—¿Qué pasó con la pareja de ancianos? —Quiso saber
Laura—. No has acabado de contar la historia.
Laura tenía
dificultades para encender su cigarrillo. Las cerillas se le apagaban una y
otra vez.
La luz del sol, dentro de la cocina, era ahora
diferente; cambiaba, se hacía más tenue. Pero las hojas del otro lado de la
ventana seguían trémulas, y me puse a mirar las formas que dibujaban en los
cristales y en el tablero de fórmica. No eran formas iguales, claro está.
—¿Qué pasó con los viejos? —pregunté.
—Más viejos pero más sabios —comentó Terri.
Mel la miró con fijeza.
Terri prosiguió: —Sigue con la historia, cariño. Era
una broma. ¿Qué pasó?
—Terri, a
veces... —empezó Mel. —
Mel, por favor —le interrumpió Terri—. No seas tan
serio siempre, cariño. ¿No soportas una broma?
—¿Dónde está
la broma? —inquirió Mel. Mantuvo el vaso en la mano y miró fijo a su mujer.
—¿Qué pasó?
—insistió Laura. Mel clavó la mirada en Laura.
Dijo: —Laura,
si no tuviera a Terri y si no la amara tanto, y si Nick no fuera mi mejor
amigo, me enamoraría de ti. Y te raptaría.
—Cuéntanos la
historia —le instó Terri—. Y luego nos vamos a ese restaurante nuevo, ¿de
acuerdo?
—De acuerdo
—dijo Mel—. ¿Dónde estaba?
—Se quedó mirando la mesa; luego siguió con la
historia
—: Iba a verlos a los dos todos los días, y hasta
dos veces al día cuando tenía que quedarme a visitar a otros enfermos.
Escayolas y vendajes, de la cabeza a los pies, ambos. Ya sabéis, lo habéis
visto en las películas. Ese era el aspecto que tenían, igual que en las
películas. Sólo unos agujeritos para los ojos y para la nariz y para la boca. Y
ella, para colmo, con las piernas en alto. Bien, pues el marido estaba
deprimido la mayor parte del tiempo. Incluso después de enterarse de que su
mujer saldría de aquélla. Seguía muy deprimido. Pero no por el accidente. Me
refiero a que el accidente era una cosa, sí, pero no lo era todo. Yo me
acercaba al agujero de su boca, y él me
decía que no, que no era por el accidente exactamente, sino porque no podía
verla por los agujeros de los ojos. Decía que era eso lo que le hacía sentirse
así de mal. ¿Os lo imagináis? Podéis creerme, al hombre le rompía el corazón no
poder volver la maldita cabeza para ver a su maldita esposa. Mel nos miró a
unos y a otros y, ante lo que estaba a punto de decir, meneó la cabeza.
—Digo que lo
que estaba matando a aquel pendejo era que no podía mirar a su jodida mujer.
Los tres miramos a Mel.
—¿Entendéis lo que quiero decir? —preguntó