:
—Si me quedo
dormida, me muero.
—¿Por no
doctorarte? No perderías mucho.
—Es increíble
que un profesor hable así.
—Ya nadie
sabe que puede estudiar solo. El que está en un aula donde hay un profesor,
cree que estudia. Las universidades, que fueron ciudadelas del saber, se
convirtieron en oficinas de expendio de patentes. Nada vale menos que un título
universitario.
La chica
dijo, como para sí misma:
—No importa.
Yo quiero el título.
—Entonces tal
vez convenga que menciones los tres períodos de la historia. Cuando el hombre
creyó que la felicidad dependía de Dios, mató por razones religiosas. Cuando
creyó que la felicidad dependía de la forma de gobierno, mató por razones
políticas.
—Yo leí un
poema. Cada cual mata aquello que ama…
La miró,
sonrió, sacudió la cabeza.
—Después de sueños
demasiado largos, verdaderas pesadillas —explicó Hernández—, llegamos al
período actual. El hombre despierta, descubre lo que siempre supo, que la
felicidad depende de la salud, y se pone a matar por razones terapéuticas.
—Me parece
que voy a provocar una discusión con la mesa.
—No veo por
qué. ¿Alguien duda de que a cierta edad recibirá la visita del médico? ¿No es
ésa una manera de matar? Por razones terapéuticas, desde luego. Una manera de
matar a toda la población.
—A toda, no.
Están los que se escapan a la otra Banda.
—Ahí surge la
amenaza de un segundo montón de muertos. Inmenso. Por razones terapéuticas,
también.
—Pero eso
—con aparente distracción dijo la chica, mientras se vestía— si les declaramos
la guerra.
—No va a ser
fácil. Entre los viejos decrépitos de la Banda Oriental hay negociadores
astutos, que siempre encuentran la manera de ceder algo sin importancia.
—Me dan asco
—dijo Valeria, lista ya para salir—, pero que posterguen la guerra me parece
bien.
—Tarde o
temprano habrá que decidirse. No puede ser que en la otra Banda haya un foco
infeccioso, un caldo de cultivo de todas las pestes que nosotros hemos
eliminado. Salvo que alguien descubra la manera de frenar la vejez… Pero ¿qué
vas a contestar si te preguntan cómo empezó el tercer período?
—Cuando ya
nadie creía en los políticos, la medicina atrajo, apasionó, al género humano,
con sus grandes descubrimientos. Es la religión y la política de nuestra época.
Los médicos argentinos, del legendario Equipo del Calostro, un día lograron la
barrera de anticuerpos, durable y polivalente. Esto significó la erradicación
de las infecciones, pronto seguida por la del resto de las enfermedades y por
una extraordinaria prolongación de la juventud. Creímos que no era posible ir
más lejos. Poco después los uruguayos descubrieron el modo de suprimir la
muerte.
—Lo que
nuestro patriotismo recibió como una patada.
—Pero ni los
propios uruguayos lograron detener el envejecimiento.
—Menos mal…
—Con tus
interrupciones pierdo el hilo —dijo Valeria y retomó el tono de recitación—.
Alrededor de los dos países del Río de la Plata, se formaron los bloques
aparentemente irreconciliables, que hoy se reparten el mundo. Los enemigos nos
llaman jóvenes fascistas y, para nosotros, ellos son moribundos que no acaban
de morir. En el Uruguay la proporción de viejos aumenta. —Sin detenerse agregó:
—Son casi las
diez. Tengo que irme.
La acompañó
hasta la puerta, la besó, le pidió que no volviera tarde y no entró hasta que
la perdió de vista.
Un rato
después, cuando estaba por salir, oyó el timbre. Recogió un cuaderno de
apuntes, que probablemente Valeria había olvidado, empezó a murmurar: «De todo
te olvidas, ¡cabeza de novia!», abrió la puerta y se encontró con sus
discípulos Gerardi y Lohner.
—Venimos a
verlo —anunció Lohner.
—El tiempo no
me sobra. A las once debo estar en la Facultad.
—Lo sabemos
—dijo Gerardi.
—Pero tenemos
que hablar —dijo Lohner.
Parecían
nerviosos. Los llevó al escritorio.
—Lohner —dijo
Gerardi y señaló a su compañero— va a explicarle todo.
Hubo un
silencio. Hernández dijo:
—Estoy
esperando esa explicación.
—No sé cómo
empezar. Un amigo, de Salud Pública, nos avisó anoche que vienen a verlo.
Hernández
entreabrió la boca, sin duda para hablar, pero no dijo nada. Por último Gerardi
aclaró:
—Viene el
médico.
Hubo otro
silencio, más largo. Preguntó Hernández:
—¿Cuándo?
—Hoy —dijo
Lohner.
—Entre anoche
y esta mañana arreglamos todo.
—¿Qué
arreglaron?
—El cruce al
Carmelo.
—¿En el
Uruguay? —preguntó Hernández, para ganar tiempo.
—Evidentemente —contestó Lohner.
Gerardi
refirió:
—El amigo de
Salud Pública nos puso en comunicación con un señor, llamado Contacto, que se
encarga del renglón lancheros. Nos dio cita, a las diez de la noche, en la
Confitería Del Molino, en la mesa que está contra la segunda columna de la
izquierda, entrando por Callao. Ahí tomamos tres capuchinos y cuando yo iba a
decirle quién era usted, el señor Contacto me paró en seco. «Si consigo lancha,
no debo saber para quién», y nos pidió que lo esperáramos un minutito, porque
iba a hablar a Tigre. No fue un minutito. Querían cerrar la confitería y el
señor Contacto no lograba comunicarse. En nuestro país estas cosas, por simples
que parezcan, son complicadas. Finalmente volvió, dio un nombre, una hora, un
lugar: Moureira, a las ocho de la mañana, en el almacén de Liniers y Pirovano,
frente al puentecito sobre el río Reconquista.
—¿En el
Tigre? —preguntó Hernández.
—En Tigre.
—Y ustedes,
esta mañana, ¿lo encontraron?
—Como un solo
hombre. Tengo la impresión de que se puede confiar en él.
—Sobre todo
si no le damos tiempo —observó Lohner.
—¿Para qué?
—preguntó Hernández.
—No creo que
le convenga… —opinó Gerardi—. Su trabajo es pasar fugitivos a la otra Banda. Si
traiciona una vez y llega a saberse ¿de qué vive?
—Es gente
vieja del Delta. En tiempo de las aduanas, el abuelo y el padre fueron
contrabandistas. Moureira aseguró que él mismo es una especie de institución.
—¿Cuándo
tengo que ir?
—Se viene con
nosotros. Ahora mismo.
—Ahora mismo
no puedo.
—Moureira
está esperándonos —dijo Gerardi.
—Más vale no
entretenerse —dijo Lohner.
—Tengo que
buscar a una amiga —dijo Hernández.
Hubo un
silencio. Gerardi preguntó:
—¿A la que
sabemos, profesor?
Sonriendo,
por primera vez, confirmó Hernández:
—A la que
sabemos.
—No se
demore. Nosotros nos vamos. Hay que retener a Moureira —dijo Lohner.
Gerardi
insistió:
—No se
demore. Usted nos encuentra en el almacén de Liniers y Pirovano, frente al
puentecito. Un puentecito que se cae a pedazos, desde tiempo inmemorial.
Con
impaciencia dijo Lohner:
—No va a ser
fácil retener al tal Moureira.
Cuando quedó
solo se preguntó si estaba asustado. Sabía que tenía apuro por cruzar a la otra
Banda y que no dejaría a Valeria. Después de la conversación con los muchachos,
le pareció que avanzaba inevitablemente por un camino peligroso, desde cuyos
bordes las cosas, aun las más familiares, lo miraban como testigos impasibles.
Sin perder un
minuto se largó a la facultad. En el primer piso, al salir de la escalera, la
encontró.
—¡Te
acordaste de traer los apuntes! —exclamó Valeria.
La verdad es
que ni se había acordado del examen de tesis. Traía los apuntes bajo el brazo
porque estaba turbado y no sabía muy bien qué hacía. Preguntó:
—¿Llego a
tiempo?
—Por suerte.
Hasta que no vea dos nombres y una fecha, no voy a sentirme segura.
—Yo creía que
solamente los viejos olvidábamos los nombres.
—Nadie te
considera viejo.
—Estás
equivocada. Aparecieron por casa dos estudiantes.
—¿Para qué?
—Para
avisarme que hoy a la tarde me visita el médico. Un amigo que trabaja en el
Ministerio de Salud Pública les dio la noticia.
—No puedo
creer. De todos modos el médico tendrá que admitir que estás bien.
—No hay
antecedentes.
—No importa.
Yo sé, por experiencia, cómo estás. Voy a hablarle. Su visita es prematura.
Tendrá que admitirlo.
—No lo hará.
—¿Cuál es tu
plan?
—Un lanchero
nos espera en el Tigre, para llevarnos a la otra Banda. —El profesor debió notar
algo en la expresión de Valeria, porque preguntó:
—¿Qué pasa?
¿No estás dispuesta?
—Sí. ¿Por
qué? En un primer momento repugna un poco la idea de vivir entre viejos que
nunca mueren. Pero no te preocupes. Voy a sobreponerme. Son prejuicios que me
inculcaron cuando era chica.
—¿Nos vamos o
nos quedamos?
—¿Quedarnos y
que te visite el médico? No estoy loca. De los que te llevaron la noticia, ¿uno
es Lohner?
—Y el otro,
Gerardi.
—Un
atropellado. Capaz de creer lo primero que oye.
—Lohner, no.
—Circulan
tantos rumores… ¿Por qué no vas a dar la clase, como siempre? En cuanto yo
concluya la defensa de la tesis, trato de averiguar algo.
Las palabras
«dar la clase, como siempre» casi lo convencieron, porque le trajeron a la
memoria las tan conocidas «como decíamos ayer» de otro profesor. Recapacitó y
dijo:
—No creo que
haya tiempo.
—Y es muy
probable que sea una imprudencia. Estoy pensando que es mejor que no te vean
por acá.
En ocasiones
el hombre es un chico ante la mujer. Hernández preguntó:
—¿Entonces,
qué hago?
—Te vas a
casa, ahora mismo. Si dentro de una hora no llego, ni te he llamado, te vas al
Tigre. ¿Dónde nos esperan?
—En Liniers y
Pirovano. Debajo de un puente muy viejo, que cruza el río Reconquista.
Repitió
Valeria:
—En Liniers y
Pirovano. —De pronto agregó:
—Si no voy a
casa, voy directamente.
Se avino a la
propuesta, aunque no lo convencía del todo. A mitad de camino comprendió el
error que iba a cometer. Si la muchacha no quería ver el peligro debió abrirle
los ojos. Su casa era una trampa en la que pasaría una larga hora de ansiedad.
Quién sabe si después no sería tarde para salir.
En el momento
de abrir la puerta, un hombre cruzó desde la vereda de enfrente y le dijo:
—Lo esperaba.
Entraron
juntos y, ya en el escritorio, Hernández preguntó:
—¿El médico?
Tristemente
el médico asintió con la cabeza.
—Aunque
debiera callarme, le diré que me expresé mal. No lo esperaba. Mejor dicho,
esperaba que no viniera, que mostrara un poco de tino, qué embromar. Dígame,
¿le costaba mucho ponerse a salvo? ¿Tan desvalido se encuentra que no tiene
quién le avise y lo pase? ¿O por un instante supone que si lo examino estamparé
mi firma en un certificado de salud para que lo dejen vivo?
—Parece justo.
—Son todos
iguales. Les parece justo exponerme a que un segundo médico los examine, opine
de otro modo y dé a entender que a uno lo sobornaron. Aunque no crea, muchos
codician el puesto.
—Entonces no
hay escapatoria.
—Eso lo dejo
a su criterio. Todavía tengo que ver a otro paciente. Cuando llegue a Salud
Pública, paso el informe.
El médico dio
por concluida la visita. Hernández lo acompañó hasta la puerta.
—De cualquier
modo, muchas gracias.
—Dígame una
cosa, ¿algo o alguien lo retiene en Buenos Aires? Me permito recordarle que si
no se fuga, tampoco va a seguir junto a la personita que tanto le interesa. Lo
atrapan ¿me oye? y lo liquidan.
—Es verdad
—admitió Hernández—. Qué solos se quedan los muertos…
Cerró la
puerta. Por un instante permaneció inmóvil, pero después fue rápido y eficaz.
En menos de media hora preparó la valija y salió de la casa. Aunque sin
tropiezos, el viaje al Tigre le resultó larguísimo. Finalmente encontró a los
discípulos, en el lugar indicado. Con ellos había un hombre robusto, de saco
azul y pipa, que parecía disfrazado de lobo de mar.
—Creíamos que
no venía —dijo Gerardi—. El señor Moureira quería irse.
—No pierda
tiempo —dijo Lohner.
—Suba a la
lancha —dijo Moureira.
—Un momento
—dijo el profesor—. Espero a una amiga.
—La mujer
siempre llega tarde —sentenció Moureira.
Discutieron
(esperar unos minutos, irse en el acto) hasta que oyeron una sirena.
—Menos mal
que en la policía no han descubierto que la sirena previene al fugitivo
—observó Lohner, mientras ayudaba al profesor a subir a la lancha.
Gerardi le
preguntó:
—¿Algún
mensaje?
—Dígale que
para mí era lo mejor de la vida.
—¿Pero que la
vida la incluye y que el todo es más que la parte? —preguntó Lohner.
Volvieron a
oír la sirena, ya próxima. Los muchachos se guarecieron en el almacén. Moureira
le dijo:
—Acuéstese en
el piso de la lancha, que lo tapo con la lona.
Obedeció
Hernández y con una sonrisa melancólica pensó: «La conclusión de Lohner es
justa, pero en este momento no me consuela».
Lentamente,
resueltamente, se alejaron rumbo al río Lujan y aguas afuera.