Cuando tenía 25
años heredé de mi hermana melliza a Bernardo, el perro más antiperro que jamás
haya podido ver. Ella acababa de separarse, estaba bastante deprimida, había
vuelto a vivir con nuestra madre y me había prestado su departamento con
mascota incluida. Un año después, al mudarnos a nuestra primera casa, (un
dúplex de 45 metros cuadrados, pegado a la fábrica Atanor, en Munro), mi mujer
y yo decidimos conservar a Bernardo con nosotros.
Era un mestizo de color negro, no muy alto, que,
aunque resulte difícil de creer, desteñía. Todas las paredes blancas a estrenar
de nuestro pequeño dúplex pasaron al tiempo a tener una suerte de boiserie gris
oscura debido a que Bernardo se frotaba y rascaba continuamente porque (el
colmo de un perro, si lo hay) además de desteñir, era alérgico a las pulgas y
las picaduras lo brotaban de manera espantable.
El animal, encima, tenía el pelo tan graso que lo
volvía virtualmente impermeable, con lo cual bañarlo era una tarea de horas:
los chorros de manguera y los jarros de agua tibia luchaban con serias
desventajas para llegar hasta el cuero. El champú casi no hacía espuma, pero
cuando lográbamos atravesar ese pelo hirsuto, cuando conseguíamos crear espuma
blanca, dejándolo como una oveja con hocico de lobo, la lucha pasaba a ser de
inmediato la tarea titánica de secarlo.
Permanecía varios días en estado de humedad, algo
más que maloliente, con nosotros cuidando que no se revolcara en la tierra o en
superficies aún peores, cosa que irremediablemente sucedía al primer descuido.
Bernardo había sido criado con un régimen de libertad algo caótico por mi
hermana y su ex. Durante su breve matrimonio vivían en un PH de pasillo al
fondo, que siempre tenía la puerta de entrada abierta de par en par, y el perro
iba y venía a su antojo hasta la calle. Esa costumbre nos torturó, porque
nuestro dúplex se alzaba en una zona donde resultaba poco menos que suicida
tener algo abierto.
Bernardo pedía salir y pedía entrar decenas de veces
al día, y rascaba la madera de la puerta, tanto de un lado como del otro, con
unas uñas semejantes a formones de carpintero. Además, tampoco estaba
acostumbrado a salir con collar y correa. Al ponérselos, se echaba cuan largo
era, con cara de animal castigado. Cuando le decía: “¡Bernardo, vamos,
levantate!”, él pegaba un salto todo lo que le permitía la correa, para volver
a quedar desparramado en el piso.
Las veces que intenté acostumbrarlo lo llevé a los
saltos, como si hubiera paseado un sapo de quince kilos. Otra costumbre
adquirida con el ex marido de mi hermana: Bernardo me acompañaba a comprar
cigarrillos y saltaba como un condenado si no le daba el paquete para que lo
llevara en la boca. Al principio era gracioso, amo caminando y mascota llevando
la compra lo más campante. Pero más pronto que tarde comprobé que se distraía
con gran facilidad, y escupía el atado en cualquier parte, incluso en el agua de
la calle.
Como sus saltos eran totalmente irrefrenables, me
resigné a comprar siempre dos atados, uno para mí y otro para que lo llevara
él; si tenía suerte y lo seguía sin distraerme, a este último atado llegaba a
rescatarlo. Amén de no poder sacarlo con correa, lo que más dificultaba las
salidas con él eran dos cuestiones que me trajeron no pocos problemas: la
primera fue que era furiosamente belicoso con otros perros, sin hacer caso de
los tamaños relativos de sus contrincantes, y la segunda que, en las paradas de
colectivos, se acercaba con extremo sigilo por detrás de los que esperaban y
les orinaba arteramente los pantalones, los bolsos, y cualquier objeto que
apoyaran en el piso.
Seguramente el lector se esté preguntando qué
hacíamos con semejante engendro. La respuesta es simple: éramos jóvenes, no
teníamos hijos y amábamos a los animales. Pero es necesario ser justos con
Bernardo. Así como nos torturaba con su inconducta, así también era amoroso con
nosotros y nos sorprendió el día que llevamos un gatito de menos de veinte
días, al que la madre no amamantaba.
Pensamos que, perdido por perdido, quizá lograra
sobrevivir, si es que el perro no se lo comía. No sólo no se lo comió: entre
las mamaderas que le daba mi mujer, Bernardo hacía guardia junto a la caja de
zapatos donde lo habíamos colocado, y, si el gatito lograba salir, lo tomaba
delicadamente de la cabeza con su bocaza y volvía a depositarlo en su interior.
Lo lavaba como si hubiera sido la misma madre. Y no
pocos de sus cuidados hicieron que ese gato, cuyo nombre fue Fidel, viviera con
nosotros más de dieciocho años. Fue un dúo verdaderamente insólito. Jugaban el
día entero, comían del mismo plato, dormían uno junto al otro. Cuando castramos
a Fidel, el perro volvió a montar guardia a su lado hasta que despertó de la
anestesia. Como parecía borracho, lo apuntalaba contra las paredes con el
hocico y lo ayudaba a caminar corrigiendo sus pasos tambaleantes.
Cuatro años después las cosas dieron un giro,
digamos, complicado, con el embarazo de mi mujer. Haciendo gala de una
intuición formidable, Bernardo lo supo antes incluso que mi esposa. Y aunque
resulte difícil de creer, cambió su mala conducta para peor. Destrozó cortinas,
orinó nuestra cama, masticó muebles y prendas a conciencia. Vivimos el primer
mes de aquel embarazo festejando la futura llegada del bebé, pero también en un
continuo estado de zozobra debido a las sorpresas que nos deparaba cada regreso
al dúplex después del trabajo.
Así y todo, compramos el moisés y preparamos el
ajuar de quien en poco tiempo se llamaría Marcia. Yo llevé un balde de pintura
y blanqueé a conciencia las paredes. Porque queríamos que nuestra hija habitara
en cuarenta y cinco metros cuadrados de pulcritud.
Una tarde de abril o de principios de mayo llegué al
dúplex antes que mi esposa. Bernardo no había destrozado nada durante todo ese
día. Fidel hacía gala de su felina indiferencia. Me hice unos mates y fui a
sentarme al minúsculo jardín del minúsculo fondo. El sol declinante daba sobre
una de las paredes recién pintadas y, a medida que descendía en el oeste, hacía
subir su haz de luz sobre la superficie blanca.
Yo, que ingenuamente esperaba verla inmaculada,
descubrí una cantidad de pequeños puntos oscuros. Parecía el efecto que produce
el sol en los ojos cuando lo miramos de frente y no le di mayor importancia.
Pero a medida que se acababa la tarde noté que las manchas, lejos de
desaparecer, seguían al haz de luz y parecían agruparse. Bastó acercarme para
reconocer garrapatas, cientos de garrapatas, que ascendían por la pared
siguiendo la tibieza del sol. Lo que sentí fue horror. “¿Adónde traigo a vivir
a mi bebé?”, me pregunté, mientras les echaba veneno.
En ese mismo momento tomé la decisión de regalar a
Bernardo. Mi esposa estuvo de acuerdo. Mi hermana, que a esa altura había
perdido, digamos, la patria potestad sobre el animal, se limitó a un silencio
ambiguo. Tomar la decisión fue en cierto modo fácil. Lo difícil sería encontrar
a alguien lo suficientemente “raro” como para querer a ese desteñible perro
negro eczematoso y semipelado. Y sin embargo, lo encontré. Dios tenga en su
gloria a esa venerable viejecita que vivía con un nieto a metros de mi trabajo,
y a unas doce cuadras de nuestro dúplex, y que me dijo que justamente
necesitaba un perro que cuidara la casa y jugara con el niño.
De modo que un día de abril, o de comienzos de mayo,
llevé a Bernardo hasta allí. Volví llorando al dúplex, tratando de reconocerme
en ese hombre insensible, capaz de deshacerse de una mascota con la que había
vivido varios años. Pero a los pocos días prácticamente bailaba de felicidad,
al sentir la paz descendiendo sobre nuestro hogar como un manto bendito.
Fueron meses maravillosos. La panza crecía y latía.
Mi compañera se redondeaba día a día. Era la embarazada más hermosa de la
tierra. Yo escribía, y de algún modo también gestaba lo que sería mi primer
libro. Plenitud, esa es la palabra que define con justeza ese período. El
tiempo se desplegó con tersura. Mi esposa entró en licencia de trabajo. El seis
o siete de enero hubo una tormenta que precipitó el nacimiento de Marcia.
Qué decir cuando vi a Marcia abriéndose camino hacia
la vida, en la sala de parto. Toda una entera persona de dos kilos setecientos
cincuenta gramos, un milagrito perfecto, con potentes pulmones para llorar,
ávida de leche y de ternura.
Hay algo innegablemente adánico en la primera
contemplación de esos diminutos rasgos únicos, en las manitas completas, en la
sedosa sutileza del cabello de un hijo recién venido. Ser padre, dar vida, me
pareció lo más cercano a sentirme Dios, y tuve una arrasadora certeza de
eternidad, de perpetuación, frente a quien continuaría las palpitaciones de
nuestra sangre y nuestra carne.
Recuerdo que bajé a la avenida y desde el teléfono
público de un bar me dispuse a dar la buena nueva. Por esa época había una
publicidad televisiva, no recuerdo de qué producto, en la que un joven avisaba
el nacimiento de su hijo desde un teléfono público, y lo hacía con tal ternura
que la gente que hacía cola para usar el teléfono le permitía seguir hablando y
llamando indefinidamente. Bueno, eso mismo me sucedió a mí. Sólo que a la
publicidad yo le agregué torrentes de itálicas lágrimas, sin el más mínimo
pudor.
Ese día y el siguiente fui al dúplex a bañarme y a
dormir, y luego nuevamente a la clínica donde estaban mis chicas. Supongo que
no soy nada original al decir que mi cabeza era un menjunje de entusiasmos y
planes para el futuro. De alguna forma poco clara, presentía que estaba
viviendo un momento crucial, en que se debilitaba, se alejaba de mí, la figura
de hijo que me había habitado desde mi propio nacimiento, y comenzaba a
gravitar el papel de padre, algo que me llenaba la mente de exaltada responsabilidad.
Mi hija hoy tiene 31 años y un hermano maravilloso.
Mi papel en la paternidad, seguramente, estuvo lleno de baches, frutos de mi
propio mal carácter, de la inexperiencia, los miedos, la impotencia en la
resolución de cuestiones diversas, la falta de tiempo y demasiados etcéteras
más. Pero treinta y un años atrás éramos hojas en blanco esperando ser
escritas. Y el mío era ocuparme de llevar a nuestro dúplex a mi esposa y a la
recién venida.
Mi hermana mayor me prestó su auto y partí hacia la
clínica. Allí fue la alegría de caminar por primera vez con Marcia en mis
brazos, tan frágil y liviana que me hacía pensar que cargaba un copo de
algodón. Debo decir que ni mi esposa ni yo queríamos que hubiera gente en el
dúplex, esperándonos. Nada de suegras, ni cuñados, ni amigos, ni vecinos, ni
flamantes tíos y tías. Nosotros tres, el gato y nadie más.
Y así fue, con una sola excepción. Al estacionar el
auto frente al dúplex, sentado y alerta, con una rara expresión, estaba
Bernardo. Se había escapado de la casa de la viejita. A mi mujer y a mí algo
nos apuñaló de golpe el corazón ¿Sabía? ¿Casualidad?
Al abrir la puerta, saludó a Fidel y fue con
nosotros hasta el dormitorio donde colocamos el moisés. Se paró en dos patas
sobre el borde, olió y observó a la beba alrededor de medio minuto, y luego de
recibir algunas caricias, enfiló hacia la puerta. Le abrí. Le dije: “Bueno,
Bernardo, andate a la casa de la abuelita”. Aunque sea difícil de creer, lo
vimos alejarse. Fui al otro día a ver si había vuelto con ella. Había vuelto.
Tiempo después, frente a la reja de la casa, lo vi y probé a llamarlo, para
saludarlo. Nunca más se me acercó.