La palabra "peste" acababa de ser
pronunciada por primera vez. En este punto de la narración que deja a Bernard
Rieux detrás de una ventana se permitirá al narrador que justifique la
incertidumbre y la sorpresa del doctor puesto que, con pequeños matices, su
reacción fue la misma que la de la mayor parte de nuestros conciudadanos. Las
plagas, en efecto, son una cosa común pero es difícil creer en las plagas
cuando las ve uno caer sobre su cabeza. Ha habido en el mundo tantas pestes
como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre
desprevenidas. El doctor Rieux estaba desprevenido como lo estaban nuestros
ciudadanos y por esto hay que comprender sus dudas. Por esto hay que comprender
también que se callara, indeciso entre la inquietud y la confianza. Cuando
estalla una guerra las gentes se dicen: "Esto no puede durar, es demasiado
estúpido." Y sin duda una guerra es evidentemente demasiado estúpida, pero
eso no impide que dure. La estupidez insiste siempre, uno se daría cuenta de
ello si uno no pensara siempre en sí mismo. Nuestros conciudadanos, a este
respecto, eran como todo el mundo; pensaban en ellos mismos; dicho de otro
modo, eran humanidad: no creían en las plagas. La plaga no está hecha a la
medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un
mal sueño que tiene que pasar. Pero no siempre pasa, y de mal sueño en mal
sueño son los hombres los que pasan, y los humanistas en primer lugar, porque
no han tomado precauciones. Nuestros conciudadanos no eran más culpables que
otros, se olvidaban de ser modestos, eso es todo, y pensaban que todavía todo
era posible para ellos, lo cual daba por supuesto que las plagas eran
imposibles. Continuaban haciendo negocios, planeando viajes y teniendo
opiniones. ¿Cómo hubieran podido pensar en la peste que suprime el porvenir,
los desplazamientos y las discusiones? Se creían libres y nadie será libre
mientras haya plagas.
Incluso después de haber reconocido el doctor Rieux
delante de su amigo que un montón de enfermos dispersos por todas partes
acababa de morir inesperadamente de la peste, el peligro seguía siendo irreal
para él. Simplemente, cuando se es médico, se tiene formada una idea de lo que
es el dolor y la imaginación no falta. Mirando por la ventana su ciudad que no
había cambiado, apenas si el doctor sentía nacer en él ese ligero
descorazonamiento ante el porvenir que se llama inquietud. Procuraba reunir en
su memoria todo lo que sabía sobre esta enfermedad. Ciertas cifras flotaban en
su recuerdo y se decía que la treintena de grandes pestes que la historia ha
conocido había causado cerca de cien millones de muertos. Pero ¿qué son cien
millones de muertos? Cuando se ha hecho la guerra apenas sabe ya nadie lo que
es un muerto. Y además un hombre muerto solamente tiene peso cuando le ha visto
uno muerto; cien millones de cadáveres, sembrados a través de la historia, no
son más que humo en la imaginación. El doctor recordaba la peste de
Constantinopla que según Procopio había hecho diez mil víctimas en un día. Diez
mil muertos hacen cinco veces el público de un gran cine. Esto es lo que hay
que hacer. Reunir a las gentes a la salida de cinco cines, conducirlas a una
playa de la ciudad y hacerlas morir en montón para ver las cosas claras. Además
habría que poner algunas caras conocidas por encima de ese amontonamiento
anónimo. Pero naturalmente esto es imposible de realizar, y además ¿quién
conoce diez mil caras? Por lo demás, esas gentes como Procopio no sabían
contar; es cosa sabida. En Cantón hace setenta años cuarenta mil ratas murieron
de la peste antes de que la plaga se interesase por los habitantes. Pero en
1871 no hubo manera de contar las ratas. Se hizo un cálculo aproximado, con
probabilidades de error. Y sin embargo, si una rata tiene treinta centímetros
de largo, cuarenta mil ratas puestas una detrás de otra harían...
del capitulo 2
A partir de ese momento, se puede decir que la peste
fue nuestro único asunto. Hasta entonces, a pesar de la sorpresa y la inquietud
que habían causado aquellos acontecimientos singulares, cada uno de nuestros
conciudadanos había continuado sus ocupaciones, como había podido, en su puesto
habitual. Y, sin duda, esto debía continuar. Pero una vez cerradas las puertas,
se dieron cuenta de que estaban, y el narrador también, cogidos en la misma red
y que había que arreglárselas. Así fue que, por ejemplo, un sentimiento tan
individual como es el de la separación de un ser querido se convirtió de
pronto, desde las primeras semanas, mezclado a aquel miedo, en el sufrimiento
principal de todo un pueblo durante aquel largo exilio. Una de las
consecuencias más notables de la clausura de las puertas fue, en efecto, la
súbita separación en que quedaron algunos seres que no estaban preparados para
ello. Madres e hijos, esposos, amantes que habían creído aceptar días antes una
separación temporal, que se habían abrazado en la estación sin más que dos o
tres recomendaciones, seguros de volverse a ver pocos días o pocas semanas más
tarde, sumidos en la estúpida confianza humana, apenas distraídos por la
partida de sus preocupaciones habituales, se vieron de pronto separados, sin
recursos, impedidos de reunirse o de comunicarse. Pues la clausura se había
efectuado horas antes de publicarse la orden de la prefectura y, naturalmente,
era imposible tomar en consideración los casos particulares. Se puede decir que
esta invasión brutal de la enfermedad tuvo como primer efecto el obligar a
nuestros conciudadanos a obrar como si no tuvieran sentimientos individuales.
Desde las primeras horas del día en que la orden entró en vigor, la prefectura
fue asaltada por una multitud de demandantes que por teléfono o ante los
funcionarios exponían situaciones, todas igualmente interesantes y, al mismo
tiempo, igualmente imposibles de examinar. En realidad, fueron necesarios
muchos días para que nos diésemos cuenta de que nos encontrábamos en una
situación sin compromisos posibles y que las palabras "transigir",
"favor", "excepción" ya no tenían sentido. Hasta la pequeña
satisfacción de escribir nos fue negada. Por una parte, la ciudad no estaba
ligada al resto del país por los medios de comunicación habituales, y por otra,
una nueva disposición prohibió toda correspondencia para evitar que las cartas
pudieran ser vehículo de infección. Al principio, hubo privilegiados que
pudieron entenderse en las puertas de la ciudad con algunos centinelas de los
puestos de guardia, quienes consintieron en hacer pasar mensajes al exterior.
Esto era todavía en los primeros días de la epidemia y los guardias encontraban
natural ceder a los movimientos de compasión. Pero al poco tiempo, cuando los
mismos guardias estuvieron bien persuadidos de la gravedad de la situación, se
negaron a cargar con responsabilidades cuyo alcance no podían prever. Las
comunicaciones telefónicas interurbanas, autorizadas al principio, ocasionaron
tales trastornos en las cabinas públicas y en las líneas, que fueron totalmente
suspendidas durante unos días y, después, severamente limitadas a lo que se
llamaba casos de urgencia, tales como una muerte, un nacimiento o un
matrimonio. Los telegramas llegaron a ser nuestro único recurso. Seres ligados
por la inteligencia, por el corazón o por la carne fueron reducidos a buscar
los signos de esta antigua comunión en las mayúsculas de un despacho de diez
palabras. Y como las fórmulas que se pueden emplear en un telegrama se agotan
pronto, largas vidas en común o dolorosas pasiones se resumieron rápidamente en
un intercambio periódico de fórmulas establecidas tales como: "Sigo bien.
Cuídate. Cariños."
.......
.......
Las peleas en las puertas de la ciudad, en las
cuales los agentes habían tenido que hacer uso de sus armas, crearon una sorda
agitación. Seguramente había habido heridos, pero hablaban de muertos en la
ciudad, donde todo se exageraba por efecto del calor y del miedo. Es cierto, en
todo caso, que el descontento no cesaba de aumentar, que nuestras autoridades
habían temido lo peor y encarado seriamente las medidas que habrían de tomar en
el caso de que esta población, mantenida bajo el azote, llegara a sublevarse.
Los periódicos publicaron decretos que renovaban la prohibición de salir y
amenazaban con penas de prisión a los contraventores. Había patrullas que
recorrían la ciudad. De pronto, en las calles desiertas y caldeadas se veían
avanzar, anunciados primero por el ruido de las herraduras en el empedrado,
guardias montados que pasaban entre dos filas de ventanas cerradas. Cuando la
patrulla desaparecía, un pesado silencio receloso volvía a caer sobre la ciudad
amenazada. De cuando en cuando centelleaban los escopetazos de los equipos
especiales, encargados por una ordenanza vigente de matar los perros y los
gatos que podían propagar las pulgas. Estas detonaciones secas contribuían a
tener a la ciudad en una atmósfera de alerta. En medio del calor y del silencio,
para el corazón aterrorizado de nuestros conciudadanos todo tomaba una
importancia cada vez más grande. Los colores del cielo y los olores de la
tierra que marcan el paso de las estaciones eran, por primera vez, sensibles
para todos. Cada uno veía con horror que los calores favorecían la epidemia y
al mismo tiempo cada uno veía que el verano se instalaba. El grito de los
vencejos en el cielo de la tarde se hacía más agudo sobre la ciudad. Ya no
estaba en proporción con los crepúsculos de junio que hacen lejano el horizonte
en nuestro país. Las flores ya no llegaban en capullo a los mercados, se abrían
rápidamente y, después de la venta de la mañana, sus pétalos alfombraban las
aceras polvorientas. Se veía claramente que la primavera se había extenuado, que
se había prodigado en miles de flores que estallaban por todas partes, a la
redonda, y que ahora iban a adormecerse, a aplastarse lentamente bajo el doble
peso de las pestes y del calor. Para todos nuestros conciudadanos este cielo de
verano, estas calles que palidecían bajo los matices del polvo y del tedio,
tenían el mismo sentido amenazador que la centena de muertos que pesaba sobre
la ciudad cada día. El sol incesante, esas horas con sabor a sueño y a
vacaciones, no invitaban como antes a las fiestas del agua y de la carne. Por
el contrario, sonaban a hueco en la ciudad cerrada y silenciosa. Habían perdido
el reflejo dorado de las estaciones felices. El sol de la peste extinguía todo
color y hacía huir toda dicha. Esta era una de las grandes revoluciones de la
enfermedad. Todos nuestros conciudadanos acogían siempre el verano con alegría.
La ciudad se abría entonces hacia el mar y desparramaba a su juventud por las
playas. Este verano, por el contrario, el mar tan próximo estaba prohibido y el
cuerpo no tenía derecho a sus placeres. ¿Qué hacer en estas condiciones? Es
también Tarrou el que da una imagen más perfecta de lo que era nuestra vida de
entonces. Él seguía en sus apuntes los progresos de la peste, en general,
anotando justamente que una fase de la epidemia había sido señalada por la
radio cuando, en vez de anunciar cientos de defunciones por semana, había
empezado a dar las cifras de noventa y dos, ciento siete y ciento veinte al
día. "Los periódicos y las autoridades quieren ser más listos que la
peste. Se imaginan que le quitan algunos puntos porque ciento treinta es una
cifra menor que novecientos diez..." Evocaba también aspectos patéticos o
espectaculares de la epidemia, como el de aquella mujer que en un barrio
desierto, con todas las persianas cerradas, había abierto bruscamente una
ventana cuando él pasaba y había lanzado dos gritos enormes antes de cerrar los
postigos sobre la oscuridad espesa del cuarto. Pero, además anotaba que las
pastillas de menta habían desaparecido de las farmacias porque muchas gentes
las llevaban en la boca para precaverse contra un contagio eventual.
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