miércoles, 8 de abril de 2020
domingo, 5 de abril de 2020
Cuentos sobre rabinos...
La motivación de un Rabino
Rabi Najman contó una vez sobre un muy famoso Rabi que
solía rezar en su cuarto privado contiguo a la sinagoga. El escuchaba ruidos
detrás de su puerta y estaba seguro de que eran sus discipulos tratando de
escuchar con que la devoción su maestro rezaba, lo cual lo motivaba a orar con
gran entusiasmo y fervor. Hasta que una vez descubrió que los ruidos eran
causados por un gato rasguñando la puerta. "¡Durante 9 años estuvo rezando
a un gato!" Comento el Rabi Najman. ¡Di-s nos salve!"
Iejiel, el nieto de Rabí Baruj, jugaba una vez al escondite
con otro niño. Se ocultó muy bien y esperó a que su compañero de juegos lo
encontrara. Después de aguardar largo tiempo salió de su escondite, mas no vio
a su camarada en parte alguna. Entonces comprendió que éste en ningún momento
lo había buscado. Esto lo hizo llorar, y llorando corrió hacia su abuelo y se
quejó de su desleal amigo. Entonces los ojos de Rabí Baruj se llenaron de
lágrimas y murmuró: “Dios dice lo mismo: Yo me escondo pero nadie quiere
buscarme”.
Citado por M. Buber, Cuentos jasídicos)
Albert Camus extractos del libro " La peste"
La palabra "peste" acababa de ser
pronunciada por primera vez. En este punto de la narración que deja a Bernard
Rieux detrás de una ventana se permitirá al narrador que justifique la
incertidumbre y la sorpresa del doctor puesto que, con pequeños matices, su
reacción fue la misma que la de la mayor parte de nuestros conciudadanos. Las
plagas, en efecto, son una cosa común pero es difícil creer en las plagas
cuando las ve uno caer sobre su cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes
como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre
desprevenidas. El doctor Rieux estaba desprevenido como lo estaban nuestros
ciudadanos y por esto hay que comprender sus dudas. Por esto hay que comprender
también que se callara, indeciso entre la inquietud y la confianza. Cuando
estalla una guerra las gentes se dicen: "Esto no puede durar, es demasiado
estúpido." Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero
eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de
ello si uno no pensara siempre en sí mismo. Nuestros conciudadanos, a este
respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro
modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la
medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un
mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal
sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque
no han tomado precauciones. Nuestros conciudadanos no eran más culpables que
otros, se olvidaban de ser modestos, eso es todo, y pensaban que todavía todo
era posible para ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas eran
imposibles. Continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo
opiniones. ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste que suprime el porvenir,
los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre
mientras haya plagas.
Incluso después de haber reconocido el doctor Rieux
delante de su amigo que un montón de enfermos dispersos por todas partes
acababa de morir inesperadamente de la peste, el peligro seguía siendo irreal
para él. Simplemente, cuando se es médico, se tiene formada una idea de lo que
es el dolor y la imaginación no falta. Mirando por la ventana su ciudad que no
había cambiado, apenas si el doctor sentía nacer en él ese ligero
descorazonamiento ante el porvenir que se llama inquietud. Procuraba reunir en
su memoria todo lo que sabía sobre esta enfermedad. Ciertas cifras flotaban en
su recuerdo y se decía que la treintena de grandes pestes que la historia ha
conocido había causado cerca de cien millones de muertos. Pero ¿qué son cien
millones de muertos? Cuando se ha hecho la guerra apenas sabe ya nadie lo que
es un muerto. Y además un hombre muerto solamente tiene peso cuando le ha visto
uno muerto; cien millones de cadáveres, sembrados a través de la historia, no
son más que humo en la imaginación. El doctor recordaba la peste de
Constantinopla que según Procopio había hecho diez mil víctimas en un día. Diez
mil muertos hacen cinco veces el público de un gran cine. Esto es lo que hay
que hacer. Reunir a las gentes a la salida de cinco cines, conducirlas a una
playa de la ciudad y hacerlas morir en montón para ver las cosas claras. Además
habría que poner algunas caras conocidas por encima de ese amontonamiento
anónimo. Pero naturalmente esto es imposible de realizar, y además ¿quién
conoce diez mil caras? Por lo demás, esas gentes como Procopio no sabían
contar; es cosa sabida. En Cantón hace setenta años cuarenta mil ratas murieron
de la peste antes de que la plaga se interesase por los habitantes. Pero en
1871 no hubo manera de contar las ratas. Se hizo un cálculo aproximado, con
probabilidades de error. Y sin embargo, si una rata tiene treinta centímetros
de largo, cuarenta mil ratas puestas una detrás de otra harían...
del capitulo 2
A partir de ese momento, se puede decir que la peste
fue nuestro único asunto. Hasta entonces, a pesar de la sorpresa y la inquietud
que habían causado aquellos acontecimientos singulares, cada uno de nuestros
conciudadanos había continuado sus ocupaciones, como había podido, en su puesto
habitual. Y, sin duda, esto debía continuar. Pero una vez cerradas las puertas,
se dieron cuenta de que estaban, y el narrador también, cogidos en la misma red
y que había que arreglárselas. Así fue que, por ejemplo, un sentimiento tan
individual como es el de la separación de un ser querido se convirtió de
pronto, desde las primeras semanas, mezclado a aquel miedo, en el sufrimiento
principal de todo un pueblo durante aquel largo exilio. Una de las
consecuencias más notables de la clausura de las puertas fue, en efecto, la
súbita separación en que quedaron algunos seres que no estaban preparados para
ello. Madres e hijos, esposos, amantes que habían creído aceptar días antes una
separación temporal, que se habían abrazado en la estación sin más que dos o
tres recomendaciones, seguros de volverse a ver pocos días o pocas semanas más
tarde, sumidos en la estúpida confianza humana, apenas distraídos por la
partida de sus preocupaciones habituales, se vieron de pronto separados, sin
recursos, impedidos de reunirse o de comunicarse. Pues la clausura se había
efectuado horas antes de publicarse la orden de la prefectura y, naturalmente,
era imposible tomar en consideración los casos particulares. Se puede decir que
esta invasión brutal de la enfermedad tuvo como primer efecto el obligar a
nuestros conciudadanos a obrar como si no tuvieran sentimientos individuales.
Desde las primeras horas del día en que la orden entró en vigor, la prefectura
fue asaltada por una multitud de demandantes que por teléfono o ante los
funcionarios exponían situaciones, todas igualmente interesantes y, al mismo
tiempo, igualmente imposibles de examinar. En realidad, fueron necesarios
muchos días para que nos diésemos cuenta de que nos encontrábamos en una
situación sin compromisos posibles y que las palabras "transigir",
"favor", "excepción" ya no tenían sentido. Hasta la pequeña
satisfacción de escribir nos fue negada. Por una parte, la ciudad no estaba
ligada al resto del país por los medios de comunicación habituales, y por otra,
una nueva disposición prohibió toda correspondencia para evitar que las cartas
pudieran ser vehículo de infección. Al principio, hubo privilegiados que
pudieron entenderse en las puertas de la ciudad con algunos centinelas de los
puestos de guardia, quienes consintieron en hacer pasar mensajes al exterior.
Esto era todavía en los primeros días de la epidemia y los guardias encontraban
natural ceder a los movimientos de compasión. Pero al poco tiempo, cuando los
mismos guardias estuvieron bien persuadidos de la gravedad de la situación, se
negaron a cargar con responsabilidades cuyo alcance no podían prever. Las
comunicaciones telefónicas interurbanas, autorizadas al principio, ocasionaron
tales trastornos en las cabinas públicas y en las líneas, que fueron totalmente
suspendidas durante unos días y, después, severamente limitadas a lo que se
llamaba casos de urgencia, tales como una muerte, un nacimiento o un
matrimonio. Los telegramas llegaron a ser nuestro único recurso. Seres ligados
por la inteligencia, por el corazón o por la carne fueron reducidos a buscar
los signos de esta antigua comunión en las mayúsculas de un despacho de diez
palabras. Y como las fórmulas que se pueden emplear en un telegrama se agotan
pronto, largas vidas en común o dolorosas pasiones se resumieron rápidamente en
un intercambio periódico de fórmulas establecidas tales como: "Sigo bien.
Cuídate. Cariños."
.......
.......
Las peleas en las puertas de la ciudad, en las
cuales los agentes habían tenido que hacer uso de sus armas, crearon una sorda
agitación. Seguramente había habido heridos, pero hablaban de muertos en la
ciudad, donde todo se exageraba por efecto del calor y del miedo. Es cierto, en
todo caso, que el descontento no cesaba de aumentar, que nuestras autoridades
habían temido lo peor y encarado seriamente las medidas que habrían de tomar en
el caso de que esta población, mantenida bajo el azote, llegara a sublevarse.
Los periódicos publicaron decretos que renovaban la prohibición de salir y
amenazaban con penas de prisión a los contraventores. Había patrullas que
recorrían la ciudad. De pronto, en las calles desiertas y caldeadas se veían
avanzar, anunciados primero por el ruido de las herraduras en el empedrado,
guardias montados que pasaban entre dos filas de ventanas cerradas. Cuando la
patrulla desaparecía, un pesado silencio receloso volvía a caer sobre la ciudad
amenazada. De cuando en cuando centelleaban los escopetazos de los equipos
especiales, encargados por una ordenanza vigente de matar los perros y los
gatos que podían propagar las pulgas. Estas detonaciones secas contribuían a
tener a la ciudad en una atmósfera de alerta. En medio del calor y del silencio,
para el corazón aterrorizado de nuestros conciudadanos todo tomaba una
importancia cada vez más grande. Los colores del cielo y los olores de la
tierra que marcan el paso de las estaciones eran, por primera vez, sensibles
para todos. Cada uno veía con horror que los calores favorecían la epidemia y
al mismo tiempo cada uno veía que el verano se instalaba. El grito de los
vencejos en el cielo de la tarde se hacía más agudo sobre la ciudad. Ya no
estaba en proporción con los crepúsculos de junio que hacen lejano el horizonte
en nuestro país. Las flores ya no llegaban en capullo a los mercados, se abrían
rápidamente y, después de la venta de la mañana, sus pétalos alfombraban las
aceras polvorientas. Se veía claramente que la primavera se había extenuado, que
se había prodigado en miles de flores que estallaban por todas partes, a la
redonda, y que ahora iban a adormecerse, a aplastarse lentamente bajo el doble
peso de las pestes y del calor. Para todos nuestros conciudadanos este cielo de
verano, estas calles que palidecían bajo los matices del polvo y del tedio,
tenían el mismo sentido amenazador que la centena de muertos que pesaba sobre
la ciudad cada día. El sol incesante, esas horas con sabor a sueño y a
vacaciones, no invitaban como antes a las fiestas del agua y de la carne. Por
el contrario, sonaban a hueco en la ciudad cerrada y silenciosa. Habían perdido
el reflejo dorado de las estaciones felices. El sol de la peste extinguía todo
color y hacía huir toda dicha. Esta era una de las grandes revoluciones de la
enfermedad. Todos nuestros conciudadanos acogían siempre el verano con alegría.
La ciudad se abría entonces hacia el mar y desparramaba a su juventud por las
playas. Este verano, por el contrario, el mar tan próximo estaba prohibido y el
cuerpo no tenía derecho a sus placeres. ¿Qué hacer en estas condiciones? Es
también Tarrou el que da una imagen más perfecta de lo que era nuestra vida de
entonces. Él seguía en sus apuntes los progresos de la peste, en general,
anotando justamente que una fase de la epidemia había sido señalada por la
radio cuando, en vez de anunciar cientos de defunciones por semana, había
empezado a dar las cifras de noventa y dos, ciento siete y ciento veinte al
día. "Los periódicos y las autoridades quieren ser más listos que la
peste. Se imaginan que le quitan algunos puntos porque ciento treinta es una
cifra menor que novecientos diez..." Evocaba también aspectos patéticos o
espectaculares de la epidemia, como el de aquella mujer que en un barrio
desierto, con todas las persianas cerradas, había abierto bruscamente una
ventana cuando él pasaba y había lanzado dos gritos enormes antes de cerrar los
postigos sobre la oscuridad espesa del cuarto. Pero, además anotaba que las
pastillas de menta habían desaparecido de las farmacias porque muchas gentes
las llevaban en la boca para precaverse contra un contagio eventual.
martes, 31 de marzo de 2020
"De que hablamos cuando hablamos de Amor " de Raymond Carver ( extracto)
—¿Qué pasó con la pareja de ancianos? —Quiso saber
Laura—. No has acabado de contar la historia.
Laura tenía
dificultades para encender su cigarrillo. Las cerillas se le apagaban una y
otra vez.
La luz del sol, dentro de la cocina, era ahora
diferente; cambiaba, se hacía más tenue. Pero las hojas del otro lado de la
ventana seguían trémulas, y me puse a mirar las formas que dibujaban en los
cristales y en el tablero de fórmica. No eran formas iguales, claro está.
—¿Qué pasó con los viejos? —pregunté.
—Más viejos pero más sabios —comentó Terri.
Mel la miró con fijeza.
Terri prosiguió: —Sigue con la historia, cariño. Era
una broma. ¿Qué pasó?
—Terri, a
veces... —empezó Mel. —
Mel, por favor —le interrumpió Terri—. No seas tan
serio siempre, cariño. ¿No soportas una broma?
—¿Dónde está
la broma? —inquirió Mel. Mantuvo el vaso en la mano y miró fijo a su mujer.
—¿Qué pasó?
—insistió Laura. Mel clavó la mirada en Laura.
Dijo: —Laura,
si no tuviera a Terri y si no la amara tanto, y si Nick no fuera mi mejor
amigo, me enamoraría de ti. Y te raptaría.
—Cuéntanos la
historia —le instó Terri—. Y luego nos vamos a ese restaurante nuevo, ¿de
acuerdo?
—De acuerdo
—dijo Mel—. ¿Dónde estaba?
—Se quedó mirando la mesa; luego siguió con la
historia
—: Iba a verlos a los dos todos los días, y hasta
dos veces al día cuando tenía que quedarme a visitar a otros enfermos.
Escayolas y vendajes, de la cabeza a los pies, ambos. Ya sabéis, lo habéis
visto en las películas. Ese era el aspecto que tenían, igual que en las
películas. Sólo unos agujeritos para los ojos y para la nariz y para la boca. Y
ella, para colmo, con las piernas en alto. Bien, pues el marido estaba
deprimido la mayor parte del tiempo. Incluso después de enterarse de que su
mujer saldría de aquélla. Seguía muy deprimido. Pero no por el accidente. Me
refiero a que el accidente era una cosa, sí, pero no lo era todo. Yo me
acercaba al agujero de su boca, y él me
decía que no, que no era por el accidente exactamente, sino porque no podía
verla por los agujeros de los ojos. Decía que era eso lo que le hacía sentirse
así de mal. ¿Os lo imagináis? Podéis creerme, al hombre le rompía el corazón no
poder volver la maldita cabeza para ver a su maldita esposa. Mel nos miró a
unos y a otros y, ante lo que estaba a punto de decir, meneó la cabeza.
—Digo que lo
que estaba matando a aquel pendejo era que no podía mirar a su jodida mujer.
Los tres miramos a Mel.
—¿Entendéis lo que quiero decir? —preguntó
viernes, 27 de marzo de 2020
Marcelo Caruso "Difícil relación"
Cuando tenía 25
años heredé de mi hermana melliza a Bernardo, el perro más antiperro que jamás
haya podido ver. Ella acababa de separarse, estaba bastante deprimida, había
vuelto a vivir con nuestra madre y me había prestado su departamento con
mascota incluida. Un año después, al mudarnos a nuestra primera casa, (un
dúplex de 45 metros cuadrados, pegado a la fábrica Atanor, en Munro), mi mujer
y yo decidimos conservar a Bernardo con nosotros.
Era un mestizo de color negro, no muy alto, que,
aunque resulte difícil de creer, desteñía. Todas las paredes blancas a estrenar
de nuestro pequeño dúplex pasaron al tiempo a tener una suerte de boiserie gris
oscura debido a que Bernardo se frotaba y rascaba continuamente porque (el
colmo de un perro, si lo hay) además de desteñir, era alérgico a las pulgas y
las picaduras lo brotaban de manera espantable.
El animal, encima, tenía el pelo tan graso que lo
volvía virtualmente impermeable, con lo cual bañarlo era una tarea de horas:
los chorros de manguera y los jarros de agua tibia luchaban con serias
desventajas para llegar hasta el cuero. El champú casi no hacía espuma, pero
cuando lográbamos atravesar ese pelo hirsuto, cuando conseguíamos crear espuma
blanca, dejándolo como una oveja con hocico de lobo, la lucha pasaba a ser de
inmediato la tarea titánica de secarlo.
Permanecía varios días en estado de humedad, algo
más que maloliente, con nosotros cuidando que no se revolcara en la tierra o en
superficies aún peores, cosa que irremediablemente sucedía al primer descuido.
Bernardo había sido criado con un régimen de libertad algo caótico por mi
hermana y su ex. Durante su breve matrimonio vivían en un PH de pasillo al
fondo, que siempre tenía la puerta de entrada abierta de par en par, y el perro
iba y venía a su antojo hasta la calle. Esa costumbre nos torturó, porque
nuestro dúplex se alzaba en una zona donde resultaba poco menos que suicida
tener algo abierto.
Bernardo pedía salir y pedía entrar decenas de veces
al día, y rascaba la madera de la puerta, tanto de un lado como del otro, con
unas uñas semejantes a formones de carpintero. Además, tampoco estaba
acostumbrado a salir con collar y correa. Al ponérselos, se echaba cuan largo
era, con cara de animal castigado. Cuando le decía: “¡Bernardo, vamos,
levantate!”, él pegaba un salto todo lo que le permitía la correa, para volver
a quedar desparramado en el piso.
Las veces que intenté acostumbrarlo lo llevé a los
saltos, como si hubiera paseado un sapo de quince kilos. Otra costumbre
adquirida con el ex marido de mi hermana: Bernardo me acompañaba a comprar
cigarrillos y saltaba como un condenado si no le daba el paquete para que lo
llevara en la boca. Al principio era gracioso, amo caminando y mascota llevando
la compra lo más campante. Pero más pronto que tarde comprobé que se distraía
con gran facilidad, y escupía el atado en cualquier parte, incluso en el agua de
la calle.
Como sus saltos eran totalmente irrefrenables, me
resigné a comprar siempre dos atados, uno para mí y otro para que lo llevara
él; si tenía suerte y lo seguía sin distraerme, a este último atado llegaba a
rescatarlo. Amén de no poder sacarlo con correa, lo que más dificultaba las
salidas con él eran dos cuestiones que me trajeron no pocos problemas: la
primera fue que era furiosamente belicoso con otros perros, sin hacer caso de
los tamaños relativos de sus contrincantes, y la segunda que, en las paradas de
colectivos, se acercaba con extremo sigilo por detrás de los que esperaban y
les orinaba arteramente los pantalones, los bolsos, y cualquier objeto que
apoyaran en el piso.
Seguramente el lector se esté preguntando qué
hacíamos con semejante engendro. La respuesta es simple: éramos jóvenes, no
teníamos hijos y amábamos a los animales. Pero es necesario ser justos con
Bernardo. Así como nos torturaba con su inconducta, así también era amoroso con
nosotros y nos sorprendió el día que llevamos un gatito de menos de veinte
días, al que la madre no amamantaba.
Pensamos que, perdido por perdido, quizá lograra
sobrevivir, si es que el perro no se lo comía. No sólo no se lo comió: entre
las mamaderas que le daba mi mujer, Bernardo hacía guardia junto a la caja de
zapatos donde lo habíamos colocado, y, si el gatito lograba salir, lo tomaba
delicadamente de la cabeza con su bocaza y volvía a depositarlo en su interior.
Lo lavaba como si hubiera sido la misma madre. Y no
pocos de sus cuidados hicieron que ese gato, cuyo nombre fue Fidel, viviera con
nosotros más de dieciocho años. Fue un dúo verdaderamente insólito. Jugaban el
día entero, comían del mismo plato, dormían uno junto al otro. Cuando castramos
a Fidel, el perro volvió a montar guardia a su lado hasta que despertó de la
anestesia. Como parecía borracho, lo apuntalaba contra las paredes con el
hocico y lo ayudaba a caminar corrigiendo sus pasos tambaleantes.
Cuatro años después las cosas dieron un giro,
digamos, complicado, con el embarazo de mi mujer. Haciendo gala de una
intuición formidable, Bernardo lo supo antes incluso que mi esposa. Y aunque
resulte difícil de creer, cambió su mala conducta para peor. Destrozó cortinas,
orinó nuestra cama, masticó muebles y prendas a conciencia. Vivimos el primer
mes de aquel embarazo festejando la futura llegada del bebé, pero también en un
continuo estado de zozobra debido a las sorpresas que nos deparaba cada regreso
al dúplex después del trabajo.
Así y todo, compramos el moisés y preparamos el
ajuar de quien en poco tiempo se llamaría Marcia. Yo llevé un balde de pintura
y blanqueé a conciencia las paredes. Porque queríamos que nuestra hija habitara
en cuarenta y cinco metros cuadrados de pulcritud.
Una tarde de abril o de principios de mayo llegué al
dúplex antes que mi esposa. Bernardo no había destrozado nada durante todo ese
día. Fidel hacía gala de su felina indiferencia. Me hice unos mates y fui a
sentarme al minúsculo jardín del minúsculo fondo. El sol declinante daba sobre
una de las paredes recién pintadas y, a medida que descendía en el oeste, hacía
subir su haz de luz sobre la superficie blanca.
Yo, que ingenuamente esperaba verla inmaculada,
descubrí una cantidad de pequeños puntos oscuros. Parecía el efecto que produce
el sol en los ojos cuando lo miramos de frente y no le di mayor importancia.
Pero a medida que se acababa la tarde noté que las manchas, lejos de
desaparecer, seguían al haz de luz y parecían agruparse. Bastó acercarme para
reconocer garrapatas, cientos de garrapatas, que ascendían por la pared
siguiendo la tibieza del sol. Lo que sentí fue horror. “¿Adónde traigo a vivir
a mi bebé?”, me pregunté, mientras les echaba veneno.
En ese mismo momento tomé la decisión de regalar a
Bernardo. Mi esposa estuvo de acuerdo. Mi hermana, que a esa altura había
perdido, digamos, la patria potestad sobre el animal, se limitó a un silencio
ambiguo. Tomar la decisión fue en cierto modo fácil. Lo difícil sería encontrar
a alguien lo suficientemente “raro” como para querer a ese desteñible perro
negro eczematoso y semipelado. Y sin embargo, lo encontré. Dios tenga en su
gloria a esa venerable viejecita que vivía con un nieto a metros de mi trabajo,
y a unas doce cuadras de nuestro dúplex, y que me dijo que justamente
necesitaba un perro que cuidara la casa y jugara con el niño.
De modo que un día de abril, o de comienzos de mayo,
llevé a Bernardo hasta allí. Volví llorando al dúplex, tratando de reconocerme
en ese hombre insensible, capaz de deshacerse de una mascota con la que había
vivido varios años. Pero a los pocos días prácticamente bailaba de felicidad,
al sentir la paz descendiendo sobre nuestro hogar como un manto bendito.
Fueron meses maravillosos. La panza crecía y latía.
Mi compañera se redondeaba día a día. Era la embarazada más hermosa de la
tierra. Yo escribía, y de algún modo también gestaba lo que sería mi primer
libro. Plenitud, esa es la palabra que define con justeza ese período. El
tiempo se desplegó con tersura. Mi esposa entró en licencia de trabajo. El seis
o siete de enero hubo una tormenta que precipitó el nacimiento de Marcia.
Qué decir cuando vi a Marcia abriéndose camino hacia
la vida, en la sala de parto. Toda una entera persona de dos kilos setecientos
cincuenta gramos, un milagrito perfecto, con potentes pulmones para llorar,
ávida de leche y de ternura.
Hay algo innegablemente adánico en la primera
contemplación de esos diminutos rasgos únicos, en las manitas completas, en la
sedosa sutileza del cabello de un hijo recién venido. Ser padre, dar vida, me
pareció lo más cercano a sentirme Dios, y tuve una arrasadora certeza de
eternidad, de perpetuación, frente a quien continuaría las palpitaciones de
nuestra sangre y nuestra carne.
Recuerdo que bajé a la avenida y desde el teléfono
público de un bar me dispuse a dar la buena nueva. Por esa época había una
publicidad televisiva, no recuerdo de qué producto, en la que un joven avisaba
el nacimiento de su hijo desde un teléfono público, y lo hacía con tal ternura
que la gente que hacía cola para usar el teléfono le permitía seguir hablando y
llamando indefinidamente. Bueno, eso mismo me sucedió a mí. Sólo que a la
publicidad yo le agregué torrentes de itálicas lágrimas, sin el más mínimo
pudor.
Ese día y el siguiente fui al dúplex a bañarme y a
dormir, y luego nuevamente a la clínica donde estaban mis chicas. Supongo que
no soy nada original al decir que mi cabeza era un menjunje de entusiasmos y
planes para el futuro. De alguna forma poco clara, presentía que estaba
viviendo un momento crucial, en que se debilitaba, se alejaba de mí, la figura
de hijo que me había habitado desde mi propio nacimiento, y comenzaba a
gravitar el papel de padre, algo que me llenaba la mente de exaltada responsabilidad.
Mi hija hoy tiene 31 años y un hermano maravilloso.
Mi papel en la paternidad, seguramente, estuvo lleno de baches, frutos de mi
propio mal carácter, de la inexperiencia, los miedos, la impotencia en la
resolución de cuestiones diversas, la falta de tiempo y demasiados etcéteras
más. Pero treinta y un años atrás éramos hojas en blanco esperando ser
escritas. Y el mío era ocuparme de llevar a nuestro dúplex a mi esposa y a la
recién venida.
Mi hermana mayor me prestó su auto y partí hacia la
clínica. Allí fue la alegría de caminar por primera vez con Marcia en mis
brazos, tan frágil y liviana que me hacía pensar que cargaba un copo de
algodón. Debo decir que ni mi esposa ni yo queríamos que hubiera gente en el
dúplex, esperándonos. Nada de suegras, ni cuñados, ni amigos, ni vecinos, ni
flamantes tíos y tías. Nosotros tres, el gato y nadie más.
Y así fue, con una sola excepción. Al estacionar el
auto frente al dúplex, sentado y alerta, con una rara expresión, estaba
Bernardo. Se había escapado de la casa de la viejita. A mi mujer y a mí algo
nos apuñaló de golpe el corazón ¿Sabía? ¿Casualidad?
Al abrir la puerta, saludó a Fidel y fue con
nosotros hasta el dormitorio donde colocamos el moisés. Se paró en dos patas
sobre el borde, olió y observó a la beba alrededor de medio minuto, y luego de
recibir algunas caricias, enfiló hacia la puerta. Le abrí. Le dije: “Bueno,
Bernardo, andate a la casa de la abuelita”. Aunque sea difícil de creer, lo
vimos alejarse. Fui al otro día a ver si había vuelto con ella. Había vuelto.
Tiempo después, frente a la reja de la casa, lo vi y probé a llamarlo, para
saludarlo. Nunca más se me acercó.
lunes, 23 de marzo de 2020
Diario del año de la peste de Daniel Defoe
"Pero yo estaba hablando de la época en que la peste arreció en el extremo este de la ciudad, y de las personas que durante mucho tiempo se habían vanagloriado de haberse salvado y que tanto se asombraron cuando aquélla cayó sobre ellos. En verdad, los abatió como un guerrero. Esto me lleva, pues, a los tres pobres hombres, de los que hablaba hace un rato, que salieron de Wapping sin saber a dónde ir ni qué hacer. Uno fabricaba bizcochos, otros velámenes y el tercero era carpintero; todos eran de Wapping, o de los alrededores. La indolencia y la seguridad de aquella parte de la ciudad eran tales, que sus habitantes no sólo no evacuaban el lugar, como lo hacían los demás, sino que además llegaban a vanagloriarse de estar sanos y salvos y a pregonar la seguridad de vivir con ellos. Mucha gente de la parte céntrica o de los arrabales fue a refugiarse en Wapping, Ratcliff, Limehouse, Poplar, etc., como si fueran cabales abrigos. Y es probable que hayan contribuido a llevar la peste con más rapidez que la que ésta habría empleado por otros medios. Aun cuando yo sea partidario del éxodo y la evacuación de la ciudad a los primeros síntomas de un azote como aquél, y aunque estime necesario que todos los que puedan hallar asilo en otra parte se refugien a tiempo allí, pienso que, ya ocurrido el gran éxodo, los que se quedaron o debieron quedarse en la ciudad tienen la obligación de permanecer en donde están y no andar de un sitio a otro para volver, al cabo, al punto de partida, porque lo que esa gente trasporta en su ropa es la peste, el azote, la calamidad. De ahí que se nos ordenara matar perros y gatos y cuanto animal doméstico pudiera andar de casa en casa, de calle en calle, llevando en su piel o en su pelambre los efluvios de la enfermedad. Apenas comenzó la epidemia, el Lord Mayor y los Magistrados decretaron que, por opinión de los médicos, todos los perros y los gatos debían ser inmediatamente sacrificados; un oficial vigilaría el cumplimiento de la orden. Si hay que dar fe a los informes, el número de animales destruidos fue increíble. Llegó a hablarse de 40.000 perros y de 200.000 gatos, pues pocas eran las casas que no tuviesen un par de ellos, y a veces cinco o seis. También se hicieron todas las tentativas posibles para desembarazarse de ratas y ratones, sobre todo de estos últimos, y con tramperas y venenos se destruyó un número prodigioso. A menudo he pensado de qué modo, en los comienzos del azote, todo el mundo se hallaba desprevenido y cómo el desorden que siguió, y que habría de cobrarse tantas víctimas, provino, en parte, del hecho de no haber tomado a tiempo las medidas necesarias, tanto en el caso de la administración pública como en el de los particulares. Que las nuevas generaciones reflexionen; les servirá de advertencia y garantía, porque de haberse adoptado las medidas necesarias, y contando con la ayuda de la Providencia, muchas de las víctimas de aquel desastre habrían podido salvarse. He de insistir en este punto."
sábado, 14 de marzo de 2020
"Lusus Naturae", un inquietante cuento de Margaret Atwood
¿Qué podían hacer conmigo? ¿Qué debían hacer
conmigo? Ambas preguntas eran una y la misma. Las posibilidades, limitadas. La
familia las debatía todas, sombría y exhaustivamente, sentados a la mesa de la
cocina por las noches, con los postigos cerrados, mientras comían sus
salchichas secas y correosas y su sopa de patata. En mis fases de lucidez, me
sentaba con ellos y participaba como podía en la conversación mientras
rebuscaba los pedazos de patata en mi cuenco. Si no, me recluía en el rincón
más oscuro, maullaba para mis adentros y escuchaba aquel abejorreo en mi cabeza
que nadie más oía.
—Con lo preciosa que era de chiquitina —decía mi
madre—. No tenía nada malo.
Le entristecía haber traído al mundo a una cosa como
yo: era como un reproche, como un castigo. ¿Qué había hecho ella mal?
—Será una maldición —decía mi abuela, tan seca y
correosa como las salchichas, aunque eso en ella era natural dada su edad.
—Con lo bien que estuvo tanto tiempo… —decía mi
padre—. Fue después de que pillara el sarampión aquel, a los siete años.
Después de eso.
— ¿Y quién iba a echarnos una maldición? —preguntaba
mi madre.
Mi abuela fruncía el entrecejo. A ella se le ocurría
una larga lista de candidatos. Pero aun así, no era capaz de señalar a ninguno.
La nuestra siempre había sido una familia respetada, incluso apreciada, en
cierto modo. Y seguía siéndolo. Y seguiría siéndolo, si podía hacerse algo
conmigo. Antes de que lo mío saliera en la colada, por así decirlo.
—Según el médico es una enfermedad —decía mi padre.
Mi padre se tenía por un hombre racional. Leía los periódicos. Fue él quien
insistió en que aprendiera a leer, y había persistido en el empeño, pese a
todo. Sin embargo, ya no me acurrucaba en sus brazos. Hacía que me sentara al
otro lado de la mesa y, aunque esa distancia obligada me entristecía, era de
entender.
—Entonces ¿por qué no nos dio ninguna medicina? —
replicaba mi madre.
Mi abuela bufaba con sorna. Ella tenía sus propios
remedios, entre los que se incluían bejines y brebajes. Una vez me sumergió la
cabeza en el barreño en que se remojaba la ropa sucia sin dejar de rezar
mientras lo hacía. Fue para expulsar el demonio que estaba convencida de que me
había entrado volando por la boca y se me había instalado cerca del esternón.
Mi madre decía que, en el fondo, lo hizo con la mejor de las intenciones.
"Denle pan —había sugerido el doctor—. Le
conviene comer mucho pan. Pan y patatas. Y beber sangre. Sangre de pollo mismo,
o de ternera. Pero no la dejen que se exceda." Nos dijo cómo se llamaba la
enfermedad, un nombre con pes y erres que no habíamos oído nunca. Sólo había
visto un caso como el mío en una ocasión, nos contó mientras me exploraba los
ojos amarillentos, los dientes rosáceos, las uñas rojas, la pelambrera oscura
que había empezado a brotarme por el pecho y los brazos. Quiso llevarme a la
capital, para que me vieran otros médicos, pero mi familia se negó.
—La niña es un lusus naturae —dijo el doctor. — ¿Y
eso qué quiere decir? —preguntó mi abuela.
—Un capricho de la naturaleza —contestó él. Era
forastero: habíamos recurrido a él porque nuestro médico habría hecho correr la
voz—. Es una expresión latina. Viene a decir que es un monstruo. —El médico
pensaba que yo no lo oía, porque estaba maullando—. Nadie tiene la culpa —
añadió.
—La niña es un ser humano —replicó mi padre y le
pagó un buen montón de dinero para que se marchara a su tierra y nunca más
volviera.
— ¿Por qué nos ha mandado esto Dios? —dijo mi madre.
—Maldición o enfermedad, da lo mismo —dijo mi hermana mayor—. Sea lo que sea,
como se descubra nadie querrá casarse conmigo.
Asentí con la cabeza: mi hermana tenía razón. Ella
era una chica bonita, y nosotros no éramos pobres, éramos casi señoritos. Sin
mí tendría el camino despejado.
Durante el día, me pasaba el tiempo encerrada dentro
de mi habitación en penumbra: lo mío empezaba a resultar alarmante. A mí no me
importaba, porque no soportaba la luz del sol. De noche, insomne, vagaba por la
casa, escuchando los ronquidos de los demás, sus gañidos de pesadilla. El gato
me hacía compañía. Era el único ser vivo que quería acercárseme. Yo olía a
sangre, a sangre reseca: tal vez por eso el gato me seguía a todas partes, por
eso se me subía a la falda y me daba lametazos.
A los vecinos les habían contado que padecía una
enfermedad consuntiva, unas fiebres, un delirio. Ellos me mandaban huevos y
coles; acudían de vez en cuando a visitarme, para enterarse de algo, pero no
tenían muchas ganas de verme: fuera lo que fuese podía ser contagioso.
Se decidió que lo mejor sería que muriera. Así no
supondría un estorbo para mi hermana, no pendería sobre ella como un sino
fatal. "Mejor una feliz que dos desgraciadas", dijo mi abuela, a
quien le había dado por colgar ristras de ajos en el marco de mi puerta. Yo me
avine al plan, quería ser de ayuda.
Al cura se le sobornó, aunque apelamos también a su
compasión. A todo el mundo le gusta pensar que hace el bien a la vez que se
embolsa un buen dinero, y nuestro párroco no era una excepción. Me dijo que
Dios me había escogido porque era una niña especial, como una especie de novia,
podría decirse. Me dijo que estaba llamada al sacrificio. Que el sufrimiento
purificaría mi alma. Y que era una chica afortunada, porque me mantendría
inocente toda la vida, ningún hombre desearía corromperme, y luego iría directa
al cielo.
Les dijo a los vecinos que había muerto como una
santa. Me exhibieron dentro de un ataúd muy profundo en una habitación muy
oscura, con un vestido blanco con mucho tul blanco por encima, un atuendo
propio de una virgen y útil para ocultar mi pelambrera. Allí yací durante dos
días, aunque de noche me dejaban salir, claro. Cuando entraba alguien, contenía
la respiración. Se movían de puntillas, hablaban entre susurros, sin acercarse
mucho, todavía tenían miedo de mi enfermedad. A mi madre le decían que su hija
parecía talmente un ángel.
Ella se sentaba en la cocina y lloraba como si yo
hubiera muerto de verdad; incluso mi hermana consiguió aparentar tristeza. Mi
padre vistió su traje negro. Mi abuela hizo pasteles. Todos se pusieron las
botas. Al tercer día, llenaron el ataúd de paja húmeda, lo llevaron al
cementerio en una carreta y lo enterraron, con responsos y una lápida sencilla,
y tres meses más tarde mi hermana contrajo matrimonio. Llegó a la iglesia
montada en coche de caballos, la primera que lo hacía en la familia. Mi féretro
fue un peldaño en su escalada.
Una vez muerta, contaba con más libertad. Nadie
salvo mi madre podía entrar en mi habitación, mi antigua habitación, como la
llamaban. A los vecinos les dijeron que querían preservarla como un santuario a
mi memoria. Colgaron una fotografía mía en la puerta, una tomada cuando aún
parecía un ser humano. Aunque yo no sabía qué aspecto tenía ya, porque siempre
evitaba los espejos.
En la penumbra leía a Pushkin, a Lord Byron y la
poesía de John Keats. Aprendía sobre amores malogrados, sobre el despecho y la
dulzura de la muerte. Y encontraba consuelo en esos pensamientos. Mi madre me
traía el pan, las patatas y la taza de sangre de costumbre, y se llevaba el
orinal. En otro tiempo solía cepillarme el pelo, cuando aún no se me caía a
puñados, y tenía la costumbre de abrazarse a mí y sollozar, pero todo eso ya
había quedado atrás. Ahora entraba y salía tan rápido como podía. Por mucho que
intentara ocultarlo, yo era un incordio para ella, naturalmente. Uno puede
compadecerse de alguien sólo hasta cierto punto, luego llegas a sentir que su
desgracia es un acto de maldad dirigido contra ti.
De noche podía campar a mis anchas por la casa, y
luego camparía por el jardín, y más adelante por el bosque. Ya no tenía que
preocuparme de si era un estorbo para los demás o para su futuro. En cuanto a
mí, el futuro no existía. Sólo el presente, un presente que iba cambiando, o
así me lo parecía, al ritmo de la luna. De no ser por los ataques, por las
horas de dolor, y por aquel abejorreo incomprensible en mi cabeza, podría haber
dicho que era feliz.
Primero murió mi abuela, después mi padre. El gato
se hizo mayor. Mi madre cada vez estaba más desesperada.
—Mi pobre niñita —decía, aunque ya no era lo que se
dice una niña—. ¿Quién cuidará de ti cuando yo no esté?
Esa pregunta sólo tenía una respuesta: tendría que
hacerlo yo. Empecé a explorar los límites de mi poder. Descubrí que tenía mucho
más cuando no se me veía que cuando se me veía, y sobre todo cuando se me veía
sólo a medias. Una vez asusté a dos niños en el bosque, a cosa hecha: les
mostré los dientes rosáceos, el rostro peludo, las uñas rojas, les maullé, y
echaron a correr dando voces. La gente no tardó en evitar aquella parte del
bosque. Me asomé a una ventana una noche y le provoqué un ataque de histeria a
una joven. "¡Una cosa! ¡He visto una cosa!", gritaba entre sollozos.
O sea, que yo era una cosa. Lo estuve meditando: ¿en qué sentido una cosa no es
una persona?
Un forastero presentó una oferta por nuestra granja.
Mi madre quería vender e irse a vivir con mi hermana, el señorito de su marido
y sus saludables y cada vez más numerosos hijos, a quienes acababan de
retratar; ya no era capaz de sacar la granja adelante ella sola, pero ¿cómo iba
a dejarme?
—Véndela —le dije. Mi voz ya era una especie de
gruñido—. Desocuparé la habitación. Sé de un sitio donde instalarme.
La pobre mujer me lo agradeció. Me tenía apego, como
se le tiene a un padrastro en la uña, a una verruga: era carne de su carne.
Pero se alegró de librarse de mí. Había cumplido su deber con creces.
Mientras recogían y vendían los muebles yo pasaba el
día en un almiar. Me bastaba con él, pero en invierno no serviría. Cuando los
nuevos inquilinos se hubieron instalado, no fue difícil deshacerse de ellos. Yo
conocía la casa mejor que ellos, sus entradas, sus salidas. Podía moverme por
ella a oscuras. Pasé a ser un espectro, y luego otro; fui una mano de uñas
rojas que acariciaba un rostro a la luz de la luna; fui el ruido de un gozne
oxidado que hice sin querer. Salieron de allí a escape, y dijeron de nuestra
granja que estaba encantada. Entonces fue toda para mí.
Me alimentaba de las patatas que robaba escarbando
en los huertos al caer la noche, de los huevos que sisaba de los corrales. De
vez en cuando me llevaba alguna gallina, y lo primero que hacía era beberme su
sangre. Había perros guardianes, pero aunque me aullaban, nunca me atacaban: no
sabían a qué se enfrentaban. Un día, en casa, probé a mirarme en un espejo.
Dicen que los muertos no ven su reflejo, y era verdad; no me veía. Veía algo,
pero algo que no era yo: no guardaba ningún parecido con la niña buena y bonita
que me sabía en el fondo.
• • •
Pero ahora las cosas han llegado a su fin. Me he
hecho demasiado visible.
Así fue cómo ocurrió. Estaba un día recogiendo moras
al atardecer, donde el prado linda con la arboleda, cuando vi a dos personas
que se acercaban, desde direcciones opuestas. Un muchacho y una muchacha. Él
mejor vestido que ella. Calzado también.
Los dos se comportaban con un aire furtivo. Yo
conocía ese aire —esas ojeadas por encima del hombro, esas paradas y esos
arranques repentinos— porque yo misma era inusualmente furtiva. Me agazapé
entre las zarzas para espiarlos. Se agarraron el uno al otro, se entrelazaron y
se dejaron caer al suelo. De ellos brotaban maullidos, gruñidos, grititos.
Quizá estuvieran sufriendo un ataque, los dos a la vez. Quizá fueran — ¡ay, por
fin!— seres como yo. Me acerqué con mucho sigilo para verlos mejor. No tenían
el mismo aspecto que yo —no tenían pelo, por ejemplo, salvo en la cabeza, lo
que pude apreciar porque se habían quitado casi toda la ropa—; por otra parte,
yo había tardado un tiempo en convertirme en lo que era. Estarán en las fases
preliminares, pensé. Saben que están cambiando, se han buscado el uno al otro
para hacerse compañía y para compartir sus ataques.
Parecían obtener placer de aquellas sacudidas, pese
a que de vez en cuando se mordían. Entendía a la perfección que llegaran a eso.
¡Qué consuelo encontraría yo si pudiera participar con ellos de ese placer! Con
el correr de los años, la soledad me había endurecido; de pronto sentí que ese
caparazón se reblandecía. Aun así, no tuve valor para abordarlos.
Una noche el muchacho se quedó dormido. Ella lo tapó
con la camisa que había dejado a un lado y le dio un beso en la frente. Luego
se alejó sin hacer ruido.
Yo me aparté de las zarzas y me encaminé con sigilo
hacia él. Allí lo tenía, dormido en un óvalo de hierba aplastada, como tendido
en una bandeja. Lamento decir que perdí los estribos. Le eché las zarpas rojas
encima. Le mordí en el cuello. ¿Era deseo o hambre? ¿Cómo iba a saber yo la
diferencia? El muchacho despertó, me vio los dientes rosáceos, los ojos
amarillentos; vio el revoloteo de mi vestido negro; vio cómo huía. Y hacia
dónde huía.
Aquel muchacho se lo contó al resto del pueblo, y
todos empezaron a elucubrar. Desenterraron mi ataúd y, al encontrarlo vacío,
temieron lo peor. Ahora mismo vienen todos hacia esta casa, está anocheciendo;
portan largas estacas, antorchas. Mi hermana va entre ellos, y su marido, y el
muchacho al que besé. Yo pretendía que fuera un beso.
¿Qué puedo decirles, qué explicación puedo dar?
Cuando se buscan demonios siempre habrá alguien que satisfaga el papel, y a fin
de cuentas da lo mismo entregarse que rendirse. "Soy un ser humano",
podría aducir. Pero ¿qué pruebas tengo de ello? "¡Soy un lusus
naturae! ¡Llévenme a la capital! ¡Deberían estudiarme!" No serviría de
nada. Me temo que al gato no le espera nada bueno. Lo que me hagan a mí, se lo
harán también a él.
Soy una persona de temperamento indulgente, sé que
en el fondo lo hacen con la mejor intención. Me he puesto el vestido blanco del
entierro, con mi velo blanco, como corresponde a una virgen. Hay que estar a la
altura de la ocasión. Oigo el abejorreo en mi cabeza cada vez más fuerte: ha
llegado la hora de levantar el vuelo. Caeré del tejado en llamas como un
cometa, arderé como una hoguera. Tendrán que pronunciar muchos conjuros sobre
mis cenizas para cerciorarse de que esta vez estoy muerta de verdad. Andando el
tiempo me convertiré en una santa invertida; los huesos de mis dedos se
venderán como talismanes siniestros. Seré una leyenda, para entonces.
A lo mejor en el cielo pareceré un ángel. O tal vez
los ángeles se parezcan a mí. Si así fuera, ¡qué sorpresa para los demás! Ya
tengo algo con lo que ilusionarme.
Etiquetas:
Margaret Atwood,
textos memorables
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